Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XXIX
Carlos V y Enrique II de Francia
De 1552 a 1556

Campaña del emperador contra Enrique II de Francia.– Grande ejército.– Célebre sitio de Metz.– Pásase al emperador el de Brandeburg con su gente.– Heroica defensa de Metz: el duque de Guisa.– Trabajos y calamidades del ejército imperial.– Desastrosa retirada.– Rebelión y guerra de Siena.– Descontento y alteraciones en Nápoles.– Armada turca en Italia.– Guerra civil en Alemania.– Muerte de Mauricio de Sajonia.– Refúgiase en Francia el de Brandeburg.– Guerra entre franceses y flamencos.– El príncipe Filiberto de Saboya.– Enrique II de Francia en Flandes.– Se ve obligado a retroceder a su reino.– Guerra en el Piamonte.– Casamiento del príncipe don Felipe de España con la reina de Inglaterra.– Carlos V le cede el reino de Nápoles y el ducado de Milán.– Nuevas guerras entre Carlos y Enrique.– Estragos horribles de unos y otros ejércitos.– El duque de Alba, generalísimo de las tropas del Piamonte: su fama en Italia: lo que hizo.– Trama de un guardián de San Francisco para entregar a Metz, y su resultado.– Dieta de Augsburgo.– Reconócese la libertad de cultos en Alemania.– Sucesión de pontífices.– Paulo IV.– Su carácter.– Su odio al emperador.– Alianza de Paulo IV y Enrique II contra Carlos V.– Proceder de Carlos y de su hijo Felipe con el papa.– Abdicación de Carlos V en su hijo.
 

Por más sensible que sea al historiador español tener tanto tiempo apartada su vista de España, durante la larga ausencia del emperador; por más que se sienta ver como absorbida la nación por el imperio, forzoso nos es seguirle todavía algún tiempo en aquellos países: porque la figura gigantesca de Carlos V es tal que arrastra al historiador y le obliga, como obligaba a todos los hombres de su tiempo, a seguirle y contemplarle do quiera que estuviese o se moviese.

Firmada, pues, la paz religiosa de Passau; libres después de cinco años de cautiverio los dos príncipes protestantes, Felipe de Hesse y Juan Federico de Sajonia; cumpliendo el duque Mauricio con la obligación adquirida en el tratado de pasar con un ejército a Hungría a auxiliar al rey Fernando contra los turcos; quedando solos fuera del convenio, por una parte Alberto de Brandeburg, que prefirió seguir devastando con sus bandas de forajidos y saqueadores las tierras de Maguncia, Spira, Tréveris y Strasburgo, por otra el rey de Francia que no había sido comprendido en el concierto, el emperador Carlos V, reunidas los banderas de alemanes, bohemios, italianos y españoles que había empezado a juntar para la guerra contra Mauricio, y llamando a su servicio las tropas que licenciaban los confederados, determinó emplear todas estas fuerzas contra Enrique II de Francia. Como una mengua y una afrenta intolerable miraba Carlos las conquistas hechas por el francés en la Lorena, y se propuso recobrarlas. Partió pues el emperador de su retiro de Villach a la cabeza de un grande ejército, haciendo primeramente cundir la voz de que iba a Hungría en socorro de su hermano, y fingiendo después que marchaba contra el de Brandeburg como contra vasallo rebelde, pasó sucesivamente a Inspruck, Augsburgo, Spira y Strasburgo.

Mas a pesar de la cautela con que procuraba encubrir su verdadero designio, no dejó de comprenderle o adivinarle Enrique II de Francia, y resuelto a conservar a todo trance la plaza de Metz, encomendó su defensa al duque de Guisa, Francisco de Lorena, nobles francés, valeroso, sagaz, activo, dado a ganar fama y renombre por medio de empresas gloriosas, y a quien por lo mismo se le reunió voluntariamente una gran parte de la nobleza y de la juventud francesa, con el deseo de pelear al lado de un jefe tan hábil y esforzado. Fortificó el de Guisa la plaza a propósito para resistir un sitio; derribó casas, destruyó arrabales enteros, y arrasó monasterios e iglesias, todo lo que pudiera favorecer la aproximación del enemigo. Cerca de Metz se había colocado el de Brandeburg, como amagando unirse al francés. En esta situación se acercó a Metz el ejército imperial, fuerte de sesenta mil hombres, y dio principio a los trabajos del sitio, cuya dirección y mando había encomendado el emperador al duque de Alba (octubre, 1552).

El de Brandeburg, a quien de uno y otro campo se hacían proposiciones y ofertas, como hombre que había mostrado ser de calidad de dejarse tentar por el interés, después de alguna vacilación concluyó por aceptar las del emperador que halló más ventajosas, y se pasó a los imperiales con las cincuenta banderas y la caballería que acaudillaba. Causó esta resolución tanto enojo al rey Enrique, que en su despecho envió con gente al hermano del duque de Guisa{1}, con orden de que empleara cualesquiera medios para matar al de Brandeburg. Mas en vez de ser éste el sorprendido, se arrojó súbitamente con su caballería sobre la hueste francesa, y la arrolló у destrozó, haciendo prisionero a su caudillo.

