Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo XXI
Francia
Enrique IV y Felipe II
De 1593 a 1598

Política de Felipe II en los negocios de Francia.– Su empeño en excluir de aquel trono a Enrique de Borbón.– Conducta del papa Sixto V hostil al rey de España.– Firmeza de Felipe II con el pontífice.– Fuertes contestaciones.– Dureza con que trataban al papa los embajadores españoles.– Peligro de rompimiento con Roma.– Muerte de Sixto V.– Los papas que le suceden favorecen al rey de España.– Importante y curiosa instrucción de Felipe II sobre el negocio de sucesión a la corona de Francia.– Descúbrense en ella todos sus planes y manejos políticos.– Pretendientes a aquella corona.– Partidos en Francia.– Situación singular de Enrique IV.– Cómo se fueron frustrando los planes de Felipe.– Asamblea de los Estados generales en París.– Deséchanse las pretensiones de España.– Abjura Enrique IV la herejía y se convierte al catolicismo.– Robustécese su partido.– Entra en París.– Guerra entre Felipe II y Enrique IV.– Hechos de armas.– Gastos enormes de una y otra parte.– Cansancio y casi imposibilidad de continuar la guerra.– Mediadores para la paz.– Paz de Vervins.
 

Indicamos en el anterior capítulo que Felipe II había intervenido sin alzar mano en los asuntos, guerras y turbaciones de Francia, no solo como protector general del catolicismo sino también con miras y pensamientos ulteriores, no solo con las armas sino también con los manejos de la política. Hemos visto hasta qué punto ayudó a los católicos de la Liga con su dinero y sus ejércitos hasta la muerte del egregio duque de Parma Alejandro Farnesio. Vamos a ver cómo empleó sus recursos políticos en pro de sus intereses en la gran cuestión de sucesión al trono de Francia, uniendo siempre el mejor servicio de Dios al engrandecimiento de su casa y de sus reinos.

El grande empeño de Felipe II en que quedara excluido de la corona de Francia Enrique de Borbón por su cualidad de calvinista y jefe de los hugonotes, no obstante ser el más inmediato y legítimo heredero de aquel trono, produjo harto serias y aún agrias contestaciones entre el monarca español y la Santa Sede, en que se ve la firme actitud que guardaba siempre Felipe II con la corte de Roma, y la conducta enérgica, y hasta dura de los embajadores españoles de aquel tiempo en la ciudad santa.

Temeroso, y no sin fundamento, Felipe, de que el papa Sixto V, que había excomulgado por hereje al príncipe de Bearne, y a quien éste había llamado públicamente enemigo de Dios, tirano y verdugo de la Iglesia, blandeaba y se mostraba inclinado a absolverle y reconocerle por rey, le decía a su embajador en Roma duque de Olivares: «En conosciendo que el papa blandea y antes que se empeñe, haréis los más vivos y más apretados oficios que pudiéredes, no solo con Su Santidad, mas también con la congregación de cardenales que votó que por ninguna submisión que haga (el de Borbón) debe ser admitido… Y protestaréis al papa todos los males y daños que dello se seguirían a la iglesia universal y a esa Santa Sede, pues no sería menos que quitar, por mano del que en ella preside de la obediencia apostólica un reino como el de Francia, asentándole que mire lo que esto sonaría en los oídos de todos los verdaderos católicos, y los remedios que cuanto más se preciasen de serlo les obligaría a buscar, y por aquí otras palabras preñadas que le pongan en cuidado… y que podrían tirar a concilio, y le adviertan y aconsejen que no apriete las cosas de manera que escandalice, y ofenda los hijos propios y seguros, y los pierda cuanto a su persona, por andar temporizando con quien en escritos impresos ha llamado al papa Anticristo y a esa Santa Sede Babilonia, como a todos es notorio…{1}»

