Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo XII
Los moriscos
Don Juan de Austria
De 1569 a 1571

Nacimiento, infancia y pubertad de don Juan de Austria.– Quién fue su madre.– Secreto y misterio con que fue criado en casa de Luis Quijada.– Dónde y cómo le reconoció por hermano Felipe II.– Acompaña al príncipe Carlos en Alcalá.– Intenta ir a la guerra de Malta, y es detenido de orden del rey.– Confiérele su hermano el mando de las galeras.– Expedición contra corsarios.– Nómbrale para dirigir la guerra contra los moriscos.– Primeras disposiciones de don Juan en Granada.– Disidencias y entorpecimientos en el Consejo.– Progresos de los moriscos: Aben Humeya.– El comendador mayor de Castilla en el Peñón de Frigiliana.– Real cédula para la expulsión de los moriscos de Granada, y su internación en Castilla.– Llamamiento del marqués de Mondéjar a la corte, y su causa.– Muere el rey Aben Humeya asesinado.– Es proclamado Aben Abóo rey de los moriscos.– Nuevo aspecto de la guerra.– El duque de Sessa y el marqués de los Vélez.– Sale a campaña don Juan de Austria.– Rinde a Galera.– Desastre en Serón.– Nuevos triunfos de don Juan.– Tratos y negociaciones para la reducción.– Bando solemne que hizo publicar don Juan de Austria.– Operaciones del duque de Sessa.– Pragmática del rey para sacar del reino a los moros de paz.– Prosiguen los tratos de reducción.– El Habaquís.– Reuniones de capitanes moriscos y cristianos.– Conciértase la reducción.– El Habaquí humillado ante don Juan de Austria.– Designación de capitanes para recibir los moros reducidos.– Alzamiento y guerra en la serranía de Ronda.– Arrepiéntese Aben Abóo, y se niega a reducirse.– Doblez y arterías del reyezuelo moro.– Asesina al Habaquí.– Intenta otra vez engañar a don Juan de Austria.– Resuélvese de nuevo la guerra contra Aben Abóo.– Batida general del comendador Requesens en la Alpujarra.– Exterminio de moriscos.– Vuelven don Juan de Austria y Requesens a Granada.– Licencian las tropas.– Regresa don Juan de Austria a Madrid.– Muerte trágica de Aben Abóo, y fin de la guerra.– Puéblase el reino de Granada de cristianos.
 

Al aparecer en el teatro de la guerra con tan principal papel el nuevo personaje que nombramos a la cabeza de este capítulo, y estando destinado a ser en lo de adelante la más noble y sobresaliente figura del cuadro histórico de esta época, justo, además de forzoso y conveniente, será que demos a conocer los antecedentes de su vida hasta que ha sido elegido para mandar en jefe y dirigir los negocios de la guerra contra los moriscos de Granada, siendo preferido, con ser tan joven, a tantos y tan antiguos, expertos y acreditados generales como podía haber buscado el rey Felipe II.

Don Juan de Austria, hijo natural del gran Carlos I de España y V de Alemania, fruto de sus amorosas intimidades con una joven de Ratisbona llamada Bárbara Blomberg, después de algunos años de viudo de la emperatriz Isabel{1}, había pasado su infancia en una humilde oscuridad, ignorante y muy ajeno de que fuese hijo de tan excelso soberano. Quiso Carlos V tener guardado este secreto, ya por un justo respeto a la honra de la joven que había tenido la flaqueza y la fortuna de ser madre del que después fue tan insigne príncipe, ya también porque creyera rebajarse con la revelación su dignidad imperial, atendida la modesta alcurnia de la Blomberg: consideración que no había tenido respecto a su hija Margarita, habida también ilegítimamente, acaso por pertenecer su madre a más noble familia. Confió, pues, con toda reserva el cuidado y crianza del tierno niño a su mayordomo Luis Quijada, señor de Villagarcía, su mayor confidente y a quien fiaba los más delicados secretos. Acordaron después los dos, o para encubrir mas el caso, o tal vez al propio tiempo con otros ulteriores fines, traer al niño don Juan a España, donde ya andaba meditando el emperador retirarse. Púsosele primeramente, según nos informan sus biógrafos e historiadores, en la villa de Leganés, a dos leguas de Madrid, al cuidado de un clérigo y al cargo de otra persona conocida y de la confianza del emperador y de Luis Quijada, donde se criaba haciendo la vida de la aldea, y alternando en los juegos infantiles con los demás muchachos del pueblo, sin que nadie sospechara su elevado origen, aunque distinguiéndose entre todos, así por la mayor decencia de sus vestidos, como por cierto aire y maneras nobles que parece inspira el nacimiento y suelen revelarse en las situaciones más humildes{2}.

Pero informado después el emperador de que en Leganés ni se tenía con su hijo el cuidado, ni se le daba la educación conveniente, antes en lo uno y en lo otro se advertía cierto abandono perjudicial, determinó trasladarle a Villagarcía, al lado y bajo la dirección de la esposa de Luis Quijada, doña Magdalena de Ulloa, hermana del marqués de la Mota, señora de mucha discreción, honestidad y virtud, donde recibiría otra instrucción, otras costumbres y otra educación más fina y esmerada. Encargole mucho su marido que le tratara y cuidara como a hijo propio, pues lo era de persona de mucho lustre, y con quien tenía muy estrecha amistad, no sin que el interés tan grande que por él manifestaba su esposo dejara de inspirar en tal ocasión a aquella señora ciertas sospechas que no andaban lejos de ir mezcladas con celos. Allí permaneció don Juan, dando ya en sus inclinaciones muestra de lo que algún día había de ser, y haciéndose querer de todos por su buena índole, su amabilidad y sus excelentes prendas de alma y de cuerpo. Cuando Carlos V vino a encerrarse en el monasterio de Yuste, érale presentado muchas veces su hijo en calidad de page de Luis Quijada, gozando mucho en ver la gentileza que ya mostraba, aun no entrado en la pubertad. Tuvo, no obstante, el emperador la suficiente entereza para reprimir o disimular las afectuosas demostraciones de padre, y continuó guardando el secreto, bien que este no había dejado de irse trasluciendo, y se hacían ya conjeturas y comentarios sobre el misterioso niño{3}. La voluntad de de Carlos era que se guardara el incógnito hasta la venida del rey don Felipe, y por su parte se despidió del mundo sin revelarlo sino a muy pocos confidentes. Para Felipe II no era ya un secreto{4}; y así a poco tiempo de haber venido de Flandes a España (1559) procuró conocer a su hermano natural, haciendo que doña Magdalena de Ulloa le llevara al famoso auto de fe que se celebró y presidió el rey en Valladolid. Allí se hicieron ya con don Juan algunas demostraciones harto significativas, que él sin embargo no comprendió todavía. Mas a pocos días de esto determinó el rey acabar de levantar el velo que cubría el arcano. Dispuso Felipe ir con su corte al monasterio de la Espina, y ordenó a Luis Quijada fuese a encontrarle allí llevando consigo a don Juan vestido con el traje que ordinariamente usaba. Por precoz que se suponga el juicio del joven príncipe, y por instruido que fuera por Luis Quijada del papel que aquel día había de representar, es imposible que dejara de sorprenderle y que no le produjera cierto aturdimiento verse recibido tan afectuosamente por el rey, besarle la mano puesto de hinojos Luis Quijada, hacerle homenaje los grandes y cortesanos, ceñirle el rey por su mano la espada y colgarle al cuello el Toisón de oro, y por último oír de boca del mismo soberano: «Buen ánimo, niño mío, que sois hijo de un nobilísimo varón. El emperador Carlos V, que en el cielo vive, es mi padre y el vuestro{5}

Terminada esta dramática metamorfosis, y hecho por los grandes de la corte el correspondiente acatamiento al sobrecogido joven, como a hijo del emperador y hermano natural del rey, volvieron todos juntos a Valladolid, siendo aquel un día de gran júbilo para la población, que afluía en masa a su encuentro, ansiosa de reconocer al nuevo príncipe. Púsole el rey casa y servicio, pero mandó darle solamente el título de Excelencia, bien que no pudiera evitar que el pueblo por respeto y por costumbre le tratara de Alteza{6}. En las Cortes que a principios del año siguiente (1560) se celebraron en Toledo para el reconocimiento y jura del príncipe don Carlos asistió don Juan de Austria en unión de toda la familia real con un vestido de terciopelo carmesí, bordado de oro y plata, que no hubiera sido fácil reconocer al antiguo labradorcillo de Leganés. Aún no tenía entonces don Juan los catorce años cumplidos, y para que pudiera prestar juramento y hacer pleito-homenaje al príncipe su sobrino fue menester que allí mismo le dispensara el rey la falta de edad que para estos casos requieren las leyes del reino{7}.

