Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo XIII
Don Juan de Austria
Lepanto
De 1570 a 1574

Planes del sultán Selim II sobre la isla de Chipre.– Resuelve su conquista.– Rompe la paz con Venecia.– Prepárase a la guerra la república: busca aliados y pide auxilio.– El papa y el rey de España.– Principio de la liga.– Conferencias en Roma: capítulos.– Guerra de Chipre.– Generales y fuerzas turcas.– Generales y fuerzas venecianas.– Sitio y toma de Nicosia por los turcos.– Escuadra auxiliar de España: Juan Andrea Doria.–Escuadra pontificia: Marco Antonio Colonna.– Disidencias entre los aliados.– Retírase Andrea Doria.– Vuélvese la armada de los confederados.– Realizase la liga cristiana y se jura.– Célebre sitio de Famagusta por los turcos.– Defensa heroica de los venecianos.– Se rinden.– Horribles e inauditas crueldades de Mustafá.– Generales de la armada y ejército de la liga: Generalísimo Don Juan de Austria.– Sale don Juan de Madrid: va a Barcelona, Génova, Nápoles y Messina.– Reunión de la armada de la liga.– Número de naves y hombres.– Parte la armada a Levante.– Armada turca: Pertew-Bajá y Alí-Bajá.– Orden de las dos armadas.– Memorable batalla de Lepanto.– Pericia y denuedo de don Juan de Austria.– Muerte de Ali-Bajá.– Triunfo glorioso de la liga, y destrucción de la armada turca.– Retirada de los aliados.– Festejos en Venecia, Roma y Madrid.– Escaso fruto que se recogió de la victoria y sus causas.– Repone el turco su armada y vuelve sobre Candía.– Lentitud de los coligados, y motivos que la ocasionaban.– Muerte del papa Pío V.– Gregorio XIII.– Detención de don Juan de Austria y sus quejas.– Hácese otra vez a la vela.– Campaña naval de 1572.– Retirada de los aliados.– Bochornosa paz de Venecia con Turquía.– Disuélvese la liga.– Marcha don Juan de Austria a Berbería y reconquista a Túnez.– Vuelve a Italia.
 

Dejamos en el capítulo anterior a don Juan de Austria triunfante de los moriscos granadinos, y preparándose a buscar otros laureles con que ceñir su noble frente en otro campo más extenso y en empresas más dignas de su elevado ánimo y de su gran corazón. El que había vencido a unos moros montaraces, aunque briosos y valientes, entre las breñas y riscos de una comarca de la península española, iba a ser puesto a prueba lanzándole a los mares de Oriente y colocándole como general en jefe de la armada de tres naciones confederadas, frente a frente de las fuerzas marítimas del Gran Turco, que era entonces formidable y poderoso en las aguas, y desafiaba y traía alarmada toda la cristiandad. Menester es que reseñemos brevemente las causas que obligaron a las potencias cristianas que nombraremos luego a unirse y coligarse contra el imperio otomano, y la situación respectiva en que se hallaban las fuerzas de los turcos de los confederados cuando el hermano natural de Felipe II, joven de veinte y cuatro años, fue llamado a desempeñar el primer papel en aquella solemne contienda.

La conquista de la fertilísima isla de Chipre, tributaria antes de los sultanes como sucesores del soldán de Egipto, y después cedida a la república de Venecia por Catalina Cornaro, noble veneciana, viuda del rey Jacobo, había sido el proyecto favorito del sultán Selim II que sucedió en el imperio a su padre Solimán, muerto en la guerra de Hungría en 1566. Desde antes de subir al trono, y cuando era solamente príncipe hereditario, había tenido ya este pensamiento. Criado este príncipe entre los placeres del serrallo, codicioso de oro, pero todavía más apasionado del vino, por más que lo prohibiera su ley, y llamado por esto «el bebedor, el ebrio,» acaso no era el menor aliciente para sus planes de conquista el verse poseedor del suelo que producía aquellos ricos y sabrosos vinos de Chipre a que era tan aficionado. No faltaba quien le representara, la conquista de Chipre como la empresa más ventajosa a los intereses de la Puerta Otomana, como la más digna de un hijo del gran Solimán. Hablábale en este sentido su visir Mustafá, y bien que Muhammed-Bajá y el gran muftí, celosos de la privanza de Mustafá, intentaran persuadirle que debía atender con preferencia al socorro de los moriscos granadinos y enviar las naves del imperio a España, prevaleció en el ánimo de Selim el consejo que más le había halagado siempre, el de arrancar a Chipre del poder de Venecia. Esto explica por qué los turcos dejaron abandonados a los desgraciados moriscos de Granada, por qué, cuando el hermano de Aben Humeya y Fernando el Habaquí pasaron a Constantinopla (1569) a solicitar el socorro del Gran Señor, no obtuvieron sino promesas y buenas palabras, por más que el muftí y el visir Muhammet se esforzaran por inclinar al sultán a favorecerlos{1}.

Quedó, pues, resuelta la conquista de Chipre. No importaba que el imperio otomano estuviera entonces en paz con Venecia. Para los musulmanes no había tratado de paz legítimo si no era ventajoso a la generalidad de los muslimes. En el momento que la ruptura de una paz podía ser útil a los intereses del islamismo, aquella paz podía romperse legalmente. Todo país en que hubiera habido mezquitas y se hubieran convertido en iglesias cristianas debía volver al culto del islam. Con estas máximas nada más fácil que tener siempre motivo de guerra. Además las rentas de Chipre habían sido aplicadas en otro tiempo por los soldanes de Egipto al entretenimiento de los santos lugares de la Meca y Medina: era menester que lo fueran ahora a la erección de la gran mezquita que se construía en Andrinópolis. El precio pues de la paz había de ser la cesión de Chipre a la Puerta Otomana por la república de Venecia, y la intimación que en este sentido fue a hacer un enviado del sultán al senado de la señoría confirmó lo que había estado avisando su bailío en Constantinopla (febrero, 1570).

El senado rechazó dignamente la injuriosa propuesta; el pueblo se irritó contra el emisario (eschausch), que tuvo que salvarse saliendo por una puerta escusada; alegrose Selim de una repulsa que le ponía en la mano la ocasión de la guerra; Venecia se arrepintió aunque tarde, de su imprudente confianza, y quiso reparar a fuerza de actividad su anterior descuido. Arbitró recursos, vendió propiedades y oficios, diose prisa a equipar naves, nombró general de ellas a Gerónimo Zanne, procurador de San Marcos, dio el mando de las tropas de tierra a Sforza Pallavicino, puso la provisión general de la armada a cargo de Antonio Canale y Jacobo Celsi, y en poco tiempo se hallaron equipadas ciento treinta y seis galeras, once galeazas, catorce naves y otras embarcaciones menores. Pero Venecia no era ya la antigua reina del Adriático: escasos eran sus recursos, pocas e indisciplinadas sus tropas, las plazas fuertes descuidadas y deterioradas, mal acondicionadas sus naves. Venecia volvió los ojos a las naciones cristianas en demanda de auxilio; pero en pocas halló calor y apoyo. Francia, su antigua aliada, combatida por los bandos interiores que ensangrentaban su suelo: Inglaterra hecha protestante y nada interesada entonces en el triunfo ni en la prosperidad del catolicismo: Maximiliano de Austria, en tregua a la sazón con el turco: el rey don Sebastián de Portugal, con su reino infestado, y ocupado él en reparar sus costas: los estados y príncipes de Italia, pequeños, pobres y divididos; los unos le contestaron con promesas para lo futuro, los otros, como Génova, Saboya, Florencia, Malta y Urbino, le suministraron tal cual galera y cortísimo número de soldados.

¿Qué le quedaba a Venecia de donde pudiese recibir una protección que algo pudiera valerle en el gran peligro que le amenazaba? Quedábanle Roma y España, dos potencias que no le estaban agradecidas. Sin embargo, ni el papa Pío V ni el rey Felipe II como príncipes católicos y como señores de estados en Italia, podían ver con indiferencia el daño que del engrandecimiento de los infieles había de seguirse a la religión en general y a sus propios particulares dominios. El papa no solamente se prestó a socorrer a la república con doce galeras armadas a su costa, de que nombró general a Marco Antonio Colonna, duque de Paliano y de Tagliacozzo, sino también a servir de medianero con el monarca español, a cuyo efecto le envió a monseñor Luis de Torres, clérigo de su cámara apostólica, y varón muy prudente y docto, con una larga carta y con el encargo especial de que viera de mover su real ánimo a que entrara en la liga con Su Santidad y con Venecia contra el amenazante poder de los otomanos (abril, 1570). Grandes eran las atenciones que a la sazón tenía Felipe II en Flandes, en Granada y en la costa de África. Pero se trataba de la causa de la religión, y el que había protegido a Malta contra el poder de Solimán, no había de desamparar a Chipre amenazada por las fuerzas de Selim. Así, aunque se reservó meditar más detenidamente para resolverse a entrar o no en la liga, desde luego prometió dar orden a Juan Andrea Doria, su almirante de Sicilia, para que con sus galeras navegase la vuelta de Corfú, y se uniese a las de Venecia y del papa.

No tardó el monarca español en resolverse en favor de la liga. El delegado pontificio le había encontrado en Écija, caminando de Córdoba a Sevilla. El último día de abril hizo su entrada solemne en Sevilla Felipe II, y el 16 de mayo nombró ya sus representantes en Roma a los cardenales Granvela y Pacheco, y a su embajador en aquella corte don Juan de Zúñiga, con plenos y amplísimos poderes para que, en unión con el romano pontífice y los procuradores de la república de Venecia, trataran y estipularan en los términos más convenientes una liga o confederación de las tres potencias contra los turcos y otros cualesquiera infieles enemigos de la cristiandad, prometiendo bajo su real palabra cumplir, guardar y observar todo lo que por dichos sus representantes se determinase, pactase y acordase, dándolo desde luego por aprobado, firme y valedero, en testimonio de lo cual expedía sus cartas signadas de su mano y selladas con su sello{2}.

Habiendo el dux de Venecia Luis Mocenigo, y el senado de la Señoría otorgado iguales o semejantes poderes a sus embajadores en Roma Miguel Suriano y Juan Soranzo, y nombrado por su parte el pontífice Pío V cinco cardenales para el mismo objeto, abriéronse las conferencias en la capital del orbe católico para formar la liga contra el Turco.

Viose desde luego lo difícil que era traer a común acuerdo potencias que obraban impulsadas por diversos intereses y fines. Las dificultades nacían principalmente de la república de Venecia, que en vez de pedir, puesto que era la más directamente interesada y había de ser la más favorecida, aspiraba a imponer condiciones. Quería además Venecia que se concretara el objeto de la confederación a quebrantar el poder del Turco, y como quien dice, a libertar a Chipre; cosa en que no podían consentir los representantes de España, cuyos fines eran más nobles y más vastos, puesto que proponían que la liga no fuese temporal, sino perpetua; que no se limitara a combatir a los turcos, sino que se hiciera extensiva contra los moros y otros enemigos de la cristiandad, de quienes el rey católico tenía tanto o más que temer que de los otomanos. Suscitáronse dificultades también respecto a la persona a quien se habría de confiar el mando superior de todas las fuerzas de las naciones confederadas. Pretendía este derecho Venecia, como la nación en cuyo favor se hacía la liga; pero reclamábanle los comisionados del rey católico, como el más poderoso y como el que había de concurrir con más fuerzas a la lucha y con más dinero a los gastos de la guerra. Proponían, pues, los españoles a don Juan de Austria, y contradecíanlo los venecianos. Aspiraban también aquellos a nombrar lugarteniente de su nación, pero exponía el pontífice que creía conveniente a la dignidad de la Iglesia que al menos este cargo le tuviese un general de la Santa Sede. Los venecianos no querían obligarse a guardar la liga sino bajo la fe de su palabra; mas los españoles que fiaban poco en las palabras de quienes no tenían fama de ser escrupulosos guardadores de los tratados, que recordaban la historia de las alianzas de la república, y no tenían la más favorable idea de la constancia de los de aquel estado, insistían en que se ligaran todos con juramento, y so pena de incurrir en las censuras de la Iglesia.

