Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro I ❦ Reinado de Carlos I de España
Capítulo XXXII
Felipe regente de España
Felipe II rey
De 1551 a 1557
Cortes de Aragón.– Servicio que votaron.– Apuros de numerario en que se veía siempre Carlos V.– Segundo casamiento de Felipe con María de Inglaterra.– Capítulos matrimoniales.– Disgusto y oposición del pueblo inglés, y sus causas.– Disturbios y rebeliones: su término: parte que tuvo en ellas la Francia.– Viaje de Felipe a Inglaterra. Su recibimiento.– Sus bodas.– Felipe rey de Nápoles y de Inglaterra.– Política de Felipe con los ingleses.– Muerte de doña Juana (la Loca), madre de Carlos V.– Resuelve el emperador retirarse a España.– Llama a su hijo Felipe para renunciar en él los estados de Flandes.– Ceremonia solemne de la abdicación en Bruselas.– Discursos notables.– Reconocimiento y jura de Felipe.– Renuncia Carlos en su hijo los reinos de España.– Proclamación de Felipe II en Valladolid.– Odio del papa Paulo IV a Felipe II.– Intenta despojarle del reino de Nápoles.– Guerra que le mueve.– Templada conducta de Felipe con el papa.– Durísima y muy notable carta del duque de Alba, virrey de Nápoles, al pontífice.– Obstinación de Paulo.– Entra el duque de Alba con ejército en los Estados pontificios.– Amenazan los españoles a Roma.–Consternación de la ciudad.– Tregua entre Felipe II y el papa.– Renuncia Carlos V el gobierno y administración del imperio en su hermano Fernando.– Determina encerrarse en el monasterio de Yuste.– Situación del monasterio.– Venida del emperador a España.– Desembarca en Laredo.– Curiosos pormenores de su viaje.– Entrada de Carlos V en el monasterio de Yuste.
Aunque Felipe había traído tan amplios y plenos poderes como hemos visto para la gobernación de estos reinos, las pragmáticas, ordenanzas y provisiones sobre negocios graves seguían expidiéndose por el emperador, y encabezándose con los nombres de don Carlos y doña Juana. Así lo fue la convocatoria a Cortes generales de los tres reinos de Aragón, Cataluña y Valencia que despachó al año siguiente (30 de marzo, 1552), para la villa de Monzón. El objeto de estas Cortes, que presidió el príncipe regente, era, como el de casi todas las de aquel tiempo, la exposición de los gastos y la petición del servicio. Así lo manifestó el príncipe Felipe en la proposición o discurso que a su nombre leyó el protonotario en la sesión de apertura (5 de julio), reducido a hacer una compendiosa narración de las guerras que el emperador su padre había sostenido en Alemania, en Italia y en Francia, y las que había mantenido para librar las costas de Italia y España de la armada turca conducida por Sinan y Dragut, a ponderar los gastos que así estas guerras como la celebración del concilio le habían ocasionado, y a pedir un servicio considerable con que pudiese subvenir a tantas atenciones.
Sirvieron, pues, estas Cortes al emperador con doscientas mil libras jaquesas en los mismos términos y plazos que las anteriores de 1547, y votaron como entonces, libre y espontáneamente, un donativo de veinte y dos mil libras para el príncipe regente. Fuéronle además facilitadas este año al emperador de todas partes crecidas sumas de dinero, y solo el arzobispo de Zaragoza, don Fernando de Aragón, le dio particularmente diez mil ducados{1}. Mas ni estos esfuerzos del reino, ni las remesas de oro que venían de Indias, alcanzaban a cubrir los inmensos gastos que tantas y tan frecuentes y generales guerras ocasionaban, y la nación se empobrecía y el emperador no dejaba nunca de estar empeñado.
Trataba ya Carlos de casar otra vez a su hijo. Inclinábase Felipe a la infanta doña María de Portugal, hija del rey don Manuel y hermana de la emperatriz su madre. Mas como este matrimonio no se efectuase a causa del inmediato deudo que entre los dos había, se pensó en otro de más importancia para el engrandecimiento de Castilla, en el de María de Inglaterra, heredera de la corona de Eduardo VI. Este casamiento no podía ser sino puramente político y de cálculo, porque ni la edad de la princesa, que frisaba ya en los treinta y ocho años cuando Felipe no había cumplido aún los veinte y siete, ni su carácter y figura la hacían a propósito por inspirar una pasión amorosa. Pero Carlos en los últimos años de su imperio no pensaba más que en el acrecentamiento de sus estados y en el engrandecimiento de su hijo; y Felipe, que tampoco carecía de ambición, no dudó sacrificar los afectos de hombre a los cálculos de rey (1553); y llamarse rey de Inglaterra y unir este reino a tantos otros como estaba llamado a heredar era cosa que lisonjeaba grandemente al padre y al hijo{2}. Halagaba a María la idea de tener un marido joven, heredero de tan grandes estados, y descendiente de su misma familia de España; y el catolicismo de Felipe y su devoción que para otras era un defecto, era para María, católica y devota como él, una recomendación y un aliciente. Así, cuando a la muerte de su hermano Eduardo heredó el trono de Inglaterra, a las embajadas e instancias que con este motivo se apresuró a enviarle y hacerle Carlos V contestó la reina María muy favorablemente, y mostrando en ello la mayor satisfacción, en términos de ajustarse muy pronto las capitulaciones, y escribir a Felipe, tanto los encargados de negociar el contrato como el emperador su padre (enero, 1554), que viese de acelerar todo lo posible su ida a Inglaterra{3}.
Los principales capítulos del tratado de matrimonio eran: que Felipe tendría solo el título de rey de Inglaterra mientras viviese la reina María; pero que ella gobernaría como propietaria el reino, y dispondría de las rentas, oficios y beneficios; que los hijos de aquel matrimonio heredarían los estados de su madre y tendrían los ducados de Flandes y Borgoña, y si moría sin sucesión, el príncipe Carlos, hijo único de Felipe, sucedería también en los estados hereditarios de España y en todos los demás de su padre y abuelo; que Felipe juraría no hacer variación en las constituciones del reino inglés, ni admitir a su servicio sino vasallos de la reina, ni introducir extranjeros que pudieran alarmar a la nación, ni la reina se obligaría a sostener guerra alguna entre Francia y España; que en caso de morir la reina sin sucesión, pasaría el trono de Inglaterra a su sucesor legítimo, sin que Felipe reclamara ningún derecho a él{4}.
Pero el pueblo inglés estaba muy lejos de mirar y recibir este matrimonio con el gusto que su reina. Además del recelo de caer bajo la dominación de un extranjero, todo lo temía de la ambición de Carlos y del carácter despegado y adusto de Felipe; veía riesgos para su independencia y libertad, y no era lo que menos contribuía a la aversión del pueblo el conocimiento de los principios que profesaba en materias religiosas el príncipe español. Carlos y Felipe sabían por sus embajadores el espíritu hostil de los ingleses, y ya recelaban algún movimiento. Por lo mismo el emperador procuró establecer las condiciones matrimoniales que menos los pudieran inquietar. Pero era tal la prevención de los ingleses, que cuanto más ventajosos aparecían a primera vista los artículos, tanto más sospechaban la intención de eludirlos y quebrantarlos una vez realizado el enlace. Como al propio tiempo no faltaba en Inglaterra quien quisiera disputar el trono a la reina doña María, y hubiera también un partido grande de descontentos por el designio que a la reina se atribuía de abolir el culto protestante y restablecer el católico, aprovecharon unos y otros el disgusto del pueblo para promover disturbios y rebeliones armadas, que el rey de Francia y los franceses, enemigos y envidiosos de aquel matrimonio, no se descuidaban en fomentar, como claramente se vio por cartas descifradas que se cogieron al embajador francés, de todo lo cual tenían avisos puntuales el emperador y su hijo{5}.
