Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo VI
Flandes
Origen y causas de la rebelión
De 1559 a 1567

Conducta de Felipe II en los Países Bajos.– Causas del disgusto de los flamencos.– El carácter del rey.– Su preferencia hacia los españoles.– La creación de nuevos obispados.– La Inquisición.– Los edictos imperiales.– La permanencia de las tropas españolas.– La privanza de Granvela.– La ambición y el resentimiento de los nobles.– Quejas contra Granvela.– Odio que le tenían los flamencos.– Primeros síntomas de sedición.– Tesón del rey en proteger al cardenal.– Comportamiento de la duquesa de Parma, regente.– Primera venida de Montigny a España.– Resultado de su misión.– Planes de rebelión en Flandes.– Petición al rey contra Granvela.– Dilaciones de Felipe en proveer a lo de Flandes.– Consulta al duque de Alba, y su respuesta.– Sale Granvela de los Países Bajos: alegría de los nobles y del pueblo.– Rigor inquisitorial: oposición del país: disturbios.– Resístense a recibir los decretos del concilio de Trento: insistencia del rey.– Venida de Egmont a Madrid.– Respuesta que lleva del monarca.– Disposiciones de Felipe II contra las instrucciones dadas a Egmont.– Resistencia de los flamencos a admitir la Inquisición y los edictos.– Tenacidad del rey.– Conflictos de la princesa regente.– Confederación de los nobles contra la Inquisición.– El compromiso de Breda.– Petición de los confederados a la gobernadora.– Respuesta de la princesa.– Notable distintivo de los coligados.– Segunda venida de Montigny a España.–  Entretiénele el rey sin responder a su comisión.– Situación crítica de Flandes.– Doble y artera política del rey.– Estalla la revolución religiosa en los Países Bajos.– Tumultos: profanación, saqueo y destrucción de templos.– Luchas sangrientas entre católicos y herejes.– El príncipe de Orange, y los condes de Egmont, Horn, Aremberg, Mansfeld, Berghes y otros.– Nuevos disturbios y desmanes.– Apremiantes reclamaciones de la princesa regente al rey, y respuestas dilatorias y ambiguas de Felipe.– Grandes dimensiones que va tomando la revolución.– El rey ofrece ir a Flandes.– Planes de los confederados.– Determina Felipe II subyugarlos con las armas.– Nombra al duque de Alba general del ejército que ha de enviar a Flandes.
 

Vamos a tratar con todo el desapasionamiento, con toda la severa imparcialidad de que el magisterio histórico debe estar siempre revestido, de la famosa rebelión y levantamiento de los Países Bajos, que comenzó en los primeros años del reinado de Felipe II, de las largas, porfiadas y sangrientas guerras que le siguieron, que asolaron y devastaron aquel desgraciado país, que convirtieron sus ricas ciudades en lastimosas ruinas, sus bellos campos en vasto cementerio de hombres, que consumieron a España sus hijos, su sangre y sus tesoros, que asombraron al mundo por su valor, la constancia y el tesón de que es capaz un pueblo que se levanta en defensa de sus antiguas leyes y de la libertad de que se intenta despojarle. Diremos solamente en este capítulo lo que por la parte de Flandes acontecía en este período y durante el tiempo que hemos visto a Felipe II ocupado en los asuntos interiores de España, en el castigo de los luteranos españoles, en las solemnidades de su tercer matrimonio, en las empresas navales de la costa de África, en el socorro de Malta, en la intervención en los disturbios religiosos de Francia, y en los grandes negocios y deliberaciones del concilio de Trento.

Cuando Felipe II partió de los Países Bajos para volver a España (setiembre, 1559), pareció haber olvidado (y atiéndanlo bien los que nieguen la elocuente y provechosa enseñanza de los ejemplos históricos), pareció, decimos, haber olvidado lo que cuarenta y dos años antes había acontecido en España cuando su padre Carlos partió de este reino para el imperio alemán. Circundado de flamencos había venido Carlos de Flandes; flamencos y no españoles eran los que constituían su consejo; flamenco hablaba él y no español; a flamencos y no a españoles dio los primeros empleos y las más altas dignidades eclesiásticas de Castilla; tropas flamencas había traído consigo; a Flandes iba el dinero de España; sin ningún acatamiento había mirado las leyes, las antiguas costumbres y libertades españolas; sin consideración había alterado el orden y lugar de celebrar Cortes; un regente flamenco había dejado a su partida de Castilla; y apenas abandonó las playas españolas, el pundonor nacional resentido estalló en las alteraciones y revueltas que en otro lugar hemos contado, y que estuvieron a punto de costarle las coronas de estos reinos: él tuvo la fortuna y el reino la desgracia de ahogar en sangre aquel movimiento popular, pereciendo en patíbulos los defensores más exaltados de las libertades castellanas.

En muy semejantes circunstancias a las de Carlos al salir de Castilla se había hallado su hijo Felipe al dejar a Flandes. Su conducta tuvo muchos puntos de parecido, y las consecuencias fueron no menos desastrosas. Nunca había agradado a los flamencos el carácter taciturno y tétrico de Felipe II; disgustábales que ni hablara su lengua, ni mostrara deseos de aprenderla y hablarla: ofendíales que sus consejeros fueran todos españoles, españolas sus costumbres y españoles todos los hombres de su privanza. Aquel apego y cariño de Felipe a las cosas de España, cualidad sin duda muy recomendable para los españoles, era capital defecto para los flamencos; achaque de quien abarca bajo su dominación reinos y estados de hábitos y costumbres diferentes, sin genio para acomodarse a las de cada uno de ellos. Y tanto menos soportable se les hacía a los de Flandes el desdeñoso y desabrido trato que recibían de Felipe, cuanto que estaban acostumbrados a cierta preferencia con que los había mirado siempre el emperador, como nacido y criado entre ellos, al genio expansivo de Carlos, y a aquella política acomodaticia que la necesidad le había enseñado, y con que procuraba hacerse alemán con los alemanes, italiano con los italianos y flamenco con los flamencos.

Sin embargo, esta falta de simpatías entre el rey y sus súbditos de Flandes no habría sido por sí sola suficiente para producir los gravísimos disturbios que después hubo que lamentar, si Felipe hubiera sido más político con ellos, si los flamencos no se hubieran creído lastimados en la parte más viva y más sensible, que tal era para ellos la conservación de sus antiguos privilegios y de su libertad. Pero aquellas diez y siete ricas, fértiles, industriosas y pobladísimas provincias, en que se contaban más de trescientas cincuenta ciudades, la mayor parte muradas, con innumerables castillos, gozaban desde muy antiguo de muy apreciables franquicias, y regíanse casi libremente en su gobierno interior, y sus valerosos naturales eran en esto tan celosos, que, como dice un apreciable historiador, «en defender la libertad se calientan más de lo que basta, porque se precian de preferirla a todo lo demás, pasando tal vez por esta causa a tomarse más licencia de la que permiten los fueros de la libertad{1}.» Felipe II, menos atento de lo que debiera al carácter de aquellas gentes, frías en lo demás pero en esto fogosas sobremanera, comenzó a cercenarles sus privilegios y quebrantarlos. La erección de catorce nuevos obispados, sobre los cuatro que en los estados de Flandes había antes solamente, fue recibida como una infracción escandalosa de los privilegios bravantinos. Los abades, a quienes los obispos reemplazaban, vieron rebajada su antigua representación y su influencia en el país. Los monjes se quejaban de verse privados del derecho y costumbre inmemorial de nombrar sus abades, y de sujetarse a superiores que no entendían de la disciplina regular. Los nobles se alarmaron al considerar el influjo que los obispos iban a ejercer en las Cortes o Estados generales, como puestos por el rey y adictos al papa, y comprendieron cuánto iba a perder la antigua autoridad de la nobleza; y el pueblo vio con recelo el poder que se daba al brazo eclesiástico.

Otro motivo concitó todavía más los ánimos de los flamencos, a saber, el empeño de Felipe II de establecer en los Países Bajos la Inquisición de España, y la renovación de los terribles edictos de Carlos V contra los herejes. Detestaban los flamencos la Inquisición, tanto o más que habían mostrado aborrecerla los de Nápoles. Y al odio con que ya miraban el adusto tribunal se agregaba la circunstancia de ser muchos los que temían sufrir sus rigores, porque con el trato y comunicación y el continuo roce que por el comercio y las guerras habían tenido y tenían con los alemanes, habían cundido y difundídose por los Países Bajos los errores de Lutero y de Zuinglio, y eran muchos los que se hallaban contaminados de herejía.

