Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ Reinado de Felipe II
Capítulo II
Situación interior del reino
De 1556 a 1560
Rentas del estado.– No alcanzan a cubrir los gastos ordinarios.– Grandes necesidades del rey: fuertes pedidos de dinero: ahogos de la nación.– Arbitrios extraordinarios.– Ventas de oficios, jurisdicciones e hidalguías: empréstitos forzosos.– Mitad de las rentas eclesiásticas: legitimación de los hijos de los clérigos: otros arbitrios repugnantes.– Apremios del rey: rigor en las exacciones: inconvenientes.– Qué se hacía del dinero de Indias.– Escándalos y quejas de tomarlo el rey.– Remedio que se procuró aplicar.– Ruina del comercio.– Ideas del rey en materias de jurisdicción.– Célebre consulta del Consejo Real sobre excesos del Nuncio.– Vigorosas medidas que proponía.– Espíritu del pueblo.– Cortes de 1558.– Peticiones notables.– Valentía de los procuradores castellanos.– Respuestas ambiguas del rey.– La herejía luterana en España.– Rigores de la Inquisición.– Procesados ilustres: el arzobispo de Toledo: otros prelados.– Famoso auto de fe en Valladolid: el doctor Cazalla: nómina de las víctimas.– Otros autos: en Zaragoza: en Murcia: en Se-villa.– Segundo auto de Valladolid.– Asiste el rey Felipe II, recién venido a España: dicho célebre del rey: número y nombres de los quemados.– Terceras nupcias de Felipe II con Isabel de Valois.– Solemne y fastuosa entrada de la nueva reina en Toledo.– Fiestas, espectáculos.– Jura y reconocimiento del príncipe Carlos.– Otro auto de fe en Toledo.– Cortes en 1560.– Peticiones notables.– Establece Felipe II la corte de España en Madrid.
Achaque ha sido de casi todos nuestros antiguos historiadores engolfarse en difusos y minuciosos relatos de los acontecimientos exteriores y principalmente de los movimientos y sucesos militares con sus más menudos incidentes, y solo dar tal cual fugaz y ligera noticia, o guardar completo silencio acerca de la situación interior del país cuya historia cuentan, como si la vida interior de un pueblo no fuese la verdadera pauta de su bien o malestar, y el barómetro más seguro para graduar el acierto y desacierto de los príncipes que le rigen y de los hombres que le gobiernan. Cúmplenos a nosotros en esta, como en muchas otras ocasiones, desempeñar, de la mejor manera que podamos, esta importante tarea, y llenar lo mejor que nos es posible este vacío que en todas o casi todas nuestras historias se advierte.
¿Cuál era la situación interior de España en los primeros años del reinado de Felipe, mientras las huestes españolas se batían en Nápoles y en Lombardía, amenazaban a Roma, y ganaban laureles en San Quintín y en Gravelines?– La nación sufría los mayores ahogos, y arrastraba una vida trabajosa, miserable y pobre, gastando toda su savia en alimentar aquellas y las anteriores guerras, que continuamente había sostenido el emperador, y no bastando todos los esfuerzos y sacrificios del reino a subvenir a las necesidades de fuera, ni a sacar al monarca y sus ejércitos de las escaseces y apuros que tan frecuentemente paralizaban sus operaciones.
Hablando de la vida de Carlos V en Yuste y de las guerras de su hijo con el papa Paulo IV y con Enrique II de Francia, hemos hecho mérito, aunque incidentalmente, de las apremiantes cartas que Felipe II dirigía desde allá al emperador su padre y a la princesa gobernadora de Castilla su hermana, para que le proporcionasen dinero y recursos con que salir de su apurada situación, así como de haber enviado a España al príncipe de Éboli, Ruy Gómez de Silva, con la expresa y exclusiva misión de activar las gestiones que se practicaran para levantar a toda costa la mayor suma de numerario posible. Mas como por efecto de los anteriores dispendios no alcanzaran ni con mucho, las rentas del Estado a cubrir ni siquiera los gastos y atenciones ordinarias{1}, hubo que apelar a recursos extraordinarios.
Entre los arbitrios que discurrió y empleó el Consejo de Hacienda lo fueron los siguientes: –Que se vendieran hasta mil hidalguías a personas de todas clases, «sin excepción ni defecto de linajes ni otras máculas:» sacando de pronto al mercado solamente ciento cincuenta a precio de cinco mil ducados cada una para que fuese más pronto y seguro su despacho, reservando las demás para irlas enajenando sucesivamente, a fin de que la abundancia repentina no rebajara su valor, y debiendo venderse a un cuento cada una: –la venta de jurisdicciones perpetuas, de lo cual se proponía el Consejo sacar una buena suma: –la de los terrenos baldíos de los pueblos, dejando a estos los puramente necesarios: –el acrecentamiento de oficios de regimientos, juradurías y escribanías en los pueblos principales, «de que se piensa, decía el Consejo, sacar también buen golpe de dinero:» –lo que de la cuarta de las iglesias había dejado de cobrarse en los dos años pasados: –pedir empréstitos forzosos a prelados y particulares, a pagar en juros o vasallos; y tan forzosos, que tratándose del obispo de Córdoba a quien se pedían 200.000 ducados, decía el rey: «dándole a entender, que no haciéndolo de su voluntad, será forzado aprovecharse de ello; si todavía se excusase, se use de rigor para tomárselo por la «mejor orden que se pudiera hacer:» –obligar al arzobispo de Toledo a que diera la mayor cantidad posible: –al arzobispo de Sevilla 150.000 ducados: –a los priores y cónsules de Sevilla y de Burgos 70.000: –al arzobispo de Zaragoza 60.000: –vender las villas de Estepa y Montemolín a los condes de Ureña y de la Puebla: –deshacer el contrato de los alumbres que se tenía con el papa, y venderlos a mercaderes al precio que pareciere mejor: –pedir a los pueblos las ganancias que tuvieren de los encabezamientos de los diez años pasados, librándoselo en las nuevas consignaciones que se habrían de hacer: –suspender los pagos a los acreedores, para librarlo en dichas nuevas consignaciones con intereses crecidos: –beneficiar las minas de Guadalcanal{2}.– Ya se había prohibido, bajo pena de la vida y perdimiento de bienes a los legos, bajo la de secuestro de sus rentas y temporalidades y extrañamiento de los reinos a los eclesiásticos, la extracción de dinero a Roma, ni en metálico ni en cédulas, por cualquier motivo que fuese{3}.
Lejos de desaprobar el rey estos y otros arbitrios, escribía desde allá instando y apremiando a que se hicieran efectivos sin ningún género de consideración, y aun previniendo que a los que se excusasen se les exigiese y sacase mayor cantidad. Y entre otros recursos que él añadió fue uno el de tomar la mitad de las rentas eclesiásticas de España que el papa Julio III había años antes otorgado temporalmente a su padre Carlos V para los gastos de la guerra contra los protestantes de Alemania. La bula de esta concesión había sido revocada después por el pontífice, pero en una junta de teólogos que allá reunió Felipe II se acordó que Su Santidad no podía revocar la bula después de confirmada por el reino, por lo que estaba el rey (decían) en el derecho de cobrar la dicha mitad de los bienes de las iglesias, y así lo mandaba{4}.