En estas disidencias y altercados, naturales entre negociadores que no llevaban un mismo designio y un pensamiento común, y que hubieran debido hacer augurar mal de una liga en tales principios cimentada, trascurrió bastante tiempo, trabajando sin cesar el pontífice para hacer venir a los contratantes al acuerdo que con tanto ahínco deseaba. Los esfuerzos asiduos del jefe de la cristiandad dieron al fin su fruto, y después de mucha discusión y de vencidas no pocas dificultades, se pactó la Santa Liga o Confederación, bajo las siguientes principales capitulaciones:

Confederación perpetua para resistir y aniquilar, no solo la fuerza de los turcos, sino también las de los moros de Argel, Túnez y Trípoli.

Las fuerzas de los coligados se habían de componer de doscientas galeras, cien naves, cincuenta mil infantes, españoles, italianos y tudescos, cuatro mil quinientos caballos ligeros, con la correspondiente artillería y provisiones.

Esta armada y ejército habían de estar aparejados y en orden en Levante para marzo, o lo más tarde abril del siguiente de 1571, y de la misma manera en los años consecutivos.

Su Santidad contribuiría con doce galeras bien provistas, y con tres mil infantes y doscientos setenta caballos ligeros.

El rey católico subvendría con tres partes de seis a los gastos de la guerra, con dos el dux y senado de Venecia, y aún suplirían en la misma proporción la parte que restaba al pontífice, si no le fuese posible satisfacerla.

Cada nación aprontaría los artículos y productos que más en abundancia tuviere, indemnizándose del exceso con otros en equivalencia.

Si el rey católico fuese acometido de turcos o moros en tiempo en que no estuviera reunido el ejército de la liga, el dux y la señoría de Venecia se obligaban a socorrerle con cincuenta galeras bien provistas y armadas, de la misma manera que S. M. había auxiliado a Venecia en este año de 1570 con otras tantas. Lo mismo se estipulaba recíprocamente para todos los casos en que cualquiera de los estados de la confederación fuese invadido, y muy especialmente para las tierras del dominio de Su Santidad.

La administración de la guerra se haría con parecer y deliberación de los tres capitanes generales de la liga, dándose por bueno lo que dos de ellos aprobaren.

El general en jefe de las fuerzas de la liga sería el señor don Juan de Austria, y en su ausencia o imposibilidad el que mandara las galeras del pontífice.

Se reservaba un lugar, por si quisiesen entrar en la confederación, al emperador Maximiliano de Alemania y a los reyes de Francia y Portugal, debiendo el Santo Padre amonestar y exhortar a ello al emperador, al rey de Polonia y a otros reyes y príncipes cristianos.

La partición de todo lo que se conquistare se haría conforme a lo capitulado en la liga de 1537.

Todas las diferencias que pudieran suscitarse entre los confederados se remitirían al juicio de Su Santidad y de sus sucesores.

Ninguna de las partes ni por sí ni por otro podría tratar paces, treguas, ni otra concordia con el turco sin conocimiento y anuencia de los demás.

Si alguno faltare a este pacto, incurriría en pena de excomunión mayor latæ sententiæ, y en entredicho eclesiástico sus vasallos, tierras y señoríos, absolviendo el papa a sus súbditos del juramento de obediencia y fidelidad.

Tales fueron las bases de la famosa liga entre la Santa Sede, el rey de España y la república de Venecia contra el sultán de Turquía y contra los infieles enemigos del nombre cristiano{3}.

Mientras esto se trataba en Roma, el sultán había encomendado la empresa de Chipre a sus más ardientes promovedores, Mustafá, y Pialí-Bajá, éste como general de la armada, aquél como jefe de las fuerzas de tierra. Ciento sesenta galeras, e igual número de embarcaciones, entre fustas, galeotas, mahonas, caramurzalas y barcos de trasporte, con más de cincuenta mil hombres de desembarco, fueron enviados por escuadras y con cortos intervalos a aquellos mares, aterrando las poblaciones de la isla con los desmanes que los soldados cometían do quiera que desembarcaban. Después de algunas ventajas y de algunas pérdidas que mutuamente tuvieron las dos armadas enemigas, púsose Mustafá sobre Nicosia, la capital y el centro de la isla, y la plaza mejor fortificada, y lo hizo contra el dictamen de Pialí que opinaba por el sitio de Famagusta. Por creer también más amenazada y en más peligro esta plaza había acudido a ella el gobernador de Nicosia, Astor Baglioni, dejando la defensa de la capital a cargo de Nicolás Dandolo, hombre de escasísima capacidad. No era más perito el conde de Trípoli, Jacobo de Nores, que mandaba la artillería; el conde de Rocas, lugarteniente del gobernador, tampoco tenía más experiencia militar, y los diez mil hombres de la guarnición ni estaban bien armados ni eran gente hecha a las armas. Sentó Mustafá sus reales delante de Nicosia (25 de julio) con cerca de cien mil hombres, de ellos más de cincuenta mil de tropas regulares. Los venecianos habían arrasado cuatro años antes la ciudadela, y convertido la ciudad en una plaza regular, protegida por once bastiones, para cuyas obras habían demolido ochenta iglesias, y el gran convento en que descansaban las cenizas de los reyes de Jerusalén, los Lusignan, los príncipes y princesas de Galilea y de Antioquía, los senescales, almirantes, condestables, y chambelanes de Jerusalén y de Chipre, los condes y barones de Tiberiada, Sidón, Cesarea y Nicópolis, con muchos obispos, arzobispos y patriarcas.

No era posible que resistiera a ejército tan numeroso y aguerrido una ciudad, aunque fuerte, por tan inhábiles jefes y por gente tan bisoña defendida. Hicieron no obstante los nicosianos en su desesperación algunos esfuerzos de valor, que llegaron a dar cuidado a Mustafá, hasta el punto de pedir cien hombres de refuerzo a cada galera, y el sitio se prolongó más de siete semanas. Por último el 9 de setiembre, día funestamente memorable para aquella infortunada ciudad, después de batidos a un tiempo cuatro de los principales bastiones, fue entrada por asalto; los habitantes se echaban a los pies de los turcos implorando misericordia, pero los bárbaros no conocían la piedad, a todos los degollaban con rabioso frenesí, y las tropas de la plaza fueron igualmente acuchilladas. El proveedor Nicolás Dandolo pereció de la misma manera, víctima de su ineptitud y su ignorancia. Todos los horrores, todas las crueldades con que los vencedores suelen manchar su triunfo en una ciudad tomada por asalto, los ejecutaron los turcos en la infeliz Nicosia{4}.

¿Qué habían hecho entretanto la armada de los turcos y la de los confederados? Piali había andado cruzando con las galeras del imperio las aguas de Rodas; y el virrey de Argel Uluch-Alí, o según otros le nombran, Aluch-Aalí, había acudido con sus naves y sus corsarios, y logrado incorporarse a la armada turca después de haber apresado cuatro galeras de Malta. En cuanto a la armada de los cristianos, las flotas de España y de Roma no se reunieron hasta el 31 de agosto a la de Venecia, que había recorrido el Archipiélago, las Cicladas y Candía, procurándose refuerzos de hombres y de vituallas y también saqueando y cometiendo desmanes. En esa tardanza había cabido alguna más culpa al general pontificio Marco Antonio Colonna que al almirante español de Sicilia Juan Andrea Doria, pues al cabo éste había tenido necesidad de dejar provista la Goleta y asegurada la costa de África. Reunidas al fin, con gran contento de los venecianos, las tres escuadras en el puerto de la Suda, celebrose consejo de generales y capitanes (1.° de setiembre) para deliberar a qué punto convendría más se dirigiese toda la armada. Opinaban unos que a libertar a Nicosia; otros proponían acometer alguna de las posesiones otomanas como el mejor medio para distraer a los invasores de Chipre.

Para Andrea Doria, que había heredado la prudencia y el valor, así como la pericia en las cosas de mar del príncipe su tío, sin oponerse al dictamen de encaminarse a Chipre como la resolución más digna, expuso que sería bien, antes de acometer una empresa arriesgada, reconocer el número, estado, condición y calidad de las fuerzas y bajeles con que contaban para ello, y ver si estaban todos tan bien acondicionados como los que el rey don Felipe había puesto a su cargo. Sobradamente penetraron los venecianos a dónde iba dirigida la observación de Doria, mas no pudiendo negarse a hacer la muestra y reconocimiento que deseaba, por más que anduvieron remisos, accedieron al fin a que se verificase, y se halló lo que Doria temía con razón, o sabía ya acaso, no pudiendo menos de manifestar su admiración de que con naves tan mal aparejadas y tan pobremente dotadas de chusma y de soldados, se hubiera atrevido la república a acometer una empresa de tal magnitud y de tanto peligro. Remediose el mal en la parte que entonces era posible, y puestas por fin en orden de marcha las tres escuadras (17 de setiembre), navegaron al canal de Rodas, y cuando los vientos las habían obligado a guarecerse al abrigo de Puerto Vati y Calamati, llegoles la infausta nueva de la pérdida de Nicosia, con todos los horrores que los turcos habían ejecutado en muros, casas, defensores y habitantes{5}.

Por más que los venecianos procuraran disimular el sentimiento de una catástrofe que exclusivamente se había debido a la negligencia de la señoría y a la ineptitud de los jefes encargados de la defensa de la ciudad que acababan de perder, el genovés Doria, que ni se alucinaba ni gustaba de que se dejaran alucinar de apariencias, provocó otro consejo general (23 de setiembre) para sondear la opinión de cada uno respecto a la resolución que en caso tan grave se debería adoptar. Proponían unos dirigirse a Negroponto, otros a la Morea, y en discursos y pareceres diversos se consumió el tiempo sin poder venir a conformidad, y se disolvió la junta sin resolverse nada. Disgustado el general de la armada española con tales disidencias y tal desorden, y alegando no haberse comprometido a permanecer en aquellos mares sino por término de un mes, y tener que atender a las costas de Sicilia de donde le separaba tan gran distancia, anunció su determinación de retirarse, y fueron menester todos los esfuerzos de los generales de Venecia y del pontífice para que accediera a quedarse hasta terminado el setiembre. Mas como luego el general pontificio se atreviera a preguntarle con cierta presunción y arrogancia propia de su carácter, si mandándoselo él se quedaría, Doria le contestó con entereza, que para ser obedecido necesitaba darle testimonio de la autoridad con que procedía. De unas en otras palabras se fueron acalorando Colonna, Doria y César Dávalos, en términos que el asunto hubiera podido pasar muy adelante sin la prudencia de Juan Andrea que se retiró e hizo retirar a Dávalos. ¡Tan poca concordia reinaba entre los jefes de la confederación!

No tardó, pues, en verificarse la separación; mas no ya por culpa de Doria, aunque es verdad que la apetecía, sino de los mismos Colonna y Zanne, generales del papa y de la república, que sin comunicárselo a Doria se alejaron del puerto Tristano con sus armadas dejándole solo con su flota. Entonces él, considerándose libre, bien que no sin pedir todavía la venia a los otros dos generales, tomó la vuelta de Sicilia (3 de octubre, 1570), donde arribó sin detrimento de su gente ni menoscabo de sus naves. De esta retirada, de que quisieron los generales de Venecia y Roma hacerle un cargo, así como de su conducta en la expedición, se justificó el almirante genovés ante el pontífice y ante todo el mundo{6}.

