Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XXVIII
Carlos V y Mauricio de Sajonia
De 1548 a 1552

Guerra de Parma y Plasencia.– Octavio Farnesio.– Muerte del papa Paulo III.– Elección de Julio III.– Convoca de nuevo el concilio de Trento.– Dieta de Augsburgo y lo que se trató en ella.– El duque Mauricio de Sajonia.– Misteriosa y artera política de este príncipe.– Favorece y persigue a un tiempo a católicos y protestantes.– Engaña y entretiene al emperador y a los confederados.– Segunda apertura del concilio de Trento.– Protesta del rey de Francia en el concilio.– Guerra de Parma entre el papa, el emperador, el rey de Francia y Octavio Farnesio.– Refuerza el emperador el concilio.– Traslada Carlos su residencia a Inspruck.– El duque Mauricio se confedera con el rey de Francia contra el emperador, y conquista la ciudad de Magdeburgo para Carlos V.– Tenebrosa y sagaz política del duque.– Arroja la máscara y se hace el jefe de los protestantes.– Apuro en que pone al emperador.– Desastrosa fuga de Carlos V.– Ejército francés en Alemania.– Conferencias del duque Mauricio y el rey Fernando.– Terror de los padres del concilio: se disuelve y se prorroga.– Situación del emperador.– Se ve obligado a transigir con Mauricio de Sajonia.– Tratado de Passau, favorable a los protestantes.– Decadencia del emperador.– Reflexiones.
 

Mientras el príncipe don Felipe de España, hijo de Carlos V, era reconocido y jurado por las ciudades y villas de Flandes como legítimo heredero y sucesor de su padre en aquellos estados, y mientras él visitaba los dominios que un día había de regir, agasajado por los flamencos, como más detenidamente diremos en otro lugar, dos graves cuestiones seguían agitándose entre el papa Paulo III y el emperador Carlos V: la de la continuación del concilio en Trento en que el emperador se empeñaba y el pontífice resistía, y la de la restitución de los estados de Parma y Plasencia que el papa pedía con empeño y el emperador negaba con obstinación (1548 y 1549).

La alianza del pontífice con el nuevo monarca francés Enrique II, hijo de Francisco I, no había producido para el jefe de la Iglesia sino buenas palabras y ofrecimientos de parte de aquel soberano, pero no auxilios positivos y eficaces. En su vista, resolvió obrar por sí mismo, y para privar al emperador de la posesión de Plasencia, en que no había conseguido hacerle aflojar, determinó revocar la cesión que de aquellos estados había hecho a favor de su hijo Pedro Luis Farnesio, el asesinado, y devolverlos a la Santa Sede, indemnizando a Octavio, su nieto, con otras posesiones en el patrimonio de la Iglesia. Ofendido el joven Octavio de verse así privado por su mismo abuelo de unos estados que contaba heredar, intentó apoderarse por sorpresa de Parma (octubre, 1549), y como no pudiese lograrlo por la resistencia que encontró, con la arrebatada ligereza de un joven ambicioso y resentido se echó en brazos del emperador su suegro, haciendo renuncia de lo que no tenía, para alcanzar por gracia lo que no le permitían tomar ni por herencia ni por fuerza. Esta conducta de Octavio irritó tanto al anciano pontífice que prorrumpió en las más amargas imprecaciones contra su nieto, no hallando palabras bastante fuertes con que denigrar tal acción y con que desahogar su enojo. Y si el disgusto y la incomodidad que le produjo no le ocasionó la muerte, como algunos escritores han dicho, pudo por lo menos contribuir a ella, puesto que a los pocos días de aquel suceso falleció el pontífice Paulo III (10 de noviembre, 1549), a los 82 años de edad y más de 15 de pontificado{1}.

Difiriose algún tiempo la elección de nuevo pontífice a causa de los partidos o facciones (así las nombran) en que estaba dividido el cónclave, a saber: de imperiales, de franceses y de Farnesios. Al fin, después de largos debates quedó proclamado el cardenal Juan María del Monte (7 de febrero 1550), presidente que había sido del concilio de Trento en calidad de legado, y el cual tomó el nombre de Julio III. Habían convenido los cardenales en el cónclave en que cualquiera que fuese electo restablecería a Octavio Farnesio en el ducado de Parma y de Plasencia, y Julio III lo cumplió así con gran beneplácito de todos. ¡Ojalá lo que ganó con esta acción, y con los recursos que proporcionó para socorrer a los pobres en aquel año, que lo fue de miseria para Roma, no lo hubiera perdido con dar el primer capelo de cardenal a Inocencio del Monte, su sobrino adoptivo, joven de diez y seis años, sin ciencia, sin talento y hasta sin buenas costumbres, cosa que produjo general disgusto y escándalo!{2}.

