Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo III
África
Los Gelbes. Orán. El Peñón de la Gomera
De 1559 a 1564

Petición de las Cortes al rey sobre los corsarios moros que estragaban las costas de España.– El gran maestre de Malta y el virrey de Sicilia solicitan los ayude a recobrar a Trípoli de Berbería.– Felipe II les envía una flota.– Salida de la expedición.– Primeros desastres.– Arriba la armada a los Gelbes.– Toma del castillo.– Piérdese lastimosamente la armada.– El almirante turco Pialy y el terrible corsario Dragut.– Sitian y atacan el fuerte.– Don Álvaro y los capitanes españoles son llevados cautivos a Constantinopla.– El virrey de Argel intenta conquistar a Oran y Mazalquivir.– Nueva armada española en África.– Hace retirar al virrey.– Expedición enviada por Felipe II a la reconquista del Peñon de la Gomera.– Frústrase esta primera empresa.– Segunda y más numerosa armada contra el Peñón.– Don García de Toledo.– El corsario Mustafá.– Recobran el Peñón los españoles.– Grandes proyectos del gran turco contra el rey de España.
 

«Otro sí decimos (le decían al rey Felipe II los procuradores de las ciudades en las Cortes de Toledo de 1560), que aunque V. M. ha tenido siempre relación de los daños que los turcos y moros han hecho y hacen andando en corso con tantas vandas de galeras y galeotas por el mar Mediterráneo, pero no ha sido V. M. informado tan particularmente de lo que en esto pasa, porque según es grande y lastimero el negocio, no es de creer sino que si V. M. lo supiese, lo habría mandado remediar: porque siendo como era la mayor contratación del mundo la del mar Mediterráneo, que por él se contrataba lo de Flandes y Francia con Italia y Venecianos, Sicilianos, Napolitanos y con toda la Grecia, y aun Constantinopla, y la Morea y toda Turquía, y todos ellos con España, y España con todos: todo esto ha cesado, porque andan tan señores de la mar los dichos turcos y moros corsarios, que no pasa navío de Levante a Poniente, ni de Poniente a Levante que no caiga en sus manos: y son tan grandes las presas que han hecho, así de christianos cautivos como de haciendas y mercancías, que es sin comparación y número la riqueza que los dichos turcos y moros han avido, y la gran destruición y assolación que han hecho en la costa de España: porque dende Perpiñan, hasta la costa de Portugal las tierras marítimas se están incultas, bravas, y por labrar y cultivar; porque a cuatro o cinco leguas del agua no osan las gentes estar; y así se han perdido y pierden las heredades que solían labrarse en las dichas tierras, y todo el pasto y aprovechamiento de las dichas tierras marítimas, y las rentas reales de V. M. por esto también se disminuyen, y es grandísima inominia para estos reinos que una frontera sola como Argel pueda hacer y haga tan gran daño y ofensa a toda España: y pues V. M. paga en cada un año tanta suma de dinero de sueldo de galeras y tiene tan principales armadas en estos reinos, podríase esto remediar mucho, mandando que las dichas galeras anduviesen siempre guardando y defendiendo las costas de España sin ocuparse en otra cosa alguna. Suplicamos a V. M. mande ver y considerar todo lo susodicho; y pues tanto va en ello, mande establecer y ordenar de manera, que a lo menos el armada de galeras de España no salga de la demarcación della, y guarde y defienda las costas del dicho mar Mediterráneo dende Perpiñan hasta el estrecho de Gibraltar, e hasta el río de Sevilla; y V. M. mande señalarles tiempo preciso que sean obligados a andar en corso y en la dicha guardia, sin que dello osen exceder: porque en esto hará V. M. servicio muy señalado a Nuestro Señor y gran bien y merced a estos reinos{1}

Esta sola petición de los procuradores de las ciudades nos revela los daños que a la agricultura y al comercio de España estaban causando los corsarios turcos y moros, la necesidad de defender nuestras costas, y los motivos que tuvo Felipe II para tomar las providencias que en esta materia adoptó a luego de su venida a España, mejor que todo lo que nos dicen cuantas historias hemos leído.

