Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ Reinado de Felipe II
Capítulo XX
Francia
Enrique IV y Alejandro Farnesio
De 1576 a 1593
Intervención de Felipe II en los asuntos de Francia.– Guerras civiles de aquel reino: católicos y hugonotes.– La quinta paz.– La Liga.– Enrique III y los Guisas.– Tratado entre Felipe II y los coligados.– El príncipe de Bearne, Enrique de Borbón, jefe de los hugonotes.– Revolución de París: jornada de las barricadas.– Guerra de los tres Enriques.– Asesinato del duque de Guisa.– Asesinato de Enrique III.– El cardenal de Borbón.– El duque de Mayenne.– Enrique IV.– Célebre batalla de Ibry.– Sitio famoso de París: hambre horrible.– Conducta de Felipe II en esta ocasión.– Envía a Alejandro Farnesio con los tercios de Flandes.– Alejandro liberta a París.– Guarnición española.– Vuelve Farnesio a Flandes.– Situación de los Países Bajos.– Progresos de Enrique IV en Francia.– Vuelve el de Parma a este reino.– Hace levantar el sitio de Ruan.– Admirable maniobra de Alejandro Farnesio en el Sena.– Sorpresa y asombro de Enrique IV.– Llega Alejandro otra vez a París.– Regresa a Flandes.– Mándale Felipe II volver tercera vez a Francia.– Alejandro en Arras.– Enferma y muere.– Elogio de Alejandro Farnesio, duque de Parma.
Tiempo hacía que Felipe II, paseando desde su atalaya del Escorial sus miradas por los estados de Europa, a todos los cuales se extendían los hilos de su política, había fijado frecuentemente los ojos en la vecina Francia, puesto mano en sus negocios interiores, y calculado lo que le convendría hacer o intentar en lo sucesivo según el rumbo que aquellos tomasen. Dábanle pie para esta intervención las largas y sangrientas luchas, momentáneamente algunas veces interrumpidas, a cada paso con más furor renovadas, entre católicos y protestantes, que traían de continuo conmovido y regado con sangre aquel reino. Favorecía Felipe, como en ocasiones varias hemos apuntado, al bando católico, ya con disimulo, ya a las claras, ya con sus tropas de España o de Flandes, ya con dinero, que no invertía en esto pocas sumas, y siempre con los manejos de la política, en que nunca alzaba mano. Obraba de esta manera el monarca español, no solo como protector general del catolicismo, a cuyo título aspiraba, sino también a propósito de impedir que el bando calvinista de Francia auxiliara a los protestantes y rebeldes de los Países Bajos. Luego veremos si llevaba además en esta protección pensamientos y miras de otra índole.
Ahora que Felipe II va a tomar una parte principal, directa y activa en los negocios de Francia, es de necesidad exponer la situación religiosa y política en que aquel reino a la sazón se hallaba.
La quinta paz celebrada entre católicos y hugonotes (mayo, 1576), llamada la paz de Monsieur, paz vergonzosa para el rey Enrique III, puesto que un puñado de hombres (que esto eran los protestantes al lado de la gran mayoría católica de aquel reino) quedaba dueño de una porción de ciudades y había obtenido la libertad del culto reformado, produjo por una natural reacción la liga de los católicos, que se confederaron bajo juramento para defender la unidad religiosa, y cuyo jefe estaba llamado a ser el duque de Guisa. Inspirado Enrique III por su madre Catalina de Médicis, que, como dice un elocuente escritor de aquella nación, confundía las revoluciones con las intrigas, quiso ponerse al frente de la Liga, creyendo destruir así los proyectos de los Guisas sus enemigos, y desarmar un partido que le detestaba. Pero el último tratado le hacía aparecer como fautor de los herejes, a quienes en verdad aborrecía; y sobre todo, su vida disipada, su palacio corrompido, sus afeminados placeres y entretenimientos, su afectación ridícula de devoción en las procesiones, en que hacía papeles impropios de su dignidad para volver a profanar aquellas santas ceremonias con las voluptuosidades de un libertino; sus exacciones al pueblo, a quien empobrecía y esquilmaba para multiplicar sus impuros deleites; sus damas, sus mancebos y sus perros de caza; su carácter débil, irresoluto y cobarde, todo contribuía a hacerle aborrecible al pueblo católico; que por otra parte comparaba a su degradado monarca con el duque de Guisa, que sin carecer de defectos y de flaquezas, era al menos un católico decidido, un guerrero intrépido, y en su rostro llevaba las cicatrices de la guerra, que por eso le llamaban el Acuchillado. Era, pues, el de Guisa el jefe natural de la Liga y el ídolo del pueblo de París.
