Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XXXI
España
El príncipe don Felipe. Su infancia y juventud
De 1527 a 1551

Nacimiento de Felipe.– Es jurado en las cortes de Valladolid.– Su infancia: su educación física y moral.– Muerte de la emperatriz su madre.– Notable conversión al abrirse su féretro.– Rasgos del carácter de Felipe.– Es jurado en Aragón.– Su casamiento con doña María de Portugal.– Solemnísimas y suntuosas bodas.– Nacimiento del príncipe Carlos.– Muerte de la princesa doña María su madre.– Muerte del cardenal Tavera.– Sucédele el obispo Siliceo, maestro del príncipe.– Muerte del secretario Cobos.– Cortes generales de Aragón, presididas por el príncipe.– Creación del cargo de cronista.– Llama Carlos V su hijo Felipe a Alemania.– Notables instrucciones que le envió.– Cortes de Valladolid.– Casamiento de la princesa María con Maximiliano de Austria.– Quedan de gobernadores de España.– Marcha de Felipe a Flandes.– Festéjanle a competencia en Italia, en Alemania y en los Países Bajos.– Su llegada a Bruselas.– Es jurado heredero y sucesor en Flandes.– Recorre las ciudades de Flandes, Brabante, Luxemburgo y otros estados.– Fiestas públicas.– Desagradable impresión que su presencia produce en los flamencos.– Carlos y Felipe en la dieta de Augsburgo. Pretende el emperador hacer reconocer a Felipe sucesor del imperio.– Resistencia que encuentra.– Negativa.– Vuelve Felipe a España con plenos y amplísimos poderes para regir y gobernar el reino.
 

Gobernaba hacía muchos años la España, a nombre durante la ausencia del emperador y rey, su hijo único varón el príncipe don Felipe. Así por esta circunstancia, que nos conduce a dar cuenta de los sucesos interiores de España desde que los dejamos pendientes por seguir al emperador en los negocios generales del imperio, como por haber sido este príncipe el que después con el nombre de Felipe II sucedió a su padre en esta vasta monarquía y se hizo tan famoso y célebre en el mundo, creemos conveniente dar a conocer desde su más tierna infancia al que estaba destinado a regir por tantos años los dominios españoles, en el tiempo que llegaron a su mayor grandeza, extensión y poderío. Que es privilegio de los hombres que han adquirido una gran celebridad histórica, interesar de tal modo, que no hay incidente o circunstancia de su vida, por mínimo que parezca, que no excite, sino un verdadero interés, por lo menos una no extraña curiosidad. Sin embargo, como no sea de nuestro propósito hacer las biografías de los reyes, sino la historia de la nación, tendremos que limitarnos a consignar aquellos rasgos de su vida que, o tengan relación con los negocios públicos y la gobernación del estado, o de algún modo contribuyan a dibujar el carácter del hombre, o la índole y fisonomía de su época o de su siglo.

El deseo de Carlos I de España y V de Alemania de tener sucesión varonil que heredara en su día su trono y sus coronas, y el placer con que España ha visto siempre el nacimiento de los príncipes herederos, se vio cumplido el 21 de mayo de 1527 en Valladolid. Púsose al hijo de Carlos de Austria y de Isabel de Portugal el nombre de su abuelo paterno, y derramó el agua bautismal sobre la cabeza del niño Felipe en la iglesia del monasterio de San Pablo de aquella ciudad de Castilla el arzobispo de Toledo don Alonso de Fonseca{1}. Mas la alegría y satisfacción de los pueblos se vio en gran parte turbada por una orden del emperador mandando suspender las fiestas y regocijos públicos con que se iba a celebrar y solemnizar en el reino el nacimiento del príncipe. Aquella orden era motivada por el sentimiento y pesadumbre que, si no tuvo, demostró al menos el emperador por el asalto y saco de Roma, y por la prisión y cautiverio del pontífice Clemente VII que por aquel tiempo acababa de hacer el ejército imperial al mando del duque de Borbón, con escándalo de toda la cristiandad: acaecimiento de que dimos cuenta en nuestro capítulo XII, y el mismo que motivó el edicto imperial mandando hacer en todos sus dominios rogativas públicas por la libertad del pontífice que tenía preso y bajo su custodia un general español.

Al año siguiente (19 de abril, 1528), fue reconocido y jurado el príncipe Felipe por las Cortes de Castilla heredero y sucesor del reino, en el monasterio de San Gerónimo de Madrid. Crecía el niño Felipe al lado de su hermana la infanta doña Juana, y al cuidado de la emperatriz su madre y de don Pedro González de Mendoza su ayo, los cuales residían alternativamente, buscando los lugares más sanos en cada estación, entre Madrid, Ocaña, Toledo, Aranjuez, Ávila y otros pueblos de Castilla. A los cuatro años de edad mostraba ya el príncipe una capacidad intelectual no común; notábanse en él ciertos rasgos de ingenio; enojábase y se enfadaba con facilidad; en sus juegos infantiles gustábale justar, y él era el que ordenaba las justas: cabalgaba ya él solo, y era arriscado y travieso, tanto que su madre tenía que castigarle a veces formalmente y aun ponerle la mano{2}.

Encomendada después su crianza a don Juan de Zúñiga, comendador mayor de Castilla, y su educación literaria al doctor Juan Martínez Siliceo, teólogo de la universidad de Alcalá y catedrático en la de Salamanca; a los nueve años (1536), progresaba el príncipe Felipe en el estudio de la doctrina y moral cristiana, de la aritmética, de las lenguas italiana y francesa, y de la gramática latina, si bien ésta se le hacía harto penosa, y tardó en vencer las dificultades de su artificio{3}. Ejercitábase al propio tiempo en cabalgar, y en otros corporales ejercicios, aunque unos y otros sufrieron aquel año temporales interrupciones a causa de las viruelas y otros males que padeció el príncipe{4}.

No había cumplido aun Felipe los doce años, cuando tuvo la desgracia de perder a su excelente madre la emperatriz Isabel que había gobernado con sabiduría el reino durante la ausencia del emperador Carlos V en su famosa expedición a Túnez en 1535. Falleció aquella magnánima princesa en Toledo (1.° de mayo, 1539), al tiempo de dar a luz otro príncipe, que nació también sin vida, para mayor desconsuelo del emperador, del príncipe, y del reino entero, que todos lloraron la pérdida de aquella prudente y virtuosísima reina a la temprana edad de treinta y ocho años. Hasta el rey Francisco I de Francia, con ser tan enemigo del emperador, la hizo unas solemnísimas honras. Suntuosísimas fueron las que se celebraron en Toledo, y con no menor pompa fueron conducidos procesionalmente sus mortales restos a la capilla real de Granada, donde aconteció con ellos un caso, que bien merece los honores de la historia.

Al abrirse la caja de plomo en que iba el cuerpo de la emperatriz, hallose su rostro tan horriblemente desfigurado y feo, habiendo sido ella singularmente hermosa, que causó lástima y espanto a cuantos la vieron, y nadie se atrevió a afirmar que aquel fuese el mismo rostro de la emperatriz. El marqués de Lombay, que había de hacer la entrega del cuerpo, no atreviéndose a prestar el juramento en la forma de costumbre de ser el mismo cuerpo de la emperatriz Isabel, se limitó a jurar, que según la diligencia y cuidado que se había puesto en conducirle y guardarle, tenía por cierto que era aquel, y no podía ser otro. En seguida, poniéndose a contemplar el cadáver de la que en vida había sido tan amada en el mundo: «¿Y es esta, exclamó, aquella emperatriz Isabel, tan celebrada por su hermosura, por sus gracias, por sus virtudes, gobernadora de tantos reinos, señora de tantos pueblos, esposa de un César tan grande? ¿Y qué se ha hecho aquel esplendor de su rostro, aquel majestuoso continente, aquel semblante que la hacía aparecer un ángel entre las mujeres?» Y la contemplación de aquel espectáculo hirió tan viva y profundamente su imaginación, que dándose a meditar sobre el término y fin de las mayores grandezas de la tierra, determinó renunciar a un tiempo sus estados, la brillante posición que tenía en la corte imperial, y todas las pompas mundanas, para vestir el hábito de Loyola y entrar en la compañía de Jesús. Este marqués de Lombay, heredero del ducado de Gandía, es el que después de esta resolución se hizo tan famoso por sus virtudes, que hoy le venera la Iglesia contándole en el catálogo de sus santos con el nombre de San Francisco de Borja{5}.

