Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo VII
El Duque de Alba en Flandes
Suplicios
1567-1568

Aconsejan todos al rey que vaya a Flandes.– Lo ofrece muchas veces y muy solemnemente, y no lo realiza.– Disgusto de la princesa gobernadora por la ida del duque de Alba.– Situación de los Países Bajos a la salida del duque de España.– Rebeliones que había habido.– Alzamientos de ciudades: Tournay, Valenciennes, Amberes, Maestrich, Bois-le-Duc, Utrech, Amsterdam, Groninga.– Nobles conjurados: nobles adictos al rey.– Enérgico y heroico comportamiento de la princesa de Parma para sofocar la revolución.– Va sujetando las ciudades rebeldes de Henao, Brabante, Holanda y Frisia.– Castigos.– Restablece la paz.– Nuevo juramento que exige a los nobles.– Quiénes se negaron a prestarle.– El príncipe de Orange se retira a Alemania.– Desconcierto y fuga de los rebeldes.– Castigo de herejes y restablecimiento del culto católico.– Paz de que gozaba Flandes cuando emprendió su marcha el duque de Alba.– Llega a Bruselas.– Su entrevista con la princesa Margarita.– Resiéntese la gobernadora de los amplios poderes de que iba investido el de Alba, y hace vivas instancias al rey para que la releve del gobierno.– Instituye el de Alba el Consejo de los Tumultos, o Tribunal de la Sangre.– Engañoso artificio que empleó para prender a los condes de Egmont y de Horn y otros personajes flamencos.– Los encierra en el castillo de Gante.– Sensación de terror en el pueblo.– Admite el rey la renuncia de la gobernadora.– Pesadumbre de los flamencos por la marcha de la princesa Margarita: sus últimos consejos.– El duque de Alba gobernador de Flandes.– Gobierno sanguinario del duque de Alba confesado por él mismo.– Suplicios.– Espíritu del pueblo y del tribunal contrario a su sistema.– Invasión de rebeldes en los Países Bajos.– Derrota de españoles en Frisia.– Sentencia del duque de Alba contra el príncipe de Orange.– Sentencia contra los condes de Egmont y de Horn.– Son decapitados en la plaza de Bruselas.– Sentimiento e indignación general.– Síntomas de futura venganza.– Miserable suerte de la virtuosa condesa de Egmont.– Notable correspondencia entre el duque de Alba y Felipe II sobre este asunto.– Tiránicas medidas del duque de Alba en Flandes reveladas por él mismo.
 

Lo que la princesa Margarita gobernadora de Flandes, pedía incesantemente al rey Felipe II su hermano, lo que le suplicaba más de un año hacía en todas sus cartas con el mayor ahínco y empeño, era que pasase en persona a los Países Bajos, como único medio para aplacar aquellas turbulencias. Lo mismo le rogaban todos los nobles flamencos que se le conservaban adictos y trabajaban por el mantenimiento de su autoridad y de la religión católica. Otro tanto le aconsejaba desde Roma el cardenal Granvela. En el propio sentido escribían todos los personajes que mantenían correspondencia con su secretario Gonzalo Pérez, y después con Antonio Pérez, su hijo y sucesor en aquel cargo. El pontífice Pío V, que había sucedido a Pío IV en enero de 1566, le exhortaba igualmente, ya por cartas, ya por medio de su embajador en Madrid, a que se apresurara a sosegar con su presencia los pueblos sublevados, diciéndole que si lo difería, o lo encomendaba a alguno de sus ministros, «Flandes perdería la religión, y el rey perdería a Flandes.»

Todos recordaban, y los que más confianza tenían con el rey le traían a la memoria el ejemplo de su padre Carlos V, que para sosegar el motín de una sola ciudad flamenca, Gante, no había vacilado en partir rápidamente de Madrid, aventurando su persona hasta ponerse en manos de su gran rival Francisco I pasando por Francia para llegar más brevemente.

Más de un año hacía también que Felipe II contestaba a todos anunciando su resolución de marchar a los Países Bajos, dejando unas veces entrever esperanzas, y asegurando otras en términos explícitos la proximidad de su viaje{1}. Sin embargo, tanta dilación en verificarle pudo inspirar a algunos cierta desconfianza en las reales promesas, y ver en ellas una política de entretenimiento. Mas todos estos recelos, cualquiera que los abrigara, parece debieron quedar desvanecidos al ver al rey afirmar solemnemente en las Cortes de Castilla, que siendo como era tan necesaria y urgente su presencia en los estados de Flandes, no podía menos de dejar temporalmente sus reinos de España, y tenía determinado partir a la mayor brevedad a aquel país{2}. Por espacio de muchos meses continuó todavía después dando las mismas seguridades. Y sin embargo, no solamente no verificó entonces su expedición, sino que no llegó a realizarla nunca.

Si la presencia de Felipe II era tan útil y tan necesaria para sosegar las alteraciones de Flandes como unánimemente lo daban a entender todas las personas de más autoridad y más conocedoras del espíritu de aquellos países y de la índole de su rebelión, difícil es salvar al monarca español del cargo de no haber ejecutado lo que todos le pedían o aconsejaban, y lo que a todos constantemente prometía. Porque las razones que algunos historiadores alegan para salvarle de la falta de cumplimiento de tantas palabras empeñadas y de la responsabilidad de los sucesos que después sobrevinieron, a saber, «que se traslucían ya en España algunos principios de la rebelión de los moriscos, y que abrigaba en su pecho disgustos y desconfianzas de su hijo el príncipe don Carlos,» no nos parecen bastante poderosas para dejar de aplicar el remedio tan universalmente aconsejado a un mal que iba tan directamente contra la religión, y a que no era ajena la conservación o la pérdida de un rico estado.

En su lugar determinó, como hemos visto, enviar con ejército al duque de Alba, don Fernando Álvarez de Toledo, de cuyo nombramiento comenzó pronto a mostrarse disgustada y sentida la princesa de Parma, gobernadora de los Países Bajos, previendo lo que con él iba a rebajarse su autoridad, y así lo manifestaba sin rebozo al rey. La elección del duque de Alba, personaje conocido por la severidad de su carácter y por sus tendencias al rigor y a la crueldad, representaba ya bien a los ojos de todos el sistema que Felipe II se proponía seguir para con los disidentes de Flandes. Y no era en verdad este el que tenían por más conveniente y acertado los más prudentes de sus consejeros, aun los enemigos más declarados de los flamencos sediciosos. El mismo cardenal Granvela, tan aborrecido en Flandes, tan resentido de los próceres que le habían lanzado de aquellas provincias, el que había trabajado más a riesgo de su persona por establecer en ellas el rigorismo inquisitorial, el consejero privado de Felipe y de Margarita, no cesaba de exhortar al rey a que usara más de clemencia que de severidad{3}.

La salida del duque de Alba de España se difirió hasta principios de mayo (1567). Veamos lo que en este intermedio había acontecido en Flandes, y cuál era la situación de aquellos países para poder juzgar de la oportunidad o inconveniencia de la ida del duque en aquella ocasión.

A consecuencia de haber revocado la gobernadora el edicto de agosto de 1566, que permitía la libre predicación a los reformistas o protestantes, con tal que lo hiciesen sin tumulto ni escándalo y soltasen las armas, exacerbáronse de nuevo los de la liga, estrecharon su confederación y sublevaron abiertamente varias ciudades, demás de las que estaban ya levantadas, y en que dominaban tumultuariamente los adversarios de los católicos. Eran las principales de aquellas Tournay y Valenciennes en el Henao; Amberes, Maestrich y Bois-le-Duc{4} en Bravante; Utrech y Amsterdam en Holanda; y Groninga en la Frisia. Sobresalía como el más activo y el más audaz caudillo de los sublevados Enrique de Brederode, señor de Vianen, que quiso presentar a la princesa regente un nuevo memorial de los confederados, y Margarita le prohibió llegar a Bruselas. El príncipe de Orange, que hasta entonces había seguido una conducta incierta, sin acabar de declararse ni por los católicos ni por los herejes, se puso ya manifiestamente del lado de los de la liga, y era temible el de Orange en las provincias de Holanda en que tenía su gobierno, y en la importante ciudad de Amberes, donde los sediciosos le habían varias veces aclamado.

Quedaban, no obstante, todavía en favor del rey y de la regente muchos nobles y magnates flamencos, entre ellos los condes de Aremberg, de Arschot, de Meghem y de Berlaymont, los señores de Noirquermes, de Beauvoir y de La Cressouniere, de La Cressouniere, y sobre todos el conde de Mansfelt, el más decidido servidor de la princesa Margarita, y cuya adhesión e importantes servicios no dejaba nunca de recomendar en sus infinitas cartas al rey su hermano, no cansándose de encarecer cuánto le debía en aquellas críticas circunstancias, y cuán digno era de que le dispensara consideración y mercedes el monarca español. El ilustre conde de Egmont, como más detenidamente adelante diremos, se había negado a entrar en la liga, por más que le invitaron sus mayores amigos, y entre ellos el de Orange, y se mantenía fiel a la regente y a la causa católica, limitándose a ofrecer que haría deponer las armas a los sublevados con tal que se le asegurara que en soltándolas habrían de obtener perdón general.