Felipe II, conservando cierta apariencia de amistad con Enrique de Francia, nunca dejó de proteger a los de la Liga. El arrimo que encontró en París el pretendiente a la corona de Portugal don Antonio, prior de Crato, y el eficaz apoyo que así Enrique como Catalina su madre dieron al turbulento portugués para su expedición a las Azores (1580), hizo a Felipe más enemigo del monarca francés, bien que sin dejar el título de aliado. Y el nombramiento de gobernador de los Países Bajos, hecho por los rebeldes flamencos en el duque de Alenzón y de Anjou, hermano de Enrique III, y la ida de aquel príncipe como soberano a Flandes (1581), consentida por su hermano, dado que éste tuviera razón para alegrarse de ver lejos de Francia a quien se conducía con él menos como hermano que como enemigo personal y como perturbador del reino, daba a Felipe II más y más ocasión y motivo para hacer cuanto daño pudiera a Enrique, y para dar favor y ayuda a los Guisas, los verdaderos representantes y defensores de la causa católica en Francia: que cuanto fuese más poderoso el partido de los Guisas y mayor la fuerza del ejército que mandaran, tanto menos podrían auxiliar los hugonotes franceses a los protestantes flamencos.
Con la muerte del duque de Alenzón (1584) después de su estéril expedición y su nominal soberanía de Flandes, había variado la situación de la Francia: Enrique III no tenía hijos: Alenzón había muerto sin ellos, y el más inmediato heredero de la corona era Enrique de Borbón, príncipe de Bearne, titulado rey de Navarra, como hijo de Juana d'Albret. Pero el Borbón era precisamente el jefe de los hugonotes, y si la ley política le llamaba a la sucesión del trono, la conciencia religiosa del pueblo le rechazaba, porque el pueblo execraba los hugonotes, y los reyes de Francia al ceñirse la corona juraban mantener la religión católica romana. Los Guisas redoblaron sus esfuerzos para alejar del trono a un príncipe hereje, y no atreviéndose Enrique, duque de Guisa, a ceñir la corona que deseaba, declararon al cardenal de Borbón primer príncipe de la sangre. El cardenal era anciano, y el duque esperaba ser a su nombre el verdadero rey. Entonces Felipe II se pronunció ya abiertamente en favor de la Liga, y celebró con los Guisas un tratado cuyas principales bases eran: que el cardenal de Borbón sucedería en el trono a Enrique III de Francia, en el caso que éste muriese sin hijos, con exclusión de todo príncipe hereje o fautor de herejía; que se restauraría y mantendría en el reino la religión católica romana, con prohibición absoluta del ejercicio de cualquiera otra; que el rey de España protegería al cardenal de Borbón, a los Guisas y a todos los que formaban la Liga santa, y el cardenal de Borbón devolvería a Felipe todas las plazas que le habían quitado los herejes, y le ayudaría a someter los rebeldes de los Países Bajos, con otros capítulos correspondientes a estas bases. Firmaron este tratado a nombre de Felipe II Juan Bautista Tassis y Juan de Moreo.
Deseaban los coligados que Enrique III cometiera alguna imprudencia que diera ocasión a los católicos para mirarle como sospechoso y obrar ellos por su cuenta. Pronto se cumplió su deseo, como era de esperar del carácter de Enrique. Cuando los comisionados de Flandes le fueron a ofrecer la soberanía de las Provincias Unidas (1585), Enrique los recibió con mucho agasajo y les dio buenas palabras para lo sucesivo, con lo cual desagradó al rey de España y a los coligados; pero no se atrevió a aceptar la soberanía ni a protegerlos abiertamente, con lo cual disgustó a Enrique de Borbón y a los hugonotes. El rey temía a los Guisas, y aconsejado por la reina madre celebró con ellos el tratado de Nemours, haciéndoles tales concesiones que equivalían a romper él mismo el cetro que tiempo hacía estaba deshonrando. El papa Sixto V desaprueba la Liga, y excomulga al llamado rey de Navarra, declarándole indigno de ceñir la corona. A su vez los príncipes Borbones, el de Bearne y Condé, publican un manifiesto llamando al pontífice enemigo de Dios, sacrílego, tirano, verdugo de la Iglesia y verdadero Anticristo; apelan al parlamento y al concilio general, y hacen fijar esta apelación a las puertas del Vaticano. Comienza la octava guerra civil en Francia entre los tres Enriques, Enrique III de Valois, Enrique de Borbón, príncipe de Bearne, y Enrique, duque de Guisa. El rey continúa haciéndose odioso al pueblo con sus exacciones, con su vida licenciosa y con sus hipocresías ridículas, dando materia a pasquines punzantes y festivos{1}.
