Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo XIX
Inglaterra
La Armada Invencible
De 1588 a 1590

Justas quejas de Felipe II contra la reina de Inglaterra.– Depredaciones del Drake.– Suplicio de la reina María Stuard.– Protección de Isabel a los rebeldes flamencos.– Medita Felipe una invasión en Inglaterra.– Simuladas negociaciones de concordia.– Inmensos aprestos de guerra por parte de España.– Reunión de tercios en Flandes.– Generales de mar y tierra: el marqués de Santa Cruz: Alejandro Farnesio, duque de Parma.– Procura Felipe II encubrir sus intentos.– Previénese la reina de Inglaterra.– Armada y ejército ingles.– Muerte del marqués de Santa Cruz.– Reemplázale el duque de Medinasidonia.– Sale la armada Invencible del puerto de Lisboa.– Avista la armada inglesa en Plymouth.– Por qué no la acomete.– Causas que impidieron a Farnesio concurrir con el ejército de Flandes.– Sobresalto de la armada española.– Navíos ardientes.– Determinación precipitada.– Furioso temporal.– Lastimosa catástrofe de la grande armada.– Regreso desastroso del duque de Medina.– Serenidad del rey.– Discúrrese sobre las causas de este infortunio.– Desfavorables juicios que se hicieron del duque de Parma.– Justifícase de ellos.– Regresa a Flandes.– Continúa allí la guerra.– Toma algunas plazas.– Enferma.– Amotínase uno de los viejos tercios.– Castigo riguroso.– Piérdese Breda.– Destínase a Alejandro Farnesio a hacer la guerra en Francia.
 

Pensar que Felipe II de España habría de sufrir con paciente resignación los muchos y antiguos agravios, los muchos y recientes ultrajes que había recibido de la reina Isabel de Inglaterra, hubiera sido desconocer enteramente el corazón humano, y más el corazón de los reyes, y mucho más el del que ocupaba el trono de España en aquel tiempo.

Sobrado motivo era ya en aquella época la diferencia de religión entre los dos soberanos, la protección más o menos disimulada o abierta que la reina Isabel daba a los súbditos protestantes de Felipe II, el favor más o menos encubierto o desembozado que Felipe dispensaba a los súbditos católicos de la reina de Inglaterra, para que no hubiera nunca buen acuerdo, y sí continuos temores de rompimiento entre los dos monarcas. Pero a los desacuerdos y diferencias religiosas, en que tal vez pudieran hacerse recíprocos cargos, se agregaban otras verdaderas ofensas en asuntos de otra índole que Isabel había hecho al antiguo esposo de su hermana María, prevaliéndose de lo embargadas que tenían siempre la atención y las fuerzas de Felipe tantas y tan grandes guerras y empresas en África, en Europa y en el Nuevo Mundo. Ella se había apoderado, como el lector recordará, del dinero de algunas naves españolas, y su negativa al reintegro estuvo ya cerca de producir una guerra y fue objeto de repetidas reclamaciones y de negociaciones largas y, enojosas.

Ella había protegido las piraterías del famoso aventurero inglés Francisco Drake y de otros famosos corsarios en el Nuevo Mundo; y las depredaciones que este corsario había hecho a los navíos españoles en los mares de Occidente, y el fruto de sus rapiñas en las posesiones de la América española, con ella las había partido.

La dura y cruel tenacidad con que Isabel persiguió a la bella y desgraciada reina de Escocia María Stuard, por quien Felipe II mostró siempre tanto interés y solicitud, entre otras muchas razones, por ser católica, y con quien proyectó casar a su hijo el príncipe Carlos; la larga prisión, los padecimientos y amarguras que la hija del cruel Enrique VIII hizo sufrir a la desventurada hija de Jacobo V, eclipsando con los miserables celos, y venganzas de mujer sus grandes prendas de reina; el proceso incompetente que le hizo formar, y por último, la sentencia de decapitación, y el infame deleite de ver llevar una reina al suplicio y entregar al verdugo aquella cabeza en otro tiempo orlada de diadema como la suya; toda la conducta de Isabel con María Stuard en su larga tragedia de diez y ocho años, había dado a Felipe II, como monarca y como protector general del catolicismo, abundantes motivos de desabrimiento y de enojo con la reina de Inglaterra.

Finalmente, para no detenernos en multitud de otras causas menos graves de desacuerdo entre ambos reyes en sus dos largos reinados, tales como los proyectos de enlace de don Juan de Austria, ya con María de Escocia, ya con Isabel de Inglaterra; los auxilios prestados a don Antonio de Portugal; los que continuamente había estado suministrando a los rebeldes de Flandes; la publicidad con que había agasajado al duque de Alenzón y dádole sus naves y sus soldados; y sobre todo la alianza solemnizada ya por un tratado formal con los protestantes flamencos, y el envío del de Leicester y su manifiesto protectorado de las provincias insurrectas, constituían un conjunto de causas cada una de las cuales hubiera bastado por sí sola para provocar las iras del monarca español{1}.