Quedábale al emperador, después de la sentida muerte de su esposa, el consuelo del príncipe su hijo, que al paso que crecía en años adelantaba en instrucción, y mostraba particular aptitud, inteligencia y afición a los negocios públicos; que así ejercitaba sus fuerzas en partidas de montería, esperando ya, aunque joven, a caballo en su puesto, armado de venablo, a las fieras del bosque, como iba entendiendo ya en lo perteneciente a la gobernación de un Estado{6}. De tal manera le gustaba guardar la dignidad de príncipe, que como en una ocasión entrase el cardenal Tavera, arzobispo de Toledo, cuando le estaba vistiendo el comendador su ayo, y éste mandara al prelado que se cubriese, el príncipe se apresuró a tomar su sombrero, y dijo: «Ahora, cardenal, podéis poneros vuestro bonete.»

Cumplidos los quince años, fue jurado príncipe y sucesor de los reinos por los aragoneses en las cortes de Monzón (agosto, 1542), con condición expresa de que no pudiese ejercer jurisdicción alguna sin que prestara el acostumbrado juramento en la Seo de Zaragoza, como lo verificó con toda solemnidad (21 de octubre). Autorizósele también para celebrar y presidir las cortes convocadas por su padre, cuyas altas funciones comenzó a ejercer muy pronto a causa de los continuos viajes y ausencias del emperador. Y a poco tiempo, cuando la nueva guerra que Francisco I de Francia movía por todas partes a Carlos V obligó a éste a pasar a Italia y Alemania (mayo, 1543), ya dejó confiada al príncipe Felipe, de edad entonces de diez y seis años, la gobernación del reino, bajo la dirección y consejo del secretario Francisco de los Cobos, menos en lo tocante a la guerra y a los negocios de la milicia, de cuya parte quedaba encargado don Fernando de Toledo, duque de Alba, y mayordomo mayor de Su Majestad Imperial.

En aquel mismo año se concertó casar al príncipe don Felipe con su prima la infanta doña María de Portugal, hija de los reyes don Juan III y doña Catalina, hermana del emperador. Estas bodas fueron de las más notables que se han hecho entre príncipes en España, por el lujo, ostentación y aparato que se empleó desde los primeros preparativos, y por el pomposo ceremonial con que se celebraron. Los escritores de aquel tiempo nos han dejado minuciosas descripciones del viaje que hizo de Madrid a Badajoz a recibir a la princesa el maestro del príncipe, don Juan Martínez Siliceo, obispo ya de Cartagena, y de la grandeza con que el duque de Medinasidonia, don Juan Alonso de Guzmán, alhajó su casa para hospedar a la ilustre novia. El obispo en su pausado viaje gastaba, dicen, setecientas raciones cada día; su comitiva era brillante; llevaba multitud de acémilas y reposteros, pajes, escuderos y criados, todos con ricas y lujosas libreas de seda y terciopelo, con franjas de oro, chapeos con plumas y otros adornos, con los cuales competían los paramentos de los caballos, y en las comidas no faltaba, así en viandas como en vinos, ningún género de regalo. El duque, por su parte, gastaba, dicen, seiscientos ducados cada día en la mesa, y para el recibimiento del obispo en Badajoz llevaba doscientas acémilas todas con reposteros de terciopelo azul, y las armas bordadas de oro. Unos y otros llevaban músicos en su comitiva, y en la del duque iban además ocho indios con unos escudos de plata redondos y grandes, en cada uno de los cuales había un águila que sostenía las armas del duque y de la duquesa. Y para colmo de lujo y de capricho, hacían parte del cortejo tres juglares, llamados Cordobilla, Calabaza y Hernando, ridículamente vestidos, y un enano con sus puntas de decidor y discreto. Así la casa del duque como la que se destinó para alojamiento del obispo competían en el lujo del menaje, en tapicerías, colgaduras, doseles, y vajillas de oro y plata{7}.

No era menor el boato y el cortejo con que venía la infanta de Portugal. Acompañábanla el duque de Braganza, el arzobispo de Lisboa, y muchos otros personajes, hidalgos y damas portuguesas. Traía cerca de tres mil acémilas con reposteros y otras tantas sin ellos; músicos, cantores, ministriles, enanos, &c. Al llegar la princesa a Elvas (octubre, 1543), comenzaron a cruzarse los correos entre los de una y otra comitiva para acordar el día de su entrada y recibimiento en Castilla. Convenidos ya en que fuese el lunes siguiente, moviéronse tales disputas entre portugueses y castellanos sobre el ceremonial, y principalmente sobre el lugar que correspondía a cada uno, pretendiendo cada cual para sí el de preferencia, que no pudiendo concertarse, llegó el lunes señalado, y la princesa no vino a la raya según estaba dispuesto{8}. Incomodáronse de tal modo los hidalgos portugueses, que faltó poco para que por una disputa de etiqueta se deshiciera la boda, y anduvo ya tan válida la voz de que se volvían a Lisboa para casarla con el infante don Luis, que hubo en los dos campos no poco sobresalto y alboroto{9}. Al fin, cediendo de su derecho para evitar un escándalo el obispo de Cartagena, se arregló el ceremonial, y se adelantaron todos los castellanos hasta el puente del río Caya que divide a Portugal de Castilla, donde había de ser entregada la princesa. Salió ésta de la litera en que venía, y montó en una mula. Traía un vestido de raso blanco recamado de oro, y encima una capa castellana de terciopelo morado. Pareció a todos muy hermosa y gentil; era de mediana estatura, y tenía entonces diez y siete años, medio más que el príncipe.

La entrega se hizo con toda ceremonia y solemnidad; la entrada en Badajoz fue magnífica, y el viaje desde aquella ciudad a la de Salamanca, donde habían de hacerse las bodas, y en el cual se invirtieron muchos días, haciéndose a muy cortas jornadas, fue una sucesión continua de fiestas y espectáculos en los pueblos, y de suntuosos banquetes con que recíprocamente se agasajaban los magnates portugueses y castellanos. El príncipe don Felipe se apareció de incógnito en varias de las poblaciones por donde transitaba la princesa, a la cual se complacía en mirar, o desde alguna casa donde se escondía, o desde la calle embozado, a guisa de enamorado galán a quien le estuviera prohibido ver su novia, y así la fue siguiendo hasta Salamanca. A los tres cuartos de legua de esta ciudad se aparecieron sucesivamente varios cuerpos de caballería e infantería, que escaramuzaron delante de la princesa y ejecutaron varios simulacros de combate que dieron a todos gran placer. Cerca de la ciudad se presentaron la universidad, el cabildo, el ayuntamiento y corregidor, todas las corporaciones con sus respectivos trajes de ceremonia. El de la princesa era una hermosa saya de tela de plata con labores de oro, gorra de terciopelo con una pluma blanca entreverada de azul con clavos y puntas de oro. Llevaba la rienda de la mula el caballero Luis Sarmiento, embajador de Castilla en Portugal, y circundábanla sus camareras y damas, el arzobispo de Lisboa, el duque de Medinasidonia, los obispos de Salamanca y de León, y todos los demás personajes españoles y portugueses. Habíanse levantado muchos arcos triunfales con inscripciones y versos. Duró el recibimiento desde la una y media de la tarde hasta las siete de la noche. El príncipe se hallaba disfrazado en casa del doctor Olivares, para ver al paso a su novia; súpolo la princesa, y al pasar se cubrió el rostro con el abanico, el cual apartó con chistoso atrevimiento, para que el príncipe la viese, Perico de Santerbás, famoso juglar del conde de Benavente. Alojose la princesa en las casas de Lugo y de Cristóbal Juárez reunidas.

