Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo I
San Quintín
Paz de Cateau-Cambrésis
De 1556 a 1559

Extensión de los dominios de España al advenimiento de Felipe II al trono de Castilla.– Rompe de nuevo el papa Paulo IV la guerra contra Felipe II.– Ejército francés en auxilio del pontífice.– El duque de Guisa en Italia.– Sitia a Civitella.– Recházale el duque de Alba.– Determina Felipe II hacer la guerra al francés por la parte de Flandes.– Ejército español, alemán, inglés y flamenco.– El duque Filiberto de Saboya, general en jefe.– Sitio de San Quintín.– Memorable batalla y derrota de franceses en San Quintín.– Ataque y conquista de la plaza por los españoles y aliados: excesos de los vencedores.– Medidas vigorosas de Enrique II para la defensa de su reino.– Regresa Felipe II a Bruselas.– Paz entre el pontífice y el rey de España.– Vuelve el de Guisa a Francia con el ejército de Italia: entusiasmo del pueblo francés.– Toma el de Guisa la plaza y puerto de Calais a los ingleses.– Apodéranse los franceses de Thionville.– Completa derrota del ejército francés en Gravelines.– Preliminares de paz.– Plenipotenciarios franceses, ingleses y españoles.– Conferencias de Cercamp.– Muerte de la reina María de Inglaterra, mujer de Felipe II.– Sucédele en el trono su hermana Isabel.– Ofrécele su mano Felipe: contestación de la reina.– Pláticas de paz en Cateau-Cambrésis.– Dificultades.– Paz entre Francia e Inglaterra.– Célebre tratado de paz entre Francia y España.– Capítulos.– El matrimonio de Felipe II con Isabel de Valois.– Disgusto del pueblo francés.– Muerte de Enrique II de Francia.– Muerte del papa Paulo IV.– Vuelve Felipe II a España.
 

Llegamos a uno de los períodos de nuestra historia que han alcanzado más celebridad entre nacionales y extranjeros, y de los que excitan más la curiosidad pública. Y siendo para nosotros evidente que este reinado estuvo lejos de llevar ventaja ni en interés ni en grandeza a los de los Reyes Católicos y Carlos V que le precedieron, en cuyo tiempo se realizaron los descubrimientos más portentosos, las más ricas y vastas conquistas, los más heroicos y gloriosos hechos de armas, las reformas y mudanzas políticas de más trascendencia e influjo en la condición social y en el porvenir de la nación española, creemos poder atribuir aquella singularidad al carácter especial, no bien definido ni fácilmente definible, del monarca. De aquí los encontrados y opuestos juicios que desde su época hasta la nuestra han seguido haciéndose del hijo y heredero de Carlos de Austria. Todos aquellos que, o por cálculo o por genio, han acertado a envolver su conducta en cierta sombra de misterio, así como gozan del privilegio de mantener viva una curiosidad no impertinente, sino muy natural al hombre, de suyo dado a querer penetrar arcanos, quedan también sujetos a sufrir esta vaguedad y contrariedad de juicios, hasta que el tiempo, las investigaciones, el espíritu de examen, y a veces la casualidad, descubriendo la relación y las combinaciones de unos y otros hechos, suelen revelar hasta las intenciones más íntimas y los más ocultos propósitos y designios. No nos aventuraremos a afirmar que los de Felipe II sean ya tan conocidos como fuera de apetecer, pero podemos asegurar que muchos de sus misterios han dejado ya de serlo.

En los últimos capítulos del precedente libro hemos dado ya cuenta, guiados por los más irrecusables comprobantes, los documentos auténticos, de la educación física, literaria y política del príncipe don Felipe en su infancia y en su juventud; le hemos considerado como regente de España a nombre y durante las ausencias de su padre; le hemos visto enlazarse sucesivamente en matrimonio con dos princesas extranjeras; le hemos seguido en sus viajes a Inglaterra y a Flandes, y observado su conducta política en aquellos estados; hemos informado a nuestros lectores de cómo, por sucesivas abdicaciones del emperador su padre, le fue sucediendo en vida en todos sus reinos, estados y señoríos, a excepción del imperio.

Aun desmembrado el imperio de Alemania de la herencia de Carlos V, quedaba todavía su hijo Felipe el soberano más poderoso del mundo. Porque él poseía en Europa los reinos de Castilla, Aragón y Navarra, los de Nápoles y Sicilia, Milán, Cerdeña, el Rosellón, las Baleares, los Países Bajos y el Franco-Condado: tenía en las costas occidentales de África las Islas Canarias, y se reconocía su autoridad en Cabo Verde, Orán, Bugía y Túnez: en Asia las Filipinas y una parte de las Molucas, y en el Nuevo Mundo los inmensos reinos de Méjico, Perú, Chile, y las vastas provincias conquistadas en los últimos años de Carlos V, además de Cuba, la Española y otras islas y posesiones, de aquel grande hemisferio. Y su matrimonio con la reina de Inglaterra ponía en su mano la fuerza y los recursos de aquel reino. De modo que no es extraño se dijese que jamás se ponía el sol en los dominios del rey de España, y que al menor movimiento de esta nación temblaba toda la tierra.

¿Correspondía el bienestar y la prosperidad interior al poder de fuera y a la extensión de los dominios? ¿Estuvo en armonía el acierto en la gobernación con la magnitud de los Estados? Esto es lo que nos irá enseñando la historia, y lo que vamos a comenzar a ver desde los primeros capítulos.

Dejamos a Felipe II en Flandes{1} en el primer año de su reinado (1556), y al tiempo que su padre partía para el retiro de Yuste, sufriendo los efectos del odio enconado e injustificable del papa Paulo IV y de su sobrino, el intrigante cardenal Caraffa, a Carlos de Austria y a su hijo, empeñados aquellos en arrancar al rey de España el dominio y posesión del reino de Nápoles. La tregua de Vaucelles, que el pontífice se había visto forzado a pedir al ver al enérgico y severo duque de Alba con el ejército español a las puertas de Roma, solo duró hasta que, envalentonado otra vez con los socorros de Francia, dio de nuevo suelta a su mal comprimido rencor contra Felipe, y creyó podía renovar con ventaja la guerra. Las sugestiones de los Caraffas al monarca francés no habían sido infructuosas, y movido aquel soberano de su antigua rivalidad a la casa de Austria y del aliciente de la partición concertada de su codiciado reino de Nápoles, envió a Italia en auxilio del pontífice al duque de Guisa con un ejército de veinte mil hombres de sus mejores tropas. Grande ánimo cobró el anciano Paulo IV al saber que un general de la reputación y fama de el de Guisa marchaba sobre Turín, franqueaba denodadamente los Alpes en la aspereza y rigor del invierno (enero y febrero, 1557), se apoderaba de pasos y plazas mal guarnecidos por los españoles, y avanzaba confiadamente a Roma, mientras los españoles se concentraban para defender las fronteras de Nápoles. Y cuando llegó a Roma hízole el pontífice un recibimiento triunfal, que hubiera cuadrado mejor a quien hubiera terminado felizmente una campaña que a quien iba a comenzarla y no podía responder de su buen éxito.