Uno de los corsarios que más estragos habían causado en las costas de los dominios españoles, así de la península, como de Italia y las Baleares, era aquel famoso Dragut, antiguo compañero y sucesor de Barbarroja, de quien dimos noticia en el reinado de Carlos V, el conquistador y defensor terrible de la ciudad de África, y el que había tenido la culpa de que el turco se apoderara de la ciudad de Trípoli, que poseían los caballeros de Malta{2}. Felipe II, en vez de obrar como le aconsejaban y pedían los procuradores, empleando la armada en defender las costas del Mediterráneo, «y no en otra cosa alguna, y sin que dello osaran exceder,» tuvo por mejor complacer al gran maestre de Malta y al duque de Medinaceli, virrey entonces de Sicilia{3}, que le habían pedido con muchas instancias les diese una armada para la reconquista de Trípoli, aprovechando la ocasión de hallarse Dragut en lo interior de África haciendo la guerra a uno de los reyes de Berbería. Envió pues el rey una flota a Mesina a cargo de don Juan de Mendoza, y con estas naves y las galeras de Sicilia, Nápoles, Roma, Malta y Florencia, y con la española, tudesca e italiana, juntó el duque de Medinaceli hasta cien velas entre pequeñas y grandes y sobre catorce mil soldados. Pero anduvo el duque virrey tan poco diligente, que cuando partió de Mesina con su armada (28 de octubre, 1559), había dado lugar a que Dragut, que había vuelto victorioso a Trípoli, se apercibiera del objeto de la armada cristiana, metiera en Trípoli un refuerzo de dos mil turcos, y avisara el sultán de Turquía para que le socorriera contra los cristianos.

Comenzó bajo malos auspicios esta expedición, por otra parte mal preparada. Los alimentos y provisiones que llevaban eran pocos y malsanos; y ya en Siracusa, donde los vientos contrarios obligaron a la armada a detenerse, perecieron de enfermedades y malas comidas hasta cuatro mil hombres, y diez naves se quedaron sin gente, lo cual dio también ocasión a tumultos, excesos y deserciones. Últimamente, después de no pocas averías y desastres, y casi consumidos ya los bastimentos, el duque continuó su derrota con la gente y naves que le quedaban, y que él creía le bastaban para su empresa. Mas en vez de marchar derecho sobre Trípoli, se encaminó a la isla de los Gelbes (febrero, 1560), de fatal recuerdo para los españoles. Perdió allí un tiempo precioso; las enfermedades proseguían, los víveres no abundaban, muchos querían volverse a Sicilia, que hubiera sido el partido más prudente, y en varios combates con los moros se perdieron algunos excelentes capitanes españoles. Pero al fin logró apoderarse del castillo, y que el jeque prestara juramento de fidelidad al rey de España y ser tributario suyo (marzo). Hizo fortificar con grandes baluartes aquel castillo, contra el parecer de muchos de sus oficiales, que le aconsejaban le demoliese y fuese a atacar a Dragut en Trípoli; bien que de contraria opinión era el valeroso capitán don Álvaro de Sande, el cual se daba cuanta prisa podía a bastecer la fortaleza de artillería, municiones y vituallas, no pudiendo por otra parte persuadirse de que viniese la armada turca en socorro de Dragut y de los moros.