Fue otra de las causas del descontento de los flamencos la privanza de que gozaba con el rey el obispo de Arras, después cardenal Granvela, y la poderosa intervención e influjo que por expreso encargo y recomendación de Felipe ejercía aquél en el consejo privado de la duquesa de Parma, gobernadora de aquellos estados, señora por otra parte de grande ánimo y espíritu, prudente, hábil y piadosa en extremo{2}. El valimiento de Granvela, a quien suponían como el oráculo del rey y la gobernadora, se hacía insoportable a los próceres flamencos, que le profesaban odio, más o menos en razón fundado, y bastaba en los consejos que Granvela fuese de un dictamen, para que ellos disintieran y votaran lo contrario, y era lo peor para ellos y lo que más les irritaba que el parecer de Granvela prevalecía siempre sobre los de todos.

Había también mucha parte de ambición en los nobles. Orgullosos con haber tenido tan principal parte en los triunfos de Felipe II contra los franceses en San Quintín y en Gravelines, aquellos a quienes el rey a su partida no había dejado el gobierno de alguna provincia o ciudad, se mostraban altamente resentidos y quejosos, y los que los obtenían, aun no se consideraban debidamente remunerados. Entre estos era el principal Guillermo de Nassau, príncipe de Orange, el más ilustre y el más poderoso de aquellos magnates, general en jefe de todo el ejército en tiempo de Carlos V, siempre muy favorecido y considerado del emperador, que le fiaba los cargos más delicados y las embajadas más importantes; el mismo Felipe le había confiado el tratado de paz con Francia, y era hombre que gozaba de gran prestigio en el país. Y como el de Orange había aspirado a quedarse con el gobierno universal de Flandes, que se dio a la princesa Margarita, considerose desairado, no obstante haberle sido conferido el mando de las mejores provincias, y desde luego se le vio dispuesto a acaudillar a los descontentos. Y en verdad que pocos jefes de revolución podría haber más temibles, porque además de su ventajosa posición, era maravillosamente diestro en ganar voluntades y le favorecían mucho su genio y sus naturales dotes.

Dábase el pueblo por ofendido de la permanencia de las tropas españolas en Flandes más tiempo de lo que había ofrecido el rey. La prudente gobernadora, conociendo el disgusto popular y temiendo sus consecuencias, preparó el embarque de los españoles, a cuyo fin los envió al puerto de Flesinga en Zelanda. Mas al tiempo de verificarse la partida, llegaron cartas del rey mandando que se suspendiese el embarque hasta nueva orden. Culpábase de esta determinación a Granvela, que en sus cartas al rey le representaba la necesidad de tener allí las tropas para contener los conatos de sedición del pueblo y de la nobleza. De todos modos la orden del rey ponía en un conflicto a la princesa gobernadora; pues por una parte era tal la indignación y el encono de los zelandeses contra las tropas españolas, que no querían poner mano en las obras de los diques, diciendo en su desesperación que consentían exponerse a que los tragaran a todos las olas del mar si no habían de verse libres del yugo de soldados extranjeros. Por otra parte la retirada de las tropas de Zelanda ofrecía no pequeñas dificultades y riesgos. Invernar todas juntas en una sola ciudad era una carga insoportable para la población, cualquiera que fuese; dividirlas era exponerlas a los ultrajes de los pueblos; y a mayor abundamiento las provincias habían protestado, que no solo no darían un florín para el sostenimiento de los españoles, sino ni para la milicia misma del país, mientras no le evacuasen los extranjeros. Todo esto lo expuso la princesa Margarita al rey en términos tan enérgicos y fuertes, que Felipe se resolvió, aunque de mal grado, a dar orden para que los tercios de Flandes fuesen enviados a Nápoles y a Sicilia, donde vendría bien este socorro, ocupados los napolitanos en la empresa de los Gelbes. Salieron, pues, los españoles de Flandes en el rigor del invierno (de 1560 a 1561) con gran contento y regocijo de todos los flamencos{3}.

Aquella alegría se conturbó no poco con la nueva que llegó de haber sido investido Granvela por el pontífice Pío IV con el capelo de cardenal. El rey le felicitó en carta de su puño (17 de marzo, 1561), manifestándole el júbilo que le había causado «su merecida promoción,» y diciéndole al propio tiempo que había pedido a S. S. le dispensara la asistencia al concilio de Trento{4}. Pero estas singulares distinciones que Gravela recibía del pontífice y del rey de España no hacían sino enorgullecer más al prelado y añadir quilates a la enemiga con que le miraban los próceres flamencos. Tanto, que los dos más principales, el príncipe de Orange y el conde de Egmont, se decidieron a escribir al rey (25 de julio, 1561), recordándole que cuando a su partida los dejó nombrados gobernadores de provincias y consejeros de Estado, les prometió que todos los negocios de importancia se resolverían en Consejo, en cuya confianza aceptaron: mas como quiera que después habían visto que los negocios que se llevaban al Consejo eran los más fútiles, y que los de grave interés se deliberaban sin su conocimiento por una o dos solas personas, y como hubiesen oído a Granvela que todos los consejeros serían igualmente responsables de los acontecimientos que pudieran sobrevenir, pedían a S. M. o que se les admitiera la dimisión que de sus cargos hacían, o que ordenara que en lo sucesivo todos los asuntos se trataran y resolvieran en pleno Consejo. De la gobernadora no se quejaban, antes se mostraban muy satisfechos de ella{5}.

Contestoles el rey que agradecía su celo por el buen servicio (29 de setiembre); que el conde de Horn, que a la sazón se hallaba en España y partiría pronto para Flandes, les llevaría la respuesta sobre el objeto de sus quejas; que entretanto les recomendaba la buena administración de sus provincias, que velaran por el mantenimiento de la religión y por el castigo de los herejes. En efecto, a poco tiempo volvió allá el conde de Horn, portador de la resolución del rey (15 de octubre), escrita de su mano, prometiendo que los negocios se tratarían en lo sucesivo de otra manera y como ellos deseaban; añadiendo el secretario Eraso que nada harían que fuese tan agradable al rey como el celo que desplegaran tocante a la fe y a la religión. Pero llegó esta carta precisamente cuando el príncipe de Orange había ido a celebrar sus bodas con una hija del difunto Mauricio de Sajonia, educada en la doctrina luterana, bien que protestando a la gobernadora que esto no le haría variar de religión ni dejar el catolicismo; y cuando Granvela se disponía a tomar posesión del arzobispado de Malinas, que también le había sido conferido{6}. Elementos todos que iban añadiendo leña al fuego de las rivalidades y de las discordias religiosas que no había de tardar en estallar.

En este tiempo ardían ya en Francia las sangrientas guerras y sucedían las terribles matanzas entre católicos y hugonotes, de que en otro capítulo hemos hablado. Y Felipe II, que había dado auxilios de tropas a los católicos franceses, mandó también a la gobernadora de Flandes que enviara en socorro de los mismos toda la caballería flamenca. Opusiéronse a esto los nobles con tal energía y obstinación, so pretexto de que si ellos favorecían a los católicos de Francia los protestantes alemanes volverían las armas contra sus propios estados, que no había manera de hacer salir la caballería de Flandes sin riesgo de un levantamiento. En tal conflicto la prudente Margarita discurrió un arbitrio para no dar ocasión a disturbios interiores y no dejar sin ejecución la orden del rey, que fue recoger y enviar dinero a la reina de Francia, lo cual sabía que había de agradarla tanto como los soldados, y de ello dio aviso a su hermano el monarca español (1562), esperando que le habrían de satisfacer las razones que la habían movido a obrar así.