Los coligados hacen por su cuenta la guerra a los hugonotes, y gana el príncipe de Borbón la batalla de Coutrás (1586). Los fogosos católicos de París, el Consejo de los Diez y seis que allí han establecido, los sacerdotes, las órdenes religiosas, los jefes populares, todos publican que el rey anda transigiendo con el de Borbón, que el rey es quien ha llamado los veinte mil alemanes y suizos que entraban en Francia en favor de los hugonotes, y los doctores de la Sorbona declaran que es lícito quitar el gobierno al monarca que no cumple con su deber, como se quita la administración al tutor sospechoso (1587). El rey se consuela de este golpe mortal que se daba a su autoridad, fundando en París la orden de los Fuldenses, y los coligados arreglan en Nanci su plan para obligar al imbécil Enrique a descender del trono. Avisan al rey que hay en París más de treinta mil paisanos armados en favor del de Guisa, y él se contenta con prohibir al de Guisa la entrada en la capital. Este, sin embargo, penetra en París casi solo (mayo, 1588): la población le aclama: ¡Viva el duque de Guisa! ¡Viva la columna de la Iglesia! Preséntase el duque a la reina madre, que le recibe turbada, pero disimula, y accede a acompañarle ella misma al Louvre y presentarle al rey, ante el cual dice que va a justificarse de las calumnias que le imputan. Hállase el príncipe lorenés a la presencia de Enrique, repréndele el rey su desobediencia; el duque da sus excusas, y sale salvo del Louvre. Esta conducta temeraria del de Guisa inflama de entusiasmo a los católicos, y nadie teme ya morir por un jefe tan intrépido. En la lucha que se prepara, Enrique de Lorena es el representante del catolicismo armado: el rey Enrique de Valois aborrece los protestantes, y sin embargo es mirado como el representante del protestantismo.
Sucede la jornada de las barricadas (de 11 a 13 de mayo, 1588); el rey no se atreve a resistir al pueblo tumultuado, a pesar de los cuatro mil suizos que ha llevado para la guarda de su persona: ¿hará con los católicos otra matanza de San Bartolomé como la que se hizo con los hugonotes? No podría, aunque hubiera querido, porque los suizos alzaban las armas gritando: «nosotros somos buenos católicos también.» Dio pues el rey gracias de poder huir a Chartres, y Guisa quedó dueño de París. Aunque el triunfo de las barricadas no produjo, como era de esperar, la caída del rey, la insurrección popular quedó como santificada con el Edicto de unión contra los hugonotes que la reina madre negoció con el de Guisa. Si al tiempo que Enrique III de Francia perdía de esta manera su honor en París no hubiera Felipe II perdido su invencible armada en la costa británica, hubiera podido completar el triunfo de la Liga.
Enrique III, a quien había faltado valor para hacer frente al de Guisa, tuvo sobrada avilantez para hacerle asesinar alevosamente en su mismo palacio de Blois, donde había sido convocado el parlamento. Nueve avisos tuvo el príncipe lorenés de lo que contra él se tramaba, y no quiso creer tanta perfidia hasta que sintió en su garganta la cuchilla de los sicarios del rey (23 de diciembre, 1588). Aquel envilecido monarca salió a contemplar el cadáver, y dándole con la punta del pie exclamó: «¡Dios mío, qué grande es! ¡Parece más grande muerto que vivo!» Y no contento con esto, hizo asesinar también casi a su presencia al cardenal hermano del duque. Fue después a saludar a su madre Catalina que se hallaba enferma, y como le dijese que estaba algo aliviada, «Yo también, dijo Enrique, me siento mucho mejor, porque esta mañana he vuelto a ser rey de Francia habiendo hecho morir al bello rey de París.– Hasta ahora has cortado bien, le dijo aquella mujer maquiavélica, ahora te resta coser{2}.»
