Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo XI
Los moriscos
El marqués de Mondéjar y el de los Vélez
1569

Primeras operaciones de campaña del marqués de Mondéjar.– Paso del puente de Tablate.– Atrevida resolución de un fraile franciscano.– Fuga de los moriscos.– Sitio y socorro de Órgiva.– Los cristianos en Pitres, Poqueira y Jubiles.– Gran degüello de mujeres moriscas.– Diego López Aben Aboo.– Discordia entre el rey Aben Humeya y sus parientes.– Tratos de paz.– Acción de Paterna.– El marqués de Mondéjar en Andarax y Ugíjar.– Su política con los rendidos.– Expedición del de Mondéjar a las Guájaras.– Conquista del Peñon.– Fuga y suplicio de el Zamar.– Crueldad del marqués con los vencidos.– Reducción de los lugares de la Alpujarra.– El marqués de los Vélez en la sierra de Filabres y en la de Gador.– Sus triunfos sobre los moriscos en Huécija y Filix.– Indisciplina de sus tropas.– Atrevida expedición de don Francisco de Córdoba.– El marqués de los Vélez en Ohanez.– Escenas trágicas.– Pacificación de la Alpujarra.– Riesgo que corrió Aben Humeya de ser cogido.– Sálvase mañosamente.– Acusaciones e intrigas en Granada y en la corte contra el marqués de Mondéjar.– Da el rey a don Juan de Austria la dirección de la guerra.– Don Juan de Austria en Granada.
 

De índole completamente diversa y nada parecida a la guerra de Flandes era la de los moriscos insurrectos del reino de Granada, que al apuntar el año 1569, dejamos como anunciada al final de nuestro capítulo VIII. Producidas ambas por motivos semejantes, por no querer sujetarse, así flamencos como moriscos, al rigor con que Felipe II se empeñaba en establecer la unidad religiosa en todos sus dominios, y por sacudir el peso de los onerosos tributos con que los oprimía, el carácter de la rebelión y de las guerras de cada uno de estos dos pueblos tenía que ser de todo punto distinto, por la diferente condición de los naturales de cada país, y por las circunstancias de localidad.

Habitando los moriscos la parte más montañosa y áspera del reino de Granada, rústicos e inciviles los más, divididos en grupos de pequeños pueblos llamados tahas, sin una ciudad ni plaza fuerte, sin ejército organizado, tan valientes y feroces como fanáticos por los ritos de su antiguo culto, irritados como los leones en sus cuevas con la opresión y los malos tratamientos de los cristianos, la guerra que estos hombres hicieran necesariamente había de ser, como lo fue, una lucha de esfuerzos parciales, de asaltos y sorpresas, de rústicos e improvisados atrincheramientos, de acometidas y defensas heroicas y feroces, de incendio, de saqueo y de asesinato, guerra en fin de montaña, y lo que en nuestra vecina nación llamarían de brigandage, como lo había empezado a ser. Mas no por eso dejó de ser fecunda y variada en notables accidentes, que los historiadores de aquel tiempo y que se hallaron en ella nos han trasmitido, a los cuales nosotros no podemos seguir por no ser de nuestro objeto, en sus diarios lances y pormenores, bien que en ellos figuraran personajes y generales de gran cuenta, algunos de los cuales ganaron no poca reputación y lauro, y fue el principio de sus grandes glorias militares.

Dejamos en el final del precitado capítulo al marqués de Mondéjar en el Padul, dando principio a la campaña contra los rebeldes moriscos, con la gente que había podido recoger en Granada, más fuerte por el valor y la decisión que por el número y la disciplina, que aquel era bien escaso para sujetar un pueblo insurrecto, y esta no era para elogiada, en especial la de la gente concejil, que iba movida del deseo y la esperanza del pillaje; así como se distinguían por su lucido y aun lujoso porte los aventureros y gente noble que por afición a pelear acompañaban al capitán general de Granada. La estación era la más cruda del año (principio de enero, 1569), y más en un país erizado de altos riscos y nevadas sierras. Y sin embargo, no se interrumpieron un punto, antes menudeaban maravillosamente los combates y los movimientos y operaciones de la guerra. Ya desde el Padul tuvo que rechazar un grueso pelotón de moriscos mandados por Miguel de Granada el Jabá, que en una acometida nocturna había sorprendido su vanguardia en Durcal, y herido de un flechazo al capitán Lorenzo Dávila. Y aquí se comenzó a ver también el carácter religioso que se dio a esta guerra. Cuatro frailes de San Francisco y cuatro jesuitas pelearon en este reencuentro en favor de los cristianos. Uno de los primeros arengaba con un Crucifijo en la mano a los suyos, cuando una piedra lanzada por un moro vino a herirle fuertemente en el brazo, dando en tierra con la sagrada insignia, cosa que irritó tanto al capitán Gonzalo de Alcántara, que embravecido como una fiera, y no contento con haber arrancado la vida al perpetrador de aquel sacrilegio, arremetió furioso con su espada jurando degollar a cuantos descreídos se le pusieran por delante. Sin embargo, hubiéranlo pasado mal aquella noche los cristianos, si un ardid del marqués de Mondéjar no hubiera ahuyentado a los audaces moriscos.