Usábase del mayor rigor para la exacción de los empréstitos, y se enviaban comisionados a las provincias para comprometer a los prelados, caballeros y gente hacendada. Don Diego de Acebedo, que fue con esta comisión a las provincias de Aragón, Valencia y Cataluña, llevaba orden del rey para exigir al arzobispo de Zaragoza, no ya los 60.000 ducados que proponía el Consejo de Hacienda, sino 100.000 que mandaba S. M. Y como él se negase a aprontar más de 20.000, y se dijese que enviaba su dinero a Navarra, se dio orden al duque de Alburquerque para que detuviera al portador, y si los dineros hubiesen pasado, los hiciera embargar{5}. Excusábanse todos cuanto podían, y los más se limitaban a dar una tercera o cuarta parte de lo que se les pidiera. El arzobispo de Toledo ofrecía 50.000 ducados anuales por espacio de seis años, y además el sobrante de la plata de las fábricas de las iglesias del arzobispado, haciendo cesar en ellas todas las obras que se estaban ejecutando: suma que pareció mezquina, atendidas las enormes rentas que disfrutaba entonces la mitra primada, y de las cuales se mandó hacer para este objeto una escrupulosa evaluación{6}.
Se empleó hasta el recurso, no solo de legitimar por dinero los hijos de los clérigos, sino de darles cartas de hidalguía a un precio módico: arbitrio que por cierto, después de la herida que causó a la moralidad y buenas costumbres, no produjo el resultado pecuniario que se iba buscando, porque ellos sabían bien ingeniarse para conseguir por otros medios y a menor costa la misma gracia{7}.
Veíanse y se palpaban los inmensos inconvenientes y perjuicios de las ventas de oficios, títulos de honor, jurisdicciones, vasallos, baldíos y todo lo demás que se inventó para sacar dinero, y sin embargo seguían empleándose todos estos arbitrios, porque todo se quería justificar con las grandes y urgentes necesidades del rey, y con sus apremiantes órdenes y mandamientos. Llegó a ofrecerse a los comerciantes y mercaderes en pago de lo que se les tomaba los más crecidos intereses, y juros a razón de 20.000 el millar, y con todo eso y a pesar de la multitud de sacrificios que se imponían a los pueblos y a los particulares de todas las clases del Estado, estuvieron muy lejos de corresponder los resultados de tantas exacciones a los fines que se había propuesto el rey don Felipe y a las necesidades y apuros que allá padecía{8}.
Creeríase que cuando el rey, la gobernadora y el Consejo de Hacienda se veían en la precisión de imponer tan dolorosos gravámenes, además de las gabelas ordinarias, habrían dejado de venir las remesas de oro y plata que del Nuevo Mundo solían traer nuestras flotas. Y sin embargo es cierto que las flotas venían con el oro de Indias como antes, y no en corta abundancia. De la que arribó a fines de 1556 hemos dado cuenta en el último capítulo del libro precedente, así como de la real cédula para que se embargara y se aplicara al rey todo lo que venía para mercaderes, particulares y difuntos, y de lo que pasó con los oficiales de la casa de la Contratación de Sevilla. Pues bien; en 1558 llegó a Sanlucar de Barrameda la flota mandada por el capitán Pedro de las Roelas, con otra semejante remesa de oro y plata traída del Perú, Nueva España y Honduras. Verdad es que eran ya tantos los clamores que había levantado la costumbre de tomar el rey para sí lo que pertenecía a particulares y venía para ellos, tal el escándalo que esto producía, y tan graves los perjuicios que se irrogaban al comercio y a los intereses individuales, que en esta ocasión la gobernadora y los consejos, aprovechándose de no haber recibido todavía órdenes del rey, mandaron que no se retuviese sino una cantidad de lo que venía con aquel destino.
«Cerca de lo que se había de hacer del oro y plata que en esta armada viene para los mercaderes y particulares (le decía la princesa al rey en diciembre de 1558), se ha acá tractado, así por los del consejo de la Hacienda como por los del consejo de Estado, y por todos juntos, después de lo haber mucho tractado y conferido, teniendo consideración a los grandes inconvenientes que de tomar ni detener estos dineros resultan, que se han diversas veces a V. M. representado, y el agravio y gravísimo daño que se les hace, el cual sería en lo presente muy mayor por venir sobre habérseles tomado tantas veces y tan gran suma, y estar los mercaderes tan quebrados, y las personas y vecinos de las Indias tan escandalizados, y en término, que sería totalmente acabarlos de destruir, principalmente no habiendo, como en efecto no hay, cómo satisfacerles y darles juros, por no los haber en ninguna manera, y que assi sería tomarles su hacienda sin esperanza de la poder cobrar: y que assi mismo, habiendo venido para V. M. en esta armada quantidad de dinero, que aunque, según sus grandes necesidades, no baste para su socorro, todavía injustifica acerca de las gentes, y hace de mas mal nombre el tomarse, y presupuesto que de V. M. no había mandato ni orden que se tomase ni detuviese, y que teniendo entendido que se esperaba esta armada, y proveyéndose cerca de lo que se había de hacer del dinero que para V. M. en ella viniese, en lo de los mercaderes y particulares no manda tomar ni detener, y por otras muchas consideraciones que tocan al servicio de V. M. y descargo de su Real conciencia y concernientes al beneficio público, de que han particularmente tractado; se han resuelto en que tan solamente se detuviese desto de los mercaderes y particulares hasta quinientos mil ducados, y lo restante se les entregase luego; en el cual parescer yo he convenido, y porque siendo esto assi justo y conveniente, el esperar a consultar a V. M. y que viniese la respuesta no era necesario, pues se presupone V. M. mandaría lo mismo, y la dilación les era de tan gran perjuicio, se ha assi proveido y mandado ejecutar…{9}.»
Como se ve por este documento, se conocía demasiado el abuso, y aun no se atrevían a ponerle un remedio radical, ni a dejar de retener alguna parte de aquellos fondos de propiedad particular, por temor de enojar al rey. A la vista de esto, compréndese sin esfuerzo una de las causas más poderosas de la decadencia del comercio español desde los primeros reinados de la casa de Austria, y del empobrecimiento de la nación a vuelta de las grandes remesas de metálico que se recibían de las Indias.
Del relato que por los documentos oficiales vamos haciendo deducirá también fácilmente el lector, que el rey Felipe II, no obstante su veneración a la Iglesia y a la Santa Sede, no se mostraba escrupuloso en tomar de las rentas eclesiásticas lo que para el remedio de sus apuros creía necesario, y que hacía muy bien valer el derecho de una autorización pontificia, una vez reconocida y confirmada por el reino, sin admitir la validez de la revocación hecha por bula posterior, en cuyo derecho no faltaban teólogos y canonistas españoles que le sostuvieran.
Celoso el monarca del mantenimiento de su jurisdicción civil y temporal aun en los asuntos que tenían más relación con los negocios eclesiásticos, su Consejo participaba del mismo espíritu y de las mismas ideas. En una consulta que el Consejo Real hizo al rey sobre los excesos que cometía el nuncio de Su Santidad en punto a la exacción de derechos por las dispensas y otros despachos, y aun en materias de jurisdicción, explicábase aquella respetable corporación en un sentido y con una energía que ahora nos parece extraña, considerados los tiempos, y con un vigor que ciertamente en pocas naciones y en pocos casos habrá sido igualado, aun en los siglos modernos. Después de exponer al rey los perjuicios grandes que a los naturales de sus reinos se seguían, «gastando sus haciendas en lites y pleitos que después son baldíos, y quedándose en su pecado con dispensaciones inválidas, por las cuales les llevan dinero sin tasa ni moderación,» pasaba a proponer al rey los remedios de aquellos excesos, y entre otras cosas, decía:
«Que el Nuncio de Su Santidad que reside en estos reinos expida gratis, porque cesando el interés, que es la principal causa de los dichos excesos y desórdenes, cesará el daño; y si esto se pudiese conseguir sería provisión muy sancta y muy justa; pues es cierto que una de las cosas más escrupulosas y de mayor escándalo en la cristiandad es este modo de dispensar y despachar en lo eclesiástico por dinero, y cuanto fuese posible no debría V. M. permitirlo en su reino. Y en cuanto toca al sostenimiento y provisión del Nuncio, sería justo que Su Santidad lo proveyese como los otros príncipes lo hacen, y cuando en esto hubiese dificultad, se podría y debía dar orden como por otro medio fuese proveído y no por este, que, como está dicho, tiene tanto escrúpulo y escándalo.»– No se oponía a que Su Santidad enviara un nuncio o embajador, pero en cuanto a las facultades que a los dichos nuncios se dan (decía), «que estas las diese a perlado natural destos reinos y no a extranjero… porque allende de que en ellos hay personas de tanta autoridad, letras y conciencia, a quien se podría cometer, tendrían más inteligencia y experiencia en las cosas, y procederían en el uso de sus facultades con otro respeto y consideración que los extranjeros.» Y concluía aconsejando a S. M. que por lo menos le señalase las facultades y poderes que había de tener, y le diese una tasa moderada para sus derechos, de la cual no pudiera pasar nunca, ya que la ocasión era tan buena para poner remedio a estos abusos y males{10}.