Engañose en esto don Álvaro tanto como el de Medinaceli, y ambos se llenaron de consternación cuando supieron que la armada del sultán, conducida por el almirante Pialy, ya conocido por sus estragos en las costas de Italia, se aproximaba a los Gelbes (mayo, 1560). Todo fue entonces confusión y desorden; los moros de la isla, en quienes antes se habían fiado, se volvían en favor de los turcos; las tropas no se hallaban en disposición de resistir a tan fuerte enemigo; el duque no era gran práctico en las cosas del mar, y al ver su irresolución y su aturdimiento, cada nave y cada capitán trató de salvarse como pudo. Muchas galeras con la precipitación se estrellaron en los escollos, otras encallaron en los bajíos, las naves gruesas y pesadas antes de desplegar las velas fueron entradas por los turcos con miserable estrago, apresaron aquellos treinta bajeles, mataron más de mil hombres e hicieron cinco mil prisioneros. Los malteses, más conocedores de aquellos mares, fueron los que se salvaron. El duque y Juan Andrea Doria, sobrino del famoso almirante genovés, con algunos otros oficiales, pudieron salir de noche del canal sin ser vistos, y arribar con algunas galeras a Malta y Sicilia.

No paró en esto solo la desastrosa jornada de los Gelbes. El virrey, que tan en mal hora la había preparado y con tan poco acierto dirigido, había dejado encomendada la defensa del castillo y el gobierno de la isla al valeroso don Álvaro de Sande, ofreciéndole que pronto le enviaría socorros. Este intrépido jefe hizo una defensa heroica contra doce mil turcos y multitud de moros insulares que cercaron la fortaleza al mando de Dragut y Pialy reunidos. No hubo trabajo que los sitiados no pasaran, ni proeza que no hicieran en cerca de mes y medio que duró el cerco. Hambre, sed, calor abrasador, enfermedades, combates diarios, salidas vigorosas, asaltos repetidos, luchas desesperadas, fatigas increíbles, mortandad, miseria, todo lo que en tales casos puede poner a prueba el valor de los hombres, todo lo sufrieron don Álvaro y los suyos, y no fue poco el estrago que causaron a los enemigos. Cuando Pialy y Dragut, viéndolos reducidos a la situación más lastimosa, les intimaron la rendición ofreciéndoles la vida, a la voz del altivo don Álvaro de Sande unieron las suyas todos los que quedaban para contestar que no querían sino morir con honra peleando por su religión y por su patria. Y haciendo una salida impetuosa a la media noche, forzaron las trincheras, mataron muchedumbre de turcos, y hubieran llegado hasta la tienda de su general si no los detuvieran los jenízaros, con los cuales lucharon a la desesperada hasta morir casi todos. Don Álvaro con otros dos oficiales se abrió intrépidamente paso por lo más espeso de las filas enemigas, y ganando la playa subió a bordo de un navío español varado en la costa, donde le descubrió la luz del día con la rodela en un brazo y la espada en la mano rodeado de turcos, que parecía no querer acabarle, respetando un hombre de tan heroico valor: Un renegado genovés le instó a que rindiera las armas bajo el seguro de entregarle al almirante turco, y con toda consideración fue conducido a la capitana.

Los turcos entraron en el desmantelado castillo (fin de junio, 1560), degollando o encadenando los pocos soldados que encontraron. El esforzado don Álvaro de Sande, don Gastón de la Cerda, hijo del duque de Medinaceli, los capitanes don Sancho Martínez de Leiva, don Berenguer de Requesens, Galeazo Farnesio, don Juan de Córdoba y algunos otros oficiales distinguidos fueron llevados a Constantinopla. Tal fue la famosa jornada del duque de Medinaceli a los Gelbes, isla fatal a los españoles desde la primera invasión del conde Pedro Navarro en los tiempos de Fernando el Católico, y que nos recuerda también el desastre de don Pedro de Toledo en los de Carlos V. La defensa del castillo de los Gelbes contra Pialy y Dragut por don Álvaro de Sande en 1560 nos trae a la memoria la de Castelnovo contra Barbarroja y Ulamen por el español don Francisco Sarmiento en 1539. Ni una ni otra sirvieron sino para acreditar el valor español a costa de preciosa sangre española en defensa de fortalezas que nada le importaba a España poseer, y en esto se consumían sus caudales y sus hombres.

