Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo IX
El príncipe Carlos
1545-1558

Por qué interesa tanto la historia de este príncipe.– Fábulas con que se la ha desfigurado.– Su nacimiento y educación.– Su carácter, genio y costumbres.– Si tuvo y pudo tener las intimidades que se han supuesto con la reina.– Casamiento de Felipe II con Isabel de Valois.– Juramento del príncipe en las Cortes de Toledo.– Falta de salud de don Carlos.– Proyecta su padre enviarle a una ciudad de la costa.– Le envía por último a Alcalá.– Caída fatal del príncipe.– Peligro de muerte en que se vio.– Su restablecimiento.– Cómo quedó su cerebro.– Testamento del príncipe: cláusulas notables.– Atentados y desmanes que cometió.– Quiere asesinar al duque de Alba.– Intenta fugarse a Flandes.– Proyecta después marcharse a Alemania.– Decreta y ejecuta el rey el arresto de su hijo.– Circunstancias de la prisión.– Severidad con que era guardado y vigilado.– Cartas de Felipe II dando parte de la reclusión del príncipe.– Proceso de don Carlos.– Discúrrese sobre las causas de su prisión.– Lo que resultaba del proceso.– Entereza y severidad del rey.– Loca y desarreglada conducta del príncipe en la prisión.– Enfermedad que le producen sus desórdenes.– Muerte de Carlos.– Falsedades y errores que acerca de ella se han escrito.– Juicio del autor sobre este suceso.– Muerte de la reina Isabel de Valois.– Sentimiento del rey.
 

La prematura y desgraciada muerte de este príncipe, y los novelescos incidentes que sobre su prisión y sobre las causas que la motivaron han inventado historiadores extranjeros, de no escasa nota por otra parte, han dado al hijo primogénito de Felipe II cierta celebridad histórica que de otro modo no hubiera tenido nunca, y nos obliga a hacer en este capítulo más oficio de biógrafos que de historiadores, precisamente con quien no había hecho los mayores merecimientos para ello. Es, sin embargo, innegable que todo lo que se refiere al príncipe Carlos excita cierta curiosidad y se oye o lee hasta con avidez, por lo mismo que sobre su carácter se han hecho tan diversos y aun encontrados juicios, y que algunos lances de su vida quedaron envueltos en el velo del misterio. Que es natural tendencia del genio humano desdeñar lo conocido, y afanarse por penetrar en lo hondo de los arcanos.

El hecho poco común de aprisionar un rey a su propio hijo, y formarle proceso y sentenciarle como criminal; la reserva y misterio que rodeaba comúnmente las acciones de Felipe II, y más en un caso tan delicado y grave como este; el interés que excitaba entonces en Europa todo lo que acontecía en España, ya por el carácter especial del soberano que ocupaba el trono, ya por el influjo y la trascendencia que ejercía en todos los demás países; lo extraordinario del suceso; las diferentes versiones que el espíritu de partido estaba dispuesto a dar a los actos de Felipe II según las ideas y las pasiones que en aquel tiempo dominaban, todo ofreció ocasión oportuna a escritores apasionados, y a forjadores de dramas y de novelas, para dar suelta a su imaginación y desfigurar a su placer el carácter y las acciones de don Carlos, y los motivos y circunstancias de su prisión y muerte. Y cuando los poetas y novelistas han tomado por su cuenta a un personaje histórico, dejan siempre por herencia al historiador la ingrata, difícil y pesada tarea de segregar la parte verdadera y cierta, por lo común seca y árida, del oropel y de los adornos con que la fábula los haya engalanado. Sucede al historiador en casos tales lo que al médico, a quien es más trabajoso y difícil hallar remedio a una enfermedad agravada por medicamentos inoportuna e inconvenientemente aplicados antes por otro, que corregir un vicio de la naturaleza, remediar un trastorno de las funciones naturales en que otro no haya puesto todavía la mano.

Nosotros vamos a exponer con nuestro acostumbrado desapasionamiento lo que acerca de este príncipe tenemos ya por averiguado y cierto, y lo que nos parece todavía problemático y dudoso.

El príncipe Carlos, primogénito de Felipe II y de su primera esposa la princesa doña María de Portugal, nació en Valladolid, a 8 de julio de 1545, y a los pocos días descendió a la tumba la bella y joven princesa que acababa de darle a luz, según en otra parte dejamos contado, cambiándose en tristeza y luto para Felipe y para el pueblo español las fiestas y regocijos con que la España acostumbra a solemnizar los nacimientos de sus príncipes. Aunque Felipe procuró rodear a su hijo de ayos y maestros que le educaran y le dirigieran en sus primeros años, no pudo cuidar personalmente de su educación por las ausencias que tuvo que hacer a Inglaterra, Flandes y Alemania. Mucho menos pudo educarle ni formar su corazón su abuelo Carlos V, como con increíble ligereza afirman algunos historiadores, siendo tan sabido que el emperador, casi desde que nació su nieto, estaba tan lejos de España, que cuando vino le halló ya en edad de cerca de trece años. Criose, pues, el príncipe bajo la inspección de los archiduques Maximiliano y María, y de la princesa doña Juana de Portugal, su tía paterna, regentes y gobernadores del reino durante las ausencias de su abuelo y de su padre.

Desde sus primeros años comenzó el príncipe a descubrir sus malas inclinaciones, su índole aviesa, su genio impetuoso y violento, su tendencia a la crueldad, citándose entre otras señales de su natura feroz la complacencia y fruición que tenía en degollar por su mano los gazapillos que le traían vivos de la caza, gustando de verlos palpitar y morir{1}. De lo cual auguró mal el embajador de Venecia, trayendo a la memoria el juicio que en otro tiempo hicieron los miembros del Areópago de Atenas de aquel niño que sacaba los ojos a las codornices. La blandura y las consideraciones que acaso guardaron con él, así los reyes de Bohemia Maximiliano y María, como la princesa viuda de Portugal, no atreviéndose a tratarle y corregirle con la severidad que hubiera podido hacerlo un padre, fue tal vez una de las causas de que se viciara más, en vez de modificarse y mejorar, su carácter y condición.

Indudablemente su padre hizo cuanto en ausencia podía hacer para la buena educación e instrucción de su hijo, poniendo a su lado ayos y maestros tan ilustrados y virtuosos como don García de Toledo, hermano del duque de Alba, y como Honorato Juan, uno de los mejores humanistas de su siglo{2}, y estos por su parte se consagraron a su enseñanza con la mayor asiduidad y con el más esmerado y exquisito celo. Mas también es fuera de duda para nosotros que el joven príncipe hacía infructuosos con su desaplicación e indocilidad los laudables esfuerzos de sus maestros y preceptores. Los novelistas extranjeros que nos le pintan como un joven de talento, aplicado a instruido, acaso no se hubieran atrevido a retratarle así, si hubieran leído como nosotros los informes que los mismos encargados de su enseñanza daban al rey don Felipe su padre. «En lo demás del estudio y ejercicios (le decía en una de sus cartas don García de Toledo) no va tan adelante como yo querría, no embargante que de todo ello y de las cosas que S. A. debe saber no entiendo que pueda haber mayor cuidado ni diligencia de la que aquí se tiene. Deseo mucho que V. M. fuese servido que el príncipe diese una vuelta por allá para verle, porque entendidos los impedimentos que en su edad tiene, mandase V. M. lo que fuera de su orden… &c. Como veo que con tenerme S. A. el mayor respeto y temor que se puede pensar no hacen mis palabras ni la disciplina, aunque le escuece mucho, el efecto que deberían, paréceme muy necesario que V. M. lo viese de más cerca en alguna temporada, sin que fuese de muchos días, porque ¡cuán diferentemente pueden informar a V. M. del príncipe los que no le miran del lugar y con el cuidado que yo…!{3}»

Y el maestro Honorato Juan, en una de las muchas cartas suyas a Felipe II que pudiéramos citar, le decía: «S. A. está bueno, bendito Dios, y yo hago en sus estudios lo que puedo, y harto más de lo que otros maestros quizá hicieran y con harto más trabajo. Pésame que no aproveche tanto esto como yo deseo: la causa de donde yo pienso que esto procede entenderá por ventura V. M. de S. A. algún día, placiendo a Dios, y lo que con todas estas dificultades, que no han sido pocas ni de poco momento, me he esforzado siempre a servir a V. M. y a S. A. Pésame en el alma que el aprovechamiento de S. A. no sea al respeto de como comenzó y fue los primeros años, que fue el que aquí vieron todos, y allá entendió V. M., especialmente habiéndolo hecho los días pasados, y teniendo por cierto que esta y otras muchas cosas no se pueden bien remediar hasta la venida de V. M. y hasta que V. M. mismo vea lo que conviene que se haga para el buen asiento de todo ello; y suplico a V. M. me perdone este atrevimiento, y sea servido mandar romper esta, porque mi intención es que solo V. M. la lea.{4}»

Avisos de esta especie ningún preceptor prudente se resuelve a darlos a un padre, y a un padre que es rey, y a un rey como Felipe II, sino cuando la necesidad los fuerza a ello, y cuando adquieren el convencimiento de que los medios de persuasión y de corrección que un maestro puede emplear no alcanzan a evitar a un padre la amargura de denunciarle un hijo como incorregible. Así, no es extraño, supuesto el carácter severo y adusto de Felipe II, que comenzara a mirar con más pesadumbre y disgusto que cariño y ternura paternal a un hijo, cuyas cualidades y costumbres eran tan contrarias a las que él deseaba en su heredero, que tan lejos iba de corresponder a sus esperanzas, faltando además la vista frecuente y el trato que engendra o aviva los afectos entre personas íntimas. Y todos convienen también en que su mismo abuelo Carlos V, cuando vio al príncipe en Valladolid a su paso para el monasterio de Yuste (1556) quedó muy poco satisfecho de su conversación y de sus modales.