Cuando Felipe II envió su hijo el príncipe Carlos a Alcalá (1562) con su primo Alejandro Farnesio, envió también a don Juan de Austria, ya para que hiciera buena compañía al príncipe, ya para que él mismo se instruyera con el estudio y cultivo de las letras humanas, en las cuales adelantó cuanto de su edad podía esperarse. Como la intención del emperador había sido educar a don Juan para el estado eclesiástico, y en esta misma idea estaba Felipe II, solicitó éste de la santidad de Pío IV el capelo de cardenal para su hermano (1574), de que a no dudar le hubiera investido el papa a no haberse interpuesto en Roma la cuestión de preferencia entre los embajadores de Francia y España. Y fue mejor así; porque el joven príncipe había mostrado siempre más inclinación al escudo del guerrero que a la púrpura cardenalicia, y en sus juegos juveniles había descubierto más afición a los ruidosos ejercicios bélicos que a las pacíficas ocupaciones del sacerdocio. De ello dio una prueba bien patente, cuando recién vuelto de Alcalá a Madrid sin consultar con el rey su hermano, y estimulado solo del fuego de la juventud y avivado por el deseo de ganar gloria militar, como aquel que sentía hervir en sus venas la sangre de Carlos V, desde Galapagar, donde iba con su sobrino Carlos, tomó el camino de Barcelona con dos oficiales de su casa, resuelto a embarcarse en aquel puerto (1565) para concurrir como aventurero, ya que como jefe no le era permitido, a la ruidosa empresa del socorro de Malta que entonces llamaba la atención de toda la cristiandad.

Los correos y los emisarios que Felipe II despachó, tan luego como supo su determinación, para que le detuviesen y le hiciesen volver a la corte, no hubieran bastado a impedir su propósito si no hubiera enfermado poco antes de llegar a Zaragoza. Tal era el influjo que don Juan, con ser un mancebo de diez y nueve años, ejercía ya en la nobleza de Castilla, que la noticia de su resolución excitó a multitud de caballeros nobles a imitarle y seguirle, como avergonzados de permanecer en la corte o en sus casas mientras él iba a lanzarse a los riesgos del mar y a participar de los peligros de la guerra. Todavía, apenas se sintió un tanto restablecido de su fiebre, partió resueltamente de Zaragoza, y llegó a Montserrat, y hubiérase embarcado en Barcelona a no haberle alcanzado allí cartas de su hermano, en que le mandaba volver so pena de incurrir en su desgracia y real desagrado. Esta comunicación fue la que le hizo retroceder, con el sentimiento de renunciar a una empresa en que deseaba darse a conocer y empezar a acreditar que era digno hijo de tan esclarecido padre.

Conocida ya la aptitud de don Juan para grandes negocios y cargos, relevado que fue don García de Toledo del virreinado de Sicilia (1568), encomendó el rey don Felipe a su hermano el mando de las galeras de España, con el título de capitán general de la mar, dándole por lugarteniente a don Luis de Requesens, comendador mayor de Castilla{8}. Ahora, con más razón y seguridad que antes, se determinaron a seguirle espontáneamente muchos grandes y nobles; tal era el atractivo de su persona y la confianza que en su adolescencia inspiraba a todos. Su fin en la primera expedición marítima que iba a hacer, era limpiar las islas y costas de los corsarios que las infestaban y corrían para apoderarse de las flotas que venían de Indias. Juntos los capitanes y aparejadas las galeras, embarcose en la Real, labrada ex profeso por mandado de S. M. para Su Excelencia, la cual iba adornada de multitud de cuadros, figuras, y emblemas o motes alegóricos, alusivos a empresas marítimas y a victorias gloriosas de los tiempos mitológicos y de la historia antigua{9}. Fue un día de regocijo para Cartagena aquel en que vio salir al mar entre el estruendo de las músicas marciales y de las salvas de artillería a tan gallardo príncipe. Con treinta y tres galeras, que después distribuyó convenientemente, llevando consigo la mayor parte, corrió aquel año el litoral del Océano y del Mediterráneo, pasando alternativamente de una a otra costa de España y África, hasta Argel, Orán y Mazalquivir, dando siempre caza a los corsarios berberiscos, y acreditando en aquel primer ensayo su capacidad para mayores y más arduas empresas navales. A su regreso a Barcelona y Madrid (setiembre, 1568), fue recibido con públicas demostraciones de alegría y de cariño, notándose ya cuán simpático era don Juan de Austria a los españoles, y cuánto le habían granjeado ya las voluntades sus personales prendas{10}.

A poco de esto ocurrió el levantamiento de los moriscos de la Alpujarra. Ávido de gloria el joven príncipe, y mal hallado su espíritu con la inacción y el reposo, pidió al rey su hermano, en memorial de 30 de diciembre (1568), le permitiera ir a pelear con la gente rebelada y ver de reducirla{11}. No creyó conveniente Felipe aceptar por entonces el generoso ofrecimiento de don Juan, acaso porque no le pareciese empresa digna de un príncipe, o por desconfiar de su prudencia, siendo todavía tan joven, o porque no pensó que llegara a ser tan voraz el fuego de aquella primera llama. Los sucesos acreditaron que el monarca no había calculado bien en esta ocasión. De otro modo vio ya las cosas, cuando, vencidos y subyugados en la primera campaña los moriscos, se alzaron de nuevo mostrando ser gente indomable, y cuando las rivalidades entre los marqueses de los Vélez y Mondéjar y de éste con las autoridades de Granada, le persuadieron, así como sus consejeros de Madrid, de la conveniencia de enviar a su mismo hermano a dirigir la segunda guerra que había comenzado a apuntar y amenazaba envolver nuevamente en sangre el reino granadino. Hízolo así, en los términos que dejamos expuestos en el capítulo precedente, con aplauso general, y en su virtud despidiose don Juan de Austria del rey, y entró, como dijimos, en Granada, donde su gentileza, afabilidad y cortesanía le captaron las voluntades y los corazones como en todas partes.

No había aun tenido tiempo para descansar del viaje cuando se le presentó una diputación de los principales moriscos de la ciudad, haciendo protestas de fidelidad, y quejándose de las molestias, vejaciones y agravios con que los oprimían los oficiales de la justicia y de la guerra, contra los cuales esperaban su protección y amparo, así como ellos ponían a su disposición sus vidas, honras y haciendas. Respondioles don Juan, que los que hubiesen sido y fuesen leales a Dios y al rey serían favorecidos, y les serían guardadas sus libertades y franquezas, mas los que de otra manera se hubieren conducido serían castigados con todo rigor; y en cuanto a los agravios de que se quejaban, diéranle sus memoriales, y los mandaría ver y remediar si fuesen ciertos.

Congregó luego el Consejo para oír sus informaciones acerca de la guerra y de lo que convendría hacer en lo sucesivo. Encontrados fueron, como era de presumir, los pareceres del marqués de Mondéjar y del presidente Deza, como lo habían sido siempre sus ideas y propósitos. El primero, como el más práctico en la guerra y conocedor del carácter y los recursos de la gente morisca, proponía tres medios: o proseguir la reducción, que ellos mismos deseaban, y recogerlos todos en las tahas de Verja y Dalías, con lo cual se haría de ellos sin dificultad lo que se quisiese; o poner presidios en los lugares convenientes, mantenidos a su costa, lo cual pedían también ellos, para que los defendieran de las tropelías de la soldadesca desmandanda; o si se prefería el rigor, él se obligaba con la gente que tenía en Órgiva y con mil infantes y doscientos caballos que le diesen, a ponerlos en términos que se entregasen con las manos atadas. Preguntado el presidente Deza, respondió, que a su parecer lo que convenía eran dos cosas: primera, sacar todos los moriscos del Albaicín y de la Vega y meterlos tierra adentro, donde no pudieran ayudar a los alzados; segunda, hacer un ejemplar escarmiento y castigo, comenzando por los de Albuñuelas, donde se recogían muchos de los que habían hecho mayores sacrilegios. A este dictamen se adhirió el duque de Sessa. Parecíale difícil y peligroso al arzobispo y a Luis Quijada. El licenciado Briviesca de Muñatones, del consejo y cámara de S. M., que llegó aquellos días como agregado al Consejo, se dejó persuadir por el presidente y el licenciado Bohorques, que era como el consultor de Deza. Viéndose el de Mondéjar tan contrariado, y teniendo por seguro que antes se dejarían hacer pedazos los moriscos que abandonar sus casas y haciendas y salir del reino, envió su hijo segundo don Íñigo de Mendoza a consultar con S. M. lo que en medio de tan encontradas opiniones debería hacerse{12}.

Esto no obstante, don Juan de Austria fue tomando sus disposiciones para emprender la guerra. Procuró restablecer la disciplina de los soldados, que andaba relajada a no poder más; poner orden en la hacienda y negociar recursos para que las pagas no les faltasen; hacer contribuir con gente y dinero a las provincias de Extremadura y Castilla, y haciendo tres tercios de cuantas tropas pudo reunir, las encomendó a tres capitanes nombrados por él, y señaló a cada uno el punto a que se había de dirigir, y el puesto que había de ocupar. Mas en las disputas y consultas del Consejo se había perdido un tiempo precioso, y mientras cuestionaban los consejeros, los moriscos se rehacían y se multiplicaban los rebeldes. El marqués de los Vélez, que quería acreditarse para con don Juan de Austria con algún hecho señalado, intentó meter su campo en la Alpujarra y hacer un fuerte en el puerto de la Rabaha; pero él no pudo entrar, y los soldados que comenzaban a construir el fuerte fueron desbaratados por los moros. El reyezuelo Aben Humeya, que había reunido ya otra vez cinco mil hombres, alentaba a los suyos y alzaba lugares con esperanzas que les daba de un próximo socorro del Gran Turco. Hacía otro tanto Gerónimo el Malech. Levantáronse los de la sierra de Bentomiz, y no solo sostenían reencuentros diarios, sino que cercaban ya y combatían fortalezas cristianas. Aben Humeya acometía el campo del marqués de los Vélez en Verja, y los de la sierra de Bentomiz se fortalecían en el terrible peñón de Frigiliana, al modo del de las Guájaras. El comendador de Castilla don Luis de Requesens, que viniendo de Italia con veinte y cuatro galeras cargadas de infantería, corrió una tormenta que le llevó al puerto de Palamós, arribó por fin a la playa de Vélez, quiso tomar sobre sí la empresa de reducir el peñón de Frigiliana, y juntando su gente en Torrox, comenzó a subir con ella, con más ímpetu y arrojo que suerte y ventura, por fragosos y ásperos recuestos, desnudos riscos y tajadas peñas, donde ni los pies hallaban en qué estribar ni las manos de qué asirse. De vencida iban ya los veteranos de Italia, cuando acudieron en su ayuda las compañías de Málaga y Vélez, que trepando por aquellas lomas casi sin atajo ni vereda, llegaron a los reparos de los enemigos, y arrostrando la muerte que con piedras y saetas les repartían los bárbaros, se apoderaron heroicamente del peñón, y degollaron todos los moros que no habían podido huir, casi despeñándose por la sierra, que otra manera de escapar no tenían. Comprose esta victoria con la sangre de muchos centenares de cristianos, y de los más intrépidos y valerosos capitanes.