Resuelta la princesa a hacer observar su último decreto contra los herejes; sin caer de ánimo con tantas rebeliones y alzamientos de ciudades; sin que la arredrara verse sin otras tropas que las escasas guarniciones ordinarias, algunos centenares de infantes walones para la guarda de su persona, y muy pocos arcabuceros de a caballo; sin que la intimidaran los auxilios que los rebeldes aguardaban de los príncipes luteranos de Alemania, propuso en consejo levantar gente de guerra para combatir fuertemente la revolución, y contra el dictamen de los más, que temerosos de poner las cosas en mayor peligro le aconsejaban lo suspendiese por lo menos hasta que fuese el de Alba, procedió con heroica resolución a reclutar gente en el país y a alzar banderas en la alta y baja Alemania, y a formar coronelías y a nombrar y designar los jefes que habían de mandarlas, que fueron los mismos próceres flamencos de su adhesión que arriba hemos mencionado. Consultado el Consejo, se acordó dirigirse primeramente contra Tournay, por ser menos fuerte, para marchar después sobre Valenciennes. Partió, pues, de Bruselas el conde de Noirquermes, a quien se encomendó esta operación. El intrépido flamenco, llevando consigo ocho banderas de infantería walona y sobre trescientos hombres de armas, se encaminó primeramente y con admirable rapidez hacia Lille, donde supo se hallaban reunidos más de cuatro mil calvinistas, gente de la tierra, con ánimo de entrar en Valenciennes, y atacándolos repentinamente, los arrolló y deshizo, degollando cerca de dos mil, después de lo cual, revolvió sobre Tournay, entró en el castillo, y a poco tiempo se le rindió la ciudad.

De allí, dejando presos a los autores de la rebelión, desarmado el pueblo, y encomendado el gobierno de la ciudad al conde de Roeux, en reemplazo del barón de Montigny que se hallaba en España, marchó sobre Valenciennes. Esta era plaza más fuerte, y de más tiempo rebelada. Necesitó, pues, el de Noirquermes cercarla formalmente y emplear contra ella la artillería. Aun así, y estando batiéndola, saquearon los rebeldes e incendiaron los monasterios contiguos. Creyó oportuno la gobernadora despachar al conde de Egmont y al duque de Arschot para que exhortasen a los sublevados a ceder de su pertinacia y les aconsejaran rendirse. Desoídas e infructuosas fueron las exhortaciones de los dos magnates; en su vista, el de Noirquermes hizo jugar todas las baterías en las cuales hubo hasta veinte cañones gruesos, que vomitaron más de tres mil tiros contra las murallas, y destrozadas estas, se rindió la ciudad a discreción. Era el Domingo de Ramos, y entró el vencedor como en triunfo en la plaza. Encarceló, como en Tournay, a los motores y cabezas de la sedición, removió todas las autoridades, abolió los privilegios, restituyó a los templos el culto católico, remuneró a sus soldados con los bienes confiscados a los culpables, y dejada la correspondiente guarnición, se dirigió a Bravante a combatir a Maestrich.

En este tiempo, y con la noticia de que el rey se prevenía para ir a Flandes enviando delante al duque de Alba, discurrió la princesa comprometer más a los nobles, exigiéndoles el juramento de que ayudarían al rey contra cualesquiera que en nombre de S. M. fuesen asignados. Juraron sin dificultad el duque de Arschot, y los condes de Mansfeldt, Egmont, Meghem y Berlaymont. Negáronse a prestar el juramento Enrique de Brederode, y los condes de Horn y de Hoogstrat, a quienes costó perder sus gobiernos. No hubo manera de hacer jurar al príncipe de Orange, por más recursos y artificios que la gobernadora empleó a intento de persuadirle y convencerle. De entre las muchas razones que el príncipe alegaba para resistirse al nuevo juramento, no dudaba nadie que era la principal su antipatía al duque de Alba, de cuyo carácter tétrico, adusto y vengativo lo temía todo, hasta el que en fuerza de aquel juramento quisiera obligarle a entregar al suplicio a su mujer, que era luterana. Y no dejándose vencer ni de persuasiones ni de ruegos, determinó retirarse con su familia a sus estados de Nassau en Alemania. Cuéntase que antes de partir, viendo que no lograba persuadir a Egmont a que huyese como él de la nube de sangre que sobre todos amenazaba descargar, fiando aquél en los servicios hechos a Felipe y en la clemencia del soberano, le dijo estas fatídicas palabras, que muy en breve tuvieron una triste realización: «Esa clemencia del rey que tanto engrandecéis, oh Egmont, os ha de perder. ¡Ojalá mis pronósticos salgan fallidos! Vos seréis el puente que pisarán los españoles para pasar a Flandes.»

La resolución del de Orange, junto con la defección del de Egmont, desalentó a los de la liga, y los unos, como el conde de Coulemburg, abandonaron a Flandes; los otros, como el de Hoogstrat y el de Horn, prometían a la gobernadora jurar en su presencia; Luis de Nassau creía prudente seguir al príncipe su hermano, y todos los confederados se desbandaban, quedando Brederode, el más tenaz y el más osado de todos, para resistir a los embates de una lucha desesperada.

Noticiosos en tanto los de Maestricht de la rendición de Valenciennes y de la proximidad del de Noirquermes con veinte y una banderas y diez piezas de batir, despacharon una embajada a la gobernadora implorando su perdón y prometiendo someterse a la obediencia del rey. Sin embargo, el autor principal de la rebelión fue colgado por orden de Noirquermes en la plaza pública. Quedó con el gobierno de la ciudad el conde de Berlaymont, y el victorioso general prosiguió a juntarse con el de Meghem la vía de Holanda. Atemorizados los de Bois-le-Duc con los triunfos de las armas reales, después de varias embajadas acabaron por ponerse en manos de la gobernadora sin condiciones, y Margarita difirió su perdón o castigo hasta la ida del rey, en que todos seguían creyendo. Amberes, el gran núcleo de los reformistas flamencos y alemanes, después de desecha por el señor de Beauvoir una masa de millares de herejes en una aldea a orilla del Escalda, y muerto en la plaza de la ciudad el señor de Tolosa, que hacía de cabeza del tumultuado pueblo protestante, se redujo también a la obediencia de la gobernadora, lanzando de su seno la turba de ministros y predicadores de la herejía. La princesa regente dio tanta importancia a la rendición de esta ciudad, que después de enviar delante al conde de Mansfeldt, el hombre de su mayor confianza, para que tomara posesión de ella en su nombre, pasó ella misma a Amberes, donde entró con gran pompa, rodeada de magistrados, consejeros, gobernadores de provincias y caballeros del Toisón de oro. Dedicose a reparar los templos destruidos, a restablecer el culto católico, a dar orden en el gobierno político de la ciudad, a hacer pesquisa de los principales perturbadores, y a recoger las armas de manos de los del pueblo.

Allí vinieron a hablarla embajadores de los príncipes protestantes de Alemania, a saber, los de Sajonia, Brandeburgo, Wittemberg, Baden y Hesse, los cuales, ya que no habían dado a sus correligionarios flamencos el socorro material de tropas que de ellos esperaban, iban a pedir que no se prohibiera el libre ejercicio de su religión a los que profesaban la Confesión de Augsburgo, ni menos se les aplicaran las demás leyes de España. Fuerte y aún áspera fue la respuesta de Margarita, diciéndoles entre otras cosas, «que dejasen al rey gobernar sus reinos, y no fomentasen disturbios en provincias ajenas, haciéndose abogados de hombres turbulentos.» Con cuya desabrida contestación se volvieron disimulando mal su enojo.

De la misma manera que el Henao y Bravante se fueron sometiendo la Holanda y la Frisia. El conde de Meghem destrozó con trece compañías más de cuatro mil rebeldes holandeses, teniendo que fugarse por mar los que habían quedado. Incorporados ya Meghem y Noirquermes, lanzaron de Amsterdam a Brederode, el más contumaz de los confederados, que fugado primeramente a la Frisia Oriental, y refugiado después en Westfalia, murió allá más adelante, acaso menos de enfermedad que de frenética desesperación. Amsterdam, Leyden, Harlem Delft y otras ciudades de Holanda recibieron a las tropas reales. Middelburg y demás poblaciones de Zelanda reconocieron la autoridad de la gobernadora. Toda la Frisia, inclusa Groninga, se sometió al gobernador conde de Aremberg. Finalmente, no quedó en los Estados de Flandes provincia, ciudad, villa, aldea, ni castillo que no se sujetara, de bueno o de mal grado, a la princesa regente{5}.