Creyó Enrique atemorizar con este doble asesinato a los ciudadanos de París, y lo que hizo fue irritarlos. Llamábanle públicamente el villano Herodes. El clero desde los púlpitos exhortaba al pueblo a que jurara vengar la muerte de los Guisas acabando con el tirano asesino; la Sorbona declaraba a los vasallos absueltos del juramento de fidelidad a Enrique de Valois, en otro tiempo rey; la población católica de Francia juraba hacerle guerra a muerte, y Roma fulminaba anatema contra Enrique III. En París se celebró una procesión general, en que iban cien mil niños de ambos sexos vestidos de blanco con cirios encendidos, que apagaban con los pies diciendo: Permita Dios gue así se extinga cuanto antes la dinastía de los Valois. El duque de Mayenne, hermano de los Guisas, fue nombrado en París lugarteniente general del reino. A los pocos días murió la reina madre, la artificiosa Catalina de Médicis, y un sacerdote desde el púlpito, después de poner en duda si la iglesia católica debería rogar por ella, dijo que podían rezarla un Padre Nuestro y un Ave María por caridad, por si le servía de algo{3}. Enrique III llevó presos al castillo de Amboise al cardenal de Borbón, al príncipe de Joinville, hijo y heredero del duque de Guisa, y a los duques de Elbeuf y de Nemours. En tal estado, Enrique de Borbón, príncipe de Bearne, llamado rey de Navarra y jefe de los hugonotes, acudió generosamente en socorro de Enrique III. Entre los dos reunieron más de cuarenta mil hombres, con los cuales se dirigían a someter a París. Un fraile dominicano se presenta en los puestos avanzados pidiendo entregar al rey una carta; admitido a su presencia, pónese de rodillas, y mientras Enrique lee, el fraile Jacobo Clemente le clava un cuchillo que ha sacado de la manga de su hábito (1.° de agosto, 1589). El asesino cae muerto por los guardias a los pies de su víctima, pero el rey expira también al poco tiempo (2 de agosto), declarando que Enrique de Borbón, rey de Navarra, es su legítimo sucesor. Así pereció el último monarca de la dinastía de Valois, que había dado reyes a Francia por más de dos siglos y medio. Va a comenzar la de los Borbones. Un rey católico pone la corona de Francia en la cabeza de un príncipe protestante; el papa Sixto V santifica en pleno consistorio el regicidio de Jacobo Clemente, comparándole a Eleazar y a Judit, y los predicadores publican las actas del martirio de Jacobo Clemente, de la orden de Santo Domingo. Tales eran las ideas religiosas y políticas de aquel tiempo{4}.
A pesar de esto, una parte del ejército católico se unió al de Bearne como heredero legítimo que era del trono. Viose no obstante Enrique IV, que este era el título que tomó el Bearnés, obligado a levantar el sitio de París y retirarse a Normandía y fortificarse en Dieppe, esperando socorros de la reina de Inglaterra. Tenía en verdad Enrique de Borbón grandes dotes de guerrero y de príncipe. Atacado en Arques por el jefe de la Liga católica Mayenne con más de treinta mil hombres, supo quedar vencedor con solos tres mil que él tenía (setiembre, 1589). Pero el triunfo más famoso que alcanzó sobre los católicos, fue el de la memorable batalla de Ibry (marzo, 1590), que le abrió el camino para cercar de nuevo la capital. La historia ha conservado algunas de las célebres palabras de Enrique IV en la batalla de Ibry. «Si perdéis vuestras banderas, les dijo a sus soldados al tiempo de dar una carga, el penacho blanco de mi casco os servirá de guía; mientras me quede una gota de sangre, siempre le hallaréis en el camino del honor.» Cuando sus tropas comenzaron a huir, «Volved el rostro, les dijo, si no para pelear, al menos para ver como muero.»
¿Pero podía esperarse que Felipe II de España permitiera sentarse en el trono de Carlomagno y de San Luis un príncipe protestante, después de tanto como había trabajado en favor de la Liga católica? El embajador de España en París don Bernardino de Mendoza y el legado del papa Sixto V, cardenal Cayetano, alentaban a los católicos de la capital, en tanto que Felipe II hacía pasar a Francia refuerzos de sus tropas de Flandes. Pero Enrique IV tomó todas las avenidas de París, y apretó el cerco; cerco famosísimo por el hambre horrorosa que se padeció en la ciudad, por la generosidad del príncipe sitiador, por las locuras que hicieron los católicos, y por la salvación que les fue del ejército español. El hambre fue tan horrible, que después de haberse consumido todos los animales inmundos, inclusas sus pieles, se devoraba los niños, y se molían los huesos de los muertos para hacer pan, bien que mataba en vez de alimentar al que lo comía. Treinta mil personas murieron de hambre, y muchos más se arrastraban medio muertos entre los cadáveres de los que caían desfallecidos. El legado pontificio y el embajador de España socorrían diariamente a los más necesitados, no faltando quien atribuyera la liberalidad del español a deseo de prolongar la guerra hasta que su rey se hiciera el soberano de Francia.
Procuraban los clérigos entretener el hambre del pueblo con ceremonias y procesiones religiosas, que a fuerza de ser exageradas degeneraban en ridículas. En una procesión, después de marchar varios curas vestidos de la manera más caprichosa, seguidos de multitud de frailes de todas las órdenes, iban seis capuchinos que llevaban en la cabeza un morrión con una pluma de gallo, cota de malla y espada encima del hábito, y además el uno una lanza, y el otro una cruz, el otro un venablo, un arcabuz el otro, y otro una ballesta, todo mohoso para aparentar más humildad; y el último llevaba también su breviario colgado a la espalda. Los demás eclesiásticos, los magistrados, los gremios, las damas, iban con trajes no menos extravagantes, como si la verdadera devoción tuviera necesidad de demostrarse con exterioridades que daban ocasión de crítica y burla a los enemigos del catolicismo{5}.
