Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ Reinado de Felipe II
Capítulo X
Guerra de Flandes
Retirada del duque de Alba
1568-1573
Campaña del duque de Alba contra Luis de Nassau.– Le derrota y ahuyenta de Frisia.– Excesos del ejército real: castigos.– Guerra que mueve el príncipe de Orange por la frontera de Alemania.– Marcha el de Alba con ejército a detenerle.– Provoca el de Orange a batalla al de Alba y éste la rehúsa.– Franceses en auxilio de los orangistas.– Derrota don Fadrique de Toledo al de Orange y los franceses.– Conducta de las ciudades flamencas.– El príncipe de Orange en Francia.– Contratiempos.– Retírase a Alemania.– Termina esta primera guerra.– El duque de Alba solicita ser relevado del gobierno y salir de Flandes.– Honores que recibe del papa.– Rasgo de orgullo que irritó a los flamencos y le indispuso con la corte de España.– Envía tropas de socorro al rey de Francia contra los hugonotes.– Temores de rompimiento entre Inglaterra y España, y la causa de ellos.– Continúan las vejaciones y los suplicios en Flandes.– Célebre proceso y horroroso suplicio del barón de Montigny.– Abominable conducta del rey en este negocio.– Casamiento de Felipe II con Ana de Austria.– Avisos del embajador de Francia al rey.– Comienza otra guerra en los Países Bajos.– Sublevaciones en Holanda y Zelanda.– Rebelión en la frontera francesa.– Cerco de Mons por don Fadrique de Toledo.– Segunda invasión del príncipe de Orange en Flandes con grueso ejército.– Sucesos espantosos en Francia.– La matanza de San Bartolomé (Les massacres de la Saint-Barthelemy).– Lo que influyó en la guerra de Flandes.– El de Orange se retira a Holanda.– Memorable sitio de Harlem.– Heroica defensa de los sitiados.– Trabajos y triunfo de los españoles.– Toma de Harlem.– Insurrección de tropas españolas.– Noticia de las tropas que componían el ejército de Felipe II en los Países Bajos.– El duque de Alba y el de Medinaceli.– Ambos renuncian el gobierno de Flandes.– Es nombrado don Luis de Requesens.– Sale el duque de Alba de los Países Bajos, y viene a España.
Ejecutados los memorables suplicios de los condes de Egmont y de Horn, de que dimos cuenta en el capítulo VII, considerose el duque de Alba desembarazado para hacer personalmente la guerra, y partiendo de Bruselas, se encaminó a la Frisia ansioso de vengar la derrota y muerte que al conde de Aremberg había dado Luis de Nassau, hermano del príncipe de Orange. El 15 de julio (1568) entró en Groninga, y habiendo salido sin apearse del caballo a reconocer el campo enemigo, distante tres millas de la ciudad, determinó acometerle al día siguiente.
Llevaba el de Alba diez mil infantes y tres mil caballos, veteranos los más. Inferior en caballería era el ejército del de Nassau; y aunque éste se había retirado unas seis millas, y rodeádose de trincheras y fosos de agua, arremetió con tal brío la infantería española, y anduvo tan cobarde y floja en su defensa la gente del de Nassau, que huyendo en desorden después de incendiar los cuarteles, ahogáronse muchos en los fosos y pantanos, acosando a los demás con sus espadas el conde de Martinengo y César Dávalos, hermano del marqués de Pescara. Animado el general español con este primer triunfo, desde Groninga, donde había vuelto a darse un pequeño descanso, salió de nuevo en busca del enemigo, que halló acuartelado y fortificado en Geming, en la Frisia Oriental, entre el río Ems y la ensenada de Dullart (21 de julio). Las lagunas que cubren aquel país, y que casi se nivelan con los caminos, eran poco embarazo para la decisión de los españoles; y una insurrección de las tropas alemanas del campamento enemigo, siempre en reclamación de sus pagas, alentó a los capitanes del de Alba en términos de disputarse los de todas las naciones quién había de embestir primero sus baterías. Cupo la honra de ser elegido para esta peligrosa empresa al español Lope de Figueroa con su tercio de mosqueteros, e hízolo con tal gallardía, que se apoderó de los cañones y abrió camino al resto del ejército que acabó de desalojar a los rebeldes, dándose estos a huir, en especial los mal disciplinados alemanes, por los lagos y las márgenes del río, con tan ciega precipitación y tan de tropel, que los que no eran alcanzados del acero, se lanzaban a las fangosas aguas, y se hundían con el peso de las armaduras, siendo tal el número de sombreros alemanes (bien conocidos por su forma) que andaban sobrenadando y llevaba la marea, que por ellos entendieron los mercaderes que navegaban el seno de Dullart el gran destrozo que aquellos habían sufrido en los cercanos campos.
Seis horas duró la mortandad, y calcúlase en seis mil los cadáveres, que se repartieron casi a medias entre las olas y los aceros. Veinte banderas, diez piezas mayores, y los seis cañones que antes habían cogido ellos al de Aremberg, fueron los principales despojos de este triunfo. Creyose al principio que había muerto el de Nassau, como que le fueron presentados al de Alba las armas y vestido con que le habían visto aquel día: mas luego se supo que se había salvado vadeando el río a nado con otro traje que tuvo la precaución de ponerse para no ser conocido. El duque de Alba dio parte de esta victoria, antes que a nadie, al papa Pío V, que había mostrado singular interés por este suceso, a cuyas oraciones, decían los devotos que se había debido, y en cuya celebridad mandó hacer el pontífice en Roma procesiones públicas por tres días, con salvas de artillería y vistosas luminarias. También despachó a España con la noticia al castellano Andrés de Salazar.
Al regresar el ejército victorioso, pasando el tercio de Cerdeña por los lugares en que antes fue derrotado con el conde de Aremberg, y recordando los soldados la persecución que de aquellos aldeanos habían sufrido, vengáronse bárbaramente incendiando todos los pagos y alquerías del contorno, de suerte que desde la ensenada de Dullart hasta la Frisia Oriental todo lo que podían alcanzar los ojos era una pura llama. Indignó al duque de Alba tan atroz atentado, y averiguados los autores del crimen, no se contentó con hacer ahorcar los más culpables, sino que disolvió la legión incendiaria, al modo que en tales casos solían hacerlo los generales romanos, refundiéndola en los otros tercios, y degradando a su capitán el maestre de campo Gonzalo de Bracamonte, que al fin fue restituido algún tiempo después a su puesto. De allí, dejando por gobernador de la Frisia al conde de Meghen en reemplazo del de Aremberg, volvió el de Alba a Groninga, fortificó algunos puntos, y dio la vuelta a Bruselas, donde encontró a su hijo mayor don Fadrique, duque de Huesca y comendador mayor de Calatrava, que acababa de llegar de España con dos mil quinientos infantes y algún dinero.
Oportunamente venía aquel refuerzo para resistir al príncipe de Orange, que con poderoso ejército levantado en Alemania, producto de su confederación con los príncipes protestantes, se preparaba a invadir los Países Bajos. Habían irritado al de Orange los suplicios de los condes de Egmont y de Horn; había dado a luz un libro Contra la tiranía del duque de Alba: la muerte del príncipe Carlos, de que él hacía criminal autor al rey don Felipe, y que desconcertaba acaso una parte de sus planes, aumentó sus iras contra el monarca español. Contaba en su ejército veinte y ocho mil soldados, y fiaba además en la protección de los mismos flamencos, que ya infestaban en bandadas y grupos los bosques y caminos. La noticia de haber pasado el de Orange el Rhin y asentado sus reales a la margen del Mosa cerca de Maestricht llenó de terror a Flandes. Aparentaba el duque de Alba mucha serenidad, y cuando le enumeraron los muchos príncipes y aun reyes que se habían aliado con el de Orange, contándose entre sus auxiliares el de Dinamarca y la de Inglaterra, respondió con mucho sosiego: «No importa; más son los que se han ligado con el rey de España, pues entran en la liga los reyes de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, los duques de Milán y de Borgoña, el soberano de Flandes, y los reyes del Perú, Méjico y Filipinas (aludiendo a todos los estados del rey de España); con la diferencia que aquella liga, como compuesta de gente de muchas naciones, se puede fácilmente deshacer: y esta será eterna, porque todos obedecen a la voluntad de uno»
Partió pues el duque de Alba a ponerse sobre Maestricht, con banderas españolas, italianas, borgoñonas, alemanas y flamencas, en todo sobre diez y seis mil infantes y cinco mil quinientos caballos de combate. El rey de Francia le ofreció enviarle dos mil caballos, y el duque le respondió que sería mejor los empleara contra los hugonotes franceses que sabía proyectaban penetrar en los Países Bajos a juntarse con los rebeldes flamencos, y era el más señalado servicio que le podía hacer. Vigilaba el de Alba al enemigo desde Maestricht (setiembre, 1568) pero más sagaz que él en esta ocasión el de Orange, una noche a la luz de la luna (7 de octubre,) colocando sus caballos muy apiñados y juntos de orilla a orilla del Mosa en un vado o esguazo que descubrió, para quebrar el golpe de la corriente, y hecho luego un puente de sus mismos carros para el paso de la infantería, trasladó sin ser sentido todo su ejército a la orilla opuesta, como Julio César había pasado en otro tiempo el Segre, y más recientemente Carlos V el Elba. Cuando Barlaymont anunció al duque de Alba el paso del ejército de Orange dicen que contestó: «¿Pensáis acaso que es algún escuadrón de aves para haber pasado a vuelo el Mosa?»
Pero de ser sobradamente cierto no tardó el enemigo en darle testimonio presentándole batalla. Limitábase sin embargo el general español a entretenerle, fiado en la proximidad del invierno y en que la falta de pagas para tan grande ejército se haría sentir muy pronto, y cundiría entre ellos mismos, como solía suceder entre alemanes, el descontento, las quejas y la indisciplina, atento solo a que no se apoderaran de Lieja, Malinas, Bruselas o alguna ciudad de Brabante, donde pudieran fortificarse y proveerse de mantenimientos. Ni las escaramuzas que cada día se empeñaban entre ambos campos, ni los movimientos, insultos, incendios de aldeas y otras provocaciones que el de Orange empleaba para ver de irritar al de Alba, bastaban a sacar al general español de su prudente sistema de entretenimiento, pasando por sufrir los denuestos de los adversarios y las murmuraciones de los propios, a trueque de asegurar la victoria, cansando y quebrantando al enemigo, y esperando los efectos de la escasez y las discordias en el campo contrario, como si se propusiera ser otro Fabio Máximo ante el ejército de Aníbal. Y no se engañó en sus cálculos el español. Porque al mes de estar el de Orange pugnando en vano por tomar alguna ciudad flamenca, moviose en sus reales un motín, en que perecieron algunos de sus capitanes, y él mismo estuvo a punto de perder la vida, que salvó, merced a haber dado en el pomo de su espada una bala de arcabuz que sin duda a otro sitio le había sido dirigida.