Con la pérdida de Nicosia, y con la desmembración de la armada de España, ni la isla se hallaba en disposición de oponer una gran resistencia a los turcos, ni las escuadras del papa y de Venecia en la de emprender operación alguna importante contra el poder naval de los otomanos. Así es que varias poblaciones de la isla se fueron rindiendo, y si Pialí no dio caza a las dos escuadras de Italia fue porque los vientos le obligaron a retroceder cuando marchaba a Candía, y viendo frustrado su designio y la cruda estación del invierno encima, mudó de propósito y se fue a invernar a Constantinopla. Zanne se trasladó a Corfú, y Colonna dio la vuelta a Roma, donde llegó después de no pocos azares con su pequeña flota lastimosamente deteriorada. Mustafá dejó algunas tropas al mando de Muzaffez-Bajá para guarnecer a Nicosia, y pasó a cercar a Famagusta, enviando a los de la ciudad para intimarles la rendición en lugar de pliego la cabeza de Nicolás Dandolo. Aunque el general de la armada de Venecia logró introducir algún refuerzo en la plaza, las baterías que en una eminencia hizo colocar Mustafá anunciaban su resolución de no abandonar el sitio aún en la inclemencia y rigor del invierno. Aquella fue una de las últimas disposiciones del general Zanne, porque poco satisfecha la república de su comportamiento como jefe de la armada, nombró en su lugar al proveedor Sebastián Veniero, y por lugarteniente suyo a Agustín Barbarigo, hombre que gozaba reputación de prudente y cuerdo.

Así las cosas, y sabedor el pontífice Pío V de que los venecianos en su apurada situación habían andado en tratos de paz con los turcos, hasta el punto de haber enviado a Constantinopla a Jacobo Razzagoni con ciertas proposiciones (en lo cual se veía bien cuán fundados iban los comisionados del rey de España en desconfiar de la constancia de aquellos repúblicos), envió a Venecia a Marco Antonio Colonna a fin de que inclinase al dux y al senado a la ratificación definitiva de la liga. Las concesiones que el papa les hizo de las gracias que habían solicitado, y la energía con que les habló el Colonna, junto con la mala acogida que halló en el sultán la embajada de Razzagoni, todo contribuyó a determinarlos a abrazar la confederación en los términos que antes se había convenido. Pío V, a cuyo constante empeño y actividad se debía principalmente este resultado, hizo comparecer en público consistorio (25 de mayo, 1571) a todos los contratantes{7}, y leídas por el notario las capitulaciones de la liga, juró el primero el pontífice su observancia puestas las manos en el pecho, e hicieron los demás el mismo juramento sobre el misal, a lo cual siguió una solemne misa y procesión en la iglesia de San Pedro{8}.

Antes de esto, y sin duda tan pronto como el papa supo el consentimiento de Venecia, envió a España al cardenal Alejandrino, sobrino suyo, y uno de los cinco de las conferencias de Roma, el cual trajo a Felipe II la concesión apostólica del Excusado y Cruzada y la confirmación del Subsidio. Ente enviado llegó a Madrid el 14 de mayo, y después de haberse aposentado en el convento de Atocha, hizo su entrada pública en la corte el 16, día de la Ascensión, con una pompa extraordinaria, acompañado del rey, de don Juan de Austria y de todo lo más espléndido de la corte{9}. Después de haber hablado con el rey, y terminada su comisión, pasó el legado pontificio a Portugal, donde halló en el rey don Sebastián las mismas dificultades que había puesto en el año anterior para entrar en la liga. No fueron más felices las gestiones de Su Santidad con Maximiliano de Austria por medio del cardenal Comendon; y tampoco alcanzaron mejor éxito las invitaciones hechas al rey de Francia; de modo que la liga quedó concretada a sus primitivos signatarios.

Venecia fabricó y armó nuevas naves, con aquella rapidez en que ninguna nación podía igualarla. Buscó arbitrios, vendió más oficios y tierras, acudió a empréstitos, otorgó exenciones a los que se presentasen voluntariamente a servir en la guerra, concedió salvoconducto a los bandidos que se prestaran a ser galeotes o soldados en la armada, y con los nuevos generales Veniero y Barbarigo enderezó su escuadra a Chipre a reforzar la que había quedado en Corfú. Por su parte Selim había reunido también una numerosa armada para enviarla igualmente a Chipre y ver de destruir la veneciana donde quiera que la hallase, y proteger a Mustafá que sitiaba a Famagusta. Después de haber depuesto a Pialí del cargo de bajá por no haber destruido en la anterior campaña la armada de Venecia{10}, nombró a Alí-Baja general de la armada, y dio a Pertew-Bajá el mando del ejército de tierra, los cuales partieron uno tras otro de Constantinopla en dirección de Chipre, y uniéronseles las escuadras del virrey de Alejandría, del de Argel, Uluch Alí, del bey de Negroponto, y también se les incorporó con las suyas Hassem, el hijo de Barbarroja, de quien antes tantas veces hemos tenido que hablar. Contábanse entre todas doscientas cincuenta velas, con las cuales se trasladaron a Candía.

Tuvo la armada turca algunos sucesos prósperos en la costa de Dalmacia, y prevalido de ellos Uluch Alí se atrevió a penetrar en el golfo de Venecia, apresó algunas galeras, entró a saco algunas poblaciones, llevó el terror y la consternación a la capital misma, que creyó llegada la hora de la desolación, y se disponía a hacer una resistencia desesperada. Pero el corsario argelino no quiso exponerse a ser encerrado en el golfo, y contento con haber puesto espanto a la capital de la república, dio la vuelta hacia el Cátaro, donde le esperaba Alí-Bajá, para encaminarse juntos a Corfú, y adquirir noticias de la armada de la liga, y recibirlas también de Constantinopla.

Veamos ya lo que Mustafá adelantaba en el sitio de Famagusta, que no había hecho sino entretener durante el invierno. Llegados los templados meses de abril y mayo (1571), y reunido un ejército cuya cifra no baja ningún historiador de ochenta mil hombres, con setenta y cuatro cañones, además de cuatro monstruosos basiliscos, comenzó a batir con furia los baluartes y torres de la plaza, y a abrir minas en varios puntos: todo lo cual hacía presagiar que la suerte de Famagusta no fuera menos desdichada que la de la infeliz Nicosia. Mandaba en ella como general Astor Baglioni; gobernaba la plaza y ciudadela Marco Antonio Bragadino; dirigía la artillería Juan Martinengo, que había hecho su nombre ilustre en el sitio de Rodas por los nuevos medios de defensa que había inventado. Las tropas de la guarnición no pasaban de siete mil hombres, entre italianos y griegos. Ocho mil habitantes habían sido obligados a evacuar la ciudad para desembarazarla de bocas inútiles. Seis asaltos sufrieron los sitiados en dos meses y medio sin entibiarse su ardor. Los combates habían sido encarnizados y sangrientos. Cincuenta mil turcos habían quedado sepultados en sus fosos y entre las ruinas de sus muros: pero estos estaban allanados, agotados los mantenimientos, casi acabadas las municiones, los cuerpos exánimes de fatiga, la ciudad presentaba el aspecto del hambre y la desolación, y reunidos a petición de los infelices ciudadanos y por orden de Baglioni los capitanes en consejo, se acordó, aun contra el dictamen de algunos, aceptar la capitulación que ofrecía Mustafá. Las condiciones eran ventajosas; los sitiados podían salir libremente con seguro de sus vidas y haciendas, y se hacía la honra a los tres principales jefes de dejarles cinco cañones y quince caballos: los chipriotas serían embarcados a Candía en bajeles turcos. La capitulación se firmó el 2 de agosto (1571): en los tres días siguientes fue evacuada la ciudad, y el 5 le fueron entregadas a Mustafá las llaves de la plaza{11}.

Habiendo manifestado el seraskier turco su deseo de conocer personalmente a los valerosos defensores de Famagusta, presentáronse una tarde en su tienda Bragadino, Baglioni, Martinengo y Quirini, marchando delante Bragadino, vestido de púrpura, bajo un quitasol encarnado. Recibiolos Mustafá amistosamente al parecer más luego mudó de aspecto y de tono, y reclamó entre otros rehenes al joven Quirini: negóselos Bragadino con entereza y con palabras un tanto fuertes; irritose Mustafá, y desatose en injurias; Bragadino le contestó con dureza, tal vez con frases algo ofensivas, mostrándose inflexible en no consentir que se faltara a la capitulación. Ciego con esto de cólera el bárbaro otomano, mandó degollar a todos los capitanes venecianos al tiempo que salían de su tienda. En cuanto a Bragadino… la pluma se nos cae de las manos al querer trazar las horribles inhumanidades que con él ejecutó aquel hombre infernal… Pero es menester hacerlo, siquiera se nos angustie y oprima el corazón, para que se vea cuán inmenso beneficio iban a hacer a la humanidad los que se coligaban en nombre de la religión para destruir el poder de aquellos bárbaros.

Primeramente le hizo mutilar orejas y narices. A los diez días de esto, sentado y sujeto a un banco atado al mástil de la galera del bey de Rodas, hizo que le zambulleran en el agua diferentes veces. Colgándole después al cuello dos espuertas, le obligaba a acarrear tierra a los bastiones que se estaban reedificando. Cada vez que pasaba por delante del seraskier, tenía que humillar la cabeza hasta besar el suelo. Llevado por último a la plaza (17 de agosto), y amarrado al poste en que se azotaba a los esclavos (horroriza pensarlo), fue desollado vivo!!! El desdichado, en medio de tan acerbo tormento, recitaba con voz entera el salmo Miserere, hasta que entregó el espíritu al Dios que invocaba. No contento el feroz verdugo con tan horroroso suplicio e ignominiosa muerte, ordenó descuartizar el cuerpo de Bragadino, y clavar las cuatro partes a cuatro grandes baterías, que su piel rellena de heno fuera paseada por el campo y la ciudad, bajo el mismo quitasol encarnado que había llevado la tarde que se presentó a Mustafá, y que su cabeza puesta en sal fuera clavada a la entena de una galera. Finalmente, dispuso aquel monstruo que esta cabeza, junto con las de Baglioni, Martinengo y Quirini, fueran custodiadas en una caja y llevadas y presentadas al sultán… No sabemos cómo hemos tenido aliento para consignar actos de tan abominable crueldad y de tan refinada fiereza{12}.

Con la toma de Fagamusta quedaron los turcos dueños de Chipre. El papa Pío V, celoso e incansable promovedor de la liga, tuvo pronto dispuesto su pequeño ejército y su flota, y no cesó de instar a Felipe II y excitarle a que obrara con más eficacia y rapidez que hasta entonces. Don Juan de Austria, nombrado generalísimo de la liga, se hallaba en Madrid, como anunciamos en el anterior capítulo, desde el principio del año 1571, después de haber subyugado los moriscos de la Alpujarra. Habiendo de acompañarle a Italia sus sobrinos los príncipes de Bohemia, Rodulfo y Ernesto, se difirió su viaje hasta el 6 de junio. Aquel día, después de recibidas instrucciones del rey su hermano, se despidió de él, y partió derecho a Guadalajara, Zaragoza y Barcelona, con su juvenil y fogosa imaginación llena de pensamientos de gloria, aguijándole la esperanza de los triunfos que habían de acreditarle de digno hijo del gran emperador Carlos V, y con la confianza de engrandecer con su valor el poder y renombre de su hermano Felipe II.

