Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo XVII
Flandes
Alejandro Farnesio
Muerte de Alenzón y de Orange
De 1578 a 1584

Cualidades del duque de Parma.– Situación de Flandes.– Sitia y toma Farnesio a Maestricht.– Furor y crueldad de los soldados.– Conciértase el de Parma con las provincias walonas.– Capítulos de la Concordia.– Confederación de las provincias rebeldes entre sí.– Pláticas en Colonia.– Vuelven a salir de Flandes las tropas de España.– Se da otra vez a la princesa de Parma el gobierno de los Países Bajos.– Divídese la autoridad entre la madre y el hijo.– Representan los dos a Felipe II contra esta medida.– Queda Alejandro con el gobierno de Flandes.– Se proyecta asesinar al duque de Parma y al príncipe de Orange.– Emancípanse las provincias del dominio de España.– Dan la soberanía de los Estados al duque de Alenzón.– Entrada del de Alenzón en Flandes.– Conato de asesinar al de Orange.– Triunfos del duque de Parma.– Traición del duque de Alenzón.– Matanza de franceses en Amberes por los flamencos.– Resolución de los Estados.– Vuelve el de Alenzón a Francia y muere.– Asesinato del príncipe de Orange.– Suplicio horrible, y admirable serenidad del asesino.– Consternación de las provincias.– Nombran en reemplazo del príncipe de Orange a su hijo Mauricio de Nassau.
 

Veamos lo que había acontecido en Flandes desde la muerte de don Juan de Austria, y en tanto que Felipe II había estado ocupado en los negocios de Portugal y en la conquista y posesión de este reino.

Ciertamente el joven Alejandro Farnesio, duque de Parma y de Florencia, era por su valor, por su talento, por su prudencia, por todas sus prendas personales, y hasta por su cuna y por los recuerdos de la princesa su madre, el más digno de reemplazar a don Juan de Austria en el gobierno y capitanía general de los Países Bajos. Las circunstancias en verdad no dejaban de ser críticas, obedeciendo apenas tres de aquellas diez siete provincias al rey de España, y habiéndose constituido en auxiliares de los rebeldes flamencos tres príncipes extranjeros, Matías, archiduque de Austria, hermano del emperador, el duque de Alenzón, hermano del rey Enrique III de Francia, y Juan Casimiro, hijo del Elector Palatino. En cambio, favorecíanle las discordias entre los mismos flamencos, en especial entre walones y ganteses, así sobre materias de religión como sobre gobierno del Estado. Faltos de dinero los rebeldes, las tropas extranjeras les servían más de carga que de auxilio, y los soldados alemanes y franceses, faltándoles las pagas, dábanse a la licencia, a la deserción, al robo y al saqueo, sin que pudiera remediarlo por más que se afanaba el de Orange. A pedir eficaces socorros, especialmente de dinero, a la reina Isabel, partió Juan Casimiro a Inglaterra; mas aquella reina, o por no irritar más al monarca español, o porque en realidad no estuviese para tales desembolsos, recibió al alemán con mucho agasajo, pero le despachó con solas esperanzas. Y cuando Juan Casimiro volvió a Flandes, halló desmandadas sus tropas; lo mismo había acontecido al de Alenzón con las suyas; y para no acabar de perderlas, casi a un tiempo determinaron volverse, a Alemania el uno y a Francia el otro, dudándose cuál de los dos había hecho la expedición con más esperanzas y con menos fruto. Con esto quedaron sumamente reducidas las fuerzas de los Estados (1578).

Pareciole al joven Farnesio buena ocasión para dejar la guerra defensiva a que hasta entonces prudentemente se había limitado, y acometer ya alguna empresa que reanimara la causa del rey. Decidido a dar principio por combatir alguna plaza principal, y propuesto en consejo de generales y divididos los pareceres entre Amberes y Maestricht, optó por esta última el de Parma, preparó su ejército, y tan pronto como apuntó la primavera, púsose en marcha al frente de quince mil infantes y cuatro mil caballos, gente veterana y aguerrida, con el señor de Hierges, Cristóbal de Mondragón y otros capitanes de gran reputación y valía. A principios de marzo (1579) asentó Alejandro sus cuarteles delante de Maestricht, ciudad de grande extensión en la ribera del Mosa, y comenzó a fortificar sus reales, y a hacer todas las prevenciones para un gran sitio. Muy poca gente era la que guarnecía la ciudad, pero mandábanla dos excelentes generales, Schwatzemburg de Herlen y Tappin, flamenco el uno y francés el otro, y los paisanos que tomaron las armas no se portaron con menos arrojo y bizarría que la tropa. Largo, obstinado y sangriento como pocos fue el sitio de Maestricht. Sitiadores y sitiados compitieron en valor, en constancia, en el desprecio de los trabajos y de la vida. En la expugnación los unos y en la defensa los otros, rechazados los españoles en varios asaltos, no peleándose ya con artillería ni con mosquetes, sino pica a pica, espada a espada, brazo a brazo y cuerpo a cuerpo, rotas las armas, corriendo en abundancia la sangre, obstruidas de cadáveres las brechas, e incendiada con horrible explosión la pólvora en el campo español para que no faltara ninguna de las representaciones trágicas de la guerra, tuvo que retirarse el valeroso príncipe de Parma a reforzarse de gente y disponer de otro modo el asedio, después de haber perdido varios capitanes de cuenta, entre ellos al señor de Hierges, general de la artillería, y uno de los flamencos más bravos y más fieles al rey.

Sin fuerzas los orangistas, a causa de sus discordias, para socorrer la plaza, y eso que lo intentó el célebre La Noue, uno de los caudillos principales de los hugonotes de Francia y lugarteniente del de Orange; apretando otra vez con nuevas trazas y medios de ataque el ejército real; inutilizados o muertos la mayor parte de los soldados y de los vecinos y labriegos que defendían la ciudad; aquejados a un tiempo por el hambre y por el sol ya ardiente de junio, después de recios y terribles combates sucumbió al fin Maestricht (29 de junio, 1579), y entró en ella el ejército español, no siendo posible enfrenar el furor de los soldados, que en esta ocasión se entregaron como rabiosas fieras a todo género de crueldades y de desórdenes, saqueando, violando, llevándolo todo a filo de espada, al extremo de no dejar con vida (dice un historiador) sino trescientos de los diez y ocho mil habitantes que tenía la ciudad. El cadáver de Schwatzemburg, confundido entre otros, fue arrojado al río; al general francés Tappin se le conservó la vida por orden expresa de Alejandro Farnesio, en consideración y respeto a su heroico valor{1}.