El príncipe, de incógnito siempre y disfrazado, mostrando ya su afición a lo misterioso, salió de la casa en que estaba, y se trasladó a San Gerónimo, para entrar otro día por la puerta de Zamora con el cardenal de Toledo, el conde de Benavente, el duque de Alba, y otros grandes, mas sin ceremonia, y se aposentó en las mismas casas de la princesa, donde se le tenía preparada habitación aparte, pero con comunicación. A la noche salió cada cual de su aposento al salón en que habían de celebrarse las bodas. Al encontrarse los dos novios se besaron las manos y se abrazaron. Sentados luego cada uno bajo un dosel, el cardenal de Toledo los desposó con gran solemnidad, siendo padrinos el duque y la duquesa de Alba, y comenzó el sarao, bailando todos los personajes de ambas cortes{10}. A las cuatro de la mañana les dijo la misa y los veló el cardenal con asistencia de los prelados de una y otra nación y de algunos grandes (15 de noviembre). Los días siguientes se pasaron en torneos, cañas, corridas de toros, fuegos artificiales y otros espectáculos y diversiones de la época. Visitó después el príncipe los conventos y colegios de aquella Atenas española, y luego partieron los príncipes consortes para Valladolid. En todos los pueblos del tránsito los recibían y agasajaban a porfía con fiestas y juegos de toros y cañas en Tordesillas visitaron a su abuela la reina doña Juana (la Loca), que aún vivía allí olvidada de todo el mundo, la cual holgó mucho de verlos y los hizo danzar a su presencia; y pasando luego por Simancas, donde hallaron las calles de la villa alfombradas de paño, prosiguieron a Valladolid, cuya ciudad les hizo un recibimiento no menos magnífico que Salamanca.

Hiciéronse con tanto gusto, solemnidad y ostentación estas bodas, porque este matrimonio había sido elección espontánea del príncipe don Felipe, que por él había repugnado y desechado el que el emperador su padre le propusiera antes con la princesa Margarita, hija de Francisco I de Francia, como medio para hacer la paz con el francés, y que cesasen las guerras en que entonces Carlos y Francisco andaban envueltos: y también, y con otro fin semejante se había tratado de casarle con doña Juana de Albret, hija única de don Enrique{11}. Por lo mismo fue mayor su satisfacción cuando por fruto de su amor con la princesa María de Portugal, vio nacer en Valladolid al príncipe Carlos (8 de julio, 1545), el que tuvo después el trágico y malaventurado fin que más adelante veremos{12}. Y por lo mismo fue también mayor su amargura de perder a su esposa, que sucumbió al cuarto día de haber dado a luz al príncipe, apenas habían gustado uno y otra las dulzuras conyugales, teniendo que consolarle su padre con el ejemplo de la resignación cristiana con que él soportaba la muerte de la hermosa y virtuosísima emperatriz{13}.

El ilustre primado que había celebrado los desposorios y celebró también los funerales de la malograda princesa, el excelente cardenal Tabera (agosto, 1545), docto prelado y sabio consejero, tardó poco en seguir al sepulcro a la misma a quien acababa de hacer las honras fúnebres. El sentimiento que produjera en el príncipe la muerte del cardenal se templó pronto con la acertada elección que el emperador su padre hizo en la persona de su maestro y preceptor don Juan Martínez Siliceo, obispo de Cartagena, para que reemplazara a Tabera en la silla primada de Toledo (23 de octubre, 1545).

Seguía don Felipe gobernando el reino con más prudencia que la que de su corta edad hubiera podido esperarse. Y bien necesitaba tenerla propia, porque si hasta entonces había podido guiarse por la dirección y consejo del primer secretario del César Francisco de los Cobos, también le faltó este buen consejero (mayo, 1547), que tanto tiempo había obtenido la confianza del emperador, e intervenido en sus más delicados y secretos negocios, y a quien por lo mismo había encomendado la dirección del príncipe en la gobernación del Estado durante su ausencia{14}. Como regente, y en virtud de los poderes que en 1542 le habían sido conferidos, presidió Felipe las Cortes generales de los tres reinos de Aragón, Valencia y Cataluña, que el emperador desde Bohemia había convocado para la villa de Monzón, con objeto de suplicar a los reinos le anticiparan el servicio en atención a los grandes gastos que le habían ocasionado las guerras de Italia y Alemania y la celebración del concilio de Trento en que estaba entendiendo. Las Cortes aragonesas presididas por el príncipe regente votaron sumisas y sin oposición un subsidio de doscientas mil libras jaquesas pagaderas en tres años, y otorgaron además espontáneamente un servicio extraordinario de veinte y cinco mil libras al príncipe (de julio a diciembre, 1547). Pidiéronle en ellas que el oficio de justicia mayor del reino no se pudiera renunciar, y a propuesta de don Fernando de Aragón, arzobispo de Zaragoza, se acordó en estas Cortes que hubiera un historiador o cronista de las cosas de Aragón, nombrado por los diputados del reino; felicísima providencia, una de las que más han honrado y fomentado las letras españolas, y a que debió el reino aragonés la sucesión de los doctos y distinguidos escritores que han ilustrado su historia{15}.

A este tiempo, vencedor Carlos V de la confederación protestante de Alemania, y trabajando por hacer aceptar a todos los príncipes imperiales el concilio de Trento, enfermó, como en otro lugar dijimos, en la ciudad de Augsburgo; y viéndose con tan quebrantada salud y señor de tantos y tan dilatados dominios, precaviendo lo que podría suceder, quiso que el príncipe su hijo viera por sí mismo y conociera aquellos estados que un día habría de heredar y regir, y que al propio tiempo le conocieran a él y le trataran sus naturales. Al efecto, por medio del duque de Alba y de Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, a quien Felipe había enviado para felicitar a su padre por sus triunfos contra los herejes de Alemania, llamó a su hijo con objeto de hacerle reconocer primeramente como heredero y sucesor en sus estados patrimoniales de Flandes y Brabante. Y como acababa de concertar el matrimonio de su hija María con el príncipe Maximiliano, hijo de su hermano Fernando, rey de Romanos, determinó que Maximiliano viniese a España, y que estos príncipes quedaran gobernando los reinos de Castilla y Aragón durante la ausencia de Felipe, y así lo escribió en una larga y razonada carta a las ciudades, prelados, y grandes de ambos reinos.

Deseoso el emperador de que antes de salir Felipe de España conociera el estado de los negocios públicos y su modo de pensar en cada uno de ellos, le envió por el mismo duque de Alba una larga Instrucción de todo lo que debería hacer, proveer y procurar para el caso en que él falleciese, en todos los ramos y materias y en todos los asuntos que a la sazón se hallaban pendientes en sus dominios y en todas las naciones de Europa. Este importantísimo documento era al propio tiempo un testamento político, una recapitulación de avisos y consejos de buen gobierno, una exposición y reseña general de la situación política de todas las naciones, y de las relaciones de España y del imperio con cada una de ellas, y el pensamiento y sistema del emperador sobre las cuestiones que entonces se agitaban en el mundo, su conducta en lo pasado y los planes que deseaba se siguiesen en lo futuro. Pocas veces se presenta en la historia un documento que derrame tanta luz y represente tan al vivo el cuadro de una época, y en que se revele más originalmente el pensamiento y el carácter del hombre que figura en él en primer término.