Todo el conato de estos era desbaratar las inteligencias de los franceses con los sublevados de Inglaterra, y atraer a los ingleses enemigos del matrimonio, empleando para ello promesas de dinero y aún dádivas. «Y todavía no dejéis, le decía Felipe al embajador Renard, según que S. M. os lo ha ordenado y yo os escribí, de hacer los ofrecimientos que os pareciere a los que viereis algo dudosos y no bien inclinados a este negocio.» Preveníanse de buena armada para resistir a la que los franceses preparaban para impedir su desembarco, y aunque Felipe pensaba llevar hasta tres mil personas de su casa y corte, con más seis mil hombres para seguridad de la armada, «sin la gente mareante,» hacía que se escribiese a Inglaterra que no llevaría sino los que no pudiera excusar para su servicio, «porque allá tomaré, decía, de los naturales de aquel reino, para que entiendan que me he de servir y confiar de ellos y hacelles merced como si fuera nacido su natural, y que podrán ver la confianza que yo tengo de ellos en irme a meter en el reino y en su poder sin más compañía que la dicha{6}.»
Afortunadamente para los proyectos del emperador, las rebeliones y turbulencias promovidas por el caballero Tomás Wyat y por los parientes de Juana Grey fueron sofocadas sin otro resultado que pagar los promovedores su atentado en un patíbulo, inclusa la misma Juana, a quien no libraron del suplicio sus diez y siete años; recluir en una torre y tener bajo estrecha custodia y vigilancia a Isabel, hermana de María y cómplice en aquellas turbulencias, afianzar la autoridad de la reina, y concluir por hacer al parlamento aprobar su matrimonio{7}. Con esto, y con saber que la reina de Inglaterra estaba cada vez más decidida y deseaba cada día más la realización de su casamiento, aprestó Felipe la armada y preparó su viaje con arreglo a las instrucciones del emperador, que le prevenía entre otras cosas, el puerto donde había de darse a la vela y donde debería desembarcar, la gente de servicio que había de llevar consigo, juntamente con otras advertencias sobre el modo como se había de presentar y manejar en el país{8}. Vino a Valladolid el conde de Egmont (mayo), con despachos de haberse celebrado por poderes el desposorio, y con noticia de la impaciencia con que la reina aguardaba al príncipe, de todo lo cual avisó Felipe por cartas a las ciudades y grandes del reino, así como de haber sido llamada de Portugal la serenísima princesa doña Juana su hermana, para que tuviese la gobernación de los reinos durante su ausencia y la del emperador su padre. Dio a su hermana una larga instrucción de cómo había de gobernar, puso casa al príncipe Carlos su hijo, y ordenó todo lo necesario para su partida.
Embarcose por último el príncipe don Felipe en la Coruña (13 de julio, 1554), con una flota de cerca de ochenta naves, sin contar otras treinta, que a cargo de don Luis de Carvajal quedaron para acabar de recoger los soldados que no habían llegado aún, que más parecía que iba a hacer una conquista que una boda, y llevando una magnífica y brillante comitiva y un séquito deslumbrador, que en verdad no era muy conforme a lo pactado en los capítulos matrimoniales{9}. A los cinco días se encontró la flota y se saludó con la de Inglaterra y de Flandes que había salido a protegerla contra cualquier tentativa de los franceses. Al séptimo día surgió en la isla de Wight, y al siguiente desembarcó el príncipe en Southampton, donde le salieron a recibir ocho principales caballeros ingleses enviados por la reina, que le llevaban una preciosa insignia de la orden de la Jarretiera. De allí partieron a Winchester, donde le esperaba la reina con toda la nobleza inglesa, y apeándose el príncipe a la puerta de la catedral entró a hacer oración. Seis obispos vestidos de pontifical entonaron en unión con el cabildo un solemne Te Deum, y todos juntos fueron después a besar las manos de la reina.
La primera entrevista de Felipe y María la refiere así un testigo de vista español que escribía desde allí: «El príncipe entró por una puerta falsa y subió por un caracol a una sala a donde estaba la reina… la cual le salió a recibir a la puerta con el regocijo que se puede pensar. Hiciéronse las cortesías de uso en esta tierra, que es besarse, y fuéronse de las manos a sus sillas a sentarse debajo de un dosel muy rico. Su Alteza estuvo muy cortesano con la reina más de una hora, hablando él en español y ella en francés: ansi se entendían, y amostróle la reina a decir buenas noches en inglés para que dispidiese a los grandes del reino, de que recibieron grandísimo contentamiento, &c.{10}.»
Antes del día de la boda, que se fijó para el 25 de julio, llegó el regente Figueroa con pliegos del emperador que contenían la cesión que Carlos había acordado hacer de todos los estados de Italia en su hijo Felipe, como dote de este casamiento, y como para contentar a los ingleses, cosa que el príncipe agradeció infinito, y de que la reina se alegró no poco. Celebráronse las bodas con suntuosa ceremonia y aparato en la iglesia de Winchester. Los dos novios vestían ricos trajes a la francesa guarnecidos de oro, perlas y piedras preciosas: la reina llevaba al pecho un diamante y un rubí de gran tamaño y valor, regalo de Felipe, «que todo lo había bien menester, dice un escritor español, para suplir la hermosura que le faltaba.» Dada la bendición nupcial por el obispo de Winchester, obsequiaron a los regios consortes con tazas de vino y rebanadas de pan{11}. El canciller del reino hizo saber al pueblo la merced que Felipe acababa de recibir de su padre, y proclamó a Felipe y María reyes de Inglaterra y de Francia, de Nápoles y Jerusalén, de Escocia, príncipes de las Españas, archiduques de Austria, duques de Milán, de Borgoña y de Brabante, condes de Flandes y del Tirol, &c. Repitiose esto tres veces, y concluida toda la ceremonia fuéronse los reyes a comer acompañados de todos los grandes, ingleses y españoles. Al día siguiente no se dejó ver de nadie la reina, según costumbre del país, y el postrero de julio pasaron al palacio de Windsor.
El efecto que produjo en los ingleses la presencia de Felipe fue menos desfavorable que lo que ellos mismos esperaban por los retratos que de él les habían hecho los franceses; así como la reina pareció a los españoles peor de lo que habían creído{12}. La reina se mostraba muy enamorada del rey, y el rey sumamente complaciente con la reina. En cuanto a los ingleses, no podían soportar que Felipe, contra lo pactado en los capítulos matrimoniales y contra sus propias promesas, hubiera llevado consigo tantos españoles para el servicio completo de su casa, y más cuando le tenían ya nombrados los oficiales de palacio, altos y bajos, todos ingleses. Esto dio ocasión al principio a serias rivalidades y choques entre los de una y otra nación. Para contentar a los ingleses apeló Felipe a las mercedes y regalos, que les distribuyó con una largueza que no era de su carácter. El expediente surtió el efecto que él se proponía, pero los españoles estaban temiendo siempre que faltando el dinero, volvieran las pendencias, y que hasta los echaran de allí de un modo algo violento{13}.
En poco estuvo que Felipe no fuera reconocido heredero presuntivo del trono de Inglaterra, no obstante la condición del pacto de matrimonio. La reina, o por amor a su marido o por sugestión de éste, lo proponía así ya; pero el parlamento, que había consentido en el enlace, cejó en este punto y se mantuvo negativo en cuanto a dar más autoridad al príncipe español. La crueldad con que la reina María trató y persiguió a los protestantes ingleses, los medios violentos de que se valió para abolir el culto reformista y restablecer la religión católica en Inglaterra, las terribles pesquisas que estableció para investigar los delitos de herejía, y la sangre de los adictos a la reforma con que enrojeció los patíbulos, inspiró a Felipe un sistema de política que halagara a los ingleses: mostrose tolerante, templó el rigor de la reina, obtuvo la libertad de algunos presos ilustres, intercedió por la princesa Isabel, cuya causa era popular en todo el reino, y hasta hizo predicar públicamente y en su presencia en favor de la tolerancia. Verdad es que generalmente se desconfiaba de la sinceridad de sus sentimientos, y que por temor a sus ulteriores miras y al engrandecimiento de su poder, negó el parlamento al emperador el auxilio que le pedía contra la Francia; pero es también cierto que con su política había ido logrando Felipe modificar la desfavorable prevención del pueblo inglés. Las guerras que con motivo de este matrimonio suscitaron los franceses a Carlos V las dejamos ya referidas en el capítulo XXVIII. Felipe permaneció en Inglaterra mientras tuvo esperanzas de sucesión, y hasta que el emperador le llamó para abdicar en él los estados de Flandes.