Las operaciones de un sitio como el de Maestricht no habían impedido al duque de Parma proseguir las negociaciones y tratos que desde el principio de su gobierno había procurado entablar para sacar ventaja de las discordias de los mismos flamencos, las cuales eran mayores entre walones y ganteses, católicos aquellos y protestantes estos, aunque apartados todos de la obediencia al rey de España. La diferencia de religión los desunía de tal manera que no parecía difícil desunirlos en política, y atraer a los católicos a la causa del rey, o por lo menos apartar de la devoción y servicio del príncipe de Orange las provincias walonas{2}. Mirábanse entre sí con tal enemiga que muchas veces vinieron a las manos, y los orangistas se burlaban de las tropas walonas llamándolas «soldados del Pater noster,» porque llevaban rosarios al cuello en señal de que profesaban y defendían la religión católica; mas no por eso dejaban de ser excelentes soldados, y aun se distinguían por su buen continente y su gran talla. Ayudaba al pensamiento del príncipe Alejandro mucha parte de la nobleza de aquellas provincias, y señaladamente el obispo de Arrás, el conde de Lalain y el marqués de Boubais, no solo por la conformidad de religión, sino también por odio a la ambición del príncipe de Orange. Celebráronse pues juntas y conferencias para tratar de concierto. Duras eran algunas de las condiciones que se exigían al de Parma, tal como la de que hubieran de salir de los Países Bajos todas las tropas extranjeras, y de que se cumpliera estrictamente la pacificación de Gante como en tiempo de don Juan de Austria. Viendo el gobernador español que era inútil todo esfuerzo para hacerles renunciar a estas condiciones o moderarlas, lo consultó con el rey. Violento le era también a Felipe II acceder a ellas; pero convencido de la importancia de atraer a su servicio y desmembrar del de Orange las provincias walonas, autorizó al de Parma para que las admitiera. En su virtud se estipuló el convenio bajo las bases siguientes (mayo, 1579): Que se ampliara la paz de Gante: que con arreglo a ella en el término de seis semanas saldrían de los Países Bajos todas las tropas extranjeras, y no podrían volver nunca sin el expreso consentimiento de las provincias: que se levantaría un ejército de los naturales del país: que todos los funcionarios públicos jurarían profesar y conservar la religión católica: que se guardarían a las provincias sus privilegios: que el gobierno volvería a la forma en que le había dejado Carlos V: que el gobernador fuera un príncipe de la sangre: y concluían por suplicar al rey enviara alguno de sus hijos para que se criara en aquellas provincias y sucediera en ellas a su padre.

A fin de neutralizar los efectos del concierto de Arrás, provocó el de Orange una confederación entre las provincias de Holanda, Zelanda, Utrecht, Güeldres, Frisia, Brabante y Flandes, que de la ciudad en que se ajustó se denominó la Unión de Utrecht. Las provincias contratantes se unían para formar un cuerpo político y no separarse nunca unas de otras, reservándose cada una en particular sus especiales derechos y privilegios. Unidas habían de repeler toda agresión extranjera y todo acto de violencia empleado para establecer una religión determinada. En Holanda y Zelanda no se había de profesar públicamente otra que la ya establecida, es decir, la protestante. En las demás provincias se permitiría el libre ejercicio de la reformada o de la católica. Esta confederación fue el principio y como la base de la república de las Provincias Unidas, como adelante veremos.

Durante estos sucesos, habíase tratado por otros medios y caminos de la pacificación general de Flandes, a instancias y por mediación del emperador Rodulfo de Alemania. Las conferencias se tuvieron en Colonia, donde todos los interesados en la paz enviaron sus embajadores. Era el del emperador el conde de Schwartzemberg; el del pontífice el arzobispo de Rossano; los estados de Flandes enviaron al duque de Arschot, y Felipe II nombró su representante a don Carlos de Aragón, duque de Terranova, uno de los principales señores de Sicilia. Esperábase con curiosidad el resultado de la intervención de tales medianeros: mas no tardaron en verse las dificultades que se presentaban para llevar a buen término este negocio, especialmente en el punto de religión, en que ni el de Orange estaba dispuesto a ceder, ni menos el monarca español. Ni había avenencia posible con las instrucciones reservadas que a su embajador dio Felipe II; instrucciones de que no había de darse por entendido ni con el emperador mismo. Iba pues encargado secretamente el duque de Terranova de no consentir en trato alguno con las provincias, de que pudiera seguirse el más pequeño menoscabo a la religión católica o a su autoridad de soberano. Estas solas condiciones, sin otras que llevaba también entendidas, bastaban para suscitar embarazos que frustraran toda negociación de concordia. Así fue, que después de muchas conferencias, a las que asistieron también varios electores del imperio con otros muchos personajes, y después de muchas propuestas, consultas, réplicas y debates, en llegando al punto de religión se hacía imposible todo acomodamiento, y se rompieron las ruidosas pláticas, y se disolvió el congreso de Colonia a los siete meses de reunido (octubre, 1579), sin tomarse deliberación alguna, y sin otro fruto que la resolución del duque de Arschot y otros diputados, especialmente del orden eclesiástico, de no seguir la causa de los rebeldes, y haberse unido a los walones las ciudades de Bois-le-Duc y Valenciennes.

El duque de Parma ni por atender al sitio de Maestricht había dejado de tomar parte en todas las pláticas de paz, ni por mezclarse en las negociaciones había dejado un punto los manejos de la guerra, y ayudándole los católicos se había apoderado de Malinas y de Villebrock. De estas pérdidas se indemnizaron los protestantes con algunas ciudades que en la Frisia tomó en su nombre el conde de Renneberg. Mas este mismo conde se pasó luego a la obediencia del rey de España y entregó toda la provincia, mediante tratos y ventajosas condiciones para su persona que el príncipe Farnesio y el duque de Terranova le otorgaron.

Cuando de esta manera, por armas y por tratos a un tiempo, se iban reduciendo y desmembrando las provincias rebeldes, aunque a costa de transacciones no muy honrosas ya para España, viose el duque Alejandro detenido y embarazado por la falta absoluta de dinero, que todo se invertía en los preparativos para la guerra de Portugal. Lo peor era que habiendo de evacuar a Flandes todas las tropas forasteras, con arreglo al tratado de Arrás con los walones (que después fue ratificado solemnemente por los estados de aquellas provincias congregados en Mons), no había de qué satisfacerles ni las pagas de salida, ni las que tenían devengadas, y se les debían desde el tiempo del duque de Alba; y si de los sufridos españoles podía esperarse algún disimulo, no así de los borgoñones e italianos, y menos de los tudescos, que ahora como siempre protestaban a voces que no moverían el pie de Flandes si no recibían sus pagas de contado. Amotinábanse como de costumbre, y era no poco trabajo el reprimirlos. Al entrar el duque Farnesio en Namur, y al abatir las picas un cuerpo de coraceros, un soldado lo hizo presentando al general una bolsa colgando de la punta de la lanza. El duque desnudó el acero, y dando una cuchillada al soldado en el rostro, «Aprende, le dijo, a inclinarme la lanza con más respeto, y a no levantar bandera con este linaje de burlas para alborotar a los que están quietos.» Y no satisfecho con la reprensión, le mandó ahorcar. Tantos fueron los disgustos que esta situación ocasionó al de Parma, que con instancia pidió al rey su retiro del gobierno, cosa a que Felipe II no quiso de modo alguno acceder. Al fin con algún dinero que llegó de España, y con lo que él puso de sus propias rentas y sueldo, se pudo dar algunas pagas a las tropas, y por segunda vez salieron de Flandes a Milán los tercios veteranos españoles, no sin despedirse con lágrimas del príncipe Alejandro, besándole la mano de rodillas y llevando al cuello su retrato en medallas como la joya para ellos de más precio.

No menores dificultades tuvo que vencer para levantar dentro del país mismo un ejército que correspondiera a la necesidad y que sobrepujara a las fuerzas de las provincias rebeldes, bien que también estas habían quedado harto flacas, y entre sí muy divididas desde que se marcharon los auxiliares extranjeros. Así es que la guerra continuaba flojamente, y sin cesar de combatir no se daba acción decisiva, ni vencía nadie, esperando cada parcialidad que vinieran mejores tiempos, reduciéndose todo entretanto a disturbios y a tomarse alternativamente plazas y fortalezas que solían volver a recobrarse pronto, y a defecciones frecuentes de uno a otro campo, como acontece comúnmente en tiempos revueltos.