Ya que conocemos el espíritu y las principales medidas de gobierno y administración del rey, de la princesa regente y de los consejos, réstanos conocer el espíritu y las tendencias del pueblo, y cómo recibía las provisiones del rey Felipe II en los primeros años de su reinado. En nada podrían reflejarse más genuinamente el espíritu y las ideas del pueblo castellano en aquel tiempo que en las Cortes que en 1558 se celebraron en Valladolid, las primeras que se congregaron a nombre de Felipe II.
Lo primero que pidieron con instancia, como lo más importante y urgente, los procuradores de las ciudades, fue que el rey se viniese cuanto antes a residir en sus reinos{11}. Antiguo afán de los castellanos, que no podían ver en paciencia que sus monarcas salieran de los confines de España, y anduvieran por extraños países, por más glorias militares que allá ganaran y por más conquistas que hicieran. Era siempre otro de sus cuidados asegurar la sucesión al trono, y por eso se apresuraron también a pedir que fuera a la mayor brevedad jurado el príncipe don Carlos, y se pensara en casarle, porque tenía ya edad competente para ello. Pero disgustado el pueblo castellano de que el emperador Carlos V hubiera montado el palacio de sus reyes a estilo de Borgoña, que era dispendioso y costosísimo, pedía también que pusiera casa al príncipe, no a la borgoñona, sino al modo y usanza de Castilla, «que es, decían, la propia y muy antigua y menos costosa,» en lo cual recibirían los reinos gran merced y favor{12}.
Animados los procuradores de un espíritu de prudente economía, celosos todavía de sus fueros populares, y conocedores de las verdaderas necesidades de los pueblos, pedían que se prorrogara por otros veinte años el encabezamiento general de las rentas, según lo habían ya solicitado en las Cortes de 1552 y en las de 1553; que se revocaran las cédulas y provisiones reales para la venta de los oficios, jurisdicciones, hidalguías, vasallos, cotos, dehesas, villas y lugares, y de otros que como arbitrios extraordinarios había propuesto el Consejo de Hacienda y mandado poner en ejecución el rey; exponiendo los inmensos perjuicios que sufrían sus vasallos, en especial las clases pecheras, y el detrimento y disminución que se seguía al mismo patrimonio real: a lo cual seguían otras proposiciones de medidas económicas sobre objetos particulares y puntos más secundarios de administración, y sobre supresión de gravámenes e impuestos, como la carga de aposento de corte y otras semejantes. Pero al propio tiempo los hombres que tan prudentes economías proponían y deseaban, reconociendo la importancia de una buena legislación, y queriendo dar a la magistratura el decoro que por su alta dignidad le corresponde, pedían igualmente, no solo que se acabara la recopilación de las leyes que se había comenzado y se estaba haciendo, sino que se aumentaran y acrecentaran los salarios a los consejeros reales, a los oidores de las chancillerías, y a los alcaldes de casa y corte, que conceptuaban, y lo estaban en efecto, mezquinamente remunerados{13}.
El hecho, tantas veces repetido, de apoderarse el rey del dinero que venía de Indias para particulares y mercaderes, no podía ser tolerado en silencio por los procuradores de los intereses públicos; y con una valentía que honra mucho a los diputados castellanos pedían al rey que se abstuviera de hacerlo en adelante, por la ruina que se seguía al comercio, y que lo tomado hasta entonces se pagara, o por lo menos se situara con brevedad{14}.
Seguían a estas otras peticiones, muy justas y fundadas las más, sobre igualación de pesos y medidas en todo el reino (tema que se repetía casi siempre, y no se abandonaba nunca), sobre conservación de montes, depósitos de los concejos, recursos de fuerza, subsidio del clero, aranceles, y otras materias de administración; siendo notable la penúltima, por el abuso de moralidad que supone en una clase respetable del Estado y el empeño de los procuradores en corregirle, a saber: que los frailes que iban a visitar los monasterios de monjas no pudiesen entrar en ellos, sino que hiciesen la visita desde fuera y por la red, aunque fuesen generales, provinciales o vicarios, pudiendo solamente entrar un fraile anciano cuando hubiera que renovar el Santísimo Sacramento; «porque así conviene, decían, al servicio de Dios y decencia de los unos y los otros.» El mal se conoce que no era nuevo, puesto que ya en las Cortes de Valladolid de 1537, y en las de 1552 se había propuesto una medida semejante{15}.
Obsérvase en estas Cortes, lo primero, la decadencia a que había ido viniendo el respeto a la representación nacional, y el ascendiente y predominio que la autoridad real había tomado; y lo segundo el carácter reservado y misterioso del rey. En las antiguas Cortes casi todo lo que los procuradores pedían lo otorgaba el monarca, y la fórmula común que se estampaba al pie de cada petición era: «A esto vos respondemos que se hará como se pide.– A esto vos respondemos que así se mandará guardar;» u otra semejante. Desde Carlos V comenzaron las peticiones de los procuradores a ser menos atendidas, y en estas primeras de Felipe II apenas se les hizo una concesión categórica, ni se les dio una respuesta explícitamente favorable. Las contestaciones del rey eran casi todas ambiguas como su carácter; sus fórmulas más usadas: «Mandaremos ver y platicar sobre esto.– Ternémos memoria de lo que decís, para lo proveer como más convenga a nuestro servicio.– Ternémos cuidado se haga al tiempo y según como más convenga.– Mandaremos a los del nuestro consejo que platiquen sobre lo que converná proveer y nos lo consulten:» aparte de lo mucho que negaba diciendo: «Por agora no conviene que en esto se haga novedad.»
En el capítulo que consagramos a describir la vida del emperador en Yuste tuvimos necesidad de apuntar, aunque ligeramente, ofreciendo ampliarlo en otro lugar (y nos referíamos al presente), cómo había comenzado a penetrar en la misma España durante el retiro claustral de Carlos y la ausencia de Felipe, la doctrina de la reforma protestante, que tanto había dado que hacer al emperador en Alemania, y amagaba ocasionar no menores disgustos al rey en los Países Bajos. Indicamos también allí que personas de cuenta habían sido presas en Castilla y entregadas al tribunal de la Inquisición como propagadoras de la doctrina luterana, o como contaminadas al menos de la herejía. Y vimos cuánto enojo había causado esta novedad al emperador, y las cartas que rebosando en ira y en indignación había escrito a sus hijos el rey don Felipe y la gobernadora doña Juana y a los del Consejo de la Inquisición, exhortándolos a no tener piedad ni conmiseración con los herejes, y a castigarlos con toda la dureza y rigor posibles, sin consideración ni excepción de personas{16}.