La circunstancia de haber estado concertado el casamiento del príncipe Carlos con la princesa Isabel de Valois, hija de Enrique II de Francia, y la de haber después Felipe II, recién viudo de la reina de Inglaterra, elegido para esposa propia, como una de las cláusulas del tratado de paz de Cateau-Cambrésis (1559), la misma princesa, prometida antes a su hijo{5}, es la fuente de donde los novelistas han querido sacar el origen de todas las desgracias que después sobrevinieron al príncipe de Asturias. Suponen aquellos que inflamaba ya los corazones de Carlos e Isabel la llama de una mutua pasión amorosa violenta y viva, y esto antes de haberse visto ni conocido sino por retrato. Aun supuesto lo del retrato, de que no hemos hallado rastro ni indicación, cuanto más noticia, en ningún documento, el lector discurrirá que apasionamiento tan fuerte podría haber entre un joven de trece años y una niña de doce{6} que no se habían visto nunca. El viaje de la princesa a España para realizar su matrimonio con el rey sirvió a aquellos escritores de imaginación para inventar a su gusto lances amorosos entre los dos supuestos amantes, miradas furtivas, coloquios secretos, desmayos, éxtasis y otras escenas, que según los datos históricos, es imposible que sucediesen, cuando apenas tuvieron tiempo de verse en el corto viaje de Guadalajara a Toledo que hicieron juntos, y eso sin apartarse el príncipe del lado de su padre y de los caballeros de la corte. Es igualmente inverosímil que la princesa sintiera aquella impresión que suponen de sentimiento, de desagrado y de repugnancia cuando se halló por primera vez a la presencia del rey don Felipe, contemplándose como sacrificada en unirse a un hombre de tanta edad. Los que esto dicen olvidan o aparentan ignorar que Felipe contaba a aquella sazón de treinta y dos a treinta y tres años: edad que nos parece no era todavía para inspirar aversión a una joven, y más yendo unida la idea de que iba a ser reina y esposa del monarca más poderoso de su tiempo.

Continuando aquellos escritores su tejido de novelescas fábulas, hacen ir a los dos enamorados príncipes al monasterio de Yuste (donde nunca estuvieron), pasear en deliciosa compañía por las frondosas alamedas de aquellas huertas, hacerse fogosas declaraciones y protestas de amor, mezcladas con tiernos llantos y suspiros, acordar la manera de mantener en secreto sus relaciones, y por este orden siguieron forjando una serie de aventuras en que envuelven también a los principales personajes y damas de la corte, que no concluyen hasta que acabaron las vidas del príncipe y de la reina, y a cuyos amores atribuyen el resentimiento y enojo del rey con su hijo, la causa de su prisión y de su desgraciada muerte, y aun la de la reina Isabel, que acaeció a los pocos meses de la de Carlos, de cuya coincidencia sacaron también deducciones los inventores de la mal forjada novela.

Nada nos sería más fácil, si la naturaleza de nuestra obra nos permitiera dedicar a ello un tiempo y un espacio que nos diera lástima robar a otros asuntos, que desbaratar con datos históricos todo el edificio sobre este falso cimiento levantado, y aun creemos que bastará lo que luego iremos diciendo para deshacer la novelesca trama. Y esto, no porque tengamos por inverosímil, ni nos parezca extraño ni improbable que entre los jóvenes príncipes, de pocos y casi iguales años, pudieran nacer afecciones más o menos fuertes y vivas, a despecho de los sagrados deberes de esposa y de hijo. Por poco conocedores que fuéramos de la naturaleza y del corazón humano, lamentaríamos la existencia de una pasión que las leyes divinas y humanas hacían criminal, pero no nos maravillaríamos de ella; sino que, mientras los fundamentos históricos no vengan en confirmación del crimen que se imputa o de la flaqueza que se supone, severos como somos para juzgarlos cuando han existido, lo somos también para con los que ligera y arbitrariamente y sin datos ciertos mancillan de una manera tan solemne la pureza de una reputación, tal como la de la reina Isabel de la Paz, a quienes los escritores contemporáneos, franceses y españoles, nos presentan como ejemplo de virtud, de honestidad y de recato. Así como no nos admiraría si dijeran que el príncipe Carlos, atendido su genio envidioso y atrabiliario y su incontinencia en las pasiones, se había irritado de ver a su padre en posesión de la bella princesa que le había sido a él prometida; y esto, unido a las reprensiones paternales pudo contribuir a que mirara siempre al autor de sus días con ojeriza y encono.

Sin embargo, en las bodas de Felipe e Isabel (2 de febrero, 1560) fueron padrinos el mismo príncipe Carlos y la princesa doña Juana de Portugal, su tía. A los pocos días (22 de febrero) fue jurado Carlos solemnemente heredero y sucesor del reino en las Cortes de Toledo, besándole como tal la mano los grandes y prelados, y prestando a su vez el juramento de guardar los fueros y leyes de Castilla, de conservar la religión católica y mantener el reino en paz y justicia. A esta solemnidad no asistió ya la reina Isabel por haber sido atacada de viruelas pocos días después de la boda, y el mismo príncipe lo estaba de cuartanas, y se presentó a la ceremonia pálido, macilento y flaco: circunstancias en verdad poco favorables para dar incentivo a la supuesta pasión amorosa. En aquel acto mismo dio el príncipe muestra de su genio impetuoso y desconsiderado. El duque de Alba, que había dirigido todo el ceremonial, se había olvidado, distraído con la multitud de sus atenciones, de besarle la mano, y cuando fue a ejecutarlo, le trató el príncipe con tal brusquedad y aspereza, que obligó Felipe a su hijo a dar satisfacción al duque, con quien, sin embargo, no volvió a reconciliarse, tratándole siempre como a enemigo{7}.

El humor cuartanario siguió molestando al príncipe todo el año siguiente (1561), tanto que sirvió de motivo o de pretexto a su padre para querer alejarle de la corte, a cuyo fin escribió a los corregidores de Málaga, Gibraltar y Murcia, para que le informaran si la temperatura de aquellas ciudades sería a propósito para disipar la rebelde enfermedad periódica que le tenía demacrado. De este intento del rey, de que no hemos hallado noticia en ningún historiador, certifican los documentos auténticos que hemos visto{8}.

De tal modo tenía extenuado a Carlos aquel mal, dado que fuese aquel solo el que padecía, que tratándose ya en aquel tiempo de casarle con la princesa Ana, hija de sus tíos los reyes de Bohemia, Maximiliano y María, gobernadores en otro tiempo de España{9}, Felipe II creyó un deber de conciencia diferir aquel casamiento hasta que cesase un padecimiento que le tenía hasta inhabilitado para el matrimonio{10}. Determinó, pues, Felipe enviarle, no ya a una ciudad de la costa como había pensado, sino a Alcalá de Henares, pueblo que por su situación y por la pureza y salubridad de sus aires podía convenir a su restablecimiento y donde al propio tiempo, libre de la etiqueta de la corte, podría habilitarse algo en el estudio del latín, en que estaba harto atrasado, y distraerse útilmente con el trato de los hombres eminentes de aquella célebre universidad; y para que la mansión se le hiciera más agradable, envió con él a su tío don Juan de Austria y al príncipe de Parma, Alejandro Farnesio, su primo, jóvenes ambos como él, y que podrían hacerle buena compañía{11}.

Mas a poco de su permanencia en Alcalá sucedió a don Carlos la desgracia de caer rodando la escalera de su palacio (19 de abril), de que recibió varias contusiones y heridas, que al pronto pareció no ser de gravedad, pero después se agravaron y le postraron en términos de poner en inminente peligro su vida, de ser necesario hacerle arriesgadas y delicadas operaciones quirúrgicas en el cráneo y en los párpados, y de desesperar ya de su curación los médicos, al decir de los historiadores{12}. Noticioso Felipe II del peligro en que su hijo se hallaba, marchó a Alcalá, y no contento con mandar a todos los prelados y cabildos que hicieran rogativas públicas por su salud, hizo llevar el cuerpo del beato Fr. Diego, religioso lego franciscano, a cuya intercesión se atribuían muchos prodigios, al cual se puso en contacto con el cuerpo del moribundo príncipe, y como desde entonces comenzase éste a sentir mejoría, se atribuyó el restablecimiento de su salud al patrocinio del beato Diego de Alcalá, cuya canonización promovió el rey con eficacia desde este suceso{13}. Pero convienen los más acreditados historiadores en que su cerebro quedó bastante lastimado, notándose desde entonces cierto desorden y trastorno de ideas, que empeoró su carácter ya harto caprichoso, lo cual se observaba en sus acciones y en sus cartas, en las cuales o invertía el orden de las frases, o dejaba incompletos los períodos{14}.

A los dos años de esto (1564), hallándose otra vez enfermo en cama, otorgó su testamento (19 de mayo), ante el escribano de cámara Domingo de Zabala. Ya que de este testamento no hallamos noticia en ninguno de nuestros historiadores, daremos a conocer algunas de sus más importantes cláusulas. Después de la protestación de fe, manda:

1.° Que se le entierre con el hábito de San Francisco en el convento de San Juan de los Reyes de Toledo, sin que se le haga sepulcro de bulto, poniendo solo una lápida de jaspe sin escultura.

2.° Que no se haga túmulo, ni otro gasto superfluo, y que solo se pongan para todo veinte y cuatro hachas y cuarenta y ocho velas en los días de su entierro y cabo de año, y en los demás cuatro hachas a los ángulos de su sepultura.

3.° Que se le digan diez mil misas, y mil anuales perpetuas. Señala para las primeras mil ducados, y para las segundas ciento.

4.° Que se destinen diez mil ducados para rescate de cautivos.

5.° A Mariana Garcetas, doncella, que al presente se halla en el monasterio de San Juan de la Penitencia, le den, sobre los mil ducados que S. M. había hecho la merced de mandarle librar, otros dos mil más si entrare en religión, y si se casare, otros tres mil más.

Entre otras mandas notables debemos señalar la décima sexta, en que dispone que se haga una renta perpetua de tres mil ducados para don Martín de Córdoba, hermano del conde de Alcaudete, en premio de la brillante defensa de Mazalquivir que hizo en 1563, «por la voluntad que siempre he tenido de hacer bien y merced a los que aventajadamente sirven.»– Y la vigésima, en que ordena que con las rentas que vacaren de las establecidas para pagar sus criados se funde un colegio de frailes franciscanos observantes, dotado de los correspondientes catedráticos, que han de hacer información de ser cristianos viejos libres de toda raza de judío, señalando a cada fraile para su alimento dos libras de pan diarias, una libra de carnero para comer y media gallina para cenar, no debiendo estar en él los colegiales más de diez años. Declara en la cláusula vigésima octava no tener bienes con que cumplir este testamento, pero espera que su señor padre le mandará cumplir.

Nombra testamentarios, al rey; a don Fernando Valdés, arzobispo de Sevilla, inquisidor general; a don Honorato Juan, su maestro; al P. Fr. Diego de Chaves, su confesor; a don Cristóbal de Rojas, obispo de Córdoba; a don Pedro Ponce de León, obispo de Plasencia; a don Pedro Gasca, obispo de Sigüenza; a Ruy Gómez de Silva, sumiller de Corps, su camarero mayor; al regente Juan de Figueroa, presidente de Ordenes; a Luis Quijada, su caballerizo; al secretario Francisco Eraso; al licenciado Vaca de Castro, del Consejo Real; al licenciado Otalora, que fue y quiso dejar de ser del Consejo real de la Inquisición, de la cámara y hacienda, y al doctor Hernán Suárez de Toledo, alcalde de casa y corte{15}.