Pensando de diferente manera que su antecesor en lo relativo al concilio, y consultado el colegio de cardenales, expidió bula convocatoria (14 de marzo, 1550), para su continuación en Trento, nombrando presidente al cardenal Marcelo Crescenzi, y dándole por adjuntos en calidad de nuncios, a los obispos Pighini y Lipomani. Un día antes de la expedición de esta bula había el emperador escrito desde Bruselas a los príncipes y ciudades de Alemania convocando la dieta imperial para el 25 de junio en Augsburgo, a fin de hacer ejecutar el Interim y reconocer el concilio, y al aproximarse aquella época partió allá acompañado de su hijo Felipe, ya con la buena nueva de la convocación del concilio hecha por el pontífice. El 26 de julio muchos no habían concurrido todavía a la dieta, sabedores del objeto con que eran llamados. Pero no fue esta la principal dificultad que halló el emperador, sino otra más inesperada. El duque Mauricio, elector ya de Sajonia, y el más poderoso príncipe de Alemania, el favorecido y el favorecedor del César, el que siendo tan luterano como el que más, había sido el más activo auxiliar de Carlos V contra los protestantes, el que había obtenido por él el ducado de Sajonia y la mano de la hija de su hermano, quiso dar ya otro giro a su política, y así como antes ayudó al emperador contra los reformistas, siendo él luterano, así ahora decidió dar auxilio a los protestantes pareciendo imperial. Movíanle a esta mudanza las severas acusaciones que por su anterior conducta le hacía toda la Alemania protestante, los terribles cargos que le dirigía el landgrave de Hesse su suegro, de haberle vendido y sacrificado a las iras del emperador, de no haber cumplido su compromiso de alcanzarle la libertad, ni entregarse en caso contrario prisionero de sus hijos, según había ofrecido. Quería por otra parte atajar el inmenso poder del emperador, y le halagaba la risueña perspectiva de ser el libertador de la Alemania poniéndose a la cabeza de la liga protestante.

El plan era atrevido, y para llevarle a cabo se propuso seguir una política tan astuta, mañosa y taimada como era menester para no romper al pronto ni con el emperador ni con los protestantes, y conservarse en buen lugar con el uno y con los otros; política de que solo Mauricio hubiera sido capaz, y es uno de los más curiosos y notables episodios de la historia de la reforma. Comenzó por dar gusto al emperador haciendo aceptar el Interim en Sajonia, y para neutralizar la mala impresión que esto hiciera en los protestantes, publicó una declaración ensalzando la religión reformada y prometiendo defenderla contra las usurpaciones de Roma. Conociendo cuán desagradable habría de ser semejante manifestación a Carlos, le halagó a su vez comprometiéndose con él a sujetar la ciudad de Magdeburgo, que se resistía a admitir el Interim, y procedió a levantar tropas al efecto. Con esto se hizo otra vez Mauricio objeto de animadversión para los reformadores, que de palabra y por escrito le calificaban de desleal y le acusaban de traidor. Para acallar tales acusaciones tuvo el arrojo de escribir al emperador diciendo, que ni él ni sus estados reconocerían el concilio mientras el papa no renunciara a presidirle por sí o por su legado, no teniendo en él más autoridad que la de otro obispo, y mientras no diera seguro a los teólogos protestantes para ir a Trento, y exponer libremente sus doctrinas y dar con libertad su voto. Y al tiempo que esto hacía preparaba sus tropas para atacar a Magdeburgo y someterla al emperador.

¿A dónde marchaba Mauricio de Sajonia con tan ambigua, problemática y misteriosa conducta? Nadie lo sabía, aunque algunos lo sospecharan. Pero necesitábanle todos, y todos sufrían sus contradicciones con la esperanza de contar con él. Es lo cierto, que el emperador por su parte impuso de tal modo a la dieta, que la asamblea accedió a darle auxilios para sujetar la ciudad rebelde de Magdeburgo, y que la dieta misma pidió que se diera el mando del ejército a Mauricio de Sajonia, que el emperador aplaudió el acierto de la propuesta, y que Mauricio aceptó sin vacilar un nombramiento en que veía realizada la primera parte de sus planes.