Ahora añadiremos, que no creemos necesitaran ni el rey ni el Santo Oficio de tan fuertes excitaciones; pero que si acaso fueron necesarias, de su eficacia pudo haber quedado bien satisfecho el emperador si su vida se hubiera prolongado unos meses más, pues hubiera visto el castigo que sufrieron todos los que habían tenido la desgracia de predicar o profesar las doctrinas luteranas, o de hacerse sospechosos de herejía, siquiera fuese por sus relaciones de amistad o parentesco con ellos. El tribunal de la Inquisición funcionaba entonces en toda su plenitud, bajo el influjo del inquisidor general don Fernando Valdés, arzobispo de Sevilla, el Torquemada del siglo XVI; el rey le protegía, y las bulas del pontífice Paulo IV abrían tan ancha puerta a los inquisidores, y daban tal laxitud a las interpretaciones más arbitrarias, que bien podían sacrificar impunemente a cuantos tuvieran la desdicha de ser denunciados, dando a la sentencia todo color de legalidad. Pues por una de estas bulas facultaba el pontífice al inquisidor general Valdés para que, con los del Consejo de la Suprema, pudiera relegar al brazo secular a los dogmatizantes, aunque no fuesen relapsos, y a todos los herejes que mereciesen pena de muerte y abjuraran de la herejía, «no de ánimo y pura conciencia, sino por temor de la muerte o por librarse de las cárceles{17}.» Con esta bula, ¿quién ponía trabas a la arbitrariedad de los inquisidores? ¿quién de los denunciados podía creerse libre de la hoguera? ¿quién podía estar seguro de que el más sincero arrepentimiento, la abjuración y retractación más verdadera no se interpretaría como hecha por librarse de las cárceles o de los tormentos? De aquí la multitud de procesos y castigos crueles, de autos horribles de fe en casi todos los distritos de la península, señaladamente en Sevilla y Valladolid.
Con poco que se hubiera prolongado la vida del emperador hubiera quedado bien satisfecho el celo inquisitorial que desplegó al fin de sus días, al ver procesados por el Santo Oficio tantos personajes ilustres por sus altos cargos, por su ciencia o por su cuna, tantos arzobispos y obispos, abades, sacerdotes, frailes, monjas, marqueses y grandes señores, magistrados, profesores, altos funcionarios del Estado, mezclados con menestrales, artesanos, sirvientes y gente menuda del pueblo. Hubiera visto sujetos a un proceso inquisitorial a los arzobispos de Granada y de Santiago, a los obispos de Lugo, de León, de Almería, a teólogos insignes de los que habían dado lustre a España y a la iglesia católica en el concilio de Trento. Y hubiera visto denunciado y procesado por sospechoso de luteranismo al mismo primado de la iglesia española, al arzobispo de Toledo don Fr. Bartolomé de Carranza, confesor de su hijo Felipe II, y el mismo que había prestado los auxilios de la religión al emperador Carlos V en los últimos momentos de su vida en Yuste; y hubiera visto procesados con él a todos los prelados y teólogos que habían aprobado sus «Comentarios al Catecismo de la Doctrina Cristiana.»
No siendo de nuestro objeto hacer una historia completa de lo que en materias de Inquisición pasaba en España en los tres o cuatro primeros años del reinado de Felipe II, nos concretaremos en este presente capítulo a dar una idea de ello, haciendo una breve reseña de los dos solemnes autos de fe que se celebraron en Valladolid en el año 1559, uno en ausencia todavía, otro en presencia ya del rey Felipe II; autos que pusieron en movimiento las plumas de Alemania y de Francia para escribir contra la Inquisición española, por la circunstancia de que los castigados en ellos lo fueron por la herejía de Lutero, no habiendo reparado en los muchísimos más que antes lo habían sido por las sectas judaica y mahometana.
Verificose el primero el domingo de la Santísima Trinidad (21 de mayo, 1559), con asistencia de la princesa regente, del príncipe de Asturias don Carlos, de todos los consejos, de prelados, grandes de España, títulos de Castilla, individuos de las chancillerías y tribunales, damas ilustres, y muchedumbre de espectadores de todas las clases de la sociedad. Para solemnizar el acto se había erigido en la plaza mayor un suntuoso estrado con grandes departamentos, graderías, tribunas, púlpitos y otras diversas localidades, unido todo a la casa consistorial. Se levantaron los tejados de las casas de la plaza, y sobre sus techumbres se hicieron tablados, para que el numeroso público tuviera desde donde presenciar el espectáculo con la posible comodidad{18}. Treinta y un delincuentes eran los destinados a figurar en esta terrible ceremonia; de ellos diez y seis para ser reconciliados con penitencias, catorce condenados a muerte, y un difunto, en estatua. Salió el primero, y sentáronle en la silla más alta del teatro (que así le llamaban), el doctor don Agustín de Cazalla, canónigo de Salamanca y predicador del emperador y del rey, hijo de su contador, acusado y condenado a muerte por hereje luterano dogmatizante: había negado primero y confesado después; se confesó, comulgó y reconcilió con ejemplar arrepentimiento con fray Antonio de la Carrera; en todo el tránsito hasta el lugar del suplicio fue predicando a sus mismos compañeros de proceso, exhortándolos a retractar sus errores y morir en la verdadera fe, dirigiendo al pueblo y a los mismos sentenciados los consejos más sanos y ortodoxos, palabras llenas de unción y de caridad. Sufrió con resignación cristiana la muerte en garrote, y su cadáver fue después quemado en la hoguera{19}.
2.° Don Francisco de Vivero Cazalla, hermano del doctor, párroco del obispado de Palencia: se confesó, murió en garrote y fue quemado{20}.
3.° Doña Beatriz de Vivero Cazalla, hermana también, beata: se confesó, murió en el garrote y fue quemada. Llevaba sambenito, coroza en la cabeza y cruz en la mano.
4.° La estatua y huesos de doña Leonor de Vivero, madre de los Cazallas. Había esta señora muerto en opinión de católica, pero acusada después de luterana por el fiscal de la Inquisición, por haberse averiguado ser su casa el punto donde se reunían sus hijos con otros luteranos, se la mandó desenterrar, conducir sus huesos en un ataúd al auto de fe, y su efigie vestida del sambenito con llamas, para ser todo quemado: se mandó también arrasar su casa con prohibición de reedificarla, y que se pusiera en el solar un monumento con una inscripción infamatoria.
5. Don Alonso Pérez, presbítero y maestro de teología; degradado, agarrotado y quemado.
6.° Don Cristóbal de Ocampo, vecino de Zamora, caballero del orden de San Juan, limosnero del gran prior de Castilla y León; íd.
7.° Don Cristóbal de Padilla, caballero de Zamora; íd.
8.° El licenciado Antonio Herreruelo, abogado de Toro; murió impenitente, y fue quemado vivo{21}.
9.° Juan García, platero de Valladolid; se confesó, murió en garrote, y se quemó su cadáver.
10.° El licenciado Francisco Pérez de Herrera, juez de contrabandos de la ciudad de Logroño; íd.
11.° Doña Catalina Ortega, hija de Hernando Díaz, fiscal del Consejo real de Castilla, y viuda del comendador Loaisa; íd.
12.° Isabel de Estrada, vecina de Pedrosa; íd.
13.° Catalina Román, beata, del mismo pueblo; ídem.
14.° Juana Velázquez, criada de la marquesa de Alcañices; íd.