El almirante Pialy partió al poco tiempo para Constantinopla, llamado por Solimán para emplearle en las guerras de Arabia, mas no lo hizo sin estragar antes las costas de Sicilia y de la Calabria Ulterior, y prosiguiendo para Mitilene y Gallipoli arribó triunfante a la capital del imperio otomano (27 de setiembre) con los cautivos españoles. Destinó el sultán a don Álvaro y sus compañeros a la torre del Perro en el Mar Negro, donde murió el hijo de Medinaceli. Los demás permanecieron hasta 1562, en que con motivo de un tratado de paz entre Solimán y el emperador don Fernando fue concertado en uno de los capítulos el rescate de estos ilustres prisioneros, bien que a algunos se les propinó pérfidamente un tósigo, y no pudieron volver a servir{4}.

Las posesiones españolas de la costa de África eran otros tantos monumentos gloriosos del poderío a que había llegado la nación en el reinado de los Reyes Católicos, de las hazañosas empresas del cardenal Cisneros y del conde Pedro Navarro, y de los esfuerzos vigorosos, alternativamente desgraciados y felices, del emperador Carlos V: pero eran también un padrastro de España. Siempre amenazadas y siempre en peligro, su conservación costaba a España una especie de sangría continua de hombres, de naves y de dinero. Felipe II lo empezó a experimentar con el desastre de los Gelbes, uno más en la serie de los que habían sufrido en aquellos mares y en aquellas costas las armadas de sus antecesores. Supo después que el virrey de Argel, Hassen, hijo de Barbarroja, trataba de enviar una flota para levantar los moriscos de Valencia y dar pasaje para África a muchos, y tomó la determinación de desarmarlos a todos (1562), como ya en las Cortes de 1560 le aconsejaban con mucha previsión los procuradores que lo hiciese con los de Granada{5}. La operación se ejecutó bien y sin excitar alboroto.

Pero el mismo Hassen, alentado con la derrota de los españoles en los Gelbes, proyectó luego la conquista de Orán y de Mazalquivir, para lo cual juntó un poderoso ejército. Otra vez tuvo Felipe II que armar y equipar una flota de veinte y cuatro galeras que mandó construir en Barcelona, trayendo árboles de Flandes, remos de Nápoles, arcabuces y picas de Vizcaya, de la cual hizo general a don Juan de Mendoza, dándole cerca de cuatro mil hombres de los que habían venido de los Países Bajos. La fatalidad más siniestra parecía presidir a las expediciones a Argel. Apenas esta armada había salido del puerto de Málaga, levantose una tempestad tan furiosa, que las más de las naves se hicieron pedazos en las rocas, anegándose otras, y con ellas toda la gente de guerra y remo, incluso el mismo don Juan que la mandaba.

Animado con esta catástrofe el virrey argelino, redobló sus excitaciones a los príncipes mahometanos para que le ayudaran en la empresa de Oran y Mazalquivir, y en su consecuencia llegó a ponerse sobre esta última plaza con treinta galeras y un ejército de cien mil hombres (marzo, 1563). El conde de Alcaudete, que gobernaba aquellas tierras, había fiado la defensa de Mazalquivir a su hermano don Martín de Córdoba, resueltos ambos a sostener hasta el último trance aquellas plazas y el honor de las armas españolas. El conde hacia arrojadas acometidas desde Oran contra los sitiadores, y don Martín rechazaba con no menos arrojo los asaltos. Once veces se vio asaltada la plaza por la numerosa morisma: los infieles llegaron en varias ocasiones a plantar sus estandartes sobre las ruinas de la muralla (mayo, 1563). El rey, que no desconocía el apuro en que debía hallarse la guarnición de Mazalquivir, no omitía tampoco diligencia para enviarle socorro de España, y haciendo venir naves de Italia a Barcelona, y levantando gente en Andalucía, despachó una nueva armada al mando de don Francisco de Mendoza, la cual, tan pronto come llegó a la vista de Mazalquivir, acometió la flota enemiga, le apresó nueve naves y ahuyentó las demás, mientras los del fuerte y los de Oran, alentados con este refuerzo, atacaban briosamente las tropas de Hassen. Levantó pues el argelino cobardemente el cerco a pesar de la gran superioridad numérica de sus fuerzas, y huyó precipitadamente a Argel (junio). Fue persiguiéndole don Francisco de Mendoza, pero no pudo darle alcance. Reforzó las guarniciones de las dos plazas, las surtió de bastimentos, y dio la vuelta a España, donde fue recibido con gran júbilo. No dejó el rey sin premio a los heroicos defensores de Oran y Mazalquivir: hizo al conde de Alcaudete merced del virreinato de Navarra, premió con bastante liberalidad a su hermano don Martín de Córdoba, y no dejó sin recompensa ni a los oficiales y soldados que habían sufrido los trabajos y penalidades del sitió, ni a las mujeres y familias de los que habían perecido en él{6}.