Y así fue que no tardaron en bajar de punto las magníficas ilusiones de los aliados contra el rey de España; porque ni el de Guisa halló el calor que esperaba en los duques de Ferrara y de Florencia, ni las fuerzas pontificias correspondían a lo pactado, ni menos a lo que Caraffa había prometido, comenzando aquel a conocer lo poco que podía esperar de débiles aliados; ni el pontífice y los suyos vieron en las primeras operaciones del francés lo que la fama de su valor y la celebridad de su pericia los había hecho aguardar. Llevó el de Guisa su ejército a Civitella del Tronto, ciudad de alguna consideración en la frontera de Nápoles, y puso sitio a la plaza (24 de abril, 1557). Por esta vez no dio resultado ese primer ímpetu tan temido de los franceses. Defendiéronse los sitiados con vigor, y acudiendo luego del Abruzzo el duque de Alba con su gente, obligó al de Guisa a levantar el sitio al cabo de tres semanas, y a retirarse sin fruto y sin gloria (mayo, 1557). Siguiole en su retirada el general español, escaramuzando siempre y molestándole sus tropas. Al pasar el francés el rio Tronto, muchos capitanes napolitanos y españoles excitaban al de Alba a que batiese en forma al enemigo: negose a ello con mucha prudencia el español, y más prudente anduvo todavía cuando el de Guisa, pasado el río, y elegidas posiciones, le brindaba a batalla. Eludiéndola con mucha habilidad, y sin necesidad de arriesgar su gente, dejaba que las enfermedades fueran diezmando el ejército francés, que el de Guisa se quejara al pontífice y reconviniera al cardenal Caraffa por el papel indigno de su nombre que le obligaban a hacer con sus miserables recursos después de tan pomposas ofertas, y entretanto los españoles no cesaban de hacer correrías al territorio pontificio, de tomar los lugares flacos o descuidados, y de poner en continua alarma al jefe de la Iglesia.

El resultado de esta campaña, tan arrogantemente emprendida por los aliados, fue que el de Guisa, desengañado de las pomposas ofertas del pontífice y los Caraffas, exigía a estos que las cumplieran so pena de abandonarlos, y pedía a su corte, o que le enviara refuerzos o que le mandara retirarse; y el papa, con todo su odio a Felipe II, al ver el ningún progreso del ejército auxiliar francés, hubiera de buena gana pedido la paz si los Caraffas sus sobrinos no hubieran impedido a los cardenales proponerle los medios convenientes para alcanzarla{2}.

Mientras en Italia marchaba así la guerra con ninguna ventaja para el pontífice y con ningún crédito para el de Guisa, el rey don Felipe en Flandes, tan pronto como vio el rompimiento de la guerra por parte de los franceses, habíase propuesto hacerla por la suya con todo vigor, y mostrar a los ojos de Europa que quien había heredado los señoríos de su padre en vida sabría ser un digno sucesor de Carlos V. Al efecto, con la actividad de un joven que desea acreditarse, envió sus capitanes a Hungría, Alemania y España a levantar cuerpos de infantería y caballería, sin perjuicio del llamamiento general a las armas de sus súbditos flamencos. Despachó también a Ruy Gómez de Silva a España con plenos poderes para que sacase dinero y recursos a toda costa; y no contento con esto, pasó él mismo en persona a Inglaterra con propósito de decidir a la reina María su esposa a ayudarle en la guerra con Francia. Fue en esto tan mañoso y afortunado Felipe, y conservaba tanto ascendiente con la reina, que no obstante las prevenciones del pueblo inglés contra él, y el opuesto dictamen del consejo privado de la reina a comprometerse en una guerra con Francia, a los tres meses de su permanencia en aquel reino volvió a Bruselas (fin de junio, 1557) con la satisfacción de contar con un cuerpo de ocho mil auxiliares ingleses, que mandado por el conde de Pembroke se había de incorporar al suyo de los Países Bajos. A su regreso a Flandes activó con el mayor calor los preparativos de la guerra, y nombró general en jefe del ejército a Filiberto Manuel, duque de Saboya, que tan ventajosamente se había distinguido por su inteligencia y valor en las últimas campañas del emperador su padre.

A propuesta y persuasión de dos capitanes españoles, y oído sobre ello el consejo, y muy especialmente el parecer del virrey de Sicilia don Fernando de Gonzaga, cuya opinión, por su mucha experiencia en las guerras con franceses, era siempre muy respetada y atendida, se determinó poner sitio a San Quintín, plaza muy fuerte y considerable, fronteriza de Francia y los Países Bajos, la cual se hallaba un tanto desguarnecida por creérsela casi inexpugnable, y de tanta importancia que entre ella y París había muy pocas ciudades fortificadas. Mas para encubrir este plan al enemigo y llamar su atención hacia otra parte, se acordó abrir la campaña por el lado de Marienburg, ciudad de Flandes que poseían los franceses, y a la cual se dirigió el de Saboya con el ejército desde Bruselas (15 de julio, 1557). La maniobra surtió todo el buen efecto que con ella se proponía y buscaba el general de Felipe II. Toda Francia se movió a socorrer la plaza de Marienburg amenazada y sitiada por los españoles. Figuraba el de Saboya no poder impedir que entraran en ella refuerzos, y cuando vio que había conseguido llamar allí la atención y las fuerzas de Enrique II de Francia, a los ocho días de sitio levantó de repente el campo, y torciendo a la derecha avanzó a marchas forzadas hasta ponerse delante de San Quintín, dejando a todos sorprendidos con evolución tan inesperada. Al día siguiente cayó en poder de los capitanes españoles Julián Romero y el maestre de campo Navarrete, los mismos que habían aconsejado el sitio de San Quintín, el burgo o arrabal, que constaba de unas cien casas y estaba defendido por fosos y bastiones{3}. Desapercibida, como se hallaba la plaza y con poca guarnición, se hubiera tomado en pocos días a pesar de su natural fortaleza, si el almirante de Francia Coligny, al verla en tan inminente riesgo, no hubiera tomado la valerosa resolución de lanzarse atrevidamente dentro de ella, bien que perdiendo la mayor parte de su gente, para dar aliento a sus escasos defensores.

El rey Felipe II, que había salido de Bruselas el 28 de julio, andaba alternativamente entre Valenciennes y Cambray, dando calor a las cosas de la guerra, y disponiendo la incorporación de la división inglesa mandada por Pembroke al ejército del duque de Saboya. Por su parte el almirante Coligny, conociendo todo el riesgo en que se hallaba la ciudad, instaba y apremiaba al condestable Montmorency su tío que acudiera con su ejército en socorro de los sitiados de San Quintín. Hízolo así el condestable de Francia avanzando desde La-Fere con diez y ocho mil hombres y diez piezas de artillería, y llevando consigo una gran parte de la nobleza francesa. Adelantose Andelot, hermano del almirante Coligny, con más intrepidez que prudencia, y aunque él logró penetrar en la plaza con unos quinientos de los más esforzados, pereció la mayor parte de su división, y comprometió el resto del ejército, introduciendo la confusión en sus filas. Aprovechando aquella oportunidad el joven duque de Saboya con la pericia y presencia de ánimo de un gran capitán, destacó toda su caballería a las órdenes del conde de Egmont, mientras él seguía detrás al alcance con la infantería, y de tal manera acosaron a los franceses en su retirada, que rompiéndolos y desbaratándolos y sembrando por el campo el estrago y la muerte, ganaron una de las victorias más completas que se leen en los anales de las batallas. Quedaron prisioneros el condestable Montmorency y su hijo menor, los duques de Montpensier y de Longueville, el mariscal de Saint-André, el príncipe de Mantua, y hasta otros trescientos caballeros de distinción, con cinco mil soldados tudescos: murieron sobre cuatro mil franceses: quedó en poder de los vencedores toda la artillería, a excepción de dos piezas, con cincuenta banderas, veinte de franceses y treinta de tudescos. La pérdida del ejército del rey de España no pasó de ochenta hombres. Fue esta memorable victoria el 10 de agosto de 1557, día de San Lorenzo{4}.