15.° Gonzalo Baeza, portugués, vecino de Lisboa, por judaizante; íd.
Todos estos, después de haber abjurado y confesado como verdaderos penitentes, fueron condenados a la pena de garrote, quemados en cadáver y confiscados sus bienes, excepto el licenciado Herreruelo que fue quemado vivo por impenitente. Los diez y seis restantes salieron al auto con sambenito, coroza, soga al cuello, cruz o vela en la mano, y demás signos infamantes que se usaban, y después de reconciliados fueron condenados a diferentes penas, como cárcel perpetua irremisible, cárcel temporal o al arbitrio de los inquisidores, confiscación de bienes, perdimiento de oficios, destierro y otras semejantes, según había sido calificado el delito de cada uno{22}.
Al tiempo que esto pasaba en Valladolid ejercía también el Santo Oficio sus rigores en otros distritos de la península. En el parte que los del Consejo de la Inquisición daban al rey de haberse verificado el auto de fe de que acabamos de hablar, le decían: «Los inquisidores de Zaragoza nos han enviado relación que en 17 de abril hicieron auto de la fe, en el cual determinaron ciento y doce causas, y entre ellas dos de luteranos, y que quedan en las cárceles muchos presos, y los doce luteranos.– Los inquisidores de Sevilla avisan que tienen ya votadas más de ochenta causas, y que con brevedad harán auto: hecho, daremos aviso a V. M.– En el auto que últimamente se hizo en Murcia relajaron catorce personas, las más por ceremonias judaicas, y otras por de moros, y se reconciliaron cuarenta y dos: están presos muchos, y sustáncianse sus procesos para determinarlos con brevedad. Esperamos en N. S., cuya es la causa, dará fuerzas para que todo se haga a gloria suya y como V. M. sea servido…{23}.»
De no haber aflojado en la sustanciación y fallo de las causas el tribunal de Sevilla, según anunciaba al rey el Consejo, dio testimonio el auto de fe que en la plaza de San Francisco de aquella ciudad se celebró el 24 de setiembre (1559), con poca menor solemnidad que el de Valladolid, puesto que solo le faltó la asistencia de los príncipes. Presidíale como vice-inquisidor general y delegado del arzobispo Valdés, el obispo de Tarazona don Juan González, y como inquisidores del distrito los muy magníficos señores Andrés Gasco, Miguel del Carpio y Francisco Galdo, y el provisor Juan de Ovando. Hubo en este auto veintiuno relajados en persona, y ochenta reconciliados y penitenciados, siendo notable por la calidad de las personas que sufrieron la muerte y la hoguera, y por la tenacidad de aquellas en sostener las opiniones luteranas, puesto que los hubo tan contumaces, que prefirieron ser quemados vivos a dar la menor señal de retractación ni arrepentimiento, y otros solo manifestaron una contrición dudosa cuando se vieron atados ya al palo y con el fuego debajo de sus pies{24}.
Suponían los inquisidores que de estos espectáculos tendría gusto en disfrutar el rey don Felipe, ausente hasta entonces; y así reservaron, como para agasajarle cuando viniese a España y para darle una muestra ostensible de su celo religioso, la segunda parte del auto de 21 de mayo en Valladolid. Y decimos la segunda parte, ya porque el de que vamos a hablar fue el resultado de la continuación del proceso de los Cazallas, ya porque parece no podía tener otro objeto el haberse suspendido la ejecución de algunas causas fenecidas ya cuando se hizo el auto de mayo. Habiendo pues desembarcado el rey Felipe II en Laredo en el mes de setiembre (1559), según en el capítulo anterior dijimos, dispúsose para solemnizar su regreso de Flandes y su entrada en la capital de Castilla el auto de fe de 8 de octubre. Después de los arcos triunfales y otras demostraciones de regocijo, que se hicieron para su recibimiento, y al dar principio al espectáculo, el inquisidor general Valdés tomó el juramento de costumbre al monarca de que defendería y protegería el Santo Oficio de la Inquisición contra todo el que directa o indirectamente quisiera impedir o contrariar sus efectos; jurolo el rey con el estoque en la mano; predicó el sermón de fe el obispo de Cuenca, y comenzó el auto con asistencia del rey, del príncipe su hijo, de la princesa su hermana, del príncipe de Parma su sobrino, y de casi toda la grandeza de España que seguía la corte.
Había para este día catorce desgraciados destinados a ser pasto de las llamas, y diez y seis a ser reconciliados con penitencia, casi todos por inficionados de la herejía de Lutero. El primero que fue sacado al anfiteatro fue don Carlos de Seso, caballero veronés, pero domiciliado en Castilla y casado y enlazado con la familia de los Castillas, descendientes del rey don Pedro. Este había sido el principal dogmatizador y el que había difundido las doctrinas luteranas por los pueblos de Castilla. Viole el rey llevar y entregar vivo a la hoguera por impenitente y contumaz, aunque le predicaron atado ya al palo. Sufrió el fuego con un valor terrible; y cuéntase que diciendo al rey: «¿Con qué así me dejáis quemar?» le respondió el monarca: «Y aun si mi hijo fuera hereje como vos, yo mismo traería la leña para quemarle{25}.» Entre las personas sentenciadas a muerte y fuego en este auto se contaban, el presbítero don Pedro de Cazalla, hermano del doctor (que así quedó como exterminada aquella noble familia), Fr. Fernando de Puyas, fraile dominico, hijo de los marqueses de Poza, una monja del convento de Santa Clara de Valladolid, y cuatro del de Belén. Otras tres monjas de este mismo monasterio figuraron entre los reconciliados y penitenciados{26}.
Es en verdad circunstancia digna de notarse que al tiempo que en España ejercía de esta manera sus rigores el Santo Oficio, a presencia y con aprobación y beneplácito del rey y de las personas reales, el pueblo romano con ocasión de la muerte del papa Paulo IV se amotinaba contra los ministros de la Inquisición, abría las cárceles, soltaba los presos, asaltaba el monasterio de la Minerva, perseguía a muerte a los frailes dominicos, rompía la estatua y escudo del pontífice, y hubiera asesinado al cardenal Caraffa y a sus hermanos, si Marco Antonio Colonna y Julián Cesarino no hubieran llegado a tiempo de defender contra el furor popular así a estos como a los dominicos inquisidores{27}.
Felipe, después de haber solemnizado con su presencia el auto de fe, partió para Madrid, Aranjuez y Toledo.
En el segundo de estos puntos expidió una pragmática de las más extrañas y notables que habrá dictado ningún soberano. Es un documento que revela a las claras el carácter y las miras de Felipe II, y descubre todo un sistema político y de gobierno. Decidido, se conoce, a impedir por todos los medios imaginables que acabaran de penetrar en España las doctrinas de la reforma; que habían comenzado a infiltrarse en ella, parece se propuso aislarla completamente del movimiento intelectual del mundo, y poner una muralla entre España y Europa, y una aduana por donde no pudiera pasar una sola idea. Prohibió, pues, por esta pragmática a todos sus súbditos, eclesiásticos y legos, ir a estudiar en las universidades, colegios o escuelas de fuera del reino; porque «los dichos nuestros súbditos, decía, que salen fuera destos reinos a estudiar, allende del trabajo, costas y peligros, con la comunicación de los extranjeros y de otras naciones se divierten y distraen, y vienen en otros inconvenientes… Por lo cual mandamos que de aquí adelante ninguno de los nuestros súbditos y naturales, de cualquier estado, condición y calidad que sean, eclesiásticos o seglares, frailes ni clérigos, ni otros algunos, no puedan ir ni salir destos reinos a estudiar, ni enseñar, ni aprender, ni a estar ni residir en universidades, ni estudios ni colegios fuera destos reinos; y que los que hasta agora y al presente estuvieren y residieren en las tales universidades, estudios o colegios, se salgan y no estén más en ellos dentro de cuatro meses después de la data y publicación desta nuestra carta; y que las personas que contra lo contenido y mandado en esta nuestra carta fueren y salieren a estudiar y aprender, enseñar, leer, residir o estar en las dichas universidades, estudios o colegios fuera destos reinos; a los que estando ya en ellos, y no se salieren y fueren y partieren dentro del dicho tiempo, sin tornar ni volver a ellos, siendo eclesiásticos, frailes o clérigos, de cualquier estado, dignidad y condición que sean, sean habidos por extraños y ajenos destos reinos, y pierdan y les sean tomadas las temporalidades que en ellos tuvieren; y los legos cayan y incurran en pena de perdimiento de todos sus bienes, y destierro perpetuo destos reinos… &c.{28}.»