Increíble parecería, a no persuadirlo la incontrastable elocuencia de los hechos, que en el espacio de pocos meses se hubiera sosegado una tan general alteración, reemplazándola una pacificación tan general: testimonio grande de la prudencia y de los esfuerzos de la princesa Margarita, y del prestigio que sin duda había alcanzado su nombre en el país. Ocupose la de Parma en guarnecer las ciudades rebeldes, haciéndoles mantener a su costa la milicia; en levantar o proyectar fortalezas que las sujetaran, señalando ya el sitio en que había de erigirse la ciudadela que había de tener en respeto a la turbulenta Amberes; en hacer pesquisa y castigo de los motores de las revueltas y de los violadores de las sagradas imágenes; en reedificar los templos católicos destruidos y en demoler algunos levantados por los luteranos. La plebe, feroz por lo común, cualquiera que sea el principio que aclame, al derruir los templos luteranos, de las mismas vigas que derribaba construía horcas para colgar de ellas a los enemigos del culto católico. Con estas terribles escenas y con el pavor que infundía la próxima llegada del duque de Alba con los españoles, multitud de flamencos emigraban a otras tierras llevándose consigo su industria, sus mercancías y sus capitales.

Tal era la situación de los Países Bajos cuando el duque de Alba salió de Madrid para Aranjuez (15 de abril, 1567) a despedirse del rey Felipe II para emprender su jornada a Flandes, como capitán general del ejército de España. Diole Felipe una real cédula concediéndole facultad para proceder contra los caballeros del Toisón de oro que hubieran sido autores o cómplices de la rebelión, no obstante los privilegios que les daban las constituciones de su orden{6}. Con lo cual partió de Aranjuez para embarcarse en Cartagena.

¿Era ya necesaria la ida del duque de Alba a Flandes con ejército? ¿Era prudente?

La gobernadora, que a costa de tantos esfuerzos acababa de pacificar como milagrosamente el país, le decía al rey: «Para conservar lo que se ha conseguido, y aun para que esto marche en bonanza, bastará la presencia de V. M. Pero un ejército nuevo para un país que acaba de someterse, sobre un excesivo coste para España y para Flandes, hará que estos pueblos le miren como una calamidad, como un azote sangriento para su castigo, y todos querrán abandonar esta tierra, porque al solo rumor de su venida muchos se han apresurado a marcharse con sus familias, sus fábricas y sus mercancías. Así pues, os ruego encarecidamente que vengáis a estas provincias sin armas, y más como padre que como rey.» Representábale además que el duque de Alba, naturalmente altivo y severo, podría desbaratar todo lo que ella a fuerza de trabajo y de prudencia había logrado.

Quejábase al rey de que sus órdenes le ataban las manos para acabar de extinguir las llamas de los pasados disturbios. Pronosticaba que la autoridad que allí iba a ejercer el duque redundaría en mengua y detrimento de la suya, y de su crédito y reputación; y previendo todo esto, suplicaba a su hermano Felipe tuviera a bien permitirle dejar un país donde tanto había trabajado, y donde había perdido su salud, y retirarse a gozar del reposo de que tanto necesitaba{7}. Viglio, el presidente del senado, y el conde de Mansfeldt, los dos más decididos campeones de la causa del rey y del catolicismo en Flandes, ambos escribían a Felipe y a los del Consejo de estado pronosticando mal de la ida del duque de Alba y aconsejando al monarca que usara de clemencia con los vencidos{8}.

¿Era prudente obrar contra el dictamen y consejo de personas tan autorizadas y competentes, tan leales y tan fuera de toda sospecha de parcialidad en favor de los sublevados, como Viglio y Mansfeldt? ¿Era justo contrariar el parecer y voluntad de la gobernadora, suscitar su resentimiento cercenando su autoridad, enviarle un rival de quien lo temía todo, exponerse a malograr el fruto de tantos sacrificios, revolver de nuevo los humores de un pueblo que comenzaba a entrar en reposo, y poner a la princesa en el caso de renunciar agriada al gobierno de un país, cuya conservación, en el común sentir, era a su sola prudencia debida?

A pesar de todo, el duque de Alba marchó a Flandes con su ejército, embarcándose en Cortagena (10 de mayo, 1567) en las galeras de Juan Andrea Doria. La ruta que se le había señalado era la vía de Italia, cruzando los ducados de Saboya, Borgoña y Lorena; porque el rey Carlos IX de Francia había negado el paso por su reino al ejército español, dando por motivo el considerarlo peligroso en ocasión que la Francia se hallaba alterada con nuevos movimientos de los hugonotes. La marcha fue lenta y pesada por las detenciones a que obligaron al duque unas calenturas que en la navegación le sobrevinieron. Componíase el ejército de ocho mil ochocientos infantes y mil doscientos caballos, con algunos mosqueteros, gente toda escogida, porque los más eran españoles veteranos de los tercios de Milán, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, y la gente bisoña la destinó a las guarniciones de las plazas que dejaban aquellos. Dividiole el duque en cuatro tercios al mando de capitanes experimentados, como Alonso de Ulloa, Sancho de Londoño, Julián Romero y Gonzalo de Bracamonte. Fernando de Toledo, hijo natural del duque, y prior de la orden de San Juan, mandaba la caballería. Era maestre general Chiapino Vitelli, capitán probado en muchas victorias y muy perito en la fortificación y tormentaria. Dirigía la artillería Gabriel Cerbelloni, señalado por sus conocimientos en el ramo. El mismo duque marchaba a la vanguardia al frente del tercio de Nápoles{9}.

En Thionville fue el duque recibido por varios jefes de las coronelías y por los condes de Berlaymont y Noirquermes, que se habían adelantado a cumplimentarle en nombre de la princesa, y él también envió a Francisco de Ibarra a hacer el mismo cumplimiento a Margarita, y a tratar sobre el alojamiento de los tercios. Al fin, el 22 de agosto (1567) llegó el duque de Alba a Bruselas, y aunque la gobernadora había mostrado querer libertar aquella ciudad de la carga de las tropas, el duque designó a su voluntad los cuarteles, destinando a Bruselas el tercio de Sicilia: los demás los distribuyó entre Gante, Lierre, Enghien, Amberes y otras poblaciones de Bravante. Por el recibimiento que tuvo en Bruselas pudo juzgar el duque del mal efecto de su presencia en el país. Ni Egmont, ni Arschot, ni Mansfeldt salieron a recibirle. El pueblo mostraba harto a las claras su desagrado. En su primera ida a palacio la guardia de la princesa no quería dejar pasar a los alabarderos del duque, y llegó el caso de poner unos y otros mano a las armas a riesgo de un grave conflicto, que por fortuna acertó a evitar el capitán de la guardia. La entrevista con la princesa regente tuvo más de fría y severa por parte de Margarita que de expansiva y afectuosa, por más que el duque se deshacía en cortesías y en demostraciones de respeto. Ambos estuvieron en pie todo el tiempo que duró la plática, apoyada la gobernadora sobre una mesa{10}.

Luego que vio la princesa que el de Alba no solo llevaba patente de capitán general con facultad para disponer en todo lo concerniente a la milicia, sino que iba también investido de amplios poderes para entender en todo lo tocante a la rebelión, con autorización para castigar a cualesquiera personas, prender, confiscar, imponer la última pena, remover magistrados y gobernadores, levantar castillos, y aun para otras cosas y particulares de que a su tiempo le daría conocimiento, comprendió demasiado lo rebajada que quedaba su autoridad, como desde el principio había recelado. Y por más que el duque protestara que no era su intención alterar en nada el orden del gobierno, sino ser un mero ejecutor de lo que ella le preceptuase, apresurose la de Parma a escribir al rey{11}, instándole a que la relevara del cargo y le otorgara su licencia para retirarse, dándose por muy sentida de que la hubiera puesto en parangón con el duque de Alba (29 de agosto), el cual hacía todo lo que era de su gusto, aunque fuese contrariando la voluntad de la princesa que tanto fingía acatar, como había sucedido con lo de los alojamientos.

De ser así dio pronto el duque la más terrible y patente prueba, nombrando sin conocimiento de la gobernadora y en virtud de los poderes que llevaba del rey, un tribunal de doce personas, a saber, siete jueces, con sus correspondientes abogados fiscales y procuradores para entender y fallar en los delitos de rebelión (5 de setiembre, 1567), el cual fue denominado en el país el Consejo de los Tumultos (Conseil des Troubles), y también y más comúnmente el Tribunal de la sangre. Con esto la princesa volvió a escribir al rey (8 de setiembre), quejándose de que no le hubiera enviado todavía el permiso tantas veces pedido para resignar el gobierno; de la autoridad suprema de que había investido al de Alba; de la ingratitud con que la trataba, y de la injusta humillación que la hacía sentir; le recordaba la situación en que él dejó los Países Bajos, los trabajos, las fatigas, los riesgos que en cerca de nueve años había corrido con menoscabo de su salud y con peligro de su misma vida, para hacerle el soberano más absoluto de ellos, y le preguntaba si era justo que cuando ella acababa de pacificar el país, viniese otro a recoger el fruto de sus afanes; insistiendo por último en que si difería la respuesta, lo tomaría como un consentimiento tácito de su renuncia, y sin esperar más partiría a su retiro.