Durante el sitio había muerto el anciano cardenal de Borbón, el rey nombrado por los católicos con el título de Carlos X, que se hallaba prisionero en poder de Enrique IV, y los coligados juraron solemnemente defender la capital hasta morir, y no admitir ni reconocer en ella rey que no fuese católico.
Cuando París estaba sufriendo todas las miserias desventuradas que pueden imaginarse en un asedio, y cuando reducidos a tal extremidad los católicos parecía no haber remedio para ellos ni para la gran ciudad, marchaba a redimirlos por mandado del rey de España el gobernador y capitán general de los Países Bajos Alejandro Farnesio con los viejos y victoriosos tercios de Flandes. De mala gana hacía el duque de Parma esta expedición, porque conocía, y así se lo había representado al rey su tío, que abandonar las provincias flamencas, a precio de tantos sacrificios, de tanta sangre y de tan costosos triunfos reducidas, faltándole ya solamente subyugar la Holanda y Zelanda; dejar aquellos países que representaban sus glorias de muchos años, para ir a componer discordias ajenas en otros reinos; consumir los tesoros de España y sacar sus tercios de Flandes en ocasión que los rebeldes de las provincias acababan de recibir socorros de Inglaterra, era exponerse a perder unos dominios que milagrosamente habían podido irse recobrando para ir a arriesgar sus fuerzas y su persona en un reino belicoso y contra un príncipe aguerrido y audaz; en una palabra, era perder la Flandes sin posibilidad de adquirir la Francia. En el propio sentido habló enérgicamente a Felipe II su secretario íntimo don Juan de Idiáquez; pero Felipe había tomado su resolución, y mandó a Alejandro que entrara en Francia. Obedeció el Farnesio, no sin vacilar todavía, pero obedeció; y al pisar el suelo francés, después de encomendar a Mansfeldt el gobierno de Flandes, juró solemnemente sobre un altar que el rey de España no llevaba en aquel auxilio otra intención ni se proponía otro pensamiento que amparar a los católicos franceses y desterrar de aquel reino la herejía{6}. Luego veremos si era del todo exacto lo que sin duda de buena fe juraba el de Parma.
Reunido con Alejandro el duque de Mayenne que había salido a recibirle en Condé, marcharon los dos la vía de París. Las esperanzas de los sitiados, las de todos los católicos franceses se habían fijado en el valeroso príncipe de Parma, cuyo denuedo y cuyas victorias eran pregonadas ya por todo el mundo, y no se equivocaron. Enrique IV, a pesar de sus reconocidas dotes bélicas, no creyó prudente esperarle, y alzó el cerco con que oprimía a París (30 de agosto, 1590); los sitiados celebraron con indecible y loca alegría en calles y templos los socorros y la libertad que habían recibido. Al ver frente a frente dos tan insignes capitanes como el de Bearne y el de Parma, ambos de sangre real, superiores ambos a todos los de su época, ambos venerados y queridos de sus soldados, por su paciencia en los trabajos, por su carácter amable y generoso, todo el mundo creía que se iba a empeñar inmediatamente una gran batalla. Provocábala en efecto el de Bearne, pero rehuíala diestramente el de Parma: el primero hacía alarde de valor, el segundo hacía vanidad de su prudencia; Enrique y Alejandro representaban el Marcelo y el Fabio de la antigua Roma. Fingiendo el Farnesio prepararse para una batalla campal, engaña al de Bearne con una ingeniosa evolución, y haciendo desaparecer como por encanto sus escuadrones del campo a que se les esperaba ver bajar, se dirige a sitiar a Ligny, y combate y toma la plaza a la vista del enemigo. Expugna después y toma por asalto a Corbeil. Entra luego triunfante en París; consuela a tantas princesas como allí habían sufrido los horrores del cerco; le provee de vituallas; deja de guarnición hasta cuatro mil hombres entre españoles, napolitanos y walones; vuelve a su campo de Corbeil, emprende a pequeñas jornadas su regreso a los Países Bajos, y llega a Bruselas (4 de diciembre, 1590), contento con el resultado de su expedición, pero con su salud harto quebrantada{7}.
Halló Alejandro a su vuelta a Flandes lo mismo que había pronosticado. Mientras los combates y las enfermedades habían diezmado el ejército libertador de París, parte del que dejó en los Países Bajos se había amotinado por la falta de pagas; algunas guarniciones habían cometido tales excesos que fueron expulsadas de las plazas por los mismos burgueses. El príncipe Mauricio no había dejado de aprovecharse de estos desórdenes y de la ausencia del de Parma, y si bien no hizo grandes conquistas, apoderose con los auxilios de Inglaterra de algunas ciudades, y por lo menos se habían interrumpido los progresos de las armas españolas. Obligado a su vuelta Alejandro a atender a las fronteras de Francia, y disminuidos con esto los presidios de algunos puntos importantes de Flandes, el coronel inglés Norris se apoderó de un fuerte situado entre Ostende y la Esclusa, y otras dos fortalezas de Brabante cayeron por sorpresa en poder de los enemigos. El príncipe Mauricio de Nassau, que aunque corto en años descubría no menos talento político y más astucia militar que su padre el de Orange, arrancó de las manos de los españoles las plazas de Zutphen y de Deventer (1591).
