Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ Reinado de Felipe II
Capítulo XVIII
Flandes
Alejandro Farnesio
El Conde de Leicester
De 1584 a 1588
Las provincias rebeldes ofrecen su soberanía a Enrique III de Francia.– No la acepta.– Alejandro Farnesio renueva la guerra con energía.– Memorable cerco de Amberes.– Puente sobre el Escalda.– Medios admirables que se emplearon para su construcción.– Recursos extraordinarios de los sitiados.– Navíos monstruos.– Revienta y estalla una de estas enormes máquinas.– Horribles efectos que produce.– Destrucción y reparo del puente.– Diques, contradiques, inundaciones.– Batalla en los campos inundados.– Sangriento combate sobre el dique.– Triunfo de Alejandro Farnesio y los españoles.– Capitulación y entrega de Amberes.– Rinde el de Parma durante el cerco las principales ciudades de Brabante.– Generosidad y moderación de Farnesio.– Ofrecen los Estados su soberanía a la reina de Inglaterra.– Respuesta de Isabel.– Envía al conde de Leicester, su favorito, con ejército auxiliar.– Confiérenle las provincias la autoridad suprema.– Prosigue Farnesio sus conquistas.– Flojedad y poca inteligencia del de Leicester en la guerra.– Mal gobierno del inglés.– Disgústanse con él los Estados.– Vuelve a Inglaterra.– Justas quejas de los flamencos a la reina.– Resolución que toma Isabel.– Vuelve Leicester a Flandes con nuevos refuerzos.– Sitio y toma de la Esclusa por el de Parma.– Cobardía del inglés.– Graves disidencias entre ingleses y flamencos.– Regresa Leicester a Londres.– Hace dimisión del gobierno de Flandes.– Reflexiones.
La muerte del príncipe de Orange era el acontecimiento más favorable a los fines de Felipe II, como el más fatal que podía haber ocurrido a los rebeldes flamencos. En el conflicto en que estos quedaban, suficiente de sobra para desalentar a otro pueblo menos decidido en la defensa de sus libertades y menos perseverante en sus resoluciones, comenzaron a tratar a quién habían de dirigirse en busca de amparo y apoyo, rechazando o desoyendo a todo el que les hablara de reconciliación con España. Fluctuando entre el rey de Francia y la reina de Inglaterra, esperando algunos más del francés, aunque católico, por estar tan vecino y ser hermano del de Alenzón, otros más de la inglesa, aunque más distante, por ser protestante como ellos, decidiéronse al fin a apelar a Enrique III de Francia, a quien al efecto enviaron una embajada solemne. Mas no lo hicieron tan de prisa que no se adelantara a prevenir y deshacer sus manejos el embajador de España en aquel reino, don Bernardino de Mendoza, hombre despierto, diligente y mañoso; de modo que cuando los comisionados de Flandes llegaron a hablar a Enrique, este monarca, ya de por si irresoluto y débil, por más que hubiera querido vengarse del favor que Felipe II dispensaba a los Guisas, y por más que los flamencos buscaban su apoyo en la reina madre Catalina de Médicis, no se atrevía a darles sino una respuesta ambigua y unas esperanzas inciertas.
Diversos y aun contrarios eran también los pareceres en la corte y en los consejos del rey. La reina madre, sentida de su repulsa en Portugal, de buena gana habría suscitado embarazos a Felipe II en Flandes; pero deteníase ante la consideración de cierta conveniencia en que el monarca español siguiera protegiendo a los Guisas y al de Lorena contra los hugonotes, porque esto podría traer la sucesión del trono de Francia a sus nietos los hijos de su hija Claudia casada con el de Lorena. Representaban unos al rey lo poco decoroso que aparecía a los ojos del mundo ver a un monarca católico dar favor a los herejes súbditos de otro monarca católico, y lo peligroso que era distraerse en atenciones de fuera cuando no se podían sofocar las turbaciones de dentro: mientras otros le halagaban con la idea del gran poder que adquiriría la Francia con la posesión de Flandes, y con el temor de que si les negaba su arrimo se entregaran a la Inglaterra, potencia siempre mal vista de los franceses. Después de vacilar el rey entre estos y otros discursos decidiose al fin a contestar a los flamencos, que las inquietudes de su nación no le permitían dividir las fuerzas de la monarquía, pero que en desembarazándose de ellas aplicaría su cuidado a amparar a sus vecinos y amigos.
Entretanto el duque de Parma, vista la pertinacia de los flamencos, resolvió, como apuntamos en el anterior capítulo, proseguir con todo vigor la guerra. Faltábale reducir las principales ciudades de Brabante, Bruselas, Gante, Malinas y Amberes. Y como le hubiesen llegado ya los viejos tercios de España que dijimos había pedido, desembarazados de la guerra de Portugal, determinó, contra el consejo de los más de sus generales, sin dejar de hostilizar todas aquellas ciudades a un tiempo, poner formal cerco a Amberes, pensamiento que se miró como temerario y arrojado en demasía, y emprendió el célebre y famosísimo sitio. Famosísimo le llamamos, pues como dice un historiador italiano al ir a tratar de este cerco, «nunca con más pesadas moles fueron enfrenados los ríos, ni los ingenios se armaron con más osadas invenciones, ni se peleó con gente de guerra que en más repetidos asaltos hiciese más provisión de destreza y de coraje. Aquí se echaron fortalezas sobre los arrebatados ríos, se abrieron minas entre las ondas, los ríos se llevaron sobre las trincheras, luego las trincheras se plantaron sobre los ríos: si no bastara solo el trabajo de atacar a Amberes, se extendieron los trabajos del general también a otras partes, y cinco fortísimas y potentísimas ciudades se cercaron a un mismo tiempo, y dentro del círculo de un año al mismo tiempo se tomaron.»
Tratábase de una ciudad fuertísima por el arte, y defendida además por el caudaloso Escalda, con castillos construidos en sus riberas, abierta a la protección de las provincias marítimas, y siendo las fuerzas navales de los flamencos muy superiores allí a las de España. Cercar la ciudad por tierra, cerrar los ríos por los cuales se comunicaba con las ciudades vecinas, talar las campiñas de éstas, atacar los fuertes del Escalda y construir otros a su lado, operaciones eran que admiraban, pero que comprendían al menos los generales del duque de Parma. Lo que a todos pareció un pensamiento más ideal que realizable, fue el de echar un puente sobre el ancho y profundo Escalda, de arrebatada corriente. Riose cuando lo supo Philipo de Marnix, señor de Santa Aldegundis, que gobernaba y defendía a Amberes, y sin embargo, la ejecución de este pensamiento fue lo que colocó a Alejandro Farnesio en la alta categoría que ocupa entre los genios militares.