Alentole en ocasión tan crítica, tanto como desconcertó a los sediciosos, el aviso de que se acercaban tres mil infantes y quinientos caballos franceses que el señor de Genlis, capitán del príncipe de Condé, llevaba en su socorro. Movió pues su campo derecho a Tirlemont para juntarse con la gente de Francia. Tras él marchó también el ejército real sin perderle de vista. Al pasar los orangistas el río Gette, un cuerpo de dos mil quinientos hombres que al mando del coronel Loverval había quedado de la otra parte de la ribera para proteger el paso del río, fue acometido y deshecho por el maestre de campo Chiapino Vitelli y por el joven don Fadrique de Toledo, hijo del duque de Alba, los cuales no cesaban de avisar y representar al duque que si se decidía a pasar del otro lado con toda la gente y a dar la batalla, la victoria sería segura y completa, «¿Es posible, contestó una vez el de Alba a los mensajeros, que no me habéis de dejar conducir a mi gusto la guerra? Júroos por mi rey, que si vos u otro cualquiera me vuelve a importunar con tales mensajes, os ha de costar la vida{1}.» Esta extraña prudencia del de Alba era tal vez la que dio ocasión a varios escritores para motejarle de cobarde y poco entendido en la guerra, juicio que entonces mismo, fuera o no justo, formaron también algunos oficiales de su mismo campo{2}. La resistencia de aquella legión orangista fue desesperada. Murieron casi todos al filo de las espadas españolas. El conde de Hoogstrat fue traspasado de un balazo, y expiró a poco tiempo entre los suyos profesando la fe católica, cosa que sintió el de Orange más que la derrota misma. El coronel Loverval quedó prisionero con tres heridas. Este desgraciado fue ajusticiado después en Bruselas. Un grupo de cincuenta soldados alemanes se hizo fuerte en una alquería. Allí sufrieron un sitio formal con un valor temerariamente heroico. El duque de Alba para rendirlos hizo aplicar un carro de heno a la casa y ponerle fuego. Aquellos pocos valientes caían envueltos entre los encendidos escombros de su débil fortaleza: ninguno se rindió: algunos saltando por las llamas iban a clavarse en las picas de los españoles, y los hubo que por quitar al enemigo la escasa gloria de su muerte, o volvían contra sí mismos los arcabuces, o se degollaban entre sí, que era un espectáculo horrible y lastimoso{3}.
Juntose pues el de Orange con la división auxiliar francesa de Genlis; mas como viese que las ciudades de Bravante no se levantaban en su favor, como él había esperado que lo harían tan pronto como pisara con ejército el territorio flamenco; al ver que por el contrario el príncipe de Lieja le rechazó con su artillería cuando se aproximó a los arrabales de su ciudad; observando que con la agregación de los franceses crecían también los apuros de las vituallas: cansado de marchar y contramarchar sin efecto, mudando hasta veinte y nueve veces sus reales, teniendo siempre a su lado al duque de Alba, que no le permitía entrar en las ciudades; aconsejado por los franceses, determinó pasar a Francia a reunirse con el príncipe de Condé, que renovaba entonces en aquel reino la tercera guerra civil, y se dirigió al Henao, no sin vengarse antes de algunos nobles del Compromiso que le habían ofrecido ayudarle y le faltaron, destruyendo sus aldeas y caseríos. Picada siempre su retaguardia por las tropas reales, volvió caras en Quesnoy a sus importunos perseguidores, e hizo no poco descalabro en un tercio de españoles y alemanes que mandaban Sancho Dávila y César Dávalos, quedando heridos estos dos valientes al querer contener la fuga de los suyos. Nuevos contratiempos esperaban al de Orange a su entrada en Francia. Los alemanes se le insurreccionaron, siempre bajo el tema perpetuo de la reclamación de pagas, amenazando con sus picas a los capitanes, y rehusando además pelear contra el monarca francés. El príncipe para sosegar sus soldados tuvo que vender parte de su cámara, y empeñar otra parte, mas como no bastase a tenerlos mucho tiempo contentos, despidió buen número de sus tropas, y tuvo por prudente volverse con el resto a Alemania (fin de diciembre, 1568) a prepararse para otra campaña; y probar si le asistía en ella mejor fortuna{4}.
Libre y desembarazado el duque de Alba de esta guerra, volvió a Bruselas a atender a las cosas del gobierno de Flandes que le estaba encomendado, y que desempeñaba ya con repugnancia, como que deseaba con ahínco que le relevaran de aquel cargo. Ya en 22 de agosto había escrito desde Bois-le-Duc al secretario Zayas la notable carta siguiente:
«Muy magnífico señor: Por la que escribo a S. M. entenderá vtra. mrd. el recibo de sus cartas, y todo lo que el tiempo me da lugar hasta la partida de Mos de Selles. Albornoz me mostró un capítulo de la carta que vtra. mrd. le escribió cerca de mi vida, y si os he de decir verdad, hame derribado mucho los brazos ver que procuren algunos que están cabe S. M. hacerme saltar por la ventana, como en efecto saltaré si no se me envía sucesor, porque es fuerte cosa a un hombre de mi edad{5}tenerle por fuerza en una provincia tan contraria a mi salud, si ya no es quererme acabar la vida, que no se puede hallar mejor camino que este; y pues yo no pido licencia sino para después de hecho todo lo que hay que hacer aquí, como lo he escrito muchas veces, creed, Señor, que se me acaba la paciencia de ver entrar el invierno, y que por mucha priesa que se den ya no puede partir de allá el que hubiere de venir hasta el verano; y hay otra cosa que os quiero confesar, que no estoy ya para poder sufrir tanto trabajo, y que forzosamente habrá de padescer el servicio de S. M.: que un apretón hele corrido como caballo viejo, y si me hallara más atrás, vmd. sea cierto que es cargo éste para holgar mucho con él: todo esto he querido decir a vtra. mrd. como a persona a quien yo tengo en tal lugar para guardarlo en vuestro pecho, y encaminar este negocio conforme a la necesidad en que me hallo, que os vuelvo a jurar que es mayor de la que podría decir. N. S. la muy magnífica persona de vtra. mrd. guarde y acreciente. De Bolduque a 22 de agosto, 1568.– A lo que vtra md. mandare. El duque de Alba{6}.»
Fue pues recibido el duque en Bruselas como un triunfador, con torneos y otras fiestas públicas. El papa Pío V le honró enviándole el sombrero y el estoque, guarnecidos uno y otro de oro y pedrería, y bendecidos por él, como a defensor de la fe católica. Mas a pesar de aquellas públicas demostraciones, observábase harto a las claras el disgusto con que los flamencos festejaban como vencedor al que tan recientemente había enviado al patíbulo a sus magnates. Subió de punto la indignación y el odio de los flamencos con un rasgo de orgullo del duque. De los cañones cogidos a Luis de Nassau se mandó hacer una estatua para colocarla en el castillo de Amberes. La estatua apuntaba con el brazo derecho a la ciudad, y hollaba otras dos con varios emblemas, que dieron en decir que simbolizaban la nobleza y el pueblo{7}. Bramaban con esto los de Flandes; y en la misma España, en la corte del rey se murmuraba la vida ostentosa del duque; su antiguo competidor Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, se mofaba del título de Fidelísimo ministro, que entre otros se había hecho poner el duque en la inscripción de la estatua, haciendo valer el de Éboli la circunstancia de que mientras el de Alba se erigía estatuas a sí propio, el monarca mismo había tenido la modestia de no permitir que se pusiesen su busto y sus armas a las puertas de las ciudades de Milán. Al mismo Felipe disgustó aquel rasgo de presunción, y de todo ello llegó a apercibirse el de Alba.
Mas lo que acabó de incomodar a los de Flandes fue el gravoso impuesto que estableció de una décima por todos los bienes muebles que vendiesen, una vigésima por la venta de los inmuebles, y una centésima una vez por todo. Cierto que de España no era fácil sacar recursos, teniendo ella harto a que atender con el levantamiento de los moriscos; mas no por eso dejaron los Estados de Flandes de representar con energía contra la exacción de la décima, como ruinosa del comercio, de la industria y del tráfico. «Nada sin embargo se recababa, dice el jesuita historiador de estas guerras, de quien estaba armado, vencedor, sin cuidado de enemigo alguno, y a quien por eso obedecerían más fácilmente los flamencos{8}.»
Vino grandemente al rey de Francia la terminación de esta guerra, pues ardiendo en su reino la tercera de los hugonotes, logró que el duque de Alba por orden de Felipe II le enviara un auxilio de tres mil infantes y dos mil caballos al mando del conde de Mansfeld, que en verdad le hizo allá un servicio importante ganando a los herejes la batalla de Moncontour, bien que a costa de una grave herida que recibió el de Mansfeld, de cuyas resultas quedó manco del brazo derecho.
Pero otra complicación surgió en este tiempo para Felipe II y el de Alba por la parte de Inglaterra. Un navío y cuatro fragatas vizcaínas que conducían una buena suma de dinero a Flandes destinada a las pagas de aquel ejército, aportaron llevados del temporal en las costas inglesas. La reina Isabel, que ya había dado hartas pruebas de su enemistad a Felipe II, tomó aquel dinero, so pretexto de creer que era de asentistas genoveses, sin que sirvieran a rescatarlo las reclamaciones del embajador de España y del capitán de la flotilla española. Noticiosos Felipe II y el de Alba de este suceso, hicieron embargar en España y en Flandes todos los navíos y mercaderías de los súbditos ingleses, y aun arrestar las personas mismas. La reina de Inglaterra hizo lo propio con las naves y los hombres de España y de Flandes que existían en su reino, y era una guerra sin armas, destructora del comercio de los tres estados. Enviaron con este motivo el rey don Felipe y el de Alba diversas embajadas haciendo fuertes reclamaciones. Mas la reina Isabel no soltaba el dinero, fiada en que España tenía harto que hacer con la guerra de los moriscos, y en lo que por la parte de Alemania amenazaba otra vez contra Flandes. Hubo, no obstante, de venir a partido, ofreciendo devolver más adelante aquella suma, de que entonces necesitaba, con sus correspondientes intereses. Con esto los embajadores, calculando que de enconarse más este asunto había de parar en guerra, y de pronto saldría perjudicado el comercio de España y de Flandes, porque habían visto apresadas en los puertos de Inglaterra hasta ochenta y una naves flamencas y españolas, aconsejaron al de Alba que debía mirarse este negocio como puramente mercantil y de hacienda. Penetrado por otra parte el duque de que un rompimiento con Inglaterra en la situación en que se encontraban los Países Bajos podía ser peligroso, expuso también al rey que convendría contemporizar y sacar el mejor partido que se pudiera por medio de negociaciones{9}.
La falta de aquel dinero obligó al de Alba a apretar más a los de Flandes con exacciones, que ellos resistían lo posible, fundados en la escasez y penuria de los pueblos, llegando uno a decirle, «que si él imitaba a Temístocles trayendo para sacar dinero dos diosas, la Persuasión y la Violencia, ellos le opondrían otras dos diosas no menos grandes, la Pobreza y la Imposibilidad.» No eran estas razones bastante poderosas para ablandar al virrey, el cual prometía a su soberano sacar dinero para indemnizarle de los gastos de la guerra, y amenazaba a las ciudades que no le aprontasen con quitarles sus privilegios, como lo hizo en efecto con algunas, poniendo miedo a todas. Varias de ellas enviaron sus diputados a España pidiendo se las relevase al menos de la décima.