Por otra parte Aben Humeya envió a levantar los lugares del río Almanzora, y amenazaba a Almería. El castillo de Serón que cercaban los moros, tuvo que capitular y rendirse después de inútiles esfuerzos que para socorrerle habían hecho los hermanos Enríquez y Diego de Mirones, y no obstante la capitulación fueron pasados a cuchillo todos los cristianos mayores de doce años que en él había, por orden de Aben Humeya, y cautivadas las mujeres. Así ardía y se sostenía otra vez la guerra por todos los ángulos de aquel reino, no siendo posible que nosotros demos cuenta, ni hay tampoco para qué, de los ataques, defensas, sorpresas y acometidas recíprocas, y reencuentros diarios de que nos informan los documentos y las historias particulares, todos los cuales costaban víctimas y pérdidas lastimosas a los de uno y otro campo.

La causa de haber llegado esta vez la lucha a tales términos que los cristianos eran ya los que iban llevando la peor parte, fueron sin duda las cuestiones del Consejo, las dilaciones que ocasionaba su viciosa organización, y la circunstancia no menos embarazosa de no poder obrar sin consultarlo antes con el rey y tener que aguardar su resolución. De esta situación inconveniente y anómala del Consejo de don Juan de Austria da una idea tan exacta como triste la siguiente lacónica y expresiva carta que en aquella sazón escribió don Diego Hurtado de Mendoza al príncipe de Éboli Ruy Gómez de Silva: «Ilustrísimo señor (le decía): Verdad en Granada no pasa; el señor don Juan escucha; el duque bulle; el marqués discurre; Luis Quijada gruñe; Muñatones apaña; mi sobrino allá está, y acá no hace falta.{13}»

Llegó al fin la respuesta del rey a la consulta del Consejo, ordenando que todos los moriscos de Granada y sus barrios de la Alcazaba y Albaicín, desde la edad de diez años a la de sesenta, fuesen sacados del reino y llevados a los pueblos limítrofes de Andalucía. En cumplimiento de esta real cédula, don Juan de Austria, con acuerdo del Consejo, mandó que todos los moriscos de la ciudad se recogieran desarmados en las parroquias (23 de junio, 1569). El aparato con que esto se hizo les infundió sospechas de que se trataba de degollarlos a todos, pero don Juan les dio palabra y seguro real de que no recibirían daño. Al día siguiente fueron conducidos entre arcabuceros y encerrados en el hospital real, y desde allí se los sacó fuera del reino entregándolos por listas y bajo partida de registro a las justicias de los pueblos a que iban destinados. Sobre tres mil quinientos fueron los expulsados aquel día. «Fue un miserable espectáculo, dice uno de los historiadores que presenciaron el caso y de los que tuvieron parte en su ejecución, ver tantos hombres de todas edades, las cabezas bajas, las manos cruzadas, y los rostros bañados de lágrimas, con semblante doloroso y triste, viendo que dejaban sus regaladas casas, sus familias, su patria, su naturaleza, sus haciendas y tanto bien como tenían, y aún no sabían cierto lo que se haría de sus cabezas{14}.» La mitad murieron en los caminos, los unos de tristeza y de fatiga, los otros robados y maltratados por los mismos conductores. Con la ausencia de los moriscos quedaron destruidos los lujosos baños y los pintorescos cármenes que ellos cultivaban. Los soldados que se habían alojado en sus casas se dieron a robar con más libertad, so pretexto de faltarles el mantenimiento que antes tenían, y los capitanes no se atrevían a castigar los desórdenes por temor de que se les amotinaran o desertaran los soldados. Los moriscos de la Vega huyeron a la montaña, llevando consigo su ropa, y dejando escondido lo que no podían llevar. Tales fueron los efectos inmediatos de la expulsión de los moriscos del Albaicín.

Orgulloso Aben Humeya con haberse apoderado de los fuertes del rio Almanzora, atreviose a enviar un mensajero a don Juan de Austria pidiendo la libertad de su padre y hermano que tenía presos en Granada, y ofreciendo dar por rescate ochenta cautivos cristianos, y más si fuere menester, aunque estuviesen en poder del Gran Turco. Leída la carta en consejo, se acordó no responderle, sino hacer que le escribiese su padre informándole de que era bien tratado, y aconsejándole como padre que se apartase del mal camino que seguía. En peores manos todavía cayo otra carta que Aben Humeya dirigió al alcaide de Güejar sobre el mismo asunto, puesto que faltándole el alcaide a la lealtad y al secreto, y haciéndole sospechoso a los moros, comenzaron los que de él estaban más ofendidos a tratar cómo deshacerse de quien vociferaban ya que trabajaba en su daño.

A petición del marqués de los Vélez se reforzó su campo con la gente que de Italia había traído el comendador mayor de Castilla; con lo cual, y con orden que recibió de que pasase a allanar la Alpujarra, desbarató a los moros que le salieron al camino, y prosiguiendo hasta Valor, donde se hallaba Aben Humeya, le derrotó también, animándose con esto no poco los cristianos (julio, 1569). En cambio llegó a poco tiempo a Aben Humeya (agosto) un socorro de moros argelinos que a instancia de Fernando el Habaquí le envió el virrey Uluch Alí, al mando del turco Husseyn, con otros refuerzos de gente, armas y municiones que en unas fustas le vinieron de Tetuán. La victoria del marqués de los Vélez fue más murmurada y criticada que celebrada y aplaudida por los del Consejo, y en vez de ensalzarle le hacían cargos por lo poco que había hecho con tanta gente como se le había dado y por los muchos bastimentos que sin necesidad había consumido. Quejábase él por su parte del marqués de Mondéjar, del duque de Sessa y de Luis Quijada, diciendo que todos tres eran sus émulos y enemigos, añadiendo que por causa suya habían estado sus soldados expuestos a perecer de hambre, y que por su culpa le abandonaban cada día. Estas nuevas disensiones movieron al rey a llamar a la corte al marqués de Mondéjar (setiembre), con el fin ostensible de que le informara bien de todo; pero en realidad, según se vio después, con el de apartarle del campo de la guerra, puesto que le llevó consigo a Córdoba donde iba a celebrar cortes, y después le nombró virrey de Valencia, y más adelante de Nápoles, y no volvió ya más al reino de Granada el marqués{15}.

La verdadera razón de esto para nosotros, era que así los del Consejo de Granada como el rey mismo, estaban por más rigor con los moriscos que el que había entrado siempre en el sistema del marqués de Mondéjar, y le miraban por tanto como un obstáculo. Hácennos juzgar así las provisiones que en el mes siguiente expidió la majestad de Felipe II (octubre), mandando en la una que se acabaran de sacar los moriscos que habían quedado en Granada, y ordenando en la otra que se publicase la guerra a sangre y fuego. Todo esto se pregonó por bando general (19 de octubre, 1569) en Granada y en toda Andalucía.

Pero a este tiempo ocurrió en el campo de los moriscos una novedad de la mayor importancia. Indicamos ya que desde las cartas de Aben Humeya a don Juan de Austria y al alcaide de Güéjar andaban los enemigos resentidos de aquél, proyectando y meditando su muerte. Contaban principalmente entre ellos un vecino de Albacete de Ugíjar nombrado Diego Alguacil, que no perdonaba a Aben Humeya el haberse llevado y traer consigo una prima suya, viuda, con quien aquél vivía amancebado. La misma joven morisca, que en secreto seguía comunicándose con el Diego Alguacil, fue el instrumento de una traición que éste urdió, y en que logró hacer entrar a Diego López Aben Abóo y al caudillo de los turcos Husseyn, fingiendo una carta de Aben Humeya en que suplantó su firma su mismo secretario Diego de Arcos. Cuando todo estuvo preparado y dispuesto, y hallándose Aben Humeya en Laujar, sorprendiéronle una noche en la casa en que se albergaba, y menos feliz que cuando trató de sorprenderle el marqués de Mondéjar, cayó en manos de Aben Abóo y de Diego Alguacil. En vano el rey de los moriscos se esforzó por justificar que la carta que le presentaron y sobre que aquellos fundaban su prisión no era suya sino fingida. Su muerte estaba resuelta, y aquella misma noche poco antes de amanecer le echaron un cordel a la garganta, y le estrangularon tirando Aben Abóo de una punta y Diego Alguacil de la otra. Así acabó el desventurado Fernando de Valor, Aben Humeya, titulado rey de Granada y de Andalucía{16}. Diose el mando de la guerra y el gobierno del reino a Diego López Aben Abóo por tres meses hasta que le confirmara el título el virrey de Argel. Cuando le llegaron los despachos de éste, se intituló Muley Abdallah Aben Abóo, rey de los Andaluces, y puso en su estandarte un lema que decía: «No pude desear mas ni contentarme con menos.» Nombró el nuevo rey general de los ríos de Almería, Alboladuey y Almanzora, de las sierras de Baza y Filabres y marquesado de Cenete a Gerónimo el Malech, y puso las tierras de Sierra Nevada, Vélez, la Alpujarra y Vega de Granada a cargo del alcaide de Güéjar, el Xoaybi, despachando al turco Husseyn con presentes para Argel y Constantinopla, pidiendo socorros de gente, armas y municiones.