Para proveerse de los materiales que necesitaba, combatió, asaltó, y tomó a Termonde (agosto, 1584), tierra abundante de arbolado, bien que le costó la sensible pérdida del valeroso maestre de campo Pedro de Paz y la del veedor general Pedro de Tassis. Dio, pues, principio a su obra clavando a las márgenes del río los árboles y vigas llevadas de Termonde. Continuaba mofándose el de Marnix, diciendo: «Locura es por cierto querer cerrar de esa manera un río de dos mil cuatrocientos pies de ancho y sesenta de profundidad. Sepa Alejandro que así sufrirá el Escalda los grillos de ese puente, como sufrirán los flamencos el yugo de los españoles.» La estacada, sin embargo, se iba formando en ambas orillas al abrigo de los fuertes. Clavábanse los postes de trecho en trecho hasta donde lo permitía la profundidad del agua, y trabábanse con vigas colocadas horizontalmente, cubiertas con tablas atravesadas que formaban el suelo del puente. A los lados servían de valla unos gruesos tablones impenetrables a los tiros de mosquete y altos de cinco pies. A cada extremo se construyó un castillo capaz de contener cincuenta hombres. De la parte de Brabante tenía la empalizada novecientos pies de longitud, doscientos de la parte de Flandes, y quedaba en medio del río un espacio vacío de cerca de mil trescientos, por no permitir estacarle la profundidad y la rapidez de la corriente.
Abierta no obstante la comunicación de Amberes con el mar por el río, por tierra con la ciudad de Gante, así la obra como los operarios habían sufrido entorpecimientos, molestias y descalabros, y era menester privar a los sitiados de la comunicación y auxilios de los ganteses. Esto fue lo que hizo el de Parma, cercando y rindiendo aquella rica ciudad, patria de Carlos V, con condiciones harto más suaves y generosas que las que le hubiera otorgado en otro tiempo el duque de Alba, pero cuya conducta captaba al de Parma no poco partido entre los flamencos. Con algunos navíos de Dunkerque y otros más que le proporcionó la conquista de Gante, determinó Farnesio cerrar el hueco del río que quedaba entre las dos estacadas. Mas como no pudiesen aquellos pasar sin sufrir los fuegos de Amberes, hizo romper el dique del Escalda, e inundando aquellas tierras las aguas que por la cortadura salían, surcaron por encima de las tierras los barcos de trasporte, y después de algún choque con las naves de Amberes, llegaron aquellos al río. Pero un reducto que levantó Tiligny, hijo del general francés La Noue, frente a la cortadura del Boxcht, cerró el paso a otros navíos de Gante.
Necesitó, pues, la fecunda y atrevida imaginación del Farnesio inventar otro camino, que fue abrir una zanja de catorce millas de longitud, por donde fueran las aguas de la inundación a comunicar con el riachuelo Lys, que en Gante entra en el Escalda. El mismo príncipe, establecido en Beveren, activaba la obra y tomaba parte en ella manejando la azada o la pala como un soldado o un jornalero (noviembre, 1584). La obra se concluyó con una celeridad admirable, y ya pudieron ser llevados de Gante, sin obstáculo bajeles, máquinas y materiales para acabar de cerrar el puente del río. De veinte en veinte pasos se pusieron hasta treinta y dos barcos, trabados entre sí con cuatro órdenes de cadenas y maromas, sujetos a las extremidades de cada empalizada, y con vigas entre nave y nave, con su parapeto o pretil de gruesos tablones como el resto del puente. Había en cada nave treinta soldados, y distribuyéronse entre todas noventa y siete piezas de artillería. A distancia de un tiro de arcabuz, así a la parte superior como a la inferior del puente, se colocaron dos hileras de grandes barcas, treinta y tres a cada lado, trabadas también entre sí como los bajeles del puente, formando como otros dos puentes flotantes; de cada uno de estos barcones salían unas gruesas y largas vigas a modo de dentellones con puntas de fierro, semejando como hileras de piqueros al frente de un escuadrón, las cuales servían para abrigar el puente, deteniendo e impidiendo la aproximación de las naves enemigas.
Esta obra maravillosa, invención de Baroccio y fruto de los altos y atrevidos pensamientos del duque de Parma, ejecutada en medio de inmensas dificultades, se dio por terminada a los siete meses de emprendida (24 de febrero, 1585), con indecible alegría de los soldados de Farnesio, y con asombro y pavor de los de Amberes, que miraban aturdidos la realización de aquello mismo de que meses antes tanto se habían reído y burlado{1}. Quedó, pues, cortado y cerrado el Escalda para los sitiados de Amberes, mientras las tropas del monarca español pasaban con todo desembarazo por medio del puente de la provincia de Brabante a la de Flandes. «Anda, le dijo el de Parma a un espía de los sitiados que cogió, anda y di a los que te enviaron que este puente, o ha de ser el sepulcro de Alejandro Farnesio, o ha de ser su paso para Amberes.» Las únicas esperanzas de los cercados eran ya, un golpe de mano que intentaron contra Boisle-Duc para ser socorridos por tierra, y la armada de Zelanda que había de auxiliarles por mar. Salioles fallida la primera empresa, conducida por el conde de Holak, causándoles gran destrozo los generales realistas Altapenne y Georgio Basta. Para mayor desconsuelo de los sitiados, Bruselas, el antiguo asiento del gobierno de los Países Bajos, acosada del hambre, y creciendo al par de la penuria las discordias, rindiose al fin al príncipe Alejandro, que en consideración a haber sido tantos años residencia de su madre Margarita, le otorgó las más suaves condiciones{2}. Antes de un mes se le entregó también Nimega, capital de la provincia de Güeldres, quedando de este modo los de Amberes casi completamente aislados.
La armada de socorro de Zelanda no parecía, y es que el almirante Trelong, seducido con las largas ofertas que le había hecho el de Parma, la detenía con diferentes pretextos, hasta que los zelandeses, desconfiando de él, nombraron almirante a Justino de Nassau, hijo bastardo del príncipe de Orange, y enviaron cuantas naves pudieron al Escalda, con las cuales se apoderaron del fuerte de Liefkenshoek y otros castillos, causando esta pérdida tanta indignación al de Parma, que desterró a uno de los gobernadores e hizo cortar la cabeza a otro. Pero otro medio de defensa habían discurrido los de Amberes para embestir y desbaratar el puente en combinación con la armada auxiliar zelandesa. Este artificio (y con esto verán los lectores que todo en este memorable sitio fue grande, sorprendente y maravilloso) era el siguiente.