Ya dijimos las graves consideraciones que habían movido a Carlos V a concebir el pensamiento y formar la resolución de desprenderse de tantas coronas como llevaba sobre su cabeza, y de renunciar a su inmenso poder y a las agitadas glorias del mundo, para ir a buscar su descanso en la soledad de un retiro. Una de las causas que le habían impedido realizar antes su pensamiento era vivir todavía su madre doña Juana, reina propietaria de Castilla y Aragón, en cuyo nombre, antes y al lado del de su hijo, se expedían todos los despachos y ordenanzas, y ni de ella se podía obtener fácilmente por su enajenación mental, ni de los castellanos por el amor a su reina, el consentimiento de hacer a Felipe soberano de Castilla viviendo doña Juana. Pero esta señora, que hacía cincuenta años vivía retirada y como muerta para el mundo en Tordesillas, adoleció en enero de 1555 de una enfermedad terrible y penosa{14}, que la llevó en pocos meses y en medio de acerbos dolores y tormentos al sepulcro (11 de abril, 1555), viéndose con maravilla, que momentos antes de espirar recobró su razón tan largos años trastornada, y siendo las últimas palabras que pronunció: «Jesucristo crucificado sea conmigo.»
Desaparecido que hubo este obstáculo, y subsistentes los demás motivos que le impulsaban a su extraña determinación, llamó Carlos V a su hijo, que se hallaba en Inglaterra. Llegó éste acompañado de muchos caballeros españoles e ingleses. Despachó el emperador cartas convocatorias a todos los estados de los Países Bajos (25 de setiembre, 1555), mandándoles que se hallasen congregados por sí o por procuradores en Bruselas para el 14 de octubre, anunciándoles su resolución de ceder solemnemente a presencia suya el señorío de los estados de Flandes y Brabante en el príncipe don Felipe su hijo, rey de Nápoles y de Inglaterra, a cuyo fin deberían ir provistos de los correspondientes poderes para aceptarle y reconocerle por su soberano y señor natural. Reunidos en virtud de esta convocatoria los representantes de todos los estados, hechas las escrituras que sobre ellos había de otorgar, y preparado magníficamente un gran salón en su palacio, celebró primeramente capítulo del Toisón de Oro, para renunciar en su hijo el maestrazgo de la insigne orden de caballería de la casa de Borgoña, encargándole procurara mucho mantener la dignidad y grandeza de tan honrosa insignia militar.
Procedió después al acto solemne de la abdicación. Presentose el emperador en traje de luto por la muerte de su madre la reina doña Juana, acompañado del rey don Felipe su hijo, de la reina viuda de Hungría su hermana, de su sobrino Manuel Filiberto de Saboya, y de todos los caballeros y embajadores que se hallaban en la corte. Sentose Carlos V en un sillón un tanto elevado, y mandó sentar a su lado a las personas de su imperial familia; hiciéronlo los demás en los asientos que les estaban preparados. Fueron luego entrando y colocándose frente a SS. MM. los representantes de los estados, primeramente los de Brabante, los de Flandes después, y en seguida los demás por el orden que les correspondía. Los gentiles hombres y demás que constituían la servidumbre imperial y real, permanecieron en pie{15}. Eran las tres de la tarde del 25 de octubre (1555). Levantose entonces el príncipe Filiberto de Saboya, presidente del consejo de Flandes, y en medio de un imponente silencio, pronunció un largo y grave discurso que comenzaba así: «Si bien, grandes y clarísimos varones, de las cartas que por mandado del emperador habéis recibido, podréis en parte haber entendido la causa para que os habéis aquí ayuntado, con todo eso ha querido su Cesárea Majestad que agora y en este lugar más larga y claramente os sea por mí declarada.» Después de una breve reseña de la vida del emperador, y viniendo a las razones que a tomar aquella resolución le movían, contando como una de las primeras el cansancio y los padecimientos más que la edad, añadió: «Y no solo por esta causa levanta el César la mano y se descarga de esta monarquía, poniendo en su lugar otro que para el gobierno de sus estados sea su igual y tan idóneo, sino por otras muchas causas que le incitan, mueven y fuerzan a ello. Quéjanse los españoles que ha doce años que no vieron la cara de su rey, y cada hora y momento claman por él; lo mismo desean los de Italia; los de Alemania de día y de noche piden la presencia de su príncipe; a los cuales todos hubiera el César satisfecho y dádoles gusto, si la gran falta de salud no le impidiera, y le forzara a dar el remedio que agora se trata. Habéis visto y sabido a qué estado le ha traído su fuerte mal, y aquí presente lo veis, y no sin gran dolor. No está por cierto el César en edad que no fuera muy bastante para gobernar; mas la enfermedad cruel, a cuya fuerza no se ha podido resistir con todos los medicamentos y medios humanos, esta enemiga le ha tratado así, derribado, postrado su caudal y fuerzas. Es un mal terrible e inhumano el que se ha apoderado de S. M., tomándole todo el cuerpo, sin dejarle por dañar parte alguna desde la cabeza a la planta del pie. Encógensele los nervios con dolores intolerables, pasa los poros el mal humor, penetra los huesos hasta calar los tuétanos o meollos, convierte las coyunturas en piedra, y la carne vuelve en tierra; tiene el cuerpo de todas maneras debilitado sin fuerzas ni caudal, tiene los pies y manos como con fuertes prisiones ligadas, los dolores continuos le atraviesan el alma, y así su vida es un largo y crudo martirio. Quiso el Señor, justo, santo, sabio y bueno, dar al César en lo que resta de su vida tal guerra con un enemigo cruel, invencible y duro. Y porque las humedades, aires y frialdad de Flandes le son totalmente contrarias, y el temple de España es más apacible y saludable, S. M. ha determinado con el favor divino de pasar allá, y antes de partirse renunciar en su hijo el rey don Felipe y entregarle los estados de Flandes y Brabante. Sintiera mucho el César y le llegara al alma, si después de haber padecido tantos trabajos por mar y por tierra por vuestra defensa y tranquilidad, cayérades en algún trabajo, pérdida o daño por causa de su ausencia y falta de príncipe que os defenderá y amparará. Una sola cosa le consuela en esta determinación y mudanza que hace, movido y guiado por la mano de Dios, y no por codiciar la ociosidad, ni amar el descanso, ni tampoco forzado, ni por miedo de algún enemigo, sino por desear y querer lo que os está mejor, os pone y entrega debajo del gobierno del rey don Felipe que está presente, y su hijo único, natural y legítimo sucesor, a quien poco ha jurastes por vuestro príncipe, que está en edad propia, varonil y madura para os gobernar, y casado con la reina de Inglaterra, y para bien de estos estados juntado con ellos aquella isla… Por lo cual tiene por cosa muy conveniente a Flandes y a todos sus reinos traspasar en él, ceder y renunciar como poco ha comenzó, todos sus reinos y estados, porque yéndole entregando en esta manera los estados, se entenderá mejor con ellos y acertará a gobernarlos, que si de golpe o juntamente le echase la carga de todos sus reinos y señoríos, con tanto peso apremiado, para mal suyo, y de todos daría con la carga en el suelo…»
Absortos todos con la grandeza y novedad del acto y con la elocuencia del discurso que acababan de oír, quedáronlo más cuando vieron al emperador levantarse, y apoyando la mano derecha sobre un báculo, la izquierda sobre el hombro de Guillermo de Nassau, príncipe de Orange, comenzó a decir a la asamblea:
«Si bien Filiberto de Bruselas bastantemente ha dicho, amigos míos, las causas que me han movido para renunciar estos estados y darlos a mi hijo para que los tenga, posea y gobierne, con todo eso os quiero decir algunas cosas con mi propia boca. Acordárseos ha que a 5 de febrero de este año se cumplieron cuarenta en que mi abuelo el emperador Maximiliano, siendo yo de quince años de edad, en este mismo lugar y a esta misma hora me emancipó y sacó de la tutela en que estaba, y hizo señor de mí mismo…» Continuó refiriendo varios antecedentes de su vida y actos de su gobierno, y pronunció aquellas célebres palabras que con dificultad habrá podido proferir otro soberano en el mundo: «Nueve veces fui a Alemania la Alta, seis he pasado en España, siete en Italia, diez he venido aquí a Flandes, cuatro en tiempo de paz y de guerra he entrado en Francia, dos en Inglaterra, otras dos fui contra África, las cuales todas son cuarenta, sin otros caminos de menos cuenta que por visitar mis tierras tengo hechos. Y para esto he navegado ocho veces el mar Mediterráneo, y tres el Océano de España, y agora será la cuarta que volveré a pasarlo para sepultarme, por manera que doce veces he padecido las molestias y trabajos de la mar… La mitad del tiempo tuve grandes y peligrosas guerras, de las cuales puedo decir con verdad que las hice, más por fuerza y contra mi voluntad, que buscándolas ni dando ocasión para ellas. Y las que contra mí hicieron los enemigos resistí con el valor que todos saben…» Después de exponer las causas por que había diferido este acto que hacía tiempo tenía pensado, y de dar a los flamencos varios consejos saludables, concluyó con estas notables palabras, que le honran más que los hechos más brillantes de su vida como guerrero y como emperador: «En lo que toca al gobierno que he tenido, confieso haber errado muchas veces, engañado con el verdor y brío de mi juventud y poca experiencia, o por otro defecto de la flaqueza humana. Y os certifico que no hice jamás cosa en que quisiere agraviar a alguno de mis vasallos, queriéndolo o entendiéndolo, ni permití que se les hiciese agravios; y si alguno se puede de esto quejar con razón, confieso y protesto aquí delante de todos que sería agraviado sin saberlo yo, y muy contra mi voluntad, y pido y ruego a todos los que aquí estáis me perdonéis, y me hagáis gracia de este yerro o de otra queja que de mí se pueda tener{16}.»