Recomendábale primeramente la defensa y mantenimiento de la fe en todos sus reinos, estados y señoríos; la prosecución del concilio que él había congregado con tanto trabajo y dispendios para la extinción de las herejías de Alemania; el acatamiento y respeto que debía mostrar a la Santa Sede, y la provisión de las prebendas y beneficios eclesiásticos en personas de letras, experiencia y buenas costumbres.–Aconsejábale muy encarecidamente la paz, representándole lo cansados y trabajados que estaban sus pueblos con las pasadas guerras que él se había visto forzado a sostener, y los gastos y empeños que por ellas había contraído, pintándole la guerra como la cosa peor del mundo.– Procediendo a instruirle de cómo había de manejarse con cada uno de los soberanos, le exhortaba a que pusiera la mayor amistad y confianza en su tío don Fernando, rey de Romanos, que tanto le había ayudado en la pacificación de la Alemania.– Advertíale de lo apurados, y aun exhaustos que tenía de dinero sus reinos y señoríos, y le encargaba que excusara todo lo posible pedirles más, como no fuera necesario para conservar los estados y tierras de Flandes.– Ordenábale que guardara la tregua que había ajustado con el turco: «porque es razón que lo que he tratado y tratareis se guarde de buena fe con todos, sean infieles u otros, y es lo que conviene a los que reinan y a todos los buenos:» y también para no dar ocasión al francés para inquietar otra vez la cristiandad como antes lo había hecho.– Que procurara estar en buena amistad con los príncipes electores del imperio; pero advirtiéndole que si necesita sacar gente de guerra en Alemania, lo haga con dinero en mano y pagándola bien, «porque los de acá, decía, quieren precisamente ser pagados.»– Lo mismo le advertía respecto a los suizos, a quienes debía mostrar buena voluntad y afición, pero tratándolos bien y no dejando de pagarles a sus plazos.

En cuanto al papa, quejábase de lo mal que con él se había portado y cumplido, de la poca voluntad que mostraba a las cosas públicas de la cristiandad, y en especial a lo de la celebración del concilio, no obstante que con la esperanza de atraerle había casado a su hija Margarita con el duque Octavio, nieto del pontífice; pero con todo esto le rogaba, «que teniendo más respeto al lugar y dignidad que el dicho papa tiene que a sus obras,» le guardara el debido acatamiento.– Respecto a lo ocurrido en Plasencia, sentía la muerte del hijo del papa, pero aprobaba lo que Fernando de Gonzaga había hecho en nombre del emperador y como ministro del imperio. Le prevenía que muerto aquel pontífice, «que ya es cargado de años,» trabajara por que se hiciese una buena elección, conforme a las instrucciones que ya tenía su embajador en Roma: y que las tres principales cuestiones que con el papa mediaban, a saber: la soberanía de Sicilia, el feudo de Nápoles y la pragmática hecha en Castilla, las tratara con la sumisión y acatamiento de un buen hijo de la Iglesia, «pero de manera que no se haga ni intente cosa perjudicial a las preeminencias reales, y común bien y quietud de nuestros reinos y señoríos.»– Que guardara la liga y tratado que tenía hecho con Venecia por lo que tocaba a los reinos de Nápoles y Sicilia, y a los estados de Milán y Plasencia.– Le recomendaba al duque de Florencia, Cosme de Médicis, que se había conducido bien y mostrádose siempre aficionado y devoto al emperador.– Que estuviera sobre aviso en cuanto al duque de Ferrara, pues si bien le estaba muy obligado, tenía deudo con Francia y era inclinado a aquella parte, por lo cual convenía «mirar sus andamientos.»– Que del duque de Mantua podía tener confianza, como él la tenía.– Que cuidara de conservar en su devoción a Génova, por lo que importaba a la seguridad de toda Italia y de las Baleares, y que confiaba en que así sucedería, porque los genoveses debían mucho a su hermano, y la protección de su libertad al imperio.– Que lo mismo esperaba de las repúblicas de Siena y Luca, siempre aficionadísimas a la persona del emperador, porque así les convenía para conservar sus libertades, a las cuales por lo tanto debía favorecer.– Que al conde Galeote que estaba excluido de la concordia, y por quien muchos intercedían para que le perdonase, sería bueno tenerle así, «por que se había metido muy adelante con Francia, y no podía haber confianza de él.»

Atendida la mala voluntad y comportamiento que con él habían tenido siempre los reyes de Francia padre e hijo, Francisco y Enrique, le mandaba expresamente que no aflojara nunca en lo de las renuncias que aquellos habían hecho de los estados de Nápoles, Sicilia, Flandes, Artois, Tournay y Milán, conforme a los tratados de Madrid y Cambray; que jamás cediera en esto, «porque todo lo he adquirido, decía, y vendrá y pertenecerá con buen derecho y sobrada razón…» «Y la experiencia ha mostrado que estos reyes, padre e hijo y sus pasados, han querido usurpar de continuo de sus vecinos, y donde han podido, usado de no guardar tratado alguno, señaladamente conmigo y nuestros pasados.»– Que si pensasen mover la guerra en Italia, tiene bien fortificado a Milán, «y se podrá defender del primer ímpetu, que es lo que más se debe temer de franceses.» Que si quisieren pasar a Nápoles, tienen que dejar atrás a Milán, y Nápoles también está fortificado. Que lo están igualmente Mesina y Palermo en Sicilia, «y resistiendo el primer ímpetu, como dicho es, los franceses después vienen a perder el ánimo, según la experiencia siempre lo ha mostrado allí y en todas partes.»– Que evite cuanto pueda dar ocasión de rompimiento ni al papa ni a venecianos, aunque cree que ellos se mirarán en hacerle guerra con Francia, porque saben lo poco que de ella pueden fiar, y que España puede enviar socorros de gente por mar cuando quiera con ayuda del rey de Romanos.– Que en Nápoles no quieren a los franceses, y aquel reino gobernado con justicia, puede dar buenos y fieles vasallos a España.

Que le convendrá tener siempre alguna gente española en Italia, que será el mejor freno, pero cuidando de que esté bien disciplinada, y que no dé ocasión con sus excesos a desesperación y rompimiento.– Que tenga bien apercibidas las fronteras de Navarra y Perpiñán, pues en cuanto a Flandes no hay que temer una invasión de franceses por el momento.– Que no deje de entretener las galeras de España, de Nápoles, de Sicilia, y aun de Génova, pues aunque el gasto sea grande, es bueno prevenir lo que podría suceder en mayor daño, mientras no haya una completa seguridad de Francia y del turco.– Que para el ducado de Borgoña, que es el más apartado, se favorezca la liga hereditaria que la casa de Austria tiene con Suiza, en la cual está comprendido dicho estado. Que aunque no piensa romper la paz por él, no olvide que es propio y verdadero patrimonio suyo.

Que observe si los franceses envían alguna armada a Indias, a la disimulada o de otra manera; que avise a los gobernadores de aquellas partes para que les resistan, y que al efecto se ponga en buena inteligencia con Portugal.– Que en manera alguna haga concierto con el rey de Francia de dar ni quitar cosa alguna de lo que tiene y le pertenece, «sino estar constante y guardarlo todo, y siempre sobre aviso, sin fiaros en pláticas de paz, ni palabras de amistad, teniendo continua advertencia de fortificar y proveer lo que pudiéredes en todas partes, &c.»– Discúlpase de la poca protección que da a los duques de Saboya, padre e hijo, para ayudarlos a recobrar lo que los franceses les tenían usurpado, y advierte al príncipe que se mire mucho en ello, aunque por eso no deje de tenerlos por amigos.