En este tiempo el emperador Maximiliano, a solicitud de los príncipes de Alemania, no cesaba de recomendar a Felipe II que templara su rigor en los castigos de los protestantes flamencos, y de enviar comisionados especiales al duque de Alba, exhortándole a que fuera más moderado y tolerante en su gobierno, y a hacer bajo razonables condiciones un tratado de pacificación y reconciliación con el príncipe de Orange. Había además enviado al efecto su hermano el archiduque Carlos a España con instrucciones para el rey en el propio sentido, asegurándole que en ello no se proponía la menor cosa contra Dios, contra la religión o contra su autoridad, sino el mejor servicio de sus reinos y estados. Contestaba Felipe, de palabra al archiduque, y por escrito al emperador, que lejos de haber usado de rigor, como se le imputaba, no había empleado sino mucha clemencia y piedad. Pero añadía, «que ningún humano respeto ni consideración de Estado, ni todo lo que en este mundo se le puede representar ni aventurar, le desviará ni apartará jamás en un solo punto del camino que en esta materia de religión, y en el proceder en ella en sus reinos y estados, ha tenido y entiende tener y conservar perpetuamente, y con tanta firmeza y constancia, que no solo no admitirá consejo ni persuasión que a esto contradiga, pero ni lo puede en manera alguna oír, ni tener a bien que en tal caso se le aconseje{10}.» Replicaba el archiduque que no dejarían de acusar al rey mientras no dejara de condenar a muerte a tantas pobres gentes como se habían separado de la religión católica: que no desoyera las súplicas de tantos intercesores como eran los electores y príncipes del imperio, y los consejos del emperador su hermano: que más tarde podría hallar más inconvenientes; porque la exasperación de los alemanes crecía de día en día, y el emperador, por más que procuraba calmar los ánimos, podría verse obligado a hacer causa común con los príncipes y electores: que recordara lo que a su padre Carlos V había sucedido en la guerra de Smalkalde, y los riesgos en que le había puesto un solo elector; que le engañaban los que le persuadieran que Flandes se podía gobernar como Francia y España, y concluía suplicándole variara de sistema y restituyera sus privilegios a los Países Bajos{11}.
Pasáronse algunos meses en estas contestaciones. Antes de salir el archiduque de Madrid (4 de marzo 1569), presentó a Felipe II otra instrucción del emperador, en que le proponía el matrimonio con su hija la princesa Ana, prometida antes al desventurado príncipe don Carlos, y después al rey de Francia. Felipe mostró recibir la proposición con alegría, como quien deseaba tener hijos varones que le sucediesen, y quedó en ver de arreglar este punto con el monarca francés. En el asunto de la boda marchaban el emperador y el rey de España más de conformidad que en lo de la política con los Países Bajos. Así el concierto matrimonial fue progresando hasta tener su complemento, como luego habremos de ver, mientras lo de Flandes continuaba sujeto al mismo sistema de rigor que en tiempo de las turbaciones, y como si tales reclamaciones del emperador no mediaran. Es cosa digna de notarse: el duque de Alba insistía en pedir al rey que le relevara del gobierno de los países, y fundaba sus instancias en el mal estado de su salud, en su cansancio, en que ya no era necesaria allí su persona, y cualquiera podía gobernar aquello, puesto que todo estaba tranquilo y en orden, y no había temor alguno de alteraciones interiores, ni de acometidas de fuera. Y sin embargo proseguían las vejaciones y los impuestos onerosos, que aniquilaban el comercio, que era, como se decía entonces, la sustancia de los Países Bajos: continuaba la opresión, la intolerancia con pueblos y personas, la abolición de los privilegios de las ciudades, el ejercicio del tribunal de los Tumultos, las confiscaciones, los procesos, las sentencias y los suplicios{12}. Cuando el rey se consideró ya precisado a otorgar un perdón general, envió al de Alba cuatro proyectos, o sea cuatro cédulas de perdón, para que eligiera la que creyera de más conveniente aplicación, encargándole que si se decidía por la menos amplia, tuviera ocultas las demás para no hacerse odioso. Pero el duque juzgó más oportuno suspender todo edicto de perdón, alegando que convenía así hasta que se fallaran las causas del marqués de Berghes y del señor de Montigny, que se sustanciaban entonces, aunque el primero de ellos hacía más de dos años que había muerto en Madrid.
Los procesos y la ejecución de estos dos nobles flamencos, comisionados que habían venido a Madrid por la princesa de Parma para tratar con el rey, son (lo decimos con dolor, pero es forzoso decir la verdad) uno de los borrones que afean más el carácter y el proceder ladino de Felipe II. Primeramente entretuvo con diversos pretextos a estos dos embajadores en España, dándoles frecuentes audiencias, recibiéndolos siempre con aparente afecto, y trayéndolos de un lado a otro, pero sin permitirles nunca volverse a Flandes, por más que ellos desde acá y sus esposas desde allá un día y otro y de continuo lo solicitaban, siempre ofreciéndoles el rey que los llevaría consigo cuando fuese a Flandes. En este estado el de Berghes enfermó, y murió (21 de mayo, 1567), protestando en sus últimos momentos su fidelidad al rey. De haber abreviado sus días se hicieron conjeturas y corrieron rumores muy poco favorables al monarca; los historiadores de aquel tiempo los consignaron, mas de su exactitud no responderemos nosotros. Lo cierto es que el de Berghes había sido muy querido de Felipe II; había hecho al rey grandes servicios en San Quintín; le acompañó a Inglaterra cuando fue a celebrar sus bodas con la reina María; fue hecho caballero del Toisón, montero mayor y gobernador de la provincia de Henao. Esto era cuando vino a España, y achacábanle no haber ayudado en su gobierno tanto como debía la parte católica. Luego que murió, ordenó el rey a la gobernadora Margarita que confiscase los estados del marqués; y como éste en su testamento dejase por heredera a una sobrina, hija de su hermana, que había de casarse con un pariente, dispuso S. M. que la joven, so pretexto de no estar educada en los buenos principios católicos, fuese apartada del lado y compañía de su madre y llevada a palacio hasta que llegara el tiempo de casarla{13}.
Aún más desearíamos que nos fuese dado poder no contar entre las páginas de la historia de Felipe II la que se refiere a la ejecución de Montigny. Y esto no por el castigo, que pudo ser justo en conformidad a lo que del proceso resultara, sino por la forma y manera con que el rey le ordenó.
Flores de Montmorency, señor de Montigny, caballero del Toisón, gobernador de Tournay, y hermano del conde de Horn ajusticiado en Bruselas, compañero del de Berghes en su embajada cerca de Felipe II, después de largos meses de andar al lado del rey, siempre entretenido por éste con la esperanza de que le llevaría consigo a Flandes, donde él con repetidas instancias pedía volver, fue al fin llevado preso al alcázar de Segovia, y puesto a cargo de su alcaide el conde de Chinchón (21 de setiembre, 1567), con ocho hombres de guarda. Sus amigos emplearon sin efecto varios ardides para proporcionarle la fuga de su prisión, entre ellos, el de introducirle dentro del pan que se le daba a comer una carta (14 de julio, 1568), en que se le explicaban los medios preparados para su evasión{14}, y otro el de pedir permiso para llevar a su estancia unos músicos flamencos, para que holgara un rato en oír los aires de las canciones de su tierra, los cuales so pretexto de volver otro día dejaron allí las vihuelas, y dentro de los instrumentos las cuerdas con que había de descolgarse de las ventanas del castillo. Todo fue descubierto, y sirvió solamente para estrechar más al preso y vigilarle más. Seguíanse en Bruselas las causas contra el barón de Montigny y contra la memoria del difunto marqués de Berghes, y en 18 de marzo de 1570 envió el duque de Alba a S. M. las sentencias pronunciadas a 4 del mismo, condenándolos a muerte como reos de lesa magestad por cómplices de la liga y conjuración del príncipe de Orange, con una carta requisitoria a las justicias de Castilla para que hicieran cumplir y ejecutar dicha sentencia{15}.
En su virtud mandó el rey a don Eugenio de Peralta, alcaide de la fortaleza de Simancas (17 de agosto, 1570), que pasara a los alcázares de Segovia, donde le sería entregada la persona del señor de Montigny, la cual llevaría a dicha fortaleza de Simancas, donde la tendría en buena guarda y a buen recaudo. En 1.° de octubre ordenó S. M. al de Peralta que hiciera entrega del preso a don Alonso de Arellano, alcalde de la real chancillería de Valladolid, para que hiciera de él lo que llevaba entendido. Lo que Arellano llevaba entendido era lo siguiente, y aquí entra la parte odiosa del proceder del rey don Felipe en este trágico suceso. Arellano había de ser el ejecutor de la sentencia de muerte de Montigny; pero esta ejecución no había de hacerse públicamente y con pregón y en la forma que ella misma expresaba, sino en secreto, dentro de la fortaleza. «Y en tal manera es la voluntad de S. M. (decía la provisión), que se guarde lo contenido en el capítulo precedente, que en ninguna manera querría se entendiese quel dicho Flores de Memoranci ha muerto por ejecución de justicia, sino de su muerte natural, y que así se diga y publique y entienda, para lo cual será necesario proceder con gran secreto y usando de la disimulación y forma de que se le advierte aparte, y de palabra se le ha comunicado, según lo cual conviene no se dé parte, ni intervengan en este negocio más personas de las que precisamente para ello fueren necesarias, y a aquellas se les debe de encargar el secreto en tal manera que esto quede cuanto en el mundo sea posible asegurado.»
Seguían en la provisión, refrendada por el doctor Velasco, las instrucciones de lo que había hacerse para que todo se ejecutara en secreto; entre ellas, que el licenciado Arellano había de salir de Valladolid sin ser visto la víspera de un día de fiesta, con solo un escribano y el ejecutor de la justicia, de modo que llegaran de noche a Simancas, donde estaría todo prevenido para que entraran de oculto en la fortaleza: el día de fiesta se le dejarían al reo, para que se preparara a morir cristianamente. «Pasada la media noche una o dos horas, según que entendieren será mejor para que haya tiempo para volverse el dicho señor licenciado antes del día a su casa de Valladolid, se podrá hacer la ejecución de la justicia estando presentes el religioso o religiosos que han de asistir para que le ayuden a bien morir{16}, y el dicho don Eugenio de Peralta y el escribano, y la persona que ha de hacer la ejecución, y si pareciere necesario y conveniente otra o otras dos personas de confianza que ayuden y asistan; y hase de advertir mucho que la ejecución se haga en tal manera, que cuanto sea posible los que le hubieren de amortajar después de muerto, no habiendo de ser de los que se hallaren presentes, si pareciere que será bien que lo hagan otros para más disimulación, no conozcan haber sido la muerte violenta: la particularidad de lo cual, y la forma se puede mal advertir de acá, y así allá se podrá mejor advertir.»