Trabajábase en tanto en Flandes por poner cuantos entorpecimientos se podía a la provisión de los nuevos obispados erigidos por el rey, a los cuales se consideraba como precursores de la Inquisición; y como se atribuía todo al consejo y sugestiones de Granvela, lejos de irse templando el odio que contra él había, era cada vez objeto de mayor encono: publicábanse pasquines y libelos, se esparcían calumnias, se hacía correr la voz de que quería la destrucción de Flandes, de que había dicho al rey que mientras no hiciera cortar media docena o más de cabezas de los principales personajes, nunca llegaría a dominar el país; de que mantenía correspondencia con los Guisas de Francia, y de que existía una liga secreta de que él era el alma y el promovedor. De todo esto daba el cardenal amargas quejas al rey, protestando que la causa de aquella enemiga y de todos sus sinsabores no era otra que su empeño en sostener la autoridad real que el verdadero motivo de la oposición de los nobles a la creación de los obispados, era que querían ellos manejarlo y mandarlo todo; que ellos eran los que se entendían con los herejes franceses y alemanes, en prueba de lo cual habían enviado a consultar con los de París al doctor Dumoulin, más hereje que el mismo Lutero; ponderaba la mala disposición de los ánimos; denunciaba las confederaciones y planes que se fraguaban, y en todas sus cartas insistía en la necesidad de que fuese allá el rey, como único remedio para reprimir las conjuraciones y acallar y sosegar los espíritus, pues de otro modo pronosticaba que ni la prudencia y esfuerzos de la princesa regente ni menos los suyos bastarían a evitar un rompimiento.

Felipe II, en vez de adoptar uno de dos medios, o de variar de sistema o de obrar con más energía, se contentaba con escribir, y eso de tarde en tarde, a la gobernadora y al cardenal, asegurando que no había motivo ni razón para calumniar así a Granvela, ni para aborrecerle de aquella manera y perseguirle; que no era cierto que él le hubiera aconsejado la erección de obispados ni el establecimiento de la Inquisición, ni menos lo de cortar la media docena de cabezas «aunque quizá no sería malo hacello,» añadía{7}; que reconocía la conveniencia y aún la necesidad de ir en persona a los Países Bajos, pero que no le era posible por la falta absoluta de dinero, «pues no podéis pensar, decía, hasta qué punto me hallo exhausto de numerario.» Y entretanto el espíritu público iba empeorando en Flandes; crecía el odio contra Granvela; el de Orange y los suyos se correspondían con la reina de Inglaterra y se empeñaban en asistir a la dieta alemana de Francfort contra la voluntad de la gobernadora: ésta se negaba ya a convocar los Estados generales de Flandes, cuya congregación aquellos pedían; el cardenal rogaba «por amor de Dios» al rey que fuese, porque si el pueblo se sublevaba todo era perdido; y el modo que tuvo Felipe de congraciar a la princesa regente que tanto sufría por sostener su autoridad fue negarle el castillo de Plasencia, que le había pedido devolviese a su marido el duque de Parma; negativa que llenó de aflicción a la duquesa, que la hizo verter muchas lágrimas, prorrumpir en amarguísimas quejas contra el rey, y la puso a punto de hacer renuncia del gobierno, que hubiera sido una fatalidad, pero también una merecida lección para el monarca{8}.

La situación de Flandes se iba haciendo crítica, y se acordó enviar a España al señor de Montigny para que informase al rey del estado alarmante del país, y de sus verdaderas causas. El mismo Felipe le instó a que se las manifestara con franqueza, y el magnate flamenco le señaló las tres principales, a saber: Primera: la elección de nuevos obispados sin consejo ni intervención de los naturales del país. Segunda: el rumor de que se intentaba establecer en las provincias la Inquisición a estilo de España. Tercera: el odio general con que era mirado el cardenal Granvela, no solamente por los nobles, sino por todo el pueblo, odio tan profundo, que era muy de temer produjera una sublevación. El rey contestó a estos cargos diciendo: que el odio a Granvela era infundado e injusto, porque él no había tenido parte alguna en las medidas de que los flamencos se quejaban; que la creación de obispados no tenía más objeto que proveer a las necesidades religiosas de las provincias, y que nunca había entrado en su pensamiento establecer en Flandes la Inquisición de España (diciembre, 1562). El efecto que produjo en los Países Bajos el conocimiento de estas respuestas, ya trasmitidas por el rey a la gobernadora y al cardenal, y publicadas por Montigny a su regreso, con ansia deseado, fue del todo contrario al que Felipe II se había propuesto. Los ánimos se enconaron más; las cosas fueron a peor; sin rebozo se fraguaban ya planes y confederaciones contra el cardenal y los llamados cardenalistas, por el príncipe de Orange, los condes de Egmont y de Horn, el marqués de Berghes, y otros magnates y barones; hasta el mismo Montigny, calificando de abuso la pena de muerte por delitos en materia de religión, que se le mandaba aplicar a los turbulentos herejes de Valenciennes y de Tournay, se unía a los próceres conspiradores. Tal era ya la inquietud de la princesa y del cardenal, que aquella se empeñaba en resignar el gobierno, y éste proponía venirse a Madrid.

¿Qué medidas tomaba para conjurar tan inminente tormenta Felipe II? Instar a la duquesa de Parma a que continuara al frente del gobierno; decir a Granvela que no viniese, que allí podría hacerle mejor servicio, que se mantuviera firme, y no renunciara el arzobispado de Malinas, y aconsejar a la una y al otro que procuraran introducir la desunión y la discordia. El rey no creía ni podía persuadirse de que las cosas pudieran llegar al punto que allá temían, y de que diariamente le avisaban{9}.

No obstante los manejos empleados para dividir a los enemigos de Granvela, y que produjeron la deserción del conde de Aremberg y de algunos otros, los demás continuaron sus trabajos, resolviéndose, antes de apelar a otros extremos, a pedir al rey abiertamente la separación de Granvela, como lo hicieron el de Orange y los de Egmont y Horn, en carta que le dirigieron a 11 de marzo (1563), en la cual, entre otras cosas, le decían: «Cuando los hombres principales y los más prudentes consideran la administración de Flandes, claramente afirman que en el cardenal Granvela consiste la ruina de todo el gobierno; por lo cual se sienten tan altamente traspasados los ánimos de los flamencos, y con tan firme persuasión, que será imposible arrancarla de ellos, mientras él viviese entre nosotros. Pedimos, pues, humildes, por aquella lealtad que siempre habéis experimentado en nosotros… que os sirváis de poner en consideración cuánto importa atender al común dolor y quejas de los pueblos. Porque una y otra vez rogamos a V. M. sea servido de persuadirse a que jamás tendrán feliz suceso los negocios de las Provincias, si advierten los súbditos que el árbitro de ellos es un hombre a quien aborrecen… Este ha sido el motivo por que los más de los señores y gobernadores de estos estados, y de otros no pocos, han querido significaros estas cosas, para que se pueda obviar a tiempo la ruina que amenaza. Obviareisla sin duda, señor, como esperamos; y ciertamente podrán más con V. M. tantos méritos de vuestros flamencos y tantos ruegos por el bien público, que no la atención a un particular, para que queráis por solo él despreciar a tantos obedientísimos criados de V. M. Y más cuando no solo no puede quejarse nadie de la prudencia de la gobernadora, pero aun os deberemos dar todos inmortales gracias por su gobierno.» Y concluían pidiendo que de todos modos los relevara de concurrir en adelante al consejo con el cardenal.

Tardó el rey tres meses en contestar a esta carta, al cabo de los cuales respondió (junio, 1563), que sería bueno que alguno de los tres viniera a España a explicarle de palabra los motivos de sus quejas. Y pareciéndole el de Egmont el más a propósito por su genio para poderle ganar con mercedes y halagos, le escribió particularmente a él mismo, invitándole a que viniese: porque el objeto del rey era introducir las sospechas y la discordia entre los de la liga y debilitarlos dividiéndolos. Pero el de Egmont se negó siempre bajo diferentes excusas a hacer el viaje a España para acusar a Granvela, penetrando acaso las intenciones del rey. En el propio sentido se conducían y explicaban los demás confederados, y en vez de venir a dar explicaciones al monarca, dejaban de asistir al senado con Granvela, y públicamente se congregaban y platicaban entre sí y se correspondían con los reformistas alemanes, ingleses y franceses, sin que la princesa gobernadora, con toda su prudencia y su política, lo pudiese remediar. Y sin embargo, exteriormente mostraban el mayor celo por la religión católica.