Rechazado el Jabá, y reforzado el marqués con las milicias de Úbeda, Baeza, Porcuna y otras villas (que a esta guerra concurrían, como en lo antiguo, los señores con sus vasallos, los concejos con sus pendones), sometiéronsele los moriscos de las Albuñuelas, temerosos de que descargara sobre ellos toda la furia de los cristianos. Abastecíale de mantenimientos desde Granada su hijo el conde de Tendilla, que dividiendo en siete partidos los lugares de la Vega, hacía que cada uno en un día de la semana llevase diez mil panes de a dos libras al campo del marqués su padre; y todos los soldados y caballeros que de las ciudades de Andalucía iba reuniendo en Granada, los alojaba en las casas de los moriscos, obligando a estos a darles cama y comida, ahorrando así el gasto de alojamiento y manutención al Estado, pero dando ocasión a los soldados a entregarse a los desmanes y excesos de la licencia y de la codicia. No lograron los moriscos, por más reclamaciones que hicieron, libertarse de esta carga, pesándoles ya de no haberse unido a Aben Farax la noche que entró en el Albaicín{1}.

Así reforzado el de Mondéjar, determinó pasar a la Alpujarra, donde le esperaba el llamado por los moriscos rey de Granada y de Andalucía, Aben Humeya, con tres mil quinientos hombres, armados de arcabuces, palos enastados, hondas y ballestas con flechas envenenadas. Tenían los cristianos que pasar el puente de Tablate, colocado sobre un profundísimo barranco. Los enemigos habían cortado este puente, pero habían atravesado de un lado a otro unos maderos viejos con los cimientos socavados, de modo que no pudiendo sostener más del peso de un solo hombre, si cargaban más sobre él cayeran despeñados al abismo. Confiaban los moros en que no habría nadie tan temerario que se atreviera a intentar el paso por el estrechísimo y mal seguro puente, mas no contaban con el ánimo que infunde el espíritu religioso. Mientras la artillería y arcabucería del marqués con nutrido fuego alejaba a los enemigos de la orilla opuesta, un fraile franciscano, Fr. Cristóbal de Molina, remangando el halda de su hábito, con una rodela echada a la espalda, su espada desnuda en la mano derecha, y en la siniestra un Crucifijo, invocando el nombre de Dios, se metió denodadamente por el puente, y cimbreándose los viejos maderos y deshaciéndose bajo sus pies los terrones que los cubrían, pasó del otro lado con indecible asombro de los enemigos. Picó el ejemplo del fraile a los soldados, y manteniendo la artillería a respetuosa distancia y en respeto a los moriscos, fuéronle pasando en bastante número, no sin que algunos bajaran volteando a la profundidad del barranco, donde se hacían pedazos sus cuerpos. Aterrado Aben Humeya con tan insigne ejemplo de valor, retirose a las breñas con su gente, no sin pérdida considerable. El marqués hizo rehabilitar el puente; dejó en su guarda la compañía del pendón de Porcuna; avanzó al collado de Lanjarón, y marchó a socorrer y libertar la guarnición de Órgiva, que ya se hallaba en el último apuro y extremo, después de haber sufrido en una torre todos los trabajos y todos los accidentes de un sitio formal.

Socorrido el presidio de Órgiva, dirigiose a la taha de Porqueira, de la cual se apoderó, derrotados cuatro mil hombres de Aben Humeya en el paso de Alfajarali, bien que a costa de salir heridos de una pedrada su hijo don Francisco de Mendoza{2}, y de dos saetas el capitán Alonso de Portocarrero. En Porqueira cautivó muchas mujeres y niños, los soldados hicieron gran presa de botín, y de allí se movió el marqués a Pitres de Ferreira, donde se dedicó a curar los heridos; en cuyo tiempo ocurrió un infortunio que le llenó de amargura. La compañía que dejó guardando el puente de Tablate fue asaltada y sorprendida por quinientos moriscos, muriendo parte de los cristianos degollados, parte quemados dentro de una iglesia en que buscaron asilo, y huyendo el resto a Granada. En cambio de este contratiempo presentáronsele al de Mondéjar dos mensajeros de Fernando el Zaguer, llamado Aben Jahuar, tío y general del rey Aben Humeya, ofreciendo entregársele con su gente, con tal que les diese seguro para sus personas. Despachó el marqués a los mensajeros con no mala respuesta, pero sin soltar prenda acerca del seguro, y levantando su campo tomó el camino de Jubiles en busca del grueso de los enemigos, con un temporal horroroso de nieves y aguas, por entre asperezas y cerros, hasta el punto que varios soldados se helaron aquella noche (17 de enero), y de los moros mismos que huían a lo alto de la sierra perecieron bastantes mujeres y niños de frío. Los rebeldes de Jubiles intentaron aplacar la ira de los cristianos dando suelta a multitud de mujeres que tenían cautivas, y cuyos maridos, padres y hermanos habían sido a su presencia degollados. Conmoviose el marqués de Mondéjar cuando se le presentaron aquellas infelices entre congojosas y alegres, con sus niños en brazos, descalzas y casi desnudas, sueltos los cabellos, y los rostros bañados en lágrimas, muchas de ellas doncellas y damas nobles criadas con regalo. El marqués las consoló y siguió adelante. Diez y ocho alguaciles de los principales de las Alpujarras le salieron con banderillas blancas en las manos en señal de paz, rogándole los tomase bajo su protección y amparo, e intercediese con S. M. para que los recibiese a merced y les perdonara los pasados yerros. Mandó desde luego el de Mondéjar que no se les hiciese daño, mas la generosa conducta del general excitó grandes murmuraciones entre los suyos, que no llevaban con paciencia se tuviese consideración con los rebeldes.

