Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo V
Rentas del Estado. Cortes
Los hugonotes. Concilio de Trento
De 1560 a 1566

Situación económica del reino.– El dinero que venía cada año de Indias.– Déficit en las rentas.– Gastos de la casa real.– Remedios que proponía el Consejo de Hacienda.– Venta de vasallos.– Pronunciada opinión del reino contra la amortización eclesiástica.– Lo que sobre ello se proponía en todas las Cortes.– Lo que respondía el rey.– Errores económicos: leyes suntuarias: pragmática de los trajes.– Cortes de Aragón.– Petición contra los inquisidores.– Felipe II y los protestantes de Francia.– Lastimosa situación de aquel reino.– Guerras civiles y religiosas.– Los hugonotes.– La reina Catalina: los Guisas: los Borbones: Condé.– El tumulto de Amboise.– Matanzas horribles.– Auxilios de Felipe de España a los católicos.– El edicto de Amboise.– Entrevista de las reinas de Francia y España en Bayona.– Nueva convocación del concilio de Trento.– Parte principal que en él tuvo Felipe II.– Graves disputas entre Felipe y el papa Pío IV.– Firmeza de carácter de los embajadores y obispos españoles.– Número de prelados que asistieron al concilio.– Decretos sobre dogma, disciplina y reforma.– Terminación del concilio.– Cómo fue recibido en cada nación.– Cédula de Felipe II mandándole guardar y observar.– Lo que se debió a los reyes de España relativamente al concilio.– Eminentes prelados, teólogos y varones españoles que a él asistieron.
 

Hablando en el capítulo II acerca de la situación económica del reino, de las necesidades y apuros del monarca, del déficit de las rentas y de los arbitrios extraordinarios, decíamos que todo esto se experimentaba al tiempo que continuaban viniendo las flotas de Indias cargadas de dinero. De las que habían llegado en el período que aquel capítulo comprendía, dimos allí razón. Siguiendo la historia económica de este reinado, podemos añadir ahora que la remesa que en 1560 trajeron las naves que venían del Nuevo Mundo ascendió muy próximamente a la suma de 144.000.000 de maravedís{1}.

Mas para decirlo de una vez, y no entretenernos a cada paso, ni molestar a nuestros lectores con noticias de lo que producían a la nación, o mejor dicho, al monarca, las posesiones españolas del Nuevo Mundo en este reinado, podemos afirmar por los datos oficiales que nos dejó el contador mayor del Consejo de Indias, que percibía S. M. anualmente de aquellas colonias más de 450 cuentos de maravedís, o sea 1.203.233 ducados, de a 375 maravedís el ducado{2}. Suma cuantiosa, atendido el valor monetario y los precios de las cosas en aquel tiempo.

Aun así continuaban no alcanzando las rentas ordinarias y extraordinarias a cubrir los gastos del Estado y de la real casa. Por las relaciones y cuentas que tenemos a la vista, se ve que a pesar de las remesas de Indias y de los impuestos y arbitrios extraordinarios, resultaba cada año un déficit considerable entre los gastos y los ingresos. En vez de procurar el rey, si era tan prudente, la conveniente nivelación por medio de una justa y bien entendida economía, comenzando por moderar los gastos de su casa, íbase acrecentando cada año la despensa, que entonces se decía, ordinaria y extraordinaria de S. M. La consignación para los gastos de la reina, que en 1560 era de 60.000 ducados, la hallamos en 1562 aumentada a 80.000; la del príncipe había subido de 32 a 50.000 y al mismo respecto la de don Juan de Austria. De modo que con lo que se asignaba al rey y a la princesa, montaba la despensa de la casa real en 1562 la suma de 415.000 ducados, o sea más de 156.000.000 de maravedís; que en unos tiempos en que se valuaba la fanega de trigo de rentas a 160 o 200 maravedís{3}, y en que los oidores de las dos chancillerías del reino gozaban el mezquino sueldo de 400 ducados{4}, supone una espantosa desigualdad, que no sería tanta, si como le decía al rey su contador mayor, «S. M. fuese servido que se asentasen las casas al modo de Castilla,» y no al de Borgoña como lo estaban. Así no era extraño que se debieran en dicho año a la real casa cerca de 54.000.000 de maravedís{5}.

Por lo mismo tampoco nos maravilla que el Consejo de Hacienda, si no veía disposición a adoptar remedios económicos, siguiera el sistema que vimos en el capítulo II de proponer arbitrios extraordinarios, tal como el de la venta de vasallos y jurisdicciones, fundando la necesidad de la medida en razones tan tristes como las siguientes: «Ya vio S. M. la relación del dinero que es menester para cumplir y proveer los gastos de este año de 562, y cuán forzosos son, y las consignaciones que hay para ello: presupuesto esto, y que las cosas del crédito están de manera que sobre él no hay que hacer fundamento cierto que se pueda hallar ningún dinero, ni aún sobre las consignaciones que hay, por ser pocas, y algunas de ellas inciertas, y que en cualquier caso ha de salir a V. M. muy caro negociar con mercaderes, y que los intereses consumirían mucho, ya que quisiesen proveerle, lo cual depende de muchas incertidumbres; se ha mirado y platicado en la forma y traza que se podría tener para el remedio de esto, y parece que conviene mirar y prevenir con tiempo, antes que apriete más la necesidad, de dónde y cómo se ha de buscar y proveer lo que falta; y el medio que se halla más conveniente y menos dañoso para la hacienda de V. M. es que se vendan algunos vasallos con su jurisdicción, alcabalas y rentas, y que para facilitar las ventas y atraer a ellas a los compradores con más brevedad, se hiciese alguna moderación y baja en el precio de esto de vasallos; porque de otra manera se duda que haya quien quiera comprar, especialmente habiendo de gozar los pueblos que se vendieren del encabezamiento por los quince años de esta prorrogación, que en todos ellos no pueden los compradores tener ni esperar ningún crecimiento en las alcabalas, que esta esperanza es la que hace comprar a muchos; y demás de esto hay juros de a 10 y a 14 y otros precios que vender, y los que lo tienen hacen comodidades a los compradores. Por todas estas causas, y para poder haber con brevedad el dinero, se tenía por conveniente esto de la moderación, y de la manera que se ha platicado y parece se podría hacer es la siguiente hasta en cantidad de 700.000 ducados.» Pone la rebaja de los precios y añade: «Y para que V. M. pueda sacar 500.000 ducados de contado se ha de presuponer que es menester vender valor de 700.000, por razón de los juros que estarán vendidos y situados en los lugares que se vendieren, que se han de descontar del precio de ellos, y recibirse tanto menos dinero como aquello montare…{6}