Que cuide mucho de entretener amistad con los ingleses y de que se guarden los tratados hechos con el difunto rey; «porque esto importa a todos los reinos y señoríos que yo os dejaré, y será también para tener suspensos a los franceses, los cuales tienen muchas querellas con los dichos ingleses, así por lo de Boloña como de las pensiones y deudas, y se tiene por difícil que puedan guardar amistad entre ellos que dure.»– En cuanto a los escoceses, que concierte con ellos solamente en lo relativo a navegación y contratación. Que mantenga el tratado hecho con el rey de Dinamarca, y se conduzca con él de manera que no vuelva a hacer daño a los estados de Flandes, como otras veces.– Previénele que ponga buenos virreyes y gobernadores, así en los estados de Europa como en los de Indias, vigilando que no traspasen sus atribuciones ni usurpen más autoridad de la que se les diere y deben tener, y le hace advertencias saludables sobre el repartimiento de los indios.

Le aconseja que se vuelva a casar, porque los hijos de los reyes y príncipes suelen afirmar el afecto de los vasallos. Vuelve a inclinarse, como ya otra vez lo quiso, a que prefiera la hija del rey de Francia, para asegurar los tratados y alcanzar la restitución de lo del duque de Saboya; o bien a la princesa de Albret, a fin de obtener la renuncia de sus pretensiones a Navarra. Y en caso de no poderse hacer ninguno de estos casamientos, le proponía la hija de su hermana la reina viuda de Francia, o la de su hermano el rey de Romanos.– Le anunciaba como conveniente el matrimonio de su hija mayor doña María con el príncipe Maximiliano de Austria, hijo de don Fernando; le aconsejaba hiciese por efectuar el de la infanta doña Juana, su hija menor, con el príncipe don Juan de Portugal; y concluía ponderando el cariño que siempre le habían mostrado sus dos hermanas las reinas viudas de Francia y de Hungría, y rogando a su hijo las amara y favoreciera cuanto le fuese posible{16}. La Instrucción estaba fechada en Augsburgo a 19 de enero de 1548.

En este notable documento se ve simultáneamente la multitud de negocios de interés general que bullían en la cabeza de Carlos V, su influjo y participación en los asuntos de todas las naciones, la atención que a todos y a cada uno de ellos prestaba, y la idea que tenía de la capacidad del príncipe su hijo, cuando a la edad de veinte y un años le confiaba todos sus pensamientos y sus planes políticos y le llamaba para encomendarle su continuación y ejecución para el caso en que él falleciese.

Para anunciar su partida en obediencia al llamamiento de su padre, congregó el príncipe don Felipe las Cortes de Castilla en Valladolid, Cortes a que no asistían ya, como en otro lugar hemos indicado, sino los procuradores de las ciudades, o sea el estado llano, y que por cierto, recibieron con más disgusto que placer la comunicación del llamamiento del padre y la resolución del hijo, porque Castilla, como observa un antiguo y grave escritor, siempre lleva mal las ausencias de sus príncipes. Con desagrado se vio también en Castilla que la casa del príncipe heredero se montara a estilo de Borgoña (15 de agosto), según instrucciones que el duque de Alba había traído del emperador, en lo cual veían los castellanos una desautorización y como menosprecio de las antiguas costumbres a que ellos eran tan apegados.

Como los príncipes Maximiliano y María habían de quedar gobernando el reino durante la ausencia de Felipe, tuvo éste que suspender su viaje hasta la venida de Maximiliano a España y la celebración de sus bodas. Dilatose aquella más de lo que se había pensado, y tan pronto como llegó se celebró el casamiento en Valladolid (17 de setiembre), desplegando el condestable de Castilla, don Pedro Fernández de Velasco, encargado de estas bodas, una magnificencia que dejó altamente complacido al príncipe alemán. Dio Felipe posesión del gobierno de España a los nuevos consortes sus hermanos, y a las dos semanas partió de Valladolid (1.° de octubre) camino de Flandes, llevando consigo al duque de Alba, su mayordomo mayor, al caballerizo mayor don Antonio de Toledo, a Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, al duque de Sessa, al conde de Olivares, y a varios otros grandes, gentiles hombres y oficiales de su casa, recién nombrados cuando la puso a la borgoñona. Desde Zaragoza se dirigió al célebre monasterio de Monserrat, a que tenía particular devoción, y donde se detuvo a confesar y comulgar. De allí pasó a Barcelona y Rosas para embarcarse (19 de octubre). Habían sido enviados por el emperador para recibirle y conducirle el marqués de Pescara, hijo de el del Vasto, el príncipe Doria con la armada de Génova, y don García de Toledo con las galeras de Nápoles.

Diose, pues, a la vela el príncipe Felipe con toda su brillante comitiva. A pocos soberanos de la tierra les habrán sido consagrados tan suntuosos festejos, tan espléndidos y magníficos regocijos como los que se hicieron al príncipe español, en Génova, en Milán, en Mantua, en Trento, en Inspruck, en todos los pueblos de Italia, de Alemania y de Flandes que atravesó en esta marcha. Príncipes y princesas, embajadores de todos los estados, corporaciones, personajes, damas y pueblo, todos a porfía festejaban y agasajaban con todo género de fiestas y espectáculos al heredero de Carlos V. Volúmenes enteros se han escrito para describir los obsequios que se tributaron a Felipe en este viaje{17}. La ciudad de Milán le hizo primeramente un donativo de veinte mil escudos, y después otro de cien mil a nombre de todo el estado. También él por su parte quiso mostrarse espléndido y generoso, y a la princesa de Ascoli que le había obsequiado con un lujosísimo baile en que las damas milanesas ostentaron todas sus galas, le regaló un diamante de cinco mil ducados, un collar de rubíes, perlas y diamantes de valor de tres mil ducados para su hija, y otro diamante de mil quinientos para la duquesa hijastra de aquella princesa. Mas queriendo al propio tiempo mostrarse piadoso y devoto, hizo donaciones a muchas iglesias, y en especial a la de Nuestra Señora de Monferrato le dio en tres veces hasta veinte y cinco mil escudos, además de quince mil ducados que gastó en ornamentos para el templo.

Cuando llegó a Bruselas, donde ya entonces se hallaba el emperador, el resplandor de las antorchas había desterrado y como suprimido la noche en que hizo su entrada. Esperábanle allí sus dos tías las reinas viudas de Hungría y de Francia, las cuales le presentaron a su padre, dando lugar a una tierna y afectuosa escena de familia. Congregados por el emperador los estados de Flandes, todos a propuesta del César se conformaron en reconocer y jurar al príncipe Felipe de España por heredero y sucesor de aquellos estados y señoríos (1549). Las fiestas con que se celebró este solemne acto en Bruselas no fueron menos suntuosas que las que le habían dedicado en su tránsito a aquella ciudad. Llevado fue después como en triunfo por el emperador y la reina gobernadora de los Países Bajos, su hermana, por casi todas las ciudades de Flandes y Brabante, de Namur y del Luxemburgo, recibiendo el homenaje de los que habían de ser sus vasallos, pasando continuamente por debajo de arcos triunfales, y compitiendo cada población en el lujo y la suntuosidad de las fiestas (de julio a octubre de 1549), y aun a su regreso a Bruselas hubieran continuado, si no las hiciera suspender el ataque de gota que molestó otra vez al emperador, y la nueva que llegó de la muerte del papa Paulo III{18}.

En medio de esta exterior y al parecer general alegría, observábase siempre una figura grave y severa, que a pesar de su juventud mostraba cierta austeridad sombría que formaba contraste con los regocijos públicos de que era objeto. Esta figura era el príncipe Felipe, que con su carácter tétrico y adusto, con no hablar el idioma flamenco, con vestir y vivir a la española, y con las preferencias que daba a los personajes y a las costumbres de España, se hizo desagradable a los flamencos, y dio ocasión y origen a aquella antipatía que había de manifestarse después con funestas demostraciones de aborrecimiento. De modo, que por causas semejantes vino a producir el hijo en los Países Bajos la misma desfavorable impresión que treinta años antes había producido su padre en España.