Ahuyentados Aben Humeya y los principales caudillos a la sierra, rindiéronse los del castillo de Jubiles, que serían unos trescientos, con más de dos mil mujeres, las cuales ordenó el marqués se pusiesen a seguro en la iglesia. Mas como tuviesen que quedarse fuera más de la mitad por no caber en el templo, sucedió que a media noche uno de los soldados cristianos que les hacían la guardia tomó del brazo a una de ellas, y quiso sacarla de entre las otras violentamente y llevarla consigo. La acción del imprudente y atrevido cristiano exasperó a un mancebo moro, que vestido de mujer, acaso amante o deudo, junto a aquella joven estaba, y arrojándose al soldado y arrebatándole la espada le atravesó dos veces con ella, acometiendo después a otros como quien desesperado buscaba la muerte. Alarmose el campo, gritando que había entre las mujeres moros disfrazados y armados; creció la confusión, acudió gente de los cuarteles, y en medio de la espantosa oscuridad de la noche todas aquellas infelices fueron cruelmente acuchilladas, librándose solo las que estaban en el templo, merced a la prisa que se dieron a cerrar la puerta. Duró la mortandad hasta el día. El marqués mandó proceder contra los culpados, y aunque no era fácil averiguar quiénes fuesen, por que el delito no quedara impune fueron ahorcados tres de los que más culpables aparecieron de las informaciones{3}.

Envió el marqués los enfermos y heridos, así como las mujeres rescatadas del cautiverio, a Granada, donde su presencia causó al propio tiempo general compasión y júbilo; y dio salvoconducto a los diez y ocho alcaides de las Alpujarras, cosa que desagradó sobremanera a los que querían llevar la guerra a sangre y fuego, motejando al de Mondéjar de tolerante con los enemigos de la fe cristiana. De allí pasó a Cádiar y Ugíjar, en cuyo camino se le presentó a rendirle obediencia Diego López Aben Aboo, primo del rey Aben Humeya, y sobrino de Aben Jahuar. La división y la discordia había entrado en la familia y parentela del rey de los moriscos: tanto, que como le dijesen a Aben Humeya que su suegro andaba en tratos con el marqués de Mondéjar y conspiraba contra él, le llamó artificiosamente a su casa y le hizo asesinar; repudió a su mujer y se encrudecieron los enconos entre los parientes del difunto. De estas disposiciones trató de aprovecharse el caudillo de los cristianos, y sin dejar de seguir su marcha a Paterna, donde supo haberse atrincherado Aben Humeya con seis mil hombres, hizo que le escribiera don Alonso de Granada Venegas excitándole a que abandonara el camino de perdición que había tomado, y a que se pusiera a merced del rey y se redujera a su obediencia, puesto que aún estaba a tiempo, asegurándole que el mismo marqués de Mondéjar intercedería por él con S. M.

La respuesta de Aben Humeya fue de estar pronto por su parte a hacer la sumisión, pero pedía tiempo para ver de reducir a los sublevados. Apurábale el de Mondéjar para que lo abreviase, y continuaron los mensajes y las respuestas, caminando entretanto poco a poco el general de los cristianos para que no se malograsen los tratos y negociaciones de paz. Acaso hubieran llegado estas a feliz remate, y de ello había grandes esperanzas, si adelantándose el ala izquierda de los cristianos hasta la cuesta de Iniza, cerca ya de Paterna, no hubiera comenzando a escaramuzar con un escuadrón de moros, poniéndole en huida. Súpolo Aben Humeya en ocasión que acababa de leer y aun tenía en la mano la última carta del marqués, y sospechando que todo era engaño, arrojó despechado la carta, y viendo a los cristianos subir la sierra y a los suyos huir, montó en su caballo y corrió también hacia la sierra, metiéndose tan de prisa por lo más encrespado de las breñas, que solo cinco moros le pudieron seguir. Desbandose con esto su gente en el mayor desorden, los cristianos acuchillaban cuantos podían alcanzar, y entrando luego en Paterna cautivaron la madre y hermanas de Aben Humeya, con multitud de mujeres moriscas y gran cantidad de víveres y objetos, y rescataron más de ciento cincuenta cristianas que tenían cautivas (27 de enero, 1569). Todavía el marqués mandó al grueso de su gente hacer alto en un encinar aguardando a que Aben Humeya viniese a darse a partido, con lo cual dio ocasión a nuevas murmuraciones de los soldados, que ignorantes de los tratos que mediaban, quejábanse de que les había quitado de las manos aquel día la más cumplida victoria. La jornada de Paterna fue la última en que se juntó tanta gente morisca a las órdenes de Aben Humeya{4}.

Sin descansar sino una sola noche, y no obstante el rigor de la estación, partió el marqués al día siguiente a la taha de Andarax en busca de los dispersos y fugitivos. Siguiendo su sistema de política, admitió y dio seguro a los que venían a sometérsele, dejándolos vivir en sus casas y lugares. Hizo más, y es uno de los más notables rasgos del carácter del de Mondéjar, que fue entregar a tres alguaciles de la tierra más de mil moriscas de las que llevaba cautivas, para que estos las diesen a sus padres, esposos o hermanos, a condición de volverlas cuando les fuesen pedidas; siendo lo más singular del caso que más adelante fueron otra vez entregadas conforme a la condición impuesta, cosa, como dice bien un historiador de estos sucesos; desoída en los anales de las guerras civiles. Volviose el marqués a Ugíjar, donde permaneció cinco días, preparando una expedición a las Guájaras, tierra de Salobreña y Almuñécar, famosas por un fuerte peñón que está encima de Guájar el Alto, de donde los moros salían a saltear los caminos a la parte de Alhama, Guadix y Granada, matar los caminantes, incendiar los cortijos y robar los ganados.