Juzgó ya necesario la princesa Margarita despachar a su mismo secretario Tomás Armenteros con instrucciones de lo que había de informar, proponer y pedir al rey sobre el estado alarmante de Flandes. Decíale que la herejía se propagaba en la Baja Flandes por las relaciones de esta provincia con Inglaterra y Normandía; que la secta de Calvino inficionaba rápidamente la Zelanda y la parte de Luxemburgo colindante con Francia; que el príncipe de Orange, los condes de Egmont y de Horn, el marqués de Berghes, los condes de Mansfelt, de Meghem y el señor de Montigny, en varias audiencias que con ella habían tenido, habían tratado de justificar su retirada del Consejo de Estado; que el tesoro de Flandes estaba exhausto, y las cargas anuales excedían a las rentas en más de seiscientos mil florines; que las plazas de las fronteras necesitaban ser reparadas y aumentadas; que le dijera cómo había de conducirse en el caso que los señores disidentes se obstinaran en la congregación de los Estados generales; que había apurado infructuosamente todos los medios para reconciliar a los magnates con Granvela; que el prelado era muy celoso por el servicio de Dios y del rey, pero que no dejaba de conocer que su permanencia en los Países Bajos a disgusto de los próceres ofrecía gravísimos inconvenientes, y podía producir hasta un alzamiento en el país (agosto, 1563).

No comprendemos la dilación del rey en contestar a tan alarmantes cartas. Hasta octubre no respondió a esta y a otras dos de la gobernadora, desde Monzón, donde celebraba Cortes, y aun entonces se limitó a decirle que agradecía su celo y diligencia, que le causaba gran pesadumbre el estado de la religión en los Países Bajos, y que con Armenteros le respondería más particularmente. Pero Armenteros no fue despachado a Flandes hasta el 23 de enero de 1564, y las instrucciones que el rey le dio se reducían a decir a la princesa: que quería que los herejes fueran castigados; que excusara cuanto le fuese posible la reunión de los Estados generales, y en el caso de verse hostigada, se remitiera a él; que debía trabajar porque el de Orange y demás nobles disidentes volvieran al consejo de Estado; que en cuanto a Granvela, se reservaba deliberar, y le haría conocer su determinación; que conocía los buenos efectos que su presencia podría producir en los Países Bajos, pero que eran tantos los negocios que tenía que arreglar en España, que no sabía cuándo podría efectuar su viaje; que entretanto le recomendaba la mayor solicitud por la religión, y que fuera entreteniendo las esperanzas de los señores flamencos.

Mas en este intermedio no había dejado el rey de consultar al duque de Alba sobre el partido que convendría adoptar. «Siempre que veo cartas de esos tres señores de Flandes, le contestaba el de Alba, me ahoga la cólera en términos, que si no me esforzara por reprimirla, creo que mi opinión parecería a V. M. la de un hombre frenético.» Decíale que lo más justo sería el castigo, pero no siendo posible por el momento, convenía sembrar entre ellos la cizaña y dividirlos; mostrar enojo contra aquellos que no merecían una pena muy fuerte; y en cuanto a los que merecían que se les cortara la cabeza, sería bueno disimular hasta que se pudiera hacerlo; que Granvela debería salir secretamente y como fugado de Flandes, irse a Borgoña, y de allí escribir a los Países Bajos que había abandonado a Flandes por ponerse en seguro, porque allí peligraba su vida{10}.

Al fin salió Granvela de Flandes a Borgoña (marzo, 1564), con gran júbilo de los nobles, que desde luego comenzaron a asistir al Consejo de Estado, y con no poco contentamiento del pueblo, del cual solía decir el cardenal con sarcástico ludibrio; «ese protervo animal llamado pueblo{11}.» Y salió en buena ocasión, porque los pasquines que contra él diariamente aparecían mostraban hasta qué punto había provocado ya la irritación popular. El conde de Egmont le decía con franca lealtad a la duquesa de Parma, que si Granvela volvía a Flandes, como desde el principio se comenzó a susurrar, peligraba de seguro su vida, y el rey se ponía en manifiesto riesgo de perder los Países Bajos. Una librea que los señores flamencos acordaron en este tiempo adoptar unánimemente, a estilo e imitación de las que usaban los señores de Alemania, pero en cuyas anchas mangas había unas cabezas humanas bordadas a aguja, y unos capirotes como los que llevaban los fatuos y juglares, dieron ocasión a mil interpretaciones siniestras; en los capirotes creían ver representado el capelo del cardenal, y en las cabezas veían simbolizadas las de los llamados cardenalistas; todo lo cual exaltaba los ánimos del pueblo, y cualquiera que fuese la versión, era de naturaleza de hacer recelar próximos disturbios{12}.

Cuando tal agitación reinaba en los ánimos, cuando se cuestionaba entre el rey, el duque de Alba y la gobernadora, si traer al cardenal Granvela de Besanzón a España o llevarlo a Roma, la princesa regente, cumpliendo con los repetidos encargos, órdenes y recomendaciones de su hermano Felipe, comenzó a perseguir y castigar a los herejes de Flandes, a encerrarlos en calabozos, y a llevarlos a los patíbulos. Nobles y pueblo se alteraron y conmovieron con esto; proclamaban públicamente y a voz en grito que era intolerable crueldad castigar los hombres por asuntos de conciencia, y no siendo culpables de rebelión ni de tumulto, y protestaban y juraban que, o no se habían de ejecutar los edictos inquisitoriales, o habían de verse en los Países Bajos cosas más terribles que en Francia, y de ello comenzaron a dar algunas muestras. Un tal Cristóbal Fabricio había sido llevado a la hoguera en Amberes por hereje, y en el momento de aplicar el verdugo el fuego a aquel desgraciado, una lluvia de piedras lanzadas por la gente del pueblo cayó repentinamente sobre el ejecutor y los testigos del suplicio: el verdugo remató con el puñal a su víctima para acelerar la operación y huir del peligro, y el alboroto se reprodujo con furor al siguiente día. En Bruges el senado mismo de la ciudad arrancaba de las manos de los alguaciles otro hereje condenado por el inquisidor, y encarcelaba a los ministriles, y se quejaba a la gobernadora contra el representante del Santo Oficio. Escenas semejantes acontecían en otros pueblos. Fluctuaba el ánimo de la princesa entre los inconvenientes y peligros del rigor inquisitorial, y los apremiantes mandamientos del rey, ordenándole el castigo de los herejes, que él mismo designaba desde España, individualizando sus nombres, sus oficios y las señas de sus viviendas{13}.

Agregose a esto el empeño de Felipe II de hacer recibir en Flandes y guardar y cumplir como ley del Estado, los decretos del concilio de Trento, a la manera que lo había hecho en España y en otros dominios de su corona. De aquí surgieron nuevas y más graves dificultades y complicaciones en los Países-Bajos, harto conmovidos ya. La mayoría de los nobles resistió fuertemente esta medida, fundándose en que varios de los capítulos y disposiciones del concilio eran contrarios a los privilegios de algunas provincias y ciudades, y negábanse a recibirle, por lo menos mientras aquellos capítulos no se exceptuasen o suprimiesen. Insistía el rey en que se aceptara sin restricciones ni limitaciones, pues no podía sufrir ni tolerar que habiendo sido recibido en España en todas sus partes, se le pusieran embarazos y se exigieran condiciones en ninguno de sus señoríos, con menoscabo de su autoridad y con tan funesto ejemplo para la vecina Francia, donde tampoco era recibido. La princesa Margarita encontraba apoyo en el consejo privado para la ejecución de la voluntad del monarca español, pero oponíale tenaz resistencia el senado o consejo general (de setiembre a diciembre de 1564).

En este nuevo conflicto túvose por conveniente, y aún necesario, enviar a España al conde de Egmont para que expusiese y representase al rey la verdadera situación del país, sus necesidades y sus peligros, y le hablase al propio tiempo de otro suceso que estaba aumentando la alarma de los flamencos, a saber, la entrevista y las pláticas que celebraban entonces las reinas de Francia y de España en Bayona, de que antes dimos cuenta, y sobre las cuales corrían en Flandes las conjeturas y rumores más siniestros. Esta vez aceptó el de Egmont con gusto su embajada a Madrid con la esperanza de alcanzar medros en sus personales intereses. Recibió Felipe II con mucha complacencia (marzo, 1565) al ilustre capitán a quien debió algunos años antes el glorioso triunfo de Gravelines. Oídas sus explicaciones verbales, e informado de las instrucciones que el de Egmon traía de la princesa, reunió Felipe II una junta de teólogos y doctores para consultarles sobre el punto de la religión o de la libertad de conciencia que con empeño pedían las ciudades de Flandes. Respondiéronle, después de una madura reflexión, los teólogos consultores, que atendido el estado de aquellas provincias y los males que de provocar una rebelión podían seguirse a la iglesia universal, creían que podía muy bien S. M. sin ofensa de Dios dejarles el libre culto, sin cargo alguno para su real conciencia. Entonces el rey separándose del dictamen de sus asesores, protestó y juró que preferiría perder mil vidas que tuviese a permitir se quebrantara en un punto la unidad religiosa y que le llamaran señor de quienes tanto ofendían a Dios. Y a poco tiempo despachó al de Egmont (abril, 1565) con las cartas de respuesta a la princesa gobernadora{14}.