A juzgar por los sentimientos consignados en este testamento, el príncipe Carlos, aparecería un joven esencialmente católico, piadoso y morigerado. Mas como tales sentimientos se hallen en contradicción con su vida anterior y con su posterior conducta, nos inclinamos a creer que sería inspiración y tal vez obra de su confesor Fr. Diego de Chaves, y que él suscribiría en momentos a propósito para que el confesor u otra persona allegada ejerciera el sano influjo de la piedad religiosa.

Por lo demás, el comportamiento de Carlos después de este tiempo fue mucho más desatentado, y mucho mayores sus desmanes y excesos que lo habían sido antes. Si antes había acometido e intentado golpear a su ayo don García de Toledo, lo cual obligó a Felipe II a admitirle la renuncia que con tal motivo y temeroso de nuevos lances hizo don García de su cargo, nombrando en su lugar a Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, no fue después más respetuoso ni comedido con Ruy Gómez, a pesar de su dignidad y de sus años. Su carácter colérico parecía no reconocer freno. Vuelto a Madrid, como el presidente del Consejo de Castilla don Diego de Espinosa hubiese desterrado al cómico Cisneros en ocasión que se preparaba a representar una comedia en el cuarto del príncipe, irritose éste al extremo de ir a buscar al presidente con un puñal en la mano, y encontrándole, después de insultarle, le dijo: «Curilla, ¿a mí os atrevéis vos, no dejando a Cisneros que venga a servirme? Por vida de mi padre, que os he de matar.» Y tal vez lo hubiera ejecutado, a no haberse interpuesto oportunamente algunos grandes de España. Poco menos hizo con don Alonso de Córdoba, gentilhombre de su cámara, y hermano del marqués de las Navas. Los criados de orden inferior era cosa de estar en continuo peligro con su irritabilidad, y esto y los desórdenes de otro género a que se entregaba hacían dudar mucho de que hubiera quedado sana su parte intelectual, y que fuese hábil para regir un día el reino en que estaba llamado a suceder{16}.

En 1565, instigado por dos aduladores gentileshombres de su cámara que le proporcionaban cincuenta mil escudos y algunos vestidos para disfrazarse, intentó huir a Flandes, so pretexto de ir al socorro de Malta, a fin de librarse de la presencia de su padre. Para aparentar que iba autorizado por el rey, quiso llevar consigo al príncipe de Éboli, y le comunicó su proyecto. El de Éboli le disuadió muy ingeniosamente de su designio, e informó de ello al rey, que desde entonces vigiló más los pasos, o como se decía entonces, los andamientos de su hijo{17}. Dábale también muy prudentes consejos su antiguo maestro el obispo de Osma, don Honorato Juan{18}, pero el príncipe seguía obrando como si tales advertencias no se le hiciesen.

Insistiendo en su idea de ir a Flandes, dejose arrebatar de su humor colérico cuando supo que su padre había nombrado al duque de Alba general en jefe del ejército destinado a los Países Bajos (1567). Al ir el de Alba a besar la mano a S. A. para despedirse, díjole el príncipe que aquel empleo le correspondía a él como heredero del trono. Respondiole el duque, que sin duda S. M. no quería exponer a su hijo y sucesor a los peligros que allá podía correr en medio de una sangrienta guerra civil. Lejos de aquietarse don Carlos con esta respuesta, sacó el puñal y se abalanzó al duque diciendo: «Antes os atravesaré el corazón que consentir en que hayáis de ir a Flandes.» El de Alba para libertarse del golpe, tuvo que abrazarse estrechamente al frenético príncipe a fin de dejarle sin acción, como lo consiguió, a pesar de la diferencia de edades, por lo menos hasta dar lugar a que al ruido acudieran los gentiles hombres de la cámara que lo desasieron. De este funesto caso se dio conocimiento al rey, que cada día se convencía más del carácter desatentado de su hijo, y cada día era con esto mayor el desacuerdo, y casi pudiera ya llamarse antipatía recíproca entre el hijo y el padre{19}.

Viendo por otra parte don Carlos lo mucho que se difería su proyectado matrimonio con la princesa Ana su prima, atribuyéndolo a mala intención del rey y a malquerer del presidente Espinosa, concibió también el designio de ir a Alemania sin licencia ni conocimiento de su padre. Pero por cauto y previsor en la preparación de los medios para ejecutar su plan, como joven arrebatado y de no cabal seso, no discurrió que escribiendo a todos los grandes y títulos para que le ayudaran en una empresa que meditaba, y enviando a su gentilhombre Garci Álvarez Osorio primeramente a Castilla y después a Andalucía a recoger todo el dinero que pudiese, daba a su proyecto una publicidad que le había de comprometer, como aconteció. Los unos le contestaban que le ayudarían, «siempre que no fuese contra el rey su padre;» prueba clara de que, aun no revelando el objeto de la empresa, por eso mismo se hacía ya sospechosa, y más siendo ya sabidas las malas inteligencias entre el padre y el hijo: y otros, como el almirante de Castilla, denunciaron las cartas al rey para que averiguara lo que sobre el negocio hubiese. Tuvo también el príncipe la candidez de creer que su tío don Juan de Austria le había de favorecer en su propósito, y le declaró su intento haciéndole brillantes ofertas si le ayudaba a realizarle. Pero el de Austria, más prudente y de más claro y sano entendimiento, aunque no de más edad que su sobrino, después de haber procurado hacerle reconocer con suaves y discretas razones lo grave y peligroso de su empresa, viéndole obstinado y pertinaz, y previendo todos los males que de ello se podrían seguir, dio también cuenta al rey de lo que pasaba.

Felipe II, que tal vez sabía ya más de los proyectos de su hijo que lo que le comunicaban aquellos personajes, consultó con varios teólogos y juristas, entre ellos el maestro Gallo, el confesor Fr. Diego de Chaves, y el célebre jurisconsulto Martín de Azpilcueta, más conocido por el doctor Navarro, si podría en conciencia seguir disimulando y aparentando ignorancia con su hijo hasta que tuviera efecto el proyectado viaje. Respondió negativamente el doctor Navarro, demostrando la inconveniencia y los peligros de tal conducta con sólidas razones y con ejemplos históricos. En esto llegó el guardajoyas del príncipe Garci Álvarez Osorio con 100.000 escudos que había recogido en Andalucía. El arrebatado príncipe creyó con esto tener ya todo lo necesario para su viaje, y en 17 de enero (1568) escribió al correo mayor o director general de postas Raimundo de Tassis que le tuviese preparados caballos para la noche próxima. Recelando Tassis que los quisiera para algo contrario al servicio del rey, como quien conocía el carácter de Carlos, le contestó que se hallaban todos a la sazón sirviendo en las carreras. Pero instado y apurado de nuevo, sacó secretamente de Madrid todos los caballos de posta, y se apresuró a dar parte de todo a S. M., que espoleado con esta noticia vino también precipitadamente a Madrid, del Pardo donde se hallaba{20}.

El domingo 18 de enero S. M. salió a misa en público con su hijo Carlos y con los príncipes de Hungría y de Bohemia, Rodulfo y Ernesto, que se hallaban en Madrid. Pasó después don Juan de Austria a visitar a Carlos, y como éste le notase triste, cerró la puerta de su aposento, y le preguntó qué era lo que había hablado con su padre. Respondióle don Juan que habían tratado de las galeras que entonces se aparejaban. No satisfecho el príncipe le apuró a que diese más explicaciones, y como no las pudiese conseguir echó mano a la espada: empuñó también don Juan la suya, y con firme resolución le dijo: «Téngase V. A.» Oyéronlo los de la antecámara, abrieron la puerta, y gracias a esto terminó la escena sin sangre, retirándose don Juan de Austria. El príncipe se sintió algo indispuesto aquel día y se acostó temprano{21}.

Un poco antes de la media noche, el rey, acompañado del duque de Feria, de Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, del prior de San Juan don Antonio de Toledo y Luis Quijada, entró en la cámara del príncipe, cuya puerta había prevenido al conde de Lerma y a don Rodrigo de Mendoza tuviesen abierta, llevando además algunos camareros con martillos y clavos. El príncipe estaba dormido, y cuando despertó ya le habían cogido la espada y una pistola que debajo de la almohada tenía. Púsose azoradamente en pie, y exclamó: «¿Qué quiere V. M.? ¿Qué hora es esta? ¿Quiéreme V. M. matar o prender?– Ni lo uno ni lo otro, príncipe, respondió el rey, sino lo que agora veréis.» Y a una señal suya se dio principio a clavar las puertas y ventanas. Y le intimó que no saliera de aquella pieza hasta que él otra cosa ordenase; y encomendó su custodia al duque de Lerma, a Luis Quijada y a don Rodrigo de Mendoza, previniéndoles que no hicieran cosa que el príncipe les mandara sin conocimiento suyo, so pena de ser tenidos por traidores. Entonces comenzó el príncipe a gritar: «Máteme V. M. y no me prenda, o me mataré yo mismo.– Sosegaos, príncipe, le contestó el rey con su ordinaria impasibilidad, y volveos a la cama, que lo que se hace es por vuestro bien y remedio.» Y mandó al duque que tomara todas las llaves, hizo sacar la lumbre que había, ordenó que se reconociera cierto escritorio y se llevó los papeles que en él se hallaron. Saliose con esto el rey, encargando velaran al preso aquella noche el de Feria, el de Lerma y Mendoza, bajo juramento como caballeros de tenerle en buena guarda, y colocando además en las piezas contiguas cuatro monteros y cuatro alabarderos. En adelante se repartió el servicio de la guardia inmediata del príncipe entre el duque de Feria, el de Lerma, Ruy Gómez, el prior don Antonio de Toledo, Luis Quijada y don Juan de Velasco, velándole dos alternativamente de seis en seis horas. La comida se le servía trinchada, para que en su cámara no entrase cuchillo, ni otro instrumento cortante: tomábanse para entrar cada plato las más minuciosas precauciones: nada se había de hablar allí en secreto, ni con personas de fuera: la puerta había de estar siempre medio entornada, y uno de los caballeros había de dormir dentro de la cámara: no se permitía entrar recado alguno sin anuencia del rey; todo bajo especial juramento tomado por el secretario Pedro del Hoyo: el encargado especial del cumplimiento de estas y otras disposiciones era Ruy Gómez de Silva{22}.