Y sin embargo, Felipe aun no había roto hostilidades con la reina de Inglaterra. Disimulaba y se prevenía meditando un golpe grande y decisivo sobre aquel reino, con el cual vengara de una vez todos sus agravios. Pero Isabel, a quien ni sobraba inocencia para poder estar tranquila y contarse segura, ni faltaba talento y sagacidad para penetrar las intenciones del español y sospechar el objeto de sus silenciosos preparativos, habíase mostrado muy inclinada y dispuesta a que se acabase por un tratado de paz la antigua guerra de los Países Bajos, a los cuales en verdad no de muy buena gana había ella dado últimamente aquella protección que tanto la comprometía. Habían abierto estos tratos, hablando a los personajes más influyentes de una y otra parte, dos ricos comerciantes, genovés el uno y flamenco el otro, establecidos el primero en Londres y el segundo en Amberes. Intervino después en ellos, a indicación de Isabel, el rey de Dinamarca Federico II, a cuyo fin envió un embajador a Alejandro Farnesio. La buena acogida que pareció haber dispensado éste al enviado y a las proposiciones de tan alto medianero, así como las disposiciones que había manifestado a los dos comerciantes, animaron a Isabel a escribir ella misma al de Parma, invitándole ya a señalar el punto en que pudieran tenerse las pláticas para la concordia. El de Parma con mucha hidalguía contestó dejando a la reina la elección del lugar en que hubieran de juntarse los comisarios tratadores. Designose en efecto provisionalmente un campo entre Ostende y Nieuport, donde acudieron los legados de Isabel y los de Farnesio, y alojáronse en tiendas soberbiamente adornadas, en medio de las cuales se levantaba un ancho, y majestuoso pabellón, donde habían de celebrarse las conferencias{2}.

De la poca sinceridad con que bajo tan aparentes deseos de concordia se negociaba la pacificación, deponía de una parte la expedición devastadora del Drake a Cádiz, de otra el sitio y toma de la Esclusa por Farnesio, ejecutado todo pendientes ya los tratos de paz. Del suceso de la Esclusa hemos hablado ya en el anterior capítulo. El de la expedición del Drake fue el siguiente. So pretexto de explorar los preparativos navales que se hacían en los puertos de España, fue enviado el Drake desde Plymouth a las costas españolas. El audaz corsario se dirigió a Cádiz, sorprendió, destruyó e incendió la flota que se hallaba anclada en la bahía, compuesta de navíos de guerra y de bajeles mercantes, algunos de ellos que acababan de arribar con cargamento, otros aparejados para partir a la India. De allí corrió la costa de Portugal, insultó en las aguas del Tajo al almirante español, marqués de Santa Cruz, y cuando el terrible depredador volvió a Inglaterra, fue muy bien recibido por los ingleses.

Pero de uno y de otro hecho procuraban justificarse mutuamente Isabel y Alejandro, inculpando aquella al Drake, prometiendo su castigo por haber excedido, decía, sus instrucciones, y declinando éste su responsabilidad en los excesos y provocaciones de los mismos defensores de la Esclusa. Los tratos, pues, prosiguieron, y para las conferencias ulteriores se señaló Bourbourg, Jugar cerca de Calais, donde se trasladaron los negociadores (mayo, 1588). Desde luego se pudo calcular que los coloquios no habían de ser breves; interesaba a Felipe II alargarlos, y así se lo había encargado a Farnesio. Pedían los ingleses que se renovara la antigua alianza entre la Inglaterra y la casa de Borgoña; que se retiraran las milicias extranjeras de los Países Bajos, y que se dejara a los flamencos al menos por dos años la libertad de conciencia. No era posible que accedieran a estas peticiones los españoles, los cuales propusieron otras condiciones por su parte, y en réplicas de unos y de otros se invertía el tiempo.

Pero en tanto que así se aparentaba tratar de paz, Felipe, primeramente con disimulo, después con la irremediable publicidad, había estado haciendo inmensos aprestos de guerra. Y mientras Alejandro, de acuerdo con el rey y en conformidad a sus instrucciones confidenciales, reclutaba cuerpos auxiliares en Alemania y apercibía los tercios de Italia y de Flandes, Felipe había hecho aparejar multitud de naves en los puertos de Flandes, de España y de Portugal. Nunca se había visto ni más actividad ni preparativos más gigantescos. El papa Sixto V le estimulaba a realizar cuanto antes una empresa de que él esperaba la restauración de la autoridad pontificia en Inglaterra, y prometió ayudar a sus gastos con un millón de escudos de oro. Consultados por el rey sus generales, ingenieros y ministros a dónde convendría llevar primeramente la guerra, unos fueron de opinión que se acometiera primero a Irlanda; otros a Escocia; el secretario Juan de Idiáquez le expuso los inconvenientes y peligros de romper abiertamente con una nación de tantos puertos y de tanta fuerza naval como la inglesa, y que tanto daño podía causar a España así en las provincias flamencas como en los dominios de Indias, y le exhortaba a que empleara todos aquellos esfuerzos en acabar con lo de Flandes. El marqués de Santa Cruz y el duque de Parma, precisamente los dos generales que habían de mandar la expedición, opinaban que convenía antes de dirigir la armada a Inglaterra tomar algún puerto en Holanda o Zelanda, para tener en respeto aquellas provincias, privar a Inglaterra del arrimo de los holandeses, y contar siempre con un refugio contra las borrascas y temporales. Todo le pareció al rey dilatorio; y este monarca, que con tanta calma y por tantos años había estado meditando esta empresa, calificó ahora a sus más prácticos y entendidos generales de nimiamente circunspectos, y resolvió que se fuese derechamente a Inglaterra, y dio el mando de toda la expedición a Alejandro de Parma, y el de la armada al marqués de Santa Cruz. El tiempo acreditó cuán prudente hubiera andado en seguir el consejo de don Álvaro de Bazán y de Alejandro Farnesio, ya que no el de Juan de Idiáquez.

