Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo XIV
Flandes
Don Luis de Requesens
De 1574 a 1576

Carácter y gobierno de Requesens.– Manda quitar de Amberes la estatua del duque de Alba.– Regocijo de los flamencos.– Desgraciada expedición en socorro de Middelburg.– Dominan los orangistas toda la Zelanda.– Gran triunfo de los españoles contra Luis de Nassau.– Grave sedición de las tropas españolas.– Págase a los amotinados, y vuelven a la obediencia.– Otro desastre de la armada española.– Proyectan los enemigos asesinar a Requesens, y los nuestros al príncipe de Orange.– Conducta de Felipe II en este negocio.– Célebre sitio de Leyden por los españoles.– Rompen los rebeldes los diques y sueltan las aguas.– La armada enemiga navegando sobre los campos y por entre las poblaciones.– Socorro de Leyden.– Los españoles peleando entre las aguas.– Amotínanse otra vez nuestras tropas.– Próspera campaña en Holanda.– Peligrosísima y temeraria expedición a Zelanda.– Los españoles vadeando a pié los ríos y los brazos de mar.– Zierickzée.– Heroísmo inaudito de los capitanes y soldados de España.– Triunfos.– Conquistas en Zelanda. Nuevos tumultos y sediciones de tropas.– Muerte del comendador Requesens.– Gobierno del Consejo de Estado.– Levantamiento general en Flandes contra los españoles.– Apurada situación de estos, y su heroísmo.– Tesón lamentable de los amotinados.– Combate sangriento en las calles de Amberes.– Triunfo de los españoles: dominan la ciudad.– Don Juan de Austria es nombrado gobernador de Flandes.
 

La guerra de los Países Bajos continuaba consumiendo a España sus tesoros y sus hombres. Dejamos en el capítulo X de este libro a don Luis de Requesens, comendador mayor de Castilla, antiguo embajador en Roma, lugarteniente general de don Juan de Austria en el mar, acreditado de capitán valeroso y experto en la guerra contra los moriscos y en el combate naval de Lepanto, de prudente como gobernador del estado de Milán, dejámosle, repetimos, en posesión del gobierno y virreinato de Flandes (fines de 1573), en reemplazo del duque de Alba, tan aborrecido de los flamencos.

El carácter templado, afable y benigno de Requesens, tan opuesto a la dura severidad del de Alba, hacía esperar que le atrajera las voluntades y la adhesión de los de Flandes, tanto como su antecesor las había enajenado. La primera alocución a los Estados de las provincias, las arengas de los diputados de los cuatro miembros, de Flandes, y de los Estados de Brabante al comendador y las respuestas de éste lo hacían también esperar así{1}. Procuró desde luego corregir y enfrenar en lo posible la licencia de los soldados, nacida principalmente del atraso de las pagas, que más que a otros cuerpos se debían a los viejos tercios y a la caballería ligera de España. Entre las medidas del nuevo gobernador hubo dos de que muy especialmente se felicitaron los flamencos, el perdón general a los rebeldes ausentes con tal que volvieran a la obediencia de la Santa Sede y del rey, y el haber mandado, quitar de Amberes la estatua del duque de Alba, que miraban como un ultraje y un insulto hecho al país. Esto último les causó un verdadero regocijo, así como lo primero fue considerado por algunos como indicio de temor o de debilidad{2}. Así fue que si bien muchos se acogieron al indulto implorando el perdón de sus extravíos, otros se envalentonaron más con la indulgencia, y prosiguieron con más ardor la comenzada lucha.

No fue afortunado Requesens en las primeras operaciones de la guerra. Dueños los orangistas, no solo de la isla de Walcheren, sino de toda Zelanda, a excepción de Middelburg, su capital, y de dos pequeños castillos, harto apretados todos por los rebeldes, recibió aviso del coronel Mondragón del apuro en que se hallaba en Middelburg, que hacía dos años había podido ir sosteniendo a costa de esfuerzos heroicos; pero reducida ya a menos de la mitad su gente, agotados todos los mantenimientos, devorados hasta los animales inmundos, y no teniendo cada soldado por todo sustento sino dos onzas de pan de linaza por día, que también se acababa ya, era imposible resistir más si inmediatamente no recibía socorro (enero, 1574). Activo y diligente el comendador mayor, aprestó con la mayor rapidez dos escuadras que desde Amberes fuesen al socorro de Middelburg, por los dos brazos del Escalda, una al mando de Sancho Dávila, otra, que había de ir más derechamente, compuesta de sesenta y dos navíos, al del maestre de campo Julián Romero, dándole por vice-almirante a Glimeu.

Inaugurose esta jornada naval bajo los más siniestros auspicios, y concluyose desastrosamente. Al disparar un cañonazo de saludo el navío en que iba el capitán Bobadilla, y era uno de los mayores y mejor armados, se abrió de manera que se le tragaron todo las aguas, no pudiendo salvarse sino el capitán con muy pocos, y todos mal parados. Al encontrarse la armada con la de los enemigos, que siempre había sido superior y más numerosa, especialmente en bajeles pequeños, encallaron la mayor parte de los de España en los bajíos, aferrándolos y ofendiéndolos a mansalva la escuadra enemiga. Combatiendo Julián Romero esforzadamente en auxilio del vice-almirante Glimeu, que se hallaba así varado, abriose también su navío y se fue a fondo, teniendo Romero que arrojarse al agua y llegar nadando hasta el dique de Bergen, donde se hallaba el comendador presenciando la catástrofe sin poder remediarla. «V. E. bien sabía, le dijo Romero al comendador, que yo no era marinero, sino infante. áno me entregue mas armadas, porque si ciento me diese, es de temer que las pierda todas.» El comendador le tranquilizó diciendo que no era culpa suya el infortunio, sino de la mala suerte, y que sus soldados habían peleado con tanto arrojo y valor como tantos millares de veces lo habían hecho{3}.