Con el refuerzo que llevó el de Brandeburg al campo imperial, y con la gente que acudió de Flandes llegó el emperador a reunir un ejército de cien mil hombres, uno de los más numerosos y lucidos que se había visto jamás; contábanse en él seis mil españoles, cuatro mil italianos, cincuenta mil alemanes, los demás flamencos y muchos mercenarios; llevaba unas ciento y catorce piezas de batir, y quince mil caballos entre ligeros y de tiro. Carlos, a quien la gota tenía retenido en Thionville, se hizo trasportar al campo en litera (10 de noviembre) para activar y estrechar el sitio. Ni el de Guisa ni los nobles franceses dieron muestra de flaquear un momento, ni por verse rodeados de tan formidable hueste, ni por las brechas que en los muros abriera su artillería, ni por los asaltos que con más arrojo que buen éxito intentaran los imperiales. Señalose este sitio por la firmeza imperturbable que conservaron siempre los sitiados. Contrariaba a los sitiadores el crudo y deshecho temporal de fríos, aguas y nieves: inundaron estas su campo; los soldados, especialmente los italianos y españoles, no pudiendo sufrir tan rigorosa temperatura, enfermaban y morían; sucumbieron también muchos de otras naciones, y las bajas del ejército llegaban ya a treinta mil. Cobijado el emperador a causa de la gota en su casita de madera, diariamente preguntaba qué tiempo hacía, y como nunca la contestación fuese lisonjera, «pues siendo así, dijo un día, no hay que esperar más, sino que nos vayamos; pues la fortuna es como las mujeres; prodiga sus favores a la juventud, y desprecia los cabellos blancos.»

Levantose, pues, el sitio de Metz (26 de diciembre) al cabo de dos meses de terribles padecimientos. La retirada del ejército imperial fue desastrosa; los campos iban quedando cubiertos de enfermos y de moribundos, y el duque de Guisa que los perseguía tuvo menos necesidad de manejar la espada contra los enemigos, que de emplear la compasión y la humanidad para con los desgraciados. Los mismos vencidos elogiaron el generoso comportamiento del de Guisa. El sitio y retirada de Metz fue una de las mayores adversidades que en su vida experimentó el emperador{2}.

No fueron estos solos los contratiempos que aquel año sufrió Carlos V. Diole también no poca pesadumbre la rebelión de Siena. Era ésta una de las ciudades libres de Italia que despedazada por los partidos interiores se había puesto bajo la protección del imperio. Para mantener la tranquilidad de aquella pequeña república había puesto allí Carlos una corta guarnición de españoles al mando de don Diego de Mendoza. Mas este caudillo, en vez hacer oficios de protector, se convirtió en tirano de los sieneses; construyó una fortaleza para dominarlos, y los oprimió de modo que al fin reventaron, y ayudados del conde de Petillano a quien Mendoza había entregado un cuerpo de tres mil italianos para la defensa contra el turco, y él empleó traidoramente contra los españoles, alzáronse contra los que de aquella manera los tiranizaban. No podemos detenernos a dar cuenta minuciosa del levantamiento y guerra de los sieneses. Diremos en resumen, que a instancia de los españoles envió en su socorro el duque de Florencia, Cosme de Médicis, hechura del emperador, al marqués de Mariñano, joven y activo general, el cual obró de concierto con don Juan Manrique de Lara que levantó en Roma un cuerpo de italianos y españoles. En auxilio de los sublevados de Siena acudieron los franceses, y su general Pedro Strozzi sostuvo diferentes encuentros y combates con el marqués de Mariñano y el español don Juan Manrique de Lara. Al fin, después de varias vicisitudes, vencido Strozzi en batalla por el de Mariñano. hízose un convenio por el cual volvía la ciudad de Siena a quedar perpetuamente bajo la protección del imperio, el emperador había de tener en ella presidio y ordenar su forma de gobierno como quisiese, si bien no pudiendo erigir fortalezas sin consentimiento de los ciudadanos, y los franceses habían de salir libremente con armas y bagajes y obtener paso seguro por Florencia. «Tal fue, dice un historiador español, el fin de la guerra de Siena, la cual cargaron los sieneses y otros a don Diego de Mendoza… Y como el duque de Florencia hizo el gasto principal de esta guerra, y el marqués de Mariñano fue el principal de su gente, y era tan escogido y señalado capitán, diósele el nombre, honra y gloria de la victoria: mas por cartas del pontífice, emperador y rey su hijo, parece haber sido don Juan Manrique de Lara uno de los señalados y que más hizo en esta empresa, y como a tal le da las gracias de esta victoria, que fue de harta importancia para que el francés no volviera a inquietar a Italia{3}