Al día siguiente de escrita esta carta (9 de setiembre) supo con sorpresa la gobernadora haber sido presos por el duque de Alba los condes de Egmont y de Horn, el secretario de éste, señor de Backerzeele, y Antonio Van Straelen, cónsul de Amberes e íntimo amigo del príncipe de Orange. La ejecución de estas prisiones, que hacía días tenía determinada, la había diferido hasta poderlos coger a todos a un tiempo, y aun al conde de Hoogstrat, comprendido en la orden de prisión, le salvó una casualidad feliz. El medio de que se valió el duque para ejecutar esta medida fue un artificioso engaño, indigno de la nobleza de su estirpe. Aquel día acordó celebrar Consejo en Bruselas para tratar de las fortificaciones de Thionville y Luxemburg: a este Consejo convocó a los condes de Egmont, Horn, Aremberg, Mansfeldt, Arschot, Noirquermes, Chapino Vitelli y Francisco de Ibarra. Todos asistieron al Consejo, presidido por el duque: cuando a éste le pareció oportuno, levantó la sesión: al salir de la sala, se halló sorprendido el conde de Egmont, al verse intimado por Sancho Dávila a que se diese a prisión y entregase la espada a nombre del rey. «Tomadla, contestó el de Egmont, viéndose rodeado de otros capitanes; pero sabed que con este acero por desgracia he defendido muchas veces la causa del rey.» Y era así en verdad. Entretanto ejecutaba lo mismo con el de Horn el capitán Salinas. Durante el Consejo había sido llamado también engañosamente el secretario Backerzeele a casa de Albornoz, donde fue detenido. La prisión de Straelen, que se hallaba en Amberes, había sido encomendada a los capitanes Salazar y Juan de Espuche. El encargado de disponer todas estas operaciones fue el hijo del duque de Alba, don Fernando de Toledo{12}.

Estas prisiones y la manera de realizarlas llenaron de asombro, de terror y de indignación al pueblo, que con enérgico lenguaje decía que la prisión de los condes significaba la prisión de toda Flandes; compadecía la excesiva confianza de aquellos próceres, y aplaudía la previsión del de Orange en haberse salvado a tiempo, y en él cifraba todavía alguna esperanza de libertad{13}. La razón que daba el de Alba a la gobernadora de haber tomado tan dura y ruidosa medida sin su anuencia y conocimiento era, que así lo había dispuesto el rey para que no la alcanzara la odiosidad que aquel rigor pudiera llevar consigo. La princesa disimulaba cuanto podía, y solo aguardaba el regreso del secretario que había enviado a Madrid solicitando de Felipe la admisión de su renuncia, para abandonar cuanto antes pudiera un país donde se encontraba tan humillada, y donde con tal ingratitud veía remunerados sus servicios{14}. Los condes de Egmont y de Horn fueron llevados al castillo de Gante, donde el duque de Alba para mayor seguridad puso presidio de españoles.

Admitió el rey al fin a la duquesa de Parma la renuncia tantas veces y tan vivamente solicitada del gobierno de Flandes (5 de octubre, 1567), señalándole además para su retiro una pensión de catorce mil ducados; con lo cual comenzó aquella señora a preparar su apetecida marcha. Pero antes escribió al rey su hermano (22 de noviembre), dándole las gracias por el permiso que le otorgaba y por la merced que le hacía; volvíale a inculcar el mal efecto que hacía en el país la palabra real constantemente y cada día empeñada y nunca cumplida de ir personalmente a Flandes; asegurábale que nunca se olvidaría de un país por cuya conservación tanto había trabajado, y que tanto importaba a S. M.; y suplicábale muy encarecidamente que usara de clemencia y fuera indulgente, como tantas veces lo había ofrecido y hecho esperar, con los que tal vez más por seducción que por malicia habían faltado a su servicio: «y tened en memoria, le decía, que cuanto más grandes son los reyes y se acercan más a Dios, tanto más deben ser imitadores de esta grande divina bondad, poder y clemencia, y que todos los reyes y príncipes, cualesquiera que hayan sido, se han siempre contentado con el castigo de los que han sido cabezas y conductores de los sediciosos, y cuanto al resto de la muchedumbre los han perdonado… Otramente, señor; usando de rigor, es imposible que el bueno no padezca con el malo, y que no se siga una calamidad y destruición general de todo este Estado, cuya consecuencia V. M. la puede bien entender…» Y en la entrevista que para despedirse tuvo con el duque de Alba a presencia de los del Consejo (17 de diciembre) le habló también de la conveniencia de un indulto general y de la convocación de los Estados; y recomendándole un país que por tantos años había regido, y trasfiriéndole el gobierno, partió la ilustre princesa de los Países Bajos, dejando a los pueblos sumidos en la mayor pena y aflicción, y acompañándola el duque hasta los confines de Bravante, y la nobleza flamenca hasta Alemania, llegó a Italia, donde fue recibida por su marido Octavio con gran comitiva y cortejo, y siguiéndola hasta allí con su cariño y sus corazones los desgraciados flamencos.

El cardenal Granvela desde Roma, los condes de Mansfeldt y de Berlaymont desde Flandes, todos más o menos explícitamente, según la mayor o menor confianza que tenían con el rey, continuaban hablándole en sus cartas en el propio sentido que la princesa gobernadora, de ser más digno, más útil y conveniente para la conservación y seguridad de aquellos Estados, ser parco en los castigos que severo y rigoroso con los delincuentes. Y sin embargo, el duque de Alba, obrando en conformidad a las instrucciones de su soberano y apoyado en la aprobación que merecían al rey todas sus medidas{15}, no solo no aflojó, cuando quedó con el gobierno de los Países Bajos, en el sistema de rigor que había inaugurado a su entrada, sino que arreció en severidad en los términos que iremos viendo. Para que el nuevo Consejo de los Tumultos o Tribunal de la Sangre obrara con más actividad, le reunía en su misma casa, y celebraba una o dos sesiones diarias{16}. No solo proseguía con empeño las causas de los ya presos, sino que ordenaba cada día nuevas prisiones. Citó y emplazó por público edicto al príncipe de Orange, a su hermano Luis de Nassau, a Coulembourg, a Brederode, y a todos los que habían tomado parte en la rebelión y se hallaban ausentes, para que compareciesen ante el tribunal en el término de cuarenta y cinco días a dar los descargos en los capítulos de que se los acusaba. Y como ni el de Orange ni sus cómplices se presentasen al plazo prefijado, se los procesó y condenó en rebeldía como a rebeldes contumaces y como a reos de lesa majestad, y les fueron secuestradas sus haciendas. Un hijo del de Orange, de edad de trece años, que se hallaba estudiando en la universidad de Lovaina, fue traído a España de orden del rey, a título de educarle en la religión católica, cosa que sintió su padre amargamente, y le hizo prorrumpir en fuertes imprecaciones, apellidando bárbara crueldad la de arrebatarle su hijo.

Los procesados, que eran caballeros del Toisón, reclamaban la observancia de los estatutos de su orden, según los cuales no podían ser juzgados por el duque de Alba y el nuevo Consejo, sino solamente por el rey y por un número de caballeros de la orden. Era este un embarazo y una dificultad, en especial para algunos jueces, como Berlaymont y Noirquermes, nombrados individuos del tribunal, y que eran, también caballeros. Mas todas las dudas, consultas y dificultades se cortaron con reproducir el rey la patente que antes había dado al duque de Alba para proceder contra los caballeros del Toisón, «no obstante cualesquiera leyes, estatutos, constituciones, privilegios u otros cualesquiera ordenamientos generales o particulares, comunes o privados… dándolos por abrogados y derogados, porque esta es nuestra voluntad, y así queremos y mandamos que se observe, &c.{17}» Y a otras dudas y consultas sobre si se los había de degradar antes de llevarlos al suplicio, y de qué manera y con qué formalidades, respondió el rey que bastaba con que en la sentencia se los declarara privados del collar. Pero a estas consultas y reparos se debió el que se fuera difiriendo el fallo de la causa de los condes de Horn y de Egmont.

Ejecutábanse en tanto prisiones en abundancia en la gente del pueblo, y se hacían terribles castigos. Arrasábanse las casas del conde de Coulembourg, y en su solar se levantaba una afrentosa columna de mármol. Dábase prisa el duque a la construcción de la ciudadela de Amberes{18}. Y agregándose a esto las noticias que de España se recibían, de haber preso el rey al baron de Montigny, y lo que era más, a su mismo hijo el príncipe don Carlos{19}, apoderose de los ánimos un terror general, y millares de familias abandonaban asustadas un país en que ya nadie se contemplaba seguro, confesando el mismo duque que pasaban de cien mil individuos los que habían huido a los vecinos estados, llevando consigo sus fortunas.

Acerca de las crueldades ejecutadas por el duque de Alba en los Países Bajos han sospechado muchos (y nosotros fuimos de este número bastante tiempo), si serian apasionadamente exageradas las relaciones de algunos historiadores. Mas desgraciadamente no nos es permitido ya dudar de su sistema horriblemente sangriento, puesto que de él nos certifica un testigo de toda calidad y excepción, cuyo testimonio creemos que nadie podrá rechazar. Este testigo es el mismo duque de Alba. Oigámosle:

«El sentenciar los presos, le decía al rey en 13 de abril de 1568, aunque se pudiera hacer antes de Pascua, no parece que en Semana Santa, no habiendo inconveniente en la dilación, era tiempo para hacerse, no embargante que yo mismo he prevenido la parte, y por tres veces díchole que entienda que en cualquier estado que esté el proceso, se ha de sentenciar antes de Pascua; pero todo esto no ha bastado para que hasta agora hayan presentado ningún testigo, ni un papel, ni la menor defensa de cuantas se podían imaginar en el mundo. Pero pasada la Pascua, ya no aguardaré mas, porque sé que si diez años se estuviese dando término, al cabo dellos dirían que se hacía la justicia de Peralvillo; y por hacerlo todo junto en un día, guardo para entonces declarar las sentencias contra los ausentes.