Volviéndose luego a su hijo, le dijo derramando lágrimas, entre otras cosas, lo siguiente: «Tened inviolable respeto a la religión: mantened la fe católica en toda su pureza; sean sagradas para vos las leyes de vuestro país; no atentéis ni a los derechos ni a los privilegios de vuestros súbditos; y si algún día deseareis como yo gozar de la tranquilidad de una vida privada, ojalá tengáis un hijo que por sus virtudes merezca que le cedáis el cetro con tanta satisfacción como yo os le cedo agora.»
Y diciendo esto, cayó casi desfallecido en la silla. Habíanle oído todos con religiosa atención, y las lágrimas surcaban las mejillas de casi todos los miembros de aquella asamblea. El emperador lloró con ellos, y sollozando les dijo para despedirse: «Quedaos a Dios, hijos, quedaos a Dios, que en el alma os llevo atravesados.»
Respondió a nombre de los Estados el síndico de Amberes en una larga y bien razonada oración, manifestando lo sensible que les era su ausencia, asegurando que sería en todo cumplida su voluntad imperial, y pidiendo a Dios que diera próspero y feliz viaje al César y a su hermana la reina doña María. Levantose entonces Felipe, púsose luego de rodillas delante del emperador, diole sumisamente las gracias por la merced que recibía, manifestó que aceptaba la cesión y trasmisión de los estados de Flandes, y que procuraría gobernarlos en justicia con el favor de Dios. Dirigiéndose después a la asamblea: «Quisiera, dijo, haber deprendido también a hablar la lengua francesa, que en ella os pudiera decir larga y elegantemente el ánimo, voluntad y amor entrañable que a los estados de Flandes tengo: mas como no puedo hacer esto en la lengua francesa ni flamenca, suplirá mi falta el obispo de Arrás, a quien yo he comunicado mi pecho, y os pido que le oigáis en mi nombre todo lo que dijere, como si yo mismo lo dijera.»
Habló pues Granvela, obispo de Arrás, ponderando el celo de Felipe por el bien de sus nuevos súbditos. Levantose después de él la reina doña María, hermana del emperador y gobernadora de Flandes, y en otro discreto razonamiento hizo la reseña del gobierno que por espacio de veinte y cinco años tan acertadamente había ejercido. A todos contestó en nombre de los estados el abogado Màés, dando gracias muy cumplidas a los que hasta entonces los habían regido, y haciendo protestas de adhesión y fidelidad a su nuevo soberano. Con esto terminó aquel solemnísimo acto, y se disolvió la asamblea para volver a reunirse a los dos días siguientes (27 de octubre) bajo la presidencia de Felipe, que entró en ella acompañado de los caballeros del Toisón. Allí juró el nuevo rey solemnemente guardar las leyes, privilegios y libertades de las provincias, y ellas le juraron obediencia y fidelidad, haciéndolo sucesivamente los diputados de Brabante, Flandes, Limburgo, Luxemburgo y Güeldres; y lo mismo ejecutaron después particularmente algunas que no se hallaban allí representadas{17}.
Una vez resuelto el emperador Carlos V a pasar el resto de sus días en el sosiego y el reposo, era natural que siguiera descargándose del peso de los demás estados y coronas que aún conservaba, y así lo anunció al poco tiempo a los caballeros españoles de su servidumbre, manifestándoles el pensamiento que tenía de dejar también los reinos de España a su hijo, como había hecho con los de Flandes. En efecto, a las pocas semanas (16 de enero, 1556) en su misma ciudad de Bruselas entregó al secretario Francisco de Eraso la carta de renunciación, en que dejaba y traspasaba a su hijo el rey don Felipe los reinos de León, Castilla y Aragón{18}, y escribió a todos los prelados, grandes, caballeros y ciudades de España, dándoles conocimiento de su determinación, y pidiéndoles encarecidamente la llevasen a bien, y fuesen tan leales vasallos de su hijo como lo habían sido suyos. El rey don Felipe escribió también, confirmando los poderes de regente a la princesa doña Juana su hermana. En su virtud, a las tres de la tarde del 28 de marzo (1556) se levantaron pendones en la plaza mayor de Valladolid por el rey don Felipe a presencia de la grandeza y del pueblo. El príncipe don Carlos su hijo era el que llevaba el pendón, y el que proclamó en voz alta: «¡¡Castilla, Castilla por el rey don Felipe nuestro señor!!» y se paseó el estandarte por las calles de la ciudad, marchando delante los reyes de armas.
La crudeza de la estación y el rigor de sus padecimientos obligaron a Carlos V a diferir todavía por algún tiempo su viaje a España. Aprovechó pues su estancia en Flandes para ajustar con Enrique II de Francia, en las conferencias que al efecto se tuvieron en la abadía de Vancelles, cerca de Cambray, una tregua de cinco años. Deseábalo con ansia, no solo por interés de su hijo Felipe, sino también por la satisfacción de dejar, al tiempo de venir, la Europa tranquila. Así fue que accedió a condiciones ventajosas para el francés, como era la de dejarle en posesión de lo que había conquistado en Saboya y en las fronteras de Alemania (6 de febrero, 1556). Disgustó aquella tregua al pontífice Paulo IV, que, enemigo del emperador y más todavía de su hijo Felipe, a quien aborrecía mortalmente, tenía interés en avivar la enemiga de la Francia contra Carlos y Felipe. Disimuló, sin embargo, y con una doblez nada digna del pastor universal de los fieles, mientras de público enviaba embajadas a las cortes de Bruselas y París con el fin aparente de que los tres soberanos aceptaran su mediación para establecer una paz sólida y durable, de secreto encargaba a su sobrino el cardenal Caraffa que por todos los medios incitase al monarca francés a invadir los estados de Felipe II en Italia, pintándole la ocasión como la más oportuna para apoderarse de Nápoles, objeto hacía cincuenta años de la ambición de los monarcas franceses, añadiendo que el papa tenía ya alistado un ejército considerable para unirle a la división francesa y arrojar de Nápoles a todos los españoles.
Por más que no faltó quien trabajara e influyera en opuesto sentido con el rey Enrique II, el cardenal Caraffa con sus incesantes intrigas logró reducirle a que firmara una nueva liga con el papa contra Carlos y Felipe, que dando al traste con la tregua de Vancelles había de encender la guerra en Italia y en los Países Bajos. Entonces el papa arrojó la máscara con que hasta allí se había cubierto, perdió toda moderación, se dejó arrebatar de su odio contra Felipe, cometió todo género de violencias contra los españoles, encarceló y maltrató entre otros a Garcilaso de la Vega, al enviado mismo de España, excomulgó a los Colonas, ejecutó otras muchas venganzas y desmanes en todos los adictos a los españoles, y en su ciega indignación hizo entablar contra el mismo Felipe II, en pleno consistorio, una acusación jurídica para privarle del reino de Nápoles, so pretexto de que había faltado a la fidelidad que debía a la Santa Sede por la investidura de aquel reino, concediendo a los excomulgados Colonas un asilo en sus estados, y hasta proporcionándoles armas para atacar los estados de la Iglesia. Hizo más. A petición del abogado del consistorio, asintió el papa a citar al rey Felipe ante el tribunal, declarando que para las formas que se habrían de seguir en tan importante proceso se pondría de acuerdo con los cardenales{19}.