Al día siguiente (19 de enero) congregó el rey en su cámara todos los consejos con sus presidentes, y les dio cuenta de la gravísima medida que acababa de tomar, «por convenir así, decía, al servicio de Dios y del reino. Y al otro día nombró una comisión o tribunal para formar proceso al príncipe, compuesto del cardenal Espinosa, inquisidor general y presidente del consejo de Castilla; Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, conde de Mélito, duque de Pastrana y de Francavila, consejero de Estado y mayordomo mayor del rey, y el licenciado don Diego Bribiesca Muñatones, consejero de Castilla, el cual fue encargado de dirigir la sustanciación. El rey era presidente: el secretario Pedro del Hoyo recibía las declaraciones de los testigos. Para que sirviese de pauta a la forma del proceso, ordenó el rey que se trajese del archivo de Barcelona el que don Juan II de Aragón y de Navarra había hecho formar a su hijo el príncipe de Viana, Carlos también y primogénito como el de Felipe II, y para su mejor inteligencia le hizo traducir del lemosín al castellano.

Conociendo Felipe II que de esta gravísima medida necesitaba dar conocimiento a la España y a Europa, que la sabrían con asombro, y de la cual se harían tantas versiones y juicios, escribió cartas a todas las ciudades, prelados, cabildos, consejos, gobernadores y corregidores, al pontífice, al emperador y emperatriz de Alemania, a la reina de Portugal, a varios otros soberanos de Europa, al duque de Alba, a todos en términos generales y parecidos. Las hemos visto casi todas, con el deseo, que en verdad no satisfacen, de ver si en algunas de ellas se revelaban las causas verdaderas de la ruidosa prisión. Las más significativas nos han parecido las siguientes, que por lo mismo vamos a dar a conocer a nuestros lectores. La dirigida a la reina de Portugal en 20 de enero de 1568 decía{23}:

«Aunque de muchos días antes del discurso de vida y modo de proceder del príncipe mi hijo y de muchos y grandes argumentos y testimonios que para esto concurren, sobre que ha días respondí a lo que V. A. me escribió lo que habrá visto; y entendido la necesidad precisa que había de poner en su persona remedio, el amor de padre y la consideración y justificación que para venir a semejante término debe preceder, me he detenido buscando y usando de todos los otros medios y remedios y caminos que para no llegar a este punto me han parecido necesarios. Las cosas del Príncipe han pasado tan adelante y venido a tal estado, que para cumplir con la obligación que tengo a Dios como Príncipe cristiano y a los reinos y estados que ha sido servido de poner a mi cargo, no he podido excusar de hacer mudanza de su persona, y recogerle y encerralle. El sentimiento y dolor con que esto habré hecho, V. A. lo podrá juzgar por el que yo sé que tendrá de tal cosa como madre y señora de todos, mas en fin yo he querido hacer en esta parte sacrificio a Dios de mi propia carne y sangre, y preferir su servicio y el bien y beneficio público a las otras consideraciones humanas: las causas, así antiguas como las que de nuevo han sobrevenido, que me han constreñido a tomar esta resolución son tales y de tal calidad, que ni yo las podría referir ni V. A. oír sin renovar el dolor y lástima, demás que a su tiempo las entenderá V. A. Solo me ha parescido agora advertir que el fundamento de esta mi determinación no depende de culpa, ni inobediencia ni desacato, ni es enderezada a castigo, que aunque para esto había suficiente materia, pudiera tener su tiempo y su término; ni tampoco lo he tomado por medio teniendo esperanza que por este camino se reformarán sus excesos y desórdenes. Tiene este negocio otro principio y raíz, cuyo remedio no consiste en tiempo ni en medios, y que es de mayor importancia y consideración para satisfacer yo a la dicha obligación que tengo a Dios y a los dichos mis reinos; y porque del progreso que este negocio tuviere y de lo que en él hubiere de que dar a V. A. parte y razón, se le dará continuamente; en esta no tengo más que decir de suplicar a V. A. como a madre y señora de todos, y a quien tanta parte cabe de todo, nos encomiende a Dios, el cual guarde a V. A. como yo deseo. De Madrid, a 20 de enero, 1568.– Besa las manos de V. A. su hijo.– El Rey{24}

La que escribió al papa con la propia fecha decía así:

«Muy Santo Padre: por la obligación común que los Príncipes cristianos tienen, y la mía particular, por ser tan devoto y obediente hijo de Vtra. Sd. y de esa Santa Sede, de darle razón como a padre de todos, de mis hechos y acciones, especialmente en las cosas notables y señaladas, me ha parecido advertir a V. S. de la resolución que he tomado en el recoger y encerrar la persona del Serenísimo Príncipe don Carlos, mi primogénito hijo; y como quiera que para satisfacción de V. S., y para que de esto haga el buen juicio que yo deseo, bastaría ser yo padre, y a quien tanto va y tanto toca el honor, estimación y bien del dicho príncipe, juntándose con esto mi natural condición, que como V. S. y todo el mundo tiene conocido y entendido, es tan ajena de hacer agravio, ni proceder en negocios tan arduos sin gran consideración y fundamento; mas con esto asimismo es bien que V. S. entienda que en la institución у crianza del dicho Príncipe desde su niñez, y en el servicio, compañía y consejo, y en la dirección de su vida y costumbres se ha tenido el cuidado y atención que para crianza e institución de Príncipe y hijo primogénito y heredero de tantos reinos y estados se debía tener, y que habiéndose usado de todos los medios que para reformar y reprimir algunos excesos que procedían de su naturaleza y particular condición eran convenientes, y héchose de todo experiencia en tanto tiempo hasta la edad presente que tiene, y no haber todo ello bastado, y procediendo tan adelante y viniéndose a tal estado, que no parescia haber otro ningún remedio para cumplir con la obligación que al servicio de Dios y beneficio público de mis reinos y estados tenía, con el dolor y sentimiento que V. S. puede juzgar, siendo mi hijo primogénito y solo: me he determinado, no lo pudiendo en ninguna manera excusar, hacer de su persona esta mudanza, y tomar tal resolución sobre tal fundamento, y tan grandes y justas causas, que así acerca de V. S., a quien yo deseo y pretendo en todo satisfacer, como en cualquier otra parte del mundo tengo por cierto será tenida mi determinación por tan justa y necesaria, y tan enderezada a servicio de Dios y beneficio público, cuanto ella verdaderamente lo es; y porque del progreso que este negocio tuviere, y de lo que en él hubiere de que dar parte a V. S. se le dará cuando será necesario, en esta no tengo más que decir de suplicar muy humildemente a V. S. que, pues todo lo que a mí toca debe tener por tan propio como de su verdadero hijo, con su santo celo lo encomiende a Dios Nuestro Señor, para que él enderesce y ayude a que en todo hagamos y cumplamos con su santa voluntad: el cual guarde la muy santa persona de V. S., y sus días acreciente el bueno y próspero regimiento de su universal Iglesia. De Madrid, a 20 de enero, 1568.– De V. S. muy humilde y devoto hijo don Felipe, por la gracia de Dios Rey de España, de las Dos Sicilias, de Hierusalem, que sus muy santos pies y manos besa.– El Rey{25}

Al emperador le decía, después de un largo preámbulo: «De lo que está dicho entenderá V. A. clara y abiertamente el fundamento que se ha tenido y el fin a que se endereza la determinación que he tomado, y que ni depende de culpa contra mí cometida, ni de que la haya en el príncipe en lo de la fé… ni tampoco se tomó por medio para su reformación, pues siendo las causas tan naturales y tan confirmadas, desto no se tenía esperanza; segun lo cual, lo que se ha hecho no es temporal, ni para que en ello adelante haya de haber mudanza alguna.»

Y al duque de Alba: «Solo ha parecido advertiros, que porque fácilmente los dañados en lo de la religión, por dar autoridad a su opinión y esforzar su parte, quisiesen atribuir lo que se ha hecho en el príncipe a sospecha semejante, desto habéis de procurar desengañar a todos… y el mismo fin habéis de llevar con los que atribuyeran esta demostración a trato o rebelión, la cual ni especie alguna dello no ha intervenido, ni conviene por muchos respectos que tal estimación se tenga; y con esto no parece que de presente en esta materia hay más que advertiros…{26}»

Como el lector advertirá, en estas cartas cuidó el rey de dejar envueltas en cierto misterio las causas de la reclusión del príncipe, deduciéndose solo que eran muy graves los motivos que había tenido para proceder con aquella severidad con su hijo único, en medio del dolor y la amargura que como padre sentía en verse forzado a ello; y que la determinación no tuvo el carácter ni de temporal ni de correccional. Se entrevé, pues, bajo el velo de tan embozadas y misteriosas palabras, que en la prisión del príncipe iba ya virtualmente decretada su muerte. Las demás cartas no declaran más este trágico enigma{27}.

De aquí tantas dudas y tan varios y diversos juicios como se han hecho acerca de las verdaderas causas de la prisión y proceso del príncipe Carlos. Demostrado ya que no existieron las criminales relaciones que algunos escritores han querido suponer entre el príncipe y la esposa de su padre, es evidente que no motivó la medida ni el crimen de infidelidad por parte del uno, ni la pasión de los celos por parte del otro. Confírmanos en este juicio que entre los muchos personajes que intercedían con el rey don Felipe y le suplicaban que templara su rigor para con su hijo, que fueron el papa Pío V, los emperadores de Alemania, los reyes de Portugal, y muchos prelados españoles, se cuenta también a la reina doña Isabel y a la princesa doña Juana, que pidieron licencia para visitarle en su encierro y no les fue concedida. ¿Se hubiera atrevido la reina a pretender visitar personalmente al preso, si hubiera recaído la menor sospecha sobre su virtud y fidelidad, cuanto más si hubiera mediado lo que tan gratuita y ligeramente algunos le han atribuido?

Que el príncipe con su desarreglada conducta, con sus desórdenes y atentados, con sus excesos y desmanes, con su genio soberbio e incorregible se había hecho digno de castigo, es también para nosotros indudable. Mas si esto pudo atraerle, primero el desvío, después el enojo, y por último, la antipatía de su padre, no parece ser esta la causa inmediata de su reclusión. «Esta mi determinación, decía el rey, no depende de culpa, ni inobediencia, ni desacato, ni es enderezada a castigo, que aunque para esto había suficiente materia, pudiera tener su tiempo y su término.» Parece, pues, haber obrado Felipe menos como padre ofendido, que como rey agraviado.