»Tras los quebrantadores de iglesias, ministros consistoriales y los que han tomado las armas contra V. M. se va procediendo a prenderlos, como en la relación podrá V. M. ver: el día de la Ceniza se prendieron cerca de quinientos, que fue el día señalado que dí para que en todas partes se tomasen; pero así para esto como para todas las otras cosas, no tengo hombre sino Juan de Vargas, como abajo diré. He mandado justiciar todos estos, y no basta habello mandado por dos y tres mandatos, que cada día me quiebran la cabeza con dudar que si el que delinquió desta manera meresce la muerte, o si el que delinquió desta otra meresce destierro, que no me dejan vivir, y no basta con ellos. Mandado he expresamente de palabra que se juzgue conforme a los placartes{20}, y últimamente he mandado que se les escriba a todos que de los delincuentes que están expresados en los placartes todos los ejecuten al pie de la letra; y si hubiese alguno que no esté comprendido, este me consulten y no otro. Tengo comisarios por todas partes para inquirir culpados: hacen tan poco, que yo no sé cómo no soy ahogado de congoja. Acabado este castigo, comenzaré a prender algunos particulares de los más culpados y más ricos, para moverlos a que vengan a composición, porque todos los que han pecado contra Dios y contra V. M. sería imposible justiciarlos: que a la cuenta que tengo echada, en este castigo que agora se hace y en el que vendrá después de Pascua tengo que pasará de ochocientas cabezas, que siendo esto así, me parece que ya es tiempo de castigar a los otros en hacienda, y que destos tales se saque todo el golpe de dinero que sea posible antes que llegue el perdón general. En estas tales composiciones no se admitirán los hombres que cualificadamente hayan errado. Juntamente con esto comenzaré a proceder contra las villas que han delinquido, y hacerles he poner las demandas y procederé hasta la definitiva con toda la prisa que en el mundo me será posible, y no será negocio de mucha dilación, porque sus culpas son públicas, y los comisarios que tienen de algunos días acá orden mía particular para proceder contra los magistrados, tendrán hechas las informaciones, aunque mal hechas, según yo lo espero dellos, y con esto el negocio tendrá mucha brevedad.»

Y en otros párrafos de la misma carta: «Para tratar estas cosas (dice) yo no tengo hombre ninguno de quien poderme valer, porque estos con quien agora lo platico, que era de los que me había de ayudar, los hayo tan dificultosos como V. M. vee por lo que tengo dicho.

»En los negocios de rebeldes y herejes tengo solo a Juan de Vargas, porque el tribunal todo que hice para estas cosas, no solamente no me ayuda, pero estórbame tanto, que tengo más que hacer con ellos que con los delincuentes; y los comisarios que he enviado a descubrir ningún otro efecto hacen que procurar encubrir los de manera que no puedan venir a mi noticia. El robo que yo tengo por cierto que hay en las condenaciones, en las haciendas de los culpados, me le imagino tan grande, que temo no venga a ser mayor la espesa de los delitos, que el útil que dello se sacará. V. M. entienda que han tomado por nación el defender estas bellaquerías y encubrirlas, para que yo no las pueda saber, como si a cada uno particularmente les fuese la hacienda, vida, honra y alma…{21}»

Por este solo documento, dado que otros muchos de semejante índole no tuviésemos, se ve el afán del duque de Alba por buscar delincuentes e imponer castigos: el número horrible de justiciados; el gusto que tuvo de solemnizar con el llanto de quinientas familias el día que la Iglesia destina a la sagrada ceremonia del emblema de la penitencia; que procesaba a los ricos para hacerlos venir a composición y sacarles dinero; que no hallaba quien le ayudara en su afán de inquirir culpables y ejecutar suplicios; que ni el tribunal ni los comisarios le auxiliaban en su sanguinario sistema; que no tenía de quien valerse, sino de tal cual contado instrumento de sus crueldades; que el país en general repugnaba aquel rigor, y se había hecho causa nacional el encubrir los delincuentes que él con tanta solicitud buscaba; en una palabra, que el sacrificador se encontraba solo, armado de su cuchilla.

Entretanto no habían estado ociosos ni el de Orange ni sus hermanos Luis y Adolfo, ni el de Hoogstrat, ni los demás nobles flamencos emigrados y proscritos. Apoyados por los príncipes protestantes de Alemania, con quienes los unían lazos de religión y de parentesco, y por los príncipes y caudillos de los hugonotes de Francia, se resolvieron a invadir los Estados de Flandes por tres puntos, fiados en que el odio popular de los flamencos al de Alba los ayudaría a arrojar de los Países Bajos al duque y a los españoles. Salioles, no obstante, fallida esta primera tentativa a los que se dirigieron al Artois y al Mosa, siendo vencidos y derrotados por Sancho Dávila y por los coroneles que el rey Carlos IX de Francia envió, pagando así al duque de Alba el auxilio que de éste había él recibido antes contra los hugonotes de su reino, a cuya expedición había sido destinado el conde de Aremberg. Otro resultado tuvo la invasión por la parte de Frisia que este mismo conde de Aremberg gobernaba. Habían entrado por allí Luis y Adolfo de Nassau, hermanos del príncipe de Orange. Contra ellos envió el de Alba a Gonzalo de Bracamonte con el tercio español de Cerdeña. Impacientes los españoles por entrar en combate, empezaron a murmurar del de Aremberg, por la dilación que ponía en dar la batalla a los orangistas, manifestando sospechas de que se entendiera en secreto con ellos. Picado y sentido de estas hablillas el pundonoroso conde, y no queriendo que por todo lo del mundo le tildaran ni de sospechoso ni de cobarde, aun conociendo cuánto aventuraba en renunciar a sus planes, ordenó sus escuadrones, y no obstante su desventajosa posición, arremetió al enemigo. Cuerpo a cuerpo pelearon el de Aremberg y Adolfo de Nassau; ambos se atravesaron con sus lanzas; ambos cayeron exánimes, y los dos a un mismo tiempo y a muy corta distancia exhalaron envueltos en sangre el último suspiro. El tercio español, que no conocía el terreno, cayó en una emboscada que habían preparado los de Nassau, y fueron acuchillados muchos valientes españoles, entre ellos cinco capitanes y siete alféreces: perdiose todo el dinero y los seis cañones gruesos que el de Bracamonte llevaba{22}.

Grandemente irritó al duque de Alba la derrota de Frisia, y llegole al alma la pérdida del ilustre y valeroso conde de Aremberg, uno de los más firmes y decididos campeones de la causa del rey en Flandes; y tanto por vengar aquella derrota y aquella muerte, como por el aliento que conocía habría de infundir a los orangistas aquel triunfo, si no eran sus vuelos inmediatamente atajados, hubiera ido al instante en persona a Frisia, mas no se atrevió sin dejar antes hecha la ejecución de los nobles procesados, y especialmente de los condes de Egmont y de Horn, tan queridos del pueblo, que temía que quedando vivos se amotinaran en su ausencia los flamencos y, se levantaran en masa para salvarlos.

Procuró, pues, el duque de Alba desembarazarse cuanto antes de los procesados, para lo cual hizo que el tribunal abreviara los fallos de las causas pendientes. El 28 de mayo se publicó la sentencia contra el príncipe de Orange, condenándole a destierro perpetuo de aquellos estados, privación y confiscación de todos sus bienes, rentas, heredamientos, derechos, y acciones{23}. Siguió aquellos días fulminando sentencias contra los ausentes y presentes. El 1.° de junio fueron decapitados en la plaza de Sablón de Bruselas diez y ocho nobles de los presos en el castillo de Vilvorde, y al día siguiente sufrieron la misma pena otros tres.