Perdiéronse en esta expedición nueve navíos armados, además de los que se sumergieron, y sin contar los que llevaban las vituallas. Murieron setecientos soldados walones y españoles, entre ellos el vicealmirante Glimeu y varios capitanes. Retiráronse las naves que quedaron hasta ponerse en salvo: se avisó a Sancho Dávila que diera la vuelta a Amberes, y se dio conocimiento del desastre el coronel Mondragón, facultándole para que, toda vez que se había hecho imposible socorrer a Middelburg, pudiera capitular con el enemigo bajo las condiciones más ventajosas que ser pudiese. En su virtud capituló el bravo y aguerrido coronel Mondragón la entrega de Middelburg bajo las siguientes bases: que él y sus soldados saldrían con armas y banderas, cajas, ropa y bagajes, pero sin deshacer las fortificaciones ni llevar la artillería, ni tampoco las mercancías, que eran las que constituían la riqueza de aquel pueblo; y los que lo contrario hiciesen, serían castigados a discreción por el príncipe de Orange: que el dicho coronel Mondragón daba su fe y palabra de poner dentro de dos meses en manos del príncipe de Orange a Felipe de Marnix, conde de Santa Aldegundis, y a otros tres capitanes que estaban en poder de españoles, y de no hacerlo, el mismo Mondragón se obligaba a ponerse a disposición del de Orange: que los frailes, clérigos, comisarios y contadores saldrían con sus respectivos trajes, papeles y criados, y el príncipe de Orange se comprometía a darles navíos en que fuesen con toda seguridad hasta la costa de Flandes (18 de febrero, 1574). Capitulación ventajosa, atendida la situación al extremo apurada y crítica en que aquel valeroso caudillo se hallaba, pero que dejaba a los orangistas dueños de toda Zelanda y señores del mar, y les proporcionó grandes recursos con la venta de las inmensas mercancías que aquella ciudad encerraba{4}.

Agregose a esto la nueva de que Luis de Nassau, hermano del príncipe de Orange, con el conde Palatino, se dirigía a pasar el Mosa al frente de seis mil infantes y tres mil caballos, gente nueva reclutada en Alemania, con ánimo de penetrar en Brabante, apoderándose de Maestricht y de Amberes, debiendo incorporárseles el príncipe con otras tantas fuerzas. Escasísimas eran las que en Brabante tenía el comendador mayor para hacer frente a los nuevos invasores, y sin embargo, lejos de caer de ánimo Requesens y de participar del espanto que aquella nueva infundió en los brabantinos, resolvió hacerles rostro y no permitir que pisaran un palmo de aquella tierra. Envió delante a don Bernardino de Mendoza{5} con seis compañías de caballos a Maestricht. Ordenó que le siguiese Sancho Dávila con la infantería: que acudiese don Gonzalo de Bracamonte con la gente que tenía en Holanda, y envió a reclutar y recoger infantes y caballos de Alemania y de los cantones católicos de Suiza. Grandemente correspondieron aquellos capitanes a la confianza y a los deseos del animoso gobernador. En medio de los rigores del invierno y de los hielos que cubrían aquellos ríos y lagunas no cesaron de combatir a los enemigos y de disputarles la entrada en el país flamenco. Y cuando llegó la primavera, hallándose los de Nassau alojados en Moock, pequeña aldea del país de Cleves sobre el mismo Mosa, diéronles una gran batalla, tan hábilmente dirigida por Sancho Dávila, don Bernardino de Mendoza y el italiano Juan Bautista del Monte, y tan bizarramente sostenida por sus soldados, que les mataron más de dos mil quinientos infantes y quinientos jinetes, sin contar los muchísimos que se ahogaron en los pantanos, balsas y lagunas, llegando apenas a mil los que pudieron salvarse{6}.

Lo importante de esta victoria de los españoles fue haber muerto los tres generales del ejército enemigo, el duque Palatino, Luis de Nassau y su hermano Enrique (14 de abril, 1574). Cogiéronse más de treinta banderas, con todo el bagaje y dinero. Despachó el comendador a Juan Osorio de Ulloa para que viniese a España a traer al rey la nueva de tan glorioso triunfo, que fue una buena compensación de la pérdida de Middelburg y del desastre de la armada en las aguas de Bergen.

Por desgracia se malogró el fruto que hubiera podido recogerse de tan gran victoria, a causa de haberse amotinado los viejos tercios de los soldados españoles en reclamación de los atrasos de sus pagas. Esta era la diferencia entre los soldados de otras naciones y los de España: que aquellos tenían por costumbre pedir tumultuariamente las pagas e insurreccionarse al tiempo de ir a la pelea, los nuestros después de haber peleado y vencido. Esta sedición militar fue una de las más graves que hubo, y al mismo tiempo de las más ordenadas. Cuando Sancho Dávila los arengó exhortándolos a la subordinación y a la disciplina, le contestaban entre otras cosas: «¿Pensáis que ha de ser lícito pedir cada día las vidas a los soldados, y que los soldados no han de poder pedir una vez al mes el sustento para sus vidas?» Y al quererles predicar un religioso jesuita, le atajaron el discurso diciendo: «Si antes nos dais el dinero de contado, después oiremos muy atentos vuestro sermón; que de buenas palabras estamos ya cansados: que si pudiera ponerse en una balanza la sangre que hemos vertido por el rey, y en otra la plata que el rey nos debe, de cierto había de pesar más aquella que ésta.» Ellos nombraron su cabo, que llamaban el Electo, según costumbre; establecieron su forma de gobierno militar, y se dirigieron a Amberes, donde no de mala gana les permitió entrar la guarnición española del castillo, que también se rebeló intentando echar de él al gobernador y su teniente, bien que aquel contestó con firmeza que no saldría del castillo con vida. Los tumultuados de fuera, después de haber desalojado de la plaza las compañías walonas, pregonaron un bando a nombre del Electo, y plantaron una horca para colgar de ella a todo el que se desmandara a cometer hurto o rapiña, lo cual ejecutaron con dos delincuentes, y no volvieron a cometerse crímenes de este género.

Ellos además erigieron un altar y juraron sobre él la obediencia a su Electo, y no ceder hasta que les fuese pagado el último maravedí; y en este sentido dirigieron al comendador un mensaje fuerte y enérgico, amenazando con que de no pagarles arbitrarían cómo cobrarse ellos mismos. Requesens, que necesitaba de aquellas tropas y reconocía la justicia de la reclamación, por más lamentable y por más reprensible que fuese la forma, dioles su palabra de pagarles, y bien acreditó su deseo de cumplirla en el hecho de haber empeñado para ello su vajilla y recámara; pero era tal la estrechez y el ahogo de las arcas reales, que trascurrió cerca de mes y medio antes de acabarles de pagar, y otro tanto duró la sedición{7}.