Carlos V después del desastre de Metz se había retirado a los Países Bajos, llevando en su corazón y en su cabeza el odio a los franceses y el pensamiento de la venganza; odio y pensamiento alimentados por el mal humor de los padecimientos físicos y por la melancolía de quien no estaba acostumbrado a sufrir reveses. Allí vio con cierta satisfacción interior enredarse en una guerra civil los príncipes alemanes provocados por Alberto de Brandeburg, conjurarse todos contra él, elegir por jefe de la confederación a Mauricio de Sajonia (abril, 1553), y hacerse guerra a muerte Alberto y Mauricio. En los campos de Lieverhausen se encontraron los ejércitos de estos dos príncipes, y se dieron formal batalla (julio, 1553). El de Brandeburg quedó completamente derrotado; pero la victoria de las tropas confederadas costó la vida a su intrépido jefe Mauricio de Sajonia, que murió a los pocos días de su triunfo de resultas de un pistoletazo que recibió en el combate{4}. Así acabó, a los treinta y tres años de su edad, el más famoso de los príncipes del imperio; el que siendo amigo de Carlos V había aniquilado la liga protestante de Smalkalde, y siendo enemigo del emperador había asegurado la libertad de conciencia en Alemania; el que en una edad en que parece debía faltar todavía la experiencia, había engañado a todos con su astucia, incluso el soberano más experto de Europa; y el primero que con sus artificios y con su espada hizo descender de su apogeo el poder colosal de Carlos de Austria.

Todavía el bullicioso Alberto de Brandeburg se recobró de aquella derrota y tuvo audacia para volver a provocar con sus bandas de aventureros a los príncipes alemanes, hasta que destrozado en otra sangrienta batalla (12 de setiembre), por el duque de Brunswick, que había sucedido a Mauricio en el mando del ejército confederado, tuvo que buscar un asilo en Francia, donde consumió en la indigencia los años que le quedaron de vida{5}.

En tanto que de este modo se agitaban entre sí los alemanes, y que en los Países Bajos andaban también vivas las armas entre franceses y flamencos, corriéndose unos a otros las tierras con gravísimo daño y destrozo del país, Carlos V que no olvidaba el descalabro y la afrenta de Metz, puso en campaña otro ejército, con el cual emprendió el sitio y ataque de Tervere, plaza importante que Francisco I solía llamar «una de las almohadas sobre que podía dormir seguro un rey de Francia,» y que sin duda por esta confianza tenía más descuidada de lo que debiera su hijo Enrique. Propusiéronse los imperiales no dejar descansar a los franceses sobre aquella almohada, y lo consiguieron, no obstante el refuerzo de caballeros jóvenes de Francia que la plaza recibió, pues con tanto ardor apretaron el sitio y con tanto brío dieron el asalto, que al fin se apoderaron de ella, y el emperador mandó arrasar muros y edificios, para quitar de una vez aquel padrastro de Flandes (junio, 1553). Con igual intrepidez y arrojo atacaron los imperiales a Herdin, y un asalto con no menos vigor emprendido les deparó igual resultado. Distinguiose en esta campaña el ya conocido general flamenco Martin Van Rossen, y diose a conocer con ventaja por sus primeros ensayos militares el príncipe Filiberto Manuel de Saboya, que pronto había de elevarse a la categoría de los primeros generales de aquel siglo guerrero. En Herdin fue hecho prisionero el general francés Roberto de la Marca (julio), y el de Saboya no se apartó de allí hasta ver arrasados la fortaleza y el pueblo.

A vista de tales pérdidas creyó necesario el rey de Francia pasar a Flandes en persona, temiendo la superioridad que otra vez iba recobrando el emperador. Pero la presencia de Enrique, si bien detuvo los progresos de los imperiales, no dio a los franceses la ventaja que parecía deberse esperar. La guerra se mantuvo con éxito vario entre Peronne, Cambray, Valenciennes y otras ciudades a que unos y otros alternativamente se dirigían. Hubo muchas escaramuzas y encuentros, pero ningún combate decisivo. Así llegó la estación de las lluvias, y fuese por esto, o porque se dijo que el emperador, a quien los dolores de la gota tenían meses hacía impedido en Bruselas, venía al campo, Enrique II creyó prudente tomar la vuelta de Francia (22 de setiembre, 1553), y llegando a San Quintín licenció allí mucha parte de su gente. También los imperiales suspendieron la campaña a causa de las lluvias{6}.

No era solo en los Países Bajos donde peleaban por este tiempo imperiales y franceses. Además de guerrear también en Toscana con motivo de los sucesos de Siena de que dimos cuenta hace poco, andaba encendida igualmente la guerra en Lombardía. Luchaban allí, por parte del emperador el gobernador de Milán Fernando de Gonzaga, por la del rey de Francia el general Brissac; bien que todas las operaciones del otoño y parte del invierno hasta fin de aquel año (1553) se redujeron a tomarse mutuamente algunas plazas, sin combates que pudieran decidir la superioridad de unas u otras armas.

En tanto que así iban las operaciones de la guerra, Carlos V había proyectado un nuevo medio de engrandecer su casa y familia, a saber, el de casar al príncipe Felipe su hijo con María, hermana de Eduardo VI de Inglaterra y heredera de aquel reino. Vencidas no pocas dificultades, efectuose el matrimonio (julio, 1554), recibiendo Felipe como dote matrimonial el título de rey de Inglaterra, y por cesión de su padre los de rey de Nápoles y duque de Milán, como en otro lugar más extensamente diremos.