Horroriza y aflige ver a un monarca español ocupado en ordenar tan fría y minuciosamente la forma de quitar la vida a uno de sus súbditos, siquiera fuese criminal y merecedor de la pena de muerte, siquiera no fuese de la calidad que era, y disponerlo de un modo tan capcioso y tan contrario a la publicidad que no debe rehuirse para los actos justos. Pero veamos todavía cómo terminaba aquella extensa instrucción. «Si el dicho Flores de Memoranci quisiese ordenar testamento, no habrá para qué darse a esto lugar, pues siendo confiscados todos sus bienes y por tales crímenes, ni puede testar ni tiene de qué: empero si todavía quisiere hacer alguna memoria de deudas o descargos, se le podrá permitir, como en esto no se haga mención alguna de la justicia y ejecución que se hace, sino que sea hecho como memorial de hombre enfermo y que se temía morir; ni se le ha de permitir tampoco escribir cartas ni hacer otro género de escriptura, si ya no la escribiese en la forma dicha como enfermo y que se teme morir, y con palabras que no traigan inconveniente, sobre presupuesto questas y otras cualesquier scripturas suyas se han de tomar y no se han de dar ni publicar sino las que pareciere que sin inconveniente se puede hacer… Hecha la dicha ejecución, y habiéndose publicado su muerte, que ha de ser con la dicha disimulación y no entendiéndose que ha sido por ejecución de justicia, se dará orden en lo que toca a su entierro, &c.{17}»
Cuando el alcalde Arellano pasó a Simancas a dar cumplimiento a estas disposiciones, halló a Montigny recluido en una pieza llamada el Cubo del Obispo{18}, donde el alcaide Peralta le había encerrado a causa de un papel que se encontró cerca de su aposento, escrito en latín, del cual se desprendía un nuevo plan de fuga{19}. Notificole la sentencia el escribano Gabriel de San Esteban (14 de octubre), y acto continuo el ilustre preso redactó una protestación de fe en los términos siguientes: «Yo Floris de Montmorency digo: que a mi noticia ha venido que algunas personas han sospechado de mí que en las cosas de la religión no he tenido la fe de la santa Iglesia católica romana, y que he seguido y creído otras religiones nuevas, lo cual todo ha sido falsedad y gran mentira. Y porque ninguna persona pueda pretender ignorancia, de la fe en que he vivido, y quiero morir y muero, estando ya en este artículo digo y protesto, que creo todos los artículos y cosas que la santa iglesia de Roma tiene y cree con su cabeza el papa vicario de Cristo, sucesor en el oficio y autoridad de San Pedro, con todos los siete sacramentos y la virtud de la pasión de Jesucristo nuestro Señor que en ellos está encerrado; y confieso la verdad del purgatorio y el orden de los estados eclesiásticos, y todas las otras cosas en particular según que están determinadas en el santo concilio Tridentino. Y porque esto es verdad, y no he tenido ni tengo otra religión, ni quiero salvarme en otra ninguna, firmé este con mi nombre a 14 de octubre de 1570 annos en la fortaleza de Simancas.– F. de Montmorency.»
Escribió después cierta memoria de descargos para sus criados, no queriendo testar, puesto que habiéndose secuestrado todos sus bienes, no tenía de qué disponer. Recibió con gran devoción los Santos Sacramentos que le administró Fr. Hernando del Castillo, y se preparó con admirable resignación al suplicio, haciendo en los últimos momentos nuevas y fervorosas protestas de no haber dejado nunca de ser católico, y entregó con ejemplar conformidad su cuello al verdugo a eso de las tres de la mañana del 15 de octubre{20}. Todo se ejecutó conforme a la instrucción de que hemos hecho mérito. En 3 de noviembre escribía el rey al duque de Alba desde el Escorial lo que sigue: «Habiendo llegado la carta que me escribistes a 18 de marzo con la sentencia que por vos se pronunció contra Montigny estando yo en el Andalucía, me paresció suspender la ejecución della hasta volver aquí, y aunque siempre fue tenida por muy justificada, reparé algunos días en mandar que se ejecutase en la forma que venía, porque se me representó que causaría gran rumor y nuevo sentimiento en esos estados y aun en los vecinos. Y así se anduvo mirando de la manera que se podría hacer con menos estruendo, y al fin me resolví en lo que veréis por una relación que irá con esta en cifra y sucedió tan bien, que hasta ahora todos tienen creído que murió de enfermedad, y así también se ha de dar a entender allá mostrando descuidada y disimuladamente dos cartas que irán aquí de don Eugenio de Peralta, de quien se fió el secreto como de mi alcaide de la fortaleza de Simancas, donde se había llevado y estaba preso el dicho de Montigny, el cual si en lo interior acabó tan cristianamente como lo mostró en lo exterior, y lo ha referido el fraile que le confesó, es de creer que se habrá apiadado Dios de su ánima. Resta agora que vos hagáis luego sentenciar su causa como si hubiera muerto de su muerte natural, de la misma manera que se sentenció la del marqués de Vergas (Berghes), pues con esto me parece que se ha conseguido lo que se pretendía… &c.{21}»
Tal fue, y no como la suelen referir los historiadores que desconocieron estos documentos, la muerte del desgraciado barón de Montigny.
Mientras esto pasaba, arreglado todo lo concerniente al matrimonio del rey don Felipe con la princesa Ana, hija del emperador Maximiliano (que parecía o signo o empeño de Felipe II tomar por esposas las que habían estado destinadas para su hijo), y después de haberse desposado con ella por poder y a nombre del rey Luis Venegas de Figueroa (24 de enero, 1570), dispúsose que desde Spira, donde su padre Maximiliano II se hallaba con motivo de la dieta para la elección de su hijo mayor Rodulfo en rey de romanos, fuese traída a España por Flandes. Pareciole al duque de Alba buena ocasión el paso de la nueva reina por los Países Bajos (agosto) para venirse en su compañía, y se persuadió de que iba a ver cumplido lo que hacía tiempo andaba con empeño solicitando. Mas si bien el rey se mostró dispuesto a relevarle, y aun nombró sucesor al duque de Medinaceli, virrey que era de Navarra, le respondió que sería bueno permaneciese todavía allí hasta que llegara su sucesor, que iría con la flota que había de traer la reina. Vino pues acompañando a la desposada princesa, en lugar del duque de Alba, su hijo el prior de Castilla don Fernando de Toledo. Desembarcó la regia comitiva en Santander (3 de octubre, 1570), el día en que se cumplían los dos años del fallecimiento de la reina Isabel de la Paz. Visitaron a la princesa austriaca en Santovenia sus dos hermanos Rodulfo y Ernesto; y en Segovia, donde la esperaba el rey con la princesa doña Juana de Portugal, se celebraron suntuosamente las bodas (12 de noviembre) de Felipe II, tres veces viudo y de edad de cuarenta y tres años y medio, con la princesa Ana de Austria, nacida en Cigales de Castilla, y que aún no había cumplido los veinte y cinco{22}. Es de notar que en medio de este fausto acontecimiento estuviera el espíritu del rey para ocuparse en ordenar la forma del suplicio de Montigny.
Durante este tiempo el duque de Alba se había determinado a publicar en Flandes el ansiado perdón general (julio, 1570), pero con tales limitaciones, que dejó más fríos y mustios que satisfechos y alegres a los flamencos. El caso es que el mismo duque reconocía que no era este el camino para que el país se reconciliara con él, puesto que escribiendo a S. M. con referencia al indulto (22 de enero, 1571), le decía: No es maravilla que todo el país esté conmigo mal, porque no les he hecho obras para que me quieran bien. Y añadía que lo que de Madrid se escribía allá no contribuía tampoco a que le quisieran mejor{23}. Por esta y otras causas continuaba instando por que fuese cuanto antes a reemplazarle el duque de Medinaceli; pero el rey le contestaba que no tenía un real para poder despachar al duque, porque todos sus recursos estaban agotados{24}. Obligaba esto mismo al de Alba a hostigar más y más a los pueblos con la onerosísima exacción de la décima y la vigésima, sin que las modificaciones que la penuria del país le precisaba a hacer fueran bastantes ni a aliviar al pueblo ni a disminuir la odiosidad del gobernador. Antes bien llegó un día el caso de que en la misma ciudad de Bruselas cerraran todos los mercaderes y menestrales sus tiendas y talleres; lo cual exacerbó de tal manera el genio bilioso del de Alba, que aquella misma noche mandó colgar algunos de ellos a las puertas de sus tiendas. Ya las tropas se hallaban formadas y el verdugo con los lazos en la mano, cuando llegó la noticia de haber estallado de nuevo la rebelión en algunos puntos. «Y se verificó bien, dice el jesuita historiador de estas guerras, cuán agriamente impelen a la rebelión los tributos, cuando a los pueblos, ya de otra parte conmovidos, se imponen cargas superiores a sus fuerzas{25}.»
No había faltado quien advirtiera al rey del peligroso estado en que habían puesto a Flandes las vejaciones y las tiranías que estaban sufriendo del duque de Alba. Con el nombre de Advertimientos había dirigido a S. M. su embajador en París don Francés de Álava dos largos escritos (4 y 5 de enero, 1572) manifestándole la multitud de mercaderes que emigraban con sus haberes de los Países Bajos huyendo del gravoso tributo de la décima, y de otros que no eran mercaderes y deseaban que les dieran la mano para tomar las armas; lo aborrecido que continuaba siendo el duque de Alba de los flamencos; el disgusto de los mismos nobles que habían sido siempre más adictos al rey; las disposiciones hostiles de la reina de Inglaterra; la protección que los hugonotes de Francia se preparaban a dar a los descontentos de Flandes; lo que había de temer por la parte de Alemania; lo urgente que era enviar al duque de Medinaceli a los Países Bajos, y que se retirara el de Alba, que sobre ser odioso al país se le iban ya atreviendo como a quien miraban casi caído, y próximo a ser reemplazado; y por último, que viera S. M. de poner pronto remedio a aquella situación, que era peligrosa y grave{26}.
Y así fue que en la inmediata primavera (abril, 1572) comenzó la segunda revolución por Holanda, apoderándose el señor de Lumey, que se titulaba conde de la Marca, de la ciudad de Brielle en la isla de Voorne, al frente de quince naves, nueve de ellas bien armadas, que había tenido pirateando por las costas de Holanda y Frisia. Para excitar más el odio contra el duque de Alba llevaba pintadas en sus banderas diez monedas, emblema del aborrecido impuesto de la décima. El conde Bossu que acudió allí con algunas compañías tuvo que volverse, después de pasar por el escarnio de ver a los rebeldes quemar algunas de sus naves, y de saber que habían roto las imágenes sagradas con sacrílego furor. Este fue el principio del levantamiento que había de parar en constituirse en república independiente aquellas provincias, precisamente cuando Felipe II pensaba en hacer todos los estados de Flandes un reino{27}.
A muy poco tiempo se rebelaron los de Flesinga, puerto de Zelanda y llave del Océano, lanzando la guarnición española, y ahorcando el caudillo de los rebeldes al coronel Hernando Pacheco, pariente del de Alba, en venganza, decía, de haber éste cuatro años antes condenado a igual pena a un hermano suyo. No tardaron en seguir el movimiento casi todas las ciudades de Holanda, a excepción de Amsterdam y alguna otra, y muchas de Zelanda, publicando escritos burlescos contra el duque y poniendo su retrato en ridículos pasquines. Y aunque en el principio de la insurrección algunas ciudades estuvieron indecisas dudando a quién habían de proclamar, al fin se adhirieron y juraron como presidente al príncipe de Orange, que en Alemania no había cesado, como insinuamos en otro lugar, de trabajar para ver de emprender otra campaña con mejor éxito que la primera. De esta vez acudieron a los rebeldes tantos socorros de Inglaterra y de Francia, que a los cuatro meses reunieron ya en Flesinga una armada de ciento cincuenta velas. De modo que con razón decía el obispo de Namur, que con la décima y la vigésima del duque de Alba se habían comprado las provincias marítimas de los Estados para el príncipe de Orange. La insurrección cundía rápidamente en Güeldres, en Zutphen y la Frisia, como en Holanda y Zelanda, y allí el conde Vanden Berghe tomaba por fuerza unas ciudades, y entraban sin oposición en otras. Pero nada afectó tanto al duque de Alba como la nueva que recibió de que por la frontera de Francia Luis de Nassau, hermano del de Orange, ayudado de los franceses, se había apoderado de Mons y de Valenciennes (mayo, 1572), lo cual le hizo sospechar que el rey Carlos no era extraño a aquellos sucesos, y escribió por lo tanto al rey, a su madre y al duque de Anjou, recordándoles los auxilios que siempre que habían tenido necesidad les había prestado Su Majestad Católica, bien que ellos protestaban que querían estar en paz con España y negaban que diesen favor a los sublevados. El duque por su parte tampoco quería romper con el monarca francés mientras él no arrojara la máscara.