De todos modos, esta ocurrencia fue un embarazo grande que se interpuso, con harto dolor de Requesens, para entorpecer el progreso de las armas españolas en los Países Bajos y para frustrar las consecuencias, que sin duda hubieran sido grandes, de la victoria de Moock. A pesar de todo, y en tanto que podía disponer de los amotinados, no dejó el comendador mayor de activar la guerra cuanto las circunstancias lo permitían, dirigiéndola esta vez a Holanda, para donde mandó volver a Francisco Valdés con la gente que de allí había sacado, con el encargo de continuar e ir estrechando el sitio de Leyden, comenzado ya en tiempo del duque de Alba, y punto en que se habían fortificado los rebeldes. Ordenó igualmente al gobernador de Harlem que acudiese allí con su caballería por otro lado, y las mismas órdenes expidió a los demás caudillos. Dos eran los objetos que en esto se proponía Requesens: el primero, divertir por aquella parte a los rebeldes para impedir que entraran en Brabante, donde no podía oponérseles mientras no acabara de pagar a los españoles sublevados y pudiera disponer de ellos: el segundo, entretener las fuerzas enemigas en Holanda, para dar lugar a que llegase la armada que de orden de S. M. se aparejaba en Santander con destino a los Países Bajos, a cargo de Pedro Meléndez de Avilés, adelantado de la Florida{8}, la cual, unida a los navíos que aún se conservaban en Holanda y Zelanda, había de darles superioridad en aquellos mares, con lo cual solo se podría acabar la guerra.

No favoreció en verdad la fortuna al sucesor del duque de Alba en Flandes. Es cierto que al fin acabó de pagar a costa de sacrificios a los tercios españoles amotinados en Amberes, y que pudo enviarlos a Holanda bajo la dirección de Chiapin Vitelli, y que así este jefe como Francisco Valdés, Mr. de Liques, Luis Gaytan, Rodrigo de Toledo, Gonzalo de Bracamonte, Julián Romero y otros caudillos, fueron apoderándose de varias islas, villas y lugares holandeses, y construyendo fuertes a las márgenes de los lagos, canales y ríos, hasta el número de más de sesenta, y hasta un cuarto de legua de Leyden, estrechando el sitio de esta ciudad y dándose la mano unos a otros. Mas por otra parte, la muerte de Pedro Meléndez, el almirante de la armada de Santander, ocurrida a esta sazón, fue causa de que aquella se detuviese y de que acabara de perderse el resto de los navíos que el rey de España tenía en Flandes, y que habían de haber obrado en combinación con la armada de Castilla. Y fue, que habiéndose alejado de Amberes los navíos españoles por temor de que los tomaran los amotinados, dieron sobre ellos los de Orange, y los apresaron todos sin dejar uno, por un descuido de que con dificultad pudo justificarse el vice-almirante{9}. De modo, que en los pocos meses que llevaba Requesens de gobernador y capitán general de los Países Bajos, tuvo la desgracia de perder cuantas naves tenía en aquellos estados la España.

Faltaba ver el resultado del famoso sitio de Leyden, que tan memorable había de hacerse en la historia por las singularísimas circunstancias que luego veremos.

La imparcialidad histórica nos obliga a cumplir antes con un deber enojoso, a saber, el de revelar los reprobados y abominables medios que en este tiempo estaban empleando los enemigos de España para deshacerse del comendador mayor de Castilla, y los de la misma índole que a su vez empleaban el comendador y la corte de España para deshacerse del príncipe de Orange. Según se ve por los documentos oficiales que se conservan en nuestros archivos, unos y otros procuraban valerse de asesinos pagados para quitar la vida alevosamente y a traición, así al gobernador español de Flandes como al jefe de los rebeldes flamencos. Este criminal arbitrio, de que acaso no tuvieron noticia los historiadores que nos han precedido, pues nada hablan de él, parece haber sido intentado primero por los enemigos de la dominación española en Flandes. Con fecha 30 de marzo (1574) escribía el embajador Antonio de Guarax desde Londres al comendador mayor Requesens, avisándole que había partido de allí un Tomás Bac, irlandés, que en los Países Bajos se nombraba Mos de la Chausse, el cual había recibido varias veces dinero de la reina de Inglaterra, y de quien se tenían noticias y vehementísimos indicios de que iba con la misión aleve y el malvado designio de asesinarle{10}.

Pero también los nuestros intentaban lo mismo con el de Orange, según se ve por el siguiente fragmento de una carta del comendador mayor Gabriel de Zayas, secretario de Felipe II (9 de abril, 1574): «De hacer matar al príncipe de Orange, si Dios no lo hace, no tengo esperanza; que tres meses ha que no ha vuelto el inglés que me la había dado. No sé si ha sucedido desgracia, o si era trato doble; que no hallo hombre de quien pueda fiar que emprenda esto, por mucho que prometa. No sé si ellos hallarán los que buscan para acabarme a mí; y beso los pies a S. M. por el cuidado que v. md. me escribe que tiene de que yo guarde mi vida, en la cual iría muy poco si no estuviese lo de aquí a mi cargo; y envío a v. md. dos avisos que en un mismo día tuve de Inglaterra, el uno de Guarax, y el otro de un inglés de los que aquí se entretienen, que dijo habérsele enviado una dama de la misma reina, que dice es católica, por donde verá v. md. la obligación que yo tengo a la reina, y de Alemania ha días que tuve avisos que hacían la misma diligencia, pareciéndoles que el más corto camino para acabar lo de aquí, era acabar al que estuviese encargado de ello, y yo me puedo guardar mal, no conviniendo mostrar que se teme esto, y habiendo de dar siempre audiencias públicas, y salir fuera a misa y a otras cosas, y en campaña; y un arcabuzazo pasa muy bien entre alabarderos y archeros, que es la guarda que yo tengo; pero confío en Dios que él me guardará, y así me da esto mucho menos cuidado que las otras cosas públicas de estos Estados{11}

Confesamos haber sentido el mayor disgusto al ver que el rey Felipe II no solamente sabía y autorizaba semejantes planes, sino que los alentaba y promovía, y que hemos visto con amargura escrito de su letra y puño al margen de esta carta lo siguiente: «Todavía scrivid de mi parte que procure mucho de guardar su persona, pues vee lo que va en ello al servicio de Dios y al mío; y de que se haga todavía lo demás que se le ha escrito, pues algunos de los ecetuados en el perdón general{12} podría ser que lo hiciese porque le perdonasen y volviesen su hacienda; y al conde de Montagudo creo que habréis escrito, que quizá por allí habría más aparejo.»

Como para nosotros la moral es la misma en todos los tiempos, y los crímenes que ella reprueba no puedan jamás justificarse por que sean cometidos con frecuencia y por muchos, no podemos dejar de condenar severamente tales medios, fuesen extranjeros o españoles, reyes u otros cualesquiera los que los empleasen.– Vamos ya al sitio de Leyden.