La nueva de este gran triunfo llenó simultáneamente de terror y espanto a los habitantes de París, que ya se figuraban ver al enemigo a las puertas de la capital, y de satisfacción y júbilo al rey don Felipe que se hallaba en Cambray. Al día siguiente partió para incorporarse a su ejército, y el 13 de agosto se asentó el pabellón real en un valle a la vista de San Quintín. Dícese que el duque de Saboya manifestó al rey ser de dictamen de que se levantara el sitio y se marchara rápidamente sobre París, fundado en que no había fuerzas que pudieran oponerse a su marcha, y tal vez a la ocupación de la consternada capital, y que Felipe, o menos resuelto o más prudente, no juzgó oportuno aventurar un paso que pudiera comprometerle, atendidos los inmensos recursos de que aún podía disponer la Francia, y prefirió la ventaja menos brillante pero más segura de apoderarse de la plaza que tenían delante. Adoptada esta resolución por los caudillos del ejército, hizo el rey intimar la rendición al almirante Coligny y a los moradores de la ciudad, bajo la palabra de dejarlos ir libres y aun de hacerles merced. Y como la respuesta del almirante de Francia fuese tan enérgica como era de esperar de su acreditada entereza y valor, comenzose al día siguiente (14 de agosto) a batir la plaza con todo género de armas y proyectiles. La defensa que hizo Coligny fue digna de su reputación militar, y ella acabó de colocarle en el número de los mayores y más famosos generales de su siglo. Pero érale imposible resistir a los reiterados ataques de un ejército de cincuenta y seis mil hombres, entre españoles, ingleses, alemanes y flamencos, bien provistos de todo, y alentados con una tan brillante y reciente victoria. Al fin rota por unas partes la muralla y minada por otras, diose el asalto general, y fue entrada y tomada la ciudad (27 de agosto, 1557), con gran mortandad de hombres, niños y mujeres, en que se cebaron cruelmente los soldados, y cayendo prisioneros el almirante Coligny, su hermano Andelot, y otro hijo del condestable de Francia{5}.

Al siguiente día hizo su entrada Felipe II en la destruida ciudad; ordenó que cesara el incendio puesto por los soldados, para que no acabara el fuego de devorarla; limpiar las calles y los templos de los cadáveres y de los caballos muertos y de las inmundicias que infestaban su recinto; hacer un recuento ante su secretario Eraso de todos los franceses prisioneros para enviarlos a diferentes lugares fuertes; y dedicose el resto de aquel mes y el siguiente a reparar las fortificaciones de la ciudad que su mismo ejército había destruido, para lo cual, entre otras medidas, mandó cortar todo el arbolado de su fértil campiña. Despachó algunos generales con sus divisiones para que se apoderaran de otras villas y fortalezas del país. El conde de Aremberg, flamenco, batió con treinta y cinco piezas y tomó el fuerte de Chatelet, y el duque de Saboya rindió y se hizo dueño de la ciudad y fortaleza de Ham, y de multitud de caballeros franceses que dentro de ella había (setiembre, 1557). Felipe II, aun después de conquistada y fortificada San Quintín, no creyó prudente internarse más en el corazón de la Francia, porque sabía las enérgicas y vigorosas medidas que para la defensa de su reino había tomado el rey Enrique II en el tiempo que el monarca español había invertido en el ataque y rendición de aquella ciudad. Y así, dejando encomendada la guarda y defensa de San Quintín al alemán conde de Abresfem con cuatro mil hombres y con algunos capitanes y compañías españolas, dio la vuelta a Bruselas (12 de octubre), donde había mandado juntar los estados de Flandes{6}.

Felipe sin duda no había olvidado los arranques de energía del pueblo francés para la defensa de su territorio, de que había dado tan señaladas pruebas en las diferentes ocasiones que le invadió el emperador su padre, y de cuánto esfuerzo era capaz para desenvolverse y mantener su integridad e independencia en los conflictos y casos más apurados. Por lo mismo, si inmediatamente después de la derrota del ejército del condestable, y en el momento crítico de hallarse la Francia sobrecogida de temor y de espanto, creyó no deber provocar la exasperación de un pueblo impetuoso, marchando hacia París como algunos le aconsejaban, habría sido mucho más inconveniente después de la conquista de San Quintín, cuando Enrique II había tenido tiempo para tomar las siguientes vigorosas medidas de defensa. Había excitado el espíritu de nacionalidad en la nobleza y en la juventud del reino, y ordenádola empuñar las armas bajo el mando del duque de Nevers en Picardía; había llamado del Piamonte el ejército francés del veterano Brissac; había solicitado del turco le socorriese con su armada; había provocado a los escoceses a invadir la Inglaterra para distraer a esta nación y que no pudiera ayudar más a Felipe, y por último, había enviado repetidas y urgentísimas órdenes al duque de Guisa para que a la mayor brevedad acudiese con todo el ejército de Italia{7}.

Esta última disposición colocaba en la situación más comprometida al pontífice Paulo IV, que sin el auxilio de los franceses quedaba imposibilitado de resistir al duque de Alba. Así el enconado enemigo de Carlos V y de Felipe II, el que había provocado la guerra para arrancar el reino de Nápoles del dominio de España, el que había querido sentenciar en pleno consistorio a Felipe y lanzar el anatema de la iglesia contra el padre y el hijo, después de desahogarse en amargas quejas contra el de Guisa por el abandono en que le dejaba, se vio obligado a solicitar la paz y a buscar mediadores para obtenerla. Por fortuna suya, Felipe, que siempre había sentido tener que hacer la guerra al papa, lejos de abusar de su ventajosa posición, acogió sus proposiciones de paz, en cuya virtud se juntaron en Cavé para tratar de las condiciones de ella el duque de Alba, virrey de Nápoles, por Felipe, y el cardenal Caraffa, sobrino y representante de Paulo IV. Los capítulos en que al fin se convinieron distaban mucho de ser tan favorables al rey de España como podía esperarse de la necesidad en que se veía el pontífice. Renunciaba, sí, Su Santidad a la liga con el rey de Francia, y se comprometía a mantenerse estrictamente neutral entre los dos soberanos. Pero el duque de Alba, a nombre del rey Felipe, había de impetrar perdón de su Beatitud por la ofensa de haber invadido los dominios eclesiásticos, con cuyo acto sería reconocido Felipe como hijo de la iglesia y participante de sus gracias lo mismo que los otros príncipes cristianos. Que restituiría el Rey Católico a Su Santidad las plazas que le hubiere tomado durante la guerra. Que de una parte y de otra se perdonarían los agravios, y se devolverían mutuamente los honores, gracias, dignidades o jurisdicciones de que se hubiera privado a sus respectivos súbditos. Y a los capítulos públicos del tratado se añadieron otros secretos relativos a las pretensiones de Caraffa al ducado de Paliano y a los demás dominios de los Colonnas.

Con arreglo a las condiciones de este pacto, que parecía más bien impuesto por el débil que dictado por el poderoso, pasó el duque de Alba a Roma (19 de setiembre, 1557); recibió el pontífice con toda pompa y solemnidad al que tanto por escrito le había ultrajado{8}; besó el orgulloso general español humildemente el pie e impetró el perdón del que tanto había ofendido a su rey y señor; y con tan extraño desenlace, que con el tiempo había de ser trascendental a España, concluyó la guerra tan furiosamente emprendida entre el papa Paulo IV y el rey católico Felipe II{9}.