La expedición a las Guájaras era una necesidad política para el marqués de Mondéjar, y en acometerla se interesaba su reputación; puesto que no era bastante haber casi pacificado toda la Alpujarra en un solo mes de trabajosas y difíciles operaciones, haber sometido casi todas las tahas y reducido a la impotencia al rey Aben Humeya, para que sus enemigos los magistrados de Granada dejaran de motejarle de flojo y blando y contemporizador con los rebeldes, porque no los cautivaba o degollaba a todos; y así lo representaban al rey, haciendo valer las correrías de los moros de las Guájaras para desvirtuar y aun para pregonar como falsos sus triunfos en la Alpujarra. Entendiolo el marqués, y enviando a Granada las cristianas cautivas y toda la gente inútil que le estaba embarazando, moviose de Ugíjar (5 de febrero), y pasando por Órgiva y Vélez de Benabdalla, acampó en las Guájaras, donde llegaron el conde de Santisteban don Alonso Portocarrero con un refuerzo enviado por el conde de Tendilla.

El famoso peñón donde se habían fortificado todos los moriscos de aquella tierra está situado en la cumbre de una montaña redonda a la media legua de Guájar el Alto, cercado de una roca tajada, que deja solo una angosta y fragosa vereda que va la cuesta arriba más de un cuarto de legua, y luego tuerce por entre otras peñas más bajas{5}. Contra el dictamen y con repugnancia del de Mondéjar se empeñó una noche don Juan de Villarroel, ansioso de ganar gloria, en dar un asalto con poca gente a aquella agreste trinchera. El ejemplo de los que iban estimuló a otros muchos caballeros y soldados a seguirlos, los unos movidos por la codicia, los otros por hacer jactancia y alarde de valor, y los hubo que llegaron trepando hasta tocar los reparos del último fuerte. Pero unos y otros pagaron bien cara su temeridad. Cuarenta animosos moros, armados de piedras y chuzos, y excitados por Marcos el Zamar, salieron de su rústico baluarte, y arremetiendo a los cristianos que habían consumido imprudentemente sus municiones, comenzaron a degollar a los que estaban más arriba, despeñando a otros que caían sobre los que estaban en la ladera y barranco, y haciendo una mortandad lastimosa. Fueron acuchillados los capitanes don Juan de Villarroel, don Luis Ponce, Agustín Venegas y el veedor Ronquillo: herido don Gerónimo de Padilla, hijo de Gutierre Gómez de Padilla, se salvó abrazándole apretadamente un esclavo cristiano, y echándose los dos a rodar por una peña hasta dar en el arroyo, donde fueron socorridos, aunque ya en el estado más desastroso. Cuando acudió el marqués de Mondéjar, bien que salvó todavía a muchos, ya no pudo evitar que el barranco y laderas quedaran sembradas de cadáveres y regados de sangre cristiana.

Irritó en vez de hacer perder aliento al general de los cristianos este desastre, y resuelto un día a acometer la terrible guarida de los moros, dio a cada capitán sus instrucciones, y combinados los movimientos y dando principio las compañías a subir con admirable decisión aquellos recuestos pedregosos, descargando los cristianos sus arcabuces, contestando los moros, hombres y mujeres, con peñas y piedras que arrojaban desde su atrincheramiento, duró el combate todo el día, y fue necesario que viniera a poner tregua la noche. Esperaba el marqués para volver a la pelea que asomara otra vez el alba, cuando fue avisado de que el Zamar, temeroso de perecer de hambre en aquel estrecho recinto, había persuadido a los suyos y acordado con ellos abandonarle calladamente con toda la gente de guerra y las mujeres que tuvieran ánimo para seguirlos. Y en efecto, bajando por despeñaderos que parecían solo practicables para las cabras, habían ido deslizándose hacia las Albuñuelas, quedando solo los viejos y una parte de las mujeres con esperanza de salvar las vidas entregándose a la clemencia del vencedor. Receloso no obstante el marqués, aguardó a que luciera el día, y cuando se cercioró de la verdad del suceso, ordenó a los suyos avanzar al fuerte, de que sin resistencia se apoderaron. El Zamar, errante por aquellas sierras con una hija suya en los hombros, doncella de trece años, cayó en poder de unos soldados cristianos{6}. El marqués de Mondéjar, tal vez por desvanecer la reputación de blando con los rebeldes y de excesivamente generoso con los vencidos de que le acusaban en la corte y en Granada, obró en esta ocasión con un rigor extremado, contrario al parecer a su carácter, haciendo pasar a cuchillo con despiadada crueldad a cuantos halló en el fuerte sin consideración a sexo ni edad, sin perdonar a ninguno, y sin dejarse ablandar ni por las lágrimas y lamentos de aquellos infelices, ni por los ruegos de sus mismos caballeros y capitanes{7}.

Repartió el botín entre los soldados; hizo asolar el fuerte; envió a Motril los enfermos y heridos, que eran muchos; permaneció allí hasta el 14 de febrero; partió después a visitar los presidios de Almuñécar, Motril y Salobreña, y dio la vuelta a Órgiva a proseguir la reducción de los lugares de la Alpujarra. El mando y cargo que había tenido don Juan de Villarroel le confirió a su hijo don Francisco de Mendoza.