Estrechado por Francisco Valdés este baluarte de los rebeldes de Holanda, que defendía Juan Duse, señor de Nortwick, después de tres meses de continuados combates para apoderarse los nuestros de las villas, aldeas y castillos del contorno, y para erigir fuertes a las bocas y orillas de tantos ríos, lagunas, canales y acequias como cruzan aquel país, a fin de impedir todo socorro a la ciudad; acosados ya del hambre los sitiados, sin que les sirviera hacer salir las mujeres y los niños, porque los nuestros los obligaban a volver a entrar{13}; contándose ya seis mil personas las que habían muerto de necesidad, porque hasta las criaturas morían en el vientre de sus madres por falta de alimento de éstas; reforzadas las banderas de los sitiadores con los tercios viejos de España ya pagados y con quince banderas de esguízaros que habían podido reclutarse; frustrado el intento de los rebeldes de entrar en pláticas con el conde de la Roche que gobernaba a Holanda por muerte del señor de Noirquermes y se hallaba en Utrech; en tal aprieto y extremo, la víspera ya de ser asaltada la ciudad por los españoles habiéndose entendido con los de fuera por medio de palomas correos como en el sitio de Harlem, unos y otros acordaron recurrir a un expediente desesperado, y tan extraño y singular, que ciertamente no le podían esperar ni imaginar los españoles.

Determinaron, pues, aquellos hombres pertinaces anegar en agua todo el país y convertir toda la tierra de Holanda en un mar. Abrieron al efecto las esclusas, rompieron por diez y seis partes los diques del Issel y del Mosa, y dieron entrada a las mareas del Océano (agosto, 1574), inundando las campiñas de Delft, Rotterdam, Isselmonde y Leyden, aquellas campiñas que los laboriosos holandeses por medio de la obra maravillosa de sus diques habían logrado como robar al mar y a los ríos{14}. Sorprendidos los españoles con aquella especie de nuevo e inesperado diluvio, dedicáronse a cerrar algunas aberturas, mas nada lograban con esto. Al paso que avanzaban las aguas, terribles auxiliares de los sitiados, retirábanse aquellos donde podían ponerse a cubierto de la inundación, haciendo trincheras, cavando la tierra con sus mismas dagas y espadas, y llevándola en los petos y morriones. Los enemigos iban abriendo otros boquetes en los diques: pero lo extraordinario y lo imponente del espectáculo fue ver aparecer por entre las poblaciones y los árboles de la campiña la armada de los rebeldes que venía de Flesinga al mando del almirante Luis de Boissot, en número de ciento setenta bajeles, bogando por encima de los prados y tierras labradas (setiembre). Las naves eran chatas y sin quilla, y cada una llevaba dos piezas de bronce a la proa, y otras seis más pequeñas a cada costado, con competente número de remeros, y sobre mil doscientos hombres de guerra entre todas, con dos compañías de gastadores para abrir los diques donde fuese necesario, y atrincherarse en los que fuese menester. La vista de una armada navegando por los campos y por en medio de lugares y arboledas, sería sin duda sorprendente y pintoresca; pero los españoles debieron conocer entonces que no era posible subyugar un pueblo que hacia tan gigantescos esfuerzos.

Mas no por eso cayeron todavía de ánimo. Defendíanse bravamente de la artillería de las naves en las aldeas, en los fuertes, en las trincheras, en todos los sitios a que no hubiera llegado la inundación, hasta que la avenida de las aguas, impulsadas por un viento favorable a los rebeldes, los obligaba a buscar otro puesto en que atrincherarse, retirándose en dirección de Harlem y la Haya. Multiplicáronse las luchas y los reencuentros en aquel mar de tierra; condujéronse heroicamente capitanes y soldados haciendo gran daño en los enemigos, a pesar de las máquinas y los garfios y otros instrumentos que estos llevaban para ofender. Había subido el agua sobre la llanura dos pies y medio más de lo que necesitaban los bajeles según su forma de construcción para poder navegar libremente hasta acercarse a los muros de Leyden, cuya ciudad fue de este modo socorrida, y a éste recurso debieron los rebeldes de Holanda su salvación. El encono que los de la armada mostraban contra los católicos era grande. En sus sombreros llevaban unas medias lunas con esta divisa: «Antes el Turco que el Papa{15}

A este contratiempo siguió otra sublevación de los soldados españoles a causa de no haberles tocado participación en el dinero que para pagar las demás tropas envió de Bruselas el comendador por medio del capitán Pedro de Paz, que había ido a comunicarle la noticia del socorro de Leyden. También esta vez nombraron su electo y sus jefes, y prendieron a Francisco Valdés, según algunos, atribuyéndole haberse dejado sobornar a los enemigos por dinero, acción de que no era capaz y de que se justificó plenamente aquel esforzado caudillo. Obligaron los amotinados al señor de Hierges, que había sucedido al conde de la Roche en el gobierno de Holanda, a que les franqueara paso, y marcharon a Utrecht, donde fueron rechazados por la guarnición española del castillo, muriendo muchos de ellos en las calles, y otros subiendo ya las escalas. Allí los encontró Juan Osorio de Ulloa, que llevaba orden del comendador mayor para pagarlos en Maestricht, con lo cual volvieron a reconocer y a obedecer a sus antiguos jefes. Pero esta rebelión no duró menos de un mes: sistema lamentable que habían tomado los soldados españoles para cobrar sus pagas. Por orden del comendador mayor se alojaron para invernar en Termonde y otras villas de Brabante, haciendo lo mismo la caballería, y quedándose las demás tropas de alemanes, walones y esguízaros en los fuertes y presidios que ocupaban.

Mantenían los orangistas relaciones y pláticas secretas con los de Amberes, ciudad que se había mostrado siempre desafecta al monarca y a la dominación española; y faltó poco para que en este invierno estallara una conspiración entre los de dentro y los de fuera, de acuerdo también con su armada, que felizmente fue descubierta, y castigados algunos de los que se hallaron más culpables.

Hallándose con este motivo el comendador mayor en Amberes, llegó allí el conde de Schwazemberg enviado por el emperador Maximiliano II para ver de poner término a la guerra de los Países Bajos, reconciliando a los disidentes con el monarca y con el gobierno español. Nombráronse al efecto comisarios de ambas partes, los cuales se reunieron en Breda a conferenciar y tratar del concierto. Pero de esta negociación no se sacó otro fruto que el desengaño y el convencimiento de no ser posible por entonces la paz. Frustrado pues el objeto de su misión, volviose el conde a Alemania, los comisarios regresaron a sus respectivos campos, y el comendador, entrado ya el año 1575, resolvió continuar la guerra en Holanda; aprestó artillería, municiones y vituallas, dio sus órdenes al gobernador de la provincia señor de Hierges, y envió las banderas de don Fernando de Toledo y de Francisco Valdés la vuelta de Utrecht, Amsterdam y Harlem.