El italiano Giambelli, hábil ingeniero y hombre de una imaginación diabólicamente fecunda, con el deseo de vengar en Flandes un desaire que había recibido en España, hizo construir en Amberes varios brulotes y cuatro grandes navíos de una forma nueva y singular. Cada uno de ellos llevaba en medio una mina hecha con mucha solidez, y llena de pólvora, balas, piedras y otras materias pesadas: entre ellos, cuatro especialmente de tan monstruosa magnitud, que más que navíos parecían ciudadelas flotantes. En el fondo y a lo largo de estos navíos monstruos hizo un grueso suelo de cal y ladrillo con anchas paredes a los lados, cuyo hueco, lleno de pólvora y embovedado de piedra, había de lanzar gran cantidad de pelotas de hierro y de mármol, piedras de molino, clavos, cuchillos, garfios y pedazos de cadena. Puso encima enormes vigas trabadas con grapas de hierro y cubiertas con gruesos tablones, barnizado todo de pez y azufre. Del centro de la mina salía una mecha tan larga como era menester para que estallase en llegando al puente, sin peligro de las naves y de los hombres que le darían empuje, y estarían a cierta distancia en observación. Gran confianza tenían los de Amberes en estas máquinas infernales.
Habiendo acertado a ponerse de acuerdo con la armada auxiliar que estaba al otro lado del puente, determinaron los de Amberes una noche (4 de abril de 1585), echar al agua aquellos brulotes llenos de lucientes fuegos para aterrar y deslumbrar a los enemigos, que en efecto a la vista de tan nuevo y extraordinario espectáculo sintieron sucesivamente deleite, admiración y horror. Al llegar a cierta distancia, y aprovechando la marea, soltaron por donde era más rápida la corriente los navíos armados de minas. Como no iba en ellos quien los gobernara, unos torciendo el curso encallaron en las riberas, otros hicieron agua y se fueron a fondo, y alguno se clavó en las ferradas puntas de las vigas del puente flotante. Uno de los navíos monstruos rompió el puente de barcas y llegó a tocar al principal en la parte que se unía a la estacada del lado de Flandes. Como nuestros oficiales y soldados viesen que trascurría buen espacio sin hacer efecto alguno, saltaron a él en bastante número, burlándose de aquel disforme y ostentoso aparato de guerra. El mismo duque de Parma iba a saltar también, y hubiéralo hecho indudablemente, si un alférez español que conocía a Giambelli y sabía sus diabólicos artificios, puesto a sus pies de rodillas no le hubiera suplicado por Dios huyese del peligro que temía encerrara en sus entrañas aquella formidable mole.
Apenas Alejandro se había retirado, estalló de repente con horrible detonación la máquina infernal, vomitando entre estampidos y fuegos piedras, cadenas, pelotas de hierro, vigas y tablones, y cuanto en su hondo y ancho seno llevaba, haciendo volar destrozados los miembros de cuantos en él habían entrado con imprudente confianza, arrojando a otros enteros, a las olas, cuyo seno se descubrió dejándose ver las arenas como en un espantoso terremoto, y saltando las aguas abrasadas por encima del dique. Parecía haberse a un tiempo desgajado el cielo y reventado la tierra. A muchos ahogó la fetidez de las materias inflamables y la espesísima humareda de la pólvora, que no llevaba menos de siete mil quinientas libras aquel monstruoso castillo flotante. Hasta que se despejó algún tanto la atmósfera, no se vio el estrago que había hecho. A nueve mil pasos de distancia habían sido arrojadas algunas pelotas de hierro y otros instrumentos de destrucción: a mil pasos se hallaron enormes losas sepulcrales embutidas más de cuatro palmos en la tierra; ochocientos hombres habían sido miserablemente destrozados, soldados, oficiales, capitanes y generales, entre ellos el valiente, entendido y activo general de la caballería, marqués de Roubaix, pérdida grande para todo el ejército. Mas lo que consternó a todos, fue que se tuvo por muerto al mismo duque de Parma, por habérsele visto la última vez en uno de los castillos del puente, de que primero se apoderaron las llamas. Hallósele después tendido en tierra y casi sin sentido, derribado por una de las estacas trabales; pero reanimáronse los soldados al ver volver en sí a su querido general.
Pasado el primer aturdimiento del estrago producido por la infernal máquina, en cuyo cotejo parece se nos representan ya pequeños los celebrados artificios de la guerra de Troya, dedicose el príncipe Alejandro a reparar la parte destrozada del puente, y aunque al pronto no pudo hacer sino un reparo de perspectiva, engañó no obstante al enemigo, que por su parte no supo aprovechar ni la rotura del puente ni el efecto moral del estrago, y bien se echaba de ver que faltaba a los rebeldes flamencos la cabeza y dirección del príncipe de Orange. Lo que estos hicieron, en vez de continuar el ataque del puente, fue abrirse paso por otra parte, ya que el río, al parecer suyo, se les había vuelto a cerrar. Al efecto discurrieron romper los diques del Escalda, sacarle de sus márgenes, y buscar la navegación por los campos que inundara. Mas noticioso de ello Alejandro, no solo hizo fortificar el dique de Couvestein, cuya defensa encargó a Mondragón, sino levantar enfrente un contradique, sobre el cual construyó diferentes castillos, atendiendo y ayudando personalmente a las obras, y dejando entretanto encomendada la defensa del puente al conde de Mansfeld. En combinación y con multitud de naves artilladas se presentaron a atacar los fuertes del dique y contradique, el conde de Holach desde Amberes a favor de la inundación, Justino de Nassau desde el Escalda con la armada holandesa y zelandesa (mayo, 1585). Al principio obtuvieron los rebeldes alguna ventaja, mas rechazados después por los maestres de campo Mondragón y Gamboa, tuvieron que retirarse con pérdida de algunos bajeles que se fueron a fondo, ametrallados desde los fuertes, y de gente que quedó sumida en las aguas.
Otra vez volvieron a embestir el puente con nuevas máquinas navales, perfeccionadas en el taller de Giambelli, y dispuestas de modo que siguiendo rectamente la corriente del río no pudieran encallar en las orillas torciendo el rumbo. Mas también el de Parma se había prevenido para este caso, haciendo enganchar los navíos del puente de manera que cuando llegaban estas máquinas se desenganchaban fácilmente, y les dejaban el paso desembarazado y libre; ellas seguían a impulso de la corriente, y cuando reventaban las minas era ya lejos, causando más risa que susto a los soldados españoles, que acompañaban el estampido con silbidos y festiva algazara.
Aun les quedaba a los de Amberes otro artificio bélico que ensayar, y en el cual pusieron toda su confianza. Consistía éste en un navío de espantosa magnitud, mayor que ninguno de los anteriores, y sobre el cual habían construido un castillo de forma casi cuadrada, de modo que iban en él sobre mil mosqueteros armados, además de una espesa hilera de cañones de batir. A esta inmensa mole le llamaron El fin de la guerra; significación de la confianza que tenían en aquella poderosa máquina. Primeramente aparentaron dirigirla contra el puente, con objeto de tener distraída allí la milicia española, mas luego la llevaron al campo inundado pasándola por la cortadura del dique de Ostervel. Sucedió no obstante con la portentosa mole lo que ya muchos habían temido. Su desmedido peso la hizo encallar en las primeras tierras tan hondamente que no hubo manera ni artificio humano para arrancarla; por lo cual el nombre primitivo de El fin de la guerra le mudaron los españoles con amarga chanza en el de Gastos perdidos.