Inmensos habían sido los preparativos de mar y tierra. En los puertos de Amberes, de Nieuport y de Dunkerque, en los de Italia, Andalucía, Castilla, Galicia y Portugal, se habían construido y aparejado navíos de varias formas y tamaños, galeones y galeazas, al modo de aquellas que en Lepanto contribuyeron tan poderosamente a la victoria de la Santa Liga, todas espesamente artilladas, y para cuya construcción y manejo habían sido llamados los más excelentes maestros y capitanes de Hamburgo y de Génova. Al mismo tiempo afluían a Flandes los tercios y escuadrones de infantería y caballería reclutados y levantados en España, en Nápoles, en Lombardía, en Córcega, en Alemania, en Borgoña, y casi todos los caminos de Europa se veían cruzados de cuerpos de milicia que iban a ponerse a las órdenes del príncipe de Parma. Juntáronse, pues, sobre cuarenta mil infantes y cerca de tres mil caballos, de los cuales, separados los que habían de quedar en los Países Bajos, cuyo gobierno ́se encomendaba al conde de Mansfeldt, se destinaron a la expedición unos veinte y ocho mil, comprendidos los marineros. Halláronse disponibles ciento treinta bajeles grandes, sin otros menores de pasaje y de carga{3}. Voluntariamente quisieron incorporarse a la empresa muchos nobles españoles, italianos y alemanes, como el duque de Pastrana y el marqués de la Hinojosa; Juan de Médicis, hermano del gran duque de Toscana; Carlos, hijo del archiduque de Austria Fernando; Amadeo, hermano del duque de Saboya, y otros hasta el número de más de doscientos; y hasta de Francia iba Felipe de Lorena, hermano del duque de Aumale, llevado del deseo de vengar en la reina de Inglaterra la sangre de los Guisas. Para segundos jefes de la armada, cuyo general era el marqués de Santa Cruz, fueron nombrados Juan Martínez de Recalde y Miguel de Oquendo, ambos inteligentes y famosos marinos.

Por más que Felipe II intentaba encubrir el verdadero objeto de tan extraordinarios preparativos, haciendo difundir la voz de que una parte de aquellas fuerzas la destinaba contra los rebeldes de Flandes, otra para proteger sus posesiones del Nuevo Mundo, era imposible que la reina Isabel, a pesar de las conferencias de Bourbourg, dejara de comprender, o al menos de sospechar sus intenciones, y de prepararse, como lo hizo, a la defensa de su reino. Aunque siempre tuvo alguna esperanza de evitar la guerra, estableció no obstante un consejo militar, accedió a hacer un alistamiento de todos los hombres de diez y ocho a sesenta años, hacía fortificar los puertos, formó dos ejércitos, uno de treinta y seis mil hombres al mando de lord Hunsdon para la defensa de su real persona, otro de treinta mil a cargo del conde de Leicester para la protección de la capital, pero ambos compuestos de gente bisoña, incapaz de resistir a las aguerridas tropas del duque de Parma. Dio el mando general de su armada, harto menos fuerte que la española, al lord Howard, almirante del reino; nombró vicealmirante al Drake, y puso los mejores navíos a cargo de Hawkins, Forbisher y otros afamados piratas. Pidió ayuda a los flamencos, al rey de Dinamarca, a Alemania, y aun rogó al Gran Turco que no la desamparara en aquel riesgo. En cuanto al rey Jacobo de Escocia, hijo de la desdichada María Stuard, y cuyo reino era en su mayor parte católico, creyó e intentó Felipe II traerle a su partido, como a quien tenía que vengar la sangre de su madre derramada por Isabel en un cadalso. Pero aquel joven príncipe, a quien acaso un ejército español habría decidido a ser el vengador de su madre{4}, después de alguna vacilación dejose seducir por los emisarios de Isabel, que le representaban ser el ánimo de Felipe II, una vez que lograra subyugar la Inglaterra, apoderarse en seguida de Escocia; y obrando como mal católico y como peor hijo, concluyó por prohibir a sus súbditos ayudar a los españoles, bien que su decisión fuese algo tardía para la reina de Inglaterra{5}.

Temían los ingleses la cooperación que podrían dar a los españoles los católicos de su mismo reino, que eran por lo menos la mitad de la población{6}, cruelmente perseguidos y maltratados. Los ministros de la reina llegaron a proponer se hiciera con ellos una matanza como la de San Bartolomé, y hubiéranla ejecutado, si la reina, en esta ocasión más humana y más justa que sus ministros, no se hubiera negado a empapar sus manos en la sangre de los que no habían dado motivo alguno de sospecha y sí muchas muestras de sumisión. A pesar de esto, todavía fueron encarcelados más de diez y siete mil, y sujetos a visitas domiciliarias a malos tratamientos todos los sospechosos en materia de religión. Concitaba el odio contra ellos el clero protestante desde los púlpitos, y sin embargo, llegado el caso, observaron los católicos la mayor circunspección y prudencia{7}.

Cuando la Armada Invencible (que este nombre se dio a la armada española, porque como tal era por todos considerada) estaba ya cerca de partir del puerto de Lisboa, detúvola un contratiempo que debió parecer nuncio y presagio de otros mayores. El almirante de la armada marqués de Santa Cruz, el célebre don Álvaro de Bazán, el más afamado marino de su tiempo, vencedor en tantos mares, sucumbió en pocos días, arrebatado de una aguda enfermedad, con general pesadumbre, y no con poco sentimiento del rey{8}. En su lugar nombró Felipe a don Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medinasidonia, extraño enteramente a la ciencia y a la práctica naval; mas como era de tan ilustre prosapia y tan aventajado en riquezas, «no se desdeñó la armada, dice un historiador, de recibir por un general de hierro otro de oro.» Desplegáronse finalmente al viento las velas de la armada real en las aguas de Lisboa (junio, 1588), pero a la vista todavía del cabo de Finisterre dispersola un recio temporal, llegando una parte de ella muy maltratada a la Coruña, donde hubo de detenerse algunas semanas para repararse de su avería. El 22 de julio se emprendió de nuevo la navegación con rumbo a Inglaterra; al anuncio de su arribo al canal de la Mancha se dispersó el congreso de paz de Bourbourg que aun celebraba conferencias, y se avisó al de Parma para que dijese en qué paraje habían de incorporarse estas fuerzas con las suyas{9}.