En Barcelona, donde fue recibido y saludado con universal y extraordinario júbilo, le esperaban su secretario Juan de Soto y su lugarteniente del mar el comendador mayor de Castilla don Luis de Requesens. Allí hizo que concurrieran don Álvaro de Bazán, general de las galeras de Nápoles, que se hallaba en Cartagena; don Sancho de Leiva, que lo era de las de España y estaba en Mallorca; Gil de Andrade y otros capitanes de mar, con todos los cuales conferenció sobre el objeto de la empresa. El 25 (junio) se le reunieron los príncipes sus sobrinos. Pasados algunos días en preparar la expedición, embarcáronse al fin en los primeros días de julio los tercios de la infantería española al mando de don Lope de Figueroa y don Miguel de Moncada; hízolo después don Sancho de Leiva con once galeras para ir corriendo y limpiando de corsarios las costas, y el mismo don Juan se hizo a la vela el 20, y arribó con próspero viento el 26 a Génova, donde además del dux y del senado de la Señoría acudieron a felicitarle casi todos los príncipes de Italia. Envió desde allí avisos a Venecia y a Roma, despachó a Nápoles a don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, para que hiciese los aprestos convenientes por aquella parte; despidió a los príncipes de Bohemia que debían marchar a Milán, y con el príncipe de Parma Alejandro Farnesio se embarcó (5 de agosto) para Nápoles, donde fue recibido con general alegría el 9. Allí le entregó el cardenal Granvela por comisión del papa con toda solemnidad el estandarte de la liga, como a generalísimo de ella; aquel estandarte sagrado, en que al pie de un Crucifijo bordado en damasco azul se veían las armas del pontífice, las del rey católico y las de Venecia enlazadas con una cadena, símbolo de la Santa Liga, y pendientes de ellas las de don Juan de Austria, el ejecutor del gran pensamiento de las naciones unidas. Detuvo el mal tiempo a don Juan en Nápoles hasta el 21, en que se dio a la vela, llegando felizmente el 25 a Mesina, punto de reunión de todas las fuerzas de los coligados. Los arcos triunfales, las columnas, inscripciones, colgaduras, músicas y salvas con que a su entrada fue saludado, y el inmenso concurso que henchía las calles de Mesina, demostraba el regocijo público y las esperanzas que se cifraban en el príncipe español. Aguardábanle allí ya Colonna y Veniero, con las flotas de Roma y de Venecia; y las galeras venecianas que faltaban, y las de Andrea Doria y el marqués de Santa Cruz, y las de Génova y Saboya, y las de Lomelin y Sauli, todas se hallaban incorporadas y reunidas el 5 de setiembre{13}.

Entre grandes y pequeñas se contaban en aquella bahía más de trescientas velas, y pasaban de ochenta mil las personas que habían de ocuparlas entre gente de pelea y de servicio. «Desde el imperio de Roma, dice oportunamente el autor de la Memoria citada, no habían sido aquellos mares teatro de espectáculo tan imponente; jamás habían pesado sobre sus ondas multitud tan copiosa de bajeles, encaminados a un solo fin, movidos por una sola voluntad, ni puestos en demanda más acepta a los ojos de la justicia, ni de mayor incentivo a los ánimos de los hombres.» Ciento sesenta y cuatro vasos, los mejores y mejor equipados que jamás se habían visto, representaban allí en primer término el poder del rey de España. Seguían doce galeras y seis fragatas del pontífice, y por último ciento treinta y cuatro bajeles venecianos, poco menos mal armados y provistos que los de la expedición de 1570. Hecha muestra general de todas las fuerzas y su competente distribución, cuidando de interpolar con los venecianos algunas compañías de españoles, y estando ya para partir la armada, llegó otro legado de Su Santidad, Monseñor Odescalco, portador de las gracias de cruzada a todos los aliados, con las mismas indulgencias concedidas en otro tiempo a los conquistadores de los Santos Lugares. Generales, capitanes y soldados, todos confesaron y comulgaron devotamente antes de dejar el puerto. El mal temporal los detuvo hasta el 16 de setiembre, día en que se desplegaron al viento a la vista de un genio innumerable tantas y tan vistosas velas y gallardetes de tan variados colores, y comenzó a surcar las ondas aquella multitud de embarcaciones que conducían tan ilustres príncipes y tan famosos capitanes. Aquella misma noche prosiguieron su rumbo desde la Fosa de San Juan, y el 26 se hallaba el generalísimo con su armada en Corfú, de donde partió el 28 para la isla de Cefalonia con doscientas ocho galeras y seis galeazas{14}.

Sabíase que la armada turca, fuerte de doscientas galeras, se hallaba en el golfo de Lepanto. Había don Juan de Austria convocado consejo de generales para deliberar dónde habrían de dirigirse, ya porque él tenía por política oír el parecer de todos, ya también porque así se lo había prevenido el rey su hermano, temeroso acaso de que el ardor de su juventud le precipitara a una resolución irreflexiva. No faltaron en el consejo quienes asustados ante el gran poder del Turco y recordando el desastre de los Gelbes, propusieran empresas que denotaban su timidez. Pero prevaleció el dictamen más digno de ánimos levantados, el de ir a buscar al enemigo y combatirle, y escusado es decir que este fue el parecer, y esta la resolución de don Juan de Austria.

El 30 de setiembre se hallaba la armada cristiana en la Gumenizza. El 3 de octubre volvió a levar anclas, y el 5 dio fondo en Cefalonia, donde por un bergantín de Candía que trajeron los descubridores se recibió la triste nueva de la rendición de Famagusta, del desastroso fin de sus defensores y de las iniquidades horribles cometidas por Mustafá. Lo primero contristó a todos, y muy especialmente a los venecianos, y lo segundo encendió los corazones en cólera y en deseo de vengar tamañas monstruosidades. Antes de amanecer el 7 mandó don Juan dar las velas al viento, y en pocas horas se hallaron las escuadras a la altura de siete isletas llamadas por los griegos Equinadas, y hoy nombradas Curzolares, frente a la costa de Albania. Una galera de Juan Andrea Doria avisó haber descubierto al doblar el golfo las velas de la armada enemiga, y don Juan de Austria, sin aguardar a más, mandó enarbolar el estandarte de la liga; y la vista de la sacrosanta enseña y el estampido de un cañonazo anunciaron al ejército cristiano la resolución y la proximidad de la batalla.

Habíase reforzado la armada turca en Lepanto con naves, vituallas, artillería y soldados sacados de la Morea y de Modón; en términos que no bajaban de doscientas cuarenta galeras y multitud de galeotas, fustas y otros bajeles, y de ciento veinte mil sus hombres de guerra y de remo. Pertew-Bajá y Uluch-Alí, así como el virrey de Alejandría y otros generales turcos, aconsejaban a Alí-Bajá que no empeñara el combate ni se aventurara a perder en una jornada las conquistas hechas en Chipre. Pero Alí, como general en jefe de toda la armada, desestimó su consejo como cobarde. Y era que un famoso corsario que disfrazado de pescador había podido acercarse a reconocer las galeras cristianas, o por alentar a los musulmanes, o porque él no las viese todas, había rebajado en mucho su número, y blasonaba el bajá de una victoria segura y casi infalible. También los generales de don Juan, y entre ellos se cuenta a Andrea Doria, a Ascanio de la Corna, y el mismo Sebastián Veniero, se mostraban temerosos de entrar en la lid, y húbolos que calificándolo de temeridad avanzaron a decirle que convendría retirarse. «Señores, les dijo entonces el hijo de Carlos V, ya no es hora de aconsejar, sino de combatir.» Y prosiguió disponiendo el orden de la batalla. Y es que además del ardor de su sangre, aumentaba su confianza la noticia que le dieran de haberse desmembrado de la armada turca Uluch Alí el Argelino. Ambos jefes iban engañados y confiados; ambos contaban con el triunfo; ambos ansiaban con igual ardor la pelea; una fuerza misteriosa parece que los impulsaba, y es que la Providencia lo dispone así cuando determina refrenar el ímpetu y humillar el orgullo de un pueblo, y desenlazar una crisis histórica por medio de una catástrofe sangrienta.

Corría don Juan de una en otra nave alentando a los cristianos. «Hijos, les decía con entero y sonoro acento a los españoles: a vencer hemos venido, o a morir, si Dios lo quiere. No deis lugar a que vuestro arrogante enemigo os pregunte con soberbia impía: ¿Dónde está vuestro Dios? Pelead con fe en su santo nombre; que muertos o victoriosos gozaréis la inmortalidad.» Y a los venecianos: «Hoy es día de vengar afrentas: en las manos tenéis el remedio de vuestros males: menead con brío y cólera las espadas.» Y el fuego de sus palabras inflamó de ardor bélico los corazones de todos los combatientes. Alí Bajá, que marchaba confiado creyendo tener a la vista toda la armada cristiana, siendo así que la mayor parte de ella la encubrían a sus ojos las islas Curzolares, se quedó atónito cuando saliendo a alta mar descubrió todo su frente, y la multitud de velas y el orden admirable en que se extendían, y maldijo al fatal corsario que le había engañado. También don Juan comprendió haberse equivocado en cuanto al número de los bajeles enemigos, y que no era cierto que hubiera desertado Uluch-Alí; conoció el trance peligroso en que se había metido, pero se acordó de quién era, fijó los ojos en un Crucifijo que siempre consigo llevaba, los levantó luego al cielo, puso su esperanza en Dios, y decidió combatir con el presentimiento de vencer.

La fe verdadera suele no quedar defraudada, y el cielo comenzó a mostrársele ostensiblemente propicio, puesto que el viento, hasta entonces contrario a la armada cristiana, se volvió contra las proas de las naves de los infieles, dificultando las operaciones de estos, favoreciendo las de los cristianos y fortificando sus espíritus. Hizo don Juan, entre otras cosas, cortar los espolones de todas las galeras, comenzando por la Real que él montaba, lo cual, según después se vio, fue una providencia muy saludable.

Marchaban como de vanguardia seis galeazas venecianas. El ala o cuerno izquierdo, compuesto de unas sesenta galeras, iba a cargo del proveedor Barbarigo: mandaba el derecho Juan Andrea Doria llevando un número casi igual de velas: en el centro de la batalla, que constituían sesenta y tres galeras, marchaba en su Real el generalísimo don Juan de Austria, llevando a sus dos lados a los dos generales de Roma y Venecia, Colonna y Veniero, y a la popa al comendador mayor de Castilla Requesens, su lugarteniente. Constituían la retaguardia o escuadra de socorro treinta y cinco galeras al mando de don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. La armada turca, más numerosa que la cristiana, formaba una media luna, dividida también en tres cuerpos. Mandaba el de la derecha el virrey de Alejandría, Mehemet Siroko, con cincuenta y cinco galeras: el ala izquierda Uluch-Alí el de Argel, con noventa y tres; iban con noventa y seis en el centro o batalla los dos bajás Pertew y Alí, con su correspondiente cuerpo de socorro a retaguardia. De modo que correspondían frente a frente y cuerno a cuerno, y el estandarte del gran turco tremolaba a la faz del estandarte sagrado de la liga{15}.

Había amainado el viento, las olas del golfo quedaron tranquilas, y el sol brillaba en un cielo azulado y puro, como si Dios hubiera querido que ningún elemento turbara la lucha de los hombres, que la naturaleza no pusiera obstáculo al combate que había de decidir el triunfo de la cruz o de la media luna. Si el reflejo que despedían las limpias armas, los resplandecientes escudos y bruñidos yelmos de los cristianos deslumbraba a los musulmanes, también herían los ojos de los coligados los dorados fanales, las inscripciones de oro y plata de los estandartes turcos, las estrellas, la luna, los alfanjes de dos filos que brillaban en los bajeles de los almirantes otomanos. Por todo el ámbito que abarcaba la vista no se divisaban sino banderas y gallardetes de variados colores. Los dos ejércitos navales se contemplaron un breve espacio con mutua admiración. Interrumpió aquel imponente silencio el estampido de un cañonazo que disparó la galera de Alí, a que contestó con otro la Real de don Juan. A las primeras detonaciones de la artillería que anunciaron el combate siguió pronto el clamoreo y los alaridos con que los musulmanes acostumbran a comenzar las batallas.