Ya no sabía Felipe II, o al menos parécelo así, qué expediente tomar para domar la envejecida rebelión de los Países Bajos, y por consejo del cardenal Granvela y de Juan Idiáquez, presidente del consejo de Flandes, se resolvió a encomendar otra vez el gobierno de aquellos estados a su hermana Margarita, duquesa de Parma y madre de Alejandro, muy querida de los flamencos por los gratos recuerdos que conservaban de su antiguo gobierno. Pero hízolo dividiendo la autoridad entre la madre y el hijo, dejando a aquella el gobierno de lo civil y a éste el de las armas, como quien buscaba la suma de la perfección uniendo al talento y prudencia de una mujer el valor y la energía de un hombre, y esperando que no podría haber rivalidad ni discordia entre una madre un hijo que tanto se amaban. Complació Margarita a su hermano, a pesar de su edad y de las fatigas y sinsabores que antes habían quebrantado su espíritu, y recibiéronla los flamencos con el aplauso y regocijo de quienes por muchos años habían experimentado su prudencia y la dulzura de su carácter (1580).

Mas pronto surgieron dificultades de donde menos se había creído que nacieran. El amor de hijo no fue bastante para que el duque Farnesio dejara de sentirse de aquella disminución de autoridad, y escribió a Granvela, de quien sabía haber sido el consejo, quejándose de que cuando las circunstancias exigían que la autoridad se concentrara y robusteciera, se la debilitara con aquella partición de gobierno, y le rogaba intercediera con el rey para que le desembarazara del cuidado de Flandes. Por su parte Margarita, en vista de lo turbados y revueltos que encontró los Países, rehusaba tomar sobre sí el gobierno, e instaba a su hijo a que no dejara el cargo hasta saber la respuesta del rey. Como Felipe insistiera en su determinación, Margarita se allanaba a ejercer la parte de mando que se la encomendaba, con tal que su hijo no se desprendiera de la suya. Pero Alejandro se mantenía inflexible, considerando aquella distribución de poderes como dañosa a las provincias, y perjudicial a los intereses del rey por los conflictos a que daría lugar, y como ofensiva al crédito de su nombre y al prestigio de su persona. «¿Qué he hecho yo hasta ahora, le decía en una larga carta a Granvela, para no haber merecido aumento en vez de disminución en la gracia del rey?» Recordaba sus hechos, y añadía: «Después de todas estas cosas, ¿se podrá tolerar con resignación que se haga de ellas la misma cuenta que si hubiera dado motivos de disgusto al príncipe?» Y concluía encareciendo interpusiese su mediación, para que, o se le volviese su autoridad, o se le permitiera venir a España, o servir como simple soldado a su madre. Tampoco estimó demasiado este escrito ni atendió a esta demanda Felipe II. ¿Habría, como algún autor sospecha, en aquella resolución y en estas negativas de Felipe algo de intención y propósito de no permitir un excesivo engrandecimiento a su sobrino Farnesio, como había procurado impedirle en su hermano el de Austria? Sin que nos parezca inverosímil, no nos atreveríamos a afirmarlo.

Lo cierto es que cundiendo entre los walones el rumor de que Alejandro los dejaba, se alarmaron los nobles y caudillos, en términos que públicamente y sin rebozo decían que si así se abandonaban las provincias dejarían las banderas del rey, y cada cual miraría por sí. Obligó esto a Margarita a suplicar al rey que no hiciera innovación en el gobierno de Flandes, mientras Alejandro le instaba y apretaba más por su partida. Ocupado en Portugal entonces Felipe II, hostigado con tantos mensajes y ruegos, creyó que no podía sin exponerse a grandes riesgos insistir más, y restituyó al duque Farnesio su noble cargo de gobernador y capitán general, enviándole nuevos despachos, expresando en ellos la circunstancia honrosa de que lo hacía a petición de las provincias, y diciéndole particularmente de su puño, «que estaba satisfecho de él, y que solo le advertía lo que otras veces le había ya encargado, que en adelante fuera más cauto de su vida y no expusiera tanto su persona, no haciendo oficios de soldado y contentándose con las artes de general.» Aunque mirando por el decoro de la princesa Margarita la rogaba que permaneciera en Flandes para que fuese como un tribunal de clemencia al que pudieran acudir los arrepentidos, la prudente duquesa, viendo que allí todos apelaban a las armas y nadie a la piedad, no descansó hasta que logró permiso para volverse otra vez a Italia.

Y no era en verdad ni muy agradable ni muy seguro residir entonces en Flandes. Además de la guerra, los disturbios, las defecciones, los levantamientos, los manejos tenebrosos del de Orange, que no había ciudad, villa ni aldea de las que obedecían al rey a que no alcanzase algún hilo de su trama, pudiendo decirse que el de Parma vivía sobre un volcán, atentábase también a su vida por medios alevosos, como se había atentado a la de don Juan de Austria, que todo cabía en la política de aquel tiempo entre hombres que se hacían guerra de religión. Por fortuna Alejandro Farnesio, como don Juan de Austria, avisado de la traición, acertó a apoderarse del jefe de los conjurados, que lo era el señor de Heez, el cual, confesado su delito, fue degollado de orden del rey dentro de la fortaleza de Quesnoy, lo mismo que se había hecho con Recleff, el que intentó asesinar a don Juan de Austria. Desgraciadamente estos reprobados y abominables medios no los empleaban solo los orangistas y herejes contra los gobernadores de España. Ambos campos corroía la gangrena de la inmoralidad, y a su vez corría los mismos peligros el de Orange. En otro capítulo hablamos del proyecto que hubo de asesinar al príncipe flamenco. Ahora se trataba de acabarle por medio de un filtro; y aunque creemos que ni el monarca español ni el duque de Parma participarían, ni tal vez tendrían conocimiento de esta iniquidad, los autores y los ejecutores del crimen lo comunicaban con el embajador de España en Inglaterra, y éste, si no lo apadrinaba, tampoco lo impedía. La conciencia del hombre honrado se subleva contra tan ímprobos manejos, de cualquier nación y de cualquier creencia que fuesen los que los usaban{3}.

Al tiempo que pasaban estas cosas, verificábase en Flandes una gran novedad, que dio un nuevo aspecto a aquella revolución. El de Orange, viendo que no marchaban prósperamente para él los sucesos, y temiendo que el rey don Felipe, una vez hecho dueño de Portugal, cargaría con todo su poder en los Países Bajos y acabaría de oprimirlos, discurrió tomar una resolución radical y atrevida. Hallándose reunidos los Estados en Amberes, expuso con enérgica osadía que en la situación a que habían llegado las cosas era menester, o someterse al rey de España y sufrir el dominio de los españoles, o sacudir de una vez su yugo y emanciparse abiertamente de España, y llamar un soberano de otra parte que rigiera los Estados. Pareció a todos al pronto temeraria la proposición, y escandalosa a algunos, en especial al clero y parte católica; mas como predominaran en las provincias rebeldes los protestantes, no tardaron en adherirse a lo que al principio les pareciera un arranque de temeridad desesperada. Tratose ya de la persona a quien se había de entregar el cetro de aquellos Estados, y aunque no faltaba quien se inclinara a la reina de Inglaterra, como fautora declarada de la reforma, prevaleció el partido que con empeño fomentaba el príncipe de Orange, y por el voto general fue preferido y proclamado el duque de Alenzón y de Anjou Francisco de Valois, hermano del rey de Francia, que a la circunstancia de vecino y de Libertador que ya se nombraba de Flandes, unía la de poder encargarse personalmente del gobierno y de la guerra de las provincias. Obraba en esto además el de Orange por su particular interés. En Francia tenía su principado de Orange, francesa era su esposa, parientes y amigos tenía en Francia, y prometíase del de Alenzón quedar por lo menos señor de sus provincias de Holanda y Zelanda, cuando no lo fuese con el tiempo de todos los Países Bajos.