En su virtud los, embajadores de España en Roma, duque de Sessa y conde de Olivares, informaban al rey (31 de julio, 1590) de la mala disposición del pontífice Sixto hacia Su Majestad y del ningún favor que prestaba a los católicos de Francia, obrando con el de Bearne tan al revés de como S. M. y el interés de la iglesia católica pedían, que su conducta exigía se tomara un pronto y eficaz remedio. «Dos caminos solos, decían atrevidamente aquellos embajadores, paresce que puede haber para trocar la voluntad de Su Beatitud y reducirle a la amistad de V. M., y que haga lo que es obligado. El uno es ponerle miedo, y el otro es satisfacer a su codicia y a la de sus sobrinos.» Para lo primero proponían al rey escribiese una carta a Su Santidad y otra al colegio de cardenales, diciéndoles mandaba salir de Roma a sus embajadores por las causas que ellos expresarían acerca del mal proceder del papa. «Esta demostración, añadían, de mandar V. M. salir su embajador se hizo en tiempo de Pío IV cuando lo de la precedencia, y así no será cosa nueva, y es de las que suelen sentir mucho los papas, y éste lo sentirá más que otro… y generalmente lo ha de sentir mucho toda esta corte, que se sustenta con las expediciones de los reinos de V. M…. y viendo que la cosa va de veras el papa y sus parientes han de temer, y por ventura volverá sobre sí a dar a V. M. la satisfacción que es justo en las cosas públicas y particulares suyas y de sus sobrinos. Este remedio de salida, cuando todavía se endureciese S. S., no cierra la puerta a otros mayores si paresciesen necesarios, y da tiempo a V. M. para considerarlos y al papa para enmendarse, de cuya condición afirman los que le conoscen, que en el grado que es temerario y arrojado cuando vee que se le tiene respeto, es tímido cuando de veras se le hace rostro.» Y pasando a tratar del otro camino, le proponían también los remedios que creían convenientes, y que ellos dejaban ya preparados.

Sixto V, en vez de conducirse en la cuestión de Francia como el monarca español y los católicos franceses tenían derecho a esperar del jefe de la Iglesia, continuaba negociando con el de Bearne siendo hereje, y envió a tratar con él como legado al cardenal Serafino, con cuyo motivo los embajadores de España avisaban a Felipe II de una audiencia que habían tenido con el papa (6 y 7 de agosto, 1590), de las fuertes quejas que en ella le dieron y de las acaloradas pláticas que entre ellos habían pasado. «Que considerase, le dijeron entre otras cosas, lo que podría juzgar todo el mundo desta embajada (la de Serafino), y la razón que V. M. tendría de sentirlo y recibirlo por grande agravio, pues habiéndose S. S. ofrecido de favorecer con sus armas la causa católica, y de procurar fuese rey el que V. M. quisiese y no otro, en lugar de mandar levantar la gente acordaba agora de enviar embajada a su enemigo de V. M.; sabiendo que la principal causa por que le tenía V. M. por tal, era por ser hereje relapso y declarado por incapaz de aquella corona por S. S. mismo, sin dejar de decir a este propósito todo lo que nos ocurrió conveniente concluyendo que perseverando S. S. en esta intención, nos sería necesario despachar a V. M. luego desengañándole de lo en que habían venido a parar todas las pláticas, y lo poco que podía esperar de S. S.»