En este tiempo, el landgrave de Hesse, que llevaba con extremada impaciencia su prolongado cautiverio, mandó a sus hijos que con todas las formalidades de la ley intimaran al duque Mauricio y al margrave de Brandeburg cumplieran el empeño solemnemente contraído de darse a ellos en prisión, una vez que no le alcanzaban a él la libertad según eran obligados. Redoblaron con tal motivo aquellos dos príncipes sus instancias al emperador en favor del landgrave. Pero Carlos, inflexible en este punto, discurrió libertarse de las importunidades de los dos mediadores, publicando una pragmática en que por sí y por autoridad propia los daba por relevados de la obligación que tenían hecha con el príncipe prisionero. Causó esta medida general escándalo, porque nadie había imaginado que la soberanía de su autoridad alcanzara a dispensar o anular las obligaciones de honor contraídas entre particulares. Desesperanzado ya el landgrave de recobrar su apetecida libertad por los medios legítimos, apeló a la astucia y al soborno. Ganado tenía ya un soldado español de su guardia, pero entendiéronlo a tiempo los demás españoles sus compañeros, y el infeliz seducido sufrió la pena de ser pasado por las armas. No cupo mejor suerte a dos caballeros alemanes que después intentaron sustraerle de la cárcel, y el fruto de todas estas tentativas fue estrechar la prisión del príncipe y tratarle con más dureza y rigor.

La segunda apertura del concilio de Trento, por dilaciones que habían ocurrido en la bula convocatoria, había de verificarse y se verificó el 1 de mayo (1551), y lisonjeaba al emperador la esperanza de que sería el camino de uniformar la religión de Alemania y de restablecer el culto católico en el imperio. Aun muchos prelados no pudieron concurrir al concilio para aquel día, a causa de la guerra que había estallado de nuevo en el ducado de Parma, manzana de discordia entre el emperador, el papa, el príncipe Octavio Farnesio y el rey Enrique II de Francia: que no tuvo grandes resultados, pero que entorpeció la ida de muchos prelados al concilio, y que dio pretexto al rey de Francia para enviar a Trento un embajador que protestara de la legitimidad y validez de una asamblea reunida en tales circunstancias, y en que faltaban los prelados de una nación tan grande como la francesa. Así Enrique II por debilitar el poder de Carlos V se hacía fautor de los herejes, siguiendo en esto el funesto ejemplo de su padre{3}. Esto mismo movió al emperador a hacer respetar más el concilio y a protegerle con más decisión y empeño. Hizo que concurriera mayor número de prelados, mandó que fueran sus embajadores, los de su hermano, los de los electores eclesiásticos del imperio, y hasta dio salvoconducto a los teólogos de los príncipes protestantes. El concilio siguió haciendo luminosos y sabios decretos y cánones en la comenzada materia de sacramentos, y animado con esto Carlos V tomó medidas más rigurosas contra los protestantes, les prohibió predicar en las ciudades imperiales doctrinas contrarias al dogma de la Iglesia romana, y abolió en toda la provincia de Suabia el culto reformado, haciendo que los pueblos asistieran a las ceremonias religiosas practicadas por sacerdotes católicos (setiembre y octubre, 1551). Para estar cerca de Trento y de Italia, y atender a la vez a lo del concilio, a la guerra de Parma y a los negocios del imperio, partió para Inspruck en el Tirol, y fijó su residencia en esta ciudad{4}.

Prolongábase el cerco que los imperiales, con el duque Mauricio a su cabeza, tenían puesto a la rebelde ciudad de Magdeburgo. La guarnición y los habitantes, mandados y dirigidos por el conde Alberto de Mansfeldt, se defendían con todo el vigor que inspiran el celo religioso y el amor a la libertad. En una de sus salidas hicieron prisionero al duque Jorge de Mecklemburgo, que siendo luterano peleaba en favor de Carlos V y de los católicos, con la esperanza de que el emperador le premiara con el territorio y señorío de Magdeburgo, al modo que había premiado al duque Mauricio, luterano también, con el señorío y electorado de Sajonia; que tal era la conciencia religiosa de aquellos celosos protestantes, que no escrupulizaban en hacer armas contra sus propios correligionarios, con tal que a la sombra de las banderas católicas se prometieran engrandecimiento y medros.