Apenas habían anclado los navíos ingleses en el puerto de Plymouth cuando se descubrió a la altura del cabo Lézard la armada española a manera de una ciudad flotante, puesta en forma de media luna y abrazando una extensión de siete millas (30 de julio). Magnífico e imponente espectáculo fue para los ingleses la aparición de aquellos enormes vasos, de aquellas inmensas galeazas, con sus altas proas, sus elevados castillos y su pausado y majestuoso movimiento. Sus bajeles eran menos en número y menores en tamaño, pero también más veleros. En el consejo de capitanes que juntó el de Medinasidonia opinaron Recalde y otros de los más entendidos jefes que convenía embestir la armada enemiga anclada como estaba y mientras tenía contrario el viento, con la seguridad de destruirla. Pero malogrose la ocasión por haberse opuesto el duque en virtud de las instrucciones que llevaba de su soberano, de no romper hostilidades hasta que desembarcara en las costas de Inglaterra el ejército de el de Parma. Viendo, pues, el almirante inglés Howard que nuestra armada pasaba de largo, determinó salir a inquietarla; volvieron proas nuestros navíos a dos leguas de Plymouth, pero su misma mole y magnitud hacia lentos y pesados los movimientos de maniobra, mientras los bajeles ingleses, más pequeños y veloces, más bajos que los nuestros y menos vulnerables, y guiados por ágiles y diestros marineros, aprovechando los vientos y las corrientes, voltigeando, por decirlo así, el derredor de nuestras pesadas galeazas, les hacían no poco daño sin recibirle. La almiranta de Recalde se vio en gran peligro, teniendo que socorrerla la capitana del duque y la galeaza de Alonso de Leiva que iba de vanguardia. Por la noche un tudesco mal intencionado incendió el navío de Oquendo, y por socorrerle el maestre de campo Pedro Valdés, hecho pedazos el mástil de su galeón, fue presa del vice-almirante Drake, que le envió a la reina Isabel como primer trofeo de la comenzada victoria.

Con este y otros descalabros, producidos, ya por la ventaja de la velocidad de las naves inglesas para ganar los vientos, ya por los bancos y bajíos inaccesibles a navíos mayores, ya por la inexperiencia del almirante español, aunque no sin daño de la flota enemiga, arribó y ancló la armada española cerca de Calais, de donde se apresuró el de Medinasidonia a avisar al de Parma del peligro en que se veía, a pedirle víveres, y a rogarle que no dilatara el incorporársele con el ejército de Flandes{10}. Con muchísima dificultad, y venciendo grandes obstáculos que le oponía la armada de los rebeldes flamencos, y teniendo que abrir nuevos canales, había logrado el de Parma trasportar a Nieuport y Dunkerque las naves construidas en Amberes. Hallose al fin en disposición de embarcar parte de su ejército, que constaba de veinte y seis mil hombres, de los cuales cuatro mil eran españoles, nueve mil alemanes, ocho mil walones, tres mil italianos, mil borgoñones, y mil irlandeses y escoceses. Iban tan apretados y apiñados en las naves que apenas cabían de pie, y eso que habían vendido al menosprecio sus caballos y todo su ajuar, en la confianza de adquirirlo todo mejor y de proveerse con ventaja en Inglaterra. El mismo Alejandro iba a darse a la vela en Dunkerque cuando le llegaron avisos del desastre de la grande armada, que fue como sigue.

Esperaba el de Medinasidonia en Calais la respuesta del de Parma para combinar sus ulteriores movimientos, cuando una noche vieron los nuestros acercarse ocho navíos encendidos que brotando llamas venían de la parte de la isla de Wight. Era una estratagema del Drake, que anclado entre Wight y Calais había discurrido asustar a los españoles dirigiendo contra su armada los navíos que habían quedado casi inservibles de la anterior refriega, llenándolos de combustibles barnizados de materias inflamables, y cargo de algunos intrépidos marineros. Logró bien el objeto de su ardid el antiguo pirata, pues al ver los navíos ardientes muchos de los que en Amberes habían sido testigos de los efectos de las máquinas infernales allí empleadas, aturdiéronse creyendo que encerraban los mismos elementos de destrucción, y comenzaron a gritar: «Los fuegos de Amberes! la peste de Amberes!» Entró la confusión en la armada; no fueron oídos los que, más serenos, proponían que se averiguara sin aturdimiento la verdad de lo que aquello era, y el duque de Medinasidonia mandó levar anclas, cortar cables y salir a ancha mar a combatir al enemigo.

Apenas hecha esta operación, y cuando el duque se felicitaba de haberse librado de aquel imaginario peligro, levantose un furioso sudoeste acompañado de copiosísima lluvia, que encrespando las olas, y deslumbrando a los pilotos los relámpagos que sin cesar se cruzaban por la atmósfera, a la violencia de los vientos comenzaron a chocarse fuertemente nuestras naves, hundiéndose unas con el peso de las masas de agua que por sus aberturas recibían, estrellándose otras en los bancos de la costa de Flandes, y dispersándose todas. Cuando a la luz del siguiente día vieron los ingleses la dispersión de la armada española, embistiéronla con sus ligeros buques; con admirable valor sostuvieron el ataque con cuarenta bajeles que pudieron reunir, el duque de Medina, Recalde, Moncada, Pimentel y Toledo por todo un día, hasta que otra vez se recrudeció el temporal, y arrojada a la playa de Calais una galeaza de Nápoles y atravesado de un balazo en la frente don Hugo de Moncada su capitán, llevado por la borrasca y encallado cerca de Flesinga el galeón portugués que gobernaba Toledo, y sorbidos allí por el mar hombres y galeón, rendido Pimentel con el navío indiano que mandaba después de combatir seis horas con más de veinte naves holandesas, todo fue ya lástima y estrago; y el duque de Medina, cansado de luchar con la tormenta, y a fin de no perder lo que quedaba de la armada, mandó volver proas a las naves y trató de dar la vuelta a España; primera vez, dice un escritor inglés, que los españoles huyeron delante de sus enemigos.