¿Sería que quisiera ir a Alemania sin permiso de su soberano a realizar su casamiento con la princesa Ana su prima? Si este solo hubiera sido el objeto del príncipe, el rey que antes mostró deseo de alejarle de su lado y de la corte, parece que hubiera debido fomentar aquel designio, o bien dejarle el camino franco, en vez de contrariarle. El casamiento era digno, y aun ventajoso, el emperador le solicitaba, y no se ve razón para que Felipe pudiera repugnarle como enlace político, ni fundó nunca la suspensión sino en el estado físico e intelectual del príncipe. Si hubieran mediado intimidades entre el príncipe y la reina, en el interés de Felipe hubiera estado aprovechar la ocasión de enviarle lejos, y acelerar aquel matrimonio en vez de entorpecerle.

¿Sería que don Carlos atentara contra los días de su padre, o por odio personal o por ambición de recoger anticipadamente la herencia de sus reinos? Sin duda en el pueblo corrieron estos rumores: el ujier de la cámara del príncipe que refirió la anécdota de su confesión con los frailes de San Gerónimo y de Atocha le atribuyó también este perverso designio: aplicábase igualmente a Carlos aquel célebre verso de las Metamorfosis de Ovidio:

fiLIVs ante DIeM patrI os InqVIrIt in annos:

que dicen publicó Opmer, y en que sumando las cantidades que representan las letras mayúsculas, o sea los números romanos del verso, resultaba que Carlos atentaría a la vida de su padre el año 1568. Sin recurrir a enigmas de oráculos, y sin más que tener en cuenta las aviesas inclinaciones del príncipe y sus costumbres, y aun el estado no muy sano de su cerebro, nos bastaría para no asegurar que fuese incapaz de concebir tan criminal proyecto y de perpetrarle. Pero el rey en las cartas a algunos príncipes indica no haber fundado su resolución en que el hijo atentara contra el autor de sus días. Y el historiador Luis de Cabrera, que asegura «escribir lo que vio y entendió entonces y después por la entrada que desde niño tuvo en la cámara de estos príncipes,» salva a Carlos de semejante crimen{28}. Y este es para nosotros todavía uno de los puntos problemáticos de esta triste historia.

De todos modos o no fue éste, o por lo menos no fue ni el solo ni el más grave motivo de la determinación del rey. Por más que se esforzara por persuadir de que no había habido en su hijo delito ni de fe ni de trato o rebelión, todas sus expresiones revelan, a pesar suyo, que hubo una causa a la vez religiosa y política. Tiene este negocio, decía, otro principio y raíz, y que es de mayor importancia y consideración para satisfacer yo a la dicha obligación que tengo a Dios y a los dichos mis reinos.» ¿Cuál pudo ser esta? Acordémonos del afán del príncipe de marchar a Flandes sin la venia ni conocimiento del rey; y el proyecto posterior del viaje a Alemania era acaso inspirado menos por la impaciencia del casamiento que por la esperanza de poder pasar de allí a los Países Bajos. Tengamos presente que poco antes había el rey hecho prender al barón de Montigny, comisionado de Flandes, para sacrificarle después, como al marqués de Berghes, a sus iras contra los rebeldes flamencos. Que la princesa Margarita, gobernadora de Flandes, se quejaba muchas veces de que sus cartas confidenciales al rey solían volver de España a Flandes a manos de los mismos nobles contra quienes se habían escrito, cuyo juego se atribuía a los tratos del príncipe Carlos con los flamencos de la corte. Que un historiador copia una carta del príncipe hallada al conde de Egmont, preso en Bruselas, en que manifestaba sus simpatías a los flamencos perseguidos por su padre, le hablaba de planes que bullían en su cabeza en favor «de sus pueblos de Flandes,» y le exhortaba a no fiarse de las palabras del duque de Alba. Natural era que los nobles flamencos que habían venido a la corte de España explotaran en su favor los odios entre el soberano y su hijo, la enemiga de éste al duque de Alba que los estaba tiranizando, su genio bullicioso e inquieto, su conducta en materia de prácticas religiosas tan en afinidad con la libertad de conciencia que proclamaban los conjurados de Flandes, y tan en contraposición con la intolerancia del rey, y no extrañaríamos que le halagaran con hacerle anticipadamente señor de los estados flamencos; y que el príncipe, ligero y arrebatado, no dotado ni de grande espíritu religioso ni de gran capacidad intelectual, nada afecto a su padre y enemigo del duque de Alba, se declarara fautor de los herejes flamencos sin considerar los inconvenientes ni pesar los peligros. Este era el delito que Felipe II no podía perdonar. Recordemos que en el célebre auto de fe de Valladolid declaró que si supiera que su hijo estaba contaminado de herejía, él mismo llevaría la leña para la hoguera en que fuera quemado. Tal vez creyó Felipe II que hacía en esto el acto más sublime y más meritorio a los ojos de Dios; tal vez le ocurrió que iba a tener la gloria de repetir el ejemplo de Abrahán. «Yo he querido, decía, hacer en esta parte sacrificio a Dios de mi propia carne y sangre.» Conjeturamos pues que esta fue la causa principal de la prisión del príncipe Carlos, sin negar que contribuyeran al rigoroso proceder de su padre los otros desacatos y desórdenes.

Seguía don Carlos estrechamente recluido y cuidadosamente vigilado, y el mismo monarca se condenó a sí mismo en este tiempo a no moverse de Madrid y a no hacer sus acostumbradas expediciones a Aranjuez, al Escorial y al Pardo. Las actuaciones del proceso continuaban también, y por lo que resultaba de autos no podía menos el príncipe de ser condenado a muerte conforme a las leyes generales del reino. Púsose pues al rey en el caso, o de usar del rigor de la justicia o de emplear la clemencia, bien dispensando de la pena, como pudiera hacerlo con un reo común, cuanto más con un hijo, bien declarando que los primogénitos de los reyes debían ser juzgados por leyes más elevadas que las generales. Compréndese bien la terrible lucha que en el corazón de Felipe II sostendrían los severos deberes de juez con los tiernos afectos de padre. Felipe, queriendo acaso dar un sublime y raro ejemplo de entereza y de respeto a la ley, parece declaró que aunque el amor paternal le dictaba la indulgencia, y a pesar de la violencia y sacrificio que le costaba ver a su hijo sufrir el rigor de la pena a que le condenaban sus culpas, su conciencia no le permitía dejar de cumplir con los estrictos deberes de soberano. Mas ni hemos hallado, ni creemos que llegara a firmar la fatal sentencia, porque se esperaba que el miserable estado de salud en que habían puesto al infeliz preso su desesperación y sus desarreglos, no tardarían, como así aconteció, en ahorrar el fallo de la justicia y la ejecución del suplicio.

En efecto, si al principio Carlos sufrió con alguna resignación su desdichada suerte, no tardó la desesperación en conducirle a extravagancias y desórdenes, a que ya propendía su genio caprichoso y violento, y que la indignación y la rabia aumentaron en quien ya no tenía la parte mental sobradamente sana y firme. Dio en beber con exceso agua helada, con la cual hasta regaba su lecho, como para mitigar el ardor de la sangre que le devoraba y consumía. Pasaba noches enteras paseando desnudo y descalzo por su estancia. Empeñose en no comer en muchos días, y en no tomar otro alimento que agua de nieve; y cuando su padre en una visita que le hizo le exhortó a que se alimentase dio en el extremo contrario, comiendo con tal exceso y destemplanza que era imposible lo resistiese el estómago más robusto, cuanto más el suyo, débil, estragado y falto ya del natural calor. Contrajo pues una fiebre periódica y maligna, de cuya responsabilidad no acertamos como poder librar al rey y a los inmediatamente encargados de su asistencia, bien que estos no se separarían de las estrechísimas ordenanzas que por escrito y bajo juramento de observarlas habían recibido del soberano{29}.

Habiendo hecho entender el médico Olivares al príncipe que su mal no tenía remedio humano, y que la muerte no podía hacerse esperar ya mucho, exhortado Carlos por sus guardadores a que se reconciliase con Dios y se preparase a morir como buen cristiano, se decidió a recibir los Santos Sacramentos de mano de su confesor Fr. Diego de Chaves (21 de julio), y a pedir perdón al rey{30}. Consultados por Felipe algunos de sus consejeros sobre si debería bendecirle antes de morir, y como estos le respondiesen que su presencia en aquellos momentos podría alterar al príncipe y afectar a los dos sin aprovechar a ninguno, determinó, estando aquel ya moribundo (la noche del 23 al 24 de julio), darle su bendición paternal sin ser visto de él, lo cual hizo extendiendo el brazo por entre los hombros del príncipe de Éboli y del prior de San Juan, retirándose luego lloroso. Últimamente a las cuatro de la mañana del 24 de julio, víspera de Santiago Apóstol, patrón de España, acabó su desdichada vida el príncipe don Carlos. El 27 escribía el rey don Felipe al marqués de Villafranca. «Marqués de Villafranca, pariente: Sábado que se contaron 24 deste mes de julio antes del día, fue nuestro Señor servido de llevar para sí al serenísimo príncipe don Carlos, mi muy caro y muy amado hijo; habiendo recibido tres días antes los Santos Sacramentos con gran devoción. Su fin fue tan cristiano y de tan católico príncipe, que me ha sido de mucho consuelo para el dolor y sentimiento que de su muerte tengo, pues se debe con razón esperar en Dios y en su misericordia le ha llevado para gozar de él perpetuamente, de que he querido advertiros, como es justo, para que por vuestra parte se haga en esto la demostración de sentimiento que se acostumbra, y de vos como de tan fiel vasallo y servidor se espera. De Madrid, &c.– Yo el Rey.{31}» Y en parecidos términos escribió también el 29 a don García de Toledo, y a muchos otros personajes y corporaciones. Enterróse al difunto príncipe con toda pompa en el convento de monjas de Santo Domingo el Real de Madrid, donde estuvo hasta que fue trasladado al panteón del Escorial con los restos mortales de sus ilustres progenitores.