Aunque el duque Mauricio pudo apoderarse mucho antes de una ciudad en que se hacían sentir ya los rigores del hambre, alargó el sitio hasta el punto que ya no podía diferirle más sin hacerse sospechoso al emperador. Las causas de esta flojedad y de esta lentitud las diremos luego. Al fin después de un año de cerco se rindió Magdeburgo (3 de noviembre, 1551), bajo las bases de implorar la clemencia del emperador, de no volver a tomar las armas contra la casa de Austria, de reconocer la autoridad de la cámara imperial, de obedecer los decretos de la dieta de Augsburgo tocantes a la religión, de dar libertad al duque de Mecklemburgo, de pagar una multa de cincuenta mil coronas, y otras semejantes a las de las demás ciudades rendidas{5}. El emperador aprobó y ratificó sin vacilar las capitulaciones, no obstante la sentencia antes pronunciada contra la ciudad, y a pesar de la extrañeza con que debió ver que los habitantes y el senado confirieron la dignidad de burgrave, o sea la autoridad suprema, a aquel mismo Mauricio que acababa de hacerles sufrir los horrores de un largo sitio, y contra el cual se habían desatado poco antes en invectivas y denuestos, tratándole como a apóstata y traidor. Condúcenos esto a explicar la misteriosa conducta del de Sajonia antes y después del sitio, y aquí empieza a revelarse la política taimada y ladina de este hombre singular, tan funesto antes a los reformados como después a los católicos. Siguiendo Mauricio sus tenebrosos planes, había tenido, durante el cerco, secretas conferencias con el gobernador de la ciudad conde de Mansfeldt, reveládole su pensamiento de atajar los vuelos al inmenso poder del emperador y de restituir su fuerza y sus privilegios al cuerpo germánico, y ofrecídole que los habitantes de Magdeburgo no serían privados de sus libertades ni perturbados en el ejercicio de su religión. De aquí la templanza por una parte en las condiciones de la capitulación, y por otra la deferencia de investir al conquistador con la autoridad superior de la ciudad. Dueño Mauricio de Magdeburgo, su dificultad era continuar al frente de todas las tropas sin infundir recelos a Carlos V. Para esto discurrió un artificio ingenioso. Pagó una parte de sus sueldos a los mercenarios sajones, y les permitió regresar a sus casas; pero puesto de acuerdo con el duque de Mecklemburgo, que sabía no ser sospechoso al emperador, aquellos soldados fueron de nuevo reenganchados por éste, con lo cual tenía a su disposición aquellas tropas para cuando las necesitase, según convenio, sin aparecer que continuaban a sus órdenes.

Para distraer más al emperador, mientras él se daba tiempo para acabar de madurar sus planes, conociendo que la atención y el afán de Carlos se cifraban entonces principalmente en lo del concilio, por una parte envió a Trento sus embajadores, y por otra encargó a los teólogos protestantes, y principalmente a Melanchthon, el más distinguido y sabio de entre ellos, que redactaran una profesión de fe para proponerla en aquella asamblea. Con mucha destreza hizo promover la cuestión acerca del salvoconducto que se había de dar a los teólogos y representantes de los príncipes luteranos, sabiendo, como en efecto sucedió, que habían de enredarse disputas entre el emperador, los legados del pontífice y los príncipes protestantes sobre la forma de los salvoconductos, y que se habían de interponer reparos, modificaciones y protestas, como así aconteció; todo lo cual entretenía y ocupaba grandemente al emperador en Inspruck, con no poco gozo del intrigante y artificioso Mauricio, disimulado autor de aquellos enredos. A tal punto llevó su astucia y su doblez, que cuando estaba ya confederado con el mayor enemigo del emperador, alquiló una casa en Inspruck, y la mandaba amueblar, diciendo cada día al emperador que pensaba ir allá para vivir más cerca de su persona{6}.

Aprovechó, pues, el sagaz Mauricio estas distracciones de Carlos y los padecimientos de la gota que le aquejaban, para aliarse secretamente, como lo hacía todo, con quien sabía estar más dispuesto a ser enemigo del emperador, como el más envidioso de su poder, y como quien había recibido la emulación y la rivalidad por herencia, a saber, Enrique II de Francia, que ya en Parma y en el Piamonte había mostrado bien su animosidad a Carlos V. En este tratado se cuidó con mucha cautela de no motivar la alianza en causas de religión, a fin de no aparecer el rey cristianísimo como amigo y protector de los herejes, sino dar por objeto a la confederación la libertad del landgrave de Hesse y restituir a su anterior estado la constitución y las leyes del imperio. Concertose que los dos aliados declararían simultáneamente la guerra al emperador, habiendo de entrar el francés con poderoso ejército por la Lorena: no se haría paz ni tregua sin que en ella consintieran y entraran todos los confederados: el jefe del ejército de la confederación sería Mauricio de Sajonia: Enrique de Francia daría doscientas cuarenta mil coronas por una vez para los gastos de la guerra, y sesenta mil mensuales después todo el tiempo que durase la campaña (octubre, 1551). Tan lejos fueron en sus planes que hasta pactaron que en el caso de creer conveniente elegir otro emperador, éste había de ser a gusto y del agrado del rey de Francia{7}.

Dado este paso, que mantuvo secreto aun a los mismos príncipes que habían de entrar en la liga, faltábale justificar el rompimiento que meditaba. Dábale excelente ocasión para esto la injusta cautividad en que Carlos V, tenía al landgrave. Abogar con empeño y energía por su libertad era defender una causa popular en Alemania. Así que le fue fácil interesar a los príncipes del imperio, al rey de Dinamarca y al hermano mismo del emperador, a que apoyaran y esforzaran el mensaje solemne y fuertemente razonado que dirigió al emperador en demanda de que pusiera término al cautiverio del landgrave. Sin duda le constaba a Mauricio, o suponía al menos que había de encontrar a Carlos inexorable en este punto. La respuesta del César lo confirmó así, y el astuto sajón logró su objeto de hacer ver de una manera ostensible que no había otro medio que el de la fuerza para arrancar a Carlos un acto de justicia.