Cuando el duque de Medinaceli, después de tanta detención, arribó al puerto de la Esclusa con dos mil españoles de refuerzo y alguna plata en barras, no sin peligro de caer en manos de los piratas rebeldes, la guerra estaba ya encendida, y el duque de Alba le envió a decir que en tal situación su honor no le permitía hacerle entrega del mando y gobierno de las provincias mientras estuviesen alteradas, puesto que su retirada a España en los momentos que ardía una guerra, de la cual no faltaría quien quisiera hacerle culpable, se tendría por cobardía; en lo cual obró el de Alba como cumplía a su honra. Y ya entonces se allanaba a relevar a los pueblos de la décima, y a ampliar el indulto a los delincuentes; pero era tarde.
Pareciole al duque que lo principal y más urgente, sin dejar de atender en lo posible a las provincias marítimas, era acudir al Henao y recobrar a Mons; a cuyo efecto, y en tanto que él podía ir en persona, envió a su hijo don Fadrique con el maestre de campo Chiapin Vitelli y con una buena parte del ejército. En el primer choque con los de Mons recibió Chiapin Vitelli un balazo en la pierna izquierda, cuyo contratiempo no les impidió sentar sus reales en las posiciones que escogieron. A libertar a los cercados de Mons acudió buen golpe de franceses enviados por el almirante Coligny, y mandados por el señor Genlis. El afán de ganar la gloria de libertador empeñó a Genlis a combatir por su cuenta con los españoles, costándole su ambiciosa presunción ser completamente destrozado por el intrépido don Fadrique de Toledo, capitán valeroso, y más feroz que su padre. Prodigios de valor hizo aquel día Chiapin Vitelli: no permitiéndole la herida ni andar ni tenerse en pie, hízose conducir a la batalla en un carretoncillo, desde el cual, medio tendido, pero puesto a la vanguardia, ordenaba las haces, y con la voz y con las manos animaba a la pelea, y contribuyó muy eficazmente al triunfo, si bien se le recrudeció la herida, de la cual llegó a estar desahuciado. Murieron más de mil franceses, el mismo Genlis quedó prisionero, con otros seiscientos, entre ellos cerca de sesenta nobles, de los cuales unos fueron llevados a las fortalezas y otros ahorcados. Los fugitivos eran degollados por los rústicos de la tierra, y don Fadrique envió a España al capitán Bobadilla con el parte de la victoria y con el parabién para el rey don Felipe{28}.
El duque de Alba, conforme había ofrecido, partió de Bruselas y puso su campo delante de Mons (primeros días de setiembre). Mas con esta noticia el príncipe de Orange, que se hallaba muy prevenido a la frontera de Alemania, levantó el suyo, y pasó el Rhin y el Mosa con once mil peones alemanes y seis mil caballos, e internose por Brabante, ansioso de socorrer a su hermano Luis, el sitiado en Mons. Diest, Tirlemont, Malinas, Termonde, le abrieron las puertas: Lovaina le dio víveres y dinero a trueque de evitar su entrada: iba por todas partes el de Orange sembrando el terror y la muerte, y ensangrentándose principalmente con los sacerdotes católicos y con las cosas sagradas, lo cual dio lugar a que los españoles usaran de igual o mayor rigor y crueldad con los herejes y los enemigos, siendo más lamentable y desdichado que nunca el estado de Flandes, sufriendo en todas partes los excesos y calamidades de una guerra sangrienta, e invadido por cuatro ejércitos enemigos, infestando Lumey las costas marítimas, Luis de Nassau la frontera de Francia, la de Alemania Berghes, y en el corazón del estado el de Orange. Cuando éste pasó al Henao y llegó a Jemmapes (9 de setiembre, 1572), a un cuarto de legua del campamento del de Alba, donde también se hallaba ya el de Medinaceli, se admiró de ver cuán en orden tenía aquél las fortificaciones de sus cuarteles. En vano intentó el príncipe romperlas, y mucho menos logró empeñar al de Alba a una batalla campal, de lo cual huía siempre con resolución fija el duque, siguiendo su antiguo sistema.
Un día, al tiempo de anochecer, se halló sorprendido el príncipe de Orange con un inesperado estruendo de tambores, trompetas y clarines en el campamento español, con grande estampido de cañones y salvas de arcabucería, y sobre todo con vistosas luminarias y alegres voces, todo lo cual indicaba la celebridad de algún fausto acontecimiento. Dedicose con solicitud a averiguarlo, y supo por sus espías que en efecto celebraban la nueva que les acababa de llegar de una general y horrible matanza de hugonotes que se había hecho en Francia, y que comenzó el día, que con esto se hizo tan memorable, de San Bartolomé. Aunque no habrá lector tan escasamente versado en la historia que no tenga conocimiento de aquella terrible jornada, que los franceses nombran les Massacres de la Saint-Barthelemi, no podemos dejar de decir algunas palabras de aquel suceso que tan inmediatamente influyó en los de Flandes que estamos contando, y que forma la página más sangrienta y horrible de la historia de Francia en el siglo XVI.
El lector que recuerde lo que en uno de nuestros capítulos anteriores dijimos del origen y principio de las funestas guerras de Francia entre católicos y hugonotes{29}, comprenderá que el plan de exterminar los herejes haciendo en ellos una matanza general venía ya fraguado de mucho tiempo. La mortandad de Amboise (1564) se puede decir que fue ya el preludio de esta memorable tragedia. Y no sin razón se ha sospechado que en las misteriosas conferencias de Avignon, y más aún en las de Bayona (1565), en la célebre entrevista de la artificiosa Catalina de Médicis con su hija Isabel, la reina de España, esposa de Felipe II, a que asistió el duque de Alba, se había concertado ya el plan de exterminio, cuya ejecución se fue después por graves dificultades difiriendo. Las guerras posteriores entre católicos y protestantes, sostenidas de una parte por los Guisas, de otra por los Montmorency, que tanta sangre costaron al pueblo francés, llevaron las cosas a términos de creerse ya necesario tratar solemnemente de paz y reconciliación entre los dos grandes partidos, pero sin que la reina madre y los Guisas, y los duques de Anjou y de Aumale abandonaran su siniestro proyecto. Antes bien estudiaban la ocasión en que poder ejecutarle cuando los protestantes estuvieran más confiados y adormecidos, y esta ocasión la hallaron en las bodas que se habían dispuesto de Enrique de Navarra con la princesa Margarita, hermana del rey Carlos IX. El príncipe de Condé, el almirante Coligny, todos los jefes de los protestantes habían sido llamados a París para dar más solemnidad a estas bodas y poner como el sello a la reconciliación de los partidos. El mismo Coligny, el más valeroso y activo capitán de los hugonotes; el que más auxiliaba a los protestantes flamencos, al príncipe de Orange y a su hermano Luis de Nassau; el que convidado antes por el rey Carlos IX a ir a la corte, se había negado con justo recelo, contestando: que en Francia no había condes de Egmont{30}; el mismo Coligny se resolvió por último a ir a París, fiado en que no había de engañarle el rey, que le llamaba siempre su padre. ¡Cuán cara pagó su confianza en el amoroso dictado!
Celebrábanse en París las bodas con alegres y vistosas fiestas, alternando los bailes y los banquetes con los torneos y otros espectáculos. Este fue el momento que escogieron la reina madre y los Guisas para realizar su plan de exterminio contra los hugonotes, haciendo en ellos otras Vísperas Sicilianas, no menos horribles y sangrientas que aquellas. Todas las disposiciones estaban tomadas para una matanza general, que comenzó el 24 de agosto (1572), día de San Bartolomé, de que tomó el nombre aquella memorable jornada. El primero que fue sacrificado y en quien se estrenó el puñal asesino fue el almirante Coligny, a quien el rey había acariciado con palabras tan cariñosas y dado tantas seguridades. A la voz de «¡Mueran los hugonotes! El rey lo manda,» se derramaron los asesinos por todas las calles y plazas de París, inmolando con bárbaro y desapiadado furor cuantos herejes o sospechosos de no católicos encontraban, buscándolos por las casas, persiguiéndolos por los tejados, en los sótanos, y allí donde los hallaban, aunque la enfermedad los tuviera postrados en el lecho del dolor, los clavaban los aceros, y sin reparar en que fuesen ancianos o niños, los arrojaban a las calles y los arrastraban y mutilaban, extendiéndose el frenesí hasta a las infelices mujeres, y haciendo con sus cuerpos cuanto puede imaginarse de más horroroso. En los días que duró esta carnicería perecieron sobre cuatro mil personas, entre ellas los más ilustres personajes del partido hugonote. De París se propagó el furor, como se trasmitieron las órdenes de exterminio a las provincias, y se ejecutaron iguales o parecidas atrocidades en Meaux, en Troyes, en Orleans, en Bourges, en Sancerre, en Lyon, en Auvergne, en Bayona, en Tolosa, en Ruan, y en otras muchas ciudades y poblaciones, pudiendo decirse que se empapó en sangre de los hugonotes todo el suelo de la Francia{31}.
La nueva de esta catástrofe desalentó al príncipe de Orange, que sobre no poder esperar ya recibir más socorro de los franceses de su partido temía que le desampararan los mismos que defendían a Mons con su hermano: y como no consiguiese ni romper los reales del de Alba, ni comprometerle a pelear, picando ya también las enfermedades en su ejército, determinó retirarse a Malinas, dejando a su hermano abandonado a la suerte. Persiguiéronle en su retirada unas compañías de españoles con ochocientos caballos encamisados todos, los cuales pasaron a cuchillo más de cuatrocientos soldados, y tal vez le hubieran sorprendido a él mismo en su tienda, si los ladridos de una perrilla que llevaba consigo no le hubieran avisado y apercibido del peligro que corría. No creyéndose, pues, seguro en Brabante, levantó de nuevo el campo, y se retiró a Delft en Holanda. Luis de Nassau, sabida la muerte de su favorecedor el almirante Coligny y la retirada del príncipe, capituló con el de Alba con no despreciables condiciones la entrega de Mons, y él se trasladó a Dillemburg, asiento principal del estado de Nassau. Con esto las tropas reales fueron fácilmente recobrando lo que en Flandes y Brabante había tomado el de Orange. El duque de Medinaceli, don Fadrique de Toledo, Berlaymont, Noircarmes y todos las jefes del ejército entraron en Malinas, la ciudad que se había mostrado más adicta al príncipe rebelde, y la castigaron permitiendo tres días de saqueo (2 de octubre, 1572), «que es muy necesario ejemplo, le decía el de Alba al rey, para todas las otras villas que se han de cobrar, porque no piensen que a cada una dellas sea menester ir al ejército de V. M., que sería un negocio infinito{32}.»