No era fácil imaginar que hubiera un soberano en el siglo XVI que quisiera incomunicar intelectualmente su nación con el resto del mundo, y que hiciera crimen en sus súbditos enseñar a otros hombres o aprender de ellos, hasta el punto de privarlos de sus bienes y hasta del derecho de nacionalidad. Con esto y con los autos de fe tan repetidos, comprimido y como encarcelado el pensamiento, llenas de trabas las inteligencias, sujetas las ideas a la suspicaz e inexorable censura inquisitorial, privada España del comercio literario con las demás naciones, la especie de cordón sanitario de que se rodeaba a la nación, sin duda era muy bueno para preservarla del contagio de la herejía de que empezaba a inficionarse, y para mantener la unidad católica; pero los demás ramos del saber humano tenían que estancarse y como enmohecerse quedando la España rezagada en la marcha intelectual del mundo y a mucha distancia detrás de los demás pueblos, tanto como hasta entonces se había adelantado a casi todas las naciones.
Desde que Felipe II volvió de Flandes, no había cesado de dar disposiciones sobre el modo cómo había de ser traída a España su tercera esposa la princesa Isabel de Valois, hermana del rey de Francia Francisco II, llamada la Princesa de la Paz, así por haber nacido cuando se ajustó la paz de Francia con Inglaterra, como por haberse concertado su boda con ocasión de la paz entre Francia y España. Deseaba el rey que se le hiciera el recibimiento más suntuoso posible. Al efecto comisionó al cardenal don Francisco de Mendoza, obispo de Burgos{29}, y al duque del Infantado para que se adelantaran hasta la raya de Francia, y en su real nombre se entregaran allí de la persona de la reina y la acompañasen hasta Guadalajara, donde él había de recibirla, dándoles las mas minuciosas instrucciones sobre el ceremonial que habían de observar y tratamiento que habían de hacer así a la reina como a los caballeros franceses que con ella venían, de los cuales eran los principales el cardenal de Borbón y el duque de Vendôme, y expidiéndoles para ello poderes en toda forma{30}.
Por varios incidentes se difirió algún tiempo el viaje de la nueva reina. Al fin cruzó el Pirineo al comenzar el año 1560 por San Juan de Pié-de-Puerto, y en Roncesvalles fue entregada con toda ceremonia (4 de enero) a los comisionados regios de España, los cuales la trajeron con toda pompa, conforme a las instrucciones, hasta Guadalajara, donde se adelantó a incorporársele el rey desde Toledo. Veláronse allí los regios consortes (2 de febrero, 1560), echándoles la bendición nupcial el cardenal obispo de Burgos, y siendo padrinos el príncipe don Carlos y la princesa de Portugal doña Juana su tía{31}.
La entrada y recibimiento que en Toledo se hizo a la nueva reina de España fue solemne, magnífico y suntuoso. Simulacros de batalla en la Vega por numerosos cuerpos de infantería y caballería, lujosamente vestidos, unos a la morisca, a la húngara otros; danzas de doncellas de la Sagra; otras de gitanas y de moriscas; comparsas de gremios con sus estandartes; diferentes y muy vistosas mascaradas; músicas y coros de concertadas voces; arcos triunfales desde la entrada hasta la iglesia mayor y el alcázar; los oficiales del Santo Oficio a caballo con su estandarte morado; los doctores todos de la universidad; el cabildo en pleno de toda ceremonia; consejos, tribunales, grandeza de España; monumentos con inscripciones alegóricas; torneos, juegos de cañas y otros espectáculos, nada se omitió en aquellos días para festejar a la princesa extranjera que venía a sentarse en el trono de Castilla{32}.
A los pocos días (22 de febrero) fue jurado y reconocido el príncipe Carlos en las Cortes de Toledo legítimo heredero y sucesor en los reinos de España con la mayor solemnidad, jurando él a su vez guardar los fueros y leyes de estos reinos. Con este motivo, y mejorada la salud de la reina, continuaron las fiestas que se habían suspendido, y entre los diferentes espectáculos no faltó el de un auto de fe que se celebró el domingo de Carnestolendas, en que hubo varios penitenciados{33}.
En otras Cortes que este año (1560) se celebraran en aquella ciudad, y fueron las segundas del reinado de Felipe II, hicieron los procuradores de las ciudades ciento once peticiones al rey, de las cuales algunas merecen ser mencionadas: –Que el soberano visitara las ciudades del reino para que conociera las personas de quienes se podría servir: –Que se reformara el lujo en los trajes, dando S. M. el primero el ejemplo: –Que se suspendiera la venta de los lugares pertenecientes a la corona: –Que no se levantara mano hasta acabar la Recopilación de las leyes: –Que no se permitiera sacar carnes y cereales de Castilla a los reinos de Portugal, Aragón y Valencia: –Que se moderaran los intereses de las deudas del rey: –Que no se permitiera sacar dinero del reino: –Que continuara el rey no tomando para sí el dinero que venía de Indias para particulares: –Que se suprimieran las aduanas entre Castilla y Portugal: –Que no se dorara ni plateara cosa alguna sino para las iglesias: –Que se nombraran jueces para conocer en qué grado habían de ir las causas a Roma para evitar costas y dilaciones{34}: –Que las justicias ordinarias pudieran castigar los soldados delincuentes en delitos contra paisanos, no valiéndoles el fuero militar: –Que los que tuvieran empleo u oficio real no pudieran tratar en mercaderías{35}: –Que los moriscos de Granada no pudieran comprar esclavos negros{36}: –Que se persiguiera a los vagabundos: –Qué se marcara a los ladrones en el brazo: –Que los grandes no tuvieran muchos lacayos, pues por el aliciente de la librea dejaban muchos las labores de la agricultura: –Que se fortificaran las ciudades de la costa{37}.
Terminadas estas Cortes, (19 de setiembre, 1560), el rey don Felipe, que siempre había mostrado afición a residir en Madrid en las épocas y temporadas que había podido, determinó hacer de esta villa la residencia real permanente, y el asiento fijo de la corte y del gobierno supremo, dando a esta población los honores y categoría de capital de España, llevado sin duda de la circunstancia de su centralidad, «y para que tan gran monarquía, como dice uno de sus historiadores, tuviese ciudad que pudiese hacer el oficio del corazón, que su principado y asiento está en el medio del cuerpo para ministrar igualmente su virtud a todos los estados{38}.» Idea y determinación que el tiempo, la experiencia, la razón y el buen sentido han juzgado de una manera poco favorable al talento de aquel monarca.
{1} Tenemos a la vista, sacada del Archivo de Simancas, una Relación (que hoy nombraríamos Presupuesto) de las rentas y gastos del reino en el año 1557.