Por justo respeto a la silla apostólica, de que somos y hemos sido siempre veneradores, omitimos las palabras más duras y la acre y atrevida censura que los embajadores de Felipe II se permiten hacer del pontífice y de la corte romana, así en estas comunicaciones a S. M., que son muy extensas, como en la que después (19 de agosto) dirigió el duque de Sessa al secretario y confidente del rey don Juan de Idiáquez sobre los mismos asuntos, las cuales comprueban cumplidamente lo que ya en nuestro Discurso preliminar dijimos hablando de Felipe II, a saber: que «si el papa se oponía a sus planes políticos, le trataba con dureza, y se gozaba de los atrevimientos que con el jefe de la Iglesia se tomaban sus embajadores{2}.» Solo copiaremos de la última los párrafos siguientes que hacen más a nuestro propósito. «Será necesario, decía, que S. M. tome con brevedad alguna resolución, si no quiere que el mucho respeto que hasta aquí se ha tenido en esta corte a su potencia y grandeza venga a convertirse en otro tanto desprecio; y créame V. S. que le digo la verdad llanamente, que esto está ya muy cerca, y que por otra parte cualquiera demostración que comenzasen a ver en que les paresciese que la paciencia de S. M. se ha acabado, y que quiere volver por sí de veras, les ha de hacer temblar, y bien ven que aunque el príncipe de Bearne prevaleciese en Francia, ha de pasar mucho tiempo antes que se apodere de ella, de suerte que no tenga harto en que entender dentro de su propia casa… Y presuponga V. S. que no faltan por acá hombres doctos y temerosos de Dios que se dejan entender de que S. S. tiene muchas causas por qué recelarse de un concilio, y entre dientes se dice no sé qué de una cédula que dio al cardenal de Este antes de su elección… Y no he apuntado esto, porque imagino que aunque son grandes nuestros pecados haya de permitir Dios que se llegué a semejante término, sino para acordar a V. S. que quien tiene la cola de paja no es mucho que tema el fuego, si ve que comienza a encenderse, y que quizá el recelo y miedo en los principios bastará a poner remedio a lo que si se deja mucho envejecer no aprovecharán más fuertes medicinas… &c.{3}»

No llegó el caso del rompimiento que amenazaba por parte del monarca español con Roma, porque estando en estas contestaciones sobrevino la muerte del pontífice Sixto V (27 de agosto, 1590). Libre ya de este embarazo Felipe II, y aprovechando la buena disposición que en favor de los proyectos del rey mostró en su brevísimo pontificado Urbano VIII, se resolvió a indicar y entablar los planes que tenía relativamente al trono de Francia. Cuáles fuesen estos, y de qué manera se proponía conducirlos, nos lo va a demostrar, mejor y más auténticamente que podrían hacerlo todas las historias, la siguiente instrucción que de su orden se pasó a su embajador en París (8 de octubre, 1590).

«Lo que S. M. manda que se advierta y procure en el estado presente de las cosas de Francia para ponerlas en camino de algún asiento y remedio…

Lo primero; limpiar las riberas y pasos que el de Bearne había tomado para quitarle las vituallas, y fortificar aquellos puestos, y poner en ellos cabezas y personas enteramente confidentes a los de la Liga católica, para que otra vez no pueda suceder otro inconveniente como el pasado. Al mismo tiempo se acuerde y exhorte a los de París y a todos los Señores y villas Católicas de Francia que están concordes y a una en excluir al de Bearne, y extirpar las herejías atendiendo al bien común de sola la causa católica, sin tirar a sus particulares con que se podrían luego dividir y destruir.

Es muy de considerar para procurar el remedio la desigualdad que ha habido en el partido Católico en lo de nombre de Rey, y lo que ese lleva tras sí, pues el Cardenal de Borbón que tuvo ese nombre estaba preso, y muerto él, contrasta el cuerpo de católico, sin cabeza que tenga nombre de Rey, contra el de los herejes que la tienen con nombre y pretensiones de Rey, que es lo que quizá ha ayudado su parte a que los Católicos o Políticos que siguen al de Bearne no le acaben de desamparar, no viendo destotro lado Rey católico a quien arrimarse.

Punto es ese tan en beneficio de todo el Reino de Francia, que no puede dejar de ser recibido y admitido por tal, y en que todos los desapasionados echarán fácilmente de ver cuán lejos está de querer otra cosa que su bien quien esto les aconseja, y así con seguridad se les puede proponer.