Ya el rey de Francia había visto, con la inquietud que era natural, las negociaciones matrimoniales de Felipe y María, y hecho, aunque inútilmente, vivas gestiones para romperlas, o por lo menos para dilatarlas; porque contemplaba en aquel enlace una indemnización para Carlos V de sus contratiempos en el imperio alemán. Cuando vio definitivamente frustrado uno y otro intento, apresurose a hacerle de nuevo la guerra, enviando a las fronteras de Flandes un numeroso ejército, del cual destinó una parte al Artois al mando del mariscal Saint-André, otro por las Ardenas al Henao a las órdenes del condestable Montmorency. Apoderose el primero sin disparar un tiro, y por cobardía o traición del capitán Martigui (26 de julio), de la fortaleza de Mariemburgo, en cuya fortificación había gastado la reina doña María, gobernadora de Flandes, cuantiosas sumas{7}. Con esto y haberse puesto el mismo monarca francés al frente de sus tropas, tomaron estas fácilmente por asalto las plazas de Bouvignes y Dinant, llegando a dos millas de Namur, de donde torcieron al Artois. La otra parte del ejército que mandaba Montmorency, tomó también varias poblaciones, incendió otras, y en ambas direcciones iban dejando tras sí los soldados de Enrique las tristes señales del fuego y la devastación. Componían entre todos treinta mil hombres, de ellos ocho mil lansquenetes, ocho mil suizos, seis mil jinetes, y mucha y muy buena artillería.

Juntó precipitadamente el emperador cuanta gente pudo, y dio el mando de ella al joven Filiberto de Saboya, que con extraordinaria actividad se puso a la vista del francés en Cambray. Retirose entonces el de Francia, siempre incendiando y talando, hasta ponerse sobre Renti. Allí le siguió hasta darle vista el ejército imperial, y allá se hizo conducir el mismo emperador, no obstante hallarse tan aquejado de la gota que a duras penas y con gran trabajo podía sufrir el movimiento de la litera. Por orden del emperador tomaron posición cinco banderas alemanas y cinco españolas en un montecillo, cuya posesión costó vivos ataques, y fue empeñando poco a poco una acción casi general. En ella se condujeron bizarramente, por parte de los franceses el duque de Guisa, que correspondió en el campo de Renti a la fama que había ganado en el sitio de Metz, por la de los imperiales el capitán español Alfonso de Navarrete, defendiéndose con valentía y manteniendo el orden con sus arcabuceros. Portáronse flojamente, de los franceses el condestable Montmorency, que si hubiera ayudado al de Guisa hubiera podido hacer completa la derrota de los enemigos; de los imperiales, el conde de Nassau, que si hubiera peleado con su infantería y entretenido al menos la caballería francesa hasta que llegara la imperial, se hubiera podido acabar aquel día con los franceses.

El resultado de la batalla fue perderse de ambas partes cerca de tres mil hombres, los más de la legión del de Nassau, que pagó bien su flojedad (13 de agosto, 1554). Mas aunque fue mayor la pérdida de los imperiales, permaneció el emperador en el campo de batalla, y los franceses fueron los que se retiraron por falta de provisiones, haciéndolo en un orden admirable, pero no parando hasta Compiegne. Allí licenció el rey los suizos y los alemanes, dejando por gobernador y general de la Picardía al duque de Vendôme (fin de agosto, 1554). El emperador se volvió a Bruselas a entregarse al cuidado de su quebrantadísima salud. Filiberto de Saboya, que quedó con el mando del ejército, siguió en pos de los franceses rescatando varias de las poblaciones que aquellos tomaran antes, y ejecutando en otras los mismos o mayores estragos que ellos. El humo que salía de los lugares que iba abrasando, ocultaba en medio del día el sol, y a gran distancia no parecía sino noche oscura. En cuantas comarcas corrió el de Saboya hasta Cambray, apenas quedó lugar ni aldea que no abrasara. «Esta manera de guerra de los unos y los otros, dice un sensato escritor español, cierto que era más inhumanidad que valentía, pues hacían tantos males a los pobres inocentes que no habían dado causa para ellos: siempre han de pagar los súbditos los enojos de sus reyes{8}

Como fuese ya mediado diciembre cuando el de Saboya llegó a Cambray, y el tiempo no permitiese ya andar en campaña, despidió la caballería y los regimientos alemanes, poniendo a los flamencos en las guarniciones, y a esto se limitó también el de Vendôme con su gente.