La campaña de 1575 en Holanda fue más próspera a las armas españolas que la del año anterior. Buren, plaza fuerte aunque no grande, fue atacada con brío, batida con catorce piezas, tomada por asalto y saqueada por nuestras tropas, bien que con pérdida de algunos de nuestros más valerosos capitanes. La isla de Finart fue resueltamente acometida, teniendo que arrimarse los soldados de la coronelía de Mondragón al dique en la baja marea, descalzos y con el agua casi a la cintura, con unas alforjitas al cuello, en uno de cuyos senos llevaban la ración para dos días, y en el otro un saquito de pólvora cada uno, despreciando el fuego que desde los navíos y a tiro de piedra les hacían los enemigos. La toma de aquella isla fue el merecido fruto de este arrojo de los españoles (junio). Reforzado por el comendador el ejército de Holanda, y dividido en tres cuerpos para ofuscar al enemigo sobre sus planes, dirigiose uno de ellos a sitiar a Oudewater, población de quinientas casas, pero muy defendida por torreones, gruesos terraplenes, anchos fosos, y circundada de lagunas, canales y pantanos. Con indignación vieron los españoles a los de la villa sobre la muralla haciendo mofa y escarnio de los ornamentos e imágenes de las iglesias que allí habían llevado para provocar e insultar a los católicos, no creyendo que a tal desacato le habría de llegar su castigo. Mas de tal manera y con tal vigor y habilidad supo el señor de Hierges vencer las dificultades del asedio, y colocar las baterías y dirigir el ataque, y tan denodadamente dieron sus tropas el asalto, despreciando las balas de cañón, las piedras, la pez y el plomo derretido que de dentro los arrojaban, que entrada la villa, no llegaron a veinte hombres los que en ella dejaron con vida, ni del incendio que pusieron a la población se salvaron sino las iglesias (julio, 1575), vengando así el insulto de los herejes y el escarnio y profanación de los objetos sagrados.

Pasando luego a Schvonhouven, villa bien murada, situada en terreno pantanoso, y donde llegan las mareas en creciente, colocáronse las baterías, que hubo que mudar por haber roto los enemigos los diques (agosto, 1575). Fue también necesario hacer un puente sobre el Rhin, clavando gruesos y largos tablones sobre dos navíos. Batida al fin la villa con veinte y seis piezas, entregose a condición de salir sus defensores con banderas y cajas, lo cual les fue otorgado, porque aquella población era generalmente católica. Dejando alguna guarnición en la villa, se procedió a tomar varios fuertes que los rebeldes tenían orillas del Whaal, del Lick y del Mosa, y ejecutadas con éxito feliz estas operaciones, dividió el de Hierges el campo, enviando a Brabante los tercios de Julián Romero y de Valdés, con varias banderas walonas y alemanas, donde las reclamaba el comendador mayor para otra empresa que meditaba sobre Zelanda, una de las más temerarias que han podido concebir los hombres{16}.

Persuadido en efecto Requesens de que mientras España no tuviera la superioridad del mar en aquellas provincias, no era posible reducirlas ni acabar la guerra, y deseando tener en ellas algún puerto para cuando llegase la armada española, determinó emprender la conquista de algunas islas de Zelanda, y principalmente la de Zierickzée, que es su capital. La empresa era ardua y peligrosísima, mirada por algunos como imposible, a causa de estar las poblaciones zelandesas en islas que forman el Mosa y el Escalda, e invadidas en las mareas por las aguas del Océano que se mezclan y confunden con las de los ríos formando brazos de mar. Pero habiéndole dicho algunos prácticos que podían vadearse, hizo el comendador construir en Amberes treinta galeras y bastantes pontones y barcas pequeñas de remos, juntó artillería, municiones У víveres, y mandando que los siguiesen Chiapin Vitelli, Sancho Dávila, los coroneles Mondragón, Osorio de Ulloa y otros capitanes, con la gente que dijimos había llamado de Holanda, partió de Amberes con tres mil soldados, doscientos gastadores y cuatro compañías de caballos, y llegó el 28 de setiembre (1575) al canal que separa la isla de Philipsland. Hizo a Sancho Dávila almirante de las galeras: encomendó la gente de tierra al coronel Mondragón como gobernador de Zelanda, y le mandó guiar los walones y alemanes; puso los españoles a cargo de Juan Osorio de Ulloa, y ordenó a éstos que vadearan aquel brazo de mar, siguiéndolos los gastadores.

La operación era arriesgadísima, y bien se necesitaba para acometerla de ánimos esforzados. Pero dio el primero el ejemplo Juan de Osorio, imitándole luego resueltamente oficiales y soldados en número de mil quinientos, marchando primero en barquillas, después, cuando llegaron a la punta de la isla, a pié por entre agua y lodo, medio desnudos, y llevando las espadas, arcabuces y picas levantadas en alto. Llegábales el agua al principio a las rodillas, después a la cintura, y más adelante hasta el pecho, y tenían que atravesar por entre dos filas de navíos enemigos a tiro de arcabuz. «¿Dónde vais, malaventurados, les decían desde las naves, que os hacen ir como perros de aguas, y hacer de vuestros cuerpos trincheras y cestones?» Y descargaban sobre ellos cañones y arcabuces, y les echaban palos con cadenas y garfios para amarrarlos a los navíos. Ellos sin embargo seguían animosos. La marea crecía ya, y el agua les llegaba a las gargantas. Nadaban unos, morían otros de los tiros, otros se ahogaban, y aun cuando arribaron muchos al dique, de los doscientos gastadores solo se habían salvado diez.

Allí les esperaban nuevos peligros. Aguardábanlos en el dique los enemigos armados; mas ya no era posible retroceder, y determinaron vender caras sus vidas. Juan Osorio de Ulloa, invocando al apóstol Santiago, los arremetió con los veteranos españoles, y espantados los rebeldes de tanta audacia y resolución, abandonaron con admirable cobardía la trinchera, recogiéndose a los fuertes inmediatos, y muriendo entre ellos Mr. de Boissot, uno de los jefes de los franceses sus auxiliares. Llegaron luego Sancho Dávila y el coronel Mondragón con sus galeras y naves de remos, y unidos a aquellos hombres como resucitados de entre las olas, fueron tomando uno tras otro hasta seis fuertes que los rebeldes tenían en la isla de Duiveland{17}.