Hecho el socorro de Orán, e instado el rey por don Pedro de Venegas, gobernador de Melilla, resolvió emplear la armada en la conquista o recuperación del Peñón de Vélez de la Gomera que desde 1522 había caído en poder de turcos y moros, y estaba siendo nido de corsarios que molestaban y dañaban la costa fronteriza de Andalucía, y eran una tentación peligrosa para los moriscos granadinos. Para esta empresa fue nombrado general, a causa de haber muerto en Málaga don Francisco de Mendoza al salir con la expedición, don Sancho Martínez de Leiva, general que había sido de las galeras de Nápoles. Adelantose con ocho galeones el intrépido y hábil marino don Álvaro de Bazán, y seguíale el resto de la armada. Esta expedición, a pesar de las esperanzas y facilidades que había dado Venegas, no produjo otro resultado que algunos encuentros con los moros de las sierras, pues reconocido el Peñón por don Sancho, y habido consejo de capitanes, se resolvió no acometerle por no considerarse con suficientes fuerzas para ello, y se acordó reembarcar le gente, y regresó la flota a Málaga (6 de agosto, 1563).

Esto encendió al rey don Felipe en más vivos deseos de reconquistar el Peñón, en el cual todas las ciudades comerciales del litoral del Mediterráneo veían también un estorbo para su tráfico. Preparó pues otra mayor y más respetable armada, compuesta de noventa y tres galeras y sesenta buques menores, llevando a bordo trece mil soldados españoles, italianos, alemanes y flamencos. El rey de Portugal y el gran maestre de Malta ayudaron con sus fuerzas a esta empresa. Habiendo fallecido el gran almirante genovés príncipe de Melfi Andrea Doria, dio el rey don Felipe el almirantazgo del Mediterráneo y el mando de esta armada a don García de Toledo, marqués de Villafranca, duque de Fernandina, gobernador de Cataluña y sucesor del duque de Alcalá, virrey ya de Nápoles. Parecía demasiada fuerza pura tal empresa, pero el rey quería asegurarla. Iba también don Sancho Martínez de Leiva, el jefe de la primera expedición. Era alcaide del Peñón el famoso corsario Cara-Mustafá, gran inquietador de aquellas costas y mares, que se creía invencible y seguro al abrigo de aquella formidable fortaleza, situada entre el continente y el mar sobre una escarpada roca, defendida por la naturaleza y por el arte, con muros flanqueados de bastiones y guarnecidos de gruesas baterías. Mustafá, noticioso de la expedición que contra él se preparaba, se había provisto de bastimentos para un año, y aguardaba confiadamente, sin que por eso dejara de avisar al rey de Fez y pedirle que le ayudara contra los cristianos.