Continuaba la guerra con Aben Abóo, el Malech y el Xoaybi lo mismo que antes con Aben Humeya, dando harto que hacer al duque de Sessa y al marqués de los Vélez, al uno por la Alpujarra, al otro por el río Almanzora, cercando fortalezas y defendiéndolas, sin que de las disensiones de los moriscos del cambio de rey supieran sacar ventaja alguna los cristianos: antes bien aquellos poseían los fuertes de Serón, Tíjola, Purchena, Tahalí, Jergal, Cantoria, Galera y otros, y acaudillaban ya masas de cinco y diez mil hombres (octubre, noviembre y diciembre, 1569). De haber tomado tanto cuerpo la guerra tenía mucha culpa la dilación en las resoluciones del Consejo de Granada, y el haber de esperar la aprobación de S. M.

Quiso ya don Juan de Austria salir de aquella inacción en que le tenía el rey hacía ocho meses, tan opuesta a su grande ánimo y a su genio belicoso, y representó enérgicamente a S. M. cuán flojamente se hacía la guerra, el peligro de que se propagase la rebelión a los reinos de Valencia y Murcia, y su deseo de salir de Granada y de acabar la guerra en persona. Movido de sus razones el rey su hermano, ordenó que se formasen dos ejércitos, uno a la parte del río Almanzora, al mando de don Juan de Austria, que reemplazaría allí al marqués de los Vélez, otro con destino a la Alpujarra, a cargo del duque de Sessa. Hiciéronse grandes provisiones, se recogieron bastimentos, se encargó a las ciudades que rehicieran sus compañías, y se mandó al comendador mayor de Castilla que trajera artillería y municiones de Cartagena. Con la noticia de que don Juan de Austria iba a salir a campaña acudieron muchos caballeros y particulares que hasta entonces no se habían movido, y la nueva del nombramiento de don Juan llenó de regocijo y de esperanzas a toda la gente de guerra.

Antes de emprender el joven príncipe la campaña, y a fin de no dejar a la espalda y cerca de la ciudad enemigos que pudieran incomodarle, acordó arrojarlos de la madriguera que tenían en Güéjar, pueblo grande situado en el seno de una sierra fragosa, de donde nacen las principales fuentes del Genil. Salió pues don Juan de Granada, ejecutó felizmente esta difícil operación, y echados los moros de aquella ladronera{17}, dejando la conveniente guarnición para la seguridad de Granada y su vega, partió otra vez el joven guerrero (29 de diciembre) la vía de Guadix y Baza, en cuyo último punto le esperaba el comendador Requesens con la artillería de Cartagena. Prosiguió a Huéscar, donde se le presentó el marqués de los Vélez a quien iba a reemplazar. En medio de la cortesanía con que el marqués se acercó a saludarle y besarle la mano, no podía disimular el sentimiento de verse sustituido como poco a propósito para dar cabo a aquella empresa. Así que, después de informar brevemente a don Juan de Austria del estado de la guerra por aquella parte, sin apearse del caballo se despidió de todos y se retiró lleno de resentimiento y de pena a su villa de Vélez el Blanco.

Acrecentado el campo de don Juan hasta doce mil hombres, procedió a cercar el fuerte de Galera que tenían los enemigos, y que el marqués de los Vélez en mucho tiempo no había sido poderoso a rendir. Colocó pues baterías, hizo minas, dio repetidos asaltos, y ejecutó todas las operaciones que suele necesitar el asedio formal de una plaza fuerte. Los moros, y aun las moras y los muchachos, la defendieron con una tenacidad heroica y bárbara. En algunos asaltos murió mucha gente principal del campo cristiano, y asusta la larga nómina de capitanes y alféreces muertos y heridos que nos trasmitieron los testigos de vista. «Yo hundiré a Galera, exclamó un día don Juan de Austria irritado con el espectáculo de tantas víctimas, y la asolaré y sembraré toda de sal; y por el filo de la espada pasarán chicos y grandes, cuantos están dentro, en castigo de su pertinacia y en venganza de la sangre que han derramado.» Estas palabras, pronunciadas con fuego, volvieron el ánimo a los soldados: él hizo jugar a un tiempo todas las piezas de batir; mandó volar las minas, que arrojaron al aire casas y peñascos, y conmovieron todo el cerro sobre que se asentaban la población y el castillo; ordenó el asalto general, y penetrando los soldados por las calles como bravos leones, con orden que llevaban de don Juan de no perdonar a nadie la vida, fueron ganándolas palmo a palmo y sembrándolas de cadáveres. Los que se habían recogido a la última placeta del castillo fueron todos acuchillados: dos mil cuatrocientos hombres de pelea fueron pasados a cuchillo aquel día (10 de febrero, 1570), además de cuatrocientas mujeres y niños. Don Juan cumplió su amenaza: la villa fue asolada y sembrada de sal: el que recibió la orden de ejecutar este ejemplar castigo fue el mismo historiador que nos lo cuenta{18}. La nueva de este triunfo alcanzó al rey camino de Córdoba, donde iba a celebrar cortes.

Mas no por eso dejó de experimentar pronto el de Austria los azares de la guerra. A los pocos días, y después de marchar por entre nieves, pantanos y barrizales, dispuso desde Baza hacer un reconocimiento a la fortaleza de Serón. Los soldados imprudentes penetraron antes de tiempo en la villa, y entretenidos y ciegos en saquear las casas y en cautivar mujeres, dieron lugar a que bajaran de aquellos cerros en socorro de los del castillo hasta seis mil moros acaudillados por el Malech, el Habaquí y otros de sus mejores capitanes. En el aturdimiento y desorden que se apoderó de los cristianos, fueron acuchillados más de seiscientos, aparte de los que murieron quemados en las casas y en las iglesias, no siendo parte a remediarlo los más animosos caudillos ni los esfuerzos del mismo don Juan de Austria. Allí fue herido en un muslo el capitán don Lope de Figueroa; una bala de escopeta le entró en el brazo a Luis Quijada que andaba recogiendo la gente, y otra dio en la celada de don Juan de Austria, que por ser aquella fuerte preservó la vida del valeroso joven (19 de febrero, 1570). En Canilles, donde se retiraron, murió de la herida el noble caballero Luis Quijada, el antiguo confidente y mayordomo del emperador Carlos V, el ayo y como el segundo padre de don Juan de Austria; y concíbese bien la gran pesadumbre que el príncipe tendría con la muerte del que le había criado y acompañado desde la niñez. Despachose correo a las ciudades de Úbeda, Baeza y Jaén, para que dos mil infantes de Castilla que habían de pasar por allí fuesen al campo de don Juan, y se escribió al duque de Sessa que enviara cuanta gente pudiese, y entrara cuanto antes en la Alpujarra para llamar y entretener por allí la atención de los moriscos.

Rehecho el campo de don Juan, volvió de nuevo y con mas ánimo sobre Serón, ansioso de vengar la pasada derrota. Esta vez, viéndole los enemigos ir tan en orden, no tuvieron valor para esperarle, y ellos mismos incendiaron la población y el castillo, subiéndose a la sierra, donde en número de siete mil hombres sostuvieron algunas refriegas con los escuadrones de Tello de Aguilar y de don García de Manrique. Dejando algún presidio en Serón, pasó don Juan de Austria a combatir a Tíjola, de donde salieron los enemigos de noche a las calladas huyendo a los montes por las cañadas y desfiladeros. Solo se hallaron unas cuatrocientas mujeres y niños, y se ganó bastante despojo del que los moros habían guardado allí como en lugar fuerte (marzo, 1570). Destruida y asolada también aquella villa, viose con sorpresa de los que ignoraban el secreto, que las fortalezas de Purchena, Cantoria, Tahalí y otras que tenían los moriscos se iban encontrando abandonadas, y ocupábanlas sin dificultad los cristianos y dejaban en ellas guarniciones (abril).

Decimos el secreto, porque le había en verdad, aunque no para don Juan y sus principales capitanes, en esta extraña conducta de los moros, antes tan pertinaces en la defensa de sus plazas. Y era que con motivo de haber sido en otro tiempo amigo el capitán Francisco de Molina de Fernando el Habaquí que acaudillaba los moros de aquellas tierras, obtenida la venia de don Juan de Austria, había escrito aquél al general moro diciéndole que holgaría mucho se viesen para tratar algunas cosas convenientes e interesantes a los dos campos. Comprendió el moro, que no era torpe de entendimiento, el significado de la misiva, accedió a lo de las vistas, que concertaron con las debidas precauciones por ambas partes, y se vieron y comieron juntos. Mientras comían y bebían los turcos de la escolta de Habaquí, tuvo ocasión el Molina de hablarle aparte, y recordándole su antiguo afecto y amistad le manifestó que el objeto de haber dado aquel paso era aconsejarle a fuer de antiguo amigo que volviera al servicio del rey y procurara la reducción de los suyos, puesto que era una temeridad resistir a un monarca tan poderoso, y que él le prometía y aseguraba que sería bien recibido y tratado por S. M. así como los que con él se pusiesen llanamente en sus manos: que para llegar a este término debería aconsejar a los moros dejasen las fortalezas del río Almanzora como insostenibles y se recogiesen a la Alpujarra, donde después podría mejor persuadirles la reducción. Respondió el Habaquí, a quien no había desagradado la propuesta, que en cuanto a las fortalezas él obraría de modo que S. M. entendiese el servicio que le hacía, y en cuanto a lo demás se vería con Aben Abóo y sus amigos y deudos, y avisaría lo que se determinara. El moro había cumplido su palabra en la primera parte, y este era el secreto de hallar los cristianos las fortalezas abandonadas.