Permaneció Felipe en Bruselas todo el tiempo que detuvo allí al emperador la falta de salud. En este intermedio él y los caballeros de la corte quisieron solemnizar el quinquagésimo aniversario del nacimiento de su padre, y hubo una fiesta real muy vistosa (24 de febrero, 1550), en que justaron a competencia españoles y flamencos. Por cierto que ensayando Felipe las armas para entrar en la liza, estuvo muy en peligro su vida, porque el comendador mayor de Castilla don Luis de Requesens le dio tan recio golpe de lanza en la cabeza, que le dejó sin sentido. Por fortuna el príncipe volvió pronto en sí, y al ver que no había recibido lesión alguna, salieron todos del cuidado en que tan disgustoso suceso los había puesto. Al fin, cuando el emperador pudo partir a la dieta de Augsburgo (31 de mayo, 1550), llevó también consigo a Felipe, el cual fue poco menos agasajado en Alemania que lo había sido en Italia y en Flandes, bien que tampoco fuera más favorable la impresión que su carácter despegado hiciera en las ciudades del imperio. Así fue que habiendo Carlos significado en la dieta su deseo y proyecto de trasmitir en herencia a su hijo los estados imperiales, no obstante el paso avanzado que veinte años hacía había dado, haciendo conferir a su hermano Fernando la dignidad de rey de Romanos, no solo halló oposición en Fernando a renunciar la sucesión al trono imperial, por más que a ello le instara la reina de Hungría, que con solo ese objeto había ido a Augsburgo, sino también en los alemanes mismos. Fernando había vivido mucho tiempo entre ellos y procurado acomodarse a sus costumbres. Su hijo Maximiliano había nacido en el país, adornábanle excelentes prendas, amábanle los naturales, y era ya rey de Bohemia{19}. Por tanto, a pesar de los recursos que con habilidad y destreza empleó el emperador en favor de su hijo, para que al menos se le nombrase coadjutor del imperio y sucesor de su tío, a todo halló resistencia, y tuvo que desistir, no obstante su firmeza y constancia para llevar adelante un propósito. Lo que hizo fue despertar los recelos de los alemanes, y hacer a Fernando más cauto y vigilante para procurar irse captando la voluntad de los electores.

Frustrado este designio y terminada la dieta, tuvo por conveniente que el príncipe su hijo volviese a España, donde también tenía que venir Maximiliano, rey de Bohemia, para llevarse a su reino la princesa doña María su esposa{20}. Nombró otra vez a Felipe regente y gobernador de los reinos de Castilla y Aragón; y esta vez quiso que viniese revestido con amplísimos poderes, que le otorgó en la misma ciudad de Augsburgo (23 de junio, 1551), para la administración y gobernación de ellos, con facultad de hacer todo lo que él mismo hacer pudiera si se hallase presente, hasta con poder especial para empeñar y vender rentas y derechos de la corona y patrimonio real, vasallos, jurisdicciones, villas y lugares de sus reinos y señoríos; mandando que le reverencien, respeten y obedezcan como a su propia persona, y como si fuese rey absoluto, dando a este poder la misma fuerza que si hubiese sido otorgado en cortes generales{21}.

Provisto de tan amplísimos poderes, partió Felipe de Augsburgo y viniendo a Mantua, Milán y Génova, desembarcó felizmente en Barcelona (12 de julio, 1551). Su primer cuidado fue hacerse reconocer en Navarra, donde no lo había sido todavía, y los navarros le juraron sin dificultad en Tudela por su príncipe y señor natural. Tras él había venido Maximiliano, rey de Bohemia, el cual no hizo sino recoger a doña María, hermana de Felipe, su esposa, y llevarla consigo a su reino{22}.

En este mismo año se realizó también el deseo que el emperador había manifestado de casar su segunda hija doña Juana con el príncipe don Juan de Portugal. Esta princesa, a quien veremos después rigiendo la Castilla, fue solemnemente recibida en aquel reino por el duque de Abeyro y el obispo de Coimbra.

Los acontecimientos de que había sido teatro la Europa y que retenían en Flandes y en Alemania a Carlos V, principal protagonista y alma de todas aquellas escenas durante la infancia y juventud de su hijo Felipe, los dejamos referidos en los capítulos anteriores, y no hay sino cotejar las fechas para ver lo que en cada período de su edad acontecía en el mundo. En el capítulo siguiente consideraremos ya al príncipe Felipe rigiendo con plenos poderes la España, hasta que por abdicación de su padre le sucedió como rey en todos sus estados hereditarios.




{1} Desde aquí comenzaría nuestra tarea (si fuera posible y conveniente seguirla) de notar la multitud de invenciones con que escritores aduladores y parciales han sobrecargado la historia de Felipe II, adulterándola y desfigurándola, a su placer y antojo.

Hay quien asegura muy formalmente que se le puso el nombre de Felipe, porque Felipe o Filippo, significa Filius pius, hijo piadoso, porque tal había de mostrarse en sus acciones. Y en verdad que si así fuera, es menester confesar que en su abuelo, que se llamó lo mismo, estuvo bien lejos de corresponder la conducta del sujeto a la etimología del nombre.

Con la misma formalidad nos enseña el propio autor que su madre soñó muchas veces que llevaba en su vientre un Mapamundi, y que luego se explicó bien el sueño, porque se vio que ningún monarca del mundo había sido tan rico en estados y señoríos. Que a la hora del parto, sintiendo aquella magnánima señora muy fuertes y extraordinarios dolores, avergonzándose de que la vieran sufrir, hizo apagar las bugías por espacio de seis horas que aquellos duraron; que aconsejándole los que estaban cerca que no se abstuviera de quejarse por ser cosa muy natural, respondió ella que «la muerte misma no le arrancaría un suspiro del pecho, ni una lágrima de los ojos, porque la consolaba la esperanza de que pariría un príncipe que fuera causa de alegría y no de tristeza para sus pueblos.» Y añade, que el duque de Nájera andaba diciendo después por todas partes: «De otras mujeres nacen hombres, de nuestra emperatriz nacen ángeles.»– Véase Gregorio Leti, Vita di Filippo II, parte prima, lib. IV.

{2} Felizmente tenemos noticias auténticas de la niñez de Felipe, que confirman lo que dejamos expresado. Tales son los siguientes párrafos de cartas que hemos tomado de la curiosa correspondencia de su ayo don Pedro González de Mendoza con el emperador su padre, en que le va informando del estado del príncipe y de sus progresos. Consérvase original en el Archivo de Simancas, Estado, legajo núm. 22.

«El Príncipe está tal que de un día a otro se halla gran mudanza en S. A.: no se puede excusar de contar algunas cosas de las que dice y hace, porque son dinas de memoria. V. M preste paciencia al corrimiento de Padre. Este día pasado le suplicaba una dama que recibiese un paje y nunca quiso, y decía que tenía muchos, que no lo podía tomar, que lo diesen a su hermana que no tenía ninguno; dijéronle que ella no tenía pajes tan presto, respondió enojado: pues busca otro Príncipe que por esas calles los hallarás. Desto hubo tantos testigos que V. M. lo puede muy bien creer. Su pasatiempo es ordenar justas a los niños, y las lanzas son velas encendidas, y paran los encuentros en el dotor Villalobos donde vienen a morir, con el cual suele S. A. enojarse algunas veces porque no le quiere dar de comer todo lo que quiere. Es tan travieso, que algunas veces S. M. se enoja de veras; y ha avido azotes de su mano, y no faltan mujeres que lloran de ver tanta crueldad. V. M. crea que da mucho placer a S. M. y aun toda la casa goza de lo que ven hacer. Otras muchas cosas se podrían decir, y algunas de la Señora Infanta dejallas e para cuando yo vaya por tener que llevar.»