Partió, pues, el conde flamenco de Madrid con las instrucciones, muy complacido y contento por las mercedes personales que recibió de su soberano y cuya esperanza le había hecho la embajada tan agradable, llevando al propio tiempo a la princesa regente su hijo Alejandro, príncipe de Parma, criado en la corte de España, y casado ya con la princesa María de Portugal, hija de Eduardo y nieta del rey don Manuel, causando gran contentamiento y placer a Margarita de Austria, que después de tantos años volvía a abrazar con la ternura de madre a su hijo{15}.

Mas sucedió que a poco de haber regresado Egmont con los despachos del rey, escritos en sentido bastante templado, y cuando en su virtud parecía que los ánimos comenzaban a aplacarse algún tanto, se recibieron otros expedidos en Valladolid, de todo punto contrarios a los que llevara el conde mensajero, mandando a la princesa que no aflojara en manera alguna en la pesquisa y castigo de los anabaptistas y otros herejes, que restableciera en todo su vigor los edictos imperiales, que publicara el concilio sin restricciones, que reorganizara el Consejo de Estado, que hiciera a los nobles abolir y desterrar la nueva librea, con otras prevenciones no menos rigorosas ni menos opuestas a las que un mes antes había dado. Encendiéronse con esto y se irritaron más los espíritus; creció la indignación del pueblo; los nobles tomaron una actitud más siniestra y hostil y se confederaban más abiertamente; el mismo conde de Egmont se quejaba amargamente del compromiso en que el rey le había puesto, en detrimento de su buen nombre, con medidas tan contrarias a las instrucciones que le dio por escrito y a las ofertas que verbalmente le había hecho, y amenazaba retirarse del servicio de su soberano. La gobernadora, que por una parte, en obediencia a las órdenes de Felipe, publicaba el concilio, restablecía los edictos, y empleaba fuertes medidas contra los protestantes, por otra no dejaba de arbitrar medios para templar la efervescencia popular, escribía frecuentemente al rey pintándole lo alarmante y peligroso de la situación si no aminoraba sus rigores, inclinándole a ello, y le excitaba vivamente a que pasase allá para que viese por sí mismo el estado del pueblo y los inconvenientes y riesgos de su sistema de intolerancia. Mas todos sus esfuerzos se estrellaban contra la insistencia y la dureza del rey, que no cesaba de repetirle que castigara y procediera contra los herejes, sin remisión, sin consideración a clases ni a personas; que tales males no se curaban con remedios suaves, sino con ásperos cauterios; que diera todo género de protección y ayuda a los inquisidores, y que esta era su voluntad, la cual quería se ejecutara y cumpliera y la hiciera ejecutar y cumplir a todos los magistrados de las provincias.

Así pasó todavía aquel año, pareciendo milagroso que tardara tanto en reventar con fuerte estampido tan profunda y general irritación; y todavía en enero de 1566 volvía la gobernadora a decir a Felipe: «La resolución de V. M. sobre la Inquisición y la observancia de los edictos empeora esto de día en día: deploro la determinación, y creo que V. M. ha sido mal aconsejado: la Inquisición se hace insoportable a estas gentes: en Amberes y en Bruselas se publican carteles y circulan libelos que provocan a la rebelión, y el presidente Viglio y los más afectos a V. M. me aconsejan que no dé apoyo a los inquisidores para castigar estos delitos, por temor a los gravísimos inconvenientes que se podrían seguir: los gobernadores y magistrados de las provincias me dicen sin rebozo que no quieren ayudarme y contribuir a que sean quemadas cincuenta o sesenta mil personas. La escasez y carestía de las subsistencias, los atrasos en las pagas de las tropas y la poca confianza que me inspiran aumentan mis temores y me hacen temblar: os suplico humildemente que lo meditéis bien y deis alguna satisfacción a los señores del país: es imposible hacer más de lo que yo estoy haciendo, y lo único que deseo y me resta es poderme retirar{16}

Felipe II se mantenía inexorable, y tan violenta situación no podía mantenerse así mucho tiempo. Varios jóvenes de la nobleza, que se correspondían con los protestantes alemanes, ingleses y franceses, hicieron en Breda una liga o confederación, en que se obligaron bajo juramento a resistir con la fuerza y rechazar con las armas la Inquisición y los edictos, protestando no proponerse en ello sino el mejor servicio de Dios y del rey. Centenares de nobles y caballeros se fueron adhiriendo al Compromiso de Breda. Sin embargo, no todos los conjurados se proponían los mismos fines: los había que proclamaban la libertad de conciencia; algunos solo se oponían a los rigores de la Inquisición y de los edictos; otros aspiraban a variar de soberano aclamando la libertad del país, y no faltaban quienes se proponían solo medrar con la revolución; pero el grito general y el clamor unánime era contra la Inquisición y los edictos cesáreos. Su plan era sublevar de pronto las provincias de Frisia, Güeldres, Holanda y Utrech, para caer luego sobre Bravante. Los principales nobles, el príncipe de Orange, los condes y marqueses de Horn, Berghes, Mansfeld, Meghem, Hooghstraeten, Egmont, Montigny y otros, se mostraban ajenos a la confederación, aunque se quejaban de la conducta del rey para con ellos, y de que los tuviera y tratara como sospechosos. La princesa los consultaba, y todos unánimemente le respondían que no había más medio de conjurar la tormenta que abolir la Inquisición y moderar los edictos, y la duquesa a su vez escribía al monarca que no le quedaban sino dos extremos, o emplear pronto el rigor y la fuerza, o conceder lo que los sediciosos pedían.

El 2 de abril (1566) entraron en Bruselas Brederode y el conde Luis de Nassau, hermano del de Orange, con doscientos jinetes, llevando todos en el arzón de la silla un par de pistolas, y los dos jefes se alojaron en la casa del príncipe de Orange. El 3 llegaron los condes de Vanden Berghe y Calembourg con ciento cincuenta caballos, sin los que iban entrando a la desfilada. Con este alarde y aparato de fuerza se proponían los conjurados presentar a la gobernadora su memorial o petición. La princesa, sin embargo, les puso por condición que habían de presentarse desarmados. Hiciéronlo así en número de trescientos caballeros, llevando la palabra el conde de Brederode. A los pocos días respondió la gobernadora a la requesta de los conjurados, dándoles esperanzas de que sería abolida la Inquisición, de que se moderaría el rigor de los edictos, y se concedería un perdón general, pero teniendo que consultar la intención y la voluntad del rey. Como los coligados se presentaran en la audiencia sin insignias ni condecoraciones, y todos con unos sencillos trajes grises, el conde de Berlaymont, del partido del rey, a quien la princesa confió la alarma que aquello la causaba, quiso tranquilizarla diciendo: «Señora, no son sino unos pobres mendigos: Ce ne sont que de gueux{17}.» Hízoles gracia el nombre a los de la liga, y en sus banquetes brindaban gritando: «¡Vivan los mendigos! ¡Vivent les gueux!» Tomáronlo, pues, por divisa, y todos los confederados adoptaron un tosco vestido gris, y andaban con una alforja al cuello, unas escudillas de palo a la cintura, y una medalla al pecho que representaba en el anverso la efigie de Felipe II con el mote: En todo fieles al rey; y en el reverso dos manos sosteniendo una alforja, con el lema: Hasta llevar la alforja. Las escudillas, que al principio eran de palo, las llevaron después de oro los jefes de los confederados.