Declarose al fin solemnemente en Amberes en junta general de los Estados, que por cuanto el rey Felipe de España no había guardado a los flamencos los privilegios jurados, quedaba privado de la soberanía de Flandes; y que las provincias, libres por esto de la fe y obediencia que le debían, nombraban en su lugar a Francisco de Valois, duque de Alenzón y de Anjou. Felipe II por su parte, noticioso de los manejos del de Orange, había hecho pregonar un edicto declarándole traidor, y ofreciendo veinticinco mil escudos de premio al que le presentara muerto o vivo{4}. El archiduque Matías, a cuyos ojos pasaban aquellas cosas, renunció en aquella misma junta el gobierno nominal que por espacio de cuatro años había tenido, y a los pocos meses se retiró a Alemania, quedando muchos temerosos de haber provocado la indignación del emperador su hermano con dar la soberanía de los Estados a un príncipe de fuera de la casa de Austria. Publicose en la Haya por pregón que Felipe II de España había perdido el dominio de las provincias confederadas; se derribaron sus retratos, se abatieron sus armas y sus banderas, se rompieron los sellos, se prohibió acuñar moneda con su busto, y se juró en todos los pueblos al nuevo soberano.

No habían estado entretanto ociosas las armas. El príncipe Alejandro se había apoderado de Courtray y de varias otras poblaciones, así como Malinas había vuelto a caer en poder de los rebeldes. El general hugonote La Noue había hecho prisioneros a los hermanos conde de Egmont y de Selles, y poco después La Noue cayó prisionero de Rouvais, el general de los walones. En Frisia hubo muchos y muy reñidos encuentros: Breda había sido entregada al de Parma por los soldados de la guarnición, y el príncipe Alejandro bloqueaba a Cambray (1581).

En Plesis-les-Tours encontró al duque de Alenzón la embajada que fue a llevarle el acta de su elección en la asamblea de los Estados, y él la aceptó con las condiciones que se le imponían. Más o menos amplias o limitadas sus atribuciones, comenzaba una nueva situación para los Países Bajos y una nueva complicación en las relaciones políticas de los Estados de Europa. Muchos nobles franceses se alistaron voluntariamente en las banderas de Alenzón, que juntando un ejército de doce mil infantes y cuatro mil caballos pasó a socorrer a Cambray, bloqueada y apretada por el duque de Parma, el cual tuvo que retirarse, no sin llevarse prisionero al vizconde de Turena. Con mucha alegría fue recibido el de Alenzón por los de Cambray, aunque mucho desanimaron luego al ver reemplazar las armas del imperio por las de Francia y poner en el castillo guarnición francesa en lugar de la walona. Rindiósele también sin gran resistencia Cateau-Cambresis, plaza célebre por el primer tratado de paz entre Felipe II y la Francia. Excitábale el de Orange y las provincias a que se internara en Flandes, mas él respondió que siendo su gente voluntaria y alistada solo para libertar a Cambray, tenía que regresar a Francia, de donde no tardaría en volver con mayor ejército, y que pensaba interesar al rey su hermano y a la reina de Inglaterra en favor de los flamencos y contra el rey de España.

Indicamos que el nombramiento de Alenzón complicaba las relaciones entre los soberanos de Europa, y era así en efecto. Al rey de Francia le convenía tener alejado de la corte a su turbulento hermano, y le convenía también por suscitar embarazos a Felipe II en Portugal, e interesábale proteger, aunque fuese en secreto, en Flandes a su hermano, en Portugal al pretendiente don Antonio, así como el rey de España favorecía también en secreto la liga de los católicos de Francia formada por el duque de Guisa. Por eso el prior de Crato fiaba tanto en los auxilios de Francia. Mas como el monarca francés, indolente y débil, gastadas sus rentas y revuelto su reino, no se hallara en disposición de romper abiertamente con el español, así él como las reinas su madre y esposa se apresuraban a enviar embajadas al duque de Parma, para persuadirle de que no habían tenido la menor parte ni en el nombramiento, ni en la jornada del de Alenzón. Harto conocía Felipe II los artificios del rey y de las reinas francesas, mas los negocios de Portugal le obligaban a usar del mismo artificio con Enrique de Francia, sin romper con él, pero trabajando con disimulo y preparándose para cuando viera oportunidad.

Fiaba el de Alenzón en el eficaz apoyo de la reina Isabel de Inglaterra, cuya mano él había solicitado, y ella le había prometido. Pasó, pues, a aquel reino con grandes esperanzas de matrimonio y de auxilios. Recibiole Isabel muy afectuosamente; llegaron a extenderse las capitulaciones matrimoniales, y aun se la vio sacar un anillo de su dedo, y ponerle en el del duque, lo cual se interpretó por signo y prenda infalible de enlace. Pero aquella reina, que, como decía nuestro embajador don Bernardino de Mendoza, «cada año era esposa, pero casada nunca,» no volvió a hablar de casamiento por entonces, y a los tres meses de permanencia en Londres viose con general sorpresa al de Alenzón darse a la vela para Flandes con una armada inglesa, pero soltero. Abordó el duque a Flesinga (10 de febrero, 1582), de donde pasó a Middelburg, de allí a Amberes.

Mientras Alenzón había andado así negociando, el coronel español Francisco Verdugo recogía laureles en la Frisia, y el duque de Parma a costa de hechos heroicos llevaba a cabo el célebre sitio y rendición de Tournay. Célebre décimos, porque lo fue, por circunstancias muy notables, el sitio y la conquista de aquella fuertísima ciudad flamenca, situada sobre el Escalda. Por tan fuerte la tenía el de Orange, que cuando supo el asedio puesto por el de Parma, dijo sonriéndose: «No es Tournay comida para walones.» Era el asilo de todos los protestantes y de todos los enemigos de la dominación española. Hallábase ausente su gobernador el príncipe de Espinoy, señor de aquella tierra, y se encargó de hacer y dirigir su defensa la princesa su esposa, Philipa Cristina de Lalain. El valor, la intrepidez, la serenidad y la inteligencia de aquella ilustre dama en el cerco de Tournay nos recuerda iguales prendas e igual conducta de una ilustre dama española en una situación parecida, la de doña María Pacheco en la defensa de Toledo. Sobre ser la que inflamaba con sus medidas, con su voz, con su energía y con su ejemplo a los defensores de Tournay, aquella valerosa princesa peleaba como el guerrero más esforzado y robusto en los puntos de mayor peligro, y en un combate que heroicamente sostuvo salió herida en un brazo. Si alguno había en el campo real que pudiera igualarla en decisión y en brío, era el duque de Parma, que dirigía las operaciones del cerco como general, trabajaba en las trincheras y fosos como un operario, y peleaba como simple soldado en las brechas, no haciendo cuenta de lo que tantas veces le había recomendado el rey su tío, que no expusiera tanto su persona. En una ocasión la bala de un cañón enemigo derribó la caseta en que se albergaba el Farnesio con algunos capitanes de su confianza, quedando todos sepultados bajo los materiales de piedra, tierra y madera. Llorábanle ya los soldados por muerto, pero al remover los escombros apareció gritando: «Estoy vivo con el favor de Dios, y viviré, pese a los enemigos.» Estaba no obstante bañado en sangre, herido en el hombro y la cabeza, pero convaleció por fortuna.