En otra autógrafa del mismo, fecha en Ocaña a 15 de abril (año 1531) hay el párrafo siguiente:

«La Señora Infante crece y engorda cada día, y pónese en hacer un sarao cuando sea de veinte años, y el Príncipe la entretiene como gentil galante. Plega a nuestro Señor que V. M. los vea presto y los goce muchos años, que no se han visto tales dos criaturas jamás. La incredulidad que V. M. suele tener de semejantes cosas hace que no ose nadie atreverse a contar lo que dicen, lo cual se harían largamente si para ello uviese licencia.

»S. A. está sin reliquia de la dolencia con que salió de Madrid, y a engordado y arreciado; nunca está quedo, conoce las calidades de las personas que le sirven como si pasase de diez años, y con S. M. pasa buenas cosas. Guarde y acreciente nuestro Señor la vida y Real persona de V. M. con acrecentamiento de mas Reynos y Señoríos. Fecha en Ocaña a 15 de Abril.– S. C. C. M. los Reales pies de V. M. besa su vasallo, Pero González de Mendoza.»

En otra del mismo al emperador, fecha en Ocaña a 30 de abril hay el párrafo siguiente:

«S. M. (la Emperatriz) a Dios gracias, está mejor cada día, y el Príncipe e Infanta ansy mismo. El deseo de la venida de V. M. impide no ser esto en más cantidad. Fue esta semana pasada a Aranjuez, y estuvo tres días: olgó mucho y andubo en carretas más de dos leguas y allase muy bien. Preguntábame cómo eran las de Flandes, y deseando tener dellas, dije que lo escribiría a V. M. y la suya se rió y dióme licencia para que lo hiciese. V. M. debe mandar que traiga Domingo de la Cuadra un par de carros de los de Madama que haya gloria, u de otros si los uviere mejores, y caballos para ellos, que será la cosa con que S. M. mas olgará. Y ansi lo ha hecho con saber que trae las hacaneas.

»El Príncipe fue con S. M. y anduvo en su mulica solo y hallose muy bien, en el campo comió mejor y durmió que lo hacía en el lugar. No pudían con él que entrase en las carretas con S. M. deseaba que llevasen allá a la Señora Infanta, que se halla muy bien con su compañía, por donde le parece que no será mal galán. Dios los guarde y la Real persona de V. M. acreciente con más Reinos y Señoríos, Fecha en Ocaña a 30 de Abril.– S. C. C. M.– Los Reales pies de V. M. besa.– P. González de Mendoza.»

Carta autógrafa de Pedro González de Mendoza.

«S. C. C. M.– S. M. partió de Ocaña el miércoles y viene muy buena, y más gorda que ha estado después que vino de Portugal. El Príncipe y la Infanta tales que dan mucho placer a la Emperatriz nuestra Señora. S. A. salió de Toledo en un machico pequeño, y no quiso que le sentasen en la silla sino los pies en los estribos. Salimos a pie de una parte el marqués de Lombay y de otra yo teniéndole, y la gente cargó tanto para velle que no se pudían hender las calles, y diciendo a S. M. cosas para reír y muy alegre de verse cavalgado. Las bendiciones del pueblo no heran pocas ni el contentamiento que les quedó de velle. Oy a salido a ofrecer sus años que son cuatro y paresce de mas. Plega a nuestro Señor que ofrezca tantos como S. M. desea y todos hemos menester. En tardando correo tiene S. M. pena y por esto devyan apresurar. Porque desde catorce hay cartas de V. M. y si fuesen con nueva de la bienaventurada venida a estos Reinos, no serían mal recibidas. Guarde y acreciente nuestro Señor la vida y Real estado de V. M. con más Reinos y Señoríos. Fecha en Illescas a 20 de Mayo.– S. C. C. M.– Los Reales pies de V. M. besa.– Pedro González de Mendoza.»

Omitimos, para no ser difusos, otras muchas cartas, que tenemos, sobre la crianza, educación, adelantos e inclinaciones del príncipe en su primera edad.

{3} Sabemos estos pormenores por las cartas, que originales hemos visto, del maestro Siliceo al emperador, dándole cuenta de los adelantos del príncipe.– «El estudio del Príncipe, le decía en una de ellas, cuanto a la gramática ha sido algo penoso, porque se le ha hecho dificultoso el tomar de coro: ya, bendito Dios, va mostrando más voluntad y más provecho, porque comienza ya a gustar del artificio de la gramática; en lo demás de su salud y virtuosa conversación, sé decir que cada día cresce, y da mucho contentamiento a los que le conversan. La Infanta en el leer se ha detenido más que el Príncipe, aunque el escribir se le da mejor; está muy buena, y con toda la gracia, honestidad y virtud que su persona requiere. De Madrid a 16 de julio de 1536.– De V. S. C. C. M. vasallo, que sus imperiales pies y manos besa.– El maestro Siliceo.»– Archivo de Simancas, Estado, legajo núm. 38.

«Su Majestad de la Emperatriz, le decía en otra, y el príncipe e infantas están buenos, bendito Dios. Cuanto al estudio del Príncipe, sabrá V. M. como ya está fuera del mayor trabajo que hallamos en gramática, porque sabe las conjugaciones y algunos otros principios, lo cual tengo en mas que la mitad de lo que resta; presto comenzará a oír algún autor, y será el primero, si a V. M. parece, el Catón, el cual es muy limpio en lo que dice, y tiene sentencias muy necesarias para la vida humana… La Infanta va aprovechando más de cadaldia, aunque no se da tanto a las letras como su hermano.» De Valladolid a 27 de setiembre de 1556.»– Archivo de Simancas, ibid.

{4} «El Príncipe cresce en todo, decía su ayo el comendador Zúñiga al emperador su padre: entendemos en buscar caballos para S. A. con las calidades que V. M. manda, y en tanto cabalga en una haca grande de S. M., ques muy mansa y de buen cuerpo. De Valladolid a 15 de julio de 1536.»

Lo de las viruelas y otras enfermedades que el príncipe sufrió en Madrid lo cuentan largamente los médicos Escoriaza y Villalobos en carta al emperador, fecha 3 de mayo, que original hemos visto también.– Archivo de Simancas, Estado, legajo núm. 38.

{5} Historia de la Compañía de Jesús.– Vida de San Francisco de Borja.– Sandoval, Hist. del Emperador, lib. XXIV.– Leti, Vita di Filippo II, part. prima, lib. VI.

{6} Podemos completar las noticias relativas a la educación física y literaria del príncipe a la edad de catorce años con los siguientes párrafos sacados de entre los muchos documentos que sobre esta materia tenemos a la vista.

En 17 de enero de 1540, desde Madrid, decía el comendador mayor de Castilla, don Juan de Zúñiga, al emperador: «S. A. está muy bueno y crece en todo; sigue su estudio como cuando V. M. aquí estaba, y después que vino la caza de V. M. sale dos veces al campo cada semana y otra los sábados a Nuestra Señora de Atocha, y aun entonces, si hay nueva de liebre echada, la va a tirar.»

En otra de 15 de febrero: «Su Alteza está muy bueno, y la semana pasada fue al Pardo y tiró dos saetas, a un razonable ciervo la una, y a una manada de ciervas la otra: errolas entrambas; la primera fue en lazo. Fue y vino en litera, pero anduvo en el monte a caballo bien seis horas, que a él no se le hicieron dos, y a mí más de doce… Mañana irá a caza con los halcones y a tirar alguna liebre echada.»

En 19 de marzo: «A liebres echadas y a perdices con podencos de muestra ha hecho S. A. señalados tiros los días que ha salido a caza con los halcones.»