Finalmente, resueltos a hacer el último esfuerzo así los de Amberes como los de la armada holandesa del Escalda, llevaron todas sus naves grandes y chicas, entre todas más de ciento sesenta, sobre el contradique de Couvestein, provistas las más de artificiales fuegos, las otras de sacos de tierra y lana, vigas, ramaje, zarzas y vallas para levantar súbitamente trincheras y parapetos. Todos sus caudillos, incluso Santa Aldegundis, fueron personalmente a esta empresa. Embisten, pues, resueltamente el dique, saltan a él con arrojo, acometen y arrollan algunos puestos españoles y atacan algunos castillos: mezclada la sangre de los combatientes corre a ensangrentar las aguas, y por un momento creen los flamencos suya la victoria y se celebra en Amberes con loco regocijo. Pero acudiendo Mansfeldt, Capissucci, Camilo del Monte, Piccolomini, Octavio de Amalfi, el español Juan del Águila y otros cabos y capitanes, y haciendo un tercio de italianos y españoles mezclados para excitar la emulación de las dos naciones, sostienen valerosamente el combate, dando lugar a que llegue Alejandro Farnesio, entretenido hasta entonces en el puente. Llega el de Parma, encuentra al enemigo casi dueño ya del contradique, arenga fogosamente a los suyos, y con voz de trueno, con ojos centelleantes, con encendido rostro, «Ea, camaradas, les dice, no cuida de su honra ni de la causa de Dios y del rey el que no me siga.» Y al frente de las picas españolas avanza a donde el combate era más recio, y arrecia más con esto la pelea.
Singular y bien extraño espectáculo debía ser en verdad el de tantos miles de hombres batallando sobre una lengüeta de tierra y piedra de diez y siete pies de ancha, en medio de las olas, reducida a aquella estrechura la potencia de España y de las provincias flamencas, y dependiendo del éxito, de un combate en tal angostura el triunfo del poderoso monarca de ambos mundos o el de una rebelión de diez y nueve años. Inflámanse de coraje italianos y españoles al ver al de Parma en medio del dique, armado de espada y de broquel, ya acuchillando de frente a los que le resisten, ya hiriendo a los costados a los que de las naves quieren saltar al dique. Con las miradas manda a los suyos, con los ojos y con los brazos aterra a los contrarios. Los choques son por una parte y por otra desesperados y sangrientos, el vigor de la resistencia igual al ímpetu de la acometida; los sucesos varios, avanzando y retrocediendo alternativamente como el flujo y reflujo del mar. Por un momento los españoles e italianos se hincan de rodillas como implorando el auxilio divino, se levantan luego y arremeten furiosos al enemigo, y le arrollan, y penetran en el fuerte de la Palada, que desde entonces le nombran de la Victoria. Aunque a los confederados les queda todavía la parte atrincherada del contradique, nada detiene ya a los capitanes y soldados de Alejandro; el fuego de artillería y mosquetería de las naves y trincheras diezma nuestra gente, pero no la acobarda; mueren unos, pero se enardecen los otros; las trincheras se van rompiendo, y disputándose italianos y españoles la delantera en el embestir, entran casi a un tiempo el italiano Capissucci y el español Torralba con los suyos en las fortificaciones, y matan y destrozan las guarniciones enemigas. Con esto, y con un refuerzo que lleva Mansfeldt, enseñorea Alejandro y recorre victorioso el dique.
Los flamencos, viéndose perdidos, se refugian a las naves, pero los españoles se abalanzan a ellos con las espadas desnudas por medio de las aguas, que en baja marea entonces les permiten seguir largo trecho a los fugitivos; los barcos que tardan un poco en retirarse, ya no pueden hacerlo por faltarles la marea, y son destruidos por nuestra artillería. Treinta naves y noventa piezas de bronce entre grandes y pequeñas quedan en poder de los vencedores. Se entona un canto de triunfo, y pasado el primer fervor del entusiasmo, manda el de Parma celebrar misas de sufragio por los difuntos.
Consternado el pueblo de Amberes con este desastre, no tardó en pedir tumultuariamente que se entrara cuanto antes en negociaciones de paz, puesto que cuanto más se tardara más desventajosas serían las condiciones. Esforzábanse por aplacarle el de Marnix y Holach, y entreteníanle con esperanzas de socorro de las provincias marítimas, y sobre todo de la reina de Inglaterra. Mas lo que vieron en lugar de estos auxilios fue que Malinas, la única ciudad considerable de Brabante que aún se mantenía en la rebelión, acosada del hambre y desalentada con el suceso del dique de Couvestein, se entregó a Farnesio, que la recibió con harto liberales condiciones. Con esto y con empezarse a sentir también el hambre en Amberes, creció la impaciencia de los mercaderes y gente industrial, y tumultuáronse de modo que obligaron a Santa Aldegundis a enviar primeramente una embajada, y a ir después en persona con otros magnates al campo del de Parma a proponer y tratar las condiciones de la rendición. Alejandro los recibió con mucha amabilidad y cortesía. Entrose en conferencias sobre las capitulaciones. Puso todo su ahínco Felipe de Marnix en que les dejara la libertad de conciencia, ofreciendo por su parte que si obtenía esta concesión haría que volviesen al servicio del rey hasta las provincias de Holanda y Zelanda, y aun toda la confederación de Flandes. Era precisamente el punto en que ni quería ni podía condescender el de Parma. El rey Felipe II, en una carta escrita en parte de su puño, acababa de decirle: «En todos los tratados con las ciudades y castillos que vendrán a vuestro poder, sea esto lo último: que en estos lugares se reciba la religión católica, sin que se permita a los herejes profesión o ejercicio alguno, sea civil, sea forense; sino es que para la disposición de sus haciendas se les haya de conceder algún tiempo, y ese fijo y limitado. Y porque sobre esto no quede lugar a la interpretación o moderación de alguno, desde luego aviso, que se persuadan los que hubieren de vivir en nuestras provincias de Flandes que les será fuerza escoger uno de dos, o no mudar cosa en la romana y antigua fe, o buscar en otra parte asiento luego que se acabare el tiempo señalado.»