En cambio de esto las Cortes del reino, siempre que se reunían, y a pesar del abatimiento en que el rey procuraba tenerlas, desatendiendo la mayor parte de sus peticiones, levantaban su voz exponiendo los daños de estas ventas de hidalguías, jurisdicciones y vasallos. A juzgar también por el espíritu y por la letra de los capítulos de las que se celebraron en Madrid en 1563, no es aventurado decir que en la opinión general del pueblo, una de las causas más poderosas de su empobrecimiento y de la baja y disminución de la renta del Estado, consistía en la acumulación de bienes en manos muertas, y en la riqueza excesiva que había ido adquiriendo el clero. Al menos este era el clamor continuo de los procuradores, que en ello no hacían sino obrar con arreglo a las instrucciones que expresamente sus ciudades les daban. Sin retroceder más atrás de este siglo, ya en las Cortes de Valladolid de 1523 habían dicho los diputados: «Otrosí, que según lo que compran las iglesias y monesterios, donaciones y mandas que se les hacen, en pocos años podrá ser suya la más hacienda del reino: suplicamos a V. M. que se dé orden que, si menester fuere, se suplique a nuestro muy sancto padre como las haciendas y patrimonios y bienes raíces no se enajenen a iglesias ni a monesterios, y que ninguno no se las pueda vender, y si por título lucrativo las ovieren, se les ponga término en que las vendan a legos y seglares{7}

«Porque por experiencia se vee, dijeron en las de Segovia de 1532, que las iglesias y monesterios y personas eclesiásticas cada día compran muchos heredamientos, de cuya causa el patrimonio de los legos se va disminuyendo, y se espera que si ansi va,  muy brevemente será todo suyo…» y concluían haciendo la misma petición que las de Valladolid{8}.

«Otrosí, decían las de Madrid de 1534, se dé orden cómo las iglesias y monesterios no compren bienes raíces.» Y pedían a S. M. mandara guardar la ley séptima que hizo el rey don Juan, de gloriosa memoria, que estaba en el Ordenamiento{9}. «Otrosí, habían dicho en las mismas Cortes, que V. M. haya bula de Su Santidad para que las iglesias y monesterios destos reinos y casas de religión, de cualquier regla o religión que sean, que pues están tan ricamente doctadas, que de aquí adelante los bienes raíces que heredaren, se haya breve de S. S. para que dentro de un año los vendan a seglares{10}

Estos capítulos de Cortes anteriores, a que parece que el emperador no había respondido, los reprodujeron las Cortes de 1563 a su hijo Felipe II para que les respondiese. Y además dijeron de nuevo los procuradores lo siguiente: «Y porque se vee notablemente los muchos bienes raíces que han entrado y cada día entran en las iglesias y monesterios, así por donaciones y compras, como por herencias y subcessiones; y los pechos y servicios que sobre los dichos bienes se repartían, se han de cargar forzosamente a los otros que tienen por vecinos pecheros vuestros súbditos y naturales, los cuales ya no pueden comportar y sufrir tan grande carga, si por V. M. no se remedia{11}: Pedimos y suplicamos que a lo menos esto se mande effectuar con brevedad en cuanto a las iglesias cathedrales y colegiales y monesterios de frailes, mandando a los del vuestro consejo que entretanto que de Roma se trae la confirmación dello, den provisiones mandando a las dichas iglesias cathedrales y colegiales y monesterios de frailes que no compren bienes raíces; y si en alguna manera los tuviesen, los vendan dentro de un año; y si no lo hicieren, que luego las justicias tassen los tales bienes, y les hagan dar y pagar el prescio; y los concejos se encarguen de vender los dichos bienes en las personas que quisieren comprarlos{12}

Verdad es que así a esta como a las peticiones de igual índole de las Cortes anteriores, reproducidas en las de este año 63, por no haber sido antes contestadas, a todas dio el rey Felipe II una misma respuesta, a saber: «A esto vos respondo que no conviene que por agora se haga novedad.»

Así como en este punto de la desamortización eclesiástica andaban por lo común desacordes el pueblo y el rey, y era lucha que venía sosteniendo constantemente de siglos atrás, aunábanse bien el monarca y las Cortes en otras materias, que estas pedían y aquél otorgaba con la mejor intención, y que sin embargo, eran otros tantos errores económicos, tales como las ordenanzas represivas del comercio, y las leyes suntuarias; las que tenían por objeto prohibir la extracción de oro, plata y vellón, de los ganados y cereales, de los artefactos y demás productos de la industria o del suelo; y las que se encaminaban a reprimir o moderar el lujo en los trenes y menaje, en los trajes y en los banquetes. Más bien como muestra de las ideas y costumbres de aquel tiempo, que como medidas que produjeran el fin que se deseaba, merecen citarse las peticiones de estas Cortes en materia de banquetes y de trajes. Quejábanse de los excesivos gastos que los grandes y nobles hacían en sus mesas y de los desórdenes que pasaban en sus comidas, y para evitarlos y moralizar estas reuniones decían al rey, que una de las cosas más importantes y que convendría más proveer sería, «que en ninguna mesa, de cualquier calidad que fuese, no pudiese haber más de dos frutas de principio y dos de fin, y cuatro platos, cada uno de su manjar, que de allí no se excediese{13}

Consecuencia de lo que estas mismas Cortes le expusieron acerca de los perjuicios y daños del inmoderado lujo en el vestir fue una de las famosas pragmáticas sobre trajes, que expidió este año el rey Felipe II (25 de octubre, 1563). «Sabed, decía en su preámbulo el monarca, que en las Cortes de Madrid de este presente año los procuradores del reino que a ellas vinieron, entre otras cosas, nos pidieron y suplicaron con justicia fuésemos servido de poner remedio y proveer cerca del exceso y desorden que en lo de los trajes y vestidos en nuestros reinos avía; el cual avía venido a ser tan grande, que los nuestros súbditos y naturales en los dichos trajes y vestidos y invenciones y nuevos usos y hechuras consumían sus haciendas, y muchos dellos estaban consumidos y destruidos; y demás del daño de las haciendas se seguían desto otros muchos y graves inconvenientes…» Y procedía a dictar las medidas que creía conducir al remedio del abuso que se lamentaba{14}.

Expidió el rey esta pragmática en Monzón, donde había ido a celebrar Cortes generales de aragoneses, y desde cuyo punto y con la propia fecha confirmó y mandó ejecutar lo deliberado en las de Castilla. En aquellas Cortes, bien que algo turbulentas, obtuvo el rey por una sola vez un servicio de 254.000 libras jaquesas. Por una de sus peticiones se ve cómo los inquisidores iban usurpando jurisdicción y conociendo en delitos que no eran de herejía; usurpación contra la cual reclamaban con su acostumbrado celo los aragoneses, y en la cual suplicaban al rey pusiese remedio{15}.

Ya que Felipe II con los rigores de la Inquisición y los autos de fe había logrado ahogar en España la doctrina de la reforma protestante que tanto vuelo había ido tomando en Europa, dábanle que hacer en este tiempo los reformistas de otras naciones, tomando una parte muy principal en las luchas religiosas, ya en Roma y en Trento, donde de nuevo se había congregado el concilio, como veremos luego, ya en los Países Bajos, donde comenzaban a rebelársele los más poderosos de sus súbditos y amenazaba una guerra de independencia y de religión, lo cual trataremos separadamente, ya en Francia, donde una contienda a un tiempo religiosa y política estaba produciendo sangrientos disturbios, y había sido invocado el auxilio del rey de España como gran protector de los católicos.