No eran estos solos los disgustos que mortificaban al de Parma. Sentía las sediciones de los soldados; y el deber militar le obligaba a castigarlos y reprimirlas, conociendo que tenían sobrados motivos de descontento y de queja; porque a sus necesidades y reclamaciones no se contestaba de España sino con bellas promesas, buenas palabras y halagos engañosos. No era extraño: no había oro que bastara a costear tales y tantas empresas. Por otra parte, tuvo Alejandro que justificarse otra vez con el rey de las nuevas calumnias con que envidiosos e intrigantes cortesanos intentaban desacreditarle, suponiendo que no sin intención había estado flojo y tardo en el socorro de la Liga. Y era que el de Parma, como hombre prudente y de gran entendimiento, había dicho al rey: «no conviene desamparar a Flandes por meterse en las contiendas de Francia.» Era que conocía, y decíaselo así a su tío, que los franceses deseaban mucho la protección de España, y más su dinero, pero que ni admitirían un rey español ni le cederían un palmo del territorio francés. Por eso había tenido buen cuidado de protestar que entraba solo como auxiliar de la Liga y como defensor de la fe católica. Aunque eran otros, como luego veremos, los pensamientos y designios de Felipe II, contestó sin embargo muy satisfactoriamente al de Parma, diciéndole entre otras cosas que él era su más firme apoyo, y que «Philipo, fatigado en su vejez con los cuidados de dos mundos, descansaba en la firmeza varonil de Alejandro.»
A pesar de todo, el de Parma con la gente que pudo reunir se presentó delante de Nimega, apurada por el príncipe Mauricio. Allí se vio agradablemente sorprendido por su hijo Ranucio, que desde Parma, bien que sin licencia de su padre, había ido impulsado del deseo de ejercitarse en las armas y ganar gloria militar al lado y en la escuela de tan gran maestro. Ocupó, pues, el bello y joven príncipe de Parma un puesto de soldado entre las primeras filas de los piqueros españoles. Ocupadísimo se hallaba Alejandro en las operaciones de Nimega, y sobremanera afectado con la pérdida de cabos tan ilustres como el maestre de campo Padilla, el conde Octavio Mansfeldt y otros valerosos capitanes (julio, 1591), cuando llegó de España Alonso de Idiáquez con carta del rey, en que le mandaba volviese otra vez a Francia todos los cuidados de la guerra. Con muchas instancias le pedían también nuevamente los jefes de la Liga católica sus auxilios. Porque desde su salida de Francia el príncipe de Bearne, Enrique IV, por una parte ayudado de los protestantes de Alemania y de la reina de Inglaterra, por otra atrayendo a sus banderas muchos franceses con su valor, con su gran capacidad, con su moderación y su generoso comportamiento, había adquirido tal preponderancia, que no osaba presentarse delante de él el ejército de la Liga, y tenía sitiada a Ruan, cuya pérdida sería un golpe funesto para los católicos.
Sobre no ser nunca del agrado del de Farnesio la guerra de Francia, por el ningún provecho que para España esperaba de ella, y sí gran detrimento y daño para lo de Flandes, embarazábale la falta absoluta de dinero, pues como dice un historiador coetáneo, Flandes y Francia eran dos bocas y sumideros que se sorbían los ricos tesoros de las dos Indias; y por la misma falta se notaban principios de motín en varias coronelías y tercios. De sus propias rentas reclutó Alejandro tropas en Italia para reforzar los disminuidos tercios italianos que militaban en Francia. Detúvose también a causa de los tratos de paz que por mediación del emperador de Alemania se habían entablado entre España y las provincias flamencas; pero rechazadas por los rebeldes flamencos las condiciones que a nombre del César se les proponían, hizo Alejandro su segunda entrada en Francia (diciembre, 1591), con no menor júbilo de los coligados que en la primera. Si entonces el de Parma tuvo la gloria de ser el libertador de París, ahora ganó la de ser el libertador de Ruan, (enero, 1592), reducida ya a tanto extremo como aquella. Ahora como entonces esquivó Alejandro hábilmente la batalla en que Enrique le quería empeñar. Llevado de su ardor belicoso Enrique IV, se arrojó con solos algunos escuadrones sobre una parte del ejército del de Parma al tiempo que desfilaba cerca de Aumale, con un valor más propio de capitán que de rey. Pero cargado impetuosamente por los de Alejandro, tuvo que retirarse herido, faltando poco para caer muerto o prisionero. «Señor, le dijo con este motivo Duplessis-Mornay, harto tiempo habéis hecho el Alejandro; hora es ya de que seáis el Augusto, y de que viváis y os conservéis para la Francia.» Enrique reconoció haberse dejado arrebatar de un ardor irreflexivo, y llamó siempre aquel suceso el error de Aumale. Preguntando el duque de Mayenne a Alejandro Farnesio por qué había malogrado la mejor ocasión de hacer prisionero a Enrique de Borbón. «Porque yo creía, le contestó, que peleando con el rey de Navarra, peleaba con un gran general, y no con un capitán de caballería: nada tengo de qué reprenderme.» Eran en verdad dos hombres grandes Enrique IV y Alejandro Farnesio{8}.