Llenos de peligros, y más para los que no le conocían, el camino que tomaron, que fue el Norte de Escocia y de Irlanda, pasaron mil trabajos y sufrieron mil borrascas, y aconteciéronles mil desastres y averías. En las costas de Irlanda pereció con diez navíos el valeroso Alonso de Leiva; apresado el maestre de campo Alonso de Luzón, fue llevado a Inglaterra; los vice-almirantes Recalde y Oquendo, ambos murieron de los trabajos y de la pesadumbre, el uno apenas tocó en el puerto de San Sebastián, el otro aún antes de entrar en el de la Coruña. El duque de Medinasidonia, que arribó a Santander (setiembre, 1588) con las reliquias de la destruida armada, enfermo de cuerpo y de espíritu, obtuvo licencia del rey pera retirarse a su casa a cuidar su salud. Aunque los escritores de aquel tiempo discrepen, como de ordinario, en el cálculo y valuación de la pérdida de hombres y naves, es lo cierto que fue grande y lastimosa, y que no sin razón declaró España deber vestir luto genera a imitación de Roma después de la derrota de Cannas, siendo menester que el rey mandara poner límite a las demostraciones de público duelo. Felipe II fue el solo que recibió la noticia con aparente, si no con verdadera impasibilidad. Cuéntase que dijo: «Yo envié mis naves a luchar con los hombres, no contra los elementos.» Y que añadió: «Doy gracias a Dios de que me haya dejado recursos para soportar tal pérdida: y no creo importe mucho que nos hayan cortado las ramas, con tal que quede el árbol de donde han salido y de donde pueden salir otras{11}

Tal fue y tan desastrosa la jornada de la armada llamada Invencible. «Pocas empresas, dice un antiguo historiador, se premeditaron más tiempo, pocas se dispusieron con mayor aparato, y ninguna se ejecutó con más infelicidad.» Sabemos que no debe juzgarse de la conveniencia o inconveniencia de una empresa por el éxito próspero o adverso que por causas eventuales haya tenido. Sabemos también que no está en la mano del hombre ni dominar ni vencer los elementos. ¿Pero hubo en esta ocasión de parte de Felipe II toda la prudencia, toda la previsión necesaria en resolución de tal magnitud para evitar o aminorar siquiera la catástrofe que aconteció, o prevenir otras contingencias que pudieran haber sobrevenido? Dado que Felipe, justamente ofendido de la reina de Inglaterra, hubiera creído no deber estimar los consejos del secretario Juan de Idiáquez, que le disuadía del proyecto de invadir el reino británico antes de acabar con lo de Flandes, parécenos que un monarca prudente no debió desestimar el voto y parecer de dos hombres tan entendidos y experimentados como el duque de Parma y el marqués de Santa Cruz, que le aconsejaban se tomara antes algún puerto de la Flandes Septentrional, tal como Flesinga u otro, donde guarecerse la armada en el caso de un recio temporal, y a cuyo abrigo pudiera el de Parma preparar mejor su ejército y su flota, y estorbar los auxilios de los confederados flamencos a los ingleses. Si tan cuerdo consejo se hubiera seguido, ni el de Parma hubiera hallado tan fuertes obstáculos para llevar sus naves a Nieuport y a Dunkerque, ni los galeones arrojados por la borrasca a la costa de Flandes habrían dado en manos enemigas.

La prudencia aconsejaba también, ya que tantos años se había estado premeditando esta empresa, diferir al menos el envío de la armada, y no era ya mucho aguardar, hasta saber que el príncipe Alejandro tenía prontos sus tercios y aparejadas sus naves de Flandes. Faltó la gente que había de ser el nervio de la invasión y de la conquista, y sin ella la armada era más un alarde ostentoso de poder que un elemento a que pudiera fiarse por sí solo el triunfo. La muerte del marqués de Santa Cruz don Álvaro de Bazán, antiguo y el más consumado general de la marina española, poco antes de emprenderse la jornada, fue un verdadero infortunio y una pérdida irreparable. Reemplazarle con un hombre sin conocimiento en las artes de la navegación y menos en la táctica de las peleas y maniobras navales, y fiarle tamaña empresa, era, si no evidentemente desacertado, por lo menos muy aventurado y peligroso: que hay casos súbitos y lances críticos en que tiene que resolver la cabeza, porque ni consienten la dilación a un consejo de oficiales ni son de naturaleza que deba responder el dictamen de un vice-almirante, que aconseja, pero no decide. Así aconteció con el duque de Medinasidonia. La armada inglesa pudo haber sido destruida en el puerto mismo de Plymouth. Verdad es que en no arremeterla cumplió el de Medina con una orden expresa de su soberano, de no trabar pelea antes que llegaran el ejército y flota de Flandes: pero esto mismo acredita la precipitación inoportuna con que se envió la armada.