Un drama trágico que por espacio de un tercio de siglo había de inundar la Francia de sangre, se había inaugurado en el reinado del joven Francisco II, hermano de la reina de España, príncipe tan débil de espíritu como de cuerpo. Su madre, la reina Catalina de Médicis, quiso cobrar entonces una influencia en el gobierno que en vano había intentado adquirir en veinte y seis años de matrimonio con Enrique II. Pero no podía evitar que se apoderaran del influjo y del gobierno los miembros de la ilustre casa de Lorena, el cardenal y el duque de Guisa su hermano, tíos de la reina María Stuard, la esposa de Francisco II. Estos eran católicos, y el de Guisa era además el general más acreditado y de más prestigio de Francia. Temiendo, sin embargo, la reina madre que quisieran subyugarla con su preponderancia los de Lorena, procuró disimuladamente suscitarles rivales, y en lugar de vengar antiguos agravios recibidos del viejo condestable Montmorency, le guardó ciertas consideraciones, ya por él, ya por sus tres sobrinos el cardenal de Chatillon, el almirante Coligny y Dandelot, todos tres más o menos adictos a la reforma. El poder de los de Lorena, de los cuales el cardenal fue nombrado superintendente general de la hacienda, el de Guisa lugarteniente general del reino, excitó el resentimiento de los príncipes de la sangre, a saber, el cardenal de Borbón, Antonio, duque de Vendôme, que continuaba titulándose rey de Navarra por su enlace con Juana de Albret, y el príncipe de Condé, a los cuales se agregaban el duque de Montpensier y el príncipe de la Roche-sur-Yon. Para alejar los de Lorena a los Borbones de Francia los comisionaron para acompañar en su viaje a España a la princesa Isabel, mujer de Felipe II (1559).

Un edicto de los Guisas que afectaba a los intereses de la nobleza, y alejaba bruscamente de la corte a los que iban a reclamar créditos o a solicitar mercedes del nuevo monarca, produjo general descontento, y aun indignación contra los Guisas, y muchos nobles se unieron a los protestantes franceses, los más de ellos calvinistas, pero comprendidos todos bajo el nombre genérico de Hugonote{16}, que perseguidos por los católicos, conspiraban contra el de Guisa y su hermano, a quienes hacían autores de las persecuciones y de los suplicios. Unidos todos, nobles y protestantes, contra los tíos maternos del rey, aunque con diferentes fines, y tomando por jefe al príncipe de Condé, conjuráronse para atacar con las armas y apoderarse del castillo de Amboise, donde por precaución había sido llevado el rey. El famoso tumulto de Amboise fue vencido y deshecho por los guardadores del rey y del castillo, y la sangre de los hugonotes comenzó a correr a torrentes en los campos y en los patíbulos (1560). El príncipe de Condé, jefe secreto (le capitaine muet) de la conjuración de Amboise, supo sincerarse delante del rey. El de Guisa se empeñaba en establecer la Inquisición en Francia, mientras Coligny y los demás sobrinos del condestable trabajaban para que la reina Catalina favoreciera a los hugonotes.

Congregados en Orleans los estados generales, a instancias de Coligny y otros notables reunidos en asamblea en Fontainebleau, los Guisas, que contaban con una mayoría católica en los estados y en el reino, prepararon la prisión de los dos príncipes Borbones, a saber, el rey de Navarra y Condé: de este último se sabía ya que era el jefe secreto de la conjuración de Amboise. Ambos fueron arrestados a su entrada en Orleans, y sin duda el tribunal encargado de fallar el proceso de Condé hubiera sentenciado a muerte al descendiente de San Luis, si en este intermedio no hubiera ocurrido la muerte del joven rey Francisco II (5 de diciembre, 1560), según unos de enfermedad, según otros de veneno. Esto salvó a los Borbones; el duque de Vendôme, rey de Navarra, fue puesto en libertad; Condé fue trasladado a La Fére, en los estados de su hermano, lo que equivalía a un sobreseimiento. No convenía a la reina Catalina dejar que triunfaran por completo los Guisas.

Bajo Carlos IX, niño de diez años y medio, que sucedió a su hermano Francisco II, alcanzó su madre Catalina de Médicis todo el influjo que deseaba. Sin ser regente del reino, ejercía de hecho toda la autoridad, que era lo que apetecía. Sin convicciones propias, ni en política ni en religión, ni interesada por los católicos, ni amiga de los protestantes, su sistema era mandar a toda costa sin reparar en los medios; sistema de válvula y de equilibrio, de favorecer y abatir alternativamente los partidos para no dejar prevalecer ninguno y seguir mandando. Uno de sus medios fue rodearse de multitud de bellas damas de honor, hasta el número de ciento cincuenta, cuya influencia amorosa sabía emplear con sagacidad en el sentido que le convenía{17}. Así, el reinado de Carlos IX comenzó por una tregua entre los partidos. El príncipe de Condé se presentó altivamente al consejo del rey en Fontainebleau, y fue declarado inocente. El condestable, los Borbones y Coligny pedían a la reina el destierro de los Guisas: este era un partido extremo a que Catalina no podía acceder. Por último, se forma un triunvirato compuesto del duque de Guisa, del condestable Montmorency y del mariscal de Saint-André (1561). El consejo de Estado acuerda cometer a los obispos el conocimiento del crimen de herejía, y se decretan penas contra los que asistieran al culto protestante. Coligny y sus hermanos reclaman contra este acuerdo, y amenaza una guerra civil, que deja de estallar por la repentina, aunque simulada reconciliación del duque de Guisa, jefe de los católicos, y el príncipe de Condé, jefe de los hugonotes. Celebran católicos y herejes una especie de duelo teológico en el llamado Coloquio de Poissy, en que pronunciaron largos y enérgicos discursos, el cardenal de Lorena en favor de aquellos, en favor de estos el célebre Teodoro de Beza, pero se separan sin ponerse de acuerdo en un solo punto.