Puesto el negocio de la reducción en este camino, y autorizado don Juan de Austria por el rey para que admitiese a los que llanamente y sin condiciones se presentaran, publicó un bando cuyos principales capítulos eran los siguientes: –Todos los moriscos, hombres y mujeres, de cualquier calidad y condición que fuesen, que en el término de veinte días pusieran sus personas en manos de S. M. o de don Juan de Austria, tendrían merced de la vida, y se mandaría oír en justicia a los que probaran las violencias y opresiones que los habían provocado a levantarse: –Todos los de quince a cincuenta años que en dicho plazo se rindiesen, y trajeren además una escopeta o ballesta, harían libres a dos de sus parientes más allegados: –Los que quisieran reducirse, podían acudir al campo de don Juan de Austria o del duque de Sessa en los lugares que más cerca estuviesen: –Para ser conocidos desde lejos, llevarían cosida a la manga izquierda del vestido una cruz grande de paño o lienzo de color: –Los que en dicho plazo no se redujesen, sufrirían el rigor de la muerte sin piedad ni misericordia. De este bando se circularon traslados por todo el reino{19}.

Las negociaciones que produjeron este edicto no habían sido aisladas; al contrario, eran continuación de las que se habían entablado del campo del duque de Sessa, lo cual nos conduce a dar razón de lo que éste había hecho por la parte de la Alpujarra.

Menos activo y diligente el duque de Sessa que don Juan de Austria había tardado en salir de Granada cerca de dos meses (21 de febrero de 1570), y detenídose en el de Padul más de lo que conviniera a fin de engrosar su ejército y reunir las más provisiones que pudiese: Por su parte el nuevo rey de los moriscos Muley Abdallah Aben Abóo había escrito al muftí de Constantinopla y al secretario del rey de Argel, representándoles la triste situación en que se veían los desgraciados musulmanes de su reino, acometidos por dos fuertes ejércitos cristianos, y reclamaba de ellos con urgencia los auxilios que habían ofrecido a sus hermanos de España. La reclamación de Aben Abóo, como las anteriores de Aben Humeya, no produjo sino buenas palabras así del turco como del argelino{20}. La guerra por la parte de la Alpujarra y por la costa y la ajarquía de Málaga no se hacía con el vigor que por el río Almanzora, por donde andaba don Juan de Austria. Y bien fuese por convencimiento, bien, como algún autor indica, porque se trataba ya de la liga de los príncipes cristianos contra el Gran turco y se deseaba terminar la guerra de los moriscos para poner a don Juan de Austria al frente de la armada de la confederación, ello es que se recurrió al sistema de reducción que tanto se había criticado en el marqués de Mondéjar.

A este fin se pusieron en juego las relaciones que algunos principales caudillos cristianos habían tenido antes con los capitanes moriscos, y en especial las de don Alfonso de Granada Venegas y don Fernando de Barradas con el Habaquí, el general de los moriscos en la parte de Almería{21}. Escribiéronle al efecto, y le hallaron dispuesto a entrar en tratos de reducción. Por eso le fue más fácil al capitán Francisco de Molina, de quien antes hablamos, conferenciar con el Habaquí y acordar con él lo que arriba dejamos referido. Encargose también al licenciado Castillo, que poseía bien el idioma arábigo, escribiese una larga carta en aquella lengua, figurando ser de algún alfaquí que se condolía de los trabajos y de la perdición que esperaba a sus hermanos los moriscos, y les persuadía con abundancia de razones a que volvieran a la obediencia del rey de los cristianos, si querían evitar su total y completa ruina{22}. Un espía llevó ejemplares de esta especie de proclama por los lugares de la Alpujarra, y los iba dejando donde pudieran ser hallados y leídos.

Pero al mismo tiempo se mandó por el rey y se encomendó al presidente Deza de Granada la ejecución de otra medida que no sin razón se miraba como muy peligrosa, y que con no poca fortuna se llevó a cabo sin empeorar el estado de la guerra y de las negociaciones para la reducción, a saber, la de sacar del reino e internar en los pueblos de Andalucía y de Castilla a todos los moros de paz, esto es, a aquellos moriscos que no se habían alzado y permanecían en sus casas obedeciendo al rey. El lector juzgará de la justicia de tan dura determinación en premio de la conducta de aquellos desgraciados, bien que se alegara para ella que daban avisos a los rebeldes, y que se hacía por su bien y seguridad. Hízose, pues, con los moros de paz (cuya sola denominación parecía debiera servirles de salvaguardia) de la Vega, de la Alpujarra, de Ronda, de las sierras y ríos de Almería, lo mismo que antes se había hecho con los de Granada; y con sus familias y sus bienes muebles fueron arrancados de sus hogares, y trasladados al interior de Castilla.

Sin perjuicio de los tratos de reducción, proseguían la guerra con éxito vario, don Juan de Austria por Terque, el río Almería y los Padules de Andarax; el duque de Sessa por Ugíjar, Adra, Castil de Ferro y Verja (abril, 1570), no sin que aquellos influyeran en el ánimo del soldado, de manera que al duque se le desertaban cada día, y a tal punto, que de los diez mil hombres que tenía en la Alpujarra solo vinieron a quedarle cuatro mil. Y como luego le escribiese don Juan que tenía necesidad de verle para tratar algunas cosas importantes al servicio del rey, juntáronse los dos generales cristianos, primeramente en el cortijo de Leandro, y después en los Padules, andando de allí adelante el duque de Sessa incorporado a don Juan de Austria. Tampoco cesaron los tratos sobre la reducción; antes bien don Alonso de Granada Venegas lo propuso por escrito al mismo Aben Abóo, el cual en respuesta a su carta, después de exponer con no poca valentía que la culpa del alzamiento y de los males que se habían seguido no la tenían ni él ni los suyos, sino los agravios intolerables que los cristianos les habían hecho, concluía con decirle que se viese con el Habaquí, que era a quien tenía dada comisión para aquellos negocios. En su virtud, acordaron reunirse los principales caudillos de ambas partes, con las seguridades convenientes, en el Fondón de Andarax.

Reunidos en efecto en el Fondón el Habaquí con sus principales capitanes{23} y los comisarios de don Juan de Austria (13 de mayo, 1570), expuso en tono arrogante el Habaquí que no era posible guardar las pragmáticas reales ni tolerar las injusticias que los habían provocado a la rebelión; que no se había cumplido con ellos nada de lo que se les ofreció cuando se redujeron al marqués de Mondéjar; que si con los moros de paz se hacía la injusticia de llevarlos a Castilla, habiendo sido leales, ¿qué podían esperar los rebeldes? Finalmente que don Juan de Austria nombrara personas de quienes pudieran fiarse que ampararan a los que fueran a reducirse, y que los aseguraran de no recibir daño; que volvieran los internados de Castilla y se les permitiera rescatar sus mujeres e hijos; que se los dejara vivir en el reino de Granada; que se les guardaran las antiguas provisiones; que hubiera un perdón general; que bajo estas condiciones ellos se someterían todos y entregarían los cristianos cautivos que tenían en su poder. Enviada esta relación a don Juan de Austria, y congregado el consejo, se acordó responder: que ante todo trajesen poder de Aben Abóo, en cuyo nombre se habían de rendir, y con él presentasen un memorial de súplica, pidiendo solamente lo que sabían se les habría de otorgar. Para más abreviar el negocio se encargó la redacción del memorial al secretario mismo de don Juan de Austria, Juan de Soto{24}, y llevado al Habaquí, dio éste su conformidad, y prometió volver antes de ocho días con los poderes de Aben Abóo.

El Habaquí cumplió fielmente su palabra, y el 19 (mayo) estaba ya otra vez en el Fondón de Andarax. Poco faltó para que la imprudencia de un capitán de caballos del duque de Sessa, llamado Pedro de Castro, diera al traste con la negociación, con una insultante carta que dirigió al Habaquí, y que irritó sobremanera a todos los caudillos moros. Aplacados al fin, aunque con mucho trabajo, por los esfuerzos de los comisionados de don Juan de Austria, se concluyó el negocio de esta manera: Que el Habaquí, a nombre de Aben Abóo y de todos los capitanes moriscos se echaría a los pies de don Juan de Austria, rindiendo las armas y bandera y pidiéndole perdón; y que su Alteza (que así le trataban a don Juan) los recibiría en nombre de S. M. y les daría seguro para que no fuesen molestados ni robados, y se les permitiría vivir con sus mujeres e hijos en el reino, excepto en la Alpujarra. Hecho este concierto, pasaron a los Padules, donde los esperaba don Juan en su tienda, rodeado de sus consejeros y capitanes. Llegó el Habaquí, se apeó de su caballo, y echose a sus pies diciendo: «Otórguenos V. A. a nombre de S. M. perdón de nuestras culpas, que conocemos haber sido graves:» y quitándose la damasquina, se la dio a la mano, y dijo: «Estas armas y bandera rindo a S. M. en nombre de Aben Abóo y de todos los alzados cuyos poderes tengo.– Levantaos, le respondió don Juan de Austria con mucha dignidad, y tomad esa arma, y guardadla para servir con ella a S. M.»– Concluida esta solemne ceremonia con gran regocijo de todos, tratáronse algunos puntos concernientes al total arreglo de los negocios, y a 22 de mayo partió el Habaquí para la Alpujarra a dar cuenta de todo a Aben Abóo{25}.