En los demás capítulos condújose el prudente y discreto Alejandro con tal moderación, y portose con tal generosidad, que nunca hubieran podido los vencidos prometerse tanto aunque se hubieran rendido muchos meses antes. Basta decir que, fuera de la condición precisa de profesarse exclusivamente la religión católica y la obligación de reedificar los destruidos templos, en lo demás se concedía a nombre del rey un perdón amplio y general; restituíase a la ciudad sus antiguos fueros; se daba a los herejes cuatro años de plazo para disponer de sus cosas; se dejaba libres a los prisioneros de ambas partes, y al mismo Santo Aldegundis no se le exigió otra garantía que su palabra de honor de no tomar las armas contra el rey de España en un año; consideración que dio motivo a los suyos para hacerle acusaciones, de las cuales tuvo que justificarse por medio de un manifiesto o apología de su conducta que publicó en Zelanda, donde se retiró después de las capitulaciones. Firmadas estas, hizo Alejandro Farnesio su entrada triunfal en Amberes (agosto, 1585), llevando entre otras galas el Toisón de oro con que acababa de condecorarle el rey don Felipe su tío. A presenciar esta entrada y a ver las pasmosas obras del cerco concurrió un inmenso gentío. Abatiéronse las armas de Alenzón y se restablecieron las de España. El ejército vencedor celebró una gran fiesta sobre el Escalda, y tuvo un magnífico banquete sobre el puente mismo, extendidas en él las mesas desde la orilla de Brabante a la de Flandes. Deshecho después el puente, regaló Alejandro sus materiales a los ingenieros Baroccio y Pluto sus autores. Afírmase que habiendo recibido Felipe II de noche la noticia de la toma de Amberes, se levantó, se dirigió al dormitorio de su hija Isabel, y tocando a la puerta dijo solo estas palabras. «Nuestra es Amberes;» con lo cual se volvió a acostarse. Asegúrase también que lo celebró más que el triunfo de San Quintín y que la victoria de Lepanto{3}.
Quedaba pues sobremanera menguada la parte insurrecta de los Países Bajos, y nunca desde el principio de la guerra se habían hallado los rebeldes en situación tan crítica. Porque la fama y prestigio que daban al príncipe de Parma sus maravillosos triunfos se hacía más formidable por la moderación y equidad con que trataba las ciudades sometidas. Sin embargo pareciole conveniente asegurar la sujeción de Amberes, la ciudad más fuerte, populosa y rica, y también la más orangista y la más antiespañola de los Estados, y muy mañosamente para no exasperar al pueblo hizo reedificar la ciudadela y castillo, ideados por su madre Margarita, construidos por el duque de Alba y derribados, por el príncipe de Orange. En Frisia continuaba ganando ventajas y terreno el maestre de campo Verdugo; y aunque en Güeldres el tercio español de Bobadilla se vio en bastante aprieto y conflicto, contando ya el conde de Holach con que, sin remedio, o habían de perecer todos de hambre o rendírsele a discreción, un cambio repentino de temporal que obligó a retirarse las naves enemigas que los cercaban, y que pareció providencial, los salvó a todos, y se incorporaron al ejército del príncipe en Brabante.
Ya antes de la rendición de Amberes habían conocido los Estados que les era imposible sostenerse solos y sin el auxilio de alguna gran potencia extranjera. Y como de Enrique III de Francia, a quien primero habían acudido, no hubiesen sacado otra cosa que palabras muy corteses y esperanzas que no vieron cumplidas, apelaron a la reina Isabel de Inglaterra, protestante como ellos y que continuamente les había estado suministrando auxilios, y enviáronle embajadores ofreciéndole la soberanía de los Estados (junio, 1585). Sucedió en Inglaterra lo mismo que antes había sucedido en Francia. Dividiéronse en opuestos pareceres los consejeros de Isabel; representábanle los unos el peligro de excitar el enojo de Felipe II de España y de provocar una invasión de españoles en su propio reino: decíanle otros que la mejor manera de contener los ímpetus del monarca español era distraer sus fuerzas en los Países Bajos, y que la Inglaterra con la posesión de las provincias marítimas de Flandes se haría la potencia naval más poderosa de Europa. Entre los prelados mismos, a quienes se consultó, había la misma divergencia en el modo de ver y aconsejar; y mientras el uno opinaba que no había derecho para arrancar un país de la obediencia a su legítimo soberano, otro declaraba que la protección a los flamencos y la aceptación de su soberanía no solo era legal, sino que la reina no podía rechazarla en conciencia. Daba calor a los que así pensaban el consejero predilecto y favorito de la reina, conde de Leicester.
Durante estas consultas llegó la nueva de haberse entregado Amberes. Entonces Isabel, acosada con más vivas instancias por los embajadores de Flandes, importunada también por su favorito, y acaso con temor de que las provincias en su angustiosa situación no se sometieran otra vez al dominio de España, determinose, no a aceptar la soberanía, que aun le faltó resolución para dar este paso, sino a ofrecer eficaces auxilios a las provincias flamencas bajo las siguientes estipulaciones (setiembre, 1585): la reina enviaría un ejército auxiliar de seis mil hombres mantenidos a su costa durante la guerra, y de cuyos gastos, terminada que fuese, le indemnizarían los Estados; los flamencos le darían en prendas la ciudad de Flesinga y el fuerte de Rammekens en Zelanda y la de Brielle en Holanda; se mantendrían a las Provincias Unidas sus derechos y privilegios; el general y dos ministros ingleses serían admitidos en la asamblea de los Estados; no se podría hacer tratado alguno de paz o alianza con España sin consentimiento de ambas partes, con otras menos importantes condiciones hasta el número de treinta y una{4}.
Fue nombrado general en jefe de esta expedición el conde de Leicester, Roberto Dudley, que aunque hermano del duque de Northumberland, marido de la famosa Juana Grey, la competidora de Isabel al trono y degollada por ella como su marido en un cadalso, había no obstante el Roberto hallado tal gracia y favor en el corazón de la reina, por cierto atractivo natural y ciertas prendas de espíritu y de cuerpo, que no solo obtuvo rápidamente las mayores distinciones y los más altos puestos de la corte, sino que fue el más íntimo y el más duradero privado de los muchos que sucesivamente estuvieron en intimidades con aquella reina. Si entre los muchos pretendientes a la mano de Isabel, y a quienes ella sabía entretener tan mañosamente, ya con halagos, ya con esperanzas, ya con formales palabras de matrimonio, y de los cuales no menos diestramente se iba después descartando, a tantos prometida y con ninguno casada; si entre los varios personajes que más o menos tiempo alcanzaron la privanza y los favores de aquella singular señora, sistemáticamente voluble, y mudable por constancia, hubo alguno de quien fundadamente se creyera que al cabo habría de ser su esposo; si alguno hubo a quien diera de un modo durable, ya que no el nupcial anillo, un lugar preferente en su corazón, fue sin duda el conde de Leicester, y de su cariño y de su privanza en los consejos continuaba gozando cuando fue nombrado general en jefe del ejército de Flandes, cargo para el cual no tenía ni todo el valor ni toda la capacidad necesaria, pero cuyos defectos encubrían en parte otras cualidades más brillantes que sólidas{5}.