Pero antes de echar esto en público, por justificado que es, conviene para quitar toda sombra y celos al de Umena{4}, conferírselo primero en las causas en que se funda, y decirle confidentemente de parte de S. M. que le han certificado que él desconfía del primer lugar, y que pues así es, conviene tomar resolución en esto, y en quien quiera que haya de ser Rey que al dicho de Umena le quede el segundo lugar y cargo de Teniente general asentado y asegurado, como quien tan merescido le tiene, en que hará S. M. todo lo que bien le estuviere y él quisiere para asentarlo, y también para que saliendo de prisión el Duque de Guisa presente{5}, se tenga mucha cuenta con honrar y adelantar su persona de la forma que a él le paresciere, como lo meresce la memoria y muertes de su padre y abuelo padecidas por la causa católica.

Allanado este paso con el de Umena, se podrá proceder de común acuerdo a lo demás, granjeando también al legado, para que por todo se atienda a esto que tanto importa. Tratar de hacer junta de estados generales de todo el Reino para la elección de Rey, sería cosa larga y trabajosa por el peligro de los caminos, y de incierta y dudosa salida por la muchedumbre de votos, pretensiones, aficiones y pasiones.

Llevarlo por vía de París, y que aquel parlamento y consejo como metrópoli del Reino eligiese a quien conviniese, sería el mayor atajo para que después las demás villas y parlamentos del Reino siguiesen el mismo ejemplo, como fue en la elección del cardenal de Borbón; y aun por resplandecer tanto la fe católica allí se podría esperar que el elegido por este medio sería el más seguro y verdadero Católico, que es lo que ha de pretender por todos los que lo son.

Con el reciente beneficio del socorro recibido y con la experiencia clara confirmada por tantas pruebas de buenas obras estos años, no haría mucho París en querer, llegando a este punto, saber el voto y parescer de S. M. en él, pues es muy puesto en razón que habiendo sido el solo amparo y defensa de lo sano y católico de Francia, se ponga Rey que, le sea grato en el Reino, conservado por su mano, y así sin ningún mal sonido se les podrá echar en los oídos por los medios más a propósito que allá se descubrieren.

Si metidos en esta plática mostrasen gana de saber quién desea S. M. que sea Rey, se les podrá responder al principio con generalidad, diciendo que el que mejor fuera para establecer la religión Católica, que como ese es su fin principal, ese le agradaría más que más pudiere ayudar a ello.

A este título, que es muy bueno, se debe excluir de este lugar el cardenal de Vandoma{6}, así por la sospechosa crianza de su niñez, como por haber seguido agora con ser cardenal la parte del primo y no del tío, y ser conocido fautor del partido de los herejes, con que por la misma razón han de quedar excluidos también todos sus hermanos, y mucho más el sobrino que dicen se cría en la Rochela, y en fin todos los de la casa de Borbón, pues todos ellos han tomado las armas por los herejes.

De aquí se podrá pasar a insinuarles diestramente los derechos de la Señora Infanta{7}, no solo a todos los estados que como bienes dotales se juntaron por matrimonio y por hembras a la casa de Francia, que agora han de salir de justicia a su derecha línea, pero aún a mucho más, siendo como fue invención todo lo de la Ley Sálica, como lo saben muy bien los mas leídos y entendidos de ellos. Pero irase en todo esto con el tiempo que conviene para no enconar la materia, sino descubrir tierra y ánimos.

Si el tiempo y progreso del negocio diere lugar a poderse consultar a S. M. la persona a quien allá más se inclina, esto será lo mejor, y avisarle en diligencia cómo toman lo que toca a la Señora Infanta, o quién tiene más apariencia de poder salir con ello, y más parte entre los católicos, y los fundamentos y fuerzas, valedores y amigos de cada uno de los que pueden concurrir.

Mas sino hubiere este espacio, y las cosas obligasen a nombrar Rey con más brevedad, y quisieren elegir al Marqués de Ponts{8}, bien podrá venirse en él de parte de S. M.; y aun si acaso, lo que no se cree que terná tanto lugar, echaren mano para esto del Duque de Guisa, también se podrá admitir lo uno y lo otro; entre otras razones, porque por uno de estos caminos quedará el Duque de Umena más seguro en lugar que se le debe de segunda persona en Francia, y la mayor autoridad, y el manejo de las armas, en que se ha de hacer el esfuerzo posible por conservarle.