Según esta relación, «monta el cargo de las rentas del reino deste año de 1557, así encabezadas como arrendadas.»…… | 349.800.000 mrs. |
Monta el situado, e prometidos, e suspensiones…… | 129.108.000 |
De manera, que queda en el reino para librar…… | 220.392.000 |
De esto importaba ya lo librado hasta 18 de marzo (el documento expresa todas las partidas al pormenor)…… | 195.568.000 |
Lo que se necesitaba todavía para los gastos ordinarios del resto del año (con expresión de cada partida) era…… | 197.182.000 |
Gastos ordinarios desde 18 de marzo…… | 393.750.000 |
Resto de las rentas ordinarias para cubrirlos…… | 220.392.000 |
Déficit para los gastos ordinarios…… | 173.358.000 |
Concluye el documento diciendo: «Asi mesmo, demas de lo susodicho, han venido, e de cada día vienen cédulas e mandamientos de S. A. para librar acostamientos, e continos, e otras debdas, y por esto es bien que se provea en todo, porque en lo de las rentas Reales no hay para ello, segund que de suso va declarado.»
Archivo general de Simancas, Estado, leg. núm. 4.
{2} Memorial del Consejo de Hacienda al rey, en 17 de marzo de 1557.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 120.
{3} Real cédula de 12 de enero de 1557.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 120.
{4} Carta de Felipe II a la princesa regente, en 10 de julio de 1557.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 119.
{5} Carta de la princesa gobernadora al rey; de Valladolid a 26 de julio.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 120.
{6} Debemos a esta circunstancia al saber oficialmente a cuanto ascendían aquel año las rentas de la mesa arzobispal de Toledo.
«En este año de 1557 (decía la relación que se mandó hacer) ha montado el pan que cabe a la mesa arzobispal 129.900 fanegas, 10 celemines: las 66.656 fanegas de trigo; 58.909 de cebada, y 4.524 de centeno. De estas se han vendido 125.651 fanegas, un celemín, que valieron…… | 29.141.351 mrs. |
«Las rentas de los corderos, minucias, vino y lana e otras cosas, han valido este año…… | 24.637.099 |
Archivo de Simancas, Estado, legajo 120.
{7} «En lo de las legitimaciones de los hijos de los clérigos (le decía la princesa gobernadora al rey), aunque acá se había propuesto y publicado generalmente, incluyendo hidalguía sin distinción de que fuesen sus padres hidalgos o no, fasta agora no ha habido despacho alguno; entiéndese no ser muchos los que tienen facultad grande, y estos y los que no la tienen no les faltan otros medios y remedios de que usan; y ansi aunque se había significado se haría en moderados precios, y cometidose a personas en los lugares y villas deste reino cabezas de partido, para que con más facilidad y comodidad la pudiesen tractar, no se tiene esperanza mucha de provecho, &c.» –Carta de la princesa al rey; Valladolid, 26 de julio, 1557.– Archivo de Simancas, Estado, legajo 120.
{8} Todo esto consta auténticamente y con toda extensión en la larguísima carta de la princesa regente al rey, que hemos citado, y que es en verdad un documento tan importante y curioso como triste y desconsolador. Sentimos no poderla insertar integra por su demasiada extensión y prolija minuciosidad.
{9} Carta descifrada de la Serenísima Princesa a S. M., a 17 de diciembre de 1558.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 130.
{10} Consulta del Consejo Real a S. M. De Valladolid, 29 de enero de 1557.– Dentro hay una nota de las facultades que tenía el nuncio de España, y la tarifa de los derechos que solían percibir por el despacho de cada negocio los oficiales de la nunciatura.– Archivo de Simancas, Estado, legajo 120.
{11} Cuaderno de las cortes de Valladolid de 1558, impreso en aquella ciudad aquel mismo año. Petición 1.ª
{12} «Otrosí decimos, que de haber tenido tantos años la Majestad Imperial su casa al uso y modo de Borgoña, y V. R. M. la suya como la tiene al presente, con tan grandes y excesivos gastos que bastaran para conquistar y ganar un reino, se ha consumido en ella una gran parte de vuestras rentas y patrimonio real, y recrescidose muchos daños; y lo que peor es, que estos reinos que son tan principales, reciben en ello disfavor en alguna manera e injuria, y se va olvidando la casa real al uso y modo de Castilla, que es la propia y muy antigua y menos costosa; y porque se recuerde y excuse lo pasado &c…» Petición 4.ª
{13} Peticiones 5.ª a 13.ª– Ya la chancillería de Granada había representado a S. M. en 24 de julio de 1557 que el sueldo de los oidores no bastaba para su decorosa sustentación, y pidiendo que se les acrecentara.– Archivo de Simancas, Estado, legajo 120.
{14} «Otrosí decimos que por haberse tomado para las necesidades de V. M. el oro y plata que ha venido y viene de las Indias están perdidos los mercaderes, tratos y tratantes destos reinos, y ha cesado la contratación en ellos, de que se han seguido y siguen grandes daños e inconvenientes, como se pidió y suplicó en las Cortes pasadas de 55 en la petición 111. Suplicamos a V. M. que de aquí adelante no lo mande tomar ni tome, y que se de libremente a sus dueños, y que lo tomado se pague o sitúe con brevedad, y por lo situado se les despachen luego sus privilegios.»– Petición 33.ª
{15} Cortes de 1537, petición 127.– Cortes de 1552, petición 63.ª– Cortes de 1558, petición 75.ª
{16} Capítulo último del libro precedente.
{17} Bulario de Inquisición; en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia: Bula de Paulo IV en 4 de enero de 1559.
{18} Para estas noticias tenemos a la vista una Relación hecha por testigo competente al día siguiente del auto en Valladolid, y copiada por nosotros del archivo de Simancas. (Negociado de Estado, leg. 137). En esta relación se dan muy curiosos pormenores, que nosotros no podemos detenernos a referir.
{19} Tenemos también a la vista la información auténtica de los últimos momentos del doctor Cazalla, dada por su mismo confesor Fr. Antonio de la Carrera al inquisidor mayor, arzobispo de Sevilla, en que se ve cuán cristianamente murió aquel docto eclesiástico. La Relación concluye diciendo: «Y ansí pasó delante hasta llegar al palo, predicando siempre y amonestando a que reverenciasen los ministros de la Iglesia y honrasen las religiones. Llegado al lugar de su tormento, antes que se apease para subir, se reconcilió conmigo que se había confesado: luego sin más dilación le pusieron en el pescuezo el argolla, y estando ansí, tornó otra vez a amonestar a todos y rogarles que le encomendasen a Nuestro Señor, y en comenzando a decir el Credo, le apretaron el garrote y el cordel, y llegado al cabo se le apretaron, y ansí acabó la vida con semejante muerte y dio el alma, la cual por cierto yo tengo averiguado que fue camino de la salvación: en esto no tengo ninguna dubda, sino que Nuestro Señor que fue servido darle conocimiento y arrepentimiento, y reducirle a la confesión de su fe, será servido darle gloria. Esto, es, señor Ilustrísimo y Reverendísimo, lo que pasó en este caso, lo cual fui testigo de vista, sin apartarme un punto de este hombre, desde que le confesé hasta que fue difunto.– Siervo y capellán de V. S. I., Fr. Antonio de la Carrera.»– Archivo de Simancas, Estado, legajo 137.
{20} Este, dice la Relación, llevaba mordaza, «e hizo grandes bascas hasta que se la quitaron, y le dieron agua, y luego se la volvieron a poner.»