El azoramiento del de Medinasidonia en aquella noche fatal, en que tanto se dejó sobrecoger por las luminarias de los navíos del Drake, causa principal del desastre ulterior, no le hubiera ciertamente tenido un hombre de la serenidad del marqués de Santa Cruz. Y cuando se levantó la tempestad y se desencadenaron los vientos, no diremos que nadie pudiera refrenarlos, pero contra sus violentos embates algunos más medios que el inexperto duque de Medinasidonia hubiera podido arbitrar quien como el marqués de Santa Cruz estaba acostumbrado a luchar con borrascas y con armadas enemigas, con las olas y con los hombres, en los mares de Lepanto, en las costas africanas y en las riberas peligrosas de la isla Tercera. Ya que desgraciadamente faltó a tan mala sazón don Álvaro de Bazán, no carecía España de marinos más entendidos, hábiles y prácticos que el duque de Medinasidonia, sujeto de grandes prendas, pero a quien no conocían los mares.

Tales fueron, aparte de los elementos, las causas principales de la malograda y funesta expedición de la armada que hubiera podido ser Invencible, y que además del efecto deplorable del momento, produjeron el de dejar de ser invencible en lo sucesivo el poder marítimo de España.

Dos poderosos y muy especiales motivos tuvo Alejandro Farnesio para sentir con amargura el desastre de la grande armada, mientras sabía que la reina de Inglaterra era llevada con gran júbilo y en carro triunfal a la iglesia de San Pablo a celebrar el infortunio de los españoles a que debían su salvación ella y su reino. El uno era, verse privado de la gloria que con fundamento esperaba si se hubiera verificado la invasión, mucho más conociendo como conocía la incapacidad del conde de Leicester, a quien imprudentemente Isabel había fiado la defensa de la isla. Era el otro, que aquel golpe le dificultaba, si no le imposibilitaba, acabar de sujetar las provincias flamencas, cuya reducción llevaba en tan buen estado. Tuvo también aquel insigne general y esclarecido príncipe otro grave motivo de disgusto, el de los rumores que contra él se levantaron, y que se difundieron por Flandes, por Venecia, por Milán, por Roma, y hasta por la corte y palacio de Madrid y en derredor de los oídos del rey, achacándole negligencia y flojedad en la preparación de sus tercios y naves, y atribuyéndole en gran parte el éxito desgraciado de la empresa, como si de haber sido feliz no hubiera sido él el que recogiera el principal lauro, y cuando en malograrse había influido tanto el no haberse seguido su acertada opinión y consejo. No faltó quien le hiciera sospechoso de tratos con la reina de Inglaterra, y la reina y los ingleses promovían o fomentaban, para malquistarle con el rey y destruir tan temible enemigo, estas malévolas acusaciones. Pero el de Parma las desvaneció con dignidad, deshizo estas y otras intrigas que contra él se fraguaron, y Felipe II, justo en esta ocasión con su sobrino, le renovó las seguridades de su estimación y confianza, y le manifestó lo muy satisfecho que se hallaba de su conducta, así en el negocio de la expedición como en el gobierno de Flandes.

Volviendo ya Alejandro sus cuidados a las provincias, dividió su ejército en tres grandes trozos, de los cuales dio uno al conde de Mansfeldt para que tomara a Warthtendonck en Güeldres, otro al elector de Colonia Ernesto, para que recobrara a Bona sobre el Rhin, y con el tercero, en que los más eran españoles, emprendió él el sitio de Bergh-op-Zoom, en lo último de Brabante. La traición de un inglés que había ofrecido entregar el castillo de Bergh-op-Zoom, y en que cayó el príncipe a pesar de sus prudentes recelos y precauciones, costó la pérdida de muy valientes capitanes y soldados, y que cayeran prisioneros, entre otros, el marqués de la Hinojosa y el conde de Oñate (octubre, 1588). De este contratiempo consoló al de Parma la noticia de haber sido ganada Bona por las tropas del ejército real, a pesar de todas las astucias y artificios del celebrado Schenck. Por su parte, el conde de Mansfeldt apretó a Warthtendonck hasta rendirla. Fue notable este sitio por haberse empleado en él por primera vez los terribles proyectiles conocidos después con el nombre de bombas, que acababa de inventar un artífice de Venlóo, y que por tanto se llamaban entonces máquinas venlonenses{12}. Otro de los triunfos de Farnesio en esta campaña fue haber logrado que se le redujera la guarnición de Geertruidemberg{13}, compuesta de ingleses y holandeses; guarnición la más terrible de todas, pues era gente que no reconocía freno en sus excesos, y blasonaba de no obedecer ni a España, ni a Inglaterra, ni a los Estados. Por más que el príncipe Mauricio acudió en persona a impedir que entregaran la plaza, no pudo ya remediarlo, y Alejandro tuvo el placer de entrar a tomar posesión de la primera ciudad de Holanda que volvía al dominio de los españoles después de doce años que habían sido arrojados de aquella provincia.

Regresó el de Parma a Bruselas, donde permaneció hasta el mes de mayo (1589), harto molestado de la hidropesía, que ya en este tiempo le aquejaba, contraída a consecuencia de tan continuados trabajos. Por consejo de los médicos pasó a tomar las aguas de Spá, dejando la milicia de Brabante encomendada a Carlos de Mansfeldt, y señalándole las ciudades y fortalezas que había de acometer y tomar. Algunas tomó, pero viose a lo mejor contrariado y entorpecido, no tanto por la resistencia que en los enemigos hallara, cuanto por la insubordinación de uno de los viejos tercios españoles, que en ausencia del de Parma comenzó por desobedecer a Mansfeldt, y pasando de la insubordinación al motín, acabó por declararse en rebelión abierta y formal. Era el tercio del maestre de campo Sancho de Leiva, en el cual servían el duque de Pastrana y el príncipe de Asculi, y uno de los que habían dado más triunfos al príncipe Alejandro. La sedición se hizo imponente, porque el tercio era acaso el más respetable y aguerrido, y se llamaba el tercio viejo. Informado de todo el de Parma, inexorable como era en el mantenimiento de la disciplina, mandó ahorcar a los más culpables de la rebelión y disolver el tercio y refundir sus compañías en los demás cuerpos, sin que bastara a templar el rigor de esta medida la intercesión de Leiva, del veedor general Tassis, del príncipe de Asculi y del duque de Pastrana. Cuando se les mandó plegar las banderas, y se declaró suprimido el cuerpo, movía a lástima ver aquellos veteranos llenos de cicatrices y de insignias de honor ganadas en cien batallas, los unos llorar como débiles muchachos, los otros volver al suelo con semblante mustio las puntas de las alabardas, los otros en la desesperación rasgar con las manos las banderas y hacer pedazos las astas, emblema de sus antiguas victorias, y ya signo de ignominia.