En honor de la verdad, mientras el papa Paulo IV procedía con un encono y una saña tan impropios de su sagrada dignidad, Felipe II se conducía con el pontífice con una moderación y una templanza que hubieran debido servir de ejemplo al jefe de la Iglesia. Sentía tener que tomar las armas contra una autoridad que siempre había reverenciado, y sin faltarle al respeto, y antes de romper con el padre común de los fieles, consultó con una junta de teólogos españoles, los cuales le respondieron, que puesto que había apurado infructuosamente las reflexiones y las súplicas para hacer entrar en razón al pontífice, y no había otro medio de poner coto a sus violencias e injusticias, las leyes divinas y humanas le autorizaban y daban derecho para defenderse con la guerra, y aún para atacar si era menester.
Menos escrupuloso o más franco que él, el duque de Alba, nombrado virrey de Nápoles y encargado de la defensa de aquel reino, no solo preparaba ejércitos para resistir al pontífice, sino que escribía a Su Santidad con la dureza y el rigor que expresa la notable carta siguiente (Nápoles 21 de agosto, 1556):
«Santísimo señor: He recibido el breve que me trajo Domínico del Nero, y entendido de él lo que Vuestra Santidad me ha dicho en otra ocasión a boca, que en efecto es y ha sido querer allanar y justificar los grandes y notorios agravios hechos a S. M. C. mi señor, los mismos que yo envié a representar a Vuestra Santidad, con el conde de San Valentín. Y porque las respuestas de V. S. no son tales que basten a justificar y excusar lo hecho, no me ha parecido necesario usar de otra réplica, mayormente habiendo V. S. después procedido a cosas muy perjudiciales y agravios muy pesados, que muestran abiertamente, no solo que no hay arrimo verdadero para fiar de las palabras de V. S., cosa que en el hombre más bajo se tiene por infamia, sino también que tal sea la voluntad e intención de V. S. Y porque Vuestra Santidad me quiere persuadir a que yo deponga las armas, sin ofrecer por su parte ninguna seguridad a las cosas, dominios y estados de Su Majestad Católica, mi señor, que es lo que solamente se pretende, me ha parecido, por mi postrera excusación y justificación de mi paciencia y razón, enviar con esta a Pirro de Lofredo, caballero napolitano, para hacer saber a V. S. lo que por otras mías algunas veces he hecho, y es, que siendo S. M. Cesárea y el rey Felipe, mis señores, obedientísimos y verdaderos defensores de la Santa Sede Apostólica, hasta ahora han disimulado todo lo posible y sufrido con inimitable tolerancia todas las gravísimas y continuas ofensas de V. S., cada una de las cuales ha dado ocasión de resentir de la manera que convenía, habiendo V. S. desde el principio de su pontificado comenzado a oprimir, perseguir, encarcelar y privar de sus bienes a los buenos servidores, criados y aficionados de SS. MM. mis señores, y habiendo después solicitado e importunado príncipes, potentados y señorías de cristianos, para hacerlos entrar en la liga consigo para daño de los estados, dominios y reinos de SS. MM., mandando tomar sus correos y de sus ministros, quitándoles sus despachos y abriendo los que llevaban, cosa por cierto que solo los enemigos la suelen hacer, pero nueva y que causa horror a todo el mundo, por no haberse jamás visto practicada por un pontífice con un rey tan justo y católico como es el mío, y cosa, en fin, que V. S. no podrá quitar de la historia el feo lunar que causará a su nombre, pues ni aun la pensaron aquellos antipapas cismáticos que les faltó poco o nada para llenar de herejías la cristiandad…
«Demás de esto, V. S. ha hecho venir gente extranjera en las tierras de la Iglesia, sin poderse conjeturar otro fin de esto que el de una dañada intención de querer ocupar este reino (Nápoles); lo cual se confirma con ver que V. S. secretamente ha levantado gente de a pié y de caballo, y enviado buena parte de ella a los confines; y no cesando de su propósito ha mandado tomar en prisión y atormentar cruelmente a Juan Antonio de Tarsis… inhumanidad sin duda más natural de un tirano que de un santo pastor. Y aun no contento ni satisfecho el cruel ánimo de V. S., ha carcerado y maltratado a un hombre como Garcilaso de la Vega, criado bueno de S. M., que había sido enviado a V. S. a los efectos que bien sabe… Todo lo cual, y otras muchas cosas, como está dicho, se han sufrido más por el respeto que se ha tenido a la Santa Sede Apostólica y al bien público que no por otras causas, esperando siempre que V. S. hubiere de reconocerse y tomar otro camino…
«Empero viendo que la cosa pasa tan adelante, y que ha permitido V. S. que en su presencia, el procurador, abogado y fiscal de esa Santa Sede, hayan hecho en consistorio tan injusta, inicua y temeraria instancia como la de que el rey mi señor fuese quitado del reino, aceptándolo y consintiendo V. S. con decir que lo proveería a su tiempo… habiendo Vuestra Santidad reducido últimamente a S. M. en tan estrecha necesidad, que si cualquiera muy obediente hijo fuese de esta manera de su padre oprimido y tratado, no podría dejar de se defender y le quitar las armas con que le ofender quisiese; y no pudiendo faltar a la obligación que tengo como ministro a cuyo cargo está la buena gobernación de los estados de S. M. en Italia, ni aguantar más que V. S. haga tan malas fechurías y cause tantos oprobios y deshonores a mi rey y señor; faltándome ya la paciencia para sufrir los dobles tratos de Vuestra Santidad, me será forzado, no solo no deponer las armas como V. S. me dice, sino proveerme de nuevos alistamientos que me den más fuerzas para la defensión de mi dicho rey y señor y de estos estados, y aun para poner a Roma en tal aprieto que conozca en su estrago se ha callado por respeto, y se sabe demoler sus muros cuando la razón hace que se acabe la paciencia…
«Por todo lo cual, lo justo y provechoso que es este medio propuesto{20}, pues V. S. ha sido creado pastor que guarda las ovejas, no lobo hambriento que las destroce, y aunque es tan altísima su dignidad es únicamente dirigida a mantener la Iglesia en paz, no a querer hacer papel en el teatro del mundo en cosas puramente suyas, ni V. S. tiene facultades para dar ni quitar coronas ni reinos; me protesto a Dios, a V. S. y a todo el mundo, que si V. S. sin dilación de tiempo no quiere quedar servido de hacer y ejecutar cada parte y todo lo sobredicho, que se reduce únicamente a que no sea ni quiera ser padrastro de quien solo debe ser padre, yo pensaré con toda ligereza, y sin que después sirvan respetos humanos, el modo de defender el reino a la majestad del rey mi señor en aquellas mejores maneras que pudiere; que siendo así, creo y espero en el favor divino no ha de ser nada próspero a V. S., pues verá, como lo prometo en nombre de mi rey y señor y por la sangre que hay en mis venas, titubear a Roma a manos del rigor; y V. S.; aunque entonces será también respetado como ahora, no podrá librarse de las furias y horrores de la guerra, o tal vez de las iras de algún soldado notablemente ofendido de las acciones fieras que con bastantes ha hecho V. S.; y cuando mejor libre, no perderá la fama eterna en el mundo de que abandonó su iglesia por adquirir dominios para sus deudos, olvidándose de que nació pastor y se convirtió en lobo.
De todo lo cual doy a V. S. aviso para que resuelva y se determine a abrazar el santo nombre de padre de la cristiandad y no de padrastro, advirtiendo de camino a V. S. no dilate de me decir su determinación, pues en no dármela a los ocho días, será para mí aviso de que quiere ser padrastro y no padre, y pasaré a tratarlo, no como a esto sino como aquello. Para lo cual, al mismo tiempo que esta escribo, dispongo los asuntos para la guerra, o por mejor decir, doy las órdenes rigorosas para ella, pues todo está en términos de poder enderezar a donde convenga; y los males que de ello resultasen, vayan sobre el ánimo y conciencia de V. S., pues en su mano está elegir el bien o el mal, y si este abraza será señal de su pertinacia, y Dios dispondrá su castigo… De Nápoles a 21 de agosto de 1556.– Santísimo Señor.– Puesto está a los santísimos pies de V. S. su más obediente hijo. El duque de Alba{21}.»