Tal es el relato de las causas y antecedentes de la ruidosa prisión, del proceso y muerte del príncipe Carlos, primogénito de Felipe II, que hemos creído más conforme a la verdad, con arreglo a documentos auténticos y a los testimonios y datos que nos han parecido más fundados y verosímiles. Por consecuencia, dicho se está que mientras no se descubran otros documentos que nos pudieran hacer reformar nuestro juicio, rechazamos, de la misma manera que las anécdotas amorosas con la reina, las circunstancias trágico-dramáticas con que revistieron y exornaron su muerte escritores extranjeros, como los franceses De Thou y Pierre Matheu y los italianos Pedro Justiniani y Gregorio Leti. Este último pareció dudar de todo lo que había leído en los anteriores, y acabó por admitirlo todo. Comienzan por asentar que el proceso de don Carlos fue fallado por el tribunal de la Inquisición, condenado por él a muerte el príncipe, cuando su causa no se sometió al Santo Oficio. Acaso la circunstancia de ser inquisidor general el cardenal Espinosa, presidente del consejo de Castilla, los indujo a este error, sobre el cual fraguaron a su placer multitud de escenas entre los inquisidores y el padre del acusado. Que le fueron presentados a éste varios géneros de muerte pintados en un lienzo para que de entre ellos eligiera el que menos le repugnara, el que le pareciera preferible; y como el príncipe no quisiera elegir, los unos le hacen morir de veneno, los otros abiertas las venas con los pies en el agua, y algunos ahogado con un cordón de seda por cuatro esclavos que dicen entraron una mañana en su aposento, de los cuales los tres le sujetaban los pies y las manos mientras el otro le apretaba la cuerda fatal. De manera que si el príncipe no eligió el género de muerte que habían de darle, por lo menos la eligieron a su gusto ellos, los escritores{32}.

La muerte del príncipe Carlos no fue un mal para España, pues atendido su carácter, ningún bien podía esperar la nación, y sí muchas calamidades, si hubiera llegado, por lo menos antes de corregirse mucho, a suceder a su padre en el trono. Es cierto también para nosotros que Felipe tuvo sobrados motivos legales, morales y políticos para determinar su reclusión y arresto, y aun para hacerle procesar, acaso más todavía para hacerle declarar inhábil para la gobernación de un reino. Tal vez si Felipe II se hubiera limitado a esto, que en nuestro entender era lo que procedía, habría puesto el remedio conveniente sin atraerse la nota de cruel con que le calificaron propios y extraños. Al cabo era príncipe, y el noble pueblo español siempre ha mostrado interés por sus príncipes desgraciados. Al cabo era hijo, y España nunca ha llevado a bien que sus monarcas renuncien a las leyes sagradas de la humanidad. Cuando el jefe de la iglesia, el emperador de Alemania, otros príncipes extranjeros, la reina y la princesa doña Juana, las corporaciones españolas más respetables, intercedían con el rey y le pedían indulgencia para con su hijo, convencidas estarían de que no había necesidad de llevar el rigor a tal extremo. Felipe se mostró inexorable; y el misterio mismo en que estudiadamente envolvió los motivos de su severo porte, y los suplicios que con autorización suya estaba ejecutando al propio tiempo el duque de Alba, y el modo insidioso con que él mismo hizo poco después quitar la vida al barón de Montigny, y otros actos de semejante índole, todo cooperó a que se le motejara, no solo fuera, sino dentro de España, de deshumanado y cruel.

Y no decimos esto de nuestra propia cuenta solamente. Indicáronlo ya los mismos historiadores coetáneos que le fueron más adictos. «Unos le llamaban prudente, dice Luis de Cabrera, otros severo, porque su risa y cuchillo eran confines. El príncipe, muchacho desfavorecido, había pensado y hablado con resentimiento, obrado no: y sin tanta violencia pudiera reducir (como sabía a los extraños) a su hijo inadvertido.» ¿Qué más pudiera escribir, y qué más podía dar a entender quien había sido criado de Felipe II y lo era de su hijo Felipe III?

Réstanos decir algo de la muerte de la reina Isabel, que acaeció pocos meses después de la del príncipe Carlos (3 de octubre, 1568), cuya circunstancia dio ocasión a los forjadores de la novela a seguir mancillando hasta en la tumba la limpia fama de aquella señora, suponiendo que el dolor de la muerte de su entenado la había llevado al sepulcro; y los enemigos del rey no tuvieron reparo en imputarle más o menos desembozadamente el crimen horrible de envenenamiento. Felizmente una y otra calumnia desaparecen a la luz de los documentos auténticos que describen la enfermedad y la muerte de esta reina, que con razón alaba un historiador de «agradable, católica, modesta, piadosa y caritativa.» Ya en 1561 había estado tan gravemente enferma, que dos veces se temió que sucumbiera a la intensidad del mal{33}. En 1567 quedó tan debilitada del alumbramiento de su segunda hija, que tardó mucho en convalecer; y habiéndose hecho nuevamente embarazada, padecía cada mes tales desmayos y ahogos, que desde luego inspiraron a los médicos desconfianza de poderla salvar. Empeoró visiblemente en setiembre, y el 3 de octubre, tras el trabajoso aborto de una niña de cuatro meses y medio, que sin embargo recibió el agua del bautismo, siguió al cielo a la que prematuramente acababa de enviar a la tierra. Ejemplarmente cristiana y edificante fue la muerte de la reina Isabel, a la temprana edad de veinte y dos años, muy sentida y llorada de todos, y especialmente del rey, que lleno de pena se retiró por unos días al monasterio de San Gerónimo{34}.

Hemos expuesto sumariamente lo que hasta hoy han producido nuestras investigaciones acerca del ruidoso y tan debatido punto histórico comprendido en este capítulo. Fácil y cómodo nos hubiera sido deleitar a nuestros lectores con las escenas siempre más agradables y entretenidas de la exornación dramática, si nuestra misión no nos impusiera el deber, muchas veces enojoso, de posponer al atractivo de la fábula y al ornato seductor de la poesía el sencillo arreo, y a veces la árida desnudez de la verdad histórica. Dispuestos estamos, como siempre, a modificar nuestro juicio, si nuevos descubrimientos viniesen a hacer variar la faz de los hechos por nosotros relatados{35}.




{1} En describir así su carácter e inclinaciones convienen los más antiguos y más acreditados historiadores españoles, y los extranjeros mejor informados y de más autoridad. Véanse, Cabrera, Historia de Felipe II, lib. V; Salazar de Mendoza, Dignidades de Castilla, lib. IV; Lorenzo Vander Hammen y León, Historia de don Juan de América; Llorente, Historia de la Inquisición, tom. VI (Edición de Barcelona) cap. 34; Estrada, Guerras de Flandes, Dec. I, lib. VII.

De esto al joven virtuoso, al completo y cumplido caballero, al príncipe perfecto de cuerpo y alma como le representan los novelistas y poetas extranjeros, tales como el Abad de San Real, Mercier, Langle, Schiller en su tragedia don Carlos, y otros, el lector comprenderá la enorme diferencia, y de esto solo podrá deducir cuánto se ha intentado desfigurar la verdad de la historia. Dice muy bien el ilustrado San Miguel en su moderna Historia de Felipe II que a ser ciertas las virtudes que el célebre autor trágico alemán supone en su héroe no había lágrimas bastantes con que llorar la muerte de un príncipe tan benemérito y tan desventurado. Pero Schiller hizo un protagonista a su gusto. Por eso no nos cansaríamos de recomendar a los autores de dramas y novelas históricas que por lo menos cuidaran de no adulterar los caracteres de los personajes.

{2} Este Honorato Juan se hizo eclesiástico a los 50 años de edad, y fue después obispo de Osma. Su nombramiento de maestro del príncipe fue hecho en 3 de julio de 1554, hallándose Felipe en la Coruña para marchar a Inglaterra. Con la misma fecha se nombró para servir al príncipe, que iba estudiar latín, a Fr. Juan de Matienzo. Tenía entonces don Carlos nueve años.

{3} Archivo de Simancas, Estado, leg. núm. 129.– Estas últimas palabras acaso aludían, entre otros, al limosnero Francisco Osorio, que en sus cartas al rey solía lisonjearle diciéndole que el príncipe progresaba en estudio y en virtud cuanto se podía desear. Como éste, no dejaría de haber otros cortesanos.

{4} De Valladolid a 30 de octubre de 1558.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 129.

{5} Recuérdese lo que sobre esto dijimos en el cap. I. de este mismo libro.

{6} La princesa Isabel había nacido en 2 de abril de 1546.

{7} Cuaderno de los capítulos de las Cortes de Toledo de 1560.– Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. V, cap. 7.

{8} En la carta al de Gibraltar le decía: «Ya habéis entendido la poca salud que tiene el príncipe mi hijo, y cuanto tiempo ha que le dura la cuartana, lo cual le tiene tan flaco y fatigado que ha parescido a los médicos que mudase de aire, y sería muy conveniente ir a alguna cibdad de la costa de la mar, en que con la templanza del aire podría ser que se le alivie y quite del todo, y porque yo tengo el deseo que debo como padre de verle sano y libre del trabajo que le da esta enfermedad, y querría mucho acertar a enviarle a la parte donde no solo ayudase para ello la templanza del cielo, pero también la comodidad del lugar.»– Archivo de Simancas, Estado, leg. 140.

{9} La princesa Ana había nacido en Cigales, pueblo de Castilla la Vieja, en 1.° de noviembre de 1549.

{10} En marzo de 1562 escribía desde Madrid el secretario del rey a su embajador cerca del rey de Bohemia: «Habiendo entendido lo que Martín de Guzmán, embajador de S. M. Cesárea le ha hablado e instado de nuevo sobre el casamiento del príncipe de España N. S. con la princesa Ana, hija de los Serenísimos reyes de Bohemia, diciendo que ya cesaría el impedimento de la quartana que el príncipe había tenido, y que le sería al emperador de singular contentamiento tener resoluta respuesta, le ha mandado responder, que Dios sabía si había cosa en esta vida que él más desease, ni de que mas contentamiento pudiese recibir que de ver a su hijo con tal compañía, así por ser hija de tales padres a quien él ama tanto, como por la observancia y amor de hijo que tiene al emperador: mas que la indisposición del príncipe se estaba en los mismos términos que por lo pasado, y la flaqueza tan grande que la enfermedad le tenía tan oprimido que no le dejaba medrar en la disposición, ni mostrar los otros efectos que se requerían a su edad, como el mismo Martín de Guzmán lo había visto y sabía, &c.»– Archivo de Simancas, Estado, leg. 651.– ¡Excelentes disposiciones para las aventuras amorosas que en este tiempo suponen los forjadores de la novela!

{11} Se equivoca Llorente cuando dice que el príncipe fue a Alcalá estando aun la reina convaleciente de las viruelas. Carlos fue a Alcalá en principios de 1562, y la reina, libre ya de las viruelas, había asistido a las últimas fiestas de la jura en 1560.