Con esto y con haber vuelto el Habaquí (25 de mayo) a Codbaa de Andarax (donde se había trasladado don Juan de Austria) con el consentimiento de Aben Abóo y de todos los capitanes y soldados moriscos; con haber señalado don Juan los caudillos que en cada distrito o taha habían de recoger los que fuesen a entregarse, permitiéndoles vivir en los lugares llanos que ellos eligiesen, con tal que no fuese en la sierra; con haber embarcado el Habaquí para África los berberiscos y turcos auxiliares, y con las entradas y correrías que los capitanes cristianos hacían en diferentes partes del reino en busca y como a caza de los pocos que rehusaban acudir a reducirse, parecía que hubiera podido darse por concluida de todo punto la rebelión. Mas no fue así todavía. En primer lugar, el empeño del rey y del Consejo de despoblar el reino granadino de todos los moros de paz, o sea de los no alzados, inclusos los de Ronda, produjo en los moriscos de aquella serranía un levantamiento y una guerra no menos feroz ni menos sangrienta que la de la Alpujarra, que entretuvo y consumió las fuerzas de don Antonio de Luna, de Arévalo de Zuazo, y posteriormente del duque de Arcos, a quien el rey encomendó la reducción de aquellos serranos, gente de antiguo valerosa, feroz y bravía; guerra que acabó diseminándose por los altos de la sierra los pocos moriscos que pudieron escapar de la persecución{26}.

Por otra parte el reyezuelo Aben Abóo, o alentado con un refuerzo de turcos y moros que a tal tiempo llegó en unas fustas berberiscas, o envidioso de el Habaquí por haber éste concluido el negocio de la paz, y quejoso de las pocas ventajas que le parecía haber procurado para su persona, o por hacérsele duro renunciar al nombre y título de rey, comenzó a mostrarse arrepentido de lo capitulado, y so pretexto de que el Habaquí le había faltado a la lealtad y atendido poco al bien público, mudó de parecer y rehusó la sumisión. Noticioso de ello el Habaquí, ofreció a don Juan de Austria y al Consejo que él le haría cumplir lo prometido, o le traería atado a su campo. Con este propósito partió con alguna gente en busca del que acababa de ser su rey; mas como éste supiese su intento, se apresuró a enviar contra él los moros de su guardia y los turcos que de nuevo le habían venido: sorprendiéronle en el lugar de Bérchul; pudo el Habaquí huir de la casa en que le cercaron, pero encontráronle luego y le cogieron entre unas peñas; lleváronsele a Aben Abóo, el cual le hizo ahogar secretamente y le enterró en un muladar, donde estuvo más de treinta días sin que se supiese su muerte. Tal fue el desgraciado fin del negociador de la paz de los moriscos.

Con tanta serenidad como abominable doblez y falsía, escribió después de esto Aben Abóo a don Fernando de Barradas y a don Alonso de Granada Venegas, invitándolos a que fuesen a concluir con él, como con un amigo y hermano, la obra de la paz. Y como le preguntasen qué había hecho de el Habaquí, les respondió que le tenía preso por algunos días, como a hombre que los había engañado a todos, que a él le había encubierto la verdad, y que no había hecho sino para sí y para sus parientes y amigos; pero que consolaran a sus hijos, y les dijeran que estaba bueno, y que les daba su palabra de no tratarle mal y de soltarle de allí a pocos días. Esto escribía el falaz moro cuando ya le tenía enterrado. Y al propio tiempo escribía también a los alcaides turcos de Argel, dándoles cuenta del suceso, y de haber preso y degollado al Habaquí por traidor que había vendido los moriscos del reino a los cristianos, y les rogaba le enviaran con urgencia socorros.

Para cerciorarse de las intenciones de Aben Abóo y de lo que significaban sus misteriosas cartas, dispuso don Juan de Austria despachar a Hernán Valle de Palacios (30 de julio) para que se viese con Aben Abóo y tratara con él. Recibiole el moro aparentando cierta arrogante dignidad, sin levantarse de un estrado en que se sentaba, rodeado de mujerzuelas que le entretenían tocando la zambra. Después de haber oído las razones con que el Palacios le exhortaba a someterse, le respondió: «Que Dios y el mundo sabían que los turcos y moros le habían elegido rey sin pretenderlo; que no se opondría a que se redujesen los que quisieran, pero que tuviera entendido don Juan de Austria que él habría de ser el último; que aun cuando quedase solo en la Alpujarra no se daría nunca a merced; que si la necesidad le apretase, se metería en una cueva que tenía provista de agua y bastimentos para seis años, en cuyo tiempo no le faltaría una barca en que pasar a Berbería.» Con esta respuesta del contumaz y soberbio moro volvió el mensajero a don Juan de Austria, en ocasión que el rey, viendo la lentitud que había en la reducción, había mandado que se formaran otra vez dos campos y se hiciera de nuevo la guerra, entrando con uno el comendador de Castilla en la Alpujarra, don Juan de Austria y el duque de Sessa con el otro por la parte de Guadix, los cuales se habían de ir a encontrar en medio de las sierras.

Todavía el artificioso moro intentó engañar a don Juan de Austria, que ya se hallaba en Guadix, con una carta que escribió a Juan Pérez de Mescua (agosto) para que la presentara al príncipe, ofreciendo reducirse por intervención suya, y convidándole a que se viese con él en Lanteira para tratar de las paces. Pero descubierta por otra carta la falsía del astuto moro, se prosiguió en los preparativos para la nueva guerra con resolución de emplear el mayor rigor contra los rebeldes pertinaces. Reunió pues el comendador mayor Requesens en Granada cuantas milicias, bagajes, vituallas y municiones pudo; partió para la Alpujarra (setiembre, 1570), distribuyó sus tropas, y ordenó una batida general. Hacíase la guerra a sangre y fuego; destruíanse los mijos, los panizos y todos los sembrados de los moros; degollábase a los hombres que se encontraban, y se cautivaba a las mujeres, que se repartían entre los capitanes y soldados. Tenían los moros el país horadado de cuevas ocultas entre las breñas y riscos, donde ellos se escondían. En estas cuevas eran oteados por las cuadrillas del comendador y cazados como alimañas en sus madrigueras. Cuando a fuerza de armas no podían rendirlos, arrojaban por la boca cantidad de haces de leña encendidos, para que o el fuego los abrasara, o los sofocara el humo. Así murieron muchos centenares de hombres, mujeres y niños (setiembre y octubre). Millares de moriscas, de viejos y de muchachos fueron cautivados en estas correrías; los soldados los vendían y se aprovechaban de su precio. De los moros que se cogían, los unos eran ahorcados, los otros, por ser ya tantos en número, sufrían la suerte de cautivos, y se vendían en los mercados, siendo su producto para los aprehensores. Y al mismo tiempo el comendador hacía construir multitud de fuertes para asegurar la tierra.

En esto el rey Felipe II había dado ya orden a don Juan de Austria (28 de octubre), al presidente de Granada don Pedro de Deza, y al duque de Arcos que había sometido a los sublevados de Ronda, para que, cada cual por su parte con toda la brevedad y diligencia posible, sacaran del reino de Granada e internaran en Castilla todos los moriscos, así los de paz como los nuevamente reducidos{27}. Esta era su segunda orden, y su última resolución sobre la materia. En su virtud y con acuerdo del Consejo, dio don Juan de Austria las disposiciones oportunas para su ejecución, mandó que se tomasen todos los pasos de las sierras, y ordenó que en un día dado, el 1.° de noviembre, todos los moros del reino hubieran de estar recogidos en las iglesias de los lugares señalados, para llevarlos de allí en escuadras de a mil quinientos y con su escolta correspondiente a los puntos a que se los destinaba. Así se ejecutó, con orden y sin dificultad en algunas partes, con excesos y desórdenes en otras, con muertes y asesinatos en algunas, dando lugar en ciertos distritos los desmanes de los soldados y su codicia y maltratamientos a que no pocos se fugaran a lo más áspero de las breñas o huyeran a Berbería. Los que se internaban eran entregados por listas nominales a los alcaldes de los pueblos en que habían de residir. De esta manera quedó despoblado de moriscos el reino de Granada, después de haber costado dos campañas sangrientas el subyugarlos y vencerlos{28}.

Hecho esto, y dejando guarnecidos los fuertes de la Alpujarra, volviose el comendador mayor a Granada, y lo mismo hizo don Juan de Austria desde Guadix con el duque de Sessa, siendo recibidos con las mayores demostraciones de júbilo por los tribunales, corporaciones y pueblo. Allí licenciaron y despidieron la gente de guerra de las ciudades, y ordenado lo conveniente para el reemplazo de los presidios durante el invierno y el de las cuadrillas que habían de perseguir a Aben Abóo y otros rebeldes, partió don Juan de Austria de la ciudad de Granada para la corte de S. M. (30 de noviembre). Siguiole a poco tiempo el comendador mayor de Castilla don Luis de Requesens, mientras don Fernando Hurtado de Mendoza y el duque de Arcos acababan de exterminar los moriscos dispersos de Ronda y de la Alpujarra.