Esta durísima carta, escrita por el hombre de la confianza íntima de Felipe II, en su nombre, y sin duda con su consentimiento y aprobación{22}, no bastó para hacer al papa desistir de sus proyectos contra Felipe, puesto que el duque de Alba se vio obligado a realizar sus amenazas penetrando en el territorio de la Iglesia con un ejército de doce mil hombres veteranos y aguerridos, los cuales se fueron apoderando de las plazas, de las unas por fuerza, de las otras por cobardía o traición de los habitantes o de las tropas del pontífice. Para no ser acusado de irreligioso usurpador del patrimonio de la Iglesia, tuvo el de Alba la política de declarar que tomaba posesión de las plazas a nombre del sacro colegio y solo hasta la elección de otro pontífice. Los españoles extendían sus correrías hasta las puertas mismas de Roma, con lo cual, consternada la ciudad e intimidados los cardenales, intercedieron con S. S. y le instaron a que propusiera al general español un armisticio. Hízolo así Paulo IV, ya por calmar la agitación de Roma, ya por ganar tiempo para ver si le llegaban los socorros que esperaba de Francia: y el virrey de Nápoles aceptó la proposición del pontífice, porque sabía que su soberano deseaba la terminación de una guerra que había emprendido con disgusto. Firmose pues una tregua de cuarenta días (setiembre); mas en tanto que se negociaba la paz, la llegada a Roma de una remesa de dinero de Francia, y la de una hueste francesa, precursora de otras que seguían el mismo camino, volvieron a dar ánimos al pontífice, que se empeñó nuevamente en llevar adelante la guerra.
Mientras esto pasaba, Carlos, después de hacer la última tentativa y el último esfuerzo para ver de lograr de su hermano Fernando que cediese en favor de Felipe sus derechos a la sucesión del imperio recibiendo en equivalencia otras provincias, como le hallase inflexible en este punto, resolvió al fin descargarse también del peso de la única corona que ya llevaba: y llamando a sí a Guillermo, príncipe de Orange, le entregó el acta de renuncia de la administración y gobernación del imperio en favor de su hermano Fernando, rey de romanos, para que la llevase a él y la presentara y recomendara en la dieta germánica; bien que Fernando deseaba y proponía que lo hiciese enviándole a él plenos poderes{23}. Esta renuncia solo halló contradicción en el pontífice Paulo IV, que en su ojeriza contra la casa de Austria pretendía que Carlos no podía sin su expresa licencia resignar la corona imperial, aun cuando consintieran en ello los mismos electores, y sembraba cuanta cizaña podía para que no se le admitiese, y vengose en no dar su confirmación hasta pasados dos años que se vio obligado a ello.
Renunciadas así una tras otra las coronas, determinó ya Carlos su viaje a España. El punto que había escogido aquí para su residencia era el monasterio de padres jerónimos de Yuste en Extremadura, sito en un fresco y ameno despoblado, regado de muchas aguas, a un cuarto de legua del lugar de Cuacos en la Vera de Plasencia. Tiempo hacía ya que con este pensamiento había mandado se le preparase en dicho monasterio una habitación cómoda, aunque modesta, juntamente con un aposento para sus criados, todo lo cual estaba ya aparejado y dispuesto en los primeros meses de este año{24}. La flota en que había de venir, que se componía de sesenta naves guipuzcoanas, vizcaínas, asturianas y flamencas, se reunió en Zuitburgo en Zelanda, donde se dirigió Carlos (28 de agosto) acompañado del rey don Felipe su hijo, de sus hermanas las reinas viudas de Francia y de Hungría, de su hija María y su yerno Maximiliano, rey de Bohemia, que habían ido a despedirle, y de una brillante comitiva de flamencos y españoles. Al pasar por Gante no pudo menos de enternecerse, contemplando la casa en que nació, los lugares y objetos que le recordaban los bellos días de la infancia, y que visitaba por última vez para no volver a verlos jamás.
Despidiose tiernamente de sus hijos, abrazó a Felipe, le dio algunos consejos para su gobierno y conducta, y se hizo a la vela (17 de setiembre) trayendo consigo a sus dos hermanas doña Leonor y doña María, reinas viudas ambas, que después de tantos años volvían a su patria y suelo natal. El 28 de setiembre arribó la flota al puerto de Laredo. «Yo te saludo, madre común de los hombres, exclamó Carlos al tomar tierra, desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo volveré a entrar en tu seno{25}.» A pesar de esta abnegación, todavía se incomodó mucho por no haber hallado allí el recibimiento que esperaba, y no haber llegado aún la remesa de cuatro mil ducados que preventivamente había pedido a la gobernadora de Castilla su hija la princesa doña Juana, ni el condestable ni los capellanes y médicos que necesitaba, pues los más de sus capellanes y criados venían enfermos, y algunos habían muerto en la navegación. El mismo Luis Quijada, mayordomo de la princesa regente, no pudo llegar hasta unos días después por el fatal estado de los caminos: todo lo cual puso al emperador de malísimo humor y le hacía prorrumpir en desabridas quejas, no pudiendo sufrir verse en tal especie de desamparo el que tan acostumbrado estaba a mandar y ser servido{26}.
Partió el 6 de octubre de Laredo para Medina de Pomar, acompañado del alcalde Durango de la chancillería de Valladolid con cinco alguaciles, disgustado y como avergonzado de verse entre tantas varas de justicia, que parecía le llevaban preso{27}. No quería que le hablaran de negocios, huía de que le tocaran asuntos políticos, y mostraba no tener otro anhelo que sepultarse cuanto antes en Yuste{28}. Al fin le llegaron los cuatro mil ducados, con lo cual prosiguió ya más contento a Burgos, donde llegó el 13 y permaneció hasta el 16, no queriendo que el condestable de Navarra le hiciese ningún recibimiento. Las dos reinas hermanas marchaban una jornada detrás por falta de medios de trasporte; que esto le sucedía en su antiguo reino de Castilla al mismo que tantas veces y con tanta rapidez y tanto aparato había cruzado y atravesado la Europa. Marchaba tan lentamente que empleó cerca de seis días desde Burgos a Valladolid. Alojose en la casa de Ruy Gómez de Silva, dejando el palacio para las reinas sus hermanas que entraron después. Ocupose el emperador en Valladolid en el arreglo de ayudas de costa y mercedes que había de dejar a los que hasta entonces le habían servido, en lo de la paga que se había de dar a los que con él habían venido de Flandes, y en lo que había de quedar para el gasto de su casa. Con esto partió de Valladolid (4 de noviembre) con tiempo lluvioso y frío, caminando en litera.
Siguió su marcha por Valdestillas, Medina del Campo, Horcajo de las Torres, Alaraz y Tornavacas, y para franquear el áspero y fragoso puerto que separa este pueblo del de Jarandilla, fue conducido en hombros de labradores, porque a caballo no le permitían sus achaques caminar sin gran molestia, y en la litera no podía ir sin grave riesgo de que las acémilas se despeñasen; el mismo Luis Quijada anduvo a pie al lado del emperador las tres leguas que dura el mal camino. Por fortuna encontraron en Jarandilla (14 de noviembre) magnífico alojamiento en casa del conde de Oropesa, bien provisto de todo, y con bellos jardines poblados de naranjos, cidras y limoneros. Detuviéronse allí todos bastante tiempo por las malas noticias que comenzaron a correr acerca de la temperatura de Yuste. En el invierno era castigado de frecuentes lluvias y de frías y densísimas nieblas, y en el verano le bañaba un sol abrasador. Proclamaban a una voz sus criados que los monjes habían cuidado bien de hacer sus viviendas al Norte defendidas del calor por la iglesia, mientras la morada del emperador y de sus sirvientes se habían hecho al Mediodía, y tenía que ser insufrible en la estación del estío. Con esto todos estaban disgustados, y todos aconsejaban al emperador, inclusa su hermana la reina de Hungría, que desistiera de su empeño de ir a Yuste, y buscara otro lugar más favorable para su salud.