Aguardábase con general ansiedad, aunque se temía ya, la suerte que correrían los dos ilustres condes de Horn y de Egmont, presos hacía nueve meses en el castillo de Gante. El primero, hermano del barón de Montigny, de la esclarecida estirpe de los Montmorency de Francia; el segundo, príncipe de Gavre, del antiguo linaje de los duques de Güeldres, ambos gobernadores, el uno de Flandes, el otro de Artois, ambos distinguidos capitanes de Carlos V y de Felipe II, a quienes dieron muy gloriosos triunfos, y ambos muy queridos del pueblo. Éralo especialmente el de Egmont por su afabilidad y sus gracias personales. Había hecho servicios eminentes a Carlos V y a Felipe II. Había acompañado al emperador a África y reemplazado en el mando del ejército al príncipe de Orange muerto en Saint-Dizier: socorrió a Carlos contra los protestantes de Alemania y le acompañó a la dieta de Augsburgo; negoció el matrimonio de Felipe con la reina María de Inglaterra; se le debió en gran parte el triunfo de San Quintín y del todo la victoria de Gravelines; ajustó la paz con Francia, y concluyó el segundo matrimonio de Felipe con Isabel, hija de Enrique II: el rey, a su salida de Flandes, le dejó de gobernador del Artois; en el principio de las turbulencias vino a España comisionado por la princesa Margarita, y Felipe II le honró y colmó de mercedes: se había negado a entrar en la confederación rechazando las excitaciones del príncipe de Orange y de los demás nobles coligados; prestó el segundo juramento de fidelidad al rey, cuando lo exigió la princesa regente; la misma Margarita le comisionó para exhortar a la sumisión a los rebeldes de Valenciennes; él había estado siguiendo correspondencia directa con el rey hasta muy poco antes de la llegada del duque de Alba: hemos visto sus últimas cartas de 16 y 26 de junio (1567), en que mostraba su contento por saber de las que había recibido de S. M. que estaba muy satisfecho de su conducta en Flandes y en Valenciennes; en que le decía no emprenderse nada contra los rebeldes sin su parecer y consejo, y que para ello estaba siempre pronto a arriesgar su persona; que si contra algunos había procedido con alguna lentitud, la conveniencia y la lealtad al rey se lo aconsejaban así: exponíale la utilidad de erigir fortalezas en algunas ciudades principales: suplicábale que abreviara su ida a los Países Bajos, y se ofrecía a tomar la posta para venir a buscarle a España y acompañarle en su viaje{24}.

Tales eran los méritos, la conducta y las relaciones del conde de Egmont con el rey, cuando fue preso por el duque de Alba juntamente con el de Horn de la manera capciosa que antes hemos referido. Durante su largo proceso, excitaron los dos ilustres presos tan general y tan vivo interés, que llovían de todas partes las recomendaciones y súplicas en su favor al de Alba, al rey, al emperador, a los electores del imperio, a los caballeros del Toisón. María, hermana del de Horn, y Sabina, esposa del de Egmont, no cesaban de dirigir sentidísimos memoriales al rey. Entre ellos puede servir de muestra el siguiente de la condesa, que fue uno de los primeros: «Sabina Palatina, duquesa de Baviera, desdichada princesa de Gavre, condesa de Egmont, muy humildemente representa a V. M. como a los 9 del presente mes de setiembre el príncipe de dicho Gavre, conde de Egmont, caballero de la orden del Toisón de Oro, su buen señor y marido, después de haber estado en el Consejo de V. M. en la casa del duque de Alba, su capitán general en estos Países Bajos, fue detenido en prisión por orden del dicho señor duque, y a los 22 del mismo fue enviado al vuestro castillo de Gante con muy estrecha guarda, sin habérsele hasta agora declarado la causa de su prisión, ni (según paresce) tenídose respecto a los estatutos y ordenanzas de la institución de la dicha orden y del derecho escripto. Suplica muy humildemente a V. M. que conforme a los estatutos y privilegios de la dicha orden, contenidos en los 14, 15, 16 y 19 capítulos de las adiciones hechas por la pasada memoria del emperador Carlos vuestro señor y padre, que Dios perdone, y confirmados en el año de 1556 por V. M., sea servido mandar que el susodicho príncipe su marido sea sin dilación remitido y puesto en la guarda del colegio y amigable compañía de la dicha orden, para que después en ausencia de V. M. conozcan de su prisión el caballero de la dicha orden a quien V. M. lo ha cometido y los demás caballeros sus cohermanos, y que se tome información a cargo y descargo de todos los del Consejo de estado de V. M. y los gobernadores, capitanes, lugartenientes y oficiales que han estado debajo de su cargo, y a cualesquier otros. Suplicándole allende de esto no quiera poner en olvido los largos, continuos, señalados y leales servicios que el dicho señor su marido ha hecho desde su edad de diez y ocho años a esta parte, así en Berbería en el viaje de Argel, en Inglaterra para el casamiento de V. M., como en todas las guerras que del año de 1544 a esta parte la majestad Imperial y V. M. han tenido, así contra los de Güeldres y franceses, como especialmente en las victorias tan importantes de San Quintín y Gravelines, habiendo tantas veces en ellas pospuesto su persona por mantener estos Países Bajos a vuestra corona, sin olvidar los viajes que ha hecho en Francia por lo del jurar la paz, y después con grandes fatigas y trabajos, así de cuerpo como de espíritu en estas últimas turbaciones contra los herejes y rebeldes: suplicando de nuevo muy humildemente a V. M. no permita que el dicho vuestro muy humilde servidor, y yo vuestra humilde parienta y nuestros once hijos, seamos para siempre miserables testigos de nuestras tan grandes infelicidades y de la instabilidad mundana, mas como rey benignísimo quiera echar aparte su indignación con las razones susodichas, y acordarse que los grandes reyes no tienen cosa más agradable a Dios que la mansedumbre, clemencia y blandura.{25}»

Los memoriales y súplicas de la condesa no ablandaron más el duro corazón del rey y del duque de Alba que la intercesión y los ruegos de tantas personas de valer como abogaban por el perdón de los ilustres presos. El proceso se siguió con todo rigor{26}, y el 4 de junio (1568), llevados los dos condes de Gante a Bruselas, se pronunció contra ellos la fatal sentencia, condenándolos a muerte, y a ser puestas sus cabezas en lugar público y alto para que sirvieran de ejemplar castigo de los delitos, hasta que el duque otra cosa ordenare, secuestrados y aplicados a S. M. todos sus estados y bienes{27}. La mañana siguiente, notificada que les fue la sentencia, el de Egmont escribió al rey la siguiente carta: «Señor: esta mañana he entendido la sentencia que V. M. ha sido servido de hacer pronunciar contra mí, y aunque jamás mi intención fue de tratar ni hacer cosa contra la persona ni el servicio de V. M., ni contra nuestra verdadera, antigua y católica religión, todavía yo tomo en paciencia la que place a mi buen Dios de enviarme; y si durante estas alteraciones he aconsejado o permitido que se hiciese alguna cosa que parezca diferente, ha sido siempre con una verdadera y buena intención al servicio de Dios y de V. M., y por la necesidad del tiempo, y así ruego a V. M. me lo perdone, y quiera tener piedad de mi pobre mujer, hijos y criados, acordándose de mis servicios pasados, y con esta confianza me voy a encomendar a la misericordia de Dios. De Bruselas, muy cerca de la muerte, hoy 5 de junio, 1568.– De V. M. muy humilde y leal vasallo y servidor.– Lamoral d'Egmont.{28}»

Entregó esta carta al obispo de Iprés, con quien se confesó muy cristiana y devotamente, y lo mismo hizo después el de Horn. En la plaza de Sablón de Bruselas, cubierta toda de paños negros, se había levantado el cadalso: rodeábale el tercio del capitán Julián Romero: al medio día fueron llevados los ilustres presos, acompañados del obispo de Iprés: Egmont habló un poco con el prelado, se quitó su sombrero y su sobreveste de damasco, se arrodilló y oró delante del Crucifijo, se cubrió el rostro con un velo, y entregó su cabeza al verdugo. Lo mismo ejecutó inmediatamente el de Horn, y las dos cabezas, clavadas en dos escarpias de hierro, estuvieron expuestas por espacio de algunas horas al público.

Indignación y rabia, más todavía que dolor y llanto, excitaron estas ejecuciones en los flamencos. Hubo algunos, que atropellando por todo, empaparon sus pañuelos en la sangre de Egmont, y los guardaban como una preciosa reliquia; otros besaban la caja de plomo que había de guardar su cuerpo; no pocos juraban venganza; maldecían muchos el nombre del de Alba, y protestaban que pronto envolverían a Flandes nuevos tumultos: difundiose por el pueblo la voz de que en tierra de Lovaina había llovido sangre, y sacaban de aquí los más fatídicos pronósticos: el embajador francés escribió al rey Carlos que había visto derribadas las dos cabezas que habían hecho estremecer, dos veces la Francia, y el terror mezclado con la ira se apoderaron de todos los ánimos de los flamencos.