Chocó primeramente el ala derecha de los turcos mandada por el virrey de Alejandría con la izquierda de los cristianos que guiaba el proveedor Barbarigo. Los venecianos peleaban a rostro descubierto, con la saña, el brío y el encono de quienes combatían contra los verdugos de sus compatricios. Habíaselas el genovés Doria con el argelino Uluch-Alí, el cual apresó la capitana de Malta y pasó a cuchillo a todos sus defensores, a excepción del prior y otros dos caballeros, que acribillados de heridas se salvaron por contarlos entre los muertos. Buscáronse con igual anhelo Alí-Bajá y don Juan de Austria, hasta el punto de chocar con terrible estruendo ambas galeras, pero haciendo la artillería y arcabucería de la Real de España estrago grande en la gente de la del turco. Hízose general el combate, y revolviéronse entre sí las galeras enemigas. Blanqueaba el mar con la espuma que formaba el hervor de las olas; el humo que brotaba de los cañones y arcabuces oscureció el horizonte, haciendo noche en medio del día, y las chispas que en su choque despedían las espadas y escudos parecían relámpagos que salían de entre negras nubes. Cruzábanse en el aire las balas y las flechas. Tragábase el mar los leños, cayendo revueltos turcos y cristianos, abrazados como hermanos con el odio de enemigos. Al lado de una nave que engullían las olas, devoraba otras el voraz incendio. Sobre un bajel turco se veía enarbolada una bandera cristiana, y encontrábase una galera de Castilla guiada por un comandante turco. Peleábase cuerpo a cuerpo después de rotas las espadas; todo era estrago y muerte; la sangre llegó a enrojecer el mar. «Nunca el Mediterráneo, dice con exactitud y elegancia el autor de la Memoria sobre Lepanto, vio en sus senos, ni volverá a presenciar el mundo conflicto tan obstinado, ni mortandad más horrible, ni corazones de hombres tan animosos y encrudecidos.»

Con su joven e incansable brazo meneaba don Juan de Austria sin cesar su acero, siempre en continuo peligro su persona: joven parecía también en el pelear el anciano Sebastián Veniero: no desmentía Colonna en el combate el ilustre nombre de su familia: mostrábase Requesens digno lugarteniente de un príncipe tan valeroso como don Juan: el príncipe de Parma acreditaba que corría por sus venas la sangre de Carlos V: no arredraban al de Urbino las heridas que recibía: Figueroa, Zapata, Carrillo, todos los capitanes de la Real trabajaban con menosprecio de la vida como hombres avezados a los combates: cuando la Real se veía apurada, porque también Alí y Pertew-Bajá peleaban como héroes con sus genízaros, acudía don Álvaro de Bazán como si moviera sus galeras un rayo, y acuchillaba musulmanes y lo arrasaba todo, embotándose las balas en su rodela y escudo, y se movía como un torbellino, sin que entibiara su fuego ver hundirse a su lado bajeles y caer sin vida capitanes. Cuando a Doria le tenía estrechado y en conflicto Uluch-Ali, allá arrancaba el marqués de Santa Cruz, dejando asegurada la Real, y rescatando la capitana de Malta daba desahogo al genovés, poniendo en afrentosa fuga al argelino.

Imposible es relatar las hazañas y proezas particulares de cada capitán y de cada soldado en esta lucha gigantesca en que los genízaros que se tenían por los más briosos guerreros del mundo, hubieron de convencerse de que había guerreros cristianos más esforzados, más audaces y más temerarios que ellos. Mas no podemos dispensarnos de hacer especial mención de un soldado de España, que postrado de fiebre en la galera Marquesa de Andrea Doria, pero sintiendo en su pecho otra fiebre más ardiente, que era el fuego del valor y el afán de combatir, dejó el humilde lecho en que yacía, y pidió a su capitán le colocara en el punto del mayor peligro. En vano sus compañeros, en vano el capitán mismo intentaron convencerle de que estaba más para curar que para exponer su cuerpo. El soldado insistió, el soldado peleó con gallardía, el soldado fue herido en los pechos y en la mano izquierda, mas no por eso quiso retirarse, porque era máxima de este soldado, que las heridas que se sacan de las batallas son estrellas que guían al cielo de la gloria. Y prosiguió el tenaz soldado, y no hubo medio de hacerle retirar a ponerse en cura, hasta que terminó el combate de su galera, en que murió el capitán, que lo era Francisco de San Pedro. El lector comprenderá por qué entre tantas otras insignes proezas como ilustraron este combate, mencionamos particularmente la de este soldado. Porque el lector habrá adivinado ya que este soldado era Miguel de Cervantes, ignorado del mundo entonces por las armas, asombro después por las letras.

Mas ya es tiempo de que nos acerquemos al término de tan furiosa pelea, que por algún espacio había estado dudosa. Ya los turcos habían sufrido una gran pérdida con haber caído al agua Pertew-Bajá, perseguido por don Juan de Cardona y entrada su galera por Paulo Jordán Urbino, teniendo el serasquier que ganar a nado una barquilla en que huir. Mas no dieron los cristianos el grito de ¡Victoria! hasta que vieron a Alí-Bajá, después de vigorosos y porfiados esfuerzos suyos y de los trescientos genízaros de su Real, caer sobre crujía herido de bala en la frente por un arcabucero de don Juan. Otro le cortó la cabeza, y la presentó al generalísimo de los cristianos, que con hidalga generosidad afeó y reprendió horrorizado la acción, y ordenó que semejante trofeo fuera arrojado al mar, si bien no pudo impedir que la cabeza del almirante turco fuera clavada y enseñada en la punta de una lanza{16}. El grito de victoria de los cristianos resonaba por los aires y le llevaban los vientos hasta las playas. El último encuentro fue entre las galeras de Uluch-Alí y las de Andrea Doria; mas habiendo llegado don Juan, apresurose a huir el virrey de Argel con cuarenta bajeles que pudo salvar del universal destrozo, con tal precipitación que ni el príncipe, ni Juan Andrea, ni don Álvaro de Bazán pudieron darle caza, bien que su gente pereció casi toda, o tragada por las olas al saltar azoradamente a tierra, o acuchillada entre las breñas por los venecianos.

Perdieron los turcos en este memorable combate doscientos veinte y cuatro bajeles; de ellos ciento treinta quedaron en poder de los cristianos; más de noventa se sumieron en las aguas o fueron reducidos a pavesas por el fuego: cuarenta solamente se salvaron: murieron en combate veinte y cinco mil turcos; quedaron cautivos cinco mil: tomáronles los coligados ciento diez y siete cañones gruesos y doscientos cincuenta de menor calibre: más de doce mil cristianos que llevaban cautivos y como remeros los musulmanes vieron rotas sus cadenas y recobrada su preciosa libertad. También los cristianos tuvieron pérdidas lamentables: murieron cerca de ocho mil valerosos guerreros y marinos; de ellos dos mil españoles, ochocientos del pontífice y los restantes venecianos{17}. Quince solos bajeles se perdieron. En cambio los fanales de oro, las banderas de púrpura bordadas de oro y plata, las estrellas y la luna, las colas del bajá, fueron preciosos trofeos que recogieron de la batalla los aliados.

Tal fue en resumen el famoso combate naval de Lepanto, el más famoso de que se hace memoria en los anales de los pueblos, por el número de velas, por el esfuerzo y valor de los combatientes, por la destrucción tan completa de una armada tan formidable como la otomana. Los genízaros dejaron de ser invencibles, y la Sublime Puerta debió perder su supremacía en el Mediterráneo{18}. Así hubiera sido si los vencedores hubieran sabido sacar todo el fruto de la victoria, y no hubieran obrado con el desacuerdo y la negligencia que luego veremos. Don Juan por lo menos significó su deseo de acometer alguna empresa que acabara de aterrar y amilanar a los turcos: pero tratado el asunto en consejo, como él acostumbraba, dividiéronse, como solían también, los pareceres, y aunque al fin se determinó sitiar la fortaleza de Santa Maura (la antigua Leucadia), ni siquiera hubo perseverancia para esto, y se mudó de propósito considerando la empresa los enviados a reconocer el fuerte como más lenta y difícil que útil y provechosa. Solemnizaron, pues, los vencedores su triunfo con una festividad religiosa (14 de octubre), y se acordó en consejo que cada jefe de los aliados se retirara a invernar con su respectiva escuadra. Resolución funesta, que equivalía a malograr el más insigne de los triunfos, dando espacio a los enemigos para rehacerse y no dejando siquiera donde hacer pié para lo que hubiera de emprenderse más adelante. Distribuyose, pues, la presa, según lo pactado en la liga, y comenzaron a dividirse las escuadras (24 de octubre), tomando la vuelta de Italia. Partió don Juan con la suya el 28 de Corfú, y el 31, después de vencer recios temporales, se halló de regreso en Mesina, donde supondríamos, aunque las historias no nos lo dijeran, el entusiasmo y el júbilo y la magnificencia con que sería recibido y agasajado.

En Venecia se consagró una capilla particular de la iglesia de San Juan y San Pablo a perpetuar la memoria de la Santa Liga y el gloriosísimo triunfo de Lepanto. El cincel de Victtoria y el pincel de Tintoretto recuerdan todavía aquel gran suceso con obras de que puede envanecerse la antigua reina del Adriático; la fachada del arsenal se decoró con esculturas alusivas al mismo asunto, y el senado decretó que el 7 de octubre se solemnizara todos los años como fiesta religiosa y política.– En Roma hizo Marco Antonio Colonna una entrada semejante a las de los antiguos triunfadores, subió al Capitolio, consagró una columna de plata al altar de Nuestra Señora en la iglesia de Aracoeli, y a él le fue erigida una estatua de mármol. El papa Pío V, el gran promovedor de la liga, exclamó llorando de alegría y aplicando a don Juan de Austria las palabras del Evangelio: Fuit home missus a Deo, cui nomen erat Joannes.– En la corte de España, donde llegó la noticia por la embajada de Venecia antes que por don Lope de Figueroa, a quien don Juan había despachado al efecto, produjo también unánime alborozo. Comunicósela al rey en el Escorial el caballero de su cámara don Pedro Manuel, en ocasión que S. M. rezaba las vísperas de Todos Santos en el coro bajo de la iglesia provisional (que ni el templo ni el coro principal estaban todavía concluidos), y continuó el rezo con impasible serenidad, sin alterarse ni demudarse, hasta que se acabaron las vísperas: luego mandó al prior Fr. Hernando de Ciudad-Real que estaba a su lado, que en acción de gracias por la nueva que acababa de recibir se cantara el Te Deum{19}.

A pesar de tan justo entusiasmo, indicamos antes que la victoria, tan gloriosa y tan grande como fue, estuvo lejos de producir el fruto que hubiera sido de desear, ni aun el que se hubiera podido recoger. Los sucesos nos lo irán demostrando, y las causas se irán descubriendo.