Deseoso Felipe de atraer a su partido los príncipes italianos que pudieran aliarse con Francia, hizo el sacrificio de ceder al duque de Parma Octavio Farnesio la ciudad de Plasencia, agregada diez años hacía a los dominios de España por el emperador Carlos V su padre. Penetrando el duque de Toscana Cosme de Médicis, el más hábil y el más intrigante de los príncipes italianos, este propósito de Felipe, calculó el partido que podría sacar de estas disposiciones del monarca español; fijose en el designio de incorporar a su ducado de Toscana el estado de Siena; y reclamando primeramente a Felipe el reembolso de cantidades prestadas al emperador durante el sitio de aquella ciudad, entablando después negociaciones con Roma, amenazando aliarse con Francia, y usando de otros medios y artificios, logró al fin que Felipe le diera la investidura de Siena en equivalencia de las cantidades que le era en deber, si bien obligándose a defender los dominios del monarca español en Italia contra todo el que intentara atacarlos{10}. Así iba Felipe II, tan celoso como era de sus derechos, desprendiéndose de posesiones que habían costado a su padre tantos años, y tanta sangre y dinero, con tal de ir dejando sin aliados al papa y los franceses.

Libre ya el duque de Guisa de sus atenciones en Italia, y llamado con urgencia por su rey, volviose con su ejército a Francia (setiembre y octubre), donde fue recibido como el libertador de la patria y el salvador del reino. Los pueblos aclamaban al antiguo defensor de Metz contra las formidables huestes de Carlos V, como el único que podía defenderlos del amenazante poder de Felipe II. El rey le colmó de honores y de dignidades, le hizo lugarteniente suyo dentro y fuera del reino, y le invistió finalmente de una autoridad poco inferior a la suya. El entusiasmo que en el pueblo francés produjo la vuelta de el de Guisa, unido al armamento general ordenado por el rey Enrique, y a los refuerzos que de todas partes acudían, hizo temer al monarca español aun por la conservación de San Quintín, cuyas fortificaciones apenas había podido reparar. Abrió en efecto el de Guisa resueltamente la campaña en los últimos y más crudos meses del año; concentró muchas fuerzas hacia Compiegne, y amenazó diferentes veces las ciudades de la frontera de Flandes.

Pero otra empresa era la que meditaba el general francés que cuadraba más a su deseo de acreditar con algún hecho brillante que no sin razón había excitado el entusiasmo público. Y cuando amagaba por el lado de Flandes, imitando la conducta del duque de Saboya que le valió la victoria de San Quintín, torció repentinamente a la izquierda, y puso sitio con todo su ejército a Calais, casi la única plaza que conservaban los ingleses de cuanto en Francia habían antiguamente poseído, pero que hacía más de dos siglos retenían en su poder y era como la puerta que les daba entrada segura al corazón del reino. Sorprendió tan atrevido golpe a amigos y a enemigos, pues ni unos ni otros habían podido imaginarle. Penetrado él de que para salir airoso en tan arriesgada empresa necesitaba no dar tiempo a que los ingleses socorrieran la plaza por mar, ni Felipe II por tierra, apretó tan vigorosamente el sitio y menudeó tanto y con tanto ímpetu los ataques, que a los ocho días, quebrantada y fatigada la guarnición, compuesta solo de quinientos hombres, se vio obligado el gobernador inglés lord Wentwort a capitular (enero, 1558).

Dueño de la plaza y puerto de Calais{11} y antes que unos y otros se repusieran de su aturdimiento, pasó a cercar a Guines que defendía lord Grey, y la batió y rindió después de cuatro asaltos{12}, y procedió a apoderarse del castillo de Ham, que la guarnición desamparó antes que él llegara.

Mucho enalteció el venturoso resultado de tan audaz e inesperada empresa la reputación militar del duque de Guisa. Francia lo celebró con trasportes de júbilo, y se levantó de su abatimiento: la Europa lo admiró, y formó una alta idea de los recursos del pueblo francés: Felipe II comprendió cuánta fuerza daba este golpe a una nación que hacía pocos meses parecía hubiera podido él fácilmente dominar: los ingleses prorrumpían en denuestos contra la reina y los ministros que los habían comprometido en aquella guerra, condenaban y maldecían su imprevisión: y el duque de Guisa, lanzados del suelo de Francia todos los ingleses que moraban en Calais, y puesta en la plaza una respetable guarnición francesa, dio un descanso a sus tropas para prepararlas a otra campaña.

Las gestiones de Enrique II para que la Escocia moviese guerra a la Inglaterra, su vecina, habían sido menos felices. Los escoceses tuvieron la prudencia de no dejarse comprometer a tomar las armas contra una nación con la cual estaban en paz. Pero logró el francés otro de los objetos importantes de sus negociaciones, a saber, el casamiento de su hijo el delfín con la joven reina de Escocia, alcanzando tan ventajosas condiciones en los capítulos matrimoniales, que con ellos venía Enrique a agregar nuevamente a su corona la posesión de un gran reino; y siendo la reina de Escocia sobrina del de Guisa, adquiría éste una posición, la más elevada y brillante a que podía llegar un vasallo, y que era lo que podía faltar al alto prestigio de que ya gozaba como libertador de la patria y como lugarteniente general del reino.

Así, mientras Felipe II, después del triunfo y conquista de San Quintín, falto de recursos, que a costa de esfuerzos y sacrificios se estaban recogiendo en España, había tenido que licenciar parte de sus tropas, imposibilitándose de atajar el progreso de las armas francesas, el de Guisa, orgulloso con los lauros de Calais, y confiado en el ascendiente que le daban su autoridad, su posición y su nombre, llegada que fue la primavera, abrió de nuevo la campaña, y dirigiéndose hacia los Países Bajos, puso sitio a la fuerte plaza de Thionville en el Luxemburgo. Defendiéronla briosamente los sitiados, tanto que de dos mil hombres que la guarnecían murieron mil en los vigorosos combates y asaltos que le dieron los franceses durante tres semanas. Rindiéronla estos al fin (22 de abril, 1558), mas no sin grave pérdida, siendo la que más sintieron la del general Pedro Strozzi, que murió de un tiro de arcabuz. Era el más esforzado guerrero que tenía entonces la Francia después del de Guisa, y el rey manifestó bien el aprecio en que le tenía y el sentimiento que le causó su muerte, vistiendo él y haciendo que se vistiera la corte de luto.

Esta victoria, junto con la que a poco tiempo en el territorio mismo de Flandes alcanzó el mariscal señor de Termes, rindiendo después de cinco días de sitio la ciudad y puerto de Dunkerque, atormentó el ánimo del rey don Felipe, y encendió en ira el pecho del duque de Saboya, en términos que juntando con toda premura una hueste de quince mil infantes y tres mil caballos, cuyo mando dieron al valeroso flamenco conde de Egmont{13}, ordenáronle que con la mayor celeridad fuese a detener y combatir al de Termes. Encontráronse los dos ejércitos enemigos cerca de Gravelines{14}. Egmont acometió con el mayor ímpetu, y Termes le recibió con igual vigor. Indecisa estaba la victoria entre franceses y españoles, cuando una flota de doce naves inglesas que corría la costa de Francia por aquella parte, al ruido de la artillería y mosquetería acudió, penetrando por el río, hasta el lugar de la acción, asestaron sus cañones contra el ala derecha de los franceses, rompiéronla y esparcieron el terror y el espanto en todo su ejército. Aprovechó el de Egmont el primer aturdimiento del enemigo, y de tal manera completó su derrota, que de quince mil hombres que eran, apenas pudieron salvarse trescientos, quedando todos los demás o prisioneros o muertos, los unos a manos de los soldados, los otros a las de los campesinos que los perseguían y cazaban. Entre los prisioneros, lo fue el mismo mariscal señor de Termes, con muchos capitanes, nobles y caballeros ilustres. La célebre derrota de Gravelines (13 de julio, 1558) fue para los franceses la segunda parte de la que cerca de un año antes habían sufrido en San Quintín{15}.