A cualquiera que se haya de elegir, pues para alcanzar la Corona y para conservarse en ella le importará tanto la ayuda y favor de S. M., con las dificultades que le quedan, se le ha de hacer ratificar la capitulación de la Liga que pasó entre S. M. y el cardenal de Borbón y los demás católicos, porque a su tiempo haga cumplir las condiciones de ella y ponerlas en ejecución en todos sus puntos y partes.

Que en particular se haga cumplir, luego tras la elección, a S. M. lo de Cambray como está capitulado.

Y pues también se asentó con el dicho Cardenal de Borbón que viniendo él a la Corona hubiese de satisfacer a S. M. todos los gastos hechos en beneficio de la Liga, se encargue el nuevo Rey de cumplir esta condición, pues los gastos han sido tan grandes y tan en su beneficio, que, mediante ellos le alcanzará esta buena suerte.

No habiendo dinero pronto para poder luego pagar esta suma, que es grande, antes siendo verosímil que adelante habrá menester el que así fuere elegido asistencia de otras ayudas, será justo que se den a S. M. algunas prendas y plazas entretanto, y éstas se habrá de procurar a su tiempo que sean vecinas a sus Estados Bajos y a propósito para contra Inglaterra lo mas que se pudiere.

No menos es justo que se prende el nuevo Rey en no casarse sino a gusto y voluntad de S. M., pues lo de la mujer y parientes que tomare puede importar tanto para la Religión y bien de Francia y para la seguridad de los Príncipes vecinos.

También será bueno sacar para en caso de empresa contra Inglaterra puertos seguros en Francia, y otras asistencias de vituallas y marineros para la armada de S. M.

Todas estas son condiciones generales que se han de procurar sacar a cualquiera que haya de entrar en la corona, pero si acaso fuese su hijo del Duque de Lorena, se presenta otra cosa particular que mirar, y es del inconveniente que sería andando el tiempo juntarse el Ducado de Lorena con la corona de Francia, pues cuando, olvidadas con él las buenas obras que al presente recibe aquella casa, de mano de S. M., quisiese atravesarse y embarazar aquel paso, podría hacer harto desabrimiento.

Ofrécense dos caminos para preservar ese daño y no incurrir en él; el uno que a trueque de la ayuda y asistencia para alcanzar el reino que S. M. les ha de dar, tanto de algunos derechos que se les podrían comunicar como de los demás medios, quedase a S. M. el Estado de Lorena para poderse con esto dar la mano el condado de Borgoña y Países Bajos. El otro medio, que cuando eso no se pudiese encaminar, sea a lo menos lo de Lorena del hermano segundo y sus descendientes, sin poderse juntar a Francia, para que así se quiten celos tan justos a los vecinos, lo cual se ha de procurar mucho en el caso referido por uno de esos caminos, insistiendo en ellos por sus grados.

El juzgar cuándo se ha de tratar con las partes de las condiciones referidas, tanto de las generales como de las particulares respectivamente, si será antes de la elección que estará la codicia más viva de comprarla a cualquier precio, o si después de la elección que estará la necesidad más presente para desear no decaer de aquel grado y tener fuerzas con que defenderse del oposito y enemigos que de fuera le han de quedar; eso es cosa que podrán resolver mejor los presentes, pero el verdadero tiempo paresce el mismo en que se anduviere en la negociación, haciendo por un cabo oficios que la misma parte conozca que lo son para su grandeza, y por otro recogiendo las prendas a que aquel beneficio obliga.