Pasada la primera impresión de asombro y de consternación que causó en Constantinopla el desastre de Lepanto, recobrose el sultán Selim, y merced a los consejos y a los esfuerzos del gran visir y del gran muftí no tardó en demostrar al mundo que los recursos de la Sublime Puerta no se habían agotado, ni enflaquecido tanto como podía pensarse su poderío. En el inmediato diciembre Uluch-Alí con las galeras que había podido salvar, y con las que pudo recoger de los puertos del Archipiélago, juntó hasta ochenta y siete velas, con las cuales entró en Constantinopla, con lo cual disimuló algo la intensidad del descalabro. El sultán le nombró Kapudan-Bajá, o gran almirante, y mudó su nombre de Uluch en el de Kilich, que quiere decir la Espada. Dedicáronse a la construcción de nuevos buques en los arsenales del imperio, y en un invierno se fabricaron ciento cincuenta galeras y ocho gabarras. Habiendo hecho observar el bajá al gran visir que era fácil construir bajeles, pero que no le parecía posible proporcionarse en tan poco tiempo quinientas áncoras y todos los demás útiles y material correspondiente: «Señor Bajá, le contestó el visir Sokolli, el poder y los recursos de la Sublime Puerta son tales, que si fuera menester, les pondríamos jarcia de seda y velamen de damasco.» Kilich Alí se dobló hasta la tierra en señal de respeto y admiración. Como el bailío de Venecia, que aún permanecía en Constantinopla, se presentara un día al gran visir, «¿Venís a saber, le preguntó Sokolli, cómo está nuestro ánimo después de la derrota? Pues sabed que hay una gran diferencia entre vuestra pérdida y la nuestra. A vosotros, arrancándoos un reino, os hemos arrancado un brazo; vosotros, destruyendo nuestra flota, nos habéis cortado la barba: el brazo no retoña, y la barba crece más espesa.»– Y no era baladronada del visir, porque en el mes de junio (1572) se lanzó al mar a caer sobre Candía la nueva armada turca compuesta de más de doscientas velas.

¿Qué habían hecho entretanto los confederados? –Por el tenor de los capítulos de la liga, todos los años debían de estar sus escuadras en el mar en el mes de marzo, o cuando más tarde en el de abril, con un ejército igual por lo menos al que habían presentado en 1571; pero trascurría tiempo, y ni marchaban de acuerdo ni se movían. El papa Pío V, a pesar de sus muchos años cada vez más fervoroso en fomentar y estrechar la liga, cuyos primeros frutos habían sido tan lisonjeros, no cesaba de trabajar porque perseveraran en ella y obraran con actividad los ya comprometidos, ni de instar nuevamente a los soberanos de Austria, de Francia, de Portugal, de Polonia y de Persia a que entraran en la confederación. Pero fueron otra vez inútiles las excitaciones del virtuoso anciano. A pesar del triunfo de Lepanto, los unos le contestaron con evasivas, alguno con promesas, y los demás con buenas palabras. Retraíalos o el temor del peligro propio, o el de cooperar al excesivo engrandecimiento de la nación española.

Venecia no dejaba de prepararse a otra lucha: nombró a Jacobo Soranzo en reemplazo del malogrado Agustín Barbarigo; y aun por complacer a don Juan de Austria y evitar las antiguas disensiones, accedió a dar a Jacobo Foscarini el mando en jefe que antes tuvo el irritable Sebastián Veniero. También por parte de España se nombró lugarteniente de don Juan al duque de Sessa, en sustitución del comendador de Castilla Requesens, que fue destinado al gobierno de Milán por fallecimiento del duque de Alburquerque. Mas luego se renovaron los anteriores desacuerdos sobre el punto a que debería encaminarse la expedición, mostrando empeño los venecianos por volver a Levante, teniendo los españoles por preferible la jornada a Berbería, opinando otros por dividir las fuerzas y acometer las dos empresas a un tiempo, y creyendo el pontífice que se podía ganar a Constantinopla y la Tierra Santa{20}. Determinose al fin lo que nunca debió dudarse, que era proseguir lo comenzado, y don Juan de Austria anhelaba la partida, ya por su natural ardor bélico, halagado con el triunfo, ya porque el pontífice le hubiera prometido interponer su mediación para que se le reconociera la soberanía del primer reino que conquistara, y los cristianos de la Albania y la Morea se le ofrecían por vasallos, incentivo grande para un joven ávido de gloria, y aspiración nada extraña en quien sin duda se sentía no menos digno que cualquiera otro de ceñir una diadema.

Sucedió en esto la muerte del santo papa Pío V (1.° de mayo, 1572), el ardiente promovedor y fomentador de la liga. Y cuando Gregorio XIII{21} que le sucedió en la silla de San Pedro acosaba a la liga y estimulaba a don Juan «con breves de fuego,» como éste decía, y cuando los venecianos clamaban a voz en grito por que se moviese{22}, entonces Felipe II ordenaba a su hermano don Juan de Austria que permaneciese quieto en Mesina, exponiéndole a interpretaciones nada favorables ni honrosas por parte de los venecianos, y teniendo que contentarse don Juan con dar a los coligados veintidós galeras con cuatro mil italianos y mil españoles. ¿Qué era lo que movía a Felipe II a obrar de esta manera, cuando antes había mostrado su deseo de que don Juan prosiguiera lo más brevemente posible la comenzada empresa hasta sacar todo el fruto que era de esperar de la primera victoria? ¿Eran solo las dificultades que se le suscitaban por parte de la Francia con relación a la guerra de Flandes? ¿O eran también temores de que su hermano, remontando demasiado el vuelo, llegara a obtener alguna de las soberanías con que sus amigos, y hasta el mismo pontífice parece encendían su juvenil ambición? Para nosotros es cierto que Felipe II no quería permitir que su hermano don Juan se remontase más arriba de la esfera en que él le había colocado. Felipe II había prevenido a sus ministros en Italia que honrasen y sirviesen al señor don Juan, pero que no le trataran de Alteza ni de palabra ni por escrito: que el título de Excelencia era lo más que podían darle, y les recomendaba no dijesen a nadie que habían recibido orden suya sobre esto. La misma prevención se hizo a los embajadores de Alemania, de Francia y de Inglaterra{23}. Y el que así se mostraba receloso del dictado de Alteza que daban a su hermano, es evidente que hacía lo posible porque no llegara a decorarse con el de Majestad.

Al fin el rey, que no podía negarse a las instancias del nuevo pontífice y del senado de Venecia, disipados por otra parte los temores de Francia, dio orden a don Juan para que partiese de Mesina a incorporarse en Corfú con la armada veneciana que ya andaba por los mares de Levante. Mas ya en esto era llegado el mes de julio{24}, y hemos visto atrás como los turcos se habían anticipado. A fines de julio levaron anclas de Corfú las escuadras de la liga, y hasta agosto no acabaron de reunirse las fuerzas dispersas de los confederados. El 7 se avistaron las dos armadas enemigas. Constaba la del turco de doscientas galeras, con las de los corsarios: la de la liga no llegaba a ciento cincuenta, bien que las galeazas le daban una fuerza que equivalía a la de muchas naves turcas. No nos incumbe seguir los movimientos y maniobras de ambas armadas en los dos meses de agosto a octubre. Uluch Alí, siempre mañoso, y amaestrado ya más por la experiencia, tomó por sistema rehuir un combate general, dividir, si podía, las fuerzas enemigas, y cuando no retirarse, bien que siempre a boga pausada, o esperar inmóvil cuando la posición le favorecía. Dos veces se encontraron las dos armadas, delante de Cerigo y cerca del cabo Matapán, sin combate que diera resultado. Los turcos se retiraron lentamente sobre Modón y Navarino. Los aliados intentaron estorbar la reunión de las escuadras otomanas, que se verificó sin embargo. Los sitios y ataques que se emprendieron, primero sobre Modón, después sobre Navarino, se abandonaron también como empresas o difíciles o poco provechosas. El 7 de octubre, aniversario de la célebre victoria de Lepanto, creyeron todos y creyó el mismo don Juan que se iba a renovar una batalla y un triunfo igual o superior a aquél. Pero una hábil retirada de Kilich Bajá eludió el combate, y solo quedó en poder de los cristianos la galera de un nieto de Barbarroja que apresó don Álvaro de Bazán, y que por ser tan hermosa fue llevada a Nápoles, y sirvió en la armada española con el nombre de la Presa{25}.

Proponía don Juan forzar el puerto de Modón, en que se encerraba la armada turca, única manera a su juicio de poder sacar de esta segunda expedición el fruto que se iba buscando. Pero el consejo desaprobaba esta idea; y disgustado y cansado don Juan de ver el poco acuerdo que reinaba entre los generales de la liga, y convencido de que cada cual obraba por sus particulares designios y fines, atado además por el rey su hermano y sujeto al voto de los otros capitanes y no pudiendo obrar por su cuenta, determinó dar la vuelta a Italia (9 de octubre), y suspender las hostilidades hasta el año siguiente. En su virtud los venecianos pasaron a invernar a Corfú, la flota del pontífice a Roma, y don Juan volvió con su escuadra a Mesina, y desde allí a Nápoles. Tal fue la infructuosa expedición de 1572, emprendida con indisculpable retraso, continuada con lentitud y malograda por las disidencias y desacuerdos. Nadie hubiera creído en octubre de 1571 que los vencedores de Lepanto habían de regresar así en octubre de 1572{26}.

Resueltos estaban sin embargo Felipe II, don Juan de Austria y el pontífice Gregorio a repetir la expedición en 1573 con arreglo a lo estipulado en la liga, y aun se había acordado aumentar las galeras hasta el número de trescientas y los combatientes hasta el de sesenta mil, cuando llegó a su noticia que Venecia andaba negociando la paz con el turco. En efecto, aquella república, mercantil, en cuyo provecho habían obrado hasta entonces sus generosos aliados, calculó, no diremos ahora si con error o acierto, sobre sus intereses, creyó hallar ventajas en la paz, y no tuvo escrúpulo, como no le había tenido otras veces, en faltar a sus más solemnes compromisos. Contribuyó mucho a facilitar la negociación el embajador francés en Constantinopla, Noailles, obispo de Aix, por segunda vez encargado de representar los intereses de su monarca cerca del sultán. El 7 de marzo (1573) se ajustó la paz entre la Puerta y la república, con condiciones tan desventajosas y humillantes para esta, que además de los 300.000 ducados que por espacio de tres años se obligaba a pagar al Gran Señor, venía a dejarle y asegurarle sus conquistas. A juzgar por este tratado se habría creído que los turcos habían ganado la batalla de Lepanto{27}.

Felipe II recibió la noticia con su acostumbrada e imperturbable serenidad, diciendo que si la república obraba así por su interés, él había obrado en bien de la cristiandad y de la misma república. No lo creía don Juan de Austria cuando se lo anunciaron: su noble corazón se resistía a admitir como verosímil semejante proceder. Pero tuvo que creerlo cuando se lo comunicaron por escrito los mismos venecianos. Entonces quitó de su galera real el estandarte de la liga, y enarboló en su lugar el pabellón español.

Deshecha así la Liga con tan poca honra para sus quebrantadores, ¿qué se hacía, y en qué se empleaba la escuadra española? Era natural que se pensara en destinarla a la expedición de Berbería, proyectada ya un año antes. «Que sería poca autoridad, (decía don Juan de Austria al cardenal Granvela) a las cosas de S. M. haber juntado una armada tan gruesa con tantos gastos, y deshacerla sin sacar ningún fruto dello, tanto más habiéndome S. M. mandado escribir diversas veces y mostrado particular voluntad y deseo de que se haga la empresa de Túnez y Biserta.» Y así se determinó, después de proveer lo necesario a la defensa de las costas de Sicilia y Nápoles, que por entonces parecían aseguradas según las noticias que se tenían de la armada turca. Si se difirió hasta setiembre la expedición, fue sin duda porque nuestra escuadra se encontraba, como escribía don Juan, «sin un solo real, y con muchos centenares de millares de ducados de deuda.{28}» Al fin, con los escasos recursos que pudieron haberse, quedando Juan Andrea Doria con cuarenta y ocho galeras en Sicilia, y tan pronto como el temporal lo permitió, dejó don Juan las costas de Italia (1.° de octubre), y enderezó el rumbo a la Goleta con ciento cuatro galeras, bastante número de fragatas y naves, y veinte mil hombres de guerra, sin contar los aventureros y entretenidos.