Réstanos dar cuenta del fin que tuvo el reyezuelo de montaña Aben Abóo, que todavía andaba por lo más agrio de la sierra con cuatrocientos hombres que le habían quedado, guareciéndose ya en una ya en otra cueva entre Bérchul y Trevélez. Las personas de quienes más confianza hacía eran su secretario Bernardino Abu Amer, y un famoso monfí llamado Gonzalo el Xeniz, y estos fueron precisamente los autores de su trágico fin, instigados por un platero, vecino de Granada, nombrado Francisco Barredo. Había el platero comunicado su plan al duque de Arcos y al presidente y Consejo de Granada y logrado que le ayudasen en él. Mas como el moro que llevaba una carta del presidente para Gonzalo el Xeniz cayera en poder de los secuaces de Aben Abóo, por salvar la vida entregó a éste la carta en que se revelaba el proyecto. Tomó entonces Aben Abóo una cuadrilla de sus escopeteros, y con ellos partió a media noche a sorprender al Xeniz que se hallaba en la cueva de Huzúm, entre Bérchul y Mecina de Bombarón. Entró en ella con solos dos hombres; enseñó los despachos al Xeniz; mostrose éste indignado, diciendo que todo era calumnia y traición; y cuando Aben Abóo salía a llamar a Abu Amer y a los suyos, detuviéronle a la puerta de la cueva seis hombres del Xeniz; llegó éste entonces por detrás, y con la escopeta le dio en la cabeza tan fuerte golpe que le derribó al suelo, y allí le acabaron de matar. Dispersáronse con esto los escopeteros de Aben Abóo, y los más se agregaron después al Xeniz para gozar del indulto que a él le había sido ofrecido (marzo, 1571).

Dispúsose conducir a Granada el cadáver del desdichado Aben Abóo, y para evitar la putrefacción se le abrió y rellenó de sal. Entablillado después por debajo del vestido y colocado derecho y como a caballo sobre una acémila, en términos que semejaba estar vivo, fue llevado a la ciudad, yendo a su derecha el platero Barredo, a su izquierda el Xeniz con la escopeta y el alfanje de Aben Abóo: detrás los moros reducidos con su ropa y bagajes, y a sus lados las cuadrillas de gente de guerra de aquellos presidios. Entraron por la ciudad haciendo salvas con sus arcabuces; el pueblo saludó con júbilo aquella procesión burlesca; el Xeniz hizo su acatamiento al duque y al presidente entregándoles las armas de Aben Abóo, y el cuerpo de este desgraciado fue arrastrado por las calles, descuartizado después, y colocada la cabeza en una jaula de hierro fue puesta sobre el arco de la puerto del Rastro que da salida al camino de las Alpujarras{29}.

La tierra se fue poblando de cristianos, al principio con alguna dificultad, pero después con el aliciente de las haciendas que el rey mandó distribuir y de los privilegios y franquicias que otorgó a los nuevos pobladores, ya no faltaban cristianos que apetecieran ir a morar en el territorio morisco.

Así acabó la guerra de los moriscos de Granada, últimos restos de la dominación sarracena en aquel reino: guerra sangrienta y feroz, en que musulmanes y cristianos, todos cometían excesos y ejecutaban crueldades horribles, todos hicieron acciones de valor heroico: guerra desigual entre un pueblo de montaña, reducido al recinto estrecho de una provincia española, y el poder de un soberano que dominaba la mitad del mundo: guerra en que los esfuerzos individuales y los arranques de la desesperación suplieron en el pueblo rebelado la falta de gobierno, de organización, de ejército y de leyes: guerra que creemos hubiera podido evitarse con alguna más prudencia de parte del monarca y de los consejeros españoles, pero necesaria si se atiende al modo con que Felipe II se propuso establecer la unidad religiosa en el reino: guerra en fin, en que el joven don Juan de Austria hizo una gloriosa prueba de capitán valeroso y activo, entendido y prudente, y cuyo triunfo, bien que honroso, fue solamente como el anuncio de los laureles que más en abundancia había de recoger en otro más ancho campo en que vamos a verle ahora.




{1} En otra parte hemos ilustrado detenidamente este punto, y demostrado con copia de documentos auténticos, que la madre de don Juan de Austria fue la mencionada Bárbara Blomberg, y no otra, desvaneciendo al propio tiempo de una manera que no puede dejar ya lugar a la duda, ciertas calumniosas especies que algunos escritores habían difundido, queriendo dar a este príncipe un origen mucho más criminal y feo, de que quedaba harto lastimada la honra del emperador, y mucho más la de una ilustre y virtuosa reina. Puede verse el número tercero de la Revista Española de Ambos Mundos, donde se insertó esta ilustración.

La Blomberg, hija de un ciudadano particular de Ratisbona, (bürger) que vivía de su hacienda, casó con Gerónimo Píramo Kegell, comisario del ejército del rey, de quien tuvo dos hijos. Habiendo enviudado de Kegell, fue traída a España por disposición de su hijo don Juan, de acuerdo con su hermano Felipe II, que le asigno una pensión de 3.000 ducados anuales. Se estableció en San Cebrián de Mazote (Castilla la Vieja), y se trasladó posteriormente a Colindres, donde murió en 1598.

{2} Según Vander Hammen, que cuenta minuciosamente todo lo relativo a la vida de don Juan, el clérigo a cuyo cuidado se encomendó, se llamaba Bautista Vela, y la mujer a cuyo inmediato cargo estaba, Ana de Medina, casada con un flamenco nombrado Francisco, uno de los que Carlos había traído en su comitiva la primera vez que vino de Flandes a España.– Historia de don Juan de Austria, lib. I.

{3} «Hallo ya tan público aquí (escribía Luis Quijada a Felipe II en 12 de diciembre de 1558) lo que toca a aquella persona que V. M. sabe está a mi cargo, que me ha espantado, y espántame mucho más las particularidades que sobre ello oyo…»– Archivo de Simancas, Estado, leg. 120.

{4} La prueba de ello es, que en 12 de octubre (1558) le había escrito Luis Quijada diciéndole entre otras cosas, que la víspera de morir su padre, había mandado entregar 600 escudos de oro a fin de que con ellos se formase una renta de 500 florines para cierta persona que S. M. sabía. Y al respaldo de esta carta, se halla puesto de mano de Felipe II: «Eraso, esta carta guardad, y me acordad de lo que en ella se dice, que creo que aquello mandó S. M. dar a la madre de aquel gentilhombre; y acuérdeseos de lo que os dije que supiésedes de su marido, y acordádmelo todo.»

{5} Algunos suponen haberse verificado esta escena en el monte Torozos, en una partida de caza que el rey había dispuesto. Sobre no parecernos ni a propósito el lugar, ni verosímiles las circunstancias con que estos lo cuentan, nosotros hemos seguido a Vender Hammen, en la Historia de don Juan de Austria, lib. 1, y a Cabrera, Historia de Felipe II, libro V, cap. 3, que nos parecen los más autorizados.

{6} La servidumbre que se designó a don Juan de Austria, fue: mayordomo mayor, el conde de Priego; sumiller de corps, don Rodriego de Benavides, hermano del conde de Santisteban; caballerizo mayor, don Luis de Córdoba; secretario, Juan de Quiroga; capitán de su guardia, don Luis Carrillo, primogénito del conde de Priego; varios gentiles hombres y ayudas de cámara. Luis Quijada, caballerizo mayor ya del príncipe don Carlos, asistía con título de ayo a don Juan de Austria. Diéronle a éste para vivir las casas del conde de Ribadavia.

{7} Es por consecuencia inexacto que don Juan de Austria naciera en febrero de 1545, día de San Matías, como hasta aquí han venido diciendo todos los historiadores, porque de ser así tendría don Juan quince años en febrero de 1560, y por testimonio de las Cortes y del rey aun no tenía entonces los catorce. El texto de las Cortes no ofrece duda alguna. «Y luego que esto fue hecho, el dicho Francisco de Eraso dixo a la C. R. M. del rey don Felipe nuestro soberano señor, que ya sabía como el ilustrísimo don Juan de Austria no tenía la edad cumplida de los catorce años; y como quiera que se conocía que tenia discreción, habilidad y entendimiento, que todavía a mayor abundamiento, S. M. supliese el dicho defeto para que pudiese jurar e hacer el pleito homenaje en caso que fuese necesario, y habiéndolo S. M. particularmente oído, en voz inteligible respondió y dixo, que ansi era su voluntad, no embargante las leyes destos reinos: lo qual por el dicho ilustrísimo don Juan de Austria oído, se levantó de la dicha silla en que estaba, y fue antel dicho Rmo. Cardenal, e hizo otro tal juramento como el que la serenísima princesa avia hecho, y fecho se levantó y fue antel dicho marqués de Mondéjar que estaba en pié en frente de S. M., y metidas las manos entre las del dicho marqués, hizo el pleito homenaje contenido en la dicha scriptura de juramento o pleito homenaje de suso scripta: lo qual ansi hecho en señal de la ovidiencia, reconocimiento y reverencia, subjeción y vasallaje y fidelidad al dicho serenísimo esclarecido príncipe don Carlos nuestro señor debida, se fue antel dicho ilustrísimo don Juan de Austria, e hincadas las rodillas en el suelo, le besó la mano, y desde allí se tornó a sentar en la silla en que antes estaba, como dicho es.»– Copiado por nosotros del testimonio original de dichas Cortes, refrendado por el secretario Eraso y por los escribanos mayores de Cortes, que se conserva en el Archivo municipal de la ciudad de León, en cinco hojas de pergamino útiles, marca folio.