Por más que la reina Catalina ponía en juego toda su habilidad para sostener el equilibrio entre católicos y protestantes, las pasiones de partido y el fervor religioso prevalecían sobre sus artificios políticos, y llegó el caso de insultarse unos a otros en las iglesias de París en el acto de celebrar los oficios, de interrumpirse mutua y violentamente el culto, de venir a las manos dentro de los templos mismos, de asesinarse con rudo furor, de poner en consternación la capital, de encenderse la guerra en otras poblaciones, y de perecer muchos hugonotes, que eran los menos, en las hogueras y en los suplicios. Temiendo, no obstante, el clero católico francés que la reina madre, de quien ya no se fiaba, se declarara por los herejes, discurrió buscar su apoyo en el rey Felipe II de España, como el más celoso y resuelto defensor del catolicismo, a cuyo efecto le envió un embajador, que tuvo la desgracia de ser detenido. Pero ya Felipe se había anticipado a manifestar a los embajadores de la reina de Francia, su suegra, en Madrid, que estaba resuelto a sacrificar sus haciendas y hasta su vida por detener el contagio de la herejía que amenazaba igualmente a Francia y a España. La reina Catalina, sin romper con Felipe, siguió en su sistema de tolerancia con los herejes que le aconsejaba el canciller de l'Hopital, y en 17 de enero de 1562 se dio el primer edicto en favor de los hugonotes, permitiéndoles cierta libertad de culto en los pueblos rurales, edicto que al principio se resistía a registrar el parlamento de París, y contra el cual alzaron el grito los católicos, llamándole escandaloso sacrilegio, al propio tiempo que aumentó la audacia de los herejes.

Así las cosas, el jefe de la rama de los Borbones, Antonio, duque de Vendôme, que había negociado en vano con el papa para que se le diese el reino de Navarra, de que se titulaba rey, llevado de la esperanza de que congraciando al monarca español podría aspirar a la posesión de los antiguos estados de Albret, abandonó a los reformistas y se hizo de repente católico y aliado de los Guisas y del triunvirato, y aun obtuvo la lugartenencia general del reino. De este modo se hallaron frente a frente los dos hermanos, el de Vendôme como jefe de los católicos, y el de Condé como el primer caudillo de los hugonotes. La reina madre por lo que pudiera acontecer se llevó consigo al joven rey al pequeño y retirado palacio de Monceaux.

En esto ocurrió un suceso trágico que precipitó la guerra civil y religiosa de la manera más sangrienta y horrible. Al pasar el de Guisa con su hermano el cardenal de Lorena por la pequeña ciudad de Vassy, supo que al tiempo que allí se celebraba la misa, en una granja vecina estaban ejerciendo su culto los protestantes. Intimoles el de Guisa que suspendieran sus oficios; apelaron ellos al derecho que les daba el decreto de 17 de enero: agriáronse las contestaciones entre católicos y hugonotes, acometiéronse con furor, los soldados católicos con armas, los protestantes con piedras y cuantos proyectiles tenían a mano: una piedra hirió en el rostro al duque de Guisa y le bañó en sangre; creció con esto la rabia de los católicos, y como eran más en número y armados, se arrojaron sobre los hugonotes y los degollaron a todos sin piedad. A aquella sangrienta jornada le quedó el nombre de La matanza de Vassy. Esta fue la señal y el principio de una guerra civil espantosa que inundó de sangre el suelo francés. En todas las comarcas, casi en todas las poblaciones se combatía a hierro y a fuego entre católicos y protestantes. Rompiéronse todos los vínculos sociales, desatáronse los lazos de familia, y pareció haberse borrado del corazón de los franceses todo sentimiento de humanidad. Todos parecían poseídos de un frenesí, de un vértigo de destrucción y de muerte. El hermano asesinaba al hermano que no creía lo mismo que él; el padre enviaba al cadalso al hijo que no tenía sus creencias; y el hijo introducía el acero parricida en el corazón del padre que no se acomodaba a su culto religioso. En las ciudades en que prevalecían los hugonotes eran profanados y demolidos los templos, hechas pedazos las imágenes y reliquias de los santos, conculcada la hostia sagrada, y lanzadas de sus asilos y violadas las vírgenes consagradas a Dios. Donde dominaban los católicos degollaban con frenético furor a centenares los herejes; mujeres y niños caían bajo sus cuchillas; había magnate que recorría el país acompañado de dos verdugos que nombraba sus lacayos; había quien devoraba con bárbaro furor los corazones de sus víctimas; la crueldad en las ejecuciones llegó a un refinamiento feroz; el fuego reducía a cenizas las ciudades y el acero dejaba sin habitantes las poblaciones; y como el país era generalmente católico, los herejes eran perseguidos y cazados en los campos como fieras salvajes (1562).

El príncipe de Condé, jefe de los hugonotes, marchaba hacia París contra su hermano el rey de Navarra, hecho recientemente jefe de los católicos; los unos y los otros pugnaban por apoderarse de la reina madre y del rey niño; unos y otros publicaban y llenaban de manifiestos la Francia; la reina hacía inútiles esfuerzos por reconciliar a los jefes de los opuestos partidos; el parlamento de París proscribía a todos los hugonotes en masa; con esto se exasperaban más los protestantes, se alentaban los católicos, y se renovaban con igual o mayor ferocidad las matanzas en todos los puntos del reino; el de Guisa y los triunviros llevaban a Francia tropas auxiliares de Alemania, de Suiza y de España; Coligny y los jefes de los hugonotes invocaban y obtenían auxilios de Alemania y de Inglaterra; el llamado rey de Navarra, jefe de los Borbones, recibió sitiando a Ruan una herida de que murió pronto en Andelys en los brazos de una de las damas de la reina; el de Guisa se apoderaba de Ruan y la entregaba al saqueo; el príncipe de Condé atacaba los arrabales de París, cuya capital salvó Montpensier con tres mil españoles y cuatro mil gascones; y como si los franceses no bastaran solos a destruir su patria, cada nación había enviado su contingente para acabar de desolar y arruinar el reino, siendo tales los desastres, que el país antes tan floreciente, parecía iba a ser borrado del mapa de las naciones.

Halláronse al fin los jefes de ambos partidos frente a frente en Dreux con sus respectivas tropas: de un lado los triunviros, el viejo condestable Montmorency, Guisa y Saint-André, de otro el príncipe de Condé, Coligny y Dandelot. Los católicos eran más en número, pero el primer triunfo fue de los protestantes: la acción fue mortífera: el anciano condestable cayó prisionero; un correo llevó esta funesta noticia a la corte consternada; solo Catalina de Médicis la recibió con fría impasibilidad, diciendo: «Bien, oiremos la misa en francés.» Mas luego revolvió el duque de Guisa contra los vencedores y les arrancó la victoria, e hizo prisionero al príncipe de Condé; el mariscal de Saint-André quedó muerto en el campo; otro correo llevó a la corte la nueva del triunfo de los católicos, y la reina madre mudó de lenguaje y se mostró contenta. Aquella noche partió su lecho el duque de Guisa con el príncipe de Condé; éste no pudo dormir, el de Guisa durmió toda la noche. El prisionero Montmorency fue llevado a Orleans, ciudad en que dominaban los protestantes. Pasó el de Guisa a sitiarla, y en el cerco fue asesinado de un pistoletazo con tres balas envenenadas por el traidor Poltrot, no sin conocimiento y participación del almirante Coligny (febrero, 1563). En virtud de sentencia del parlamento de París, murió el asesino tirado y desgarrado su cuerpo por cuatro caballos.