Luego que arribó a la Goleta, sacó de allí dos mil quinientos veteranos españoles, «que hacían temblar la tierra con sus mosquetes», dice un historiador, y poniendo en su lugar otros tantos bisoños, se encaminó a Túnez. No había necesitado don Juan de tanto aparato, porque halló abiertas las puertas de la ciudad, y el alcaide de la Alcazaba, que dijo la tenía a nombre de Muley Hamet, le hizo entrega de ella. Halló don Juan en Túnez cuarenta y cuatro buenas piezas de artillería, con gran cantidad de municiones y de vituallas. No permitió que se hiciera esclavos a los habitantes; por el contrario, ofreciendo seguro, no solo a los que habían quedado en la ciudad, sino a los que habían huido de ella, muchos volvieron a darle obediencia en nombre del rey de España. Determinó don Juan se construyera un fuerte capaz de contener ocho mil hombres junto al Estanque, que protegiera a la Goleta, cuya obra encomendó al entendido Gabrio Cervelloni, con título de gobernador y capitán general. Dejó de guarnición los ocho mil hombres, entre españoles e italianos, a cargo del maestre de campo Andrés de Salazar, y la isla al de don Pedro Zanoguera. Si es cierto que los secretarios Soto y Escobedo opinaban que don Juan podía y aun debía alzarse por rey de Túnez, lo es también que él se contentó con arrancarle a la tiranía de Uluch Alí, poniendo en su lugar a Muley Hamet, a quien encargó gobernara los moros en paz y justicia.

Para asegurar más a Túnez, pasó a ocupar a Biserta, que se le entregó de su voluntad. Los turcos que la presidiaban fueron muertos por los mismos moros, y el general español puso por gobernador al mismo caudillo de estos, bien que con la precaución de dejar en el castillo a don Francisco Dávila con trescientos soldados. Volviose con esto a la Goleta (17 de octubre), donde cometió el error, extraño en el talento de don Juan (que de haber sido error veremos la prueba más adelante), de dejar en el gobierno de aquella importante fortaleza a don Pedro Portocarrero. Logrado tan rápidamente y en tan breves días el objeto de su expedición, reembarcose el joven príncipe para Italia (24 de octubre), llegó a Palermo y de allí pasó a invernar a Nápoles, «donde la gentileza de la tierra y de las damas, dice un historiador español, agradaba a su edad{29}

Tales fueron los resultados de la famosa Liga de 1570 contra el turco, solicitada por Venecia y rota por aquella república. Tales los de la memorable batalla naval de Lepanto, tan gloriosa para los coligados, y señaladamente para don Juan de Austria. El fruto que de ella se recogió no fue ni el que se debió ni el que se pudo. Las causas ya las hemos manifestado. Sin embargo, estamos lejos de creer que hubieran podido los aliados ir derechos a Constantinopla, como entonces deseaba el pontífice y después han creído algunos historiadores. Otro tanto distamos de los que afirman que la victoria fue enteramente infructuosa. Lo cierto es que el historiador del imperio otomano, algunas veces citado por nosotros, después del capítulo que dedica a la guerra de Chipre, a la liga y a la batalla, comienza el siguiente con este epígrafe: «Época de la decadencia del poder otomano.»




{1} Según Hammer, Historia del Imperio otomano, lib. XXXVI, el principal instigador de Selim para la conquista de Chipre fue un judío converso, originario de Portugal, llamado Juan Miguez, y que después cuando volvió al judaísmo tomó su antiguo nombre de Joseph Nassy, el cual había logrado ganar el corazón del príncipe, con obsequios de dinero, de perlas, y sobre todo de exquisitos vinos, haciéndole tomar afición a los ducados de Venecia y a los vinos de Chipre, y que un día entre los vapores de la embriaguez había soltado el príncipe turco la halagüeña promesa de coronar a Joseph por rey de Chipre. Todo esto es muy posible, mas no creemos que la empresa tuviera este solo y tan liviano origen.

{2} Copia del real despacho en latín, Biblioteca de la Real Academia de la Historia, tom. 36. Misceláneas del conde de Villaumbrosa. «In cujus fidem (concluye el despacho) mandavimus dari has nostras litteras a nostra ilidem manu subscriptas, et sigillo nostro signatas. Dat. in civitate nostra Hispali XVI Maii anni 1570. EGO REX.– Antonius Pérez.»– Locus sigilli.

{3} Una copia de estos capítulos, sacada de la Biblioteca del señor duque de Osuna, se ha insertado en el tomo 3 de la Colección de Documentos inéditos de los señores Navarrete, Baranda y Salvá.

El señor Rosell, que ha escrito recientemente una excelente Memoria sobre el combate naval de Lepanto, Memoria premiada por la Real Academia de la Historia en el certamen de 1853, cuyo mérito nos complacemos en reconocer, ha incurrido en este punto, a nuestro juicio, en una grave equivocación. Todo lo que el señor Rosell dice de las dificultades que surgieron para la liga y de los capítulos que al fin se acordaron, parece referirlo al año 1571, pues nada absolutamente habla de lo estipulado en 1570 (pueden verse los capítulos I y II de la Memoria). Así es que los dos documentos que cita en los apéndices, uno latino, sacado de la biblioteca de la Academia de la Historia, otro castellano, copiado de la Crónica de Gerónimo Torres y Aguilera, ambos contienen la ratificación que se hizo en mayo de 1571. Pero de ser dos actas distintas y de dos años diferentes las que el señor Rosell creyó una sola, certifican: 1.° las varias veces que en el documento por nosotros citado, se nombra el presente año de 1570, y el siguiente de 1571, como el en que había de empezar a observarse la Liga: 2.° la diferente fecha que encabeza ambos documentos: el citado por nosotros comienza: «Jhs.– Invocando el nombre y auxilio del omnipotente Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Año de la Natividad de 1570, y el quinto del pontificado de nuestro Santísimo y Beatísimo Padre por la divina Providencia Papa Pío V…»– Y el del señor Rosell empieza: «Ante todas cosas invocando el nombre de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Spiritu Sancto, Amen. Año del nacimiento de Nuestro Señor Jesuchristo de 1571, y seis del Pontificado de nuestro muy Sancto Padre en Cristo, por la divina Providencia Pío Papa Quinto…»

El ilustrado autor de la Memoria, que acaso se dejó guiar por Cabrera, a quien no sabemos cómo pudo escaparse, en su buen talento, el cotejo de estos documentos, quiso dar explicación a este que a nosotros nos parece error con una idea que no hemos visto en otro, a saber; que no habiendo de tener efecto la liga hasta el año siguiente (que según él, había de ser el 1572), se estipuló por separado otro convenio para que rigiese en el actual (esto es, en 1571), determinándose entre otras cosas, que en todo el mes de mayo se hallasen en Otranto ochenta galeras y veinte naves, que deberían unirse con la armada veneciana, no incluyéndose en aquel número las del pontífice, ni las de Saboya y Malta. De consiguiente tenían que ser las españolas.

Mas no advirtió el señor Rosell, que habiéndose firmado la ratificación de la Liga, según el documento latino en 25 de mayo, según Torres Aguilera y Vander Hammen, en 29 de mayo, era muy difícil y casi imposible, si no imposible del todo, que en el mes de mayo hubieran de estar las ochenta galeras y veinte naves de España en Otranto. Es, pues, indudable para nosotros, que todo esto debe referirse al pacto de Liga hecho en 1570.

{4} Tenemos a la vista para la sucinta relación que vamos haciendo de estos sucesos las obras y documentos siguientes: Juan Sagredo, veneciano, Memorie istoriche de Monarchi Ottomani: –Parutta (Paolo), veneciano también, Della guerra di Cipro: –Uberto Foglieta, genovés, De sacro fædere in Selimun: –Contarini (Juan Pedro), Istoria delle cose successe dal principio della guerra mossa da Selim Ottomano a Venetiani: –Contarini (Gaspard), Del Gobierno de Venecia (en latín): –Daru, francés, Histoire de la republique de Venise: –Graziani, toscano, De Bello Cyprio: –Caraccioli: I Comentarii delle guerre &c.: –Hadschi-Chalfa, Historia de las guerras marítimas de los otomanos: –Hammer, alemán, Historia del imperio Otomano, traducción de Dochez, y los documentos de los archivos imperiales y reales, citados por éste: –Brantôme, francés, Vida de Juan Andrea Doria: –Vander Hammen, español, Historia de don Juan de Austria: –Herrera, español, Guerra de Cipre y batalla naval de Lepanto: –Torres y Aguilera, español, Chronica y recopilación de varios sucesos, &c.: –Cabrera, español, Historia de Felipe II: –Ossorio, español, Joannis Austriaci Vita, Manuscrito de la Biblioteca Nacional: –Colección de documentos inéditos: –Manuscritos de la Biblioteca Nacional, de la del Escorial, de la del duque de Osuna, y del Archivo general de Simancas.

{5} He aquí el orden de marcha que llevaba, y la fuerza naval que constituía la armada cristiana de la expedición de Chipre.

Marcos Querini, veneciano, iba de vanguardia con doce galeras. Marco Antonio Colonna, general de Su Santidad, con otras doce.

Juan Andrea Doria, capitán general de S. M. C., con diez y seis.

Don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz y virrey de Nápoles, español, con diez y nueve.

Don Juan de Cardona, virrey de Sicilia, español, con diez.

Gerónimo Zanne, general de los venecianos, con treinta.

Sforza Pallavicino, veneciano, capitán general de tierra, con veinte y cinco.

Jacobo Celsi, proveedor de la armada veneciana, con veinte.

Antonio Canale, id., con diez y nueve.

Santos Trono, veneciano, en la retaguardia, con diez y seis.

Francisco Duodo, íd., con doce.

Pedro Trono, íd., con catorce naves y galeoncillos.

Total de bajeles venecianos148
De España45
De Su Santidad12
Total general de buques205

En esta relación no se cuentan los barcos de trasporte. El número de la gente de guerra no pasaba de quince mil hombres: de ellos más de ocho mil eran venecianos: Doria llevaba tres mil españoles y dos mil italianos; los del pontífice no eran más de cuatro mil. Hay que añadir los nobles y aventureros que iban voluntariamente.

{6} El señor Rosell, en su Memoria sobre el combate naval de Lepanto, ha publicado la justificación de Juan Andrea Doria (Apéndice V), copiada de un Códice de la Biblioteca Nacional, E. 52, folio 387, con lo cual quedan desvanecidos los cargos que en algunas historias italianas se leen contra esta conducta del jefe de la armada auxiliar española.

{7} Faltaba el cardenal Granvela, que se hallaba en Nápoles, nombrado virrey en reemplazo de don Perafán de Ribera.

{8} Copia en latín del acta de ratificación de la Liga, en la Biblioteca de la Academia de la Historia, Misc. de Villaumbrosa, tomo 36.– Crónica de Torres y Aguilera.– Vander Hammen, Historia de don Juan de Austria, libro III, y los demás autores citados en la nota cuarta.

{9} En el Archivo de Simancas, Estado, leg. 153, hemos visto las minutas del despacho que se dio a don Fernando de Borja, comisionado para recibir al cardenal Alejandrino; y en Vander Hammen, libro III, puede verse el lujoso y magnífico ceremonial de su entrada en la corte.