Después de este triunfo, que parecía sobrehumano, dejadas las suficientes tropas en Duiveland, vadearon con igual arrojo el canal de un cuarto de legua que separa la isla de Schouwen, donde está la ciudad de Zierickzée, objeto principal de la expedición. A ella se acogieron sobresaltados los rebeldes de la isla, después de incendiar la aldea de Brouwershaven, en cuyo puerto, de que los nuestros se apoderaron, podían anclar hasta trescientas naves. Algunas de las fortalezas que los zelandeses tenían en aquellos diques eran abandonadas; otras fueron defendidas con gran tesón y esfuerzo; alguna de ellas costó a los españoles repetidos asaltos en que murieron algunos de los más bravos capitanes: pero nada arredraba a aquella gente, que así menospreciaba la vida en los boquetes de las murallas como entre el fango de las lagunas y entre las olas del Océano, y rendidos aquellos fuertes pasaron a sitiar a Zierickzée, donde los rebeldes se habían recogido como en su último atrincheramiento.

El comendador mayor, después de dejar establecido el bloqueo de aquella plaza (que sitio no pudo ser, porque ya los enemigos habían inundado sus contornos con la rotura de los diques), volvió a Amberes y Bruselas a atender a las cosas del gobierno, y de allí escribió al rey pidiéndole enviase algunos navíos de Vizcaya para reforzar los que quedaban delante de Zierickzée. En Holanda habían tomado los orangistas el fuerte de Krimpen, que defendía el maestre de campo don Fernando de Toledo, y en Brabante se amotinó otra vez la caballería ligera española en reclamación de sus pagas, desorden que indignó mucho al comendador, y contra el cual le fue preciso tomar fuertes medidas hasta reducir los sublevados a la obediencia.

Allá en Zierickzée continuaban Sancho Dávila, Mondragón y Ulloa, en el corazón del invierno, luchando al mismo tiempo contra los elementos y contra los fuegos de la plaza y de la armada enemiga; sin desfallecer nunca, ni aun con la desgracia de la muerte del valeroso maestre de campo Chiapin Vitelli, uno de los más entendidos y de los más ilustres generales de Carlos V y de Felipe II. Prolongábase el sitio, y en la primavera de 1576 llegó el mismo príncipe de Orange con la armada de Holanda en socorro de los de Zierickzée, pero rechazole heroicamente el coronel Mondragón, y en uno de los navíos rebeldes que encallaron murió el almirante de la armada enemiga Luis de Boissot, el mismo que cerca de dos años antes había socorrido a Leyden. Con estos dos contratiempos comenzaron a desfallecer los de la plaza. Una mañana (la del 21 de junio, 1576) apareció en el campo español una vara clavada en tierra con un billete a la punta. Habíala clavado de noche un soldado de la villa. Abriose el billete, y se vio que decía, que si el coronel Mondragón les permitía salir con armas, banderas y bagajes, le entregarían la paz. Otra vara con otro billete les anunció la respuesta de Mondragón, que era la de aceptar la proposición, pero añadiendo a ella que habían de pagar 200.000 florines. Admitida por los rebeldes, hicieron entrega de la villa (2 de julio), saliendo con ocho banderas y mil cuatrocientos soldados, y haciendo su entrada en ella los victoriosos españoles después de nueve meses de trabajos y de padecimientos{18}.

Desgraciadamente no le alcanzó la vida al comendador Requesens para gozar del triunfo de las armas españolas en Zierickzée. Una enfermedad de que adoleció en Bruselas había acabado con los días de aquel esclarecido guerrero (5 de marzo, 1576), sin darle siquiera tiempo para nombrar el gobernador que le había de sustituir conforme a las instrucciones que tenía de Felipe II. Quedó, pues, el gobierno de Flandes en manos del Consejo de Estado hasta que el rey otra cosa dispusiese. Proponía el pontífice Gregorio XIII al monarca español que diera el gobierno de aquellos estados a su hermano don Juan de Austria, nombrado ya por el papa general de la expedición que había de ir a Inglaterra, y de que hablaremos más adelante. Pero antojósele mejor a Felipe el consejo de los que le persuadían que gobernarían con más interés y acierto a Flandes los flamencos mismos, y que las provincias lo agradecerían también más y se someterían mejor. Equivocose en esto el rey; porque no todos los consejeros flamencos eran adictos a España, y formáronse pronto entre ellos dos bandos, llamado el uno de Hispanienses, y el otro de Patriotas, y es de suponer a cuál de los dos se inclinaría naturalmente el pueblo. El mismo príncipe de Orange se correspondía con algunos del Consejo, y las provincias aparentaban disposición a someterse con tal que salieran de los Estados las tropas extranjeras.

Otro motín de los soldados españoles de Zieriekzée contribuyó a removerlas de nuevo. Habíase dispuesto despedir, y por lo mismo pagar las banderas alemanas del conde Hannibal, y como los españoles de la coronelía de Mondragón viesen que no se hacía cuenta con ellos para las pagas, alzáronse en rebelión, y uniéndoseles algunas banderas del tercio de Valdés, viniéronse a Flandes, apoderáronse de Alost, alterose Bruselas, y como Requesens en sus últimos días había cometido la indiscreción de armar los pueblos para sujetar la caballería amotinada, valiéronse de aquella licencia, y con color de temer otras rebeliones de soldados, tomaron también las armas las ciudades, consintiéndolo o tolerándolo el Consejo y alentándolas algunos señores y diputados. No sin razón se miraban con desconfianza unos a otros. Menester les fue a los generales y caudillos españoles obrar por sí mismos y reunirse en Amberes, donde acudió también desde Holanda don Fernando de Toledo con sus banderas, teniendo que batir en el camino al paisanaje que halló ya sublevado y trató de embarazarle la marcha. Sancho Dávila tuvo agrias contestaciones con el Consejo. Este pregonaba por rebeldes a los amotinados de Alost, y los de Amberes juntaban dineros para pagarles, pero ellos no se contentaban con menos que con percibir todas las pagas. El Senado escribía al rey que ya no bastaba su autoridad a reprimir el odio de los pueblos contra los españoles, «y que no había en las tiendas oficial, ni en los campos labrador que no se apresurase a comprar morriones y arcabuces.»