Siguieron las tropas reales en pos del enemigo. Los duques de Alba y de Medinaceli determinaron pasar el Mosa, y avanzaron a Maestricht y a Nimega. El coronel Mondragón y Sancho Dávila, enviados a Zelanda con dos mil españoles escogidos, ejecutaron operaciones admirables, ya atravesando con su gente una parte del Océano, ya vadeando ríos con el agua hasta el pecho, y acometiendo incontinenti con heroica audacia huestes y poblaciones enemigas, destrozando las unas y apoderándose de las otras, siendo una de sus más notables empresas el modo como hicieron levantar el cerco de Ter Gves, puerto del Escalda, que defendía Isidro Pacheco. Por su parte don Fadrique de Toledo guerreaba en Güeldres, reconquistaba a Zuphen, y reducía a escombros la villa de Naerdén, abrigo de herejes, que le quiso resistir, demoliendo muros y casas, y pasando a cuchillo a todos sus habitantes sin excepción{33}; venganza excesiva y cruel, que puso en desesperación toda la parte sublevada de Holanda. En los meses de noviembre y diciembre la Frisia fue reducida a la obediencia del rey, y el conde Vanden Berghe, lanzado de allí, se refugió a Westphalia, desbalijado por su misma gente. Todo esto se hacía permaneciendo el duque de Alba en Nimega, lejos del teatro de la guerra{34}.
Pero el acontecimiento más notable y digno de memoria de esta guerra fue el famoso sitio de Harlem, bella ciudad de Holanda, en que los rebeldes se atrincheraron, menospreciando con altivez toda propuesta de perdón, y donde se defendieron heroicamente contra todo el ejército de Felipe II, mandado por don Fadrique de Toledo, hijo del duque de Alba, por espacio de ocho meses que los tuvo cercados (desde diciembre de 1572 a julio 1573). Todas las hazañas y todos los padecimientos, todo el valor y toda la constancia, todas las calamidades y todos los recursos, todas las artes e industrias y todos los males que se pueden emplear y sufrir en el más porfiado ataque y en la más obstinada defensa de una plaza, todo se empleó y todo se sufrió en el cerco de Harlem por sitiados y sitiadores, y podría escribirse del sitio y defensa de Harlem un volumen entero. Bástenos notar, a nosotros que no podemos detenernos a referir los particulares lances de cada guerra ni de cada campaña, algunas circunstancias que darán idea de la heroica porfía de los unos y del desesperado esfuerzo de los otros en este sitio.
El encarnizamiento con que se peleaba era tal que no se perdonaba a nadie la vida, y a todo el que se cogía de una parte o de otra, no se tardaba en ahorcarle sino el tiempo necesario para cerciorarse de que era enemigo, lo que equivale a decir que se le ahorcaba en el acto. De esta ferocidad dieron los sitiados el primer ejemplo. Repetidas veces colgaron estos de las almenas los cadáveres de los españoles, insultando al propio tiempo a los del campo con palabras provocativas. Los españoles por su parte arrojaban dentro de los muros cabezas cortados, con carteles como los siguientes: Cabeza de Filipo Coninx, que vino con dos mil hombres a libertar a Harlem;– Cabeza de Antonio Pictor, el que entregó la ciudad de Mons a los franceses. A esto contestaron los de dentro arrojando once cabezas al campamento español con un letrero que decía: Los de Harlem envían diez cabezas, para que el duque de Alba no haga la guerra con pretexto de que se nieguen a pagar la décima: y para que vea que le pagamos con usura, le enviamos una más. Muchas veces ponían sobre los muros imágenes de santos, y aun del mismo Redentor de los hombres, para que recibieran los primeros las balas de los españoles; y otras presentaban figuritas de sacerdotes y frailes, y hacían la ceremonia burlesca de azotarlos y cortarles después las cabezas. Las mujeres de Harlem formaron también su especie de escuadrón de amazonas con su correspondiente capitana, y con una intrepidez que admiraba a los mismos enemigos alternaban con los hombres en la defensa de los muros, y desafiaban a los españoles con sus arcabuces. La muerte de los famosos y entendidos ingenieros del ejército real, Cressonniere y Bartolomé Campi, la inutilidad de los repetidos asaltos que tantas víctimas costaban a los sitiadores, los trabajos que estos sufrían en aquellas heladas lagunas, todo iba ya inclinando a don Fadrique de Toledo a abandonar la empresa y a retirarse a Brabante. Pero entendido esto por el duque de Alba su padre, le envió a decir: «que si alzaba el campo sin rendir la plaza, no le tendría por hijo; que si moría en el asedio, él iría en persona a reemplazarle, aunque estaba enfermo y en cama; y que si faltaban los dos, iría de España su madre a hacer en la guerra lo que no había tenido valor o paciencia para hacer su hijo.{35}»
Usaron los de Harlem en este sitio de palomas correos para comunicarse con el príncipe de Orange, a imitación de los antiguos romanos en el sitio de Módena. Sabida es ya la forma y artificio que se emplea para obtener este medio de comunicación. Mas esto duró solamente hasta que la casualidad hizo que una de las inocentes mensajeras cayera fatigada en los reales y se descubriera el secreto, pues desde entonces los soldados se entretenían en cazar con sus arcabuces todas las que veían a tiro. Unos y otros recibían socorros por mar y por tierra, y por tierra y por mar se peleaba. En ambos campos se hacía sentir el hambre, pero más especialmente en la ciudad, donde se comía las cosas más inmundas, hasta las suelas del calzado. Aquellas gentes, sin embargo, no se rendían, aun con ver acribilladas sus murallas con diez mil doscientas cincuenta balas de cañón que sobre ellas se tiraron, según cuenta que llevaron algunos curiosos. El 8 de julio, a media noche, hizo el príncipe de Orange un esfuerzo para socorrer a los de Harlem, pero la mañana del 9 le atacó don Fadrique, y le derrotó completamente, matándole tres mil hombres, y cogiéndole toda la artillería y banderas, y hasta trescientos carros de municiones. Con esto acabó de desaparecer toda esperanza para los sitiados, los cuales, no obstante, en su desesperación, pocos como ya quedaban, hambrientos y escuálidos, y habiéndoles sido rechazada toda propuesta de capitulación, todavía intentaron una salida, dejando en la ciudad las mujeres y niños, sin más objeto que el de morir matando. Pero las lágrimas y los abrazos de los hijos y de las madres pudieron tanto en los corazones de aquellos valerosos guerreros que habían despreciado tantas veces el fuego y el hierro enemigo, que no pudiendo resistir a la sensación de la ternura, volvieron atrás, y se rindieron al fin sin más condición que la generosidad o la clemencia que quisiera tenerles el rey (12 de julio, 1573).
Dio don Fadrique de Toledo las disposiciones oportunas para la entrada en Harlem, prescribiendo a cada capitán el puesto que debería ocupar. Cuando el duque de Alba desde Nimega comunicó al rey (14 de julio) la rendición de Harlem, le decía: «Desearía mucho que no se saquease, porque tenga lugar la misericordia, y se pueda hacer el castigo que merescen los culpados. De los walones, franceses y ingleses he escripto a don Fadrique no me deje hombre a vida, y de los alemanes las cabezas; y los otros, con juramento de no servir mas a este rebelde, los eche desnudos por parte que no puedan hacer daño. Los burgueses se castigarán algunos; con los demás se usará de misericordia, por ejemplo de las demás villas…»{36}. Y así lo hizo. Dos mil trescientos soldados, franceses, walones e ingleses con sus comandantes, fueron pasados por las armas, multó a la ciudad en cien mil escudos, e hizo ahorcar algunos ciudadanos. En el parte que de esto daba al rey (Utrech, 28 de julio) le decía: «Agora, señor, es menester procurar por todas las vías posibles, y con todas las blanduras que en el mundo se pudieren hallar, la reducción de este pueblo, porque estando V. M. armado como está, tiene lugar la misericordia, y la tendrán por tal, y si en otro tiempo se acometería con ella, fuera darles ocasión de mayores desvergüenzas.»
Habían muerto en el sitio de Harlem más de cuatro mil hombres del ejército real, entre ellos muy ilustres y valerosos capitanes. Recibieron heridas don Fadrique, don Fernando y don Rodrigo de Toledo, los maestres de campo don Gonzalo de Bracamonte y Julián Romero, y otros muchos esforzados caudillos y oficiales de todas naciones. Calcúlase que murieron de los enemigos más de trece mil{37}.
A los quince días o poco más de la entrada de nuestras tropas en Harlem, amolináronse los tercios veteranos españoles pidiendo que les diesen qué comer, e hiciéronlo con tal orden y maestría, como soldados viejos que eran, y tomaron tales disposiciones, y publicaron tales bandos, y diéronse asimismo tal forma de gobierno, que ellos se apoderaron de todo lanzando a sus capitanes, y dándose por muy feliz de poderse salvar el maestre de campo Julián Romero, que llegó más muerto que vivo a Amsterdam. Esta insurrección, que duró muchos días, puso en tal cuidado al duque de Alba que escribió al rey pidiéndole por Dios dirigiese desde aquí su voz a los amotinados y les ofreciese pagarles a la mayor brevedad. Tan en cuenta lo tomó Felipe II, que en 16 de agosto le contestó desde Galapagar, diciéndole le enviaba 400.000 escudos en letras de cambio, habiéndole costado tanto trabajo reunir esta suma, y a tan crecidos intereses, que era necesario viese de terminar cuanto antes los negocios de los Países Bajos. Con esto y con el dinero que entre el duque y su hijo habían pedido prestado a comerciantes particulares de Amsterdam, pudieron sosegar al pronto la sublevación, concertando con los insurrectos la cantidad que habían de dar a cada uno. Pero creció con esta especie de capitulación la insolencia, y no tardaron en amotinarse otra vez, si bien costándoles a los autores de este segundo motín ser ahorcados delante de Alckmaar por orden de don Fadrique.
El resto del año se pasó, conforme a la orden del rey, en apresurar las operaciones para ver de concluir una guerra tan costosa, que ni los escasos recursos de un país tan castigado, ni los más escasos que podían ir de España alcanzaban a soportar. Aunque muy quebrantados los orangistas con las anteriores derrotas, aún daban mucho que hacer a las tropas reales en Holanda y Zelanda, de cuyas provincias, si bien se fueron tomando algunas ciudades, a costa de trabajosos sitios y de no pocas pérdidas, muchas quedaban todavía por los rebeldes, y continuaba viva la guerra por tierra y por agua, en aquellos países mitad marítimos, mitad terrestres. Las tropas de diferentes naciones que se hallaban al servicio del rey por este tiempo en los Países Bajos, según relación del duque de Alba dada al comendador de Castilla eran: 79 compañías españolas, que hacían 7.900 soldados; 54 compañías de Altos Alemanes, que componían 16.200 hombres: 32 compañías de Bajos Alemanes, con 9.600 plazas: 104 compañías walonas, que equivalían a 20.800 soldados. Era el total de la infantería 54.500 hombres, sin contar los 3.000 que ocupaban las plazas fronterizas. La caballería se componía de 35 compañías, que hacían un efectivo de 4.780 hombres{38}.