Alzado por Enrique el sitio de Ruan, sitio célebre por la defensa heroica de la guarnición y del comandante Villars (abril, 1592), entró en ella triunfante el duque de Parma. Desde allí, a instancias de Mayenne y los de la Liga, pasó a cercar a Caudebec, donde fue herido de bala en un brazo, sin que por eso se demudara su semblante ni se alterara su voz, y continuó dando sus órdenes como si nada hubiera pasado. Fue no obstante preciso hacerle tres incisiones en el brazo para extraerle la bala, lo cual le produjo una calentura violenta que le tuvo en cama muchos días, con gran riesgo para su ejército y el de los coligados. Al fin capituló y se rindió Caudebec. La detención que en sus cercanías se vio obligado a hacer Alejandro a causa del estado de su herida hizo que su ejército se hallara en la situación más crítica que jamás se había visto, consumidas las subsistencias y tomados los desfiladeros por donde necesariamente había de pasar. Habíase atrincherado en ellos Enrique IV, y nunca creyó este príncipe más seguro ni más cercano el momento de rendir todo el ejército del de Parma, pero tampoco se vio nunca tanto como en esta ocasión la serenidad, el grande ánimo, la astucia, la resolución y la fecundidad de los recursos de Alejandro Farnesio. Decidió, pues, atravesar el Sena con todo su ejército; y el paso de aquel anchuroso río, con tantos bagajes y artillería, a la vista de un enemigo tan poderoso y de un jefe tan vigilante como Enrique IV, y la industria con que encubrió su designio, y la habilidad con que ejecutó la operación (21 de mayo, 1592), fue una maniobra que por sí sola hubiera bastado para dar reputación a un general, y con que dejó tan asombrado y burlado a Enrique de Borbón, como admirado y atónito a Mayenne y a todos sus capitanes y amigos.
Puesta toda su gente en salvo con este golpe admirable de estrategia, marcha Alejandro Farnesio sobre París, y llega con su ejército cargado de las riquezas, ganados, frutos y manjares de todo género que va recogiendo de las tierras enemigas. Llenos de gozo los ciudadanos de París, le convidan con hospedaje, pero Alejandro, temiendo que se relajen sus tropas con las delicias de una gran ciudad, y con el ocio y la lascivia de la corte, no tuvo por conveniente que entrara allí la gente de guerra. Antes dispone su vuelta a Flandes, repasa el Sena, visítanle en Guisa las princesas de Nemours y de Montpensier, da un descanso y una paga a sus tropas en Thierry, recibe nuevas de los triunfos que los coligados habían alcanzado en algunos puntos de Francia con las armas y auxilios del monarca español, escribe al rey que le envíe sucesor, porque su salud no le permite continuar con el cargo de las armas y del gobierno de Flandes, y que los médicos le ordenan como indispensable que vuelva a tomar las aguas de Spá, y da la vuelta otra vez a los Países Bajos (julio, 1592).
El rey accedió a que repitiera el uso de aquellas saludables aguas, mas con respecto a relevarle del gobierno, no solamente le denegó su solicitud, mirándole como el solo capaz de llevar a feliz remate sus proyectos, sino que le rogaba, y si era menester le mandaba que fuera preparándose para hacer la tercera jornada a Francia, porque quería que asistiera al parlamento que habían convocado los coligados para la elección de rey, y que con sus armas y su prudencia diera peso y autoridad al partido español y a la persona que Felipe intentaba sentar en aquel trono. Alejandro, achacoso, hidrópico y herido, no quiso dejar de obedecer a su soberano, y se dispuso a consagrarle las pocas fuerzas corporales que ya le quedaban. Pero no recibía de España socorros de hombres ni de dinero. La desastrosa expedición a Inglaterra, los grandes gastos que estaba haciendo en Francia y los recientes sucesos de Aragón de que daremos cuenta después, lo tenían consumido y apurado todo; y para mayor desventura, los ingleses habían apresado uno de los grandes galeones que venían de la India con cargamento de barras de oro. Suplió esta falta Alejandro negociando por su cuenta con los asentistas de Amberes, 300.000 ducados, con cuyo auxilio envió delante a Francia algunas coronelías de tudescos, y él se trasladó a Arrás (octubre) para dar calor y orden a la empresa.