{21} A este le fue predicando el doctor Cazalla hasta el patíbulo y hasta el mismo quemadero, y no le pudo convertir: sufrió el fuego con horrible serenidad, en silencio, y sin lanzar un solo grito ni exclamación de dolor.
{22} Estos reconciliados y penados fueron:
1. Don Juan de Vivero Cazalla, hermano del doctor: sambenito, confiscación, cárcel perpetua irremisible.
2. Doña Juana de Silva, su mujer: sambenito hasta la cárcel.
3. Doña Constanza de Vivero, hermana de los Cazallas, mujer del contador del rey Hernando Ortiz: sambenito, confiscación, cárcel perpetua irremisible.
4. D. Pedro Sarmiento de Rojas, caballero del orden de Santiago y comendador mayor de Quintana, hijo del primer marqués de Poza: íd. íd.
5. D. Luis de Rojas Enríquez, sobrino del antecedente: sambenito hasta la cárcel, confiscación de bienes, destierro, privación de armas y caballo.
6. Doña Francisca de Zúñiga, hija del licenciado Baeza, contador del rey: sambenito, cárcel perpetua y confiscación.
7. Doña Mencía de Figueroa, mujer del Sarmiento: íd. íd.
8. Doña Ana Enríquez, hija del marqués de Alcañices: sambenito, confiscación.
9. D. Juan de Ulloa Pereira, vecino de Toro, caballero de San Juan de Jerusalén: sambenito, nota de infamia, confiscación de bienes y privación de honores.
10. Doña María de Rojas, hermana de la marquesa de Alcañices, monja en Santa Catalina de Valladolid: condenada a ser la última de la comunidad en su convento, y a privación de voto activo y pasivo.
11. Doña Leonor de Cisneros, mujer del licenciado Herreruelo: sambenito, confiscación y cárcel perpetua.
12. María de Saavedra, mujer del hidalgo Cisneros: íd. íd.
13. Anton Waser, inglés, criado de don Luis de Rojas: reclusión por un año en un convento.
14. Isabel Domínguez, criada de doña Beatriz de Vivero: sambenito y cárcel perpetua.
15. Antón Domínguez, su hermano: íd. íd.
16. Daniel de la Cuadra, labrador, vecino de Pedrosa: íd. íd.
Predicó en este célebre auto el sermón de la fe el maestro Fr. Melchor Cano, obispo electo de Canarias, y uno de los teólogos más distinguidos que asistieron al concilio de Trento.
Llorente en su Historia de la Inquisición, tomo IV, cap. XX, demuestra haber conocido también los documentos a que aquí nos referimos.
{23} «En Valladolid 30 de mayo 559.– De V. M. humildes capellanes que sus Reales manos besan.– El licenciado Hottalora.– El licenciado de Valtodano.– El doctor Andrés Pérez.– El doctor Simancas.»– Archivo de Simancas, Estado, leg. 173.
{24} Entre las personas notables que perecieron en este auto de Sevilla, podemos contar a don Juan Ponce de León, hijo segundo del conde de Bailén, y primo hermano del duque de Arcos, los presbíteros y religiosos don Juan González, fray Cristóbal de Arellano, fray García de Arias, fray Juan de León, y las doncellas nobles doña María de Virués, doña María Cornel, doña María de Bohorques, y doña Isabel de Baena: las casas de esta última se mandaron también arrasar y poner en su área un mármol con un letrero infamatorio, como en las de doña Leonor de Vivero en Valladolid.
{25} Cabrera, Historia de Felipe II, lib. V, cap. 3.
{26} Nómina de los castigados en el auto de fe de 8 de octubre.
Quemados.
D. Carlos de Seso, quemado vivo.
Fr. Domingo de Rojas, en cadáver.
El licenciado Diego Sánchez, íd.
D. Pedro de Cazalla, íd.
Juan Sánchez, vivo.
Doña María de Guevara, en cadáver.
Doña Catalina de Reinoso, íd.
Doña Margarita de Santisteban, ídem.
Doña María de Miranda, Id. (Las cuatro, monjas de Belén).
Doña, Eufrasia de Mendoza, monja de Santa Clara, íd.
Pedro de Sotelo, íd.
Francisco de Almarza, íd.
Gaspar Blanco, íd.
Juana Sánchez, beata, difunta, quemados sus huesos y su efigie.
Reconciliados con penitencia.
Doña Felipa de Heredia.
Doña Catalina de Alcaraz.
Doña María de Reinoso (Todas tres monjas de Belén).
Doña Isabel de Castilla.
Doña Catalina de Castilla.
Doña Teresa de Oxpa.
Ana de Mendoza.
Magdalena Gutiérrez.
Leonor de Toro.
Ana de Calvo, beata.
Francisco de Coca.
Gerónimo López.
Isabel de Pedrosa.
Catalina Becerra.
Antón González.
Pedro de Aguilar. Condenados estos a varias penas.
Archivo de Simancas, Estado, legajo 137.– Llorente, Hist. de la Inquisición, tom. IV, cap. XX, art. 2.°– Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. V, cap. 3.
{27} Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. V, c. 3.– Leti, Vita, p. I, libro XIV.
{28} Pragmática de 22 de noviembre de 1559 en Aranjuez.– Esta pragmática se imprimió en 1563 en Alcalá a continuación del cuaderno de cortes de 1559.
{29} Burgos no fue silla arzobispal hasta 1573.
{30} En un códice MS. de la biblioteca del Escorial, señalado iii-23, se halla la correspondencia del rey con el cardenal obispo sobre este asunto, con las instrucciones y ceremoniales, y el itinerario que había de traer la reina desde Poitiers a Roncesvalles, y otro desde Roncesvalles a Guadalajara: hay varias cartas del rey, escritas en octubre, noviembre y diciembre, desde el bosque de Aranjuez, Madrid y Toledo.– Se ha insertado esta correspondencia en el tomo III de la Colección de Documentos inéditos, página 418 a 448.
{31} Actas de la entrega de la reina Isabel; archivo de Simancas, Estado, leg. 381.– Era el rey, dice el historiador Cabrera, de 33 años, 9 meses y 20 días, y la reina de 18 años, 9 meses y 18 días, pequeña, de cuerpo bien formado, delicado en la cintura, redondo, el rostro trigueño, el cabello negro, los ojos alegres y buenos, afable mucho, y fue llamada de la Paz, porque la hicieron las dos coronas.» Hist. de Felipe II, lib. V, cap. VI.
{32} «Y hubieran continuado las fiestas, dice Cabrera, si la reina no hubiera enfermado de viruelas.»
Con ocasión de estas bodas han dicho algunos escritores que nació una pasión amorosa entre el príncipe don Carlos y la reina Isabel, esposa de su padre; de lo cual reservamos tratar adelante con la debida detención.
{33} Tenemos también la lista nominal de los sentenciados y penitenciados en este auto, que creemos ya innecesario reproducir aquí.
{34} Peticiones 2.ª, 3.ª, 5.ª, 7.ª, 20.ª, 25.ª, 26.ª, 27.ª, 29.ª, 40.ª, 53.ª
{35} Peticiones 57.ª, 63.ª, 64.ª
{36} Esta es la única petición de estas Cortes de que hacen mérito nuestras historias: acerca de las demás guardan completo silencio: no entendemos la razón de esta preferencia.
{37} Peticiones 89.ª, 90.ª, 94.ª, 98.ª
En estas Cortes se concedió al reino el encabezamiento general de las rentas y alcabalas reales por trece años, de los veinte que en las anteriores se habían pedido.
{38} Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. V, cap. 9.– Quintana, en las Grandezas de Madrid, fol. 331, vuelto, dice que Felipe II trajo la corte desde Toledo a Madrid el año 1563.