Así iba acabando la guerra de religión con los hombres más eminentes de Francia, con todos los que representaban las glorias del reino. La reina Catalina hizo otro esfuerzo por reconciliar a los dos partidos, y merced a su mañosa habilidad, se dio el Edicto de Amboise (19 de marzo, 1563), primer tratado de paz entre católicos y hugonotes, por el cual se permitía el culto reformado en las aldeas y en los castillos de los nobles. Sin embargo, unos y otros quedaron descontentos; los hugonotes habían pensado sacar más partido de las relaciones de la reina con el príncipe de Condé; los católicos denunciaban la tolerancia de Catalina de Médicis como un insulto hecho a Dios; el parlamento de París se negaba a registrar el edicto de Amboise, pero al fin se resignó a aprobarle, y la reina madre consiguió reinar sobre todos por primera vez.

Con motivo y como en celebridad de haber rescatado el Havre-de-Gracia de poder de los ingleses, hizo declarar mayor de edad a su hijo el joven rey Carlos IX, pero tuvo maña y destreza para conservar el poder y mandar más que nunca. Determinó visitar las provincias en compañía de su hijo (1564), y como en este viaje de exploración adquiriese el convencimiento de que la mayoría del pueblo francés era católica, comenzó a modificar el edicto de Amboise y a cercenar la libertad por él otorgada a los protestantes.

Felipe II de España, que tanta parte había tomado en la guerra civil de Francia en favor de los católicos, aprovechó este viaje de Carlos IX y de Catalina de Médicis al Mediodía de aquel reino, para que se viesen en Bayona la reina Isabel de España y su hermano el rey de Francia Carlos IX. Envió, pues, a su esposa, acompañada del duque de Alba y de varios obispos y personajes. Salió a esperarla a la raya de ambos reinos su hermano el duque de Orleans, y juntos pasaron a Bayona (junio, 1565), donde se hallaban con la reina y el rey el cardenal de Lorena, el condestable y los nuevos duques de Guisa y de Vendôme. En esta entrevista pidió el duque de Alba, a nombre de su rey, medidas rigorosas contra los protestantes franceses, y es fama que en estas conferencias quedó ya concertado hacer unas Vísperas Sicilianas con los hugonotes de aquel reino. Terminadas las vistas, la reina Isabel y el de Alba se volvieron a Madrid{18}.

Otro de los negocios más graves y de los que ocuparon más en este tiempo al rey Felipe II fue el del concilio de Trento, de nuevo convocado, después de tantos años de suspensión, por el papa Pío IV{19}. Este pontífice, mostrando por una parte más respeto que algunos de sus antecesores a las necesidades de la cristiandad y a los deseos y reclamaciones de los príncipes católicos, temiendo por otra parte que los franceses, con motivo de sus disturbios religiosos, realizaran el proyecto que tenían de celebrar un concilio nacional (lo cual, dicho de paso, trabajó por impedir más que nadie Felipe II, conociendo cuánto podría perjudicar a los buenos efectos del concilio general), creyó ya de necesidad absoluta para remediar los males que seguían afligiendo al mundo cristiano congregar la interrumpida asamblea, y no obstante la oposición de una parte de la corte romana, que temía comenzara por ella la reforma, expidió la bula convocatoria (29 de noviembre, 1560). Los términos de la bula eran tan ambiguos, que de ellos no se podría deducir con certeza si el concilio había de ser continuación del anterior, como quería con empeño Felipe II y le había prometido el pontífice, o si era nueva indicción, cosa a que decididamente se oponía el rey de España, porque cedía en detrimento de las anteriores decisiones del concilio, y era precisamente lo que deseaban los protestantes. Con tal motivo, envió Felipe a Roma a don Juan de Ayala con instrucciones de lo que había de hacer y decir cerca de Su Santidad, recomendándole en especialidad muy enérgicamente que no transigiese en manera alguna en dejar dudoso lo de la continuación, hasta conseguir que el papa lo declarase así explícitamente antes de la reunión del concilio{20}. Aun así no lo pudo recabar al pronto del pontífice, y esto fue ocasión de largos y fuertes debates y aun de ásperas contestaciones entre el papa, los embajadores del rey, y el rey mismo.

Abrióse, pues, el concilio sin resolverse esta cuestión (18 de enero, 1562), con asistencia de ciento doce prelados, de los embajadores de todas las naciones, y otras personas que tenían derecho a concurrir por diferentes títulos. En la primera sesión no se hizo sino declarar el objeto de la congregación, que era apaciguar las contiendas religiosas, corregir y reformar las costumbres y restablecer la unidad y la paz de la Iglesia. Pero en aquella sesión se intercalaron en la fórmula del decreto unas palabras, a saber, «proponentibus legatis,» que no dejaron de ser objeto constante de serias contestaciones entre el pontífice y el rey de España y los embajadores y prelados españoles, oponiéndose estos y rechazándolos incesantemente desde el principio hasta el fin del concilio, como restrictivas de las facultades de la asamblea. Infinitas fueron las réplicas y disputas que sobre este punto mediaron entre Pío IV y Felipe II, y los reparos y protestas que sobre ello hicieron los embajadores de España; y por más explicaciones que el papa dio para atenuar la mala impresión que aquella cláusula había causado, nunca los prelados españoles se pudieron avenir bien con ella, y los hubo que explícitamente protestaron, e hicieron constase su voto en contra de las palabras, por desusadas y por limitatorias de su autoridad{21}.

Tratose del salvo-conducto que pedían y se había de dar a los príncipes, obispos y teólogos protestantes que quisieran asistir al concilio, y en esto anduvo aquella venerable asamblea tan generosa que se le concedió amplio y sin restricciones ni limitaciones, no solamente a los protestantes de Alemania, sino a todos y cualesquiera otros que estuviesen separados de la comunión católica, «de cualesquiera reinos, naciones, provincias, ciudades o lugares que fuesen, donde se enseñara o creyera lo contrario a lo que enseña y cree la santa iglesia romana.»

Cada día iba acudiendo mayor número de prelados y personajes de todas las naciones, hasta llegar a reunirse doscientos cincuenta y cinco padres, a saber: cuatro legados, dos cardenales, tres patriarcas, veinte y cinco arzobispos, ciento sesenta y ocho obispos, siete abades, treinta y nueve procuradores con legítimos poderes de los ausentes, y siete generales de órdenes religiosas, los cuales todos suscribieron los decretos, cánones y decisiones del sínodo. Duró este tercero y último período cerca de dos años, desde el 13 de enero de 1562 hasta el 4 de diciembre de 1563, en cuyo tiempo se celebraron nueve sesiones solemnes, que se cuentan desde la diez y siete hasta la veinte y cinco, ambas inclusive, del concilio. Diez y ocho años, contadas las suspensiones, fue la duración total de este célebre sínodo.