El desastre de Gravelines obligó al duque de Guisa a acudir, con cuantos refuerzos pudo el rey proporcionarle, a la frontera de Picardía, así como permitió a Felipe II y al duque de Saboya reunir también todas sus fuerzas y encaminarlas a la misma frontera. Los dos ejércitos, en número de más de cuarenta mil hombres cada uno, acamparon enfrente y a muy corta distancia (agosto, 1558); el del duque de Saboya cerca de Durlens, el del duque de Guisa inmediato a Pierre-Pont. Encontrábanse de uno y otro lado los generales más distinguidos de Felipe y Enrique II, y parecía llegado el momento de decidirse en un día cuál de los dos monarcas había de prevalecer y dar la ley a Europa. Mas luego se advirtieron síntomas de que ni unos ni otros tenían gran deseo de entrar en batalla, y la inacción en que quedaron ambos ejércitos lo dejaba bien traslucir. Era más: y es que ambos soberanos temían fiar su suerte al éxito eventual de una lid, y ambos en su interior deseaban la paz. Enrique, aunque más belicoso que Felipe, tenía los ejemplos de San Quintín y de Gravelines demasiado recientes, para que la prudencia no moderara su impetuoso carácter, y para que quisiera aventurarlo todo a la suerte de la guerra, que no se le había mostrado muy propicia. Y Felipe, de suyo no muy guerrero, deseaba también verse desembarazado de aquella lucha y dejar asegurados los Países Bajos, para volverse a España a atender a los negocios de este reino, único en que, por otra parte, él se encontraba a gusto. En medio de estas disposiciones, de que no dejaban de participar los ministros y generales de ambos, formose en la corte de Francia una intriga que vino a facilitar la negociación de paz que interiormente apetecían uno y otro.

Por un resentimiento personal de la duquesa de Valentinois contra el cardenal de Lorena, hermano del duque de Guisa, propúsose aquella señora inclinar al rey Enrique a la paz, como medio para derribar de la cumbre del favor real a los príncipes de Lorena y sustituir en él al condestable Montmorency, prisionero de Felipe II, designándole al propio tiempo como el más a propósito para sondear las disposiciones de Felipe respecto a la paz. Pareciole bien al monarca francés el plan de la duquesa, y en su virtud y por comisión de los dos procedió el condestable a tratar mañosamente el asunto con el duque de Saboya. No solo halló favorablemente dispuestos a éste y al rey de España, sino que obtuvo de ellos permiso para ir a Francia y certificar de ello a su soberano. Recibió Enrique a su antiguo amigo el condestable con las demostraciones de la más alta estimación; con esto y con sus informes la de Valentinois acabó de decidir al rey, y el asunto fue tan adelante que uno y otro soberano nombraron sus plenipotenciarios para tratar formalmente de la paz, conviniendo en que se reunieran para conferenciar en la abadía de Cercamp, y concertándose entretanto un armisticio. Los nombrados por parte del español fueron el duque de Alba, el príncipe de Orange, el obispo de Arras, Ruy Gómez de Silva y el presidente del consejo de Estado de Bruselas; por parte del francés lo fueron el cardenal de Lorena, el mariscal de Saint-André, el obispo de Orange, el secretario de Estado Aubespine y el mismo condestable Montmorency. La Inglaterra tenía también sus representantes.

Antes de comenzarse las conferencias recibiose la nueva del fallecimiento de Carlos V en Yuste (21 de setiembre, 1558). Este acontecimiento, que hacía más necesaria la venida de Felipe II a España, le interesaba también más en la conclusión de la paz. Mas aunque todos la apetecieran, no era tan fácil convenirse en unas condiciones que pudieran conciliar los encontrados intereses de los contratantes. Duraban pues las pláticas, cuando otro suceso vino a dar nueva faz a la situación de los negocios, a saber, la muerte de la reina María de Inglaterra (17 de noviembre), y la sucesión de su hermana Isabel en el trono de aquel reino, en ocasión que el conde de Feria, embajador de Felipe II en Inglaterra, andaba negociando el matrimonio de Isabel con el duque de Saboya. Si para todos variaba la situación con la muerte de la reina María, mucho más afectaba y más especialmente la de su esposo Felipe II. El espíritu del pueblo inglés no le era favorable, e Isabel representaba otros intereses, otra política y hasta otras ideas religiosas. Conocida la nueva reina, aunque joven, por su sagacidad, su instrucción y su talento, así como por su gracia y su belleza, ambos monarcas, Enrique y Felipe, procuraron a porfía interesarla en su favor, alegando antiguos méritos, haciéndole el francés las más vivas protestas de su estimación para separarla de la alianza con España, y ofreciéndole el español hasta la mano de esposo, comprometiéndose a obtener del pontífice la competente dispensa.

Oyó Isabel con prudente circunspección las proposiciones de ambos reyes; mas cuando se mostraba inclinada a recibir favorablemente, aunque con la conveniente reserva, los ofrecimientos del francés, a fin de ganar un amigo sin perder un aliado, cometió Enrique la indiscreción de permitir que su nuera la reina de Escocia tomara el título y las armas de Inglaterra. Nada pudo hacer más a propósito para que Isabel le retirara su naciente confianza, y desde entonces se inclinó abiertamente del lado de Felipe. Y si bien en lo tocante a la extraña proposición de matrimonio, que no era el ánimo de Isabel realizar, dio una contestación evasiva, aunque afectuosa{16}, ordenó a los plenipotenciarios que nuevamente había nombrado para las conferencias de Cercamp que obrasen en todo de acuerdo con los de España, sin dejar de darle aviso de cuanto se tratase. Felipe II por su parte abrazó con ardor los intereses de una reina que así se conducían con él, y cuyas intenciones y miras en lo concerniente a la religión todavía sin duda no había penetrado.

Las conferencias se trasladaron de Cercamp a Cateau-Cambrésis. Ofrecíanse, como era natural, graves dificultades para llegar a un tratado definitivo que conciliase los derechos de todos, y uno de los puntos más difíciles de resolver era la cuestión entre Inglaterra y Francia sobre la posesión de Calais recién recobrada por los franceses. Sin entrar en los pormenores de las pretensiones de cada parte en esta negociación, durante la cual se entibió notablemente el interés de Felipe en favor de la reina Isabel, y perdió sus esperanzas de matrimonio, por la protección abierta que aquella comenzó a dar a los protestantes, llegose después de muchos debates y exageradas aspiraciones en lo relativo a Calais a adoptar un expediente que al menos al pronto pareció conciliatorio. Estipulose pues (2 de abril, 1559) que Enrique y la Francia continuarían en posesión de aquella plaza y sus dependencias por ocho años; que al espirar este plazo la devolverían a Inglaterra, y de no hacerlo pagarían quinientas mil coronas, quedando íntegro el derecho de los ingleses a la ocupación de Calais, todo con las correspondientes fianzas y rehenes, y con precauciones para el caso en que alguna de las partes moviese antes de aquel tiempo la guerra. Mas a pesar de todo, nadie creía en los contratantes intención de cumplir el asiento tal como quedaba ajustado{17}.