{12} Decímoslo así, porque tenemos a la vista la relación circunstanciada y minuciosa de su enfermedad desde el 19 de abril hasta el 27 de mayo (Llorente y otros autores equivocaron también la fecha de la caída del príncipe), dada por el médico principal y remitida al conde de Luna, embajador del rey cerca del emperador Fernando, así como de los remedios y medicamentos que cada día se le aplicaban; de ella consta el grave peligro en que se vio el príncipe, pero no que llegara el caso de desahuciarle, si bien no es de extrañar que aunque así fuese, no lo confesara el director de su curación. Sentimos no poder insertar por su mucha extensión este curioso documento, que empieza: «Domingo a los 19 de abril a las 12 de medio día el Príncipe N. S. bajando por una escalera angosta cayó, y dio en una puerta que estaba cerrada…» Y concluye: «En lo que toca a los párpados de los ojos ha ido tan bien después que se abrieron (se los habían sajado), que el derecho está ya bueno, y el izquierdo, que es el que siempre estuvo peor, está muy cerca de estar sano.»– Archivo de Simancas, Estado, leg. 651.

{13} En el parte del médico tampoco se hace mención de este hecho, pero se habla de él expresamente en el testamento del príncipe, de que daremos luego cuenta.

{14} Todos son datos para poder juzgar si era verosímil en tal estado captarse el apasionado amor de una señora discreta y virtuosa.

{15} Archivo de Simancas, Testamentos y codicilos reales, legajo núm. 2.– El testamento tiene diez hojas de vitela, tamaño de pliego, la primera en blanco, y las nueve restantes útiles. Todas las páginas llevan abajo la firma del príncipe, que escribía muy mal, y las letras son, valiéndonos de una comparación vulgar, como garbanzos. Después de firmado añadió hasta otras siete disposiciones, entre las cuales fue la primera agregar al número de los testamentarios al obispo de Badajoz don Diego Covarrubias y Leiva.

Hay también de notable en dicho testamento que al recomendar que se procurara la canonización del beato Fr. Diego de Alcalá, a cuyo contacto había debido su mejoría en 1562, dice estas palabras: «Porque estando en la dicha enfermedad desahuciado de los médicos y dejado del Rey mi padre, fue traído el cuerpo de dicho padre llamado Santo Fr. Diego, &c.» La frase «y dejado del Rey mi padre» no sabemos qué puede significar, cuando afirman todos los historiadores que el rey don Felipe marchó a Alcalá tan pronto como supo el peligro en que se hallaba la vida de su hijo

Se equivocan los que dicen que el príncipe hizo su testamento en la prisión poco antes de morir.

{16} Vander Hammen en su Felipe el Prudente, y Cabrera en la Historia de Felipe II, los cuales refieren otros rasgos de irascibilidad, todavía más escandalosos que estos.

{17} Cabrera, lib. VI, cap. 28.

{18} Varias de sus cartas publicó el flamenco Kirker en su Principis christiani Archetypon politicum.

{19} Cabrera, lib. VII, cap. 13.

{20} Todo esto lo refieren en casi iguales términos los dos más antiguos historiadores españoles de las cosas de este reinado, Luis de Cabrera en la Historia de Felipe II, lib. VII, cap. 22, y Lorenzo Vander Hammen en la de don Juan de Austria, lib. I. Vander Hammen inserta copia de una carta del príncipe a Álvarez Osorio cuando le despachó a buscar dinero a Andalucía, refrendada por Martín de Gaztelu, y otra de la circular que le envió para doce personajes a quienes había de pedir prestado; ambas son de 1.° de diciembre de 1567.

{21} Relación de un ujier de la cámara del príncipe, en la cual dice que aquella noche estaba él de guardia, y cenó en palacio. Llorente la insertó en el art. 3.° del capítulo de su Historia antes citada.

Según la relación de este ujier, el príncipe la noche antes había ido a San Gerónimo a confesarse para ganar el jubileo, como era piadosa costumbre de la familia real: que habiendo dicho en la confesión que tenía intención de matar un hombre, el confesor no le quiso absolver; que fue a otro y le sucedió lo mismo; que envió a buscar algunos frailes de Atocha y al agustiniano Alvarado, y aun a otros, y con todos disputó por la absolución, no obstante que insistía en que había de matar a un hombre. Viendo que ninguno le absolvía, se limitó a pedir que al menos para disimular fingieran darle la comunión con una hostia no consagrada. Alborotáronse todos y se escandalizaron al oír esto; pero el prior de Atocha llamó aparte al príncipe, y mañosamente y so pretexto de que convenía dijera de qué calidad era aquel hombre para ver si había medio de poderle dispensar, consiguió que declarara que el hombre a quien quería matar era el rey su padre. El prior procuró entretenerle con algunos pretextos, y sin dar la absolución al príncipe, lo puso todo en conocimiento del rey. Esta especie no la hemos visto en ninguna otra parte.

{22} Tenemos a la vista dos relaciones de la prisión, una la ya citada del ujier de cámara, y otra de un italiano familiar de Ruy Gómez, copiada por nosotros del Archivo de Simancas, Estado, leg. 2018, fol. 195 vto. Ambas se hallan bastantes contestes en las circunstancias del suceso, si bien la manuscrita añade que el príncipe en su desesperación intentó arrojarse al fuego como un loco, y que fue detenido por el prior de San Juan, lo cual motivó sin duda que el rey mandara sacar la lumbre de su aposento.

He aquí la relación del familiar italiano, que creemos deber dar a conocer por lo interesante y por ser inédita, sin variar su ortografía.

«Domenica que fu allí XVIII poco inanzi a mezza notte haccendo S. M. per quanto si crede fatto comandar allí doi Camarieri del Príncipe Conte di Lerma et Don Rodrigo de Mendoza che tenessero aperta la porta delle stanze di S. A. finche l'avisasse scese dalle sue stanze a quelle del Príncipe senza lume, senza spada, et senza guardia accompagnato pero da quatro del Consejo di Stato, ció e duca di Feria, Ruy Gómez, il prior Don Antonio di Toledo, Luis Quijada, non piu, et doi aiutanti di cámara quali portauano martelli, et chiodi per inchiodar le fenestre, et aperta la porta del retreto con la chiave ordinaria di Ruy Gómez trouate l'altre porte aperte, entrorno senza essere sentiti dal Principe nella propia stanza doue staua colcato ragionando con gli detti, camareri, et con le spalle volte alla porta non prima s'aviude che fusse il Re che gia S. M. l'hauea preso la spada et consignatala ad uno degli aiutanti, similmente tollogli un archibugietto che teneua a capo del letto. Il Principe turbato di vedersi a quella hora il Re intorno, si rizzo in piedi sull letto dicendo: qué quiere V. M. ¿qué hora es esta? ¿quiéreme V. M. matar o prender? Ni lo uno ni lo otro, príncipe, replicó il Re col maggior riposo del mondo, et comando che le fenestre sinchio dassero; quando il principe uidde questo lanciatosi dal letto corse al fuogo, dicono per getaruisi dentro, ma fu ritenuto dal prior Don Antonio. Poi corse al candeliero per farsi male, similmente fu ritenuto, onde uoltatosi al padre segli gitto ingenocchion supplicándole che lo mattase, si no que se mataria él mismo, replicó il Re con la sua ordinaria flemma: sosegáos príncipe, entrad en la cama, porque lo que se hace es por vuestro bien y remedio; et in tanto, fatte pigliar tutte le scritture, si volto agli sudetti quattro et raccordandogli con breue parole l'obligo che come caualieri et per il giuramento che teneuano d'ubedir fidelmente al su Re gli conseguo il príncipe per presso et che tenessero buona custodia esseguendo in cio l'ordine datogli, et che di mano in mano se iria dandogli, et principalmente l'incargo al Duca di Feria come a capitano della sua guardia, et sene torno alle sue stanze quietamente como se il fatto non fusse stato il suo. In di seguente S. M. fe chiamar tutti le consegli et a ciascheduno separatamente con poche parole disse: che urgentissime cause l'haueano forzato a far l'essecutione che haueano inteso contra suo figliolo, et per quiete di suoi Regni, le quali a suo tempo le iria declarando, dicono che nell esprimere queste parole s'inteneri tanto che le lagrime l'uscirno, pero non interrumpe el filo del parlare soggiunpendo a segnorii che ne dessero auuiso alle prouintie. Agli Ambasadori et al Nuntio ha fatto darne conto chi dal presidente chi da Ruy Gómez. Mi scordauo di dire che gli leuorno il fuogo et gli lumi per quella prima notte gli sudetti quattro con gli doi camareri l'han guardato sin ahieri l'altra sera che furono li XXV: poi S. M. si ha dato la total custodia et deputatogli sei cauallieri che doi d'essi lo guardino, et seruino. Lo rinchiudono in una stanza última delle molte che teneua che si chiama la stanza della torre, perche e d'una torre del palazzo; conchudere tutte le fenestre, solamente lasciano fenestrini alti per la luce senza camino ne altro ristoro da passeggiare. Nelle sue stanze principali il Re ha comandato a Ruy Gómez che iui si passi per che lo possa piu sicura et commodamente guardare: l'hanno disfatta la casa cassando tutti gli servitori, et dicono che quando Ruy Gómez ando a significarg ielo d'ordine de S. M. non replicó altro salvo: y Don Rodrigo de Mendoza, mi amigo, ¿también me lo quita S. M? Sí señor, rispose Ruy Gómez; all'hora fattoselo chiamar et gittatogli le braccia al collo, gli disse: Don Rodrigo, pésame de no haberos podido mostrar por obra la voluntad que os tenía y tendré; plega a Dios que me halle en disposición para mostrárosla como lo haré; et con lagrime infinite stringendolo non potevno distaccarglielo quel pouero caualliero spasimava; dicono questi che un gentilissimo giouane fillo del Duca dell'Infantazgo che non erano piu di quattro mesi che S. M. glielo hauea dato per uno della camara, ualoroso, garbato, et di molto intelletto.

«Due cose notabili ho ponderato in questo accidente, l'una l'hauer uisto con quanto poco rumor anzi nessuno si sia fatta una essecutione tauto grande, che gli prometto che non s'e uista una minima alteratione non solo nelle ministri et nel palazzo ma nel propio Re, che non ha traslaciato mai un puntino del suo ordinario, cosi nel negotiare come nel magnare di parlar con quelle grandi che per ordinario si trouauo al suo magnare come se non fusse seguito nulla.

«L'altro, che essendo pur questo pouero principe giouane et senza vitii, amator della giustitia a suo modo, pero et in oppenione di liberale che non ne sa male a persona, et questo per la poca oppenion del suo intelletto et anco per il saggio che daua della sua iregolata terribilità, et per contro il Re e tanto amato per la sua mansuetudine et infinita bontà et prudenza sua che non e chi se ne curi se non per la compassione che si ha all istesso Re di uederlo in questo stato che gli sia conuenuto di por mano nel propio et unico figliuolo.»