Las guerras de Italia no iban tan favorablemente para Carlos V. En Toscana duraba la revolución de Siena, de que hicimos antes mención. En el Piamonte, habiendo sido llamado por el emperador el virrey Gonzaga, por quejas que de él le habían dado, el español Gómez Suárez de Figuera, embajador en Génova, que quedó de general de aquel ejército, y el veterano don Álvaro de Sande, se veían en continuos aprietos y con frecuencia cercados y hostigados por el entendido general francés Brissac. Determinó pues el emperador enviar allí un jefe de su entera satisfacción y confianza que aunque ya su hijo Felipe era rey de Nápoles y duque de Milán, siempre Carlos V continuó gobernando aquellos reinos y nombrando por sí los capitanes. El escogido fue don Fernando de Toledo, duque de Alba, que se había sabido granjear también la confianza del príncipe-rey, y gozaba con él de mucho valimiento por cierta conformidad de caracteres que entre ellos había. Se nombró pues al duque de Alba generalísimo de los ejércitos imperiales y españoles, se le invistió de amplísimos y casi ilimitados poderes, y se le dio dinero en gran cantidad, armas, caballos, artillería y municiones en abundancia. Con esto partió de Flandes y llegó a largas jornadas a Milán el 13 de junio (1555).

Con gran fama y reputación de entendido y temible general entró el duque de Alba en Italia, y no era menor su presunción, puesto que se jactaba de que en pocas semanas había de arrojar a los franceses del Piamonte. El mismo general francés Brissac envió a pedir al rey Enrique auxilios y refuerzos de gente para ver si podía quebrantar el primer ímpetu del de Alba, conociendo cuán importante era hacerle caer de aquella alta opinión en que se le tenía. El monarca francés, aunque este año (1555) habían vuelto a emprenderse las operaciones de la guerra en los Países Bajos y la Picardía, viendo que se reducían a correr y talar alternativamente los campos y lugares que cada cual podía y a disputarse tal cual fortaleza y castillo{9}, sacó de allí gente para enviarla a Italia con el duque de Aumale, y con esto juntó Brissac un ejército bastante respetable. Largo y fuera de nuestro propósito sería detenernos a referir los variados lances de esta guerra y los mutuos descalabros de imperiales y franceses. Baste decir que no sacó el de Alba el fruto que el emperador se prometía, y que era de esperar de la gran reputación con que en Italia había entrado. Manejose por el contrario Brissac con tal inteligencia y destreza, que no solamente conservó los territorios y lugares de que antes se apoderara, sino que añadió algunas nuevas conquistas en el Piamonte, hasta que tuvo el de Alba que retirarse a cuarteles de invierno, principalmente por falta de recursos con que pagar la gente de guerra, así la que obraba activamente como la de los presidios, que con harto trabajo percibía de tiempo en tiempo alguna paga{10}.

A punto estuvo el emperador de adelantar por medio de una conspiración en su favor más que por las lánguidas campañas de Flandes y del Piamonte, faltando poco para que le fuera entregada la ciudad de Metz, la más importante conquista que habían hecho los franceses. El autor de la conspiración era el guardián del convento de San Francisco de aquella ciudad, llamado fray Leonardo. Este hombre concibió el proyecto de entregar la ciudad a Carlos V, acaso porque creyera que le había de remunerar mejor que los franceses. La confianza ilimitada de que gozaba con el de Guisa le ponía en aptitud de obrar con el desembarazo y seguridad de quien sabe que no inspira recelos.

El plan del padre Leonardo era ir introduciendo en el convento cierto número de soldados escogidos del emperador vestidos de frailes. Cuando hubiera ya los que él calculaba suficientes, se acercaría una noche el gobernador imperial de Thionville con buena hueste en ademán de escalar los muros, y cuando los soldados de la guarnición acudieran a rechazarlos, los frailes pegarían fuego a la ciudad por diferentes partes. En el aturdimiento y confusión que esto produciría, saldrían del convento los supuestos religiosos, y acometerían por la espalda a los defensores de la población y facilitarían la entrada a los imperiales. El premio de la conjuración sería la mitra de Metz para el padre Leonardo, y una recompensa correspondiente a los demás de la comunidad. Por desgracia suya, y por uno de esos incidentes que en tales casos suelen ocurrir, tuvo aviso el gobernador Villevielle de que se tramaba algo en el convento de los franciscanos; se personó allá con el mayor sigilo; descubrió los soldados ocultos, prendió al guardián y a los frailes, y les hizo declarar el plan de la conjuración.

Era precisamente el día en que éste había de ejecutarse, y no contento el gobernador con haberle frustrado y deshecho, preparó una emboscada para sorprender a los imperiales que habían de venir de Thionville aquella noche. En efecto, marchaban aquellos confiadamente cuando se vieron bruscamente atacados por los de la celada, y casi todos fueron o muertos o prisioneros. Vuelto el gobernador a Metz, mandó que se formara proceso a los conspiradores, y probado y confesado el delito, fueron sentenciados a muerte el guardián y veinte frailes más. Puestos todos en una sala de la cárcel la víspera de llevarlos al suplicio para que se confesaran unos a otros, comenzaron los más jóvenes a inculpar con acritud al guardián y a los más ancianos de haberlos traído con sus seducciones al trance fatal en que se veían; de unas en otras palabras se fueron acalorando, y pasando de las quejas a las vías de hecho, acabaron por asesinar al guardián y maltratar duramente a los otros. Al día siguiente fueron todos conducidos al patíbulo, llevando en un carro al cadáver del padre guardián. Parece que los seis más jóvenes fueron indultados. Tal y tan triste remate tuvo la conspiración de los franciscanos de Metz{11}.