Si en alguna ocasión de estas hablasen allá en casamiento de la Señora Infanta, no conviene así luego excluirle, ni admitirle, por ser por muchos respetos de tanta consideración, sino responder diestramente, diciendo que de aquella materia no se tiene luz ninguna ni se sabe cuál sería la voluntad de S. M., especialmente queriendo a su hija tan tiernamente como la quiere, y estando Francia tan revuelta y tan poco llana y segura para el dueño que se le diere; y por otra parte se podrá dar lugar a que las partes, interesadas de suyo, o guiadas por medios disimulados y confidentes, entiendan que su bien consistiría en caberles esta suerte, y mediante ella adquirir los derechos de la Señora Infanta, que son tantos y tales, y por el mismo caso el amparo y fuerzas de S. M. del todo en su favor como en cosa que le sería propia; y haciendo los de allá instancia en que se les sepa la voluntad de S. M. poniéndoselo todo en las manos, se podrá ofrecer de preguntarla, y avisarse ha a S. M. muy particularmente de todo lo que al propósito se ofrezca para ver lo que convendrá.

El Legado Gaetano ha mostrado tanto celo al acertamiento de las cosas, que ahora que se les ha de acabar de dar asiento y remedio, es de creer que acudirá a ello muy bien, especialmente si de Roma le acuden como se espera diferentemente que hasta aquí, y así convendrá usar de su medio y tratar confidentemente con él en lo que no tuviere inconveniente.

Los demás instrumentos y medios por dónde y con quién se ha de tratar y negociar para encaminar los intentos, don Bernardino de Mendoza y Juan Bautista de Tasis los conocen, y saben los humores y designios de cada uno, y cómo se podrán mejor llevar, y están informados del tenor de las capitulaciones de la liga.

Mas lo que ha de dar fuerza y vida a la negociación, es el calor de las armas y ejército de S. M., y la reputación del socorro y efectos que habrá hecho, y la autoridad y presencia del Duque en aquel Reino, y el valor y prudencia y destreza con que él lo sabrá apoyar, sin salir de Francia hasta haberse dado el asiento y remedio referido, ocupándose entretanto en efectos que se vea ser en beneficio de París, y su mayor seguridad, y daño del enemigo, para que por esta vía no solo se quiten celos del tiempo que se detuviere, sino que les vayan creciendo los cargos y obligaciones, con evidente provecho del partido y causa católica, para que demás del servicio de nuestro Señor, que es, como se sabe, la mira principal de S. M., esto mismo ayude y esfuerce por su parte la negociación como el medio más eficaz.

Lo que se fuere tratando y llevare más camino de poder suceder, y las ventajas más o menos que se esperaren sacar, convendrá ir avisando de ordinario a S. M. con la diligencia necesaria, para que con la misma pueda advertir de su voluntad, aunque aquí va dicha bien clara, como era justo a quien se envía.{9}»

Para la debida inteligencia de este documento y de todo lo relativo al negocio de sucesión al trono de Francia, conviene advertir que eran siete los aspirantes a aquella corona después de la muerte de Enrique III y del cardenal de Borbón, de ellos cinco Carlos, a saber: –Carlos de Lorena para su hijo el marqués de Ponts, como hijo de Claudia, hermana del último rey: –Carlos, duque de Mayenne, de la casa de Lorena, llamada después de Guisa, nombrado por la Liga lugarteniente general del reino: –Carlos, duque de Guisa, hijo de Enrique el asesinado: –Carlos, cardenal de Vandôme, del linaje de los Borbones, y sobrino del cardenal de Borbón, el nombrado rey por los católicos: –Carlos Manuel, duque de Saboya, descendiente de los Valois por Margarita, hermana de Enrique III: además Enrique de Borbón, príncipe de Bearne (Enrique IV), el legítimo heredero de la corona si no fuera protestante; e Isabel, hija de Felipe II y de la reina Isabel de Valois, hermana de Enrique III.