A principios del año siguiente (1586) partió el ejército auxiliar inglés, acompañando al de Leicester hasta quinientos nobles de aquel reino. Recibiéronle las ciudades flamencas como al restaurador de su vacilante estado, con inmoderada alegría y con una pompa inusitada. En su fervoroso entusiasmo fueron más adelante de lo que debían, y creyendo lisonjear a la reina Isabel y obligarla más en su favor, nombraron al de Leicester gobernador supremo y capitán general de los Estados, contra las cláusulas estipuladas en el contrato. Mostrose al pronto la reina grandemente ofendida de que se hubiera investido a un súbdito suyo de más vastas atribuciones y colocádole en más elevada categoría que la que ella le había dado; tratábale de presuntuoso y vano, y todos los días amenazaba deponerle con expresiones de cólera y enojo; mas la facilidad con que la desenojaron los flamencos hizo sospechar que todas aquellas demostraciones tuviesen menos de ingenuas que de artificiosas.
El duque de Parma, que cuando creía poder reposar algo de tantas fatigas para terminar la obra de su reconquista se encontró con un nuevo ejército enemigo que tanto aliento volvía a los confederados, se preparó no obstante a obrar con energía aprovechando la superioridad que todavía conservaba sobre el enemigo. Mandó, pues, a Mansfeldt que pusiera cerco a Grave, plaza sobre el Mosa que conservaban aún los rebeldes. Acudió el de Holach a su defensa: españoles y flamencos levantaron fuertes cerca de la ciudad y a las márgenes del río; pelearon unos y otros con vigor y con encarnizamiento, saliendo alternativamente vencidos y vencedores. Una copiosísima lluvia que acreció extraordinariamente las aguas del río, proporcionó a Holach emplear el recurso usado tantas veces por los flamencos de romper los diques e inundar los campos enviando las aguas contra los sitiadores. Esto entorpeció algún tiempo las operaciones del cerco. Pero noticioso Alejandro de que el de Leicester se acercaba en persona a la plaza, también él voló en socorro de los suyos: su presencia animó como siempre a capitanes y soldados, si bien un súbito sobresalto se apoderó de todos al verle caer con su caballo al golpe de una pelota disparada de la plaza, en el acto de recorrer las baterías y examinar las obras. El susto se trocó en loca alegría cuando le vieron levantarse sano y salvo al lado del caballo muerto. Comenzaron luego los asaltos, no sin gran resistencia de los de dentro y sin gran daño de los asaltadores. Pero de repente el gobernador de la plaza, barón de Hemert, cayó de tal manera de ánimo que se decidió a rendirla (7 de junio, 1586), cuando aún tenía en ella veinte y siete gruesos cañones, más de cien barriles de pólvora y víveres para seis mil hombres por un año. La cobardía del gobernador ahorró más esfuerzos a Alejandro, que se apresuró a guarnecer a Grave de alemanes y españoles mezclados. El miserable que así entregó la plaza pagó su pusilanimidad con la cabeza, siendo degollado con otros dos oficiales por orden de Leicester.
A la rendición de Grave siguió la de Venlóo, en la provincia de Güeldres, no obstante el genio bélico de sus naturales, los esfuerzos heroicos de sus valerosas mujeres, y la vigilancia del activo y denodado Martín Schenck, tan celebrado por los historiadores contemporáneos. En Venlóo se condujo Farnesio con aquella galante generosidad de que había dado ya tantas pruebas. No solo supo contener a los soldados hambrientos de botín y ansiosos de saqueo, sino que a la esposa y a la hermana de Schenck que allí se hallaban las trató con la mayor cortesanía, y les dio su misma carroza para que salieran de la ciudad y se trasladaran al punto que ellas eligiesen{6}.
Más galante todavía con el elector católico de Colonia, Ernesto, hijo del duque de Baviera, a quien el conde de Meurs y los reformistas holandeses habían ocupado alguna de sus ciudades del Rhin, accediendo Alejandro a las repetidas instancias con que el elector había reclamado su auxilio, marchó allá con su ejército. La ciudad de Nuis, la Novesia de nuestros historiadores, que Carlos el Temerario no pudo en otro tiempo conquistar en el espacio de un año con sesenta mil hombres, cayó en pocas semanas en poder de Alejandro Farnesio, con la lástima de no haber podido evitar que los soldados, en un arrebato de ira y de venganza por las pérdidas y padecimientos que les había costado, la entregaran al incendio y fueran todos sus edificios reducidos a cenizas, a excepción de los templos en que se habían refugiado las mujeres, y que el de Parma logró hacer respetar (agosto, 1586). Levantando de allí el campo, moviose a poner sitio a Rhinberg, otra de las ciudades usurpadas por los rebeldes al elector. Pero en tanto que él se hallaba ocupado en esta campaña, el general inglés conde de Leicester había cercado a Zutphen, que gobernaba y presidiaba con españoles Bautista Tassis. A socorrer esta plaza, falta de mantenimientos, envió Alejandro delante al marqués del Vasto. Tuvo éste muy reñidos y sangrientos reencuentros con los de Leicester, en que sufrió no poco descalabro, bien que costando a los ingleses la pérdida para ellos lamentable de Sir Philipo Sidney, sobrino del general, y que tenía fama de ser el hombre más completo y el caballero más cumplido de Inglaterra. Estaban en el campo inglés el coronel Norris, Mauricio de Nassau, hijo del príncipe de Orange, que hacía sus primeros ensayos de campaña y el aprendizaje de la milicia en que había de ser después tan famoso, un hijo de don Antonio de Portugal, prior de Crato, desechado de aquel trono, y otros muchos personajes de las primeras familias de Inglaterra, de Irlanda, de Escocia y de Flandes. Mas no tardó en aparecerse Alejandro Farnesio: o delante o a su lado parecía que marchaba siempre la victoria; logra introducir en Zutphen multitud de carros de vituallas y provisiones; parte luego al encuentro de un cuerpo de alemanes que venía en auxilio de los confederados, y se maneja con ellos de modo que los hace volverse a su tierra; regresa a Zutphen, la deja bien abastecida, encomienda la plaza y las vecinas fortalezas a buenos defensores, y no temiendo que Leicester apriete mucho el sitio en el invierno, da la vuelta a Bruselas.