Tan ilimitada era la confianza que Carlos tenía en Mauricio, y tal la afición que le profesaba, que aunque recibió un aviso formal previniéndole que se guardara del príncipe sajón, no rebajó un átomo su intimidad, contestó que no podía creer en una ingratitud, y continuó sin darse por entendido. También al duque de Alba, hombre de suyo caviloso y suspicaz, se le hicieron sospechosos los misteriosos manejos del de Sajonia, y así se lo manifestó al obispo Granvela, primer ministro de Carlos; pero el ministro prelado que creía no ignorar ninguno de los pasos del elector por medio de dos espías con quienes se comunicaba, despreció la advertencia del general español, sin imaginar que Mauricio le estaba engañando y entreteniendo con aquellos mismos espías, fingiendo ignorar su trato, y burlando así una sagacidad con otra sagacidad mayor. De esta manera logró Mauricio llegar al término de sus preparativos y tenerlo todo en sazón, sin que se traslucieran, o por lo menos sin que se revelaran sus designios; cosa admirable y rara en negocios y tramas que últimamente tuvo ya que confiar a muchos{8}.

Cuando llegó el momento de obrar, anunció que iba a Inspruck en cumplimiento de lo que tantas veces había ofrecido. En el camino fingió sentirse fatigado, y envió delante su confidente a avisar al emperador el motivo de su retraso y que estaría en Inspruck dentro de unos días. Mas apenas había aquel partido montó a caballo, dirigiose a la Thuringia, se incorporó y puso al frente del ejército que allí tenía preparado, arrojó la máscara y publicó un manifiesto en que decía, que tomaba las armas contra el emperador para rescatar al landgrave de la indefinida cautividad en que gemía, para defender la libertad de conciencia y restablecer las libertades políticas del pueblo alemán (marzo, 1552). También dieron sus manifiestos el margrave Alberto de Brandeburg y Enrique II de Francia: esté último se apellidaba Protector de las libertades de Alemania y de sus cautivos príncipes. Hacíase cargo y se acusaba a Carlos V de haber confiado el sello del imperio a un extranjero que no conocía ni la lengua ni las leyes del país, el obispo Granvela; de haber llevado al imperio tropas extranjeras que saqueaban y maltrataban a los naturales; de su predilección hacia los españoles y flamencos; de la servidumbre, en fin, en que quería tener la Alemania. De estos cargos algunos eran exagerados o injustos: mas de todos modos vio Carlos V reproducidas en Alemania quejas semejantes, y alzamientos parecidos a los que treinta años antes había provocado, bien que con mayor fundamento, en Castilla.

Tan desapercibido se hallaba el emperador, tan ajeno estaba de suponer en Mauricio tal deslealtad y tan ingrata correspondencia a los favores y distinciones que le había prodigado, tan diseminadas tenía sus fuerzas en Italia y en Hungría, y tan inesperado fue para él este golpe, que cuando empezó a volver del primer asombro ya Mauricio con una actividad prodigiosa se había apoderado de algunas ciudades de la alta Alemania, repuesto en ellas el culto y los ministros y magistrados protestantes, y avanzado con admirable audacia a Augsburgo, de cuya ciudad se posesionó también, habiéndose retirado, por no creerse bastante fuerte para esperarle, la guarnición imperial (1.° de abril, 1552). Carlos V, el monarca entonces más poderoso del mundo, se encontró en Inspruck sin dinero y casi sin tropas, pues apenas tenía las necesarias para la guarda de su persona, y en peligro de verse envuelto por uno de sus muchos vasallos, que le debía todo lo que era. En tal situación valiose de su hermano Fernando para que negociara con Mauricio, y éste, a quien convenía entretener apareciendo ser él el entretenido, accedió a tener una entrevista con Fernando en Lentz, ciudad de Austria, dejando en tanto encomendado el ejército a Alberto de Mecklemburgo, que en verdad no hizo otra cosa que devastar el país llano, conduciéndose menos como jefe de un ejército regular que como caudillo de bandas de incendiarios y de ladrones.

Mas al propio tiempo, Enrique II de Francia, en ejecución del tratado, avanzaba con poderoso ejército por la parte de Lorena. Una enfermedad peligrosa de la reina Catalina obligó a Enrique a volver a Francia, dejando el mando superior de las tropas al antiguo condestable de Montmorency, desterrado por Francisco I y repuesto en la real gracia por su hijo Enrique. Prosiguió el condestable su marcha, y cuando el monarca francés, mejorada la reina su esposa, volvió a incorporarse al ejército expedicionario, ya el condestable le tenía ganadas las ciudades de Toul, Verdún y Metz, esta última, la más importante y la más fuerte de la Lorena, en la cual había entrado por astucia y engaño suyo y por traición de una parte de sus moradores. Desde Metz avanzaron ya juntos el rey y el condestable hacia la Alsacia, donde intentaron en vano apoderarse de varias ciudades por los mismos medios que con tan buen éxito habían empleado en Metz.