Las guerras entre Carlos V y Enrique II en Flandes, en Francia y en Lombardía habían sido causa de diferirse la celebración de la dieta imperial en que, según el tratado de Passau de 1552, debían resolverse definitivamente las cuestiones religiosas de Alemania. Al fin se tuvo este año (1555) en Augsburgo, y a causa de los males que trabajaban y tenían casi impedido al emperador, la presidió su hermano Fernando, rey de Romanos. Expuso en ella Fernando el gran deseo que al César y a él animaba de poner término a las disensiones religiosas que tanto habían agitado el imperio. Ponderó lo que el emperador su hermano había trabajado por la celebración del concilio general, manifestó las dificultades que entonces había para que éste volviera a reunirse, e indicó su esperanza de que obrando la dieta con sensatez, y discutiéndose los puntos de la doctrina religiosa entre varones doctos y moderados de uno y otro partido, se podría venir, si no a una completa unidad de sentimientos, por lo menos a una mutua y provechosa tolerancia.

Nacía esta tolerancia de Fernando para con los protestantes de dos principales causas. Era la una, que los necesitaba, como en otra ocasión que hemos visto, para que le ayudaran a defender la Hungría contra los turcos. La otra, y no menos principal, era, que sabiendo el empeño que Carlos V su hermano tenía en trasmitir el trono imperial a su hijo Felipe, y estando él resuelto a no ceder un ápice de sus pretensiones a la sucesión del imperio, conveníale mucho no disgustar, y sí atraerse la voluntad de los príncipes electores, muchos de los cuales eran luteranos.

Con este propósito procuró dar y dio tan hábil giro a las discusiones de la asamblea, que después de cruzarse varias pretensiones de católicos y reformistas en opuesto sentido, consiguió que todos llegaran a convenir en una conciliación fundada en las bases siguientes: que los protestantes pudieran profesar y ejercer libremente la doctrina y culto de la confesión de Augsburgo, sin ser inquietados por nadie, y que al mismo tiempo los católicos no serían tampoco turbados en la profesión y ejercicio de sus dogmas y ceremonias: que las disputas religiosas que en lo sucesivo pudieran ocurrir se habrían de resolver por el solo y pacífico medio de las conferencias. Tal fue el famoso decreto de la dieta de Augsburgo de 1555, y tal el desenlace que al cabo de tantos años de sangrientas guerras y turbaciones se dio a las célebres disputas religiosas de Alemania, con tanta ventaja de los protestantes como daño de la unidad católica romana{12}.

Durante la dieta murió el papa Julio III (23 de marzo, 1555). Sucediole en la silla pontificia el cardenal Marcelo Cervino, que como Adriano VI, a quien se asemejaba en las virtudes, conservó en el pontificado su antiguo nombre, y se llamó Marcelo II. Enemigo del nepotismo, prohibió a sus sobrinos hasta presentarse en Roma. Animábanle los más puros y santos deseos en favor de la cristiandad, y se esperaban de él grandes cosas, pero la muerte, que le arrebató a los veinte y dos días de su elevación, privó a la Iglesia de las esperanzas que fundaba en sus virtudes.

Muy otro era el carácter del cardenal Juan Pedro Caraffa, que sucedió a Marcelo en la Santa Sede (23 de mayo, 1555) con el nombre de Paulo IV. Fundador del orden de teatinos, a cuya comunidad se había asociado, mostrando siempre más afición a la pobreza, al recogimiento y a la austeridad monástica que a las altas dignidades, mudó enteramente de costumbres desde el momento de su exaltación a la cátedra de San Pedro, a pesar de los ochenta años que ya contaba. Habiéndole preguntado su mayordomo cómo quería que se le tratara en su nuevo estado, respondió: «Con magnificencia, como conviene a príncipes.» Por tanto, la coronación del antiguo teatino fue la más suntuosa que se había visto hasta entonces; y su ostentación y liberalidad, por lo mismo que eran inesperadas, halagaron tanto al pueblo romano, amante del boato y de la pompa, que le levantaron una estatua de mármol, y crearon para la guardia de su persona un lucido escuadrón de ciento veinte caballeros. Al revés de su antecesor Marcelo, manifestó tanta afición al nepotismo, que en su primera promoción no creó sino un solo cardenal, que fue su sobrino Carlos Caraffa, cuyas costumbres no eran ciertamente las más adecuadas al estado eclesiástico, y al otro hijo de su hermano le nombró gobernador de Roma. Y el que hasta entonces había parecido tan humilde y templado, desplegó a la edad octogenaria un genio tan receloso y suspicaz y una condición tan fuerte y recia, que admiró a todos{13}.