Tan pronto como estos desembarcaron, presentáronse multitud de moros montaraces sobre las sierras y montañas por cuya falda tenía que pasar el ejército cristiano para acercarse a la fortaleza. Prosiguió este su marcha mirándolos con desdeñosa serenidad, mas cuando se acercó al Peñón, parecioles a muchos oficiales que era intento temerario el de tomar una fortaleza de tan singular asiento y que parecía inexpugnable. Tal vez por creerlo así también el mismo Mustafá, había salido con sus naves a correr la costa de Levante por no perder sus presas, dejando confiada la defensa del fuerte al renegado Ferret con doscientos turcos. Intimidáronse estos a la vista de las poderosas fuerzas cristianas, y el pánico se apoderó de ellos cuando vieron desmontados algunos de sus cañones y derribada una parte del fuerte por la artillería gruesa de las galeras españolas. El renegado Ferret huyó a tierra con la mayor parte de su gente, y con aviso de otro renegado albanés se acercó Juan Andrés Doria con doce soldados a la puerta del fuerte, que un alférez turco con tres moros les franquearon, pidiendo libertad para otros veintisiete que habían quedado (5 de setiembre, 1564). Entraron los aliados en el Peñón, donde hallaron veinticinco cañones con mucha municiones y vituallas, y don García de Toledo, dejada la competente guarnición en el fuerte, y despedidas las flotas de Portugal y de Malta, dispuso el reembarque de las tropas, que fue trabajoso y costó muy reñidas escaramuzas con el jerife de Fez que había llegado con gran chusma de moros. Al fin se reembarcó la gente, y llegaron todos a Málaga, donde fueron recibidos con grandes aclamaciones, y desde donde se dio al rey aviso de tan feliz suceso{7}.

Nombrado don García de Toledo virrey de Sicilia en premio de esta conquista, partió para su destino, dejando en Córcega a Juan Andrés Doria con algunas banderas, otras en Génova con Estéfano Doria y don Lorenzo Suárez de Figueroa, y pagó y licenció las tropas alemanas. La conquista del Peñón de la Gomera, tanto como llenó de alegría a las provincias meridionales de España, inquietó y alarmó a las berberiscas, las cuales recurrieron al sultán suplicándole emprendiera arrojar de él y de todas las posesiones de África a los españoles. Pero al propio tiempo le instaban sus súbditos a que tomara venganza de los caballeros de Malta, que en todas las empresas ayudaban a los españoles. Solimán, aunque cargado ya de años, no menos ambicioso que en su juventud, determinó vengarse a un tiempo de la orden de Malta y del rey de España. Indeciso algún tiempo sobre si dirigiría primero sus fuerzas a Malta o a Sicilia, resolvió por último acometer primeramente aquel baluarte de los caballeros cristianos. Pero esta empresa por las grandes proporciones que tomó, y no pertenecer ya a las posesiones españolas de África, merece ser referida separadamente.




{1} Petición 97.ª de las Cortes de Toledo de 1559 y 60.

{2} Véase el cap. XXX del libro precedente.

{3} No de Nápoles, como dice equivocadamente el señor Sabau en sus Tablas cronológicas: de Nápoles lo era don Perafán de Rivera.

{4} Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. V.– Herrera, en la General del Mundo.– Leti, Vita, p. I, libro XV.

En 1560 murió el famoso almirante genovés, príncipe Doria, a la edad de 93 años, dejando a su sobrino Juan Andrés, o Juanetin Doria, heredero de su valor y de su espíritu. La vida de aquel ilustre marino fue escrita en italiano, por Lorenzo Capellani.

{5} Petición 87.ª

{6} Don Luis de Cabrera, en el libro IV de su Historia de Felipe II, cap. 9, 10, 12, y 13, refiere largamente los pormenores de este sitio por los diarios de Orán que tuvo a la vista, y rectifica varias equivocaciones en que incurrió Herrera en la General del Mundo.

{7} Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. VI.– Bertot, Histoire des Chevaliers de Malte.– Discurso de la jornada que se ha hecho con las galeras que adelante se expresarán en este año de 1564 por mandado de la Majestad del Rey de Spaña don Felipe II nuestro señor, siendo capitán general de la mar el excelente señor don García de Toledo.– Archivo del excelentísimo señor marqués de Santa Cruz, núm. 15 del legajo 6.°– Y en el tomo XIV de la Colección de documentos inéditos.