Mucho había trabajado Montmorency para llevar a su término el tratado entre España y Francia, que al fin se concluyó también al otro día (3 de abril) bajo las condiciones siguientes: –Buena y perpetua amistad entre los dos monarcas, sus sucesores y súbditos; mutua libertad de tráfico en ambos reinos, y reposición a cada uno en sus privilegios y bienes: –Confirmación de los antiguos tratados y confederaciones, en cuanto fueran compatibles con el presente: –Compromiso recíproco de defender la Santa Iglesia Romana y la jurisdicción del concilio general: –Que el rey de España devolvería la ciudad de San Quintín, Ham y Chatelet, y el de Francia restituiría Thionville, Marienburg y otras plazas que habían pertenecido al español, en el estado que se hallasen y sacando cada uno su artillería: –Hesdin y su territorio se reincorporarían al antiguo patrimonio del rey de España, y se devolvería al mismo el condado de Charolais: –Que lo que uno y otro poseían en el marquesado de Montferrato se devolvería al duque de Mantua; Córcega a los genoveses, y Valenza de Milán al rey de España: –Que Felipe II casaría con la princesa Isabel, hija de Enrique II de Francia, no obstante haberse tratado el matrimonio de esta princesa con el príncipe Carlos, hijo de Felipe: –Que el duque de Saboya tomaría por esposa a Margarita, hermana del rey Enrique: –Que el francés volvería al de Saboya todo lo que le había ocupado en su país, a excepción de algunas ciudades que se designaron, hasta que se arreglaran ciertas diferencias: –Que la misma paz con todos sus artículos serviría para el delfín de Francia y para el príncipe Carlos de España: –Que en ella serían comprendidos los amigos de los monarcas contratantes y el príncipe de Orange sería completamente repuesto en su principado{18}.

Tales fueron las condiciones del célebre tratado de paz de Cateau-Cambrésis, que parecía restablecer la tranquilidad de Europa y dirimir las sangrientas contiendas de cerca de medio siglo entre Francia y España. Lleváronlo muy a mal los franceses, mirando como una afrenta y un desdoro nacional la cesión de cerca de doscientas ciudades que su rey poseía en Italia y en los Países Bajos, a cambio de las tres pequeñas plazas de San Quintín, Ham y Chatelet que se devolvían a su nación, y quejábanse amargamente de la debilidad de Enrique en haber suscrito una paz que algunos calificaron de la más miserable y vergonzosa para la Francia que se hubiera visto jamás en el mundo{19}. En cambio pocas veces las naciones cristianas, casi todas comprendidas en el tratado, han recibido y celebrado con más júbilo un concierto que les restituía el sosiego que todas necesitaban y apetecían.

El rey Enrique II fue el primero que, a pesar de las murmuraciones de sus súbditos, dio el ejemplo de cumplir fielmente los compromisos que por el pacto había adquirido. El duque Filiberto de Saboya se trasladó inmediatamente a París con numerosa comitiva a celebrar sus bodas con la princesa Margarita; y el rey Felipe II envió también al duque de Alba con espléndido acompañamiento para que se desposase en su nombre con la joven princesa Isabel. Pareció haberse querido borrar el disgusto de la Francia por este tratado con el brillo de las fiestas que se dispusieron para solemnizar las bodas, que al fin tuvieron un trágico remate. Entre otras diversiones hubo un soberbio torneo, a que asistió toda la corte y en que tomó parte como caballero el rey Enrique II y rompió con aplauso general dos lanzas. Restábale la tercera, para la cual tuvo la fatal inspiración de excitar al conde Montgomery, su capitán de guardias, a justar con él. Resistíase el conde, como por otra inspiración más feliz, pero instado con empeño por su soberano salió con él a la liza. Arremetiéronse los dos combatientes, con tan mala suerte para el rey, que penetrando la lanza de su adversario por la abertura de su visera, entrósele por un ojo hasta el cerebro; cayó el rey moribundo y sin conocimiento; y sin que le alcanzase remedio humano murió a los pocos días (10 de Julio, 1559), precisamente en el que se cumplía el segundo aniversario de la famosa derrota de San Quintín. Sucediole en el trono su hijo Francisco II, joven de diez y seis años, y tan débil de cuerpo como de espíritu.

A poco tiempo de este suceso terminó también su turbulento pontificado el papa Paulo IV (18 de agosto, 1559). De manera que en un breve período desaparecieron de la escena, como nota un historiador, casi todos los personajes que desempeñaron los principales papeles en el gran teatro de Europa. Es ciertamente digno de observarse que en menos de un año (del 21 de setiembre de 1558 al 18 de agosto de 59) cayeran bajo la guadaña de la muerte soberanos, príncipes y personajes de tanta cuenta como el emperador Carlos V, sus dos hermanas las reinas de Francia y de Hungría doña Leonor y doña María, dos reyes de Dinamarca, Cristian y Cristerno, la reina María de Inglaterra, Enrique II de Francia, el papa Paulo IV, el dux de Venecia, el duque de Ferrara y varios príncipes electores del imperio. Esto solo hubiera bastado para dar un nuevo giro a la política y a las relaciones de los príncipes de Europa entre sí, cuanto más agregándose los importantes tratados de paz celebrados últimamente entre las principales potencias.

Felipe II después de la de Cateau-Cambrésis pudo ya dedicarse a dejar organizado el gobierno de los Países Bajos para realizar su apetecido regreso a España, que anhelaban también sus pueblos, según luego habremos de ver. Al efecto distribuyó los gobiernos de las diez y siete provincias que constituían los Estados de Flandes, premiando con ellos a los nobles flamencos que mejor le habían servido en las anteriores guerras; encomendó el Luxemburgo al conde de Mansfeld; el condado de Flandes y su confinante el Artois al conde de Egmont; la Flandes francesa a Juan de Montmorency, señor de Montigny; la Holanda, Zelanda y Utrech al príncipe de Orange Guillermo de Nassau; la Frisia Occidental al conde de Aremberg; y así las demás. De estos próceres los más notables y los más beneméritos eran, el conde de Egmont, a quien se debía en gran parte la victoria de San Quintín, y muy principalmente la de Gravelines, y el príncipe de Orange, que además de su esclarecida estirpe y de sus grandes estados en Alemania y en Flandes había hecho importantes servicios y por muchos años, ya en calidad de consejero, ya de capitán y lugarteniente general, así a Carlos V como a su hijo Felipe{20}. Para el gobierno eclesiástico de aquellos estados, y ejercer en ellos más influencia, y a fin de poder contrarrestar mejor el espíritu de la reforma protestante que comunicada de la Alemania se hallaba difundida por los Países Bajos, aumentó Felipe las sillas episcopales, y de cuatro solos obispados que había hizo tantas diócesis como eran las provincias, y las proveyó en eclesiásticos de su confianza, todos conocidos por sus ideas puramente católicas (mayo, 1559); que fue una de las novedades que disgustaron más a los flamencos{21}.