Aborrecía el nuevo pontífice al emperador Carlos V, por la oposición que los cardenales del partido imperial habían hecho a su elección. Concitaban y alimentaban más esta enemistad sus dos sobrinos y favoritos, por quejas que tenían del César, que no los había tratado con la distinción que creían era debida a su nacimiento{14}. Valíanse de toda clase de artificios para indisponer a su tío, más de lo que ya estaba, con el emperador, y para excitarle a que hiciera contra él alianza ofensiva y defensiva con el rey de Francia. Ya consiguieron que enviara al francés un embajador haciendo ventajosas proposiciones para unir sus fuerzas a fin de quitar a Carlos el ducado de Toscana y el reino de Nápoles, que los dos se repartirían buenamente. Aconsejaba al rey Enrique el condestable Montmorency que desechara semejante confederación, fundándose principalmente, aparte de otros inconvenientes, en los pocos años de vida que prometía ya la avanzadísima edad del papa. Pero animado en contrario sentido por el duque de Guisa y por su hermano el cardenal de Lorena, que ambos llevaban en ello un interés personal, accedió a enviar al de Lorena a Roma con amplios poderes para tratar con el pontífice. Cuando Paulo IV comenzaba a fluctuar de nuevo entre el deseo y el temor de romper abiertamente con Carlos V, llegole la nueva del decreto de la dieta de Augsburgo. La tolerancia que en él se establecía con los herejes luteranos, le hizo prorrumpir en arrebatos de ira y en coléricas imprecaciones contra el emperador y contra el rey Fernando. Considerando la resolución de la asamblea como una usurpación escandalosa de la jurisdicción pontificia, declaró nulas sus decisiones, amenazó al embajador imperial con los efectos de su venganza si no se revocaban, y para que el emperador no se excusara con el compromiso adquirido, le relevó, en uso de su autoridad apostólica, de sus promesas y obligaciones, y aun le prohibió cumplirlas. Con estas disposiciones, que sus sobrinos cuidaban bien de alimentar, fácil le fue al cardenal de Lorena inducirle y resolverle a firmar el tratado con Francia bajo las condiciones que ya había propuesto su legado en París, si bien conviniendo en tener secreta la confederación hasta que todo estuviera preparado y pronto para obrar.

Era esto tanto más notable y extraño, cuanto que cansados ya de tantas guerras el emperador y el rey de Francia, trataban de ajustar en Cambray una tregua de cinco años, que había de empezar a correr desde febrero de 1556{15}. Este pensamiento disgustó a muchos italianos, y principalmente a la familia Caraffa, y más señaladamente todavía al pontífice Paulo IV{16}.

Los tratos entre el pontífice y el francés no estuvieron tan secretos que no los supiese el emperador; pero procediendo en este caso con una moderación ejemplar tanto él como su hijo Felipe, rey de Inglaterra y de Nápoles, sin perjuicio de apercibir para lo que necesario fuese al duque de Alba, al de Florencia, a Fernando de Gonzaga, a don Bernardino de Mendoza y a otros generales, acordaron los dos enviar a Roma a Garcilaso de la Vega como embajador con instrucciones públicas y privadas (dadas en Bruselas a 4 y 7 de octubre, 1555), para que viese de apartar al pontífice del mal paso en que con el de Francia se había empeñado. En unas y otras instrucciones encargaban a Garcilaso que se hubiese con el Santo Padre con el respeto y templanza que él sabría usar; lo cual fue mejor recomendado que cumplido, puesto que la dureza del papa puso al embajador español en el caso sensible de decir también a Paulo IV cosas harto fuertes y amargas, y con tanto valor y brío que le costó sufrir estrecha prisión en el castillo de Santángelo, dejando en Roma memoria de su entereza{17}.

En tal situación, un acontecimiento inesperado, grande, ruidoso, importantísimo, vino a asombrar a los príncipes y a variar la faz de los negocios políticos de Europa. Nos referimos a la célebre abdicación que el emperador Carlos V hizo de los estados de Flandes y Brabante (28 de octubre) en su hijo el príncipe don Felipe, y a la cesión que poco tiempo después hizo en el mismo príncipe (16 de enero, 1556) de la corona de España y de todos los dominios de ella dependientes en el antiguo y en el nuevo mundo, dando a los dos mundos el sublime y raro ejemplo de desprenderse voluntariamente de tanta grandeza y tanto poder para cambiarla por la humilde y silenciosa vivienda de un claustro.

Mas como quiera que este gran suceso merezca ser considerado separada y detenidamente, y hayamos llegado a la época y punto que en este capítulo nos propusimos, hacemos aquí alto; porque ya es tiempo también de dar cuenta de lo que, ya en otras partes, ya en la España misma, había acontecido durante este largo período que pasó el emperador allá en Alemania y en Flandes.




{1} A este hermano del duque de Guisa le da Robertson el título de duque de Aumale, Sandoval el de duque de Angulema, Saint-Prosper le nombra duque de Nemours.

{2} Ávila y Zúñiga, Comentarios sobre las guerras de Carlos V.– Salignac, Diario del sitio de Metz.– Daniel, Hist. de Francia, tomo III.– Sandoval, lib. XXXI, párrafo 28.

{3} Esta guerra duró hasta 1555. Sandoval habla de ella con bastante extensión.