La conferencia entre Fernando y Mauricio no había dado otro fruto que acordar otra entrevista para el 26 de mayo en Passau, y una tregua que duraría dos semanas después. Pero el activo y sagaz Mauricio, aprovechando el intervalo que Fernando tuvo la imprudente imprevisión de dejar entre el 9 y el 26 de mayo, salió apresuradamente de Suabia, volvió a ponerse al frente del ejército, marchó con una celeridad extraordinaria en soldados alemanes, se apoderó de Ehremberg, fuerte castillo situado sobre una escarpada roca, cayó sobre el Tirol cuando menos podía esperársele, y a no haberle embarazado la sublevación de unas compañías de mercenarios que le costó trabajo apaciguar, hubiera tal vez sorprendido al emperador en Inspruck, y héchose quizá dueño de su persona. Cuando llegó Mauricio a Inspruck, no hacía sino unas horas que había partido el emperador. Aquel Carlos V que acababa de subyugar la Alemania, y cuyo inmenso poder tenía poco antes asombrado el mundo, había tenido que huir de Inspruck en una noche lóbrega y tempestuosa, llevado en una litera, porque la gota no le permitía marchar de otro modo, con los caballeros de su corte, a caballo unos y a pie otros, teniendo que franquear las montañas del Tirol por veredas desconocidas alumbrándole con hachas de viento sus criados. De esta manera llegó Carlos V atravesando ásperas montañas a Villach, pequeña ciudad de Iliria{9}. Mauricio, su perseguidor, después de repartir entre sus soldados el botín cogido en Inspruck, regresó a Passau para celebrar su conferencia con el rey Fernando el día convenido.

Consternados también los padres del concilio de Trento con tan inopinada guerra, desertándose cada día, o por temor o por disgusto, los prelados alemanes, y no pensando ya cada cual sino en su seguridad propia, propúsose una suspensión y se aprobó en sesión general (28 de abril, 1552), aplazándose la reunión para dentro de dos años, o para antes, si antes cesaba la guerra y se restablecía el sosiego. Esta decisión, a la cual solo se opusieron los prelados españoles, que opinaban por permanecer en Trento arrostrando todos los peligros, se tomó antes que comenzaran las conferencias con los protestantes{10}.

No habían correspondido los progresos de los franceses en Alsacia a los que en el principio habían hecho en la Lorena. Las ciudades se fortificaban y les resistían en vez de franqueárseles: Strasburgo anduvo cauta en no permitirles el paso: los electores de Tréveris y de Colonia, el duque de Cléves, los cantones suizos advertían a Enrique que no se olvidara de que iba como protector, no como opresor de Alemania, y le decían que no pasara adelante: la reina de Hungría, gobernadora de Flandes, había levantado un ejército de cerca de veinte mil hombres, que al mando de Martin Van Rossen penetró y andaba talando la Champaña: escaseaban a las tropas francesas los víveres, y todo esto obligó al de Francia a retroceder, y a llevar sus estragos al Luxemburgo, no sin que antes, satisfaciendo un pueril orgullo, mandara que llevasen los caballos a beber en el Rhin, como quien hacía alarde de haber llevado sus armas hasta las márgenes de aquel río.

A esto se habían reducido las operaciones que con tanta arrogancia emprendiera el francés con el pomposo título de protector y libertador: así como por su parte, el marqués de Brandeburg, que mandaba un cuerpo de ocho mil hombres, no había hecho otra cosa, según indicamos, que devastar y aniquilar las comarcas que corría, aterrar y saquear las poblaciones, descargar un furor bárbaro sobre los eclesiásticos adictos al papa, y desacreditar con sus vandálicas excursiones aquella moral y aquella tolerancia de que querían blasonar los protestantes.