Mas ya es tiempo de dar cuenta de lo que por otra parte había ejecutado el marqués de los Vélez, gran señor en el reino de Murcia, a quien el presidente de la chancillería de Granada, don Pedro de Deza, desafecto al marqués de Mondéjar, había excitado a que acudiese en socorro de las ciudades de Almería, Baza y Guadix, que los insurrectos moriscos amenazaban y tenían en peligro. Apresurose en su virtud el de los Vélez a convocar a sus amigos y vasallos, y congregando además las milicias de Lorca, Caravaca, Cehegín, Mula y otros lugares de aquella tierra, sin aguardar orden de S. M. y anhelando entrar armado en el reino de Granada, partió de su villa de Vélez Blanco (4 de enero, 1569), y atravesando la sierra de Filabres con un temporal deshecho de vientos, hielos y nieves, fue a alojar a la villa de Tabernas, donde descansó hasta el 13, esperando órdenes del rey y las banderas que habían de llegar de Murcia. Ya antes el capitán don García de Villarroel, saliendo de Almería, había hecho una atrevida sorpresa en encamisada a los moros de Benahadux, llevando a Almería la cabeza de su caudillo y siete prisioneros que fueron ahorcados de las almenas de la ciudad. A esta empresa le habían acompañado el arcediano, el maestrescuela y otros varios prebendados de aquella iglesia, tomando así la guerra por aquella parte el mismo carácter religioso que hemos visto por la de Granada.

El movimiento del marqués de los Vélez y su entrada en un reino en que no ejercía mando, fue mirada como una intrusión, y como origen de una funesta rivalidad entre los dos generales, si bien el presidente Deza y los partidarios del sistema de rigor y de exterminio ensalzaban al de los Vélez como hombre que no había de admitir partidos de los herejes ni contentarse con reducirlos como el de Mondéjar, y en este sentido informaban al rey y al Consejo. Así fue que el monarca, sin considerar el inconveniente de la coexistencia de dos capitanes generales en una misma provincia, ni el agravio que de ello había de recibir el marqués de Mondéjar, envió sus despachos al de los Vélez mandándole acudir a la parte de Almería. Con esto alzó su campo y dirigiose a Huécija, donde muchedumbre de moros acaudillados por Fernando el Gorri se habían hecho fuertes, soltado las aguas de las acequias para empantanar los campos y atravesado maderos y árboles en las veredas y caminos para impedir el paso de la caballería. Llevaba el marqués cinco mil infantes y trescientos caballos y le acompañaba su hermano don Juan Fajardo, sus hijos don Diego y don Luis, y otros parientes. Don Juan iba de maestre de campo y don Diego guiaba la caballería. A pesar de los estorbos que embarazaban el camino, de los reductos que defendían la población y de la resistencia porfiada de el Gorri, todo cedió al ímpetu de los soldados del marqués, y los moros fueron desalojados, huyendo unos a Andarax con el Gorri para incorporarse con Aben Humeya, otros con Aben Meknum por la sierra de Gádor a Félix, donde pronto se reunieron otra vez tres o cuatro mil hombres. Pero la gente del marqués, que de todo tenía menos de subordinada, y cuyo móvil y afán era la presa y el botín, luego que se vio con despojos y esclavas desbandose por aquellos cerros a gozar del fruto de sus rapiñas.

Verdad es que aquel incentivo llevaba cada día nuevas bandadas de gente a las banderas del marqués, y en reemplazo de aquellos desertores se halló en pocos días con cerca de ocho mil combatientes, con los cuales se decidió a internarse con un intensísimo frío en la sierra de Gádor en busca de los refugiados en Félix. Habíase adelantado por su cuenta el capitán de Almería don García de Villarroel por la codicia de anticiparse al saqueo, pero vio defraudadas sus esperanzas con la actitud imponente en que encontró a los moros. Así como el corregidor de Guadix, Pedrarias Dávila, en una salida a la tierra de Zenete hizo una presa de más de dos mil mujeres y niños y mil acémilas cargadas de ropa. El creerse todo el mundo con derecho a apropiarse todo lo que a los moriscos pudiera coger, era el cebo que atraía a muchos a una guerra, en que, como dice cándidamente uno de los historiadores que en ella iban, «todos robábamos{8}.» La acción de Félix fue una de las más sangrienta de esta campaña, porque los moros pelearon desesperadamente, y hasta las mujeres acometían con armas y piedras, y cuando más no podían arrojaban puñados de lodo a los ojos de los cristianos. Pero tuvieron que sucumbir al número y murieron en tres encuentros millares de moros, entre ellos los capitanes Futey y el Tezi, sobre todo multitud de ancianos, mujeres y niños (fin de enero, 1569). Los soldados del marqués de los Vélez hicieron después de la victoria de Félix lo mismo que habían hecho después del triunfo de Huécija, desertarse cargados de botín. Una vez que intentó el marqués castigar un soldado de la compañía de Lorca, amotinose toda la compañía, diciendo al general que tuviera entendido que si castigaba a su paisano Palomares (que así se llamaba el soldado), había tres mil hombres dispuestos a morir con él o por él.