La guerra había sido menos viva durante la ausencia y enfermedad de Alejandro, pero no menos sangrienta. Afligió e indignó al de Parma un contratiempo inesperado que ocurrió al principio del año siguiente (1590). Breda, una de las plazas principales y más fuertes de Brabante, que gobernaba el italiano Lanzavechia, cayó por descuido de éste, o por mejor decir, por habérsela fiado a un hijo suyo joven e inexperto, en poder del príncipe Mauricio de Nassau{14}.

Sintió tanto el de Parma la pérdida de Breda, y tanto se irritó contra sus descuidados guardadores, que, formado consejo de guerra, hizo decapitar en Bruselas a todos los oficiales, excepto tres que justificaron su inculpabilidad. Intentó Alejandro la recuperación de Breda, y envió para ello primero al marqués de Barambón, después al conde de Mansfeldt, que hubo de contentarse con levantar algunos fuertes orilla del río, para cortar las comunicaciones a la ciudad, teniendo que abandonar aquel punto para acudir a Nimega, amenazada por el príncipe Mauricio.

En tal estado se hallaba la guerra de Flandes, no poco distraído ya Alejandro Farnesio con los socorros que de orden de su tío el rey Felipe II tenía que enviar a cada paso a Francia con motivo de la guerra que allí ardía, y de que daremos luego cuenta, cuando en obediencia a los mandatos de su soberano, y no de buena gana por su parte, tuvo que dejar aquellas provincias, teatro de sus largas y penosas fatigas y de sus muchos y gloriosos triunfos, para empeñarse personalmente en el vecino reino en otra de las grandes empresas que con mas ánimo y resolución que recursos y medios abarcaba Felipe II.




{1} Sería prolijo enumerar las quejas que recíprocamente se habían dado el rey de España y la reina de Inglaterra casi desde el principio de su reinado sobre multitud de asuntos que hoy llamaríamos internacionales, según lo que arroja la larga correspondencia que hemos leído, de los embajadores de España en Londres Guzmán de Silva, don Gueran de Espés, don Bernardino de Mendoza, los gobernadores de Flandes duque de Alba, Requesens, don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, y las cartas e instrucciones de Felipe II y de sus secretarios, de los embajadores de Francia, &c.

El entendido archivero de Simancas don Tomás González escribió con el título de Apuntamientos para la historia de Felipe II una especie de resumen histórico de las relaciones diplomáticas de Felipe con la reina Isabel de Inglaterra, formado con presencia de la correspondencia original de dicha época, el cual abraza desde el año 1558 hasta el 1576, y se halla en el tomo VII de las Memorias de la Real Academia de la Historia. Puede consultarle con utilidad el que desee más pormenores sobre este asunto, no obstante que este apreciable trabajo podría todavía enriquecerse con las noticias que arrojan otros muchos documentos que en él no se mencionan y que existen en el mismo Archivo.

{2} Los comisarios de la reina de Inglaterra, eran el conde de Derby, lord Cobham, sir James Croft, y Dule y Rogers, doctores en derecho civil; los del rey de España, el conde de Aremberg, Perrenotte, Richardot, y Mas y Garnier.

{3} Esta fuerza se dividió en veinte y un tercios: tres italianos, regidos por los maestres de campo Camilo Capissucci, Gastón de Spinola y Carlos Spinelli: cuatro españoles, mandados por Sancho Martínez de Leiva, Juan del Águila, Juan Manrique de Lara y Luis de Queralta; el tercio de este último era de catalanes: cinco de Alemania, cuyos coroneles eran, Juan Manrique, Ferrante Gonzaga, el conde de Aremberg, el de Berlaimont, y Carlos de Austria, marqués de Borgan: siete walones, comandados por el marqués de Renty, el conde de Bossu, Octavio de Mansfeldt, el marqués de la Motta, el de Barbanzón, el de Belanzón y el de Werpe: uno de borgoñones, a cargo del marqués de Varambón, y otro de irlandeses al de William Stanley. Guiaban la caballería, el marqués de Favara, siciliano, Octavio de Aragón, hijo del duque de Terranova, y Luis de Borja, hermano del duque de Gandía, todos a las órdenes del marqués del Vasto.– Estrada, Guerras, Década II, lib. IX. Sacada esta relación de la misma que envió el príncipe Alejandro desde la armada.

{4} «Dos mil hombres, decía Leicester, enviados por el enemigo con dinero nos podrían hacer más daño que treinta mil que desembarcaran en el reino.» Papeles de Hardwicke.

{5} Tomamos estas noticias de las relaciones comparadas de Murdin, Camden, Stowe y otros autores ingleses, con las de los italianos Estrada, y Bentivoglio, y la del español Carlos Coloma que comienza su apreciable Historia de las Guerras de los Estados Bajos en este año 1588.