Obligó esto al emperador a ir un día (23 de noviembre) a visitar personalmente su futura morada, y cuando todos esperaban que regresaría disgustado, volvió diciendo que le había parecido todo bien, y aun mucho mejor que se lo pintaban; que en todos los puntos de España hacía calor en el verano y frío en el invierno, y que no desistiría de su propósito de vivir en Yuste aunque se juntase el cielo con la tierra{29}.
Seguía reteniendo al emperador en Jarandilla la falta de dinero para pagar y despedir la gente que había traído consigo, y aun para los precisos gastos de manutención{30}, hasta que, habiendo llegado el dinero que tenía pedido a Sevilla (16 de enero, 1557), fue dando orden en la paga de los criados que más impacientes se mostraban por marchar{31}. Con esto apresuró ya los preparativos para su entrada en Yuste, cosa que apetecían vivamente los monjes, tanto como la repugnaban y sentían cada vez más cuantos componían su casa y servicio.
Entró pues el emperador Carlos V en el monasterio de Yuste el 3 de febrero de 1557. Su primera visita fue a la iglesia, donde le recibió la comunidad con cruz, cantando el Te Deum laudamus, y colocado después S. M. en una silla, fueron todos los monjes por su orden besándole la mano, y el prior le dirigió una breve arenga felicitando a la comunidad por haberse ido a vivir entre ellos{32}.
{1} Colección de Cortes, Biblioteca de la Real Academia de la Historia.– Panzano, Anales de Aragón, lib. III, cap. 6.
{2} Dícese que era tanto el interés de Carlos V en no perder aquella buena ocasión de acrecentar su poder, que si el hijo no hubiera condescendido en aquel enlace, estaba resuelto él mismo, a pesar de sus años y sus achaques, a ofrecer su propia mano a la reina de Inglaterra.– Robertson, Hist. de Carlos V, lib. XI.– Watson, Hist. de Felipe II, lib. I.
{3} Carta del conde de Egmont al príncipe Felipe, de Londres, 7 de enero de 1554.– Carta del mismo al príncipe avisándole estar concluido el tratado e insistiendo en que apresure su ida. Londres 21 de enero.– Cartas del emperador a su hijo, informándole del recibimiento que habían tenido en Inglaterra sus embajadores, y encargándole que aprestase la armada y partiese cuanto antes. De Bruselas, a 21 de enero de 1554.– Archivo de Simancas, Estado, Correspondencia de Inglaterra, leg. núm. 808.
{4} Rymer, Fœdera, t. XV.– Ribier, Memoir. t. II.
{5} Carta del embajador Simon Renard a Carlos V, a 1.° de febrero de 1554.– Id. del secretario Eraso al príncipe Felipe, de Bruselas, a 3 de febrero de id.– Archivo de Simancas, Estado, Correspondencia de Inglaterra, legajo 808.
{6} Carta de Felipe al embajador Renard.– Papel escrito de su mano sobre lo que debía escribirse a Inglaterra.– Archivo de Simancas, ubi sup.– Colección de documentos inéditos, tom. III.
{7} Carta del embajador de Inglaterra a Carlos V dándole cuenta de todo, y manifestándole la parte que había tenido en que se hiciese justicia severa en los culpables. Del mismo a Felipe, comunicándole los castigos de los conjurados, y exhortándole a que aprestara una armada a causa de los designios de los franceses. De Londres, a 19 de febrero.– Archivo de Simancas, Estado, legajo 808.
{8} Papeles de Estado del cardenal Granvela, tom. IV. Instructions données à Philippe sur la conduite qu'il devrá tenir en Angleterre.– El emperador a Su Alteza en 27 de marzo: Original. Archivo de Simancas, Estado, legajo 808.
Son sumamente curiosas algunas de las advertencias de esta instrucción. «Ítem, conviene que al entrar S. A. en este reino acaricie a toda la nobleza…. que se deje ver con frecuencia del pueblo; que demuestre no querer apoderarse de la administración…
»Ítem, convendrá hacer alguna demostración con el pueblo, haciéndole esperar benignidad, justicia y libertad.
»Ítem, mediante que S. A. no sabe el idioma inglés, convendrá que escoja un truchimán, que podrá ser alguno de los ayudas de cámara, para hablar con él, y por fuerza aprenderá algunas palabras inglesas para saludar….
»Ítem, no conviene en manera alguna que S. A. permita que vayan damas de España por ahora, hasta que se tome determinación en vista de cómo pasan las cosas.
»Ítem, no conviene que desembarquen soldados de los navíos, para evitar las sospechas que promueven los franceses de que S. A. quiere conquistar por la fuerza el reino.
»Ítem, que los nobles lleven sus armas so color de la guerra que hay entre el emperador y el rey de Francia.
»Ítem, que S. A. al desembarcar esté armado ocultamente.
»Ítem, que los navíos estén a la inmediación de los puertos.»
{9} Iban con él, el duque de Alba, mayordomo mayor, el conde de Feria, capitán de la guardia, Ruy Gómez de Silva, sumiller de corps, el conde de Olivares, el marqués de las Navas, el duque de Medinaceli, el marqués de Pescara, el conde de Chinchón, el de Módica, el de Saldaña, el de Rivadavia, el de Fuentes, don Juan de Benavides, don Fadrique y don Fernando de Toledo, y muchos otros caballeros y señores principales de Castilla.
{10} Relación de Juan de Varaona. MS. de la Biblioteca del Escorial, estante ii-núm. 4.
{11} Acabada la misa, dice el mismo Juan de Figueroa que llevó a Felipe el título de rey de Nápoles, «anduvieron algunas tazas a dar de beber con el pan bendito.»– Carta de Figueroa a Carlos V de 26 de julio. Archivo de Simancas, Estado, leg. 808.– «Acabada la misa, dice Varaona, dieron a sus Majestades sendas rebanadas de pan y sendas veces de vino, y ansi lo hicieron con los embajadores y grandes que allí estaban.»–Manuscritos de la Biblioteca del Escorial.
{12} «La reina, decía Ruy Gómez de Silva al secretario Eraso, es muy buena cosa, aunque más vieja de lo que nos decían.»– Colección de documentos inéditos, tom. III, pág. 527.
{13} «Y mía fe, decía Ruy Gómez de Silva en otra carta al secretario Francisco Eraso, aunque en todas partes sirve mucho el interés, en esta más que en todas las del mundo, porque no se hace nada bien si no es con dinero en mano, y deste traemos todos tan poco, que no sé, si nos vienen a caer en ello, si escaparemos con vida; al menos sin honra podrá ser, porque nos darán mil palos.»– «Hay, decía también, grandes ladrones entre ellos, y roban a ojos vistas. Esta ventaja hacen a los españoles, que nosotros lo hacemos con maña y ellos por fuerza.»
{14} De la terrible enfermedad de la desgraciada reina Doña Juana (la Loca) da harto triste idea la siguiente carta del marqués de Denia, a cuyo cuidado estaba, al rey D. Felipe, que hemos copiado del Archivo de Simancas.
«S. C. M.– Los días passados screví a V. M. dando noticia del mal de la Reyna Nuestra Señora, que parece que va mas adelante; ya se ha recibido lo que es, que es tener muchas llagas en las caderas y mas abaxo, y por no cansar a V. M. dexo de decir lo que se ha passado para hacerle tomar dos colchones, y en este medio con suplicarle mostrase a la marquesa lo que tenía, y que de otra manera sería forzado que las dueñas lo viesen; respondió como suele con no querer hacerlo; no sé si con temor que las dueñas no hiciesen alguna cosa, o que Nuestro Señor la alumbró, pidió un poco de agua caliente para lavarse aquellas partes donde estaban aquellas llagas, y púsose de manera y en parte que la marquesa y el dotor la pudiesen ver, y así ordenó el dotor una agua para en lugar de la con que se lavaba S. A. se lavase con ella, y así se hizo; pareció algunos días que avía alguna mejoría, cada día he avisado a la Serenísima princesa, &c. De Valladolid, 2 de marzo de 1555.» Archivo de Simancas, Estado, leg. 113.
En el propio sentido hay cartas de la princesa, del médico y de San Francisco de Borja, que se halló a su muerte.
{15} Documento titulado: «La forma que usó el Emperador cuando hizo la cesión y renunciación de los Países Bajos en la persona del Rey nuestro Señor.» Copiado del Archivo de Simancas, papeles de Estado, núm. 615.