Las noticias que se recibían eran que venían turcos en auxilio de los moriscos españoles, y de que Aben Humeya había despachado a su hermano a pedir socorros a Berbería y Argel. Entre otras disposiciones que el rey tomó con este motivo fue mandar a Gil de Andrada que se acercase con sus galeras a la playa de Almería para abastecerla de municiones y vituallas, y enviar a aquella ciudad a don Francisco de Córdoba para que prosiguiese la guerra por aquella parte, con orden al marqués de los Vélez para que suministrase parte de su gente. La expedición que hizo don Francisco de Córdoba a la sierra de Inox (febrero) fue muy notable y le dio gran fama, porque se apoderó de un fuertísimo peñón en que se abrigaban multitud de moros, en lo más encumbrado y fragoso de la sierra, al modo del de las Guájaras, y donde los rebeldes no creían pudiera llegar planta cristiana. Y mientras don Francisco de Córdoba remataba esta difícil empresa, el marqués de los Vélez desbarataba en Ohañez las cuadrillas que habían escapado de la espada de Mondéjar, huyendo los que quedaban a las cuevas que tenían en los riscos, donde eran también cazados y ahorcados. Muchas fueron las mujeres moriscas que en esta especie de ojeos murieron desastrosamente, o acuchilladas por los soldados, o despeñándose a los abismos abrazadas a sus criaturas, sucediendo escenas que la pluma se resiste a describir{9}.

Tal era el estado de la guerra cuando volvió el marqués de Mondéjar victorioso de las Guájaras a acabar de reducir la Alpujarra. La acogida que hacía a los que venían a sometérsele le atrajo la sumisión de todos los lugares y de los desventurados que vagaban aun por las breñas con sus mujeres y sus hijos, medio muertos todos de frío y de hambre, quedando solamente como unos quinientos de aquellos feroces monfíes o bandoleros que habían comenzado la guerra y aun no querían rendirse. Pero de todos modos andaban ya cuadrillas sueltas de diez y doce soldados cristianos por casi todo el país, en verdad haciendo ellos más daño, que con temor ya de recibirle. Hasta aquellas mil moriscas cautivas que el de Mondéjar había dejado como en depósito en las casas de sus maridos o padres fueron entregadas a una orden suya: ¡tal era ya el temor y la sumisión de aquella gente! Por cierto que enviadas a Granada, unas murieron en cautiverio, y otras fueron vendidas en pública almoneda por cuenta de S. M.{10} La guerra pues podía darse por concluida, y si se cometían excesos era por parte de los soldados cristianos, que se desmandaban en cuadrillas a correr y saquear la tierra, y mataban a los descuidados moros, y les arrebataban sus mujeres e hijos, y les quemaban o robaban las haciendas, como sucedió en el lugar de Laroles.

Faltaba solamente al marqués de Mondéjar para su completo triunfo prender al reyezuelo de los moriscos Aben Humeya, y a su tío Aben Jahuar. Y como tuviese aviso por uno de sus espías de que después de andar de día o errantes por la sierra de Bérchules o escondidos en cuevas, solían recogerse de noche en casa de Abén Aboo, preparó la manera de sorprenderlos y apoderarse de sus personas, en cuya empresa tenía un doble interés, el de desembarazarse de dos enemigos que acaso un día podrían volver a serle molestos, y el de acallar las hablillas de que sabía estaba siendo objeto entre sus enemigos de la corte y de Granada. Los encargados de la ejecución de esta empresa, que fueron los capitanes Álvaro Flores y Gaspar Maldonado, acordaron dividirse para ir cada uno con su gente a uno de los dos lugares en que había sospecha que pudieran albergarse. Maldonado, que se encaminó a Medina, lugar asentado en la falda de Sierra Nevada, fue el que anduvo más certero, pues se hallaban en efecto en casa de Abén Aboo, y hubiera sido completa la sorpresa sin la imprudencia de un soldado que cerca ya de la casa disparó su arcabuz. Alarmados con esto los que en ella estaban, la mayor parte durmiendo, Aben Xaguar el Zaguer y algunos otros tuvieron tiempo para arrojarse por una ventana que caía a la sierra y ganar la montaña, aunque maltratados de la caída. Aben Humeya, que era de los que dormían, aún estaba dentro cuando los cristianos trabajaban ya por forzar o derribar la puerta. Ocurriole en aquel apuro abrirla disimuladamente él mismo quedándose escondido detrás: los soldados entraron en tropel en los aposentos, y aprovechando aquellos momentos de confusión, logró fugarse, dejando a todos burlados. Diose a Abén Aboo un género de tormento horroroso para que declarara donde se escondía Aben Humeya: el morisco lo sufrió con un valor bárbaro sin querer revelar nada, y allí fue dejado como por muerto, volviéndose los cristianos después de robada su casa, y trayendo consigo presos diez y siete moros, que el marqués de Mondéjar hizo poner en libertad, por ser de los que gozaban de seguro{11}.