Muy arrepentidos estaban ya los flamencos de haberse puesto en manos de Leicester y de haberle dado la supremacía del gobierno. Mal general y peor gobernador, en la guerra nada adelantaban, y en el gobierno habían perdido mucho. Creyeron haber hallado un libertador, y encontraron un tirano, que violaba sus leyes fundamentales, hollaba sus derechos, destruía su comercio, malgastaba su hacienda, y no cumplía nada de lo pactado con su soberana. Injusto en la distribución de cargos, inconsiderado con los naturales del país que le había ensalzado, orgulloso con la nobleza y despótico con el pueblo, significábanle los flamencos su disgusto, pero no se atrevían a romper abiertamente con él, porque, a no someterse otra vez a la obediencia del rey de España, necesitaban de la protección de la Inglaterra. Aunque intentó justificar su conducta, los hechos hablaban contra él; y en sus palabras de no dar motivo de queja en lo sucesivo no creía nadie. Recordaban los flamencos el desleal comportamiento del de Alenzón, y a vista del proceder del de Leicester, lamentábanse de que con pasar del francés al inglés no habían hecho sino trasmitir la soberanía de uno a otro tirano. Llamado al fin por Isabel a su reino con motivo de la junta que había convocado para tratar del proceso de la desgraciada reina de Escocia María Stuard, despidiose de los Estados de Flandes reunidos en la Haya, prometiendo dar brevemente la vuelta. Tratose de designar a quién había de encomendarse el ejercicio de su autoridad el tiempo que su ausencia durase, y a instancias de la asamblea accedió a que gobernara las provincias el consejo de Estado, como en las vacantes de los gobernadores españoles. Con lo cual partió a Inglaterra, no sin hacer antes una declaración de que se reservaba el gobierno supremo de las provincias, con cuya acción acabó de enajenarse las voluntades de los flamencos, que quedaron alegres de que se fuese, y temerosos de que volviera{7}.
Alejandro Farnesio, ya duque propietario de Parma y de Plasencia por muerte de su padre Octavio, pidió permiso al rey don Felipe para retirarse a Italia a cuidar de sus estados y de sus hijos. No le dio el rey ni podía darle su venia en tales circunstancias, y el duque prosiguió en Flandes. A poco de haber partido el de Leicester a Inglaterra, entregaron Ricardo Yorck y William Stanley a los españoles las fortalezas vecinas a Zutphen que aquél les había dejado encomendadas. Acabó este golpe de indignar a los flamencos contra el desatentado gobierno del inglés, y en la asamblea general de los Estados (6 de febrero, 1587) confirieron el poder de gobernador y capitán general a Mauricio de Nassau, bien que declarando, declaración ni comprensible ni satisfactoria, que no era su ánimo despojar al de Leicester de la autoridad soberana de que le habían investido. La reina Isabel, combatida y fatigada de una parte por las quejas y graves acusaciones que diariamente le dirigían los flamencos contra su favorito, de otra por los esfuerzos que hacían el de Leicester y sus partidarios para persuadirle que era una conjuración de aquellos magnates, que ni sabían gobernarse a sí mismos ni sufrían que los gobernara otro, determinose a enviar a Flandes al lord Buckhurst, uno de sus más prudentes consejeros, para que averiguase lo que hubiera de verdad en tan opuestos informes. El regio comisario se convenció de que eran sobradamente fundadas las quejas de las provincias, y sobrado ciertos los agravios que habían recibido del conde, y así se lo manifestó con lealtad a su reina. Pero en el corazón de Isabel prevaleció sobre la justicia y la verdad el amor del favorito, y descargó sobre el lord la indignación que merecía el de Leicester, y decretó su prisión, y trató al leal informante como hubiera debido tratar al verdadero criminal.
Habría Alejandro aprovechádose más de las disidencias entre flamencos e ingleses, si las provincias que él dominaba se hubieran hallado menos castigadas del hambre y de la epidemia, dos plagas que, además de la guerra, las estaban consumiendo. Así con todo, propúsose conquistar a Ostende y la Esclusa, las únicas ciudades importantes de la provincia de Flandes que le faltaba reducir. Envió primeramente a Altapenne y al marqués del Vasto con un cuerpo de tropas a la Esclusa, así llamada por serlo de los cinco puertos que tiene la provincia de Flandes; plaza que por su singular posición era tenida y mirada como inconquistable. Apresuráronse no obstante a socorrerla el príncipe Mauricio y el conde de Holach, mas sin desalentarse por eso procedió el de Parma a poner en derredor su campo (mayo, 1587). No referiremos nosotros las pormenores de este laboriosísimo sitio (que el lector puede ver en las historias especiales de estas famosas guerras), del cual dijo Alejandro al rey que le había costado más trabajo que otro alguno, lo que se nos antojara increíble después del maravilloso asedio de Amberes, si de ello no certificara autoridad tan incontestable. Tales y tan grandes fueron las obras que en agua y en tierra hubo que construir, los fuertes y reductos que hubo que defender y expugnar, la resistencia que hubo que vencer, los combates que fue necesario sustentar.
Durante este sitio envió otra vez la reina de Inglaterra al de Leicester con nuevos refuerzos de tropas. Reunidos en Flesinga el general inglés y el príncipe Mauricio, fueron al socorro de la Esclusa con gruesa armada y con seis mil hombres de guerra. Pero hallaron tan perfectamente cerrado el canal por industria de Alejandro, que teniendo por imposible forzarle, enderezaron su rumbo a Ostende para llevar por tierra el socorro. Rechazado también allí Leicester por el de Parma, volviose a Holanda mostrando una cobardía indigna de la gente que había ido a mandar (julio, 1587). Últimamente, después de una valerosísima resistencia, reducidos los defensores de la Esclusa a poco más de seiscientos de dos mil que eran, rindieron la ciudad al de Parma con condiciones bastante honrosas, no sin que costara a Alejandro aquel cerco tanto como las conquistas de Nuis, de Venlóo y de Grave juntas. La ciudad de Güeldres fue entregada también a Alejandro por el coronel escocés que la defendía, y en todo lo que después intentó el de Leicester en Brabante estuvo tan desgraciado como en las empresas anteriores.
La pérdida de la Esclusa, la flojedad y poca inteligencia del de Leicester en las operaciones militares, las noticias que se tuvieron de sus maquinaciones para alzarse con toda la autoridad de los Estados, el proceder torcido de antes y la conducta simulada y artera de ahora, acabó de concitar contra él la enemiga y el odio de los barones y magnates flamencos. Habíase, no obstante, captado el conde inglés, con cierta hipócrita devoción, gran partido con el clero protestante, el cual tomó abiertamente su defensa; con cuyo motivo recrecieron las discordias intestinas en Flandes, entre Leicester y el clero y parte del pueblo de un lado, los caudillos, magistrados y magnates de otro; las mutuas recriminaciones, las acusaciones recíprocas, las conjuraciones y los tumultos. Al fin, llamado por la reina el de Leicester, y convencido él de la imposibilidad de ver realizadas sus aspiraciones, tomó el partido de volverse a Inglaterra (diciembre, 1587), y a poco tiempo la reina Isabel; o penetrada de la injusticia y de la incapacidad de su privado, o por temor ya a la tempestad que veía levantarse en España contra su reino, le exigió que hiciese dimisión del gobierno de las provincias flamencas, en las cuales había dejado encendido para mucho tiempo el fuego de las discordias.