Mas cuando en tal estado se hallaba la guerra, ocurrió otra novedad, que había de ser trascendental para los Países Bajos, a saber, el reemplazo definitivo del duque de Alba en el gobierno político y militar de Flandes y su venida a España. Los historiadores señalan, como única causa de haber admitido el rey la dimisión del duque, su falta de salud y el deseo, repetidas veces manifestado, de retirarse. Pero hubo en realidad mucho más que esto, según evidentemente se ve por la correspondencia oficial que tenemos a la vista. Cierto es que el duque de Alba gozaba ya de poca salud, y hacía tiempo deseaba y pedía ser relevado del gobierno, como que a virtud de sus reclamaciones había el rey nombrado y enviado para reemplazarle al duque de Medinaceli. Encendida la guerra cuando este último llegó a los Países Bajos, creyó el de Alba que su reputación no le permitía abandonar el país en aquellos momentos hasta pacificarle, y continuó al frente de la guerra y de los negocios, de modo que había en los Estados dos gobernadores, uno de hecho y de realidad, que era el duque de Alba, aunque dimisionario, y otro que puede decirse nominal, que era el de Medinaceli, a quien se aparentaba consultar como a una especie de coadjutor o corregente, pero que en hecho de verdad desempeñaba un papel indefinible. Si al principio pareció marchar acordes los dos gobernadores, no tardaron en surgir entre ellos las quejas y disidencias que era de esperar. «Mucha paciencia he necesitado desde que vine a estos países (escribía el de Medinaceli desde Nimega en 12 de noviembre de 1572), y ahora que el duque de Alba se mantiene lejos del teatro de la guerra, estoy determinado a dejarle en cuanto Zutphen sea tomada. El rey juzgará si es conveniente que un capitán general esté tan apartado de su ejército, y si es decoroso a mi reputación que la dirección de la guerra y de las tropas se haya encomendado a don Fadrique, que por la edad puede ser hijo mío. A bien que con irme yo nada sufrirán los negocios, porque el de Alba me da tan poca parte de las cosas, a lo menos de los términos y resolución dellas, que en las que se ofrecen no me instruye, y en las demás del gobierno, que lo ha de hacer, dice que no es llegado el tiempo, y que las ocupaciones destas revueltas no dan lugar a ello.{39}»
Por otra parte el secretario Albornoz, íntimo del de Alba, escribía al secretario Zayas (de Nimega, a 8 de marzo, 1573): «El duque de Medina ayuda poco a la dirección de los negocios. ¡Pluguiese a Dios que el rey no se hubiera acordado de nombrarle, y que él no hubiera venido jamás a estos países, o que hubiera venido así que se le nombró! Porque desde que se supo su nombramiento, comenzaron las intrigas entre los consejeros, y nacieron todos los embarazos en que nos hallamos… Si el duque de Medina se queda aquí, apostaría a que esto se pierde en ocho meses, o acaso en cuatro…{40}» Por este orden continuaban quejándose mutuamente uno de otro duque, e indisponiendo recíprocamente uno a otro gobernador con el rey.
Influyó esto sin duda grandemente en el ánimo de Felipe II para decidirse a nombrar gobernador y capitán general de los Países Bajos a don Luis de Requesens, comendador mayor de Castilla, que gobernaba el ducado de Milán. En 3 de octubre le escribía desde el Pardo que había mandado se le extendieran las patentes e instrucciones que había de llevar, y en 21 del mismo desde Madrid le decía que se las enviaba, con una instrucción particular firmada de su mano, que contenía importantes advertencias, así para la buena dirección de los negocios de Estado, como para la disciplina de las tropas. En su virtud pasó Requesens a Flandes (noviembre, 1573), donde fue muy bien recibido del duque de Alba, y aunque el comendador rehusaba encargarse del gobierno hasta la partida del duque por consideración a su persona, habiéndole éste enseñado las cartas del rey en que le ordenaba hacer la trasmisión del mando tan pronto como aquel llegase, cedió el de Requesens, y se encargó de la lugartenencia general de los Estados (29 de noviembre), con el sentimiento de saber la situación deplorable en que se encontraba la hacienda, debiéndose considerables sumas, sin haber un real en caja, ni medios de subvenir a los gastos ordinarios{41}.
Dispuso pues el duque de Alba su partida, y salió de Bruselas para España (18 de diciembre, 1573), después de haber gobernado a Flandes seis años, trayendo consigo a su hijo don Fadrique con cinco compañías de caballos, con los cuales se embarcó en Génova, dejando aquellos países en guerra, y a los hombres políticos haciendo los más diversos cálculos y encontrados juicios sobre la conveniencia o inconveniencia de su retirada a tal tiempo y en tales circunstancias. Al decir de un historiador no iban descaminados los que juzgaban que al modo que en Roma se dijo de Augusto César, «que o no hubiera debido nacer, o no debiera haber muerto», así se podía decir del duque de Alba, «que o no debiera haber ido nunca a Flandes, o no debiera haberle dejado a aquel tiempo.» Ocasión tendremos nosotros de emitir nuestro juicio: los sucesos lo irán mostrando también, y solo apuntaremos al terminar este capítulo, que el gobierno de Requesens, tan diferente en carácter del duque de Alba, no podía menos de dar nueva fisonomía a la situación de los Estados de Flandes.
{1} De Thou, lib. XLI.– Carta de Huberto del Valle, que se halló en la batalla, a la princesa Margarita de Austria.– Estrada, Guerras de Flandes, Déc. I, lib. VII.– Don Bernardino de Mendoza, Comentarios, lib. III.– Este autor que se encontró también en la batalla, es el que la refiere con más extensión y pormenores, como todo lo perteneciente a estas guerras en la década de 1567 a 1577, como quien se propuso que sus comentarios sirvieran de lecciones prácticas a los que siguieran la carrera de las armas. Por eso se detiene tanto en las descripciones de los sitios, las posiciones de cada ejército, los movimientos y evoluciones, el número y la calidad de la gente y de las armas, el orden de cada batalla, y toda la manera de pelear. Don Bernardino de Mendoza hizo personalmente toda la campaña sin faltar sino unos dos meses y medio que le ocuparon dos embajadas que desempeñó, una a Madrid y otra a Inglaterra.
{2} Refiere Mendoza que el capitán barón de Chevreau, que había escaramuzado con mucho brío, arrojó despechado el pistolete, diciendo: «El duque de Alba no quiere combatir.» De lo cual, dice el autor que se rió el duque, no pesándole de ver tales demostraciones de ardor en sus soldados. Y aplaude la prudencia del general, pues «conviene, dice, tener entereza y pecho los generales para no dar oído a los pareceres de sus soldados, si la razón no obliga a ello.» Mendoza, Comentarios, libro IV.
{3} Continúa Mendoza refiriendo los más menudos incidentes de cada jornada y de cada combate parcial, deleitándose en ello como todo el que escribe el diario de los Sucesos que presencia y en que tiene parte.– Estrada, no por ser menos minucioso tuvo motivos para ser menos exacto, pues ya que no fue testigo de los hechos, escribió teniendo a la vista las cartas diarias que Rafael Barberini, entendido militar y gran matemático, el cual se hallaba en los más de los encuentros, enviaba a Roma a sus hermanos Francisco y Antonio, padre este último del que fue luego pontífice con el nombre de Urbano VIII.
{4} Carta del duque de Alba al rey, de Cateau-Cambrésis, a 23 de noviembre de 1568. Archivo de Simancas, Estado, leg. 539.– Mendoza, Comentarios, lib. IV.– Estrada, Déc. I, lib. VII.
{5} Albornoz, su secretario, decía con este motivo, que tenía el duque sesenta y tantos años.
{6} Archivo de Simancas, Estado, leg. 541.
{7} Declaración de la estatua del duque de Alba, que se puso en el castillo de Anveres.
El brazo que tiene la petición o requesta en la mano, significa la nobleza que presentó la requesta a madama de Parma.
El brazo del martillo, el rompimiento de las iglesias.
El brazo de la hacha de cortar leña, el rompimiento de las imágenes.
El de la maza de armas, significa los que tomaron las armas contra S. M.
El brazo de el hacha alumbrada, el fuego que pusieron a los templos y al país.
El brazo de la bolsa, la gran suma de dineros que presentaron por haber la confesión augustana.
Las dos cabezas de un cuerpo, significan la herejía. La que tiene el bonetillo, el común, y la de las calabacillas y escudillas de palo, la nobleza.
Las dos máscaras significan que las llevaban los que presentaron la requesta, y siéndoles quitadas, fueron conoscidos.
Las biçaças (alforjas) con las calabacillas y escudillas de palo a las orejas, significan el nombre de Gües (Gueux) que tomaron.
Los libros y serpientes que salen de las biçaças, la mala doctrina y el veneno que sembraron.
Las heridas del brazo y del muslo, significan que la herejía va de rota, mal herida.
El estar el duque del todo armado, sino el brazo derecho, significa la parte armada, cómo venció y echó del país a los malos: y el brazo desarmado y tendido, llama a los buenos a paz y concordia.
Remitida a S. M. en carta de Diego González Gante.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 558.
{8} Estrada, Guerras de Flandes, Dec. I, lib. VII.
{9} En los legajos de Estado, 541 y 542 del Archivo de Simancas, se hallan varias cartas sobre este asunto, del embajador español en Londres, don Guerán de Espés, que había reemplazado a don Guzmán de Silva, escritas al duque de Alba y a S. M., del duque al rey, y sus contestaciones.– Mr. Gachard, en la Correspondencia de Felipe II, tom. II, cita una relación del suceso, sacada de un MS. de la biblioteca del Escorial.– Refiérenlo también Mendoza, Estrada y Cabrera, en sus obras respectivas.– Estrada cita una memoria sobre aquella controversia, trabajada por Rafael Barberini, uno de los enviados a Inglaterra y presentada al duque de Alba.
{10} «Memoria particular al Serenísimo Archiduque Carlos de lo que Su Majestad Católica, &c.»– Archivo de Simancas, Estado, legajo 659.
{11} En el legajo 662 de Estado (Archivo de Simancas) se hallan varias de estas comunicaciones. Cabrera, en el lib. VIII de la Historia de Felipe II, insertó íntegra la larga Instrucción del emperador Maximiliano al archiduque, y la no menos larga respuesta del rey.– Gachard da cuenta de muchos de estos documentos en el extracto de la Correspondencia de Felipe II.
{12} Relación de las rentas que poseían los principales nobles cuyos bienes fueron confiscados.
El príncipe de Orange tenía 152.785 florines de renta.
La renta del conde de Egmont era de 62.944 florines, y tenía casas en Bruselas, Malinas, Gante, Burgos, Arrás y La Haya.
El conde de Hooghstraeten, tenía de renta 16.827 florines.
El de Culembourg, 31.603 florines. Su casa de Bruselas fue arrasada.
El de Horns, 8.475 florines.
El de Vanden Berghe, 16.166 florines.
El de Brederode, 8.140 florines.
El marqués de Berghes, 50.872 florines.
El señor de Montigny, 11.250 florines.
Archivo de Simancas, Estado, leg. 544.
{13} De acuerdo están en esto los historiadores Cabrera, Estrada, Bentivoglio y otros con los muchos documentos que de este suceso hemos visto en el Archivo de Simancas, y con los que reseña Gachard en la última parte de la Correspondencia de Felipe II.
{14} La carta, copiada del Archivo de Simancas, Estado, legajo 543, se insertó en el tomo IV de la Colección de documentos inéditos.
{15} La sentencia se escribió en francés, y su traducción literal, hecha por el secretario Juan de Albornoz, se conserva en el archivo de Simancas, Estado, leg. 543, puede verse en el tomo IV de la Colección de documentos.