{23} Cabrera, que conoció ésta carta, la creyó equivocadamente dirigida a la emperatriz.

{24} Archivo de Simancas, Estado, leg. 2018.

{25} Archivo de Simancas, Estado, leg. 2018.

{26} Archivo de Simancas, Estado, leg. 150.

{27} Tenemos otras muchas, escritas al papa, al emperador, a la emperatriz, al embajador en Roma don Juan de Zúñiga, al de Alba, a Mos de Chantone y Luis Venegas, y a varios otros personajes, con las contestaciones de estos. Las que menos dicen son las que dirigió a las ciudades, prelados, grandes y tribunales. De estas se podría formar una colección. Muy pocas son las que se han impreso, ya en la Colección de documentos, ya en Cabrera, Colmenares y algunas otras historias.

{28} Cabrera, lib. VII. c. 22.– De la misma opinión es Estrada, Guerra de Flandes, dec. I, lib. VII, y ambos contradicen en este punto al presidente De Thou.

{29} En la desarreglada y loca conducta del príncipe en la prisión y sus funestos efectos, convienen los historiadores más dignos de fe, Cabrera, lib. VIII, c. 5.– Estrada, Década 1, lib. VIII.– Salazar de Mendoza, Dignidades de Castilla, lib. IV. c. 4.

Llorente hace recaer sobre el rey y sobre el protomédico Olivares, encargado de la curación del príncipe, sospechas de haberle abreviado los días propinándole una purga inoportuna y nociva.

Fundase para ello en estas expresiones de Vander Hammen y Cabrera: «Purgole sin buen efecto, dice el uno, mas no sin orden ni licencia, y pareció luego mortal el mal.»– «Purgado sin buen efecto, dice el otro, porque pareció mortal la dolencia…» De esta frase que parece haber tomado el uno del otro, no creemos pueda sacarse con bastante fundamento la grave consecuencia que deduce Llorente.

{30} Sobre esto escribía el rey a su embajador en Roma don Juan de Zúñiga, haciéndole advertencias para el caso en que el papa extrañase que habiéndole pintado al príncipe como falto de juicio, se le hubiesen administrado los sacramentos, y le decía: «Si le pareciere (a S. S.) que esto presuponía, así en el entendimiento como en la voluntad, la disposición necesaria para llegarse a tan alto sacramento, es bien que entendáis, para satisfacer a esto, si pareciera convenir… que esta es materia en que hay diferencia de tiempos, de más o menos impedimentos, y distinción de grados, pues es así, que puede bien estar uno en este estado de poder recibir los sacramentos, aun que no hubiese en él el subjeto y disposición para regimiento y gobierno, y cosas desta calidad, que es necesario.» Archivo de Simancas, Estado, leg. 906.

También es cierto que costó trabajo reducir al príncipe a que los recibiese.

{31} Original del Archivo del marqués de Villafranca.

Con esto quedan desvanecidas todas las dudas que ocurrieron a Gregorio Leti sobre el día de la muerte del príncipe, y sin objeto ni fuerza todos los comentarios que aquella duda le sugirió.– Leti, Vita de Filipo II, Parte prima, lib. XX.– Mariana, en su Sumario, erró también en la fecha, poniendo su muerte en 20 de julio.

El testamento que Cabrera y Llorente dicen haber otorgado los días próximos a su muerte, ya hemos demostrado que estaba hecho desde 1564. Lo más que acaso pudo suceder, fue que le ratificara ante el secretario Martín de Gaztelu.

{32} Preguntado el Thuano, dice Salazar de Mendoza, por dónde habían llegado a su noticia estas patrañas, dijo habérselas referido un Luis de Fox, natural de París, maestro de obras del Escorial. Y Salazar demuestra que en el Escorial no hubo sino un albañil francés llamado Luis, que acaso fue el que se dijo arquitecto. Si es así, no deja de ser sólido fundamento de las aseveraciones del Thuano.

{33} Carta del secretario Gonzalo Pérez a Juan Vázquez de Molina, a 26 de agosto de 1564.– Archivo de Simancas, Estado, legajo 144.

{34} Relación de la muerte de la reina Isabel de Valois, hecha por un testigo de vista.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 2018, fol. 199.– Conviene esta relación con la que hace Cabrera, lib. VIII, cap. VIII, y sobre todo con la que en 1569 publicó Juan López del Hoyo, del cual hay también una de la enfermedad, muerte y funerales del príncipe Carlos, escrita de orden del ayuntamiento de Madrid.

Hemos visto también el testamento original de la reina Isabel de la Paz, otorgado en 20 de julio de 1566 en el bosque de Segovia, escrito todo de su mano, y abierto en Madrid el 7 de octubre.– Archivo de Simancas, Testamentos y codicilos reales, leg. n. 5.– Allí se hallan los autos del depósito de su cadáver en el convento de las Descalzas, el 4 de octubre.

Quedaban a Felipe II dos hijas de esta reina; Isabel Clara Eugenia, nacida en 12 de agosto de 1566, y Catalina, en 10 de octubre de 1567.

Hasta en lo del aborto de la reina padeció equivocación Leti, pues habiendo sido niña lo que vino al mundo antes de tiempo, él afirma haber sido varón «un figliol maschio

{35} Sobre el proceso del príncipe don Carlos, y sobre el del príncipe de Viana que se pidió a Barcelona, dice Cabrera:

«Ambos procesos están en el archivo de Simancas, donde en el año 1592, los metió don Cristóbal de Mora, de su cámara, en un cofrecillo verde en que se conservan.»- Esta noticia la repite Llorente en su Historia de la Inquisición, añadiendo que allí debe permanecer (el cofrecito), «si no se ha traído a París (como se divulgó en España), por orden del emperador Napoleón.»

Sobre una y otra especie diremos lo que hasta ahora hemos podido averiguar.– Mr. Gachard, jefe de los archivos de Bélgica, en una Memoria que escribió hace pocos años para dar cuenta al gobierno de su país del desempeño de su comisión y resultado de su viaje literario a España dice (pág. 264): «En cuanto al depósito de la causa (la del príncipe Carlos) en los archivos de Simancas, he aquí un hecho cuya autenticidad puedo garantir. Cuando en la guerra de la independencia el general Kellerman ocupó a Valladolid, los sabios de allí se apresuraron a provocarle a que abriese el cofre que según la tradición general recibida, que todavía se conserva en España, debía contener el proceso. El general Kellerman envió a Simancas para esta operación al canónigo Mogrovejo, que después fue empleado en los archivos del imperio. El cofre misterioso fue abierto, y en vez del proceso de don Carlos se encontró el de don Rodrigo Calderón. Esto prueba que no debe creerse ciegamente en las tradiciones.»

Nosotros, que creemos conocer los papeles relativos al príncipe Carlos que existen en Simancas, no hemos podido hallar este documento: bien que no es extraño que nuestras diligencias hayan sido infructuosas, cuando lo han sido también las de nuestro amigo el entendido y diligente archivero don Manuel García González, el cual solo ha podido rastrear que tal vez existiese en algún tiempo, si acaso le envió el secretario de Felipe II Gabriel de Zayas entre los papeles de don Carlos que el archivero Diego de Ayala le pedía.

Habiéndonos informado después una persona muy ilustrada de que por orden de Fernando VII había sido enviado o traído de Simancas el proceso del príncipe por el archivero don Tomás González, y que a la muerte de aquel monarca se conservaba entre otros papeles importantes y reservados en un arca o armario que existía en su real cámara, hemos procurado indagar también lo que sobre esto pudo haber de cierto. El resultado de nuestras averiguaciones es, constarnos de una manera positiva que el archivero don Tomás González no envió tal proceso a Fernando VII. Nos consta igualmente por más de una persona autorizada, que no se hallaba entre los papeles que quedaron a la muerte del rey en su aposento, los cuales eran de otra época, y se conservan hoy en el archivo particular de S. M. la Reina.

Como por otra parte se nos hubiese dicho que el misterioso proceso se hallaría quizá en la Biblioteca del Escorial, donde afirmaban algunos haberse enviado el año 1806, le hemos buscado allí, también inútilmente, y el actual bibliotecario tampoco ha sido más afortunado que nosotros.

En vista de todo esto hemos llegado a presumir si el famoso proceso (si es que proceso formal hubo), seria de los papeles que Felipe II mandó se quemasen, en un codicilo hecho en San Lorenzo a 24 de agosto de 1597, ante el secretario Hierónimo Gassol, al tenor de la cláusula siguiente, que es la 14.ª

«Y porque es justo poner cobro en muchos papeles que yo quería poder reconocer si mis indisposiciones y ocupaciones dieren lugar, mando y es mi voluntad que si no lo hubiere hecho en vida, fallecido que yo haya, se entreguen a don Cristóbal de Mora, conde de Castel-Rodrigo, todas las llaves que yo tengo, así maestras y dobles como de escritorios, las primeras para que las de al príncipe mi hijo (al príncipe don Felipe), a su tiempo y haga dellas lo que mandare, y las de los escritorios para que el mismo don Cristóbal y don Juan de Idiaquez se junten con fray Diego de Yepes mi confesor, con la mayor brevedad que fuere posible, y que hallándose presente Juan Ruiz de Velasco, que les podrá advertir donde estarán algunos papeles, abran y vean los tres todos los escritorios que yo tengo y se hallaren, así en el lugar donde fuere mi fallecimiento como en la villa de Madrid, si fuera della sucediere, y quiero que todos los papeles abiertos o cerrados que se hallaren de fray Diego de Chaves, difunto, que fue mi confesor, como se sabe, escritos dél para mí, o míos para él, se quemen allí luego en su presencia, habiendo reconocido primero sin leerlos si entre ellos habrá algún breve, u otro papel de importancia que convenga guardar, el cual se apartará en tal caso, y otros papeles de otras cualesquier personas que trataren de cosas y negocios pasados que no sean ya menester, especialmente de defunctos, y cartas cerradas se quemarán también allí en presencia de los mismos, &c.»-Archivo de Simancas, Testamentos Reales, legajo número 5.

Celebraríamos que alguno, con más fortuna que nosotros, topase al fin con un documento que acabaría de disipar las dudas que aun pudieran quedar acerca de los verdaderos motivos que tuviera el rey don Felipe para formar tan ruidosa causa a su hijo. Entretanto insistiremos en la opinión que dejamos manifestada en el texto. Mr. Gachard espera todavía adquirir una carta reservada que dirigió Felipe II al pontífice, pues a principios del presente año escribía el archivero belga: «On me fait esperer la fameuse lettre a Saint Pie V.» Tal vez diera alguna luz esta carta, si en efecto pareciese.