Sabidas son, y conocidas de todos los medianamente versados en la historia eclesiástica, las sabias, luminosas e importantísimas declaraciones, decretos y disposiciones del sacrosanto y ecuménico Concilio Tridentino en esta postrera congregación, así en lo relativo al dogma y a la disciplina eclesiástica, como en los puntos referentes a la reforma de las costumbres, señaladamente de los eclesiásticos y de las órdenes religiosas de ambos sexos. La prudencia, la discreción, la sensatez y la cordura más recomendables reinaron en sus discusiones y deliberaciones; el orden y la sabiduría presidieron en aquella asamblea congregada a nombre del Espíritu Santo; fijose con admirable precisión y claridad la verdadera doctrina de la fe católica; se condenaron con dignidad las herejías que infestaban el mundo cristiano; se dieron reglas seguras para saber lo que había de creerse en los puntos más esenciales de la religión; se establecieron utilísimas reformas; y el concilio de Trento, el último general que ha celebrado la iglesia, fue la obra más provechosa y más grande del siglo XVI.

Felicitábanse mutuamente y muchos prelados lloraban de alegría al ver que habían tenido la felicidad de poner la última mano a esta grande obra, comenzada y proseguida en medio de tantos trabajos y dificultades. El cardenal de Lorena, el mismo de quien tanto hemos hablado al tratar de las turbulencias políticas y religiosas de Francia, había arreglado para su conclusión una fórmula semejante a la de los antiguos concilios. Después de dar las gracias y bendiciones al papa, al emperador, a los reyes y príncipes, a los legados, cardenales y obispos, y a todo aquel santo senado, exclamó: «El Concilio Tridentino es sacrosanto y ecuménico; confesemos siempre su fe; guardemos siempre sus decretos.» –Los padres contestaron: «Confesémosla siempre; observémoslos siempre.» –El cardenal: «Todos lo creemos así: todos sentimos lo mismo: у consintiéndolo todos, lo abrazamos y suscribimos. Esta es la fe de San Pedro y de los apóstoles; esta es la fe de los padres; esta es la fe de los católicos.» –Los padres: «Así lo creemos: así lo sentimos; así lo firmamos.» –El cardenal: «Anatema a todos los herejes.» –Los padres: «Anatema, anatema.» –Los legados y presidentes mandaron bajo pena de excomunión a todos los padres que antes de salir de Trento firmaran de su propia mano los decretos del concilio, y todos lo firmaron en número de doscientos cincuenta y cinco.

El papa Pío IV, hizo celebrar rogativas públicas en acción de gracias por la feliz terminación del concilio, y confirmó solemnemente sus decretos (26 de enero, 1564). Venecia fue la primera a recibir, publicar y mandar la ejecución de todo lo dispuesto en el Concilio Tridentino. El rey Felipe II de España, que tan principal parte había tenido en él, le aceptó, recibió, y mandó guardar, cumplir y ejecutar en todos sus reinos y señoríos de España, Flandes, Nápoles y Sicilia (12 de julio, 1564). El rey don Sebastián de Portugal le recibió pura y simplemente. Segismundo III de Polonia le aceptó en una dieta general del reino. Los príncipes protestantes rehusaron, como era de esperar, someterse a sus decisiones. Los ministros de la confesión de Augsburgo protestaron contra él; pero el emperador le recibió en sus estados particulares, y más adelante fue aceptado por toda la Alemania católica. Hallose más dificultad en Francia, cuyos monarcas, a pesar de las repetidas instancias de los pontífices, nunca han consentido que sus decretos tengan fuerza de ley, fundados en que muchos puntos de disciplina y policía de los establecidos en el concilio se oponen a las máximas del reino, a los derechos del soberano, a la autoridad de los magistrados, a las antiguas prácticas y libertades de la iglesia de Francia: sin que esto obste a que la iglesia francesa reconozca y confiese toda la parte dogmática de aquella augusta asamblea, y aun muchas de sus disposiciones disciplinarias; estando la diferencia en que a estas últimas no están obligados sino por las leyes positivas del reino, no por la autoridad del concilio.

No podemos terminar este capítulo sin dejar consignado que los grandes beneficios que las naciones cristianas, la causa del catolicismo y la unidad de la fe reportaron de la celebración del Concilio Tridentino, fueron en muy gran parte debidos al celo y solicitud de los católicos reyes Carlos I y Felipe II de España. Sin los esfuerzos del emperador, sin sus reiteradas excitaciones, sin sus enérgicas instancias y sin la eficacia y decisión para vencer el cúmulo de dificultades y embarazos que se presentaban y ofrecían, nosotros tenemos por cierto que no se hubiera reunido el concilio ni en la primera ni en la segunda indicción. Su hijo Felipe tuvo cuidado de incluir entre las condiciones del célebre tratado de Cateau-Cambrésis, el primero que en su reinado hizo con la Francia, trabajar por que se congregara nuevamente el concilio de Trento, y ya hemos visto y aun pudiéramos aducir muchos más testimonios de la principalísima parte que tomó en esta tercera reunión, y de la que tuvieron, movidos por su impulso, los embajadores y prelados españoles.

Honra será también siempre de España la que alcanzaron en aquella venerable asamblea en sus tres períodos, distinguiéndose por su ciencia, por su elocuencia, por sus virtudes y por su brío, entre todos los prelados de la cristiandad, los obispos, teólogos y jurisconsultos españoles. Bien necesitaban ser tan eminentes en letras y tan profundos en saber como lo fueron, para brillar en aquella congregación de sabios, hombres como Alfonso Salmerón, como fray Bartolomé de Carranza, como fray Alfonso de Castro, como los dos Sotos, fray Domingo y fray Pedro, como fray Melchor Cano, como los hermanos Covarrubias, don Diego y don Antonio, como Antonio Agustín, como Benito Arias Montano, y otros doctos y esclarecidos varones, cuyos escritos llenos de sabiduría admiraron entonces, se veneran hoy y se respetarán siempre. Los monarcas españoles fueron los que promovieron e impulsaron más el concilio de Trento, y los prelados, teólogos y canonistas españoles los que resplandecieron más en aquella veneranda asamblea religiosa.




{1} Relación del dinero que ha venido para S. M. de Indias en la flota del cargo de Pedro de las Roelas, y en otras naos que después han llegado de Sevilla hasta los 4 de julio presente, conforme a lo que han scripto los officiales y relaciones que han inviado. Y esta es fecha en Toledo a 10 del dicho mes de julio, 1560.

En las primeras naos vinieron para S. M.……81.373.000 mrs.
En otras vinieron……21.154.840   
En otras……34.327.921   

«Nota.– Demás desto han venido en esta nao ciertas piedras, esmeraldas, perlas y aljofar, que por no estar tasadas, no van cargadas aquí.

En otra nao de Honduras……4.400.000   
En otra……2.409.400   
En otra llegada de San Juan de Puerto Rico……156.100   
Monta todo lo venido……143.902.360.»  

Archivo de Simancas, Estado, legajo núm. 139.