De esta suerte, los tres gobernadores extranjeros que las provincias rebeldes de Flandes habían llamado para que les ayudaran a sacudir la dominación de España, todos salieron más o menos agriados y más o menos aborrecidos, dejándolas más divididas, más desacordes y más enflaquecidas que habían estado antes. Así salió el archiduque de Austria, Matías; así el francés duque de Alenzón; así el inglés conde de Leicester. Testimonio visible, sobre otros muchos de parecida índole que hemos hecho notar en nuestra historia, de cuán fatales suelen ser a los pueblos estos auxiliares extraños, y de cuán cautos deben ser en invocar extranjeras armas y príncipes para dirimir sus civiles discordias.
{1} «Humanamente no se podría creer, decía Santa Aldegundis, que fuera posible cerrar con manos de hombres río de tal condición.»
{2} Los ciudadanos eran restituidos a la gracia del rey; obligábaselos a devolver lo que habían tomado a los católicos y a reparar los templos; no se les imponía multa pecuniaria; la gente de guerra saldría libre con sus armas y ropa, aunque sin desplegar banderas ni tocar cajas, y jurando no hacer armas contra el rey de España, los soldados en cuatro meses, los cabos en seis; los herejes podrían permanecer dos años en la ciudad para arreglar sus asuntos e intereses.
{3} Van Meteren, lib. XII.– Van Reyd, lib. IV.– De Thou, lib. LXXXIII.– Bentivoglio, P. II, lib. III.– Estrada, Déc. II, lib. VII y VIII. Este historiador, que dedica muchas y largas columnas en folio a la relación del memorable cerco de Amberes, trae curiosos pormenores, incidentes y particulares casos que nosotros no podemos detenernos a referir.
{4} Rymer, Fæder. t. XV.– Camden, Anales de Inglaterra en el reinado de Isabel, ad ann.– Estrada, Guerras de Flandes, Década II, lib. VII.– Bentivoglio, P. II, lib. V.
{5} La extraña conducta de la reina Isabel de Inglaterra con sus pretendientes y favoritos merece que demos aquí alguna noticia acerca de este singular manejo. La belleza, el talento y la ilustración de Isabel, a quien un elocuente escritor llamó tan gran reina como mala mujer, le atrajeron multitud de adoradores y de aspirantes a su cariño y a su mano. Sea que prefiriera el celibatismo al matrimonio, sea que no quisiera sacrificar su independencia a ningún hombre y a ninguna razón política, sea que le sirviese cualquiera de los dos pretextos para desligarse de pretendientes o de enamorados perseguidores que no amaba, es lo cierto que después de entretener con esperanzas y aun con formales promesas a muchos, no llegó a dar su mano a ninguno; y en cuanto a su corazón, obtuvieron sus preferencias los que y por el tiempo que ella quiso, en lo cual no ganó fama de escrupulosa. Entre sus pretendientes y favoritos se cuentan:
1.º Felipe II de España. En otro lugar dijimos la manera cómo se había concertado y cómo se había deshecho este matrimonio, luego que enviudó Felipe de la reina María.
2.º Carlos de Austria su primo, hijo del emperador Fernando. Lisonjeaba la vanidad de Isabel esta boda, pero deshízose por diferencias en materia de religión, diciendo, sin embargo, Isabel, que no se sentía con deseos de casarse.
3.º El rey Enrique de Suecia, en cuyo nombre fue a Inglaterra a hacer su pretensión su hermano Juan, duque de Finlandia. Con este no tenía motivo de religión que alegar, porque era protestante como ella, pero apuró su paciencia con evasivas y dilaciones, hasta que Enrique desistió por desengañado.
4.º Adolfo, duque de Holstein. Joven, bello, soldado y conquistador este príncipe, agradó a Isabel, de quien fue tratado con particular distinción. La amó, y fue amado de ella, pero no se resolvió a darle su mano.
5.º El conde de Arran, escocés, y cuyo padre era el presunto heredero de la corona de Escocia. Solicitaban con empeño este matrimonio los diputados del parlamento de aquel reino. El príncipe lo merecía por sus relevantes prendas, pero la acostumbrada respuesta de Isabel, «que Dios no la había dado inclinación al matrimonio,» hizo desistir a los embajadores escoceses; el conde de Arran cayó en una profunda melancolía, que acabó por hacerle perder la razón.
6.º William Pickering, inglés y súbdito suyo, de no muy elevada alcurnia, pero notable por su buen continente, su talento y su gusto por las bellas artes. Los cortesanos miraban ya a este inconcebible favorito, como le llama un historiador inglés, como al futuro esposo de la reina, mas no tardaron en verle caído, y aun olvidado.
7.º El conde de Arundel, también inglés; con mejores títulos al favor de la reina, gastó una inmensa fortuna en festejos y en galanteos, sacrificó a Isabel sus opiniones y su tranquilidad con admirable perseverancia, pero desde que dejó de servir a su política o a sus caprichos, le rechazó, y le trató hasta con dureza.
8.º El duque de Alenzón y de Anjou, hermano de Enrique III de Francia. Los tratos de matrimonio con este príncipe llegaron hasta donde era posible que llegaran, menos a la realización. Ella puso su anillo en el dedo del duque en presencia de los embajadores extranjeros y de la nobleza inglesa en señal del futuro enlace, y aun hizo extender un acta de la fórmula y ceremonias que se habían de observar por ambas partes en la celebración de la boda. Y sin embargo, una mañana que el duque fue a ofrecer sus respetos a la que suponía ya su esposa, le recibió pálida y triste, y le dijo llorando que las preocupaciones de su pueblo ponían una inquebrantable barrera a su unión, y ella estaba resuelta a sacrificar su felicidad a la tranquilidad de su reino.
9.º Roberto Dudley, conde de Leicester. Este favorito tuvo tanta intimidad con Isabel que dio lugar a que públicamente se dijera que vivían en una criminal unión. Después de haber enviudado Dudley, se creyó que pasaría a ser esposo de la reina, y aun se citaba quien había sido testigo de la solemne promesa de matrimonio. Para que no se extrañase tanto ver a un súbdito esposo de su soberana, negoció la boda de Leicester con la reina de Escocia María Stuard, sabiendo que no había de realizarse; pero una vez aceptado por aquella reina y por aquel reino, y descompuesto después el enlace, ya no había por qué admirarse de que una reina compartiera el trono y el tálamo con el que antes otra reina no se había desdeñado de admitir. Esto parecía indicar una resolución determinada de hacerle su consorte. Y sin embargo, continuando por muchos años la privanza de Leicester, las esperanzas de boda fueron alejándose poco a poco hasta disiparse enteramente, y la reina Isabel murió sin casarse, y Leicester tuvo el fin que luego veremos.
Haynes, Memorias.– Camden, Anales del reinado de Isabel.– Hardwich, Memorias.– Nevers, Daniel, y otros historiadores ingleses.
{6} Bentivoglio, P. II. lib. VI.– Estrada, Déc. II, lib. VII.
{7} Camden, Anales: 1586.– Hardwick, Memorias.– Estrada, Guerras, Déc. II, lib. VIII.