Verificábanse en tanto las concertadas conferencias entre el duque Mauricio de Sajonia y el rey Fernando de Bohemia, hermano del emperador, en Passau (26 de mayo, 1552); conferencias a que dieron mayor importancia y solemnidad asistiendo como mediadores algunos príncipes, obispos y representantes de los electores y de las ciudades libres del imperio. Lo que en ellas pedía el duque Mauricio era lo mismo que decía en su manifiesto haberle movido a tomar las armas contra el emperador. Otorgarlo todo, parecía que era rebajar demasiado la alta dignidad de un soberano como Carlos V, y ni Fernando ni sus embajadores se mostraban dispuestos a concederlo. Era ya, sin embargo, tan vivo el deseo de paz entre protestantes y católicos, habían unos y otros sufrido tanto con las guerras, y se hacía tan temible aun a los adictos a la iglesia romana el ejercicio del poder imperial absoluto en el pueblo alemán, que todos los mediadores se convinieron en escribir a Carlos rogándole libertase la Alemania del azote de la guerra civil, satisfaciendo en cuanto pudiese las pretensiones de Mauricio. La situación de Carlos era para meditarlo con madurez. La fuga de Inspruck le había hecho perder mucha fuerza moral: hallábase sin sus mejores tropas: conocía toda la astucia y toda la energía de su nuevo enemigo: tenía al francés dentro de sus propios estados, y sabía que Enrique, como su padre Francisco, andaba provocando al turco contra él y contra su hermano, y excitándole a que obrara en Hungría y en las costas de Sicilia y de Nápoles: la España, disgustada del largo alejamiento de su soberano, y cansada de ver morir sus hijos y consumirse sus tesoros en apartadas regiones y en guerras inútiles para ella, repugnaba y dificultaba enviarle sus hombres y su dinero. Estas y otras consideraciones, por más desagradables que fueran a quien se acababa de ver tan poderoso y había sido tantas veces vencedor, merecían pensarse antes de rechazar la transacción que se le proponía.

Para esforzar estas razones pasó Fernando en persona a Villach, residencia del emperador su hermano. Fernando las tenía también muy fuertes para desear por su parte la paz, y no era la menos atendible el ofrecimiento que Mauricio le había hecho de ayudarle personalmente y con todo su ejército en Hungría, siempre que aquella se estableciera sobre bases sólidas y firmes. Pugnaba, pues, el emperador entre los poderosos motivos que le aconsejaban la paz, y el sacrificio de amor propio de doblegarse a las exigencias de uno de sus antiguos súbditos que le debía todo lo que era, y de renunciar a un plan con tanto ardor comenzado y con tanta constancia proseguido. Fue, pues, su primera respuesta negarse a toda condición que le obligara a reconocer el libre ejercicio de la religión protestante; y pedir además la indemnización de las pérdidas que le había hecho sufrir el desenfreno de las indisciplinadas tropas de algunos confederados. Muy sobre sí estaba Mauricio para aceptar como admisible esta proposición, bien la considerara como formal negativa, bien como medio de entretenimiento. Y conociendo que la mejor manera de estrechar al emperador era mostrarse parte y obrar con resolución y energía, salió bruscamente de Passau, y dando por rotas las conferencias y poniéndose de nuevo a la cabeza de sus tropas, procedió a sitiar formal y vigorosamente la ciudad de Franfort-sur-le-Mein.

Redobló entonces Fernando sus instancias con el emperador su hermano. Aflojó también Carlos de su primera dureza, y se prestó más benévolo a oír las proposiciones de paz, con tal que Mauricio cediera también en algo en sus demandas. Y como el de Sajonia, a pesar de toda su aparente arrogancia, comprendiese bien lo temible que podía ser todavía un esfuerzo del emperador, poco a poco fueron ambos llegando a términos de poder concertarse y transigir. Volvió, pues, Mauricio de Sajonia a Passau, y todas aquellas pláticas y negociaciones dieron por fruto el tratado siguiente (31 de julio, 1552):

Que para el 12 de agosto los confederados licenciarían sus tropas, a no ser que quisiesen servir al rey de Romanos, o a otro príncipe, siempre que no fuese contra el emperador: que para el mismo día sería puesto en libertad el landgrave de Hesse, y conducido con seguridad a su castillo de Rheinsfeld, cumpliendo él lo que ofreció a Carlos cuando fue preso: que dentro de seis meses se celebraría una dieta en la cual se decidirían todas las cuestiones religiosas: que entretanto ni los unos ni los otros se perturbarían en el ejercicio de su respectiva religión y culto: que la cámara imperial administraría justicia imparcial e indistintamente a católicos y protestantes: que no se pidieran los daños hechos en esta guerra hasta que la dieta lo determinara: que el marqués de Brandeburg pudiera ser comprendido en este tratado con tal que desarmara y licenciara luego sus tropas que los confederados se apartarían de la alianza con el rey de Francia, y que éste pudiera exponer sus agravios al duque Mauricio, y el duque informar de ellos al emperador: que si la futura dieta no lograba terminar las contiendas religiosas, la parte de este tratado favorable a los protestantes quedaría válida para siempre{11}.