{16} Se designó para esto a fray Hernando del Castillo, del colegio de San Pablo de Valladolid.
{17} Archivo de Simancas, Estado, leg. 543, y tomo IV de la Colección de documentos, pág. 542 y siguientes.
{18} Sin duda por haber servido en otro tiempo de prisión al obispo Acuña. Hoy es la Sala 5.ª de los papeles de Estado.
{19} El papel decía así:
A. M. M. D. M.
Noctu ut intelligo nullus est tibi evadendi locus; interdiu sæpe, ut qui solus cum solo podagrico custode restas, qui tibi tam valido nec viribus nec cursu par erit. Erumpe igitur ab octavo usque ad duodecimum octobris quacumque potueris hora, et prende viam contiguam illi portæ Castelli qua ingresus es. Propé invenies Robertum et Joannem qui tibi presto erunt equis et aliis omnibus necessaris. Faveat Deus captis. R. D. M.
Carta de Eugenio Peralta a S. M., de Simancas, a 10 de octubre de 1570.– Estado, leg. 544.
{20} Todo consta de la siguiente patética carta del confesor Fray Hernando del Castillo al doctor Velasco, del Consejo de S. M., que se halla autógrafa en el archivo de Simancas.
«Ilustre señor.– El negocio que S. M. cometió al señor don Alonso de Arellano se acabó de concluir hoy lunes a las dos horas de la mañana de los 16 deste, y en él se procedió por el orden e instrucción que de vmd. traía. El sábado pasado, cerca de las diez de la noche se notificó la sentencia al reo, que vivía della tan descuidado como cierto de la venida de la reina nuestra señora, y confiado de su inocencia: y así mostró alguna alteración a los principios, que fue por horas creciendo. Don Alonso acabó de leer papeles y yo comencé a hacer mi oficio, y aquella persona a oírle con sosiego y mucha moderación en las palabras y gran paciencia en el semblante exterior; y con la misma procedió en todo hasta el postrer punto. Estaba lastimado de don Eugenio por la novedad que en su reclusión había usado estos días, y quedó satisfecho de entender que venía de otro superior dispuesta y ordenada. Procurose de darle en su trabajo el gusto que se sufriese, y acabó de persuadirse que era merced la que S. M. le hacía en guiar su negocio por estos términos. Desde la hora que digo hasta las dos del domingo de mañana gasté en satisfacerme, así de la fe que tenía, como de las otras cosas necesarias para tan larga jornada, y quedé satisfecho y mucho por entonces; y él ordenó un memorial escrito de su mano, que va con esta, por donde yo me guiase en sus descargos, siendo S. M. servido de acomodarle para ellos. Y por estar como estaba obligado en conciencia a satisfacer en público a la ruin sospecha que dél se tenía en las cosas de la religión, me dio ese testimonio y confesión que vmd. verá, y no la recibí escrita de mi mano, porque si acaso pareciese a S. M. mandarla salir a plaza algún día, no se pudiese decir que la había firmado enfermo sin ver ni leer lo que contenía. El memorial va en estilo de quien pide limosna, y de suyo advirtió él que debajo de aquella sentencia no era señor de un real para disponer dél de otra suerte…
»Yo haría mal mi oficio sino suplicase a vmd. con la instancia que puedo por el buen despacho de lo que aquí va, y por la brevedad (que es lo más importante) para cerrar las puertas a discursos de extranjeros y naturales, y para acertar yo a responder a quien me preguntare si hizo este hombre memoria de su alma y quién y cómo la cumple. En lo más principal ha estado tan bueno que puede dejar envidia a los que quedamos. Comenzose a confesar ayer a las siete horas, y a las diez le dije misa y le administré el Santísimo Sacramento. En lo uno y en lo otro tuvo las demostraciones de católico y buen cristiano que yo deseo para mí; gastó el resto del día y toda la noche siguiente en oración y en actos de penitencia y lección de algunas cosas de Fr. Luis de Granada, a quien en esta prisión se había mucho aficionado. Fuele creciendo por horas el desengaño de la vida, la paciencia, el sufrimiento y la conformidad con la voluntad de Dios y de su rey, cuya sentencia siempre alabó por justa, mas siempre protestando de su inocencia en los artículos del príncipe de Orange y rebelión, &c., en los cuales no quería ser de Dios perdonado si tenía culpa a su rey, mas confesaba le hacían la guerra sus enemigos, que en ausencia habían tenido lugar de vengarse dél a su salvo, y esto dijo sin cólera ni impaciencia exterior, mas que si hablara en las cosas impertinentes de un extraño, perdonándolos a todos con mucho ánimo y demostraciones de cristiano predestinado por este camino.
»Deja en mi confianza una cadenilla delgada de oro, de poca sustancia, colgada de ella una sortija de oro, sello de sus armas, y otra sortija con una turquesa; el sello y cadenilla para que lo envíe a su mujer, y la otra sortija a su suegra, por ser prendas que dice que ellas le dieron de recién casado; y que la escriba como Dios le ha llevado de esta vida en tiempo que no pudo tener libertad de servilla y honralla, y que la envía aquel juguete por ser el que traía consigo y para su memoria: que la suplica se acuerde de la sangre que viene, y sea tan católica como sus pasados, y no deje llevarse de opiniones ni sectas nuevas, sino permanezca en la fe y religión que la iglesia católica romana enseña, y el emperador Carlos V nuestro señor defendió por sus leyes, siempre y en devoción y servicio del rey nuestro señor, como della lo confía, y otro tanto a su madre… Esta es ya más larga de lo que quería quien desea tan poco como yo ser pesado; mas lleve vmd. la pena de la culpa que no hice para que vmd. me quisiese por testigo de trabajos. Nuestro Señor la ilustre persona de vmd. guarde con el acrecentamiento que desea en Simancas diez y seis de octubre.– B. L. M. a vmd. su servidor.– Fr. Hernando de Castillo.– Al ilustre señor mi señor el doctor Velasco, del Consejo de S. M.»
{21} Minuta original que se halla en dichos papeles de Estado, legajo 544
{22} Cabrera, en el libro IX, capítulo 19 de su Historia, describe la solemnidad con que se celebraron las bodas, y enumera los personajes que a ellas asistieron.
{23} Carta del duque de Alba al rey, desde Anveres.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 546.
{24} Carta del rey al duque de Alba, de Madrid, a 29 de enero de 1571. Archivo de Simancas, Estado, leg. 547.
{25} Estrada, Guerra de Flandes, Déc. I, lib. VII.
{26} Daremos por apéndice los segundos Advertimientos de don Francés de Álava, copiados del Archivo de Simancas, Estado, legajo 549, por la idea que dan, no solo de la situación de Flandes, sino de la general de los estados de Europa, y del espíritu de cada uno de ellos, respecto a la cuestión flamenca.
{27} No nos queda duda de este pensamiento de Felipe II. En 4 de julio de 1570, le decía desde el Escorial al duque de Alba, que cierta persona, celosa de su servicio y del bien y tranquilidad de los Países Bajos (era el consejero Hopper), le había avisado ser el momento favorable para erigirlos en reino, y le había dado un memorial de los fundamentos con que lo podía hacer, del cual le enviaba copia; que lo comunicara a las personas que tuviera por conveniente, y le trasmitiera su parecer. «Este proyecto, decía, fue concebido ya cuando yo estaba en los Países Bajos (lo fue por el consejero Assonleville), mas se suspendió por las dificultades que entonces se ofrecían. Las circunstancias hoy han variado; los naturales están sometidos, y creo que nadie se atrevería a contrariar su ejecución. Si con maña se los pudiera comprometer a que ellos mismos me lo demandaran, este sería ciertamente el camino más llano. Por lo demás, vos me diréis en qué forma debería yo solicitar del papa el título de rey, y si para esto deberé contar con el emperador.» Archivo de Simancas, Estado, leg. 544.
{28} De Thou, lib. 54.– Mendoza, Coment., lib. VI.– Estrada, Guerras, Década I, lib. VII.– Cabrera, lib. IX, cap. 2.– Gachard, Correspondencia de Felipe II, tomo II.
{29} Cap. V del libro presente.
{30} Aludiendo a la confianza con que el de Egmont en Flandes se había entregado en manos del duque de Alba, que después le hizo ahorcar.
{31} Diario de Carlos IX, tomo I.– Las historias de Francia, donde se leen largos y espantosos pormenores de aquella horrible mortandad.
{32} Cartas del duque de Alba a Felipe II desde el campamento frente de Mons, y desde los reales cerca de Malinas, fechas en setiembre y primeros de octubre. Archivo de Simancas, Estado, legajos 552 y 553.– Estrada, Década I, lib. VII.– Mendoza, Comentarios, lib. VII.– Cabrera, lib. X, cap. 4.– De Thou, lib. LIV.– Mendoza, que se halló en el cerco de Mons, inserta las condiciones de la capitulación.
{33} «Degollaron burgueses y soldados, sin escaparse hombre nascido,» decía el duque de Alba en carta a Felipe II desde Nimega, a 19 de diciembre de 1572.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 552.
{34} Mendoza, Coment., libro VIII.– Estrada, Dec. I, libro VII.– Cartas originales del duque de Alba, del de Medinaceli, del contador Alameda y otros, al rey y al secretario Gabriel de Zayas; Archivo de Simancas, Estado, legajo 552.
{35} Esta embajada es tan cierta, que el que la refiere es el mismo que la llevó, y la comunicó también al ejército en las trincheras, a saber: don Bernardino de Mendoza. Este mismo llevaba orden del duque de Alba para reconocer las baterías, las minas y todos los trabajos del sitio, y vino a España a dar cuenta de todo al rey, volviendo luego a Nimega con buena provisión de dinero, y con poder del rey para arreglar las diferencias que con la reina de Inglaterra había sobre embargos, en cuyo viaje dicen que empleó mes y medio. Entonces fue también cuando Felipe mandó a don Luis de Requesens, comendador mayor de Castilla y gobernador de Milán, que enviase al ejército de Harlem cinco mil españoles en veinte y cinco banderas.– Mendoza, Comentarios, lib. IX, página 191 y 192, edic. de Madrid de 1592.
{36} Archivo de Simancas, Estado, leg. 535.
{37} Además de las noticias que de este sitio y esta guerra nos da don Bernardino de Mendoza, el más autorizado de los historiadores de las cosas de Flandes, en el libro IX de sus Comentarios, tenemos a la vista copias de multitud de documentos originales de la correspondencia del duque de Alba con el rey, y de este con otros personajes que se hallaban en Flandes y Holanda, la del duque de Alba con don Fadrique, su hijo, general del ejército, la del secretario Albornoz con Gabriel de Zayas, y tantos otros documentos, que con sola su enumeración y con las fechas de cada uno podríamos llenar algunas páginas.
{38} Relación de la gente de guerra, &c., enviada por el duque de Alba al comendador de Castilla, el 18 de diciembre de 1573.– Archivo de Simancas, Estado, legajo 554.
{39} Carta del duque de Medinaceli, Archivo de Simancas, Estado, legajo 552.
{40} Archivo de Simancas, Estado, leg. 556.
{41} Cartas del duque de Alba al rey, de Bruselas, 2 de diciembre, y de don Luis de Requesens, 4 de diciembre, también de Bruselas. Archivo de Simancas, Estado, leg. 555.