Resuelto el rey a venir a España, pensó también en la persona a quien había de encomendar la regencia y gobierno general de aquellos estados. Si se hubiera consultado el parecer y el voto de los flamencos, sin duda le hubiera dado al conde de Egmont o al príncipe de Orange. Mas no estando en este ánimo el monarca, ponía el de Orange todo su interés y ahínco en que fuera nombrada la duquesa de Lorena, con cuya hija pensaba casarse, prima que era del rey don Felipe, una de las que habían negociado la paz de Cambray, y por lo tanto muy querida de los flamencos. Pero temió el rey la vecindad, las relaciones y afinidades de la casa de Lorena con la Francia, y atendidas estas y otras consideraciones, decidiose Felipe por su hermana natural Margarita de Austria, la hija mayor de Carlos V, duquesa de Parma entonces, de quien se prometía que había de ser bien recibida, así por haber nacido en Flandes, como por ser hija del emperador, a quien los flamencos habían sido siempre tan adictos, y de la cual fiaba más el rey por ser su hermana y por estar los estados de Parma circundados de dominios españoles, y además accedía la princesa a enviar a España su hijo Alejandro, para que estuviese en poder del rey como prenda de seguridad.

Convocó, pues, Felipe los estados generales de Flandes en Gante, y dioles a reconocer por gobernadora a la duquesa de Parma su hermana (agosto, 1559), señalándole como subvención de su cargo treinta y seis mil ducados de oro anuales. Además de los consejos de estado, justicia y hacienda que habían de asistir a la gobernadora, instituyó el rey otro consejo privado de que nombró presidente al obispo de Arras Antonio Perrenot de Granvela, el hombre de la confianza del rey, como lo había sido de la del emperador. En las instrucciones públicas y secretas que Felipe dio a su hermana le recomendó muy especialmente el punto de la religión y la vigilancia sobre los herejes. Respondió al rey a nombre de los estados el diputado de Gante Baulutio, y sin dejar de prometer la debida obediencia al rey y a la gobernadora, le suplicaba que sacase de Flandes las tropas extranjeras, y que no hubiera tampoco extranjeros en los consejos de las provincias. El rey dio buenas esperanzas de que lo cumpliría así al cabo de algunos meses, y despedida la asamblea, partió de Gante a Zelanda, y embarcándose en Flesinga (20 de agosto, 1559), llegó a España sin contratiempo, arribando el 8 de setiembre al puerto de Laredo{22}.




{1} Recuérdese el cap. XXXII del libro I.

{2} Pallavic. Hist. lib. XIII.– Cabrera, Hist. de Felipe II, libro III, cap. 1 a 13.– Leti, Vida de Felipe II, Part. prim. lib. XII.

{3} La relación de esta notable campaña, la tomamos principalmente de un códice MS. de la Biblioteca del Escorial, señalado ii-V-3, escrito indudablemente por uno que presenció los sucesos: insertose esta relación en el tomo XI de la Colección de documentos inéditos.

{4} Hæreus, Anal. Brabant. II.– Herrera, en la General, página 291.– Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. IV.– Leti, Vita, parte prima, lib. XII.– Estrada, Guerras de Flandes, Decad. I, lib. I.– Robertson, Hist. de Carlos V, libro XII.– MS. de la Biblioteca del Escorial, ii-V-3.

En la relación MS. del Escorial, se nombran los siguientes personajes prisioneros o muertos.

El condestable de Francia.

El duque de Montpensier.

El duque de Longueville.

El mariscal de Saint-André.

El Rhingrave.

El príncipe de Mantua.

La Roche du Mayne.

Rochefort.

El vizconde Tournay.

El barón Curtou.

Mr. de Enghien (muerto).

El conde de Ville (muerto).

Un soldado de caballería llamado Sedano, natural de Abia, tierra del marqués de Aguilar, fue el que prendió al condestable, y a quien éste entregó el estoque; pero la fe, como entonces se decía, no se la dio sino al capitán Valenzuela, y se repartió entre los dos el premio de la captura. Diez mil ducados era lo que se daba por la prisión de un general.

{5} El que prendió al almirante fue un soldado de Toro, llamado Francisco Díaz: aquel fue puesto por orden del rey bajo la custodia del maestre de campo Cáceres. Andelot pudo fugarse, no sin sospecha de soborno por parte de los españoles que le guardaban.

En la relación manuscrita del Escorial, hecha por un testigo de vista, se hace una descripción horrible de las crueldades y excesos que cometieron los vencedores. «Murió (dice) mucha gente de los enemigos, y hubo algunos que después de muertos y desnudos en carnes, los hombres en el suelo los abrían por los estómagos, y aun yo vi uno que le sacaron las tripas por el estómago. En las casas que entraban alemanes o ingleses no dejaban hombre a vida, ni mujer, ni niño. Hallose de cuenta que mataron dentro en la villa, y de los que se descolgaron por la muralla al tiempo del asalto, setecientos y diez franceses, todos hombres de guerra, sin las mujeres que murieron y mochachos. Por nuestra parte murieron en el asalto hasta cincuenta hombres por la parte de Navarrete, y por la de Julián hasta cien hombres, con los ingleses que mataron. Saquearon todo el lugar; y dentro en las casas y bodegas mataron mucha gente que se había escondido en ellas, a todos los que no eran de rescate. Duró el saco hasta otro día en la noche a 28 deste. El saco fue grande, como era tierra de mercancía, y no hubo soldado que no ganase, y muchos a mil ducados y a dos mil, y algunos a más de a doce mil. Cavaron las bodegas y las caballerizas, y hallaron enterrado grandes cosas de vestido y seda, y cosas de oro y plata, en muy grandes cantidades. Puso S. M. gran cuidado y diligencia en que se salvasen las mujeres, y ansi mandó recoger las que se podían salvar, a la iglesia mayor, que es bien grande. Diose tan buena maña en esto, que se salvaron mas de tres mil mujeres; unas las metían en la iglesia como estaba ordenado, otras las llevaban a las tiendas del duque de Saboya; pero primero que las llevasen a la una y a la otra parte, las desnudaban en camisa, y las buscaban si tenían dineros; y si alguna saya o ropa buena tenían, se la quitaban; y porque dijesen adónde tenían los dineros, las daban cuchilladas por la cara y cabeza, y a muchas cortaron los brazos, y hoy 28 de agosto en la tarde y por la mañana se sacaron todas estas mujeres que se pudieron salvar, y por mandado de S. M. se llevaron delante las tiendas del obispo de Arras (Grauvela), y a un lado de las tiendas de S. M… Las monjas recogió el conde de Feria y el duque de Saboya en sus tiendas, que en esto hubo mucho cuidado, y de que no fuesen deshonradas… porque a quedar en sus monesterios la noche que se entró la tierra, los tudescos las mataran… Los alemanes, sin podello resistir S. M., pegaron fuego al lugar, que era la mayor lastima del mundo… Aunque S. M. envió gastadores que atajasen el fuego, no bastó, y ansí mandó sacar de la iglesia el Santísimo Sacramento y el cuerpo de San Quintín, y ansí se trujo a las tiendas de S. M. Quemáronse muchas iglesias y muy buenas, y la tercera parte del lugar, y empezó el fuego por la plaza mayor que era lo mejor del lugar. Como los españoles aun andaban saqueando y otras naciones, se quemaron en las casas gran cantidad de personas…»– No queremos copiar más, porque estremece la continuación de tan horroroso cuadro.

{6} En la Relación citada, hecha por un testigo de vista, se encuentra la siguiente curiosa nómina de los señores y caballeros, especialmente españoles, que sirvieron al rey Felipe II en esta guerra.