A consecuencia de la oferta hecha por Margarita de Austria a los de la noble unión, que así se titulaban también, acordó enviar a España al marqués de Berghes, gobernador de Henao, y al baron de Montigny, que lo era de Tournay, para que vieran de persuadir al rey su hermano de lo mismo que en los despachos le decía, a saber; que accediera a abolir la Inquisición y a moderar los edictos, según ella había ofrecido a los peticionarios, y en cuya necesidad convenían los caballeros del Toisón y los gobernadores de las provincias a quienes había consultado; y al tiempo que esto hacía recibía cartas de Felipe en que daba su aprobación a muchos actos de la princesa, pero manifestando no consentiría en la supresión del Santo Oficio, ni en la modificación de los edictos, ni en la asamblea de los estados generales (mayo, 1566). La discreta Margarita ocultaba muy prudentemente las intenciones y mandamientos del rey hasta saber el resultado de la embajada.

No es fácil explicar favorablemente la conducta misteriosamente sospechosa y doble de Felipe II en negocio de la calidad del de Flandes, tan importante y de tan inmensas consecuencias. Demás de la incomprensible dilación del remedio, de que amigos y enemigos juntamente y con razón ya se quejaban, después de la venida de Montigny pasábanse meses sin dar más resolución al magnate flamenco, sino que lo pensaría y avisaría tan pronto como los negocios de España se lo permitieran. Hablábale con mucho agrado, y le entretenía llevándole de Madrid al Escorial, del Escorial al bosque de Segovia y otros lugares, mas sin darle nunca una contestación definitiva. Al marqués de Berghes, que desde el camino quería volverse a los Países Bajos, le escribía el rey que no dejara en manera alguna de venir a Madrid (agosto, 1566). Y cuando tuvo aquí el segundo mensajero, no estuvo con el más explícito que con Montigny: a ambos los retenía sin darles respuesta, y sin saber ellos qué pensar de tan extraña conducta. ¡Ojalá hubiera sido este peor mal para ellos!

Entretanto la tempestad allá arreciaba: a la conjuración de los nobles siguieron los tumultos en los pueblos, multiplicábanse los libelos, los pasquines, las proclamas incendiarias; predicadores protestantes derramados por todo el país acaloraban a las masas con sus sermones; cantábanse por las calles de las ciudades los salmos de David con la glosa luterana; doscientos nobles de los coligados, reunidos en Saint-Trond, añadían a las tres peticiones anteriores la de que se congregaran los Estados generales; celebrábanse en varias poblaciones reuniones populares y tumultuosas de ocho, diez, doce y diez y seis mil personas. A las repetidas y apremiantes consultas que en su conflicto sobre tan alarmante estado le dirigía la princesa regente, ¿qué respondía el rey? La mandaba que se mantuviera firme en negar y resistir la congregación de los Estados generales, pero encargándola no revelase a nadie esta orden suya. «Vos no lo consentiréis, ni yo lo consentiré tampoco, pero no conviene que eso se entienda allá, ni que vos tenéis esta orden mía, si no es para lo de agora, pero que la esperáis para adelante, no desesperando ellos para entonces dello, aunque, como digo, yo no lo haré, porque entiendo muy bien para lo que se pretende, y por esto mismo no he querido permitirlo antes.{18}»

La autorizaba, aunque en términos no muy explícitos, para otorgar un perdón general a los sublevados, y levantaba un acta ante el notario Pedro de Hoyos, y a presencia del duque de Alba, del licenciado Francisco de Menchaca, y del doctor Martín de Velasco (8 de agosto), declarando que no lo había hecho libre ni espontáneamente, y que por tanto no se creía ligado por aquella autorización, sino que se reservaba el derecho de castigar a los culpables, y especialmente los autores o motores de los disturbios{19}. Ofrecía a los flamencos que haría cesar la Inquisición, y escribía a don Luis de Requesens, su embajador en Roma, que casi se alegraba de que le hubieran forzado a ello, porque siendo un tribunal puesto por Su Santidad, mientras Su Santidad no le suprimiera, quedaba en franquía de dar por nula la abolición cuando le conviniera{20}. Y respecto al perdón ofrecido, tan lejos estaba de su ánimo realizarlo, que añadía: «Y así podréis certificar a Su Santidad que antes que sufrir la menor quiebra del mundo en lo de la religión y del servicio de Dios, perderé todos mis estados y cien vidas que tuviese, porque yo ni pienso ni quiero ser señor de herejes… y si no se puede remediar todo como yo deseo sin venir a las armas, estoy determinado de tomallas, y ir yo mismo en persona a hallarme en la execución de todo, sin que me lo pueda estorbar ni peligro, ni la ruina de todos aquellos países, ni la de todos los demás que me quedan, a que no haga lo que un príncipe cristiano y temeroso de Dios debe hacer en servicio suyo…»

Mas, o llegó tarde el remedio, si remedio era, o la forma de las concesiones no satisfizo a los flamencos, o penetraron estos las intenciones del rey, es lo cierto que la tempestad que tanto tiempo estaba amenazando estalló al fin de un modo estruendoso y horrible. En Saint-Omer, en Iprés, en Amberes, en Gante, en multitud de ciudades flamencas, casi a un tiempo y en unos mismos días fueron furiosamente asaltados e invadidos por frenéticas bandas de herejes los templos, destruidas las santas imágenes, hechos pedazos los altares, hollados los tabernáculos y los vasos sagrados, quemados los libros del oficio divino, los ornamentos y vestiduras sacerdotales, destrozados los órganos, los púlpitos, los preciosos cuadros, los objetos todos del culto, o con impío furor, o con sacrílego escarnio. Sobre cuatrocientas iglesias sufrieron los rigores del más desatado vandalismo. Entrábanse las turbas de tropel en los conventos, y los frailes eran lanzados de allí con groseros insultos, o los golpeaban y apedreaban. Las vírgenes abandonaban despavoridas sus religiosos asilos, guareciéndose cada cual donde creyera estar más escondida y segura. En los varios días que duró la destrucción, la profanación y el saqueo, los magistrados no dieron señales de querer emplear su autoridad para reprimir los desórdenes ni castigarlos: condujéronse casi todos o como cómplices, o como cobardes, y el país estuvo a merced de los amotinados, hasta que sus mismos caudillos los mandaron cesar, creyendo que ya en adelante nadie se atrevería a molestarlos en materia de religión. La regente envió a algunas partes las pocas tropas de que podía disponer, y en otras exasperados los católicos se levantaban a su vez contra los profanadores y destructores de sus templos, y dentro de los templos mismos se herían, mataban y degollaban herejes y católicos con igual rabia y exaltación. La misma princesa regente, sabedora de que había en Bruselas más de quince mil protestantes, intentó dos veces huir de aquella ciudad y refugiarse a Mons, y ambas la disuadieron de ello el de Orange, el de Egmont y otros magnates, y aun le cerraron las puertas de la ciudad para que con su fuga no crecieran más la anarquía y los desórdenes.

Reunido por ella el senado, algunos próceres le ofrecieron francamente sus servicios, como el de Mansfeld, que se mostró decididamente adicto al rey y a la gobernadora, el de Aremberg, el de Noircarmes, el de Berlaymont y otros. Pero el de Orange, el de Egmont, el de Horn y otros de los más poderosos e influyentes, y de los que aparecían más templados, exponíanle que lo primero de todo era la conservación del Estado, y después se restablecería la religión: pedíanle la convocación de los Estados generales, pues así lo querían las provincias, y de no convocarlos, se reunirían ellas mismas de su propia autoridad; que ofreciera perdón general a los confederados, y se les haría romper las armas y deponer el compromiso.

La gobernadora, a fin de evitar mayores males e inconvenientes, tuvo por oportuno ceder a la necesidad, y en su virtud expidió un edicto (23 de agosto), prometiendo que si ellos desarmaban al pueblo en los lugares donde se predicaba, y se contentaban con tener su culto sin desórdenes ni escándalos, ella no usaría de la fuerza ni obraría contra ellos, mientras S. M. con parecer de los Estados generales otra cosa no ordenase, a condición de que ellos tampoco estorbarían el ejercicio de la religión católica{21}.