{10} Fueron desgraciados los generales de la guerra de Chipre de 1570. Acabamos de decir cómo fue castigado el almirante turco por lo que dejó de hacer. El de Venecia, Zanne, fue procesado también, y lleno de disgustos, murió a los dos años sin haberse podido justificar. Juan Andrea Doria fue censurado y calumniado, y tuvo que hacer una justificación pública. El más afortunado fue Colonna, el de Su Santidad, y eso que volvió a Roma con menos de la mitad de su flota, y esa en deplorable estado.– Además, fue también decapitado en Constantinopla el bey de Chios, por su negligencia, y el de Rodas privado de llevar fanal en su nave.

{11} Parutta, Foglieta, Contarini, Gratiani, Vander Hammen, y los demás anteriormente citados, en sus respectivas obras.

{12} Foglieta, de Sacro foedere, página 253.– Contarini, pág. 31.– Sagredo, Memorie, pág. 393.– Calepio, Vera e fidelissima narratione dell'espugnatione e defentione di Famagusta.

Estos respetables restos de tan valientes capitanes fueron con el tiempo llevados a Venecia, y colocados en el panteón de los grandes hombres de la república en la iglesia de San Juan y San Pablo.– Antonio Cicogna, Inscrizioni veneciane.

{13} Correspondencia de don Juan de Austria con don García de Toledo, sacada del archivo de la casa de Villafranca, e inserta en el tom. III de la Colección de documentos inéditos.

En una de estas cartas, fecha 30 de agosto en Mesina, le decía don Juan de su propio puño a don García: «Quiero añadir el mal recado en que vienen venecianos; otro peor, que es no traer ningún género de orden, antes cada galera tira por do le parece. Vea vm. qué gentil cosa para su solicitud en que combatamos.»– Esto justifica plenamente las quejas que el año anterior había dado Juan Andrea Doria acerca del mal aparejo y del desorden de las naves venecianas.

{14} Carta de don Juan de Austria a don García de Toledo, de Corfú a 28 de setiembre.– Documentos inéditos, tom. III, página 27.

Contarini y Torres Aguilera dieron una relación nominal de todas las galeras y de los capitanes que las mandaban, así como del orden de marcha que llevaron. El señor Rosell la ha puesto entre los apéndices de su Memoria. Se halla la relación de la gente de guerra en el tomo III de la Colección de Documentos inéditos, pág. 204 y siguientes.

{15} Foglietta, Parutta, Contarini, Torres Aguilera, Arroyo, Serviá y otros que han descrito la batalla.– Ferrante Caraccioli, conde de Bicari, que con su galera iba al lado de la de Quirini, da curiosos pormenores sobre la disposición y suceso de la batalla en su obra: I comentarii delle guerre fatte con Turchi.- En la Memoria de Rosell, Apénd. VIII y IX, se inserta la relación nominal de las galeras y capitanes de ambas armadas.

{16} De esta circunstancia de haber sido clavada en la punta de una pica la cabeza de Alí parece dudar el señor Rosell en su Memoria, fundado en que nada dicen los testigos del combate. Pero Caraccioli, que fue uno de ellos, lo expresa así en sus «Comentarii delle guerre fatte con Turchi,» p. 39.

He aquí sus mismas palabras: «Duró l'ardor della bataglia un hora e mezzo, quando la galea del Basciá fú presa dalla Reale di Don Giuanni; ove entrarono i soldati e ritrovarono Ali ferito d'un archibugiata, il gual parlando italiano dicera: “andate a basso che vi sono denari,” e dicendo alcuni che quell'era il Basciá, un soldato bisogno spagnolo andó per occiderle, e gli per disviarlo e placarlo insiememente li disce, piglia questa storta (la qual era di gran prezzo), ma nom gli givuarone le buone parole: perchio che colui senza compassione alcuna gli mozzo il capo, e subitos si gitto a nuoto, portandolo a don Giouanni, con pensiero di portar alcuna cosa gratissima, dalchele con dispiacere gli fú risposto ¿che voui ch'io faccia di cotesto capo? hor gettalo in mare; con tutto cio per ispatio d'un hora stalte fisso in una punta di picca alla poppa. Il dispiacere che hebbe don Giouanni per la morte di costui (poiche gia essendo cautivo si doveva conservare) se acrebbe ancora intendendo da tutti christiani liberati dalla cadena la bontá e humanitá di tol huomo e principalmente verso christiani.»

{17} Los principales capitanes que murieron fueron: don Bernardino de Cárdenas, su sobrino don Alonso, don Juan de Córdoba, Agustín de Hinojosa, don Juan de Miranda y don Juan Ponce de León.– De los venecianos, Agustín Barbarigo, Benito Lozano, Marino y Gerónimo Contarini, Marco Antonio Lando, Vicencio Quirini, Andrés y Jorge Barbarigo, y algunos otros: el gran bailío de Alemania el conde de Briático, napolitano, y otros muy valerosos, aunque de menos nombre.

{18} Son muchas las relaciones que hay y hemos visto de esta memorable batalla. Cotejadas las de los italianos Contarini, Foglietta, Caraccioli, Parutta, Diedo, Gratiani y otros, con las de los españoles Herrera, Torres y Aguilera, Serviá, Vander Hammen, Cabrera, con las manuscritas de la Biblioteca nacional, del Archivo de Simancas, y de los de Villafranca y Osuna, e insertas en el tomo III de la Colección de Documentos inéditos, con las del mismo Hadschí-Chalfa, citado por Hammer en la Historia del Imperio Otomano, &c., todas convienen en lo esencial de los sucesos, y solo varían en cuanto a algunos incidentes y circunstancias accesorias, así como en las cifras de naves, soldados, bajas de cada ejército, &c. como acontece siempre en las relaciones de sucesos de esta naturaleza.

{19} Memorias del monje fray Juan de San Gerónimo.– Tomo III de la Colección de Documentos, página 256.

Son infinitos los monumentos y recuerdos que las letras y las artes han dedicado a celebrar la victoria de Lepanto y a ensalzar al afortunado príncipe que mandaba las fuerzas de la liga. Entre los primeros podemos contar la Austriada de Juan Rufo, el Poema de Jéronimo Corte Real, el Canto XXIV de la Araucana de Ercilla, otro poema latino de don Antonio Agustín, otro de don Pedro Manrique, la Historia poética de Juan Puyol, una Descripción de la Guerra y Batalla, por Ambrosio de Morales, varios Romances sobre la Liga y la Batalla, y otras muchas obras en prosa y verso; y sobre todo, el célebre canto de Fernando de Herrera:

Cantemos al Señor, que en la llanura
Venció d'el ancho mar al Trace fiero…

Pertenecen a los segundos, el famoso cuadro del célebre Tiziano, representando la victoria de la liga, que se halla en el Real Museo de esta corte, la medalla que se acuñó en memoria del combate, y existe en el Museo Numismático de la Biblioteca Nacional, los altares, mesas, estatuas, cuadros, &c. que se conservan en España, en Roma, en Mesina, en Venecia y en varias otras ciudades de Italia. Y todavía se enseñan en la Armería Real de esta corte, entre varios objetos de la batalla, el casco de Alí y las armas de don Juan de Austria.

{20} Carta de don Juan de Zúñiga a don Juan de Austria desde Roma. Biblioteca Nacional, Cod. G. 45.

{21} Antes cardenal de San Sixto, o cardenal Buoncompagno.

{22} Cartas de don Juan de Austria a don Sancho de Leiva y al cardenal Granvela.– Biblioteca Nacional, Cod. G., 45, fól. 174 y 207.– En otra a don García de Toledo, a 5 de mayo, le decía: «Siento mucho ver que se nos va el tiempo este año en dilaciones como si estuviesen las cosas como el pasado.»– Archivo de la casa de Villafranca.

{23} Carta del secretario Zayas al duque de Alba.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 546.

{24} El 6 de julio arrancó don Juan de Mesina, con Marco Antonio Colonna, el proveedor veneciano Lorenzo y el comendador español Gil de Andrade. Don Juan se separó de ellos en el Faro, dirigiéndose a Palermo, y los otros prosiguieron su viaje, enarbolando Colonna el estandarte de la Liga.

{25} Foglietta, lib. IV.– Sagredo, p. 405 a 409.– Gratiani, libro IV.– Parutta, tom. III.

{26} Dio don Juan de Austria una prueba de su magnánimo corazón y nobles sentimientos, restituyendo generosamente la libertad al hijo de Alí Bajá que los aliados habían hecho prisionero, dándole seguro para que fuese respetado en todas partes, y devolviendo a su hermana Fátima un magnífico y suntuoso presente que había enviado al príncipe español con una carta, suplicándole la libertad del cautivo. Don Juan no había olvidado el buen trato que los cautivos cristianos habían recibido de Alí Bajá, cuya muerte sintió, y quiso excederle en generosidad. Tales rasgos atraían a don Juan de Austria el respeto y estimación hasta de sus mismos enemigos.

«Noble y virtuosa señora (decía don Juan en su carta de contestación a Fátima). Dende la primera hora que fueron traydos a mi galera Mahamet Bey y Mahamut Bey sus hermanos, después de haber vencido la batalla que di al armada del Turco, conosciendo su nobleza de ánimo y buenas costumbres, considerando la miseria de la flaqueza humana, y quan subjeto es a mudanza el estado de los hombres, añadiendo el ver que aquellos nobles mancebos venían mas en el armada por regalo y compañía de su padre, que para ofendernos; puse en mi ánimo, no solamente de mandar que fuesen tratados como hombres nobles, pero de darles libertad cuando me paresciese ser la ocasión y tiempo para ello. Acrescentose esta intención en rescibiendo su carta tan llena de aflicción, y aflicción fraterna, y con tanta demonstración de desear la libertad de sus hermanos: y quando pensé poder imbiárselos ambos, con grandísimo descontentamiento mío llegó a Mahamet Bey el último fin de los trabajos, que es la muerte. Embio al presente en su libertad a Mahamut Bey y a todos los otros captivos que me ha pedido, como también embiara al defuncto si fuera vivo: y tenga, Señora, por cierto, que me ha sido desgusto particular no poderla satisfacer y contentar en parte de lo que deseaba, porque tengo en mucha estima la fama de su virtuosa nobleza. El presente que me embió dexé de rescibir, y lo huvo el mismo Mahamut Bey, no por no preciarle como cosa venida de su mano, sino porque la grandeza de mis antecesores no acostumbra rescibir dones de los necesitados de favor, sino darlos y hacerles gracias; y por tal, rescibirá de mi mano a su hermano, y a los que con él embio: siendo cierta que si en otra batalla se bolviese a captivar, o otro de sus deudos, con la misma liberalidad se les dará libertad y se les procurará todo gusto y contentamiento. De Nápoles, a 13 de mayo, de 1573.– A su servicio, don Juan.»

{27} Relación del bailío de la república Marco Antonio Bárbaro, Manuscritos de Rangoni, en la Biblioteca imperial y real, citada por Hammer en la Historia del Imperio otomano.

{28} Carta de don Juan de Austria al cardenal Granvela, en el Archivo de la casa de Villafranca, y en el tomo III de la Colección de Documentos inéditos, p. 126.

{29} Cabrera, Hist. de Felipe II, libro X, c. 11.– Relazione di Tunis e Biserte, MS. de Rangoni.

Trajo consigo don Juan de Austria a Muley Hamid, el hijo de aquel Muley Hazem, a quien Carlos V había restablecido en el trono de Túnez. El malvado Hamid, que había hecho sacar los ojos a su padre, y pagado con ingratitud los servicios del emperador, negándose a satisfacer el tributo estipulado, vino ahora a implorar de don Juan su restablecimiento en la soberanía de Túnez, pero sus súplicas fueron tan inútiles como merecían serlo. Don Juan dio el virreinato a su hermano Muley Hamet, y a él le trajo consigo a Italia, para que no perturbara a su hermano.