En 19 de mayo (y suprimimos todas las cartas intermedias): «Su Alteza estuvo allí (Aranjuez) cuatro o cinco días, y volvió aquí para Pascua: holgose mucho, porque en los dos días que estuvo huvo oxeo de conejos y mató más de veinte, y dos o tres liebres. Así mismo otro día mató dos gamos, de que estaba la más contenta persona que nunca se vio. A mí me hizo cierta burla de una liebre que me tenía puesta muerta para que la tirase, y con haberla yo acertado aunque estaba muerta, me contenté.»– Archivo de Simancas, Estado, legajo núm. 50.

Por lo que hace a la educación literaria, pasados cuatro años de haberle dedicado al estudio del latín, escribía el maestro Siliceo al emperador, de Madrid a 19 de de marzo de 1540: «En lo que toca a la enseñanza del Príncipe digo, que en latín va mucho adelantado, y antes de medio año, como creo, podrá pasar por sí todos los historiadores que han escrito, por dificultosos que sean, a lo menos con poca ayuda de maestro; en el hablar latín ha arto aprovechado, porque no se habla otra lengua en todo el tiempo del estudio, y el uso le hará doto en el hablar tanto y más que la lección. El escribir en latín se ha comenzado; tengo esperanza que le sucederá mucho bien. Los días pasados estuvo Su Alteza en Alcalá y visitó a todos los letores, y oyó lo que leían, y puede creer V. M. que a todos los entendió, sino fue al que leía Hebrayco, y holgó tanto en los oír y entender lo que decían que ningund trabajo le fue todo el tiempo que los oyó, que serían más de tres horas. De salud está muy bueno, bendito Dios, y muy alegre, porque goza de los días de caça que V. M. mandó se le diesen. Puede creer V. M. que da muestra y esperanza a todos los que le conversamos que será tan siervo de Dios y sabio rey qual el reino ha menester y V. M. desea.– Nuestro Señor, &c.»

Y en 22 de junio: «Pues es justo, siempre que se ofresce correo, dar parte a V. M. del estudio del Príncipe nuestro señor, en esta solo diré que como de cada un día crece en saber, así parece crecerle la voluntad a las letras, y prometo a V. M. que aunque la caça es al presente la cosa a que demuestra más voluntad, no por eso afloja en lo del estudio un punto, y hase de tener a mucho que en esta edad de catorce años, en la cual naturaleza comienza a sentir flaquezas, haya Dios dado al príncipe tanta voluntad a la caça, que en ella y en su estudio la mayor parte del tiempo se ocupe, las cuales dos cosas, tomadas templadamente, dan salud al cuerpo y aumentan las virtudes del ánima. Está ya tan crecido, que parece mucho otro del que V. M. dejó. Nuestro Señor, &c.– El maestro Siliceo.»– Simancas, Estado, legajo núm. 50.

En junio de 1541 continuaba diciendo don Juan de Zúñiga al emperador: «S. A. está muy bueno y crece… y aun de dos meses a esta parte tengo más esperanzas que solía que ha de gustar más del latín de lo que yo pensaba, de que yo holgaría mucho, porque lo tengo por parte muy principal en un príncipe ser buen latino, así para saberse regir a sí como a otros, y especialmente quien espera tener debajo de sí tanta diferencia de lenguas, es bien saber bien una general por no se obligar a saberlas todas.»

Y en la misma carta le decía, que el día de pascua (de aquel año, 1541) había comenzado el príncipe a vestirse de colores y traer cosas de oro, y que aquel mismo día había hecho la primera comunión, «por ser ya pasado de los catorce años.»– Archivo de Simancas, Estado, leg. núm. 51.

{7} Relación del recibimiento que se hizo a doña María, infanta de Portugal, hija de don Juan III &c., escrita por un contemporáneo de los que componían la comitiva del príncipe.– Colección de documentos inéditos, tomo III.– Sandoval, lib. XXVI.

{8} Dice Sandoval que no sabe la causa porque se difirió la entrada de la princesa. La causa, según la Relación manuscrita, no fue otra que la cuestión de etiqueta, en la cual nadie quería ceder.

{9} «Algunos había, dice la Relación, que juraban a Dios que no la habían de dar; que si fuera para algún fillo bastardo de Deus, que pasara; pero que tanto por tanto ahí estaba o infante, con quien todo el reino quería que se casase, y que ninguno dél había sido llamado para dar parecer de que viniese a Castilla.»

{10} «Acabóse el sarao, dice la Relación, con una alta y una baja que danzaron los príncipes.».

En ella se hace una curiosa y minuciosa descripción del traje que vestían cada dama y cada caballero.

Durante el sarao hubo una reñidísima refriega entre los pajes de la princesa y los del príncipe, en que anduvieron listas las espadas y las hachas, apellidando unos «Andalucía» y otros «Castilla,» y de la cual resultaron algunos gravemente heridos.

{11} Capítulos con respuestas marginales sobre los tratos de este casamiento: Archivo de Simancas, Estado, leg. 51.

{12} Carta de Felipe II al emperador (9 de julio), noticiándole el nacimiento de su hijo.– Simancas, Estado, leg. 69.

{13} Bueno y loable era que el padre escribiese a su hijo exhortándole a la conformidad cristiana. Por lo demás el emperador buscaba entonces otra clase de consuelos a su pena por la muerte de su esposa, puesto que en aquel tiempo andaba en amorosas relaciones con Bárbara Blomberg, de que resultó el nacimiento de don Juan de Austria, de quien tantas ocasiones tendremos de hablar.

{14} Francisco de los Cobos, comendador mayor de León y duque de Sabiote, primer secretario de Carlos V, estaba enlazado con la más ilustre nobleza de Aragón y de Castilla, y estuvo casado con doña María de Mendoza, hija del adelantado de Galicia.

Este año perdió también el emperador otro de sus más antiguos y fieles secretarios, Alonso de Idiáquez, que murió asesinado en Alemania al pasar el Elba.

{15} Si loable fue la providencia, la elección no pudo ser más acertada, y gloria perpetua será de aquel reino el haber nombrado para cargo tan difícil y honroso al doctísimo Gerónimo de Zurita, una de las más fulgentes lumbreras de nuestra historia, tan justamente respetado de propios y extraños, y cuyos anales tantas veces hemos citado y nos hemos complacido en elogiar.–Cuadernos de Cortes de Aragón, existentes en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia.– Panzano, Anales de Aragón, lib. II, cap. 7.

{16} No hemos insertado el documento integro por ser demasiado extenso. Sandoval le trae en el libro XXX de su historia, pero nos parece más exacto el que se halla en el tomo III de los Papeles de Estado del cardenal Granvela, pag. 267 y sig.

{17} Calvete y Estrella, Viaje de Felipe II a Flandes.– Del camino del príncipe don Felipe de España a Flandes en 1548, por Vicente Álvarez.–Leti, Vita di Filippo II, part. prima, lib. IX.

{18} Heroeus, Annal. Brabant.– Estrella, Viaje de Felipe II.– Leti, Vita.– Sandoval, lib. XXX.– Herrera, en la General del Mundo.– Campana, Vida de id.

{19} En Valladolid, hallándose de regente y gobernador de España, recibió la nueva (1549) de que los bohemios, faltando voluntariamente a su privilegio y costumbre de elegir soberano, le habían jurado por rey y declarado el trono hereditario en su familia: con cuyo motivo había pasado otra vez de España a Alemania, y su presencia en la dieta fue un nuevo obstáculo a los designios del emperador.

{20} Esta señora había dado a luz en Cigales, pueblo de Castilla la Vieja, a la infanta doña Ana (1549), que después fue reina de España y madre de Felipe III.

{21} Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. I, cap. III.– Sandoval, lib. XXXI.

{22} Para poder hacer este viaje la reina de Bohemia doña María hija del emperador, tuvo que pedir prestados al arzobispo de Zaragoza don Fernando de Aragón cinco mil ducados, que él le facilitó con mucha complacencia y sin premio e interés alguno.– Panzano. Anal. de Aragón, lib. III, capítulo IX.