Daba puntuales y circunstanciados avisos al rey; inclinábale a que permitiera la asamblea de los Estados; instábale a que apresurase su ida a Flandes (13 de setiembre, 1566), porque si la difería dos meses, todo se perdería sin remedio; enviábale una lista de los nobles que sabía entraban en la confederación, y de los que se mantenían adictos al rey; decíale que el príncipe de Orange, a quien los protestantes de Amberes aclamaban, por más que él se mostrara tan católico, les había concedido tres templos para sus predicaciones y para su culto en lo interior de la ciudad; que el conde de Horn había hecho otra concesión semejante en Tournay, donde le había enviado a sofocar las turbaciones; que el de Egmont no le inspiraba ya confianza; que se recelaba mucho de poner en manos de los gobernadores de las provincias las tropas destinadas a obrar contra los sectarios; que en Francia, en Inglaterra, en Sajonia, en Hesse y en otros varios puntos de Alemania se levantaban tropas en favor de los confederados y contra los católicos de Flandes.

A estos y otros no menos alarmantes avisos, ¿qué contestaba el rey Felipe II y con qué medidas respondía? Decíale en 1.° de octubre a la gobernadora, que le causaba gran pesadumbre el estado fatal de los Países Bajos; que aprobaba y agradecía su comportamiento; que economizara los dineros que le enviaba; que la autorizaba para levantar tropas de infantería y caballería; que en lo sucesivo no enviara a las ciudades católicas y fieles hombres dañados; que si no fiaba de los gobernadores de las provincias, los retirara lo más políticamente posible, y los reemplazara con otros, aunque fuesen de inferior categoría, con tal que fueran probados católicos. Y en cuanto a su ida a Flandes, manifestaba haber de diferirla por hallarse enfermo de tercianas. Y entretanto ardían en Flandes las turbulencias en términos, que hasta las mujeres y las señoras tomaban parte en ellas y se tumultuaban, unas contra los protestantes, otras contra los católicos. Las de Amsterdam se arrojaron denodadamente sobre los herejes, que acababan de lanzar a palos y a pedradas los frailes franciscos de su convento; pero en cambio las de Delft penetraron con loco frenesí en otro convento de San Francisco, derramáronse arrebatadamente por el templo, por los claustros y las celdas, intimidaron e hicieron esconderse a los religiosos, y destrozaron cuanto cayó en sus manos.

Ya no eran solamente interiores disturbios los que agitaban los Países Bajos, aunque aquellos también crecían y se aumentaban diariamente, sino que la cuestión iba tomando por fuera dimensiones colosales, puesto que casi todos los príncipes y estados de Europa se aprestaban a favorecer con las armas uno de los dos partidos en que estaban divididos los flamencos, como lo estaban los franceses y alemanes. Era la guerra de religión, que después de haber devastado las poblaciones y enrojecido de sangre los campos de Alemania y de Francia, anunciaba que iba a trasladar su sangriento teatro a los Países Bajos. Así es que los protestantes flamencos contaban con el apoyo de Inglaterra y con el auxilio de Suiza. El príncipe de Condé, el almirante de Coligny y los demas jefes de los hugonotes de Francia daban su mano a los herejes de Flandes; mientras el rey Carlos IX y la reina Catalina habían de ayudar a Felipe II, a Margarita de Austria y a los católicos flamencos, según ya se esperaba de las conferencias de Bayona. La Alemania protestante daba tropas a los confederados flamencos, y los estados católicos de Alemania estaban prontos a suministrarlas a la princesa regente y a los católicos de Flandes: decididos estaban en favor de estos los duques de Brunswick y de Baviera, con otros príncipes de su comunión, y resueltos estaban a socorrer a aquellos los de Sajonia, Hesse y Witemberg, el conde Palatino y otros príncipes luteranos. El emperador Maximiliano, que había sucedido en el trono imperial de Alemania a su padre Fernando, tío de Felipe II, si bien mostraba estar dispuesto a dar su ayuda al rey de España y a la gobernadora de Flandes, y mandaba por edicto que ningún alemán pasase a hacer armas contra los católicos flamencos, inclinábase más a ser mediador de paz y a buscar un término a aquellas turbaciones por el camino de la conciliación, porque él también temía desmembrar sus fuerzas a causa de las amenazas del turco.

Con esto, y con las noticias que Felipe seguía recibiendo de Flandes, de nuevas reuniones de los nobles confederados en Termonde, de la conducta ambigua e indefinible de los condes de Horn y de Egmont, de algunas arrogantes y amenazadoras palabras del príncipe de Orange, a quien Felipe antes había ensalzado tanto y escrito frases tan lisonjeras, y con las instancias de la gobernadora (octubre y noviembre, 1566) para que apresurara su ida allá, sin reparar en que fuese invierno, porque tampoco su padre Carlos V había reparado en marchar en la estación más cruda a reprimir y castigar el motín de Gante, resolviose ya Felipe II a enviar un ejército de españoles e italianos, y a dar orden y nombrar capitanes para las banderas que habían de ir también de Alemania, aunque él esperaba que no darían lugar los confederados de Flandes a verse acometidos por el ejército real; antes fiaba en que, penetrados de la inferioridad de sus esfuerzos para resistirle, habían de someterse sin que hubiera necesidad de emplear contra ellos la fuerza. Mas en cuanto a su ida a los Países Bajos, si bien protestaba que se engañaban mucho los que andaban vociferando que no acabaría nunca de salir de España, y así lo prometía también a la gobernadora (29 de noviembre), lejos de apresurar el viaje, decíale en carta confidencial al cardenal Granvela que esperaba las deliberaciones de las Cortes de Castilla, convocadas a principios de diciembre, para ponerse en camino.

Por su parte los confederados, a quienes no faltaban confidentes en la corte de España que les informaran de todo, alarmados con la noticia de la ida del rey con ejército, reuniéronse otra vez en Termonde para tratar de si habían de someterse entregándose a su clemencia, o si habían de oponerse a su entrada. De todo hubo pareceres, y no fueron pocos los que opinaron que sería lo más conveniente mudar de señor, y ofrecerse por vasallos al emperador Maximiliano, que era de la misma casa de Austria, y había mostrado deseos de componer por medios pacíficos sus discordias. Discurrían que aquella espontánea elección le obligaría y comprometería a tratarlos bien, y cuando no la aceptase, por lo menos en agradecimiento interpondría en favor de ellos sus buenos oficios con el rey Felipe. Sin haber tomado allí una deliberación, se congregaron otra vez en Amsterdam, donde por último acordaron dirigirse al emperador rogándole mediase con el rey de España, a fin de que no fuese allá con ejército: y si esto les fuese negado, resistirle con las armas y cortarle el paso por Saboya. Hicieron solemne alianza con la plebe flamenca, y se empeñaron con los electores del imperio para que en caso de desatenderlos el emperador, lo negaran a él todo auxilio contra el turco. Para contentar a los luteranos alemanes, y para que no perjudicara a los confederados la variedad de sus sectas, siendo unos calvinistas, otros anabaptistas y otros luteranos, convinieron en hacer, al menos temporalmente, el sacrificio de sus particulares creencias, y para que hubiese entre todos cierta unidad, acordaron redactar una fórmula de profesión semejante a la confesión de Augsburgo, a la cual se ajustaron todos.

A fines de este año (1566) la princesa regente, cuya paciencia y perseverancia asombra tanto como su laboriosidad en tan largo período de turbulencias{22}, se había visto precisada a hacer levas y enviar tropas de que podía disponer para sujetar algunas ciudades rebeldes, a renovar rigorosos edictos contra los predicadores protestantes que infestaban todo el país, y a tomar otras medidas para ver de reprimir la audacia y atajar los vuelos de los disidentes, que en ciudades de importancia, como Amberes y otras no menos populosas, habían procedido a crear sus consistorios, nombrar magistrados y establecer su forma de gobierno como si ellos fuesen ya los dominadores. Pero aquel mismo rigor había exasperado a los confederados, y los mismos que hasta entonces respetaran más su persona, proclamaban que, pues la gobernadora recurría a la fuerza, ellos también mostrarían que tenían gente y entendían de manejar las armas. Y hasta el de Orange, que pidió ir a su gobierno y estados de Holanda, ya que no se le concedió que gobernara en su nombre aquel país Brederode, jefe de los insurrectos, dijo a la gobernadora que el único remedio que a tantos males veía era el que se permitiese la libertad de religión y de conciencia, y que se dejara a cada uno profesar la confesión de Augsburgo o vivir en su casa a su libertad, con tal que en público no escandalizara.