{6} El doctor Allen asegura que eran las dos terceras partes.

{7} Son noticias de los mismos historiadores ingleses, Camden, Hallam, Murdin, Stowe, Lodge y otros, citados por Lingard.

{8} Al decir del jesuita Estrada, unas palabras desabridas del rey fueron las que ocasionaron la muerte del insigne marino. No faltó, dice, quien acusara de lentitud la prudente parsimonia del marqués, y creyéndolo el monarca le dijo: «Por cierto que me correspondéis mal a la buena voluntad que siempre os tuve.» Estas palabras hirieron la honra y el pundonor del bravo almirante, como la punta de una espada penetra y traspasa el corazón de un hombre: hiciéronle una sensación profunda y murió a los pocos días. «Así, añade el historiador, a muchos hombres invencibles derribó muchas veces con facilidad la punzadilla de una palabra.» Déc. II, lib. IX.

{9} Según Antonio de Herrera (Historia general del Mundo, P. III, lib. IV, cap. 2 y 4) se componía la armada de ciento treinta velas, entre galeones, naos, galeras, urcas, carabelas, pataches y pinazas, distribuidas en diez escuadras, de la manera siguiente:

1.ª de Portugal, en que iba el de Medinasidonia, con 10 galeras y 2 zabras.

2.ª de Castilla; general Diego Flores de Valdés; 14 galeones y navíos y 2 pataches.

3.ª de Andalucía; general Pedro Valdés; 10 galeones y navíos.

4.ª de Vizcaya; vice-almirante Recalde; 10 galeones y 4 pataches.

5.ª de Guipúzcoa; general Miguel de Oquendo; 10 galeones, 2 pataches y 2 pinazas.

6.ª de Italia; general Martín de Bertendona; 10 naos ragocesas.

7.ª General Juan Gómez de Medina; 23 urcas de armada y bastimentos.

8.ª General don Antonio Hurtado de Mendoza; 22 pataches, carabelas y zabras.

9.ª General don Hugo de Moncada; 4 galeazas de Nápoles.

10.ª El capitán don Diego de Medrano con 4 galeras.

Iban en la armada los tercios siguientes

El de Sicilia: su maestre de campo don Diego Pimentel, con un sargento mayor y 25 capitanes.

El de la carrera de las Indias: maestre de campo Nicolás Isla; un sargento mayor y 23 capitanes.

El de Entre Duero y Miño; maestre de campo don Francisco de Toledo; un sargento mayor y 25 capitanes.

El de Andalucía: maestre de campo don Agustín Mejía; un sargento mayor y 24 capitanes.

El de Nápoles: maestre de campo don Afonso Luna; un sargento mayor y 25 capitanes.

Treinta y nueve compañías sueltas, levantadas en Castilla la Vieja.

Un tercio de infantería portuguesa, mandado por Gaspar de Sousa, con un sargento mayor y 25 capitanes.

Otro tercio de portugueses que llevaba Antonio Pereira, con un sargento mayor y 4 capitanes.

Muchos caballeros, aventureros, mayordomos, personas de servicio, mozos, &c.

Soldados19.293
Gente de mar8.252
Remeros2.088

{10} Diario de los sucesos de la Armada Invencible desde el 22 de julio hasta 7 de agosto de 1588. Colección de Documentos inéditos, tom. XIV.– Camden, Anales de Inglaterra, ad ann.– Strype, tomo IV.– Estrada, Guerras, Dec. II, lib. IX.– Bentiv. P. II, lib. IV.

{11} Estrada, Déc. II, lib. IX.– Bentivoglio, Part. II, lib. IV.– Camden, Anales.– Stowe, Strype, Hardwicke y otros escritores ingleses.– Coloma, Guerra de los Países Bajos.

{12} «Pero nada atemorizó tanto a los defensores, dice el P. Famian Estrada, como los grandes globos de bronce vaciado, huecos, y embutidos por de dentro de pólvora... los cuales arrojados en alto desde grandes morteros, centelleando de un pequeño agujero las yescas de longitud templada, cuando desde la altura caían pesados sobre los tejados a donde los destinaron, los hundían con su peso; y al mismo tiempo encendidos ellos, reventando en piezas, se apoderaban de cuanto es taba cerca, con un incendio contumaz contra el agua. Este género de pelotas, &c.» Guerras de Flandes, Déc. II, lib. X.

{13} Monte de Santa Gertrudis, de cuya santa se dice haber sido patrimonio.

{14} El artificio con que se hizo la sorpresa fue ingenioso y singular. Al modo que el griego Sinon había llenado de soldados armados el vientre del famoso caballo para entrar en Troya, así un flamenco llamado Van-den-Berg, patrón de un barco de los que surtían de turba la ciudad de Breda, discurrió introducir en él setenta soldados escogidos, bien disimuladamente cubierto todo con la turba, que es la leña ordinaria del país (febrero, 1590). Al aproximarse a la ciudadela uno de los soldados acometido de una tos violenta, sacó su espada y pedía a sus compañeros le mataran antes que ser descubiertos por culpa suya. Nadie lo quiso hacer, y la tos cesó para ellos felizmente. El sargento mayor de la plaza, que se hallaba jugando, envió dos cabos a reconocer el pontón, pero los tales exploradores en vez de hacer el reconocimiento se entretuvieron en beber con el patrón en una tienda de vino. Comenzado a descargar confiadamente el barco de la turba, salieron repentinamente los soldados ocultos, arrollaron el primer cuerpo de guardia, acudió el príncipe Mauricio que avisado del caso se hallaba cerca de la ciudad, y en poco tiempo y con poca resistencia se apoderó de ella, del castillo y de la guarnición (3 de marzo).