En uno de los asaltos que mandó dar el general español hubo gran mortandad de capitanes y gente noble de una y otra parte, y el de Parma tuvo que retroceder por el valor con que le rechazó la princesa. Sin embargo como el de Orange diera más esperanzas que verdaderos socorros a los sitiados, y el de Alenzón se limitara a animarlos desde Inglaterra, su situación se iba haciendo crítica e insostenible, mientras el campo de Farnesio se iba engrosando con gente alemana, y se esperaban otra vez las tropas de Borgoña y los tercios de España; que después del nombramiento de Alenzón los walones habían reconocido la necesidad de que volvieran las milicias extranjeras, no obstante la condición del tratado de Arrás. Por último, reducidos al más extremado apuro los de dentro, consintieron en capitular, aunque con repugnancia de la princesa, e hiciéronlo con ventajosas condiciones, como la de salir con armas, bagajes y banderas desplegadas, y la de poder gozar de sus bienes fuera del país los que no quisieran vivir en el catolicismo. Cuando salió la princesa, la saludó el ejército español con respeto, admirado de su varonil arrojo, y la acató más como a vencedora que como a vencida. En cuanto al de Parma, por primera vez le honró el ejército con nuevo título gritando: «¡Viva y venza el serenísimo príncipe, el valerosísimo general!» El triunfo de Tournay fue digno del vencedor de Maestricht{5}.

Tal era el estado de las cosas cuando llegó de Inglaterra el duque de Alenzón. Su entrada en Amberes fue espléndida y pomposa; su acompañamiento brillante y magnífico; cuantas demostraciones públicas de regocijo y de entusiasmo puede hacer un pueblo para festejar al más amado de los soberanos, tantas hizo la ciudad de Amberes para recibir al príncipe francés. Después de prestado el recíproco juramento, continuaron aquellos días los parabienes y plácemes de las provincias. Pero todo aquel júbilo se trocó súbitamente en luto y desconsuelo. Al mes de su entrada celebraba el nuevo soberano el aniversario de su natalicio (18 de marzo, 1582). Al levantarse el príncipe de Orange de un banquete que había dado a varios nobles en solemnidad del día, un hombre se le acercó y le entregó un memorial, y mientras le leía, aquel hombre le disparó un pistoletazo, cuya bala le atravesó ambas mejillas y le arrancó algunos dientes, cayendo el príncipe sin habla y bañado en sangre. El asesino fue instantáneamente cercado, y acribillado su cuerpo con las espadas y alabardas. Túvose al pronto por muerto al de Orange, y un grito de indignación se levantó con la mayor rapidez y se extendió hasta por los más remotos ángulos de la ciudad: era precisamente la población que había tenido siempre más delirio por el de Orange, y llorábanle todos como si fuese el padre de cada uno. Difundiose el rumor de que los autores del asesinato habían sido los franceses por dejar a su príncipe más amplia y libre autoridad, y el pueblo se encaminó furioso con armas y hachas encendidas al palacio de Alenzón, cuya vida hubiera corrido gravísimo riesgo, si por fortuna suya, vuelto en sí el de Orange y noticioso del peligro, no hubiera escrito un billete en que declaraba que ni Alenzón ni los franceses habían tenido culpa alguna, con lo cual se aplacó el tumulto.

En efecto, el perpetrador del criminal atentado era un joven español, natural de Vizcaya, llamado Juan de Jáuregui, según unos papeles que en el bolsillo se le hallaron; y su instigador o consejero parece haber sido un mercader fallido compatriota suyo, nombrado Gaspar de Anastro, que sin duda se proponía reparar sus quiebras mercantiles con los veinte y cinco mil escudos de oro ofrecidos en el bando real por la cabeza del de Orange. En cuanto al Jáuregui, la circunstancia de ser conocido por su adhesión al rey y por su exaltación religiosa, la de haberse preparado a perpetrar el crimen confesándose y recibiendo los sacramentos de manos del dominicano Timermann, la de haber manifestado que sabía iba a morir, y que no pedía otra cosa sino que rogaran a Dios por él, y al rey que socorriera a su padre en su vejez, todo induce a creer que el fanatismo político y religioso fue el que armó su brazo más que el deseo de toda otra recompensa, y que se persuadió de que hacía una acción meritoria a los ojos de la religión y de la patria, librando a España de un enemigo y de un hereje. El confesor Timermann y el cajero de Anastro fueron cogidos, condenados a muerte y descuartizados, y sus miembros, junto con los de Jáuregui, colocados en las torres y puertas de Amberes, donde estuvieron hasta que los españoles se apoderaron de la ciudad{6}. El de Orange curó de su herida por la exquisita diligencia y cuidado de los médicos, bien que desde entonces aprendió que había de acabar de muerte violenta, así como el de Alenzón comprendió que no estaba seguro de los malos juicios de los flamencos.

La guerra continuaba, reducida por entonces a tomarse mutuamente algunas plazas, siendo entre ellas la de más cuenta Oudenarde, que expugnó y rindió el de Parma con su acostumbrado arrojo. Pero la guerra varió de aspecto y cobraron ánimo y confianza los católicos y realistas cuando vieron volver a Flandes los antiguos y veteranos tercios españoles y los auxiliares borgoñones e italianos (agosto, 1582), con lo cual se vio el de Parma con mayor ejército que el que nunca había tenido. Tomó con él muchas plazas, batió las tropas de las provincias confederadas delante de los dos príncipes, el de Alenzón y el de Orange, hasta obligarlos a retirarse al abrigo de los muros y bajo el cañón de Gante, y amenazó a Bruselas, mientras el valeroso y esforzado Verdugo continuaba prósperamente sus hazañosas campañas en la Frisia. Murmuraban los flamencos del de Alenzón, preguntando dónde estaban tantos socorros y tantas fuerzas de Francia como les había prometido, pues hasta ahora no había llevado otra cosa que apariencias y vanos títulos. Por último, a fuerza de instar a su hermano pudo conseguir que llegasen unos ocho mil hombres entre franceses y suizos (noviembre, 1582), al mando del duque de Montpensier (suegro del de Orange), y del mariscal Byron, los cuales invernaron en Dunkerke, Ostende, Brujas, Termonde y otras villas, y con los cuales se proponía atajar los progresos del de Parma, ya que de las plazas conquistadas no pudiera arrojarle. Para calificar como merece la conducta de Enrique de Francia con Felipe II es menester no olvidar que por este tiempo, mientras daba tropas a su hermano para ayudar a los rebeldes de Flandes contra España, daba también una armada al pretendiente de Portugal don Antonio para hacer la guerra al rey de España en las Azores.

Así las cosas, mudó enteramente la faz de los negocios en Flandes. Por una parte los socorros de Francia parecieron mezquinos a los flamencos respecto a los que el príncipe francés les había hecho esperar: miraban aquellos con poca afición a su nuevo soberano, y quien seguía siéndolo de hecho era el de Orange, reducido el duque francés casi al mismo papel que antes había hecho el archiduque Matías. Por otra parte, los generales y caudillos de las tropas francesas vieron con disgusto y enojo, y hasta tuvieron por bochornoso y degradante que un príncipe que acaso un día habría de sentarse en el trono de Francia estuviera ejerciendo en Flandes una sombra de soberanía, pues se la tenían tan limitada el de Orange y los Estados, que solo conservaba de ella un vano título. Sugiriéronle, pues, algunos de sus más acalorados consejeros que tomara a la fuerza y con las armas el lleno de autoridad que espontáneamente no le habían dado, y que se levantara y proclamara verdadero señor de Flandes. No fueron menester muchas razones para decidir al débil y precipitado príncipe a abrazar tan insano y temerario consejo.