De haberse ejecutado estas sentencias daba parte conocimiento el duque de Alba al rey en los términos siguientes (9 de junio): –«S. C. R. M… Los procesos de los señores ausentes y presentes se han acabado, y no se ha hecho poco según los letrados de este país son tardíos; de cuyas sentencias envío a V. M. copia: a mí me duele en el alma que siendo personas tan principales, y habiéndoles V. M. hecho la merced y regalo que todo el mundo sabe, hayan sabido tan mal gobernarse que haya sido necesario llegar con ellos a tal punto. El martes 1.° de éste se degollaron en la plaza de Sablón diez y ocho de los que estaban presos en Vilvorde. El día siguiente tres: los dos que se tomaron con las armas en la mano cerca de Dalen. El sábado a los 5 se degollaron en la plaza de la villa los condes de Horn y Agamont, como V. M. verá más particularmente por la copia de las sentencias: yo hé grandísima compasión a la condesa de Agamont y a tanta gente pobre como deja. Suplico a V. M. se apiade de ellos, y les haga merced con que puedan sustentarse, porque en el dote de la condesa no tienen para comer un año; y V. M. me perdone el adelantarme a darle parecer antes que me lo mande. La condesa tienen aquí por una santa mujer, y es cierto que después que está su marido preso han sido pocas noches las que ella y sus hijas no han salido cubiertas, descalzas, a andar cuantas estaciones tienen por devotas en este lugar, y antes de agora tiene muy buena opinión, y V. M. no puede en ninguna manera del mundo, según su virtud y su piedad, dejar de dar de comer a ella y a sus hijos, y sería, a mi parecer, el mejor término para dárselo, que V. M. enviase a mandar que ella se fuese en España con sus hijos todos, que V. M. quería hacerles merced y entretenerlos, y a ella en algún lugar o monesterio, si le quisiese, dalle con que pueda vivir, y sus hijas meterlas monjas, o tener las consigo, si allá no les saliese algún casamiento que V. M. viese para ellas. A los muchachos hacellos estudiar, y saliendo para ello, darles V. M. de comer por la Iglesia, porque tan desamparada casa como esta queda yo creo que no la hay en la tierra, que yo prometo a V. M. que no sé de dónde tengan para cenar esta noche, y yo creo que llevar allá toda esta familia, que demás de la obra tan virtuosa, para quitar muchos inconvenientes, sería de gran fruto; y llevarlos por otra vía que por esta, parece que aunque haya causa, la justicia no alcanza a que se pueda hacer. Cosa de grande admiración ha sido en estos estados el castigo hecho en Agamont, y cuanto es la mayor admiración, será de más fruto a lo que se pretende el ejemplo…{29}»

¿Y qué contestaba a esto el monarca español? Sin apresurarse a responderle, pues lo difirió hasta el 18 de julio, aprobaba todo lo hecho; y tampoco se daba gran prisa por remediar la necesidad y pobreza de la infeliz condesa viuda y de sus ocho hijas y tres hijos que le quedaron, que bien apremiante debía ser su estrechez y miseria, y muy grandes y reconocidas debían ser sus virtudes cuando así se interesaba por ella el duque de Alba. «La orden que habéis guardado, le decía el rey, en los negocios que tenéis entre manos, así tocantes al castigo que se ha hecho y a la justicia y hacienda, como principalmente a lo de la religión, ha sido tan acertado como lo va mostrando el suceso; y la carta que de esto trata contiene tan buenas cosas, y de tanta sustancia y tan bien dispuestas, que se conosce ser vuestra, y es así cierto que a mí me ha pesado en gran manera de que las culpas de los condes fuesen tan graves, que hayan merescido por ellas la justicia que se ejecutó en sus personas; mas pues se hizo con tanto fundamento y justificación, no hay que decir sino encomendarlos a Dios; y en lo que me escribís de la mujer e hijos del conde de Egmont, en cuanto a traerlos acá o dejarlos allá, veré lo que será mejor hacer; y con otro os avisaré la resolución que tomaré, que de una manera o de otra es justo remediar su necesidad…{30}»

La otra carta del duque a que aludía en su respuesta el rey, era una en que le daba cuenta de los medios que empleaba para sacar dinero, de la visita y escrutinio que pensaba hacer de todas las imprentas y librerías, del arreglo de las escuelas de niños, de la reproducción de los edictos, del negocio de los obispados, del castigo de las villas, de que iba a poner la Inquisición en los términos que el rey tenia mandado, y de que luego vendría el perdón general. La situación del país y el carácter del duque están perfectamente retratados en algunos párrafos de esta notable carta. «Ahora parece que conviene levantar el cuchillo, y ver si con esto se podrán traer algunos particulares a composición, para sacar algún golpe de dinero… Ahora que se ha acabado lo de los procesos de los presos, meteré la mano de veras en ello, aunque no dejan de serme contrarios, y todos aborrecen el alcabala… Acabadas todas estas cosas, entraré luego al castigo de las villas… la que viere que no camina de buen pie, comenzaré luego por ella… luego daré tras de las tres villas Amberes, Boulogne y Bruselas, y privarlas hé de voto, de manera que quede solo Lovaina con los prelados y nobles, y después pasaré al castigo que se les ha de dar, la justicia cómo se ha de hacer en ellos, la hacienda cómo se ha de aplicar… En ninguna manera se puede excusar ni diferir más el tratar desta materia (el perdón), y desde luego meter la mano a los particulares para ver si se podrá sacar algún dinero, aunque yo estoy muy desconfiado; pero principalmente conviene para que los súbditos vean que comienza a abrirse la puerta a la clemencia, y vayan aquietando los ánimos que ahora tienen desasosegadísimos, y tengan paciencia para esperar al general, porque están con tan gran miedo, y hanles puesto tan gran terror las justicias que se han hecho, que piensan que ya perpetuamente no ha de ser otro gobierno que por sangre, y mientras tienen esta opinión, no pueden en ninguna manera del mundo amar a V. M… y el comercio de los naturales comienza a enflaquecerse un poco, porque los extranjeros no osan fiarles nada, pensando cada día que les pueden tomar sus haciendas, y ellos también entre sí no osan fiarse el hermano del hermano, ni el padre del hijo, &c.{31}».

Ejecutados aquellos suplicios, dedicose el duque a atender a la guerra, encendida ya en Frisia, y que amenazaba también por Bravante, de la cual daremos cuenta en otro capítulo, por constituir ya como un nuevo período en la historia de nuestra dominación en los Países Bajos.

Vengamos a lo de España.




{1} Correspondencia de Felipe II, tomo I de los publicados por Gachard.– Colección de documentos inéditos, tom. IV.– Herrera, Cabrera, Estrada, Bentivoglio, Mendoza, en sus Historias, Passim.

{2} Cuadernos de Cortes de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia: Cortes de 1567. Petición 1.ª

{3} «De la cual (de la clemencia) es muy necesario que V. M. use, y que antes dexe sin castigo muchos, que dar castigo y pena a los buenos que no lo merescen, antes galardón.» Carta de Granvela al rey, de Roma, a 15 de abril de 1567.– Arch. de Simancas, Estado, leg. 904.

Es por consecuencia inexacto lo que dice Watson (Historia de Felipe II, lib. VIII), que el cardenal Granvela exponía al rey que nunca fuera menos a propósito la clemencia, y que si prontamente no se castigaba la insolencia y presunción de los flamencos no tardarían en disputarle el derecho de mandarlos, &c.

{4} La que nuestros historiadores llaman Bolduque.

{5} Estrada, Guerras de Flandes, Década I, lib. VI.– Mendoza, Comentarios, lib. I.– Bentivoglio, Guerra de Flandes, libro III.– Cabrera, Historia de Felipe II, lib. VII y VIII.– Gachard, Correspondencia de Felipe II, tomo I.– Colección de documentos inéditos, tom. IV.

{6} Archivo de Simancas,  Estado,  leg. 535.

Los caballeros de la orden del Toisón en los Países Bajos, eran catorce, a saber:

El conde de Egmont.

El de Mansfeldt.

El de Aremberg.

El de Arschot.

El de Berlaymont.

El de Meghem.

El de Horn.

El marqués de Berghes.

El príncipe de Orange.

El conde de Ostfrise.

El señor de Archcourt.

El barón de Montigny.

El conde de Ligne.

El de Hoogstrat.

{7} Diferentes cartas de la princesa Margarita al rey. Archivo de Simancas, Estado, leg. 536.

{8} Tomo II de documentos publicados para servir de suplemento a la Historia de Estrada.

{9} En el tomo IV de la Colección de documentos inéditos, se halla la siguiente curiosa nota sacada del archivo de Simancas, legajo 535:

«La caballería ligera y arcabuceros de a caballo que llevó el duque de Alba de Italia a Flandes.

Don Lope Zapata, con……100 lanzas
Don Juan Vélez de Guevara……100   
Don Rafael Manrique……100   
Don César Dávalos……100   
Nicolao Basta……100   
Don Ruy Lopez Dávalos……100   
Conde de Novelara……100   
Conde Curcio Martinengo……100   
Conde de Sant Segundo……100   
Montero, cien arcabuceros……100   
Pedro Montanes……100   
Sancho Dávila, capitán de las guardas del duque, con cien lanzas y cincuenta arcabuceros……150   
 1.250   

Infantería española.

Don Sancho de Londoño, por maestro de campo del tercio de Lombardía, con diez compañías que ternían poco más o menos dos mil hombres……2.000   
El maestro de campo don Alonso de Ulloa, con el tercio de Nápoles, que tenía diez y nueve banderas, y en ellas tres mil quinientos hombres poco más o menos……3.500   
Don Gonzalo de Bracamonte, con el tercio de Cerdeña, en que había diez banderas que ternían poco más o menos……1.800   
El maestro del campo Julián Romero, con el tercio de Sicilia, con otras diez banderas en que habrá.……1.500   
 8.800   
De manera, que entre caballería e infantería, fueron diez mil y cincuenta.……10.050   

{10} Carta descifrada de Miguel de Mendivil, contador de artillería, al rey; de Bruselas a 29 de agosto. Archivo de Simancas, Estado, leg. 535.– Relación de la plática que el duque mi señor tuvo con madama de Parma, lunes a los 26 de agosto de 1567.– Ibid. legajo 543.