{2} «Montan lo que pueden rentar, y al presente rentan a S. M. todas las Indias en un año de las rentas que al presente tiene en ellas, que son: quintos del oro y plata que se funde, y tributos de los pueblos que están en su real corona, y derechos de almojarifazgo que se cobran en los puertos y derechos de fundidor y marcador mayor, y penas que se aplican a su real cámara, 1.002.694 pesos, 5 tomines y 11 granos, que contados a 450 mrs. cada peso, valen 451.242.031 mrs., que montan, reducidos a ducados de 375 maravedís cada uno, 1.203.233 ducados, y 256 mrs. La cual cuenta, como aquí se contiene, saqué yo el dicho Antonio de Villegas por mandado de los señores del Consejo de Indias en Toledo a 14 días del mes de junio de 1560 años, y va escrita en nueve pliegos de papel horadados, con este en que va esta resolución, que todos van señalados de mi señal. Esto es sin reducir a dinero los marcos de perlas ni la cera que van puestos en esta cuenta.– Antonio de Villegas.»– Archivo de Simancas, Estado, leg. 139.

Las provincias de Indias en que S. M. tenía hacienda, eran las siguientes: Nueva España.– Nueva Galicia.– Yucatán y Cozumel.– Guatemala.– Honduras.– Nicaragua.– Tierra Firme, llamada Castilla del Oro.– Cartagena.– Santa Marta y Nuevo reino de Granada.– Popayán.– Río de la Plata.– San Francisco y Sancti Spiritus del Brasil.– Venezuela.– Pesquería de las Perlas.– Provincia del Perú lo que toca a la Nueva Castilla.– Nuevo reino de Toledo en el Perú.– Chile.– Isla Española.– Isla de Cuba.– Isla de San Juan de Puerto Rico.– Isla de la Margarita. Archivo de Simancas, íbid.

{3} Memorial del Consejo de Hacienda en 1562.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 142.

{4} Exposición de la chancillería de Granada a S. M.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 120.

{5} Tenemos a la vista para las proposiciones que aquí asentamos además de los anteriormente citados, los documentos siguientes: «Relación de lo que debe V. M. a su casa de lo pasado, y de lo que ha menester de aquí adelante para el entretenimiento de ella, y las de la reina Nuestra Señora, príncipe y don Juan de Austria, y otros oficiales y gastos que se ofrecen entre año.» Archivo de Simancas, Estado, leg. 117.– «Relación de los gastos de la reina Nuestra Señora. Años 1561 y 62.»– Ibid., leg. 140.– «Cuenta de lo que monta la despensa ordinaria y extraordinaria de S. M.» Ibid., legajo 142.– «Copia de párrafos de cuenta de las rentas del reino y deudas. Relación de todas las haciendas de V. M., &c.» Ibid., legajo 142.– «Gastos ordinarios de 1562, y como se apuntan para desde el año en adelante.» Ibid., legajo 142.

{6} Memorial sobre la venta de vasallos. Archivo de Simancas, Estado, leg. 142.

{7} Cortes de Valladolid de 1523, petición 45.ª

{8} Cortes de Segovia de 1532, petición 61.ª

{9} Cortes de Madrid de 1534, petición 9.ª

{10} Las mismas Cortes, petición 21.ª

{11} La proporción numérica en que estaban los hidalgos y pecheros en las provincias de Castilla, según el censo que se hizo en 1541 para el repartimiento del servicio del año, era la siguiente:

Provincias.Pecheros.Hidalgos.
Burgos……50.94712.737
León……29.68029.680
Granada……38.3173.483
Sevilla……74.1766.181
Córdoba……31.7352.644
Murcia……17.9761.284
Jaén……32.3462.821
Zamora……75.50010.778
Toro……37.4823.748
Ávila……28.3212.832
Soria……29.7852.978
Salamanca……122.88010.240
Segovia……31.5422.253
Cuenca……30.7772.564
Guadalajara……24.2382.019
Valladolid……38.9224.865
Madrid……12.2881.024
Toledo……  74.730   6.227
 Total: pecheros……781.582 
     hidalgos…… 108.358

Archivo de Simancas, Contadurías generales, leg. 2.973.

 

Se supone que con las ventas de hidalguías ordenadas por Felipe II, fue aumentando bastante el número de hidalgos, y disminuyendo el de pecheros.

{12} Cortes de Madrid de 1563, petición 105.ª

{13} Cortes de Madrid de 1563, petición 39.ª

{14} Copiaremos solo los dos primeros artículos de esta pragmática, como muestra de lo que eran esta clase de ordenamientos.

«Primeramente mandamos que ninguna persona, hombre ni mujer, de cualquier calidad, condición y preeminencia que sea, no pueda traer ni vestir ningún género de brocado, ni de tela de oro, ni de tela de plata, ni en ropa suelta, ni en aforro, ni en jubón, ni en calzas, ni en gualdrapa, ni en guarnición de mula, ni de caballo, ni en otra manera; y que esto se entienda asimismo en telas y telillas de oro y plata falsas, y en telas y telillas barreadas y tejidas en que haya oro o plata, aunque sea falso.

»Assi mismo mandamos que ninguna persona… no pueda traer ni traya en ropa ni en vestido, ni en calzas ni jubón… ningún género de bordado ni recamado, ni gandujado, ni entorchado, ni chapería de oro ni de plata, ni de oro de cañutillo, ni de martillo, ni ningún género de trenza, ni cordón, ni cordoncillo, ni franja, ni pasamano, ni pespunte, ni perfil de oro, ni plata, ni seda, ni otra cosa, aunque el dicho oro y plata sean falsos.»

{15} «Y porque los inquisidores (decían) en muchas cosas y negocios han puesto la mano fuera de los dichos casos (de herejía), y de lo que en virtud de la comisión apostólica deben conocer, con mucho daño y agravio de los regnícolas deste reino, verdaderos cristianos y fidelísimos vasallos de V. M.; y como a V. M. toque amparar sus vasallos, para que no se les haga agravio por jueces algunos; los cuatro brazos del reino de Aragón humildemente suplican a V. M. sea servido proveer en esto de suerte que semejantes agravios ni otros algunos se hagan a los de este reino por los inquisidores que hoy son, ni los que de aquí adelante fueren.»>

El rey dio por toda respuesta, que lo hablaría con el inquisidor general.

{16} Los franceses mismos no están seguros, y mucho menos acordes sobre el origen y derivación de la palabra Huguenotes con que se designó en Francia a todos los no católicos, fuesen luteranos, calvinistas u otros cualesquiera herejes o reformadores. Unos quieren que viniera de Genous de Hus, imitadores (monos) de Juan de Hus; otros de Hugo Capeto, de quien se decían descendientes; otros que de Eidgnossen, aliados en la fe; otros que de Huc nos, &c. Pasquier ha dedicado un capítulo entero de sus Recherches sur la France a este objeto, y sin embargo, ni es cosa averiguada, ni importa tampoco a nuestro propósito.