Mientras de esta manera se había conducido el marqués de Mondéjar, subyugando en escasos dos meses de rigurosísimo invierno un país montañoso alzado en masa y poblado de gente feroz: mientras él, sin darse un día de reposo, y empleando alternativamente la espada y la política, iba dando cima a una guerra que había emprendido con escasos recursos y con poca gente, y ésta la mayor parte concejil, mal pagada y peor disciplinada, de esa que, como dice un escritor contemporáneo, «tenía el robo por sueldo y la codicia por superior{12},» a excepción de los caballeros particulares que militaban a su costa: mientras él vencía con las armas a los armados, y admitía a merced a los que se le sujetaban y rendían, estaba siendo objeto de calumnias y blanco de intrigas con que sus enemigos no cesaban de indisponerle y malquistarle con el rey. El presidente y la chancillería de Granada, el corregidor y ayuntamiento, que desde las competencias de jurisdicción le habían mirado siempre con enemigos ojos, frecuentemente enviaban al monarca emisarios que representaban al marqués como hombre tibio en el castigar aquella gente malvada, y fácil en recibir a partido a los que se le entregaban y sometían; hacíanle un delito en no acabar a hierro y fuego con aquellos traidores a Dios y el rey; acusábanle de permitir mucho a sus oficiales, de no poner cobro en el quinto y hacienda del soberano, de no dar parte de los sucesos al presidente, audiencia y corregidor, e imputábanle a este tenor otras faltas, al propio tiempo que recomendaban y ensalzaban al marqués de los Vélez, engrandeciendo su valor y su consejo, y sobre todo su rigor con los descreídos moriscos enemigos de la fe. Noticioso de estas cosas el de Mondéjar, había enviado a la corte, ya a don Diego de Mendoza, ya a don Alonso de Granada Venegas, para que informasen al rey de los progresos de la campaña, de los buenos efectos de su política, de cómo el quinto era depositado en manos de los oficiales reales, de que así como el presidente y oidores de la chancillería no le comunicaban a él los secretos de sus acuerdos, tampoco él tenía para qué comunicar con ellos los de la guerra de que no entendían, y por último, de que sometido el país, como ya le tenía, a la voluntad del rey quedaba la aplicación del castigo; y no pudiendo los vencidos oponer ya resistencia, S. M. podía o acabarlos, o arrojarlos del reino, o internarlos y derramarlos por los pueblos de Castilla.

Vacilaba el rey sobre el partido que debería tomar en vista de tan opuestos informes y consejos que le daban, y de tantos chismes como zumbaban en torno a sus oídos por parte de los del Consejo real, de la chancillería y autoridades de Granada, de los caballeros y magnates de Andalucía, y de los amigos del marqués de Mondéjar. Esforzábase don Alonso de Granada en persuadir al soberano a que fuese en persona a visitar y acabar de reducir aquel reino, como lo habían hecho con fruto los Reyes Católicos, seguro de que con su presencia se allanaría todo. Pero contradecíanle el cardenal Espinosa con los más del Consejo, y juntamente fueron de parecer que el rey don Felipe enviase a Granada a don Juan de Austria, su hermano bastardo, joven de grandes esperanzas, para que asistido de un consejo de guerra que se formaría en aquella ciudad, proveyese a las cosas del reino, bien que sin poder determinar nada sin consultarlo antes al Consejo supremo. Resolviose el rey por este partido, y en un mismo día (17 de marzo) expidió dos provisiones, una a don Luis de Requesens, comendador mayor de Castilla, embajador entonces en Roma, y teniente de capitán general del mar de don Juan de Austria, para que con las galeras de Italia y los tercios de Nápoles viniese a España, y juntándose con don Sancho de Leiva, defendiese la costa de las naves que pudieran venir de Berbería; otra al marqués de Mondéjar, para que dejando en la Alpujarra dos mil trescientos hombres a cargo de don Francisco de Córdoba, o de don Juan de Mendoza, o de don Antonio de Luna, viniese a Granada a asistir en el consejo a don Juan de Austria, su hermano, o bien permaneciese en Órgiva y guardase las órdenes que le enviara don Juan. Optó el marqués por el primero de los medios propuestos, pareciéndole más ventajoso y más digno, y dejando la gente de guerra a don Juan de Mendoza, se vino a Granada. Ordenó igualmente el rey al marqués de los Vélez, que estando a lo que le mandase don Juan de Austria, enviase luego a Granada relación del estado en que se hallasen las cosas de la parte oriental de aquel reino donde él estaba, para proveer lo conveniente.

El consejo de don Juan de Austria se había de componer del duque de Sessa, nieto del Gran Capitán, del marqués de Mondéjar, Luis Quijada, presidente de Indias, el presidente de la audiencia de Granada don Pedro de Deza, y el arzobispo. El mando militar del reino de Granada se había de dividir entre el marqués de los Vélez y el de Mondéjar, quedando a cargo del primero los partidos de Almería, Baza, Guadix, río Almanzora y sierra de Filabres, al del segundo el resto del reino.

Mas en tanto que estas medidas se preparaban, desoído el marqués de Mondéjar porque su consejo no era el del rigor, ni su opinión la de los ministros del rey, ni acaso la del monarca mismo, y desaprovechada aquella ocasión para haber hecho de los moriscos rendidos lo que más se hubiera creído convenir, diose lugar a que estallara una nueva insurrección, que había de costar aún más sangre que la primera, provocada por las correrías, incendios, robos y asesinatos que los soldados hacían en cuadrillas, so pretexto de encontrar moros armados y en actitud de guerra, no siendo ya bastante a tenerlos a raya el marqués, desautorizado por aquellas medidas y reducido a la inacción. Los moros, que de aquella manera provocados se alzaban, recurrieron de nuevo a su rey Aben Humeya, ofreciendo esta vez no rendirse hasta morir, y él los alentaba con la esperanza de próximos auxilios del Gran Turco, que su hermano Abdallah había ido a solicitar{13}. Corrió en esto la voz en Granada de que Aben Humeya trataba con los moros del Albaicín de que se alzasen, y a una señal suya él acudiría a la ciudad, en cuya conspiración, verdadera o supuesta, se decía entraban los moriscos presos en la cárcel de chancillería, que eran más de ciento, de los más ricos y acomodados de la población, aunque gente inhábil para la guerra, entre ellos don Antonio y don Francisco Valor, padre y hermano de Aben Humeya. Denunciado este proyecto al presidente Deza, como asimismo que se veían fogatas a la parte de Sierra Nevada, dio orden para que se pusiese en armas la guarnición; se repartieron también armas entre los cristianos presos; el atalaya de la torre de la Vela, acaso prevenido, tocó a altas horas de la noche (17 de marzo) la campana de rebato; a esta señal los cristianos armados de la cárcel acometieron a los moriscos, los cuales se defendían valerosamente en sus calabozos; alborotose la ciudad; entraron los soldados en la cárcel, y comenzaron a degollar los moriscos presos; vendían estos infelices caras sus vidas arrojando a sus matadores piedras y ladrillos que arrancaban de las paredes, vasos, sillas, tablas, y cuanto habían a las manos, pero al cabo de siete horas de desesperada defensa, sucumbieron al número, y fueron degollados todos en número de ciento y diez, a excepción de don Antonio y don Francisco de Valor, a quienes protegieron sus guardadores. Si todos estos desgraciados habían sido culpables en deseo, solo algunos parece que lo habían sido en pláticas, pero al presidente que no había impedido la matanza no se exigió responsabilidad alguna{14}.