Habiendo llegado las cosas a este extremo, Felipe II, consultados los de su Consejo sobre el partido que en los negocios de Flandes debería tomar, y oídos los diversos pareceres, adoptó, como era de esperar, el del duque de Alba, que siempre había aconsejado que se empleara la fuerza y el rigor contra los herejes. Y además le nombró general en jefe del ejército que había de ir a los Países Bajos, y preparó todo lo necesario para la expedición, que había de ejecutarse tan pronto como apuntara la inmediata primavera, y escribió a la princesa su hermana (desde el Escorial, 31 de diciembre, 1566) anunciándola haber elegido al duque de Alba como capitán general del ejército que tenía determinado enviar a Flandes, y siempre asegurándola que iría también él mismo en persona.

Tal era el estado de las cosas al terminar el año 1566, donde suspendemos este capítulo, porque hasta aquí llega el que podemos llamar primer período de las turbulencias de Flandes{23}.




{1} Estrada, Guerras de Flandes, Década I, lib. I.

{2} Un día la duquesa rasgó por su mano en pleno consejo el memorial de uno que había ofrecido cierta suma por el destino que pretendía, y declaró que haría lo mismo en lo sucesivo con todos los que se valieran de semejantes medios. Estos y otros parecidos rasgos de justificación captaban a la gobernadora el respeto y estimación de nobles y pueblo.– Carta de Tomás Armenteros, secretario particular de la princesa, a Gonzalo Pérez; Bruselas, 4 de octubre, 1559.– Archivo de Simancas, Estado, leg. núm. 518.

{3} Cartas de Granvela a Gonzalo Pérez, Bruselas, 31 de octubre de 1560, y 24 de enero de 1561.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 620.– Estrada, Guerras de Flandes, Década I, lib. III.

{4} Biblioteca de Besanzon, Papeles de Estado del cardenal Granvela.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 520.

{5} Archivo de Simancas, Estado, leg. 521.– La carta estaba escrita de mano del príncipe.– Además el de Egmont escribió otras en el propio sentido al secretario Eraso (15 de agosto).

{6} Carta del cardenal Granvela, de Bruselas, 10 de diciembre de 1561.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 522.

{7} Carta del rey a la duquesa de Parma, en Madrid, a 17 de julio de 1562.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 525.

{8} Correspondencia de la gobernadora y de Granvela con Felipe II, setiembre y octubre de 1562.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 521 y 522.

{9} Para evitar la multiplicación de citas advertimos a nuestros lectores, que escribimos los sucesos de Flandes teniendo a la vista una inmensa correspondencia oficial y privada, casi diaria, entre todos los personajes, así flamencos como españoles, incluso el rey y los secretarios de los gobiernos de allá y de acá, que figuraron en aquellos ruidosos acontecimientos. La correspondencia es copiosísima, y sobremanera abundantes los documentos auténticos que poseemos. Además de los muchos que por nosotros mismos hemos examinado en el archivo de Simancas, y de los tomos de documentos que se publicaron en Amsterdam en 1729 para ilustrar la historia de las Guerras de Flandes del Padre Estrada, Mr. Gachard, archivero general de Bélgica, y miembro de la Academia Real de la Historia, ha dado a luz en 1848 y 1851 dos gruesos volúmenes en cuarto mayor de 650 páginas cada uno, con una reseña de cerca de 1.500 documentos relativos a los negocios de los Países Bajos, copiados por él de nuestro archivo de Simancas, donde por comisión de su gobierno ha permanecido por espacio de cuatro o cinco años. Todo esto tenemos a la vista para la noticia que vamos dando de aquellos acontecimientos.

{10} Correspondencia de Felipe II y el duque de Alba.– Archivo de Simancas, Estado, legajo 143.

{11} Carta de Granvela al rey, Bruselas 23 de febrero, 1561.– Archivo de Simancas, Estado, legajo 526.– Papeles del cardenal Granvela en la Biblioteca de Besanzón.

{12} «Diró a V. M. (decía la princesa Margarita en sus cartas al rey) che se il cardinale ritorna qui, ridurrá le cose in peggior termine che fassero mai, secondo quello che molto apertamente mi hanno significato sempre la maggior parte di questi signori, i quali di nuevo mi dicono chiaramente che se il cardinale torna qui, senza fallo alcuno vi sará ansazzat, senza che nessun di loro sia parte per poterló rimediare, come hanno fatto per il passato, di chi veramente risultaria la perdita della religione in questi paesi, et per consequentia qualche grande emotione…» Archivo de Simancas, Estado, leg. 545.

{13} Documentos del archivo de Simancas, Estado, legajos 525 y 526.– Estrada, Guerras de Flandes, Década I, lib. IV.– Bentiboglio, Guerra de Flandes, lib. II.

{14} «Instrucción de las cosas que vos, príncipe de Gavre, conde de Egmont, mi primo y de mi Consejo de Estado, habéis de decir en mi nombre a la duquesa de Parma, mi hermana.»– Archivo de Simancas, Estado, leg. 527.

{15} Este Alejandro es el que veremos más adelante rigiendo y gobernando los estados de Flandes.

{16} La duquesa de Parma al rey, de Bruselas, a 9 de enero de 1566.– Archivo de Simancas, Estado, legajos 530 y 531.

Tal llegó a ser el convencimiento del odio con que era mirada la Inquisición en Flandes, que el mismo cardenal Granvela, desde Roma, donde había ido de orden del rey, le decía al secretario Gonzalo Pérez: «Es muy necesario que S. M. escriba luego para quitar esta opinión de Inquisición, y no hay que pensar de ponerla en Flandes, ni a Nápoles, ni a Milán, so pena de cierto alboroto…» De Roma, 1.° de febrero, 1566.– Archivo de Simancas, Estado, legajo 903.

{17} Gueux. El que así los llamó quiso significar, según la princesa misma decía en sus cartas, pobres, o mendigos, con puntas de vagabundos.

{18} Carta de Felipe II a la duquesa de Parma, de Balsain a 2 de agosto, 1556.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 532.

{19} Documento en latín, Archivo de Simancas, Estado, legajo 531.

{20} «Y por la priesa que dieron en esto no ubo tiempo de consultarlo a S. S. como fuera justo, y quizá abrá sido así mejor, pues no vale nada sino quitándola S. S., que es quien la pone; pero en esto conviene que aya el secreto que se puede considerar.»– Simancas, Estado, legajo 901.

{21} «Moyennant les choses contenues es lettres d'asseurance, et consideré la force et necessité inevitable, presentement regnaut, sou Altesse sera contente que les seigneurs traitans l'accord avec ses Gentilzhomes leur dient que en mettan aux les armes bas au peuple, es lieux ou de fait se font les presches, et se contentans sans faire ancunt scandale ou desordre, lon n'usera de force ni de voye de fait condre eux en dictz lieux, ni en alant, ni en venant, tant que par S. M. a l'advis de Estatz generaulx sera autrement ordonné, avec telle condition quilz n'empescheront aucunement en quelque maniere que se soit la Religion catholique, &c.»

{22} Con mucha razón le escribía su secretario Armenteros al del rey Felipe II, Antonio Pérez: «No sé cómo vive esta señora… Solo la sostiene ya la confianza en la pronta venida del rey. Yo temo que contraiga alguna grave enfermedad a consecuencia de tantas penas y tantos sinsabores como sufre incesantemente. Hace más de tres meses que se levanta antes de amanecer, y los más de los días tiene consejo por mañana y tarde: el resto del día y de la noche la invierte en dar audiencias, en leer las cartas y avisos que recibe de todas partes y en contestar a todo.» Carta de Armenteros a Antonio Pérez, de Bruselas a 24 de diciembre de 1566.– Archivo de Simancas, Estado, legajo 531.– Y podía haber añadido: «Y en escribir al rey su hermano tantas y tan largas cartas que parece imposible que tuviese tiempo y valor para ello.» Nosotros hemos visto centenares de cartas extensísimas escritas por ella sobre todos los sucesos y negocios del Estado.

{23} Hemos sacado este extracto del origen, causas y principios de las turbulencias, y preparación de los grandes acontecimientos de Flandes, de más de quinientos documentos originales y auténticos del Archivo general de Simancas, que constituyen una gran parte del tomo I, de la publicación de Mr. Gachard, de los publicados por Foppens en el Suplemento a la obra de Estrada, de la Historia de éste, Década 1, libros I al VI, de la Historia de las Guerras de Flandes del cardenal Bentivoglio, lib. I a IV, de la de Felipe II de Cabrera, lib. V y VI, y de los Comentarios de don Bernardino de Mendoza, lib. I.