{17} «Sus costumbres no eran disolutas, dice un historiador francés, pero su corazón rebosaba aquella corrupción italiana, que no ceja ante ningún medio con tal que lleve al fin.»– Saint-Prosper Ainé, Hist. de France, Charles IX.–  «Catalina era italiana, dice otro historiador francés, hija de una familia de mercaderes… estaba acostumbrada a las tormentas populares, a las facciones, a las intrigas, a los envenenamientos, y a las puñaladas… Era incrédula y supersticiosa como los italianos de su tiempo: en calidad de incrédula, no profesaba odio alguno a los protestantes, e hízolos asesinar por política…».– Chateaubriand, Estudios históricos, tom. III.–- Así la juzgan los demás.

{18} De Thou, Hist. lib. XXIII a XXVIII.– Daniel, Hist. de France, t. IX y X.– Garnier, Hist. de France, François II et Charles IX.– Brantôme, Vie de l'Amiral Chatillon.– Memoires de Tabannes.– Enciso Caterino Dávila, Hist. de las Guerras civiles de Francia, trad.– Memoires de Condé.– Memoires de Coligny.– Cabrera, Historia de Felipe II, lib. VI.

{19} Luego que ocupó este papa la silla pontificia, fueron presos y procesados los Caraffas, sobrinos de Paulo IV, los rencorosos e intrigantes enemigos de Carlos V y de Felipe II. Cuando eran llevados al castillo iba diciendo el cardenal Caraffa: «Tal merece quien a Médicis hizo pontífice.» Los jueces los sentenciaron a muerte: al notificar la sentencia al cardenal, exclamó: «¡Oh rey cruel! ¡Oh pontifice traidor!» aludiendo a Felipe II y a Pío IV, que en efecto parece les habían ofrecido perdón. Al cardenal le dieron garrote; el duque y sus cómplices fueron degollados, con universal contento del pueblo de Roma, porque eran odiados de todo el mundo, a causa de su mal proceder y de sus costumbres, motivo porque no encontraron un solo príncipe que por ellos se interesara.

{20} «Si Su Santidad (le decia entre otras cosas en el Memorial o Instrucción) respondiese con generalidad sin querer venir a particular remedio, diciendo que nos debemos satisfacer con lo que a él y al colegio ha parecido… o si S. S. quisiere todavía, como se ha de su parte apuntado, que esto se remita al concilio y que allí se determinará; en tal caso, se ha de replicar e insistir en que en ninguna manera conviene ni lo uno ni lo otro, ni puede quedar este negocio ansí, ni congregarse el concilio debajo desta tan gran dificultad y confusión, y procurar de aducir a S. S. a que quiera venir a tratar del remedio y de los medios que para satisfacer a este punto serán necesarios…»

Y en el dictamen que sirvió de base al despacho, se decía, que la convocación que S. S. había hecho conforme al tenor de la bula, era derecha y claramente nueva indicción, y no continuación del Concilio de Trento, de lo cual se seguía notorio perjuicio a la autoridad de dicho concilio y de otros que la iglesia había celebrado, contra lo cual protestaba enérgica y resueltamente el rey.

Las fechas de estos documentos son de 13 y 14 de mayo de 1561 en Toledo.– Archivo de Simancas, Estado, Roma, y Colección de Documentos inéditos, tom. IX.

{21} «No me conformo, dijo el obispo de Orense, con las palabras Proponentibus legatis, a propuesta de los legados, así por no ser costumbre ponerlas en semejantes decretos, como porque dan a entender cierta limitación, que no es conforme al orden de un concilio general; y además de esto, porque no se hallan en la bula de convocación de éste, a la que debe conformarse el decreto de su apertura; en cuya consecuencia pido, que de no borrarse dichas palabras, inserte el Reverendo señor secretario este voto mío, después del mismo decreto: en lo demás me conformo. Non placent illa verba: Proponentibus, &c.»– Lo mismo había protestado el arzobispo de Granada, y también hicieron sus salvedades los de León y Almería.

En el Archivo de Simancas (Negociado de Estado, legajo 890 y otros) hemos visto y leído multitud de cartas del embajador en Roma Francisco de Vargas al rey Felipe II, del arzobispo de Granada, del obispo de Gerona, del de Lérida, del marqués de Mantua, del de Pescara, de los legados pontificios, del mismo pontífice al rey, sobre las dos cuestiones, la de la Continuación y la de la cláusula Proponentibus legatis, en que se ve la insistencia y la energía con que Felipe II y sus embajadores reclamaban del papa la supresión de ésta y la aclaración de aquella, y los medios que el pontífice y los legados buscaban para eludir el compromiso y aprietos en que los ponía el rey. «Explicándole (a Su Santidad), decía en una de sus cartas el embajador Vargas al rey, lo que V. M. decía en ambos puntos de Continuación y cláusula Proponentibus, fue tanto lo que se alteró y arrebató de cólera, que no hay palabras con que poderlo explicar, ni lleva camino hacelle mudar desta condición que tan perniciosa es para sí y para todos, y tan fuera de príncipe, y más del que es vicario de Dios, y padre y pastor universal… Yo tuve lugar de tractar la materia como fue menester, e inculcalle que el remedio que V. M. le representaba era el más honesto y acomodado… el cual ponderó S. S. tres o cuatro veces, jurando que aquella cláusula nunca se le comunicó, y que le pesó cuando la vido puesta, pero que los legados la habían pasado con el sínodo y en conformidad de todos, sacando tres o cuatro que contradijeron. Respondile que así lo tenía por cierto y escríptolo a V. M., y tanto más por esto de no lo haber sabido y pesadole, tenia S. S. obligación al remedio que se le pedía. Replicó que no había perjuicio en aquellas palabras, y que al sínodo se le guardaría su libertad y se les diría de palabra a los padres: pero que tocar a la cláusula por escripto no se haría, porque ni era costumbre ni sería honra de los legados, que eran personas de mucha cualidad, y el de Mantua príncipe. Díjele que más principal era Dios y la verdad; que me maravillaba de S. S. siendo tan prudente y tan celoso del bien público, usase de semejantes evasiones, y que le suplicaba lo pensase con más quietud, y que yo esperaba lo remediaría como convenía, con que entendiese que donde ofendía lo escripto no bastaban palabras, y que por escripto y acto solemne sinodal se había de remediar… &c.»

Con este nervio hablaban siempre y en todo al Sumo Pontífice los embajadores de Felipe II, autorizados por su monarca, de lo cual podríamos presentar infinitos testimonios.

Al fin, lo de la Continuación se salvó de un modo ingenioso, haciendo que re ipsa constase que éste era continuación del concilio de Trento y no otro, prosiguiendo la declaración de las doctrinas tocantes al dogma en el estado que quedaron cuando se hizo la suspensión: así es, que la sesión 1.ª de este tercer período, no se nombró así, sino la 17.ª del concilio, y a este tenor las demás, con que no quedó duda de que era continuación del mismo concilio de Trento, y no otro nuevo concilio.