{11} Simancas, Estado. leg. 536.

{12} Todo consta minuciosamente de las cartas y despachos originales de la princesa y del duque al rey, existentes en el Archivo de Simancas, Estado, leg. 535.

{13} Cuéntase que cuando noticiaron al cardenal Granvela en Roma los sucesos de Bruselas, preguntó: «¿Y ha sido preso también el Taciturno?» (así llamaba al de Orange).– Y como le respondiesen que no, exclamó: «Pues no habiendo caído aquel en la red, poca caza ha hecho el duque de Alba.»– Estrada, Década 1, lib. VI.

{14} El secretario que envió la princesa se llamaba Machiavel, y de su misión se hallan noticias en un MS. de la Biblioteca nacional señalado X 172.

{15} «Quedo contento y satisfecho, le decía el rey, de la buena manera con que os gobernáis en las cosas de mi servicio…»– «He holgado de ver lo que pasastes con Madama sobre lo de su licencia…»– «Hame parecido muy bien lo que habéis hecho para aseguraros del castillo de Gante…»– «La nominación que habéis hecho de personas para el tribunal que habéis instituido, me ha contentado mucho…»– «He holgado de ver lo que escribís de la plática que pasastes con la duquesa de Lorena…»– «En lo demás que me escribís… no tengo que deciros, sino remitiros allá que hagáis lo que os pareciere, pues esto será lo más acertado, &c.» Cartas de Felipe II al duque de Alba, passim.

{16} Los jueces nombrados eran: el canciller de Güeldres, el presidente de Fladdes, el de Artois, el doctor Juan de Vargas, el doctor Luis del Río, Blaser, consejero de Malinas, y Hessel, del Consejo de Flandes. Había además, como hemos dicho, los correspondientes abogados fiscales, procuradores y secretarios.

{17} «Hæc est enim certa voluntas nostra, sicque observari volumus et jubemus harum testimonio litteratum, &c.– Palabras de la patente, escrita toda en latín. Archivo de Simancas, Estado, legajo 535.

{18} Esta ciudadela dirigida por el ingeniero Pacciotto, y edificada en el mismo sitio que había señalado ya la duquesa de Parma, era un pentágono regular, cuyos baluartes y cortinas conservan aun los mismos nombres que les puso el gobernador, a saber, Fernando, Toledo, Duque, Alba y Pacciotto.

{19} De estas dos ruidosas prisiones hablaremos en otro lugar más detenidamente.

{20} Edictos, placarts.

{21} Carta descifrada del duque de Alba a S. M. De Bruselas a 13 de abril de 1568.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 539.

{22} Estos seis cañones se nombraban Ut, Re, Mi, Fa, Sol, La.– Estrada, Guerras de Flandes, Década I, lib. VII.

{23} Copia de la sentencia dada contra el príncipe d'Orange, fecha en Bruselas a 28 de mayo de 1568.

«Veu par monseigneur le duc d'Alve, marquis de Coria, et lieutenant governeur et capitaine general pour le Roy notre Sire des pays de pardeça, les deffaults obtenuz par le procureur general de Sa mageste impetrant de mandement criminel et demandeur d'une part contre Guillermo de Nassau, prince de Oranges et adjourné a compareir en personne par deuant son excellence a ce speciallement par sa dicte Magesté commise et depute deuement contumace et deboute de toutes exceptions et deffences d'auttre charge par le dict procureur general d'avoir commis crime de lese Majesté, et ayant depuis au contempt et vitupere de la litis pendence et procedeurs contre luy intentees a raison du dict crime, non seullement pris les armes mais aussy cognu et denomme plusieurs colonnelz et capitaines de gens de guerre tant de cheval que de pied, quil a mis et faict marcher en campaigne ensagnes desployees contre sa dicte magesté, ses estatz pays et subjets de pardeça comme il est a chacun notoire et en la quelle rebellion il est encore actuellement persistant. Veues aussy les ynformations letraiges et aultres enseignements par icelluy procureur general produictz ensemble les actes et exploitz y joinctz et par especial lettre de deboutement du dict ad journe de toutes ses exceptions et deffences auce tout ce qui faisoit a considerer et ayant sur tout meurement esse delibere ou conseil lez son excellience sa dicte excellience vuydant le prouffit des dicts deffaults et deboutement bannit le dit ad journe hors de tous les pays et secretaries de sa dicte Magesté perpetuellement et a jamais sur la vie et confisque tous et quelconques ser biens meubles et inmeubles droictz et actions fiefs et heritages de quelque nature ou qualité et la part ou ilz sont scituez et pourront estre trouvez au prouffict de sa dicte Magesté. Ainsy arreté et prononcé à Bruxelles le 28jour du mois de may de l'an mil cincq cens soixante et huict. Signé le duc d'Alve, et plus bas moy president Mesdach.»

Archivo general de Simancas, Negociado de Estado.– Flandes, legajo 549.

{24} Hállanse estas cartas en el Archivo de Simancas, Negociado de Estado, Flandes, leg. 536.

{25} Traducción del original francés, en el Archivo de Simancas, Estado, leg. 549, fol. 65.

{26} El jesuita Estrada, que tuvo los autos en su mano, trae un resumen de los cargos que se les hicieron, y de los descargos de los acusados. Del juicio del religioso historiador se deduce que el delito de los dos condes consistía, más que en otra cosa, en no haber reprimido la rebelión, y en haber sido, como consejeros y gobernadores de provincias, más considerados e indulgentes que duros y rigorosos con los confederados. ¿Se podrá extrañar esto, siendo todos compañeros, parientes o amigos los de la liga, y siendo ellos flamencos y flamencas todas las poblaciones que se sublevaban?

Añade el autor de las Décadas haber leído que el de Alba quería dilatar la sentencia y ejecución temiendo las consecuencias, y que el rey, irritado contra Egmout, e instigado por el cardenal Espinosa, reprendió por su dilación al de Alba, y le mandó que ejecutase al momento el suplicio según le tenía ordenado. El historiador romano no parece que da gran crédito a esta especie, y nosotros tampoco hemos hallado documento que la confirme.

{27} Copia de la sentencia pronunciada contra el conde de Egmont, fecha en Bruselas a 4 de junio, 1568.

«Veu par monseigneur le duc d'Alve, marquis de Coria, lieutenant gouverneur et capitaine general pour le Roy et pays de pardeça le proces criminel entre le procureur general de sa magesté demandeur all'encontre la Moral d'Egmont, prince de Gaure, conte d'Egmont, prisonnier deffendeur, veu aussi les onquestes faicts par le dict procureur general tiltres et lettraiges par icelluy exhibez les confessions du dict prisonnier auecq ses deffenses, tiltres et lettraiges seruies a sa descharge. Veu pareillement les charges resultants du dict proces d'auvoir le dict compte commis crime de lese majesté et rebellion fauorisant et estant complice de la ligue et conjuration abominable du prince d'Orange et quelques aultres seigneurs des dicts pays, ayant aussi le dict deffendeur pri en sa protection et saluegarde les gentilz hommes confederez du compromis et les maubais offices quil a faict en son gouvernement de Flandres alle droit de la conseruation de notre saincte foi catholique et diffence d'icelle auecq les sectaires seditieulx et rebelles de la saincte eglize appostolicque romaine et de sa majesté; considere en oultre tout ce que resulte du dict proces, son excellence tout meurement deliberé auec le Conseuil les elle adjuge au dict procureur general ses conclusions et declaire suyuant a le dict conte auoir commis crime de lese majesté et rebellion et comme tel deuoit estre executé par l'espee, et la tet misse en lieu publicq et hault a fin qu'elle soit veue dung chascun ou demeurera si longuement et jusques a tant que par sa dict excellence aultrement sera ordonne, et ce pour exemplaire chatoiff des delicts et crimes par le dict conte d'Egmont perpetrez, commandant que personne ne soit osé de la oter soubz paine du doner supplice et declaire tous et quelz concques ses biens meubles et immeubles, droict et actions fiefz et heritages de quelque nature ou qualite et la part ou ilz sont scituez et pourront estre trouuez confisquez au prouffict de sa majesté ainsi arreste et pronuntions, &c. a Bruxelles le IIII. de juing 1568. Signé duc d'Alve.»

Archivo general de Simancas, Negociado de Estado.– Flandes, leg. 549, fol. 66.

{28} Esta carta la publicó Foppens en francés, en que se escribió, en el Suplemento a Estrada, tomo I, p. 261; y la ha reproducido literalmente Gachard en la correspondencia de Felipe II, número 174. La traducción que nosotros damos es la que se halla en el Archivo de Simancas, Estado, legajo 538.

{29} Archivo de Simancas, Estado, leg. 539.

{30} Archivo de Simancas, Estado, leg. 540.

{31} Archivo de Simancas, Estado, leg. 539.