La insurrección de los moriscos de la Alpujarra crecía otra vez de día en día; ellos mataban a los capitanes cristianos, y los cristianos incendiaban y talaban los lugares de los moros, sin reparar en que estuvieran o no reducidos. Urgía ya la presencia de don Juan de Austria para ver si ponía remedio a aquel desorden. Al fin despidiose el joven príncipe del rey su hermano en Aranjuez (6 de abril, 1569), y partió para Granada en compañía de Luis Quijada que en su infancia le había criado. El recibimiento que a don Juan se hizo en aquella ciudad fue suntuoso y solemne, y digno de la calidad de su persona. Acabadas las ceremonias, las arengas y los festejos, comenzó a oír a unos y a otros acerca del estado del reino y de los negocios de la guerra, y a tomar las providencias que iremos dando a conocer en otro capítulo.




{1} Mendoza, Guerra de Granada, lib. I.– Mármol, Rebelión y castigo de los Moriscos, libro V, cap. 2 al 9.

{2} Este don Francisco, hijo del marqués de Mondéjar, fue almirante de Aragón, y después de varias vicisitudes, se hizo clérigo, y llegó a ser obispo de Sigüenza.

{3} Mendoza, Rebelión y castigo, libro V, cap. 20.

{4} Mendoza, Guerra de Granada, lib. II.– Mármol, Rebelión, lib. V, cap. 23.

{5} He aquí cómo describe Luis del Mármol esta natural y formidable fortaleza. «Este es un monte redondo, exento y muy alto, fuerte en la cumbre de un sitio cercado de todas partes de una peña tajada, y tiene una sola vereda angosta y muy fragosa, que va la cuesta arriba a dar a un peñoncete bajo; y de allí sube por una ladera yerta, hasta dar en unas peñas altas, cuya aspereza concede la entrada en un llano capaz de cuatro mil hombres, que no tiene otra subida a la parte de Levante. A la de Poniente, está una cordillera o cuchillo de sierra, que procede de otra mayor, y hace una silla algo honda, por la cual con igual dificultad se sube a entrar en el llano por entre otras piedras, que no parece sino que fueron puestas a mano para defender la entrada, si humanos brazos fueran poderosos para hacerlo, &c.»– Rebelión y castigo, lib. V, capítulo 29.

{6} Llevado a Granada, le hizo ajusticiar el conde de Tendilla.

{7} Mendoza, Guerra de Granada, lib. II.– Mármol, Rebelión y castigo de los moriscos, lib. V, capítulo 29 a 32.– Ginés Pérez de Hita, Guerras civiles de Granada.– Cabrera, Historia de Felipe II, libro VIII, cap. 19 a 24.

{8} Ginés Pérez de Hita.

{9} Mendoza, Mármol y Pérez de Hita refieren muchos casos y lastimosas tragedias, que el lector, vista la naturaleza de esta guerra, se puede fácilmente figurar.

{10} Consultó Felipe II al Consejo Real y a la Audiencia de Granada si los presos en esta guerra habían de ser esclavos. Hubo letrados y teólogos que opinaron por la negativa, pero prevaleció el dictamen más riguroso, resolviéndose que podían y debían serlo, con arreglo a la decisión de un antiguo concilio toledano contra los judíos. El rey se adhirió a este dictamen, y sobre ello expidió pragmática, con la diferencia de eximir de la esclavitud a los varones menores de diez años, y a las hembras que no llegasen a once, los cuales se darían en administración, para criarlos y doctrinarlos en las cosas de la fe.– Pragmáticas de Felipe II.– Mármol, Rebelión, lib. V, cap. 32.

{11} Mármol, lib. V, cap. 34.– Mendoza, Guerras, lib. II.

{12} Don Diego de Mendoza.

{13} En efecto, hallábase Abdallah en Constantinopla gestionando en este sentido cerca del Gran Señor, diciendo que había sesenta mil moros armados en el reino de Granada, sin contar los de Valencia, Aragón y Castilla, los cuales todos se alzarían en cuanto él llegara y le harían señor del reino. Mohammet por rivalidad con Mustafá protegía los intentos del morisco español, tratando de persuadir al sultán Selim que debía emprender la guerra de España en ayuda de los oprimidos moros, con preferencia a la expedición a Chipre que meditaba y le aconsejaba su rival Mustafá. Pero Selim se decidió por lo último, como luego habremos de ver, y despachó al embajador granadino con cartas para el virrey de Argel Uluj Alí, el cual se contentó con enviar algunos turcos a España a sueldo de Aben Humeya.

{14} Mendoza, Guerra de Granada, lib. II.– Mármol, Rebelión, lib. V, cap. 38.