Ordenó, pues, a los caudillos de sus tropas que todos en un día determinado (17 de enero, 1583) se apoderaran de las plazas en que estaban alojados y echaran de ellas las guarniciones flamencas. Reservó para sí la empresa de Amberes, y so color de pasar a la provincia de Güeldres, aprovechando la estación de los hielos, según el de Orange deseaba y proponía, reunió la mayor parte de sus tropas en el campo y aldeas próximas a Amberes, y en combinación con los franceses que preventivamente había hecho acuartelar en la ciudad, y con pretexto de pasar muestra a todo el ejército, cuando ya estuvo todo en orden, «Ea, hijos, les dijo, vuestra es Amberes.» Y encaminose a la ciudad; hizo degollar los flamencos que guardaban la puerta; derramáronse los suyos por la población gritando: Misa y duque, que era su santo y seña, y entrando en las casas lo saquearon todo, ayudados de los que estaban ya dentro. Los vecinos de Amberes, viéndose tratados de aquella manera por los que poco antes habían sido sus huéspedes y estado entre ellos como hermanos y amigos, ardiendo y rebosando en ira, toman todos las armas, nobles, plebeyos, eclesiásticos, ancianos, mujeres y niños, y embisten a los franceses, hieren, matan, degüellan en las calles y en las casas con frenético furor; los franceses que hostigados dentro van a buscar salida caen heridos o muertos, y se forma a la puerta un montón inmenso de cadáveres; otros son arrojados por encima de la muralla al campo. Grande fue el estrago y horrible la mortandad; cerca de dos mil franceses pagaron la abominable traición con sus vidas, y otros tantos quedaron prisioneros, merced a la generosidad con que los trató el de Orange cuando acudió de la ciudadela en que se hallaba. Entre los prisioneros lo fue el mariscal Ferbache, uno de los que habían aconsejado al de Alenzón aquella loca y alevosa empresa{7}.

Confuso y espantado el príncipe francés con tan sangrienta catástrofe y con el remordimiento de su traición, errante de pueblo en pueblo, sin víveres ni para él ni para su gente, todo era enviar cartas y mensajes a Amberes y a Bruselas y buscar la mediación del de Orange pintando el suceso como una consecuencia lamentable de los malos tratamientos que de los de Amberes habían recibido antes él y los suyos: con lo cual no hizo sino irritar más a los flamencos y provocar la indignación general de las provincias unidas, que trataron ya de declarar al de Alenzón depuesto del ducado y principado de Brabante. Pero consultado sobre ello por los Estados el de Orange, cuya autoridad había crecido prodigiosamente con el suceso de Amberes, como muy avisado y experto político que era el príncipe flamenco, después de reprobar el hecho abominable del de Alenzón, y de declarar que sin género de duda había perdido por él el derecho a la soberanía que se le había dado, respondió en términos muy hábiles, que no obstante todo esto era su opinión que no convenía romper todavía con el francés; ya porque el escarmiento mismo le habría enseñado a tratar como correspondía a los flamencos, ya porque sería enajenarse el favor de la Francia ofendida, ya porque siendo todavía dueño de muchas plazas, sería difícil arrancárselas y costaría de todos modos mucha sangre, ya porque la desesperación podría obligarle a entenderse con el Farnesio y a entregarlas al rey de España, lo que equivaldría a tener que someterse al odiado yugo de los españoles.

Sabia en efecto el de Orange que Alejandro Farnesio, aprovechando el desconcierto y la discordia producida por lo de Amberes, negociaba por una parte con el francés para la entrega de las fortalezas que retenía, por otra había movido pláticas de concordia con los diputados de las provincias de Flandes y Brabante, haciéndoles halagüeños ofrecimientos para que se apartaran de la confederación. Mas todos los ofrecimientos, todas las gestiones y toda la destreza de Alejandro fueron infructuosas, y nunca se vio mejor hasta qué punto rayaba la aversión de aquellas provincias al rey y a la dominación de España. En cuanto a los Estados, rindiéronse a las razones del de Orange, y accedieron a reconciliarse con el de Alenzón, celebrando con él un nuevo convenio (8 de marzo, 1583), haciéndole renovar el juramento de regir en lo sucesivo las provincias conforme a sus leyes fundamentales, de prestar sus tropas, el de servir fielmente contra todos los enemigos de la confederación, y de que se retiraría a Dunkerque hasta que todos los demás puntos en cuestión quedaran arreglados. Así volvieron las cosas al estado que antes tenían, aunque con demostraciones más aparentes que verdaderas, porque nunca hubo ya correspondencia sincera entre franceses y flamencos.

Dejó, pues, el de Parma las negociaciones y apeló otra vez a las armas. Enflaquecidos los enemigos con sus disidencias, la superioridad de Alejandro se conoció bien en la rapidez con que les fue arrancando una tras otra multitud de ciudades y villas, sin que valiese al mariscal Byron, general en jefe del ejército franco-belga, la justa reputación de que por su pericia y su raro talento en el arte de la guerra gozaba. Ocurrió en esto que el de Alenzón, o por la poca salud y la poca satisfacción de que disfrutaba en Flandes, o por esperanza de hallar más eficaz apoyo en su hermano, abandonó a Dunkerque y se volvió a Francia, dejando aquella ciudad con escasa guarnición francesa. Allá se encaminó inmediatamente el Farnesio, y aunque acudió también Byron a socorrerla, era tal la enemiga que los del país conservaban a los franceses, que entorpecieron la marcha del mariscal y dieron lugar a que Alejandro se apoderara de la plaza. Con la misma facilidad cayó en su poder Nieuport. Hizo un amago sobre Ostende, pero teníala tan bien provista y fortalecida el de Orange, que no quiso gastar el largo tiempo que hubiera necesitado para sitiarla, a fin de no perder la ocasión de cobrar más fácilmente otras, paseando victorioso el país de Waes, y amenazando a Brujas y Gante.

Tan de caída iban las cosas para el de Orange (fines de 1583, y principio de 84), que ya entre los mismos flamencos, siempre tan apasionados suyos, se notaban síntomas de desconfianza, y no faltaba alguno que se atreviera a llamarle traidor a la patria y desertor de la causa común; que cuando la fortuna se muestra adversa, no escasea el pueblo los cargos a los que le mandan. Las disidencias y antipatías entre flamencos y franceses habían llegado a un punto, que por más que el de Orange se esforzaba por reconciliarlos no le fue posible conseguirlo, y viéronse los Estados en la precisión de decretar la salida de las tropas francesas de Flandes cuando más podían necesitarlas, y el mariscal de Byron obligado a embarcarse con ellas para Francia. Coincidió esto con la nueva feliz que tuvo el de Parma por carta que recibió de Felipe II en que le decía, que frustrada la empresa de don Antonio de Portugal en las islas Terceras enviaría a Flandes toda la infantería española de los tercios de Lope de Figueroa, de Francisco de Bobadilla y de Agustín Íñiguez, a cargo del veedor general Pedro de Tassis; y que del dinero recién traído de la India había mandado depositar en el castillo de Milán un millón de escudos de oro, de los cuales se destinaban a Flandes los trescientos mil para que él los expendiera según conviniese.

Alentado el de Parma con tan buenas nuevas y libre de los franceses, prosiguió sin obstáculo sus conquistas con una celeridad que no se había visto en aquellos países. Y mientras Verdugo se apoderaba por sorpresa de Zutphen, con cuya posesión le quedaba abierta la entrada a todo el país comprendido entre el Issel y el Rhin, él recobraba a Ipres, Alost, Rupelmonde y otros puntos: el príncipe de Chimay, hijo del duque de Arschot, le entregaba a Brujas, con la sola condición de que le diese el mando de la provincia; y hasta el conde de Berghes cuñado del príncipe de Orange, se apartó de su servicio, y si no puso en manos de Alejandro la provincia de Güeldres fue por haber sido descubierto su designio antes de poderle ejecutar; que así suelen los hombres arrimarse a aquel a quien la fortuna sonríe.