En confirmación de que aquella era la verdadera edad de don Juan de Austria, y no la que hasta ahora le han dado los historiadores, viene la medalla que se acuñó para perpetuar su memorable victoria en Lepanto, y que se conserva en el Museo Numismático de la Biblioteca Nacional de esta corte (estante 36, caja núm. 1.°), por la que consta que don Juan en octubre de 1574 no tenía más de veinte y cuatro años, pues en su anverso se lee la siguiente inscripción: JOANNES AUSTRIAE CAROLI V FIL. OET SU. ANN. XXIIII.

Ya que nos hemos puesto a rectificar, diremos también que se equivocaron Vander Hammen, Cabrera y otros que los han seguido, al decir que don Juan de Austria tomó al príncipe don Carlos en aquellas Cortes el juramento de guardar y hacer guardar las leyes, costumbres y libertades del reino. Don Juan de Austria no tomó tal juramento, según en el testimonio original de dichas Cortes hemos visto.

{8} El nombramiento de don Juan de Austria fue hecho en 15 de enero de 1568, el de don Luis de Requesens en 22 de marzo. Al nombramiento de don Juan acompañó una larga instrucción del rey, previniéndole cómo había de obrar en todo lo concerniente a su nuevo cargo. «La orden (comenzaba) que Vos el ilustrísimo don Juan de Austria, nuestro muy caro y muy amado hermano, a quien hemos proveído del cargo de nuestro capitán general de la mar, habéis de tener y guardar en uso y ejercicio, es el siguiente: Primeramente, ha parecido advertiros, que el dicho cargo de nuestro capitán general de la mar que os habemos proveído, es de la calidad que mas que en otro alguno conviene proceder con gran cuidado, atención y diligencia, por los peligros y dificultades a que las cosas de la mar están expuestas, y por la diligencia que en las ocasiones y efectos que se hubieren de hacer conviene usar… &c.»

Manuscrito de la Biblioteca del duque de Osuna.– Se ha insertado en la Colección de Documentos inéditos, tom. III.

{9} Por ejemplo, la expedición de Jasón a la conquista del Vellocino de oro; Neptuno, en su carro, circundado de dioses marinos; Ulises, tapándose los oídos para librarse del canto de las sirenas; Alejandro Magno, &c. Los motes estaban en latín, y eran tales como estos: Fortunam virtute parat.– Dolum reprimere dolo.– Per saxa, per undas. Festina lentè: Ut fiant aquæ salubres, &c. Vander Hammen, Hist. de don Juan de Austria, lib. I.– Archivo de Simancas, Estado, leg. número 150. Correspondencia de don Juan de Austria desde Cartagena.

{10} Vander Hammen, don Juan de Austria, lib. I.– Cabrera, Felipe II, lib. VII.

{11} Vander Hammen copia el memorial de don Juan al rey.– Historia de don Juan de Austria, lib. II.

{12} Mármol, Rebelión y Castigo de los moriscos, lib. VI, c. 7 y 8.– Vander Hammen, Hist. de don Juan de Austria, lib. II.

{13} MS. de la Biblioteca de la Academia de la Historia, est. 1.ª, grada 3.ª, A 52, fol. 257.– Su sobrino era sin duda don Iñigo de Mendoza, hijo del marqués de Mondéjar, el que había venido a Madrid con la consulta de su padre al rey.

{14} Mármol, Carvajal, Rebelión, lib. VI, c. 27. «Y porque no alborotase la ciudad, dice este mismo autor, y matasen los moriscos que venían por las calles, mandó a don Francisco de Solís y a mí que nos fuésemos a poner en las puertas de la ciudad y no dejásemos entrar a nadie dentro.»

{15} «Marqués de Mondéjar, primo, nuestro capitán general del reino de Granada: porque queremos tener relación del estado en que al presente están las cosas dese reino, y lo que converná proveer para el remedio dellas, os encargamos que en recibiendo esta os pongáis en camino, y vengáis luego a esta nuestra corte para informarnos de lo que está dicho, como persona que tiene tanta noticia dellas; que en ello, y en que lo hagáis con toda la brevedad, nos ternemos por muy servido. Dada en Madrid a 3 de setiembre de 1569.»– Mendoza, Guerra de Granada, lib. III.– Mármol, Rebelión, lib. VII, c. 6.– Hablando de las mutuas quejas de los dos marqueses, el de los Vélez y el de Mondéjar, dice don Diego de Mendoza, que era voto en la materia: «Yo no vi el proceder de uno ni del otro; pero a mi opinión, ambos fueron culpados, sin haber hecho errores en su oficio y fuera dél, con poca causa, y esa común en algunos otros generales de mayores ejércitos.»

{16} Dice Mendoza, y lo mismo indica Mármol Carvajal, que declaró al tiempo de morir haber sido siempre su intención vivir en la ley cristiana, y que en ella muriera si no le sobrecogiera la muerte; que solo había aceptado el reino por vengarse de las injurias que a él y a su padre habían hecho los jueces del rey don Felipe; que quedaba vengado de amigos y enemigos; que pues él había cumplido su voluntad, cumpliesen ellos la suya; y que en cuanto a la elección de Aben Abóo, iba contento, pues sabía que pronto había de tener el mismo fin que él. Esto mismo se verificó, como adelante veremos. Y si lo primero fue cierto, gran cargo resulta de sus palabras contra la imprudente conducta de los que pusieron a los moriscos en tal desesperación.

{17} En la casa donde posaba el alcaide Xoaybi hallé yo (dice el historiador Mármol que iba en la expedición) muchos papeles, y entre ellos la carta que Aben Humeya le había escrito, mandándole que no alzase mas alcarías hasta que se lo mandase.» Rebelión, libro VII, cap. 27.

{18} «Don Juan de Austria me mandó a mí que hiciese recoger el trigo y cebada que tenían allí los moros, y que la villa fuese asolada y sembrada de sal.»– Mármol, Rebelión y Castigo, libro VIII, cap. 5.

{19} Mármol inserta una copia del bando, el cual se conserva original en el Archivo de Simancas, Estado, leg. núm. 152.

{20} Algunas de estas cartas fueron a parar a manos de don Juan de Austria, que las hizo traducir. Su estilo conservaba todo el tinte y las formas orientales. La de Aben Abóo al de Constantinopla comenzaba: «Loores a Dios del siervo de Dios, que confía en él y se sustenta mediante su esfuerzo y poderío. El que guerrea en servicio de Dios, el gobernador de los creyentes, ensalzador de la ley, abatidor de los herejes descreídos, y aniquilador de los ejércitos que ponen competencia con Dios, que es Muley Abdallah Aben Abóo, ensálcele Dios con ensalzamiento honroso, y hágale señor de notorio estado y señorío. Al que sustenta el alzamiento de Andalucía, a quien Dios ayude y haga victorioso… a nuestro amigo y especial querido nuestro, el señor grande, honrado, generoso, magnífico, adelantado, justo, limosnero y temeroso de Dios… &c.»

{21} Gerónimo el Malech, que había sido nombrado general en jefe de aquella tierra, había muerto de enfermedad.

{22} Mármol copió esta larga carta, que titula Carta persuasoria, en su Historia de la Rebelión de los Moriscos, lib. VIII, cap. 10.

{23} Eran estos, Fernando el Galip, hermano de Aben Abóo; Pedro de Mendoza, el Hosceni; Fernando el Gorri; un hijo de Gerónimo el Malech; Alonso de Velasco, el Granadino; y doce de los principales turcos auxiliares.

{24} Había muerto el secretario Juan de Quiroga, y reemplazádole este Juan de Soto.

{25} Mármol, Rebelión, lib. IX, caps. 1.° y 2.°.– Vander Hammen, Historia de don Juan de Austria, libro II.

{26} En la relación de los sucesos de esta guerra de Ronda se detuvo don Diego de Mendoza más de lo que era de esperar de la brevedad con que trató los de la general de Granada. Puede verse su libro IV y también el IX y X, de Mármol.

{27} Real cédula de Felipe II, de Madrid, a 28 de octubre de 1570.

{28} La distribución que de ellos se hizo, fue la siguiente: los de Granada y su vega, valle de Lecrín, sierra de Bentomiz, ajarquía y hoya de Málaga, y serranías de Ronda y de Marbella, fueron repartidos por las provincias de Extremadura y Galicia: los de Guadix, Baza y río de Almanzora, por la Mancha, Toledo y Castilla la Vieja, hasta el reino de León. Los de Almería y su costa fueron llevados a Sevilla. Se acordó no destinar ningunos ni al reino de Murcia, ni a las cercanías de Valencia, por evitar el peligro del contacto y comunicación con los moriscos naturales de aquellas tierras.– Mármol, Rebelión y Castigo de los moriscos, lib. X, c. 6.

{29} Pusiéronle un rótulo que decía

Esta es la cabeza
Del traidor de Abenabó.
Nadie la quite
Sopena de muerte.

Mendoza en el libro IV y último de la Guerra de Granada, y Mármol en el X de la Rebelión y Castigo de los Moriscos, cap. 8, difieren en algunas circunstancias y pormenores de la muerte de Aben Abóo, pero están conformes en lo principal del suceso. Hemos seguido a Mármol, que en lo general suele estar mejor informado de estos incidentes, como persona que podía verlos por sí mismo.