{16} El obispo Sandoval insertó íntegros estos discursos en su historia. Es muy extraño que Robertson se contentara con hacer un ligerísimo resumen de ellos, siendo tan interesantes.
{17} La carta oficial de la abdicación de Carlos V es de fecha 26 de octubre en Bruselas.
Adviértese gran divergencia en los historiadores en cuanto al día preciso de la ceremonia solemne de la cesión; pero los documentos del Archivo de Simancas no dejan duda de que fue el 25. El mismo Sandoval se equivocó al señalar el 28, y bien se nota la contradicción en que incurre, cuando más adelante pone él mismo el acto de la jura en el 27, que fue dos días después.
{18} «Conoscida cosa sea, empieza la carta de renuncia, a todos los que la presente carta de cesión, renunciación y refutación vieren, como Nos don Carlos por la divina clemencia Emperador siempre augusto, &c.» La cesión está hecha en términos amplísimos y explícitos, y la presenciaron como testigos sus dos hermanas las reinas de Francia y de Hungría, el príncipe Filiberto de Saboya, el duque de Medinaceli, el conde de Feria, el marqués de Aguilar, el de las Navas y otros muchos personajes.
{19} Pallavic. Hist. del Concil. lib. XIII.– Herrera, Hist. de Felipe II, lib. I.– Correspondencia de Felipe II con su tío don Fernando: Colección de documentos inéditos, tom. II.
Las causas, todas injustas, interesadas y de mala especie, del odio rencoroso e injustificable del papa Paulo IV, aun desde antes de ser cardenal, a Carlos V y Felipe II, y los motivos que le impulsaron a desplegar contra ellos tanta saña, se hallan explicadas en Salazar, Glorias de la casa Farnese (desde la pág. 246).– Lo mismo se halla confirmado en la correspondencia de Bernardo Navagiero, embajador de Roma, que existe en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, A 58 y A 59. Por ella se ve las vehementísimas palabras que muchas veces profería aquel arrebatado pontífice contra Carlos y contra Felipe.– También puede verse el Códice A 52, en que hay cartas de Felipe II manifestando la manera como Paulo había comenzado a desfogar su rabia contra él en cuanto subió al pontificado.
{20} El medio que le proponía era, que mandara asegurar a S. M. y le asegurara en efecto no ofenderle ni en aquel reino ni en otros estados y dominios, ofreciéndose el duque a hacer lo mismo con S. S. en nombre del emperador y rey sus señores.
{21} MS. de la Biblioteca del duque de Osuna.– Esta carta, aunque no íntegra, la publicó en 1589 en Madrid Alejandro Andrea, napolitano, y después se ha insertado entera en la Colección de documentos inéditos, tomo II.
{22} Así se deduce claramente de cartas posteriores del mismo Felipe II, que continuó valiéndose de el de Alba para todo y dispensándole cada día más confianza.– Biblioteca del duque de Osuna; Correspondencia entre Fernando I emperador de Alemania, y Felipe II rey de España desde marzo de 1556 hasta enero de 1563.
{23} Carta de Fernando a Felipe II, de Viena, a 24 de mayo de 1556.
{24} Cartas de 1.°, 19, 22, 30 y 31 de enero de los encargados de las obras Fr. Melchor de Pie de Concha y Fr. Juan Ortega y Juan Vázquez, dándole cuenta de las que se iban haciendo y de estar ya concluidas.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 117.
La habitación del emperador consistía en seis piezas bajas y seis altas contiguas a la iglesia, y desde las cuales podía ver los divinos oficios. Desde ellas salía también a la hermosa huerta y jardines del monasterio, que se reservaron exclusivamente para el emperador, habiendo tenido que hacer los monjes otra huerta para sí a la parte del Norte: entre las dos se atravesaba una tapia. Al extremo de la huerta destinada a S. M. y como a dos tiros de ballesta había una linda ermita, a la cual se iba sin tomar sol por una calle de robustos y frondosos castaños. Aunque el aposento del rey y las oficinas de los criados se comunicaban con el monasterio, no se abría nunca la comunicación, de manera que se puede decir que estaban separadas del monasterio, aunque unidas a él. Se llevaron aguas y se hicieron buenas fuentes dentro de la vivienda imperial.– Sandoval, Historia de la vida del emperador en Yuste, párr. 2.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 117.
{25} Robertson, Hist. de Carlos V, lib. XII.– Leti, Vida de Felipe II, part. I, lib. X.
{26} El emperador tuvo por cierto (decía su secretario Martín de Gaztelu al de la princesa regente Juan Vázquez de Molina) que llegado aquí hallaría los cuatro mil ducados que el rey le dijo había mandado proveer, y visto que no se ha hecho me ha mandado lo escribiese luego a vuestra merced para que se haga, porque son mucho menester.» Dice que por esto y por el descuido que ha habido en proveer muchas cosas está muy mohíno y prorrumpe en quejas y palabras muy sangrientas.– Archivo de Simancas, Estado, legajo 117.
{27} Carta de Luis Quijada a Juan Vázquez de Molina.
{28} «Viene, escribía Luis Quijada, tan recatado de tratar ni que le hablen de negocios, que ni lo quiere oír ni entender, que es bien lejos de lo que allá se decía.– De los que allá vienen, escribía el secretario Gaztelu, he entendido que se persuaden que S. M. entenderá en negocios, y aunque debe de convenir por muchos respetos, va tan hostigado de ellos que ninguna cosa más aborrece que oír solo nombrallos.»
Veremos cuanto le duró este propósito.
{29} Lo que más desagradó a su servidumbre fue que en el estrecho recinto a ella destinado había dejado orden de poner 40 camas, 20 para amos y 20 para criados, con lo cual, y con la desagradable temperatura que se sentía en Jarandilla, y con las privaciones y escasez de mantenimientos, y con la repugnancia que todos sentían a encerrarse en un monasterio, faltó poco para que casi todos le abandonaran, y los más buscaban pretextos para apartarse de su servicio. Desazonábanles también las discordias que sabían andaban entre los monjes, y los partidos que había entre ellos, sobre lo cual escribía el secretario Gaztelu al de la princesa regente. «Vea vuestra merced a lo que le ha traído el haber querido venir a meterse entre frailes, porque será menester que él haya de poner la mano y remediallo, o dejallos y irse, y andando el tiempo verá vuestra merced que se ofrecerán cosas que la menor sea bastante para hacello, y por esto fuera bien que se hubieran pesado todas estas cosas muy bien por hombres de más prendas y entendimiento que no quien aconsejó a S. M. que viniese aquí.»
Cartas del secretario Martín Gaztelu de 23 y 29 de noviembre desde Jarandilla. «Nunca creyera, decía en carta de 7 de diciembre, que frailes eran tan ambiciosos ni envidiosos como lo he reconocido después que S. M. vino aquí.»– Archivo de Simancas, Estado, legajo 117.
{30} Había pedido a Sevilla veinte y seis mil ducados de la pensión anual que se había reservado para el mantenimiento de su casa y para actos de beneficencia y caridad; pero este dinero tardó en llegar largos dos meses. Entretanto las escasas remesas que la princesa gobernadora su hija le enviaba se consumían pronto: llegó el caso de tener que buscar prestados, y costó no poco trabajo reunirlos en todo el pueblo, dos mil reales para comer. Aparte del emperador y las reinas, a quienes no faltaba un trato decoroso en el palacio de Oropesa, los demás pasaban todo género de escaseces, carecían hasta de lo más necesario, no tenían para costear un correo, y el secretario pedía a Valladolid una resma de papel de escribir, porque no lo había en el pueblo. Solo el emperador, no obstante las alternativas que sufría en su salud, y con daño de esta, se regalaba con los manjares más exquisitos que de todas partes o espontáneamente o por su mandado le enviaban, como luego habremos de demostrar.– Correspondencia de Gaztelu, Quijada y Vázquez de Molina desde Jarandilla, passim.– Archivo de Simancas, leg. cit.
{31} Se despidieron para Flandes 99 alabarderos, y otras 98 personas, entre amos y criados.
{32} El prior, dice Gaztelu, llamó al emperador Vuestra Paternidad, «de lo cual luego fue advertido por otro fraile que estaba a su lado, y le acudió con Majestad.»