El conde de Feria, del Consejo.

El duque de Siesa (Sessa).

El marqués de Aguilar.

D. Bernaldino de Mendoza, del Consejo (este murió allí el 9 de setiembre).

D. Antonio de Toledo, del Consejo.

D. Antonio de Aguilar, hermano del conde de Feria, de la Cámara.

D. Fernando de Gonzaga, del Consejo.

D. César de Gonzaga, su hijo mayor.

D. Íñigo de Mendoza, hijo del duque del Infantado, de la Boca.

El conde de Olivares, mayordomo.

El conde de Fuensalida.

El conde de Ribagorza.

El marqués de Montemayor.

El príncipe de Asculi.

El conde de Chinchón.

El marqués del Valle.

El marqués de Cortés, de la Cámara.

El príncipe de Salmona, italiano.

D. Fadrique Enríquez hermano del almirante de Castilla, de la Boca.

D. Juan Manrique de Lara, hermano del duque de Nájera, del Consejo.

El obispo de Arras, del Consejo.

D. Juan, y D. Pedro, y D. Alfonso de Ulloa.

D. Pedro Manuel, de la Boca.

D. Alfonso de Córdoba.

D. Diego de Córdoba, teniente de caballerizo mayor.

D. Juan de Mendoza, capitán general de las galeras de España.

D. Luis Enríquez, hermano del marqués de Alcañices, de la Boca.

D. Francisco Manrique, hermano del conde de Paredes, de la Boca.

D. Juan de Quiñones, hermano del conde de Luna.

D. Bernaldino de Granada.

D. Juan Pimentel, hermano del conde de Benavente, de la Cámara.

D. Luis Méndez de Haro, de la Boca, hermano del Señor del Carpio.

D. Álvaro de Mendoza, castellano de Castilnuevo de Nápoles.

D. Juan de Ábalos, hermano del marqués de Pescara, de la Boca.

D. Felipe Manrique, tío del duque de Nájera.

El barón de la Laguna.

D. Luis de Ayala, hermano del conde de Fuensalida, de la Boca.

El conde del Castellar.

D. Gonzalo Chacón, de la Boca.

El vizconde de Ébola.

D. Manuel de Córdoba, hermano del conde de Bailén, de la Boca.

D. Juan Pacheco, hermano del marqués de Villena.

D. Francisco de Tovar, que fue general de la Goleta.

D. Luis Vique.

D. Gerónimo de Cavanillas.

D. Francisco de Mendoza, hijo del marqués de Mondejar, de la Boca.

D. Pedro de Córdoba, mayordomo.

D. Juan Mansiño.

D. Francisco de Alva.

D. Alfonso Osorio.

D. Diego de Guzmán.

El marqués de Irache, italiano.

D. Juan y D. Diego de Cecario.

De todos estos caballeros, y otros muchos, alemanes, flamencos, borgoñones o italianos, que acompañaban al rey muy costosamente vestidos, se formó un lucido escuadrón, que se llamaba el escuadrón de S. M.

{7} Ribier, Memoir. II.

{8} Véase la durísima carta nuestro del duque de Alba al pontífice en capítulo XXXII del precedente libro.

{9} Pallavic. Hist. del Concil. lib. XIII.– Summonte, Ist. di Napoli, tom. IV.– Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. IV.– Leti, Vita di Filippo, part. prim. lib. XII.

{10} De Thou. Hist. Univers. libro XVIII.– Pallavic. Historia, libro XII.

{11} Las historias de Francia y de Inglaterra.– Carta de Felipe II al emperador Fernando, su tío, dándole cuenta del suceso de Calés (Calais): de Bruselas a 19 de enero de 1557. En la Biblioteca del duque de Osuna, y en el tomo II de la Colección de documentos inéditos.

{12} Carta de Felipe II a la princesa su hermana en 10 de febrero de 1558. Códice MS. de la Real Academia de la Historia titulado: «Libro de cosas curiosas de en tiempo del emperador Carlos V y el rey don Felipe II nuestro señor, escrito por Antonio Cereceda. C. 107, estante 35, grada 5ª.– «Después de lo de Calés, dice la carta, se puso el campo de los enemigos sobre Guines, donde mandé meter dos banderas de valones y hasta 50 españoles, que no se pudo hacer más por la necesidad que había de gente en nuestras fronteras, estando en parte que podían ir fácilmente sobre Gravelingas o Dunquerque, que convenía tanto guardar por ser la llave de Flandes y no estar fortificadas: y habiendo hecho las trincheras, en que tardaron tres días, le plantaron la artillería, y le batieron con gran furia, y lo dieron cuatro asaltos, en los cuales los de dentro les mataron mucha gente, y al último, no les pudiendo mas resistir… se rindieron, &c.»

{13} El conde de Ayamonte, que dicen nuestras antiguas historias.

{14} Gravelingas, que decían los nuestros.

{15} De Thou, Hist. Univ. libro XX.– Hoereus. Anal. Brabant.– Cabrera, Hist. de Felipe II, libro IV, cap. 21.– Leti, Vita di Filippo, p. I, lib. XIII.– Robertson, Hist. del Emperador, lib. XII.– Watson, Hist. de Felipe II, libro II.

{16} «Dixo que pensaba estar sin casarse, porque tenía mucho escrúpulo en lo de la dispensa del papa.» Carta del conde de Feria a Felipe II.

{17} Rimer, Foeder.– Camden, Anal. de Inglaterra, y otras historias de aquella nación, y las de Francia.

{18} Colección de Tratados, tomo II.– Recueil des Traités de paix, trèves, &c. Amsterdam, 1700, tom. 1.

{19} Amelot de la Houttaie, en sus Observaciones a este tratado, dice: «En fin, se concluyó la paz a principios de abril, pero con condiciones tan desventajosas para la Francia, que no hubiera podido exigir otras Felipe II si hubiera estado en París. Baste decir, que por tres ciudades que volvió en Picardía, a saber: Ham, el Chatelet y San Quintín, le dio Enrique 198 en Flandes, el Piamonte, Toscana y Córcega. Cosa vergonzosa, y que ha marchitado la memoria de Enrique II con eterno oprobio. Si el procurador general del Parlamento de París había protestado en 1529 contra los tratados de Madrid y Cambray, y el canciller Olivier contra el de Crespy, todos los parlamentos de Francia tenían derecho de protestar de nulidad contra la paz de Cateau-Cambrésis, que debilitaba mucho más el reino que lo había hecho la pérdida de las batallas de San Quintín y Gravelines, puesto que la Francia perdía en un día lo que había ganado en treinta años.» Recueil des Traités de paix, tomo I, pág. 33.

{20} Archivo de Simancas, Secretarías provinciales, leg. 2.604.– Correspondencia de Felipe II sobre los negocios de Flandes, publicada por Mr. Gachard, tomo I, p. 183, 184.

{21} Archivo de Simancas, Estado, leg. 518 y 519, donde se halla la copia de la bula de Paulo IV para la erección de estos nuevos obispados.– Estrada, Guerra de Flandes, Década I, lib. 1.°

{22} Carta del rey a la duquesa de Parma, el 8 de setiembre, dándole noticia de su arribo.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 519.

Al día siguiente del desembarco se levantó tan terrible borrasca, que destruyó una buena parte de la flota, pereció mucha gente, y se asegura haberse perdido una hermosa colección de cuadros, estatuas y otros objetos artísticos de gran mérito, que el emperador había reunido en Italia y Alemania.