Algo detuvo el rompimiento la noticia de haber sido nombrado gobernador de Flandes don Juan de Austria. Pero también el príncipe de Orange trabajaba activamente aprovechando aquellas disensiones, exhortando a los diputados de Brabante y Henao, a algunos consejeros y otros señores flamencos a que acabaran de declararse contra los españoles. Y hasta tal punto lo consiguió, que una mañana Guillermo de Horn, señor de Heeze, ayudado del preboste de Brabante Glimeu, y llevando consigo gente armada, se dirigieron al palacio del Consejo en Bruselas, y apoderándose del conde de Mansfeldt, de Berlaymont, del presidente Vigilio, de Cristóbal de Assonville, de Luis del Río, y de todos los que apellidaban Hispanienses, los redujeron a prisión poniéndolos con buena guarda en algunas casas. A Luis del Río, el más realista de todos los consejeros, le enviaron a Zelanda a poder del príncipe de Orange. Nombraron por general de Brabante al duque de Arschot, Felipe de Croy: se convocó los Estados generales de las provincias; se publicó un edicto tratando a los españoles como rebeldes, y se mandó que se armaran todos los pueblos, con multas a los individuos que rehusaran tomar las armas.

Fue admirable la rapidez con que se hizo esta revolución. Nobles, prelados, diputados y pueblos de las provincias de Brabante, Henao, Artois, Flandes, Holanda y Zelanda, a excepción del Luxemburgo, todos se aunaron para expulsar los españoles y sacudir su dominación. Reunidos los Estados generales en Gante, a pesar de conservar los españoles la fortaleza de la ciudad, adhiriéronse a la liga aun muchos de los que hasta entonces habían pasado por adictos al rey, y además del armamento general que decretaron, pidieron auxilios a Inglaterra y a Francia. Así se desbordaron aquellos estados contra España tan luego como faltó la autoridad militar superior española que los enfrenaba, al modo de las aguas de un torrente cuando se rompe el dique que las tiene comprimidas. Las tropas españolas de infantería y caballería en disposición de obrar no pasaban de seis mil hombres: ocupaban éstas varios castillos y pocas ciudades: partidas sueltas ya no podían andar por el país, sin peligro de ser arrolladas por el paisanaje armado, y había grandes dificultades para las comunicaciones. Los españoles amotinados persistían en Alost sin haber medio de reducirlos. El coronel Mondragón estaba como preso por los suyos en Zierickzée: Sancho Dávila y Francisco Valdés, se fortificaban en Amberes, Julián Romero en Lierre, y Francisco de Montes de Oca no se contemplaba seguro en Maestricht; y en efecto, aconteció que las banderas de alemanes que la presidiaban se declararon en favor de los Estados, arrojaron los españoles al arrabal, y costó después recios combates, a que ayudaron don Fernando de Toledo y don Martín de Ayala, volver a dominar la ciudad.

La guerra ardía por todas partes. Diez y seis provincias se hallaban alzadas: las tropas alemanas y walonas abandonaron la causa de España y siguieron la voz de los Estados; y sin embargo los caudillos españoles Julián Romero, Alonso de Vargas, Martín de Ortaez, don Bernardino de Mendoza, el autor de los Comentarios de estas guerras, y otros valerosos capitanes sostenían con heroico tesón aquella lucha tan desigual, haciendo no poco daño a los sublevados. Ejemplo admirable, aunque funesto, de obstinación y terquedad ofrecían entretanto los mil doscientos españoles amotinados, permaneciendo inmóviles en Alost, sin decidirse por unos ni por otros, resistiendo a todos, y fijos allí mientras no se acabara de satisfacerles todos los atrasos de sus pagas. Y no se movieron hasta que vieron en peligro la ciudad de Amberes.

Las fuerzas de los rebeldes habían cargado casi todas sobre esta importante y populosa ciudad, siempre animada de mal espíritu hacia los españoles. Mas de ninguna manera hubieran podido entrar estando en la fortaleza el esforzado Sancho Dávila, si el gobernador Champaigne y el conde de Everstein que la gobernaban y presidiaban con banderas alemanas y walonas, y con quienes los rebeldes estaban en inteligencias, no les hubieran franqueado la entrada faltando a todos sus deberes y a la palabra empeñada con el caudillo español (octubre, 1576). Iba de jefe principal de los flamencos Felipe de Egmont, hijo del célebre conde de Egmont, el ajusticiado por el duque de Alba, ardiendo en deseos de vengar la muerte de su padre. En tal conflicto convocó Sancho Dávila a todos los capitanes españoles, y todos acudieron, inclusos los amotinados de Alost, que oyendo todavía la voz de la patria corrieron a salvar a sus compañeros, y no hallando barcas en que pasar, lo hicieron muchos de ellos a nado, y de noche, jurando que en ninguna parte habían de cenar sino dentro de la ciudad después de rendida. Y fue así, que sin tomar otra cosa que un trago de vino para vigorizar su cuerpo, que su espíritu no lo necesitaba, aquellos impertérritos veteranos fueron los primeros a arremeter y cerrar con las trincheras enemigas.

Diéronse serios combates entre los de la ciudad y los de la fortaleza. Arrollando los españoles, con el coraje que da el enojo de la ofensa, los reparos y atrincheramientos de los rebeldes, se llevó la lucha a las calles, donde ya pudo obrar la caballería de Vargas y de Mendoza. Tal fue el pavor que se apoderó de los enemigos, que hubo hombre de armas que huyendo de la compañía de caballos de Pedro de Tasis se arrojó con armas y caballo desde la muralla y terraplén de Osterweel al foso lleno de agua, de donde le sacó el caballo hasta ponerle en salvo. No fue tan feliz el conde de Everstein, que al querer saltar a una barquilla resbaló el caballo y dio con él en el agua, donde se ahogó, expiando así su deslealtad. Quemaron los españoles el magnífico palacio de ayuntamiento (Hottel de Ville), con ochenta casas de las más contiguas y principales. Muchos enemigos murieron abrasados o entre sus ruinas; muchos más perecieron ahogados en el Escalda al querer ganar los bajeles, en los cuales se embarcaron los que pudieron, no parando hasta Zelanda, a incorporarse con el príncipe de Orange. El joven conde de Egmont fue hecho prisionero con varios otros magnates por el maestre de campo Julián Romero en la abadía o convento de San Miguel. Todos los historiadores, así españoles como flamencos, afirman contestes haber muerto en esta terrible lucha sobre seis mil soldados, españoles muy pocos, bien que entre ellos algunos ilustres y briosos capitanes.