Hicieron los soldados españoles en Siena, como algunos años antes en Castelnovo, hazañas heroicas y de maravillosa serenidad. Entre ellas, citaremos solamente la de tres que pudieron salvarse entre otros cincuenta que habían sido sorprendidos por las tropas del conde de Petillano. Estos tres se refugiaron e hicieron fuertes en una pequeña torre de la puerta Romana. Allí se defendieron los tres solos bastante tiempo. Viendo el conde su obstinada resistencia, mandó incendiar la puerta de la torre; mas ni el fuego les intimidó, ni las armas los hicieron rendirse. Dos caballeros franceses, Mr. de Termes y el prior de Lombardía, admirados del valor y serenidad de aquellos soldados, los llamaron a voces, y haciéndolos asomar a una ventanilla: «Valientes españoles, les dijeron, lo que queremos no es más que libraros de la muerte, pues es razón que hombres tan esforzados como vosotros sean favorecidos. Por esto os rogamos que os rindáis, y si quisiéreis servir al rey de Francia se os darán pagas dobles. Ya veis que aquí no podéis vivir, pues ni tenéis que comer, ni os podréis defender de tantos.»– El que estaba asomado respondió por todos diciendo: «Si el rey de Francia es tan bueno, no le faltarán soldados: nosotros queremos antes perder las vidas que dejar de servir a nuestro rey y señor natural. Los que decís que nos falta comida, sabed que tenemos abundancia de ladrillos, y que los españoles, cuando nos falta pan, con éstos molidos nos sustentamos.» Hízoles gracia la arrogancia española a los franceses, y sacándolos de allí los pusieron en salvo.– El obispo Sandoval refiere este caso en el libro XXXI.

{4} También murieron en la batalla dos hijos del duque de Brunswick y otros personajes de distinción.– Vintzer, Historia pugnæ infelicis inter Mauritium et Albertum.

{5} A Mauricio de Sajonia le sucedió en sus estados, después de grandes contiendas, su hermano Augusto, príncipe de muy apreciables dotes.

{6} Haræus, Anales de los duques o príncipes de Brabante: Ütrech, 1623.– Sandoval, libro XXXI, pár. 42 y 43.– Robertson, lib. XI.

{7} Heuter, en su Historia de las cosas de Flandes, dice haber visto en 1560 en París, al cobarde y traidor capitán que entregó a Mariemburgo, tan miserable, pobre y desdichado, que todo el mundo se desdeñaba de hablar con él, y allí murió en la pobreza y el desprecio: «que tal es siempre el fin, añade otro historiador, de los traidores cobardes, que aún el mismo que recibe el beneficio de la traición, los aborrece.»

{8} Sandoval, lib. XXXI, párrafo 55.– Heraeus, Anales de los príncipes de Brabante.– Paradin, Vida de Enrique II de Francia.

{9} Allí murió, en Charlemont, el distinguido general flamenco Martin Van Rossen. Díjose que le habían envenenado en una paloma cocida, de que él gustaba mucho, por envidia del favor que gozaba con el emperador. Sucediole Guillermo de Nassau, príncipe de Orange, que levantó un castillo con el nombre de Philipeville, en gracia del príncipe don Felipe.

{10} Guichenon, Hist. Genealógique de la maison de Saboie, tom. I.– Sandoval, lib. XXXII, pár. 7 a 28.

{11} Cuenta Robertson este suceso, refiriéndose a unas Memorias del mariscal Villevielle.

{12} Sleidan, Maimbourg, Seckendorf, y demás historiadores de la Reforma.– Pallavic. y Sarpi, Hist. del concilio de Trento.– Sandoval, Robertson y demás historiadores de Carlos V.

{13} Castaldo, Vida de Paulo IV.– Artaud de Montor, Vidas de los Soberanos Pontífices.– «Sacó, dice Sandoval, de aquellas cenizas de su viejo pecho unas brasas de cólera e indignación… &c.» Lib. XXXII, pár. 2.

{14} Uno de ellos había servido en el ejército imperial, y se había pasado después a las banderas de Francia. Era amigo del general Strozzi que mandaba el ejército francés en la sublevación de Siena.

{15} Las bases de esta tregua eran: que cesasen en este tiempo las hostilidades en los reinos y estados de ambas coronas; que cada una de las partes retuviese lo ocupado hasta entonces; que el que faltare voluntariamente a lo pactado fuese castigado con pena de muerte; que se respetasen las tierras que de presente poseía el duque de Saboya; que no se comprendiese en la tregua ni a Alberto de Brandeburg ni a los rebeldes y forajidos napolitanos; que ningún francés pudiese pasar con mercancías a las Indias sin licencia de su majestad imperial.

{16} El obispo Sandoval se expresa con este motivo acerca del papa Paulo IV en los duros términos siguientes; «Mucho menos (dice) contentó esta tregua al papa Paulo IV, que con su vieja pasión ardía aquel sujeto seco, y sin poder más fingir la santidad con que tanto tiempo había engañado, quitando la máscara a su hipocresía, antes que este año se acabase movió la guerra y perturbó la paz en odio del emperador, moviéndose contra Marco Antonio Colona, y tratando con el rey de Francia de ganar el reino de Nápoles.» Lib. XXXII, pár. 29.

{17} Archivo de Simancas, Estado, Roma.– Sandoval, lib. XXXII, pár. 31.