Tal fue el célebre tratado de Passau, por el cual se vieron desvanecidos todos los grandes proyectos que por espacio de tantos años había formado y trabajado por realizar el emperador Carlos V sobre el imperio alemán, y principalmente para impedir en aquellos dominios la propagación de las doctrinas luteranas y el ejercicio de la religión protestante, la cual desde este convenio recibió una autorización pública y legal de que siempre había carecido. Así se frustraron también en gran parte los esfuerzos del concilio Tridentino por restablecer la unidad del dogma católico en la Iglesia cristiana. Este tratado, humillante para Carlos V, y más por haberle sido impuesto por uno de sus vasallos que solo a la sombra de su favor había adquirido la importancia que llegó a alcanzar, señala el punto de decadencia del antes inmenso e ilimitado poder del emperador. Es igualmente notable y extraño que quien más quebrantó el poder de Carlos y quien más consolidó la reforma en Alemania, fuese el mismo que poco antes había ayudado más a los triunfos del emperador, y a la destrucción de la confederación reformada. Por tan extraños caminos conduce la Providencia los sucesos y los encamina a sus altos y ocultos fines.




{1} Pallavicini y Paolo Sarpi, en sus Historias del concilio de Trento.– Adriani, Istor. di suoi tempi, lib. VII.– Carta del cardenal de Ferrara al rey Enrique II de Francia.– Ribier, Memoir.– «Murió, dice el obispo Sandoval, sin tener un cojín (siendo riquísimo) sobre que le pusiesen la cabeza sus lacayos, cuando le llevaban muerto al palacio sacro: cosa digna de notar, no porque un cuerpo muerto haya menester almohadas, sino por lo que requería la dignidad. Guíalo Dios así para nuestro ejemplo y consuelo, porque era este pontífice muy pulido y regalado… Tuvo al emperador más miedo que amor… en el alma tenía la flor de lis, codició demasiado lo de Parma y Plasencia, y quiso comprar a Milán.» Lib. XXX, pár. 9.

{2} Novaes, cit. por Artaud de Montor, Hist. de los Romanos Pontífices.– Pallavicini, Hist. Del Conc. de Trento.– Vargas, Cartas y Memorias tocantes al concilio de Trento.

{3} Enrique II decía que no podía considerar el concilio como ecuménico, sino como una asamblea particular, y en su carta empleaba, no sin malicia, la palabra conventus en vez de concilium.

Las dos sesiones que se habían tenido en Bolonia se consideraron como preparatorias de las que en este segundo período se continuaron en Trento. La 11.ª se tuvo el 1.° de marzo (1551), la 12.ª el 1.° de setiembre, y la 13.ª el 14 de octubre.

{4} Los embajadores del emperador eran don Francisco Álvarez de Toledo, español, y el arcediano de Liege, flamenco. Además envió de embajador a Roma (7 de setiembre) desde Augsburgo para tratar con el papa, a don Juan Manrique de Lara, hijo de los duques de Nájera.

Asistieron al concilio de Trento en este segundo período cuarenta españoles, entre obispos, abades y teólogos.

{5} Arnold. Vita Maurit.– Descript. Obsidionis Magdeb. Apud Scard., lib. II.

{6} En este tiempo había vuelto ya a enviar Carlos V su hijo Felipe a España con nuevos poderes para gobernar; mas de esto hablaremos cuando tratemos determinadamente de este príncipe y de su gobierno en España.

{7} Dumont, Corps. Diplomat., t. II.– Sandoval, lib. XXI, n.° 13.– Robertson, lib. X.– Ávila y Zúñiga, Comentar.

{8} Entraban en la liga, además de los dos autores del convenio, Augusto, hermano de Mauricio, los hijos de los dos príncipes presos, el antiguo elector de Sajonia y el landgrave de Hesse, el duque de Luneburgo, el marqués de Brandeburg, el duque Jorge de Meckemburgo, y otros muchos barones y señores alemanes.

{9} «¡Quién pudiera saber (dice hablando de esta desastrosa huida un historiador alemán) lo que pasaba en el fondo del alma de Carlos!… Acaso en estos días infortunados concibió la resolución de deponer la corona, si una vez podía sosegar la tormenta, y renunciar al fausto del mundo para retirarse a una soledad profunda, solo con el Eterno, con el Dios inmutable. Entonces volvió la libertad al elector de Sajonia, su prisionero. Su vista debía serle ya penosa; porque aquel elector, que hecho prisionero en la landa de Lockau se había arrojado a sus pies bañado en sangre demándale gracia, le veía ahora fugitivo a través de montañas impracticables, enfermo, sin socorro, y perseguido por otro elector de Sajonia, a quien él, en tiempos de prosperidad, había hecho poderoso.»

{10} Concilio de Trento, Sesión 16.ª.– Pallavic. Hist. del Concilio.

{11} Colección de Tratados de paz, tom. II.– Dumont, Corps Diplomat.– Sandoval, libro XXXI, par. 25.– Robertson, lib. X.