La única esperanza del de Orange era la vuelta del de Alenzón con mayores socorros de Francia, y de ello se daba ya el parabién por las noticias que recibía de que el rey Enrique III a instancias de la reina madre se había declarado más amplia y decididamente en favor de su hermano y de los intereses de las provincias unidas de Flandes. Mas en tal estado una enfermedad penosa, que no dejó de sospecharse haber sido producida por veneno, puso fin a los planes y a la vida del duque de Alenzón en Chateau-Tierry (10 de junio, 1584), a la edad de treinta y tres años. Príncipe tan ambicioso como débil, instrumento siempre y juguete de los interesados consejos de otros, imprudente y arrebatado, podría dudarse, dice con razón un escritor, «si acrecentó más los desórdenes de Francia o los de Flandes.» Excusado es encarecer su falta de virtudes cuando su misma hermana Margarita decía de él, «que si el dolo y la infidelidad hubieran desaparecido de la tierra, se habrían hallado en todo su vigor en el corazón de su hermano{8}

La muerte del que se había dado el título de Libertador de los flamencos, ocurrida en tan críticas circunstancias, hubiera sido por sí sola una calamidad para las provincias rebeldes: pero otra pérdida mayor y más lamentable para ellas les esperaba muy pronto, al cumplirse el mes de la de Alenzón, a saber, la del príncipe de Orange, el alma, el nervio y el sostén de la rebelión de los Estados. Con razón temía él desde el bando de proscripción de Felipe II poniendo precio a su cabeza, y más desde el atentado de Juan de Jáuregui, que su muerte no había de ser natural. Había pasado el príncipe a Delft. Entre los varios que atentaban a su vida, se contaba un joven borgoñón llamado Baltasar Gerard, que entre otros medios empleados para lograr su propósito tomó el de ponerse al servicio del duque de Alenzón cuando volvió a Francia, para tener ocasión de introducirse después con el de Orange. En efecto, Mr. de Caron le dio cartas para el príncipe anunciándole la muerte del de Anjou. Con ellas se le presentó en Delft hallándose el príncipe a la mesa. Al levantarse y pasar a su aposento le disparó una pistola al corazón, y atravesósele de manera que cayó en el acto y expiró a los pocos instantes sin haber podido pronunciar sino muy cortadas y confusas palabras (10 de julio, 1584). El asesino huyó por una puerta falsa del palacio, pero alcanzado cuando estaba ya para arrojarse de la muralla al foso que pensaba salvar a nado, púsosele a cuestión de tormento para que declarara quien le había inducido a perpetrar el crimen. Confesó que hacía más de seis años abrigaba aquel designio, que le había alentado en él el edicto de proscripción dado por el rey, que había estado al servicio del secretario del conde de Mansfeldt, que había comunicado por escrito su proyecto al duque de Parma, con otras circunstancias, no sabemos si verdaderas o arrancadas por el tormento. El criminal, cuya mano había sido movida más por fanatismo religioso que por la codicia del premio, fue condenado a muerte, quemada antes su mano derecha, atenaceado y descuartizado después. Convienen todos en que sufrió el horrible suplicio con una tranquilidad portentosa que asombró a los espectadores, diciendo en alta voz que lejos de arrepentirse del hecho creía haber merecido con él el favor del cielo, y que si a mil leguas se encontrara del príncipe, haría otra vez cualquier esfuerzo por acercarse a él y quitarle la vida{9}.

Tenía a la sazón Guillermo el Taciturno, príncipe de Orange, cincuenta y dos años, y llevaba diez y seis haciendo la guerra a España: fue el primero que enarboló la bandera de libertad para los Países Bajos, atreviéndose contra el poderosísimo rey de Castilla, manteniendo constantemente la lucha contra cuatro gobernadores reales de la reputación del duque de Alba, del comendador Requesens, de don Juan de Austria y de Alejandro Farnesio, llegando en alguna ocasión a dominar en quince de las diez y siete provincias flamencas, y teniendo la audacia de deponer por edicto público al rey de España del señorío de los Países Bajos. Su entierro fue el más suntuoso y magnífico que se había visto jamás en aquellos países, y con dificultad habrá sido llevado al sepulcro con más pompa ningún soberano. Excusado es decir que los escritores protestantes se deshacen en elogios de las cualidades y virtudes del príncipe flamenco{10}. Los historiadores católicos no le niegan prendas de valía, al lado de muchos y muy reprensibles defectos{11}.

En medio de la general consternación que produjo, y del desconcierto también general en que parece debió dejar a las provincias rebeldes la muerte del de Orange, todavía desdeñaron volver a la obediencia del rey de España; y queriendo dar una prueba de su tesón y un testimonio de su veneración y afecto al príncipe que acababan de perder, juntos los Estados en Amberes acordaron dar a su segundo hijo Mauricio{12}, joven de escasos diez y nueve años, pero de grandes esperanzas, casi las mismas dignidades que a su padre, confiriéndole el título de grande almirante de la Confederación, y el gobierno de Holanda, Zelanda y Utrecht.

Comprendió con esto el de Parma que no había ya otro medio de vencer la obstinación de aquellas contumaces provincias que el de hacer con todo vigor la guerra, y a ello se decidió, ejecutándolo de la manera maravillosa que veremos en otro capítulo. Anúnciase un nuevo período en la revolución de Flandes.




{1} Estrada, Guerras de Flandes, Década II, lib. I y II.– Bentivoglio, De la Guerra de Flandes, Part. II, lib. I.– De Thou, lib. XII.– El inglés Watson en su Historia de Felipe II dice que Schwatzemburg se salvó con un disfraz de criado; lo cual está desmentido por Estrada.– Entre los rebeldes se encontraba un capitán tránsfuga, español, llamado Manzano: cogido por Alonso Solís, que era de su mismo lugar, diéronle los españoles una muerte tormentosa y lenta.– Todos convienen en los horrores que en esta entrada ejecutó el ejército español.

{2} Llamábase así a las provincias de Artois, Henao, Namur, una parte de la Flandes, el Brabante, el país de Lieja, el Limburgo y el Luxemburgo.

{3} De la manera como se tenía tramado y fue descubierto el plan de asesinar al de Parma da circunstanciadas noticias el jesuita Estrada en el libro IV de la Década II.

Del proyecto de envenenar al de Orange nos informa una carta que tenemos a la vista del embajador español en Londres don Bernardino de Mendoza al secretario Gabriel de Zayas. Da cuenta en ella de cómo se le había presentado un saboyano que era el que lo había de ejecutar, con carta de un mercader español de Calés llamado Baltasar de Burgos; dice haberle respondido que un rey tan poderoso y tan cristiano como el de España no necesitaba de tales artes para acabar con los herejes sus enemigos; mas no parece haber desechado el Mendoza el pensamiento cuando añade: «Y concluyendo con él, partí un real español de columnas en tres partes, dándole las dos, que serian contraseña de que yo no le podía negar el haberme significado lo que quería hacer; con que se fue, pidiéndome que por lo que podía suceder escribiese al príncipe de Parma, que si un hombre que tenía dos piezas de un real partido le enviase a pedir por aquellas señas un hombre fiado, y se viniese a favorescer dél, le entretuviese hasta que yo pudiese conoscer por las señas que daría si era el mismo que me había hablado.»