No fue posible enfrenar la soldadesca, ni contener sus manos, y la ciudad sufrió tres días de horrible saqueo. Gente necesitada y desesperada al mismo tiempo, sació cuanto pudo su rabia y su codicia en aquella riquísima ciudad, emporio de las mercancías de Europa, siendo más lamentable que extraño que entraran, como dice un historiador, ellos pobres en la ciudad rica, y que salieran ricos dejando la ciudad pobre. Y si bien los desmandados no fueron solo los españoles, sino también, y acaso más que ellos, los italianos y alemanes, y los flamencos mismos, bastó que el triunfo de los españoles fuera la causa de la calamidad para que creciera el odio que el país mostraba ya a los de esta nación{19}.

Tal era la situación lastimosa de las provincias de Flandes después de la muerte de Requesens, tal y tan poco envidiable el estado de dominados y dominadores después de catorce años de sangrientas guerras, cuando llegó a Luxemburgo el esclarecido don Juan de Austria, nombrado por Felipe II gobernador y capitán general de los Países Bajos.




{1} Archivos de la ciudad de Brujas, reg. Vittembock, A.– MS. de los archivos de negocios extranjeros en París.– Colección de Gachard, tom. II, pág. 715 a 718.

{2} Estrada, Guerras de Flandes, Decad. I, lib. VIII.– Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. X, cap. 15.

{3} Don Bernardino de Mendoza, Comentarios de las Guerras de Flandes, lib. XI.– Estrada, Guerras, Dec. I, lib. VIII.

{4} Los autores antes citados, y Cabrera y Bentivoglio en sus respectivas historias.

{5} El autor de los comentarios de estas guerras, a quien tantas veces hemos citado y tendremos que citar.

{6} «Yo mismo ví (dice don Bernardino de Mendoza) caminando con un escuadrón, más de seiscientos hombres dentro de un pantano, con el agua a la cinta, de suerte que no se salvarían mil hombres.» Comentarios, libro XI.

{7} Mendoza, Comentarios, libro XII.– Estrada, Guerras, Dec. I, lib. VIII.

{8} En el Archivo de Simancas, Estado, leg. 156, hemos visto un mazo de papeles relativos a los aprestos de esta armada, con cartas de Meléndez, del conde de Olivares, de don Diego Hurtado y otras personas, que podrían servir bien para una historia particular.

{9} Es muy extraño que el jesuita Estrada, escribiendo de propósito de las Guerras de Flandes, no nos diga una sola palabra ni de esta segunda catástrofe, ni de la armada de Santander, ni de la multitud de fuertes que construyeron nuestros caudillos para estrechar y aislar la ciudad de Leyden. Afortunadamente llena bien don Bernardino de Mendoza este vacío, como otros muchos que dejó el historiador religioso.

{10} «De aquí ha partido (decía Guarax) uno nombrado el capitán Tomás, irlandés, que por otro nombre se llama ahí Mos de la Chausse; habla buen francés, y está aposentado en esa villa en un mesón que se dice del Yelmo dorado. Partió de ahí a los 13 de este para Alemania, y llegó aquí a los 18 y le dieron en corte cien libras en soberanos, y el mismo día los trocó por angelotes. Partiose a los 19 para ahí. Otra vez que vino de ahí aquí le dio la reina otras cien libras. Esto sé de persona que ha estado en su compañía, y esta tal me ha dicho que por alguna murmuración que ha oído en el aposento de un grande a quien el capitán Tomás se llegaba de que algunos enviaban a matar a V. E. (a quien Dios guarde), sospecha la dicha persona que el dicho Tomás es partido para ahí con este propósito tan malo: y mas entendió que decían por palabras generales, que si antes que el rey de España viniese o enviase sus grandes fuerzas contra el de Orange muriese el gobernador de Flandes, que sería necesario a la reina recibir de mano del d'Oranges a Zelanda, pues hallándose él y su hermano Ludovico tan prósperos y armados, no podrían dejar de enseñorearse de todos los Estados, por lo mucho que Anvers y otros pueblos desean recibirlos, y del todo echar los españoles de la tierra. Y esto me certifica que oyó a personas de estimación, y que tiene gran sospecha de que procuran tan malos deseos por mano del dicho Tomás o de otro. Teniéndosele oído a sus tratos, podrá descubrirse por indicios algo de su pretensión, que no puede ser sino mala. Llámase acá Tomás Bac. Es hombre de mediana estatura, de 35 a 40 años, no flaco, y de barba algo roja; conocido por malo, &c…. &c.»

Esta carta la vio el rey don Felipe, y puso al margen de su mano: «Escribid al comendador mayor que procure de haber a este, y hacer dél lo que será justo hacer, y muy justo.»– Archivo de Simancas, Estado, Flandes, legajo 557.

{11} Archivo de Simancas, Negociado de Estado, Flandes, legajo 537, fol. 128.

{12} Aludía el rey al perdón o indulto que el comendador había publicado para los rebeldes que dentro de cierto plazo se presentasen y volviesen a la obediencia de su soberano, de que hicimos mérito más arriba.

{13} «Cortando (dice don Bernardino de Mendoza las faldas de las sayas a las mujeres por encima de las rodillas, que era la pena que se les daba.»– Comentarios, fol. 247.

{14} El P. Estrada dice que la causa de no haberse verificado el asalto y de haber dado lugar a este suceso fue haberse entretenido Francisco Valdés en un convite que la víspera le dio una señora de la Haya que le tenía cautivado el corazón y a quien visitaba frecuentemente durante el asedio, con la cual, añade, se casó después. Que esta señora, estando los dos a la mesa, le rogó con lágrimas ahorrase a la ciudad de Leyden los horrores de la matanza que habría de seguir al asalto: y que el general español, confiado en que la ciudad infaliblemente habría de rendirse por hambre, no tuvo dificultad en mostrarse galante con su dama y condescender con su ruego, seguro de captarse su gratitud como amante sin dejar de lograr su objeto como soldado. Sobre estos amores y sobre este hecho guarda silencio don Bernardino de Mendoza.

{15} Mendoza, Comentarios, libro XII.– Estrada, Guerras, Dec. I, lib. VIII.– Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. X, c. 21.

{16} Don Bernardino de Mendoza dedica todo el lib. XIII de sus Comentarios a la relación minuciosa de la campaña de 1575 que acabamos de reseñar.

{17} Mendoza, Comentarios, libro XIV, c. 1 al 6.– Estrada, Guerras de Flandes, Dec. I, lib. VIII.

{18} Mendoza, Comentarios, libro XIV y XV.– Estrada, Guerras, Dec. I, lib. VIII.– Bentivoglio, Guerras civiles de Flandes.– Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. X y XI.

{19} Mendoza, Comentarios, libro XV.– Estrada, Guerras, Dec. I, lib. VIII.– Cabrera, Hist. lib. X y XI.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 157 y 158.