Pero si el ánimo del duque se conservaba al parecer vigoroso y fuerte, decaían visiblemente las fuerzas de su cuerpo, agravándole la enfermedad la misma actividad con que se dedicaba al trabajo. Últimamente, el 2 de diciembre (1592), sintiendo aproximarse su última hora, hizo su testamento, firmó algunos despachos, pidió él mismo y recibió los sacramentos, y acabó al siguiente día con una muerte ejemplarmente cristiana, a los cuarenta y siete años de su edad, dejando a su ejército sumido en duelo y en tristeza. Llevado su cuerpo a Bruselas, donde se le hicieron suntuosos funerales, se puso sobre su sepulcro el epitafio siguiente: Alejandro Farnesio, vencidos los flamencos, y librados del cerco los franceses, mandó que se pusiese su cadáver en este humilde lugar, a 2 de diciembre, año 1592.
«Gran capitán (dice un historiador católico), y de nombre tan claro sin duda alguna, que su fama puede colocarle entre los más célebres de la antigüedad.»– «La muerte de Alejandro (dice otro historiador religioso) se recibió como grave herida de la república cristiana… Perdían los flamencos un justísimo gobernador, los italianos un restaurador de la antigua gloria de sus armas, los franceses al libertador de la religión católica dos veces reducida al extremo. Ni los enemigos tuvieron por lícito alegrarse de la muerte del duque, porque era temido, no aborrecido de ellos.»– «Así murió (dice un escritor protestante) Alejandro Farnesio, duque de Parma. Se granjeó la admiración de su siglo y la de los posteriores, por su prudencia y su gran sagacidad. Su talento para los negocios políticos, y más para los de la guerra, le valió la gran reputación de que goza… Menos por la fuerza de las armas que por su moderación, su prudencia y habilidad en manejar los corazones, restituyó a la obediencia del rey de España una gran parte de los Países Bajos; y si Felipe hubiera seguido sus consejos en todas las ocasiones como los siguió en algunas, es muy probable que hubiera recobrado toda aquella hermosa porción de Europa; la Inglaterra habría quizá sido conquistada, y la Francia oprimida después bajo el peso enorme que hubiera entonces tenido la potencia española… El duque de Parma, siempre fiel y sumiso a su soberano, cumplió también siempre con la más escrupulosa exactitud todas las obligaciones que contrajo con los pueblos de Flandes que sometió por la fuerza de las armas.»
{1} Uno de ellos decía:
tout a toutes sauces.
Le pauvre peuple endure tout,
Les gens d'armes ravagent tout,
La sainte église paie tout,
Les favoris demandent tout,
Le bon roy leur accorde tout,
Le parlement verifie tout,
Le chancelier scelle tout,
La reine-mére conduit tout,
Le pape leur pardonne tout,
Chico(a) tout seul se rit de tout.
Le diable a la fin aura tout.
(a) Era el bufón de Enrique III.
{2} «Vous avez bien taillé, mais il faut coudre maintenant.»
{3} En su sepulcro pusieron el siguiente epigramático y significativo epitafio, que tan al vivo pinta el carácter de Catalina de Médicis:
La reine qui cy git fut un diable et un ange;
Toute plaine de blame et plaine de louange;
Elle soutint l'Etat, et l'Etat mit á bas;
Elle fit maints accords, et pas moits de debats;
Elle enfanta trois rois et cint guerres civiles;
Fit batir des chateaux et ruiner des villes;
Rendit des bonnes lois et de mauvais édicts;
Sou hait-le, passant, enfer et paradis.
{4} L'Estoile, Journal de Henri III.– Henrico Catherino Dávila, Hist. de Las Guerras civiles de Francia.– Dupleix, Hist. de France.– Memoires de la Ligue.– D'Aubigné, Hist. universelle depuis 1550 jusqu' en 1601.– Vida y muerte de Enrique III.
{5} Chateaubriand en sus Estudios Históricos, tomo III, trae una descripción más extensa de esta ceremonia, tomada de la Sátira Menipea.
{6} Estrada, Guerras de Flandes, Déc. III, lib. II.
{7} Dávila, Guerras civiles de Francia.– Memorias de la Liga.– Estrada, De lo que hizo en Francia Alejandro Farnese, lib. II.– Coloma, Guerras de Flandes, libro III.– Bentivoglio, Guerras, libro V.
{8} L'Estoile, Journal de Henri IV.– Capefigue, Hist. de la Reforma y de la Liga.– Dávila, Guerras civiles de Francia.– Estrada, De lo que hizo en Francia Alejandro Farnese, lib. III.– Coloma, Bentivoglio, &c.