Hasta dónde había llegado en aquel tiempo el refinamiento del arte de envenenar lo manifiesta el párrafo siguiente de la misma carta: «El tósigo (dice) con que pensaba acaballe me dijo que era cierta cosa que había en París, con la cual, poniéndose en la gorra o sombrero, viene a secarse el celebro, de manera que acaba a un hombre en diez días, y si es cresciente la luna mucho mas presto, y que aunque les abran no hay hallar señal ninguna. Que con esto sabía bien haberse despachado algunos en Francia; y de lo que he tratado con él no puedo pensar que fuese su designio engañarme, sino que otros lo han de hacer, y quiere ganar por la mano... Asegurome, que el de Orange había atosigado a Bossu, por entender que se quería declarar con los de Artoes, &c.»– Archivo de Simancas, Estado, leg. 832.

{4} Este edicto hace prorrumpir al historiador inglés Watson en furiosas invectivas contra Felipe II, diciendo entre otras cosas: «Desde el funesto tiempo del triunvirato de Roma el mandar matar ni asesinar era casi inaudito, empero muy conforme al natural sombrío, vengativo y cobarde de Felipe. Pudiera el príncipe (el de Orange) usar de represalias, y valerse del mismo medio para vengarse; pero prefirió hacer que se conociese la falsedad de las imputaciones que se le hacían... en una Apología de su conducta que dirigió a los Estados generales, y de que envió copias a todas las cortes de Europa.» Hist. de Felipe II, lib. XVII.

Permitimos al historiador protestante ser tan apasionado como quiera del príncipe de Orange, su correligionario, pero no hasta el punto de faltar a la imparcialidad histórica, y de escribir contra el testimonio de los hechos. Nosotros somos los primeros a condenar ciertos actos de la política tenebrosa de Felipe II; condenamos el poner a talla las cabezas, y mucho más la participación o conocimiento que tuviera en los asesinatos, aun en los que se procuró revestir de ciertas formas jurídicas, como indignos de un monarca, y más de un monarca cristiano. Pero los condenamos con la misma severidad en sus enemigos; y querer representar al de Orange como inocente de este crimen, es una muestra de parcialidad que contradice la evidencia de los hechos. En nuestro capítulo XV hablamos del plan que hubo para asesinar a don Luis de Requesens, y en el XVI indicamos los que se formaron para asesinar a don Juan de Austria, planes a que por cierto, según anunciaba nuestro embajador en Londres, no era del todo ajena la reina misma de Inglaterra. El temor de uno de estos proyectos de asesinato fue el que obligó a don Juan de Austria a huir de Bruselas y refugiarse en Namur. En este mismo capítulo hemos visto la trama que había urdida para matar a traición al duque de Parma, y de intento hemos citado un historiador no español. A todos estos planes nadie cree que fuese extraño el de Orange, como intenta persuadir Watson. Sea menos apasionado, y convenga con nosotros en que por desgracia se correspondían unos a otros en esta materia, y no sabemos quién habría podido arrojar la piedra con manos más puras y con corazón más limpio.

Es de advertir que Watson sigue constantemente al historiador flamenco y protestante Van Meteren, de quien dice Adriano Van Meerbeck, que ha hallado en su historia «tantas falsedades, tantas blasfemias y tantas calumnias contra la Iglesia y contra los soberanos legítimos de los Países Bajos, que le han dado horror.» El mismo Everardo Van Reyd, con ser celoso protestante, no pudo dejar de echar en cara a Meteren su credulidad, sus adulaciones y su falta de sinceridad.

{5} Estrada, Guerras, Déc. II, lib. IV.– Bentivoglio, lib. II.

La princesa de Espinoy era sobrina del conde de Horn, el que fue degollado por el duque de Alba, y conservaba tal odio a la dominación española, que cuando entregó la ciudad a su hermano Lalain, que militaba en el opuesto campo, le dijo con ceñudo rostro: «Si hubiera yo previsto que las cosas habían de llegar a este trance, hubiera puesto fuego por sus cuatro ángulos a la ciudad, hubiera ardido Tournay, y me hubiera arrojado sobre las llamas.»

{6} Estrada y Bentivoglio, ubi sup.– Everard. Reydan. Guerras de los Países Bajos.– Meteren, Hist. de los Países Bajos.

{7} Estrada, Guerras de Flandes, Déc. II, lib. V.– Bentivoglio, Guerras, lib. II.– Van Reyd, Guerras de los Países Bajos.–Meteren, Historia, lib. II.

{8} Bentivogl., Guer. de Flandes, part. II, lib. II.– Reydan, Belli civilis in Belgio gesti historia.– Meteren, Hist. de los Países Bajos.– Estrada, Déc. II, lib. V.

{9} Los archivos de Bélgica han adquirido la confesión manuscrita de Baltasar Gerard. Y con motivo de haberse suscitado en los diarios de aquel reino la disputa de si el documento es original o copia contemporánea, el director de aquellos establecimientos ha publicado recientemente un folleto, en que después de exponer las razones que pueden inducir a creer lo uno y lo otro, no se atreve todavía a resolver la cuestión. Inserta una copia de la confesión, que empieza: «Je, Baltazar Gérard, de Villaffans en Bourgoigne, sçavoir faitz à tous que j'oy heu en volonté, dez sont passez six ans, et mesmement dez le temps que la paix de Guant fut rompue et violée par Guillaume de Nassau, prince d' Oranges, de tuer et occire icchy de Nassau, &c.»

El cardenal Bentivoglio dice que de su confesión no se sacó sino que había muerto al de Orange de su propia voluntad, y creyendo servir más a su Dios que a su rey. Añade, sin embargo, que desde que el rey declaró rebelde al de Nassau, se encendió en su pecho el deseo de quitar la vida al enemigo de su querido y natural señor, y decía à sus amigos: «Yo vengaré a mi príncipe.» «Oyolo muchas veces (concluye Bentivoglio) mi padre Pedro Varen, que sirvió a Felipe II, llamado por su tío, que era mayordomo del Estado y sumiller de la casa.»

{10} No hay sino leer los que le prodigan Meteren y Watson.

{11} «Concurrieron igualmente en él, dice Bentivoglio, la vigilancia, la industria, la liberalidad, la facundia, y la perspicacia en todo negocio, con la ambición, con la fraude, con la codicia, con la osadía, con el trasformarse en todos los naturales; acompañando estas buenas y malas cualidades con todas las que enseña la más sutil escuela del mandar. En las juntas públicas y en toda otra suerte de pláticas ninguno supo más disponer los ánimos, torcer las opiniones o colorir los pretextos; acelerar los negocios o detenerlos; y en suma, con mayor artificio aventajarse. Fue más estimado en el manejo de las cosas civiles que en la profesión de las militares. Varió de religión como de intereses. Niño en Germania fue luterano. Pasando a Flandes se mostró católico. Al principio de las revueltas se declaró fautor de nuevas sectas, si bien no profesor descubierto de alguna, hasta que últimamente le pareció seguir la de Calvino, como más contraria a la religión católica profesada del rey de España.»

Lo que no tiene duda es que no perdió nunca de vista su particular interés, y que aspiró siempre, aprovechando las revueltas, al título de conde soberano de Holanda y Zelanda, cuyas provincias parece que de secreto le había dado en feudo el duque de Alenzón, y cuyas ciudades, a excepción de dos, estaban dispuestas a revestirle de aquella autoridad.

{12} El mayor, conde de Buren, aún se hallaba detenido en España, donde recordará el lector había sido traído de orden de Felipe II, arrancado de la universidad de Lovaina y de los brazos de su padre en el principio de la revolución.