Como se ve, para fundar Felipe II el derecho de su hija en calidad de descendiente por la línea materna de los Valois, necesitaba dar por nula, como lo pretendía, la ley Sálica; lo cual era una dificultad, no solo en Francia, sino en la misma corte de Roma. Por tanto no se atrevía a mover plática sobre ello, porque recelaban los italianos que bajo ese pretexto ocultaba Felipe II el designio de ocupar él mismo el trono de Francia. Y en verdad no faltaba en París un partido, el partido católico más exaltado, en favor del monarca español, a quien llegó a decir en un mensaje: «Podemos asegurar a V. M. que los deseos y votos de todos los católicos son de veros, señor, tomar el cetro y la corona de Francia y reinar sobre nosotros, como nosotros nos echamos de buena gana en vuestros brazos; o bien que coloquéis aquí alguno de vuestros hijos, o nos deis otro, el que sea de vuestro mayor agrado; o elijáis un yerno, al cual con todo el mayor afecto, devoción y obediencia que puede desearse de un pueblo bueno y fiel, recibiremos por rey y le obedeceremos{10}

Pero el partido católico furioso, el que había asesinado al presidente Brison y a otros católicos respetables, el partido del consejo de los Diez y seis no era el mayor; el mismo jefe de la Liga duque de Mayenne tuvo que ahorcar algunos de los Diez y seis; y el partido católico templado, que se nombraba de los políticos, iba creciendo de día en día, al paso que crecían los excesos de los partidos extremos. Los políticos no estaban por el rey ni por la princesa de España; querían un rey francés, y deseaban que Enrique IV se convirtiera al catolicismo para adherirse a él. En efecto, el príncipe de Bearne Enrique de Borbón era de todos los aspirantes a la corona el que tenía mejor derecho y el que más valía y se aventajaba a todos en dotes de guerrero y de soberano. Muchos católicos militaban en sus banderas, así por afición a su persona, como con la esperanza de su conversión. Enrique había sido antes católico, y no era ahora un protestante obstinado; su carácter tolerante y conciliador le inclinaba a las transacciones. Instábanle a que volviera al catolicismo, y él interiormente no lo repugnaba, pero embarazábale su posición: el nervio fuerza principal de su ejército era de hugonotes; sus auxiliares de Alemania eran protestantes; protestante la reina de Inglaterra que le protegía con su oro y le ayudaba con su gente. Hacerse de pronto católico era enajenarse a todos los que le sostenían, era quedarse sin fuerzas y dar el triunfo al de Mayenne.

El plan de Felipe II era, lo primero excluir del trono a todos los pretendientes protestantes, o fautores o sospechosos de herejía, y principalmente al Bearnés, el más poderoso y el más temible de todos. Los papas Urbano VIII, Gregorio XIV e Inocencio IX, que ocuparon muy breves períodos la silla de San Pedro (de 1590 a diciembre de 1591), ya favorecieron más o menos su política, en vez de contrariarla como Sixto V: y Clemente VIII que sucedió a Inocencio (enero, 1592) ayudó a Felipe hasta con las armas de la Iglesia, y cuando Alejandro Farnesio entró segunda vez en Francia con los tercios de Flandes, había ya en aquel reino un pequeño ejército pontificio en favor de la Liga. Excluidos e inhabilitados que fueran los pretendientes protestantes, proponíase Felipe, o sentar en el trono de Francia su hija Isabel, aboliendo la ley sálica, o que se eligiese rey a su gusto y casar con él a su hija, o por lo menos imponer tales condiciones al que fuera nombrado, que le cediera, según quien fuese, la Lorena o la Borgoña, o en un caso desmembrar uno de estos condados de la corona de Francia y disminuir y enflaquecer aquel reino, o en último extremo tener tan obligados a los católicos con sus socorros de hombres y de dinero, que cualquiera que fuese el elegido, en la anarquía religiosa, política y civil que consumía la Francia, necesitara tanto de él que por precisión le estuviera sometido, y Felipe ejerciera tal influjo en el vecino reino que fuese como el verdadero rey de Francia.

Ahora vamos a ver cómo se frustraron todos los proyectos de Felipe II sobre aquel reino y aquel trono. La muerte del ilustre Alejando Farnesio (diciembre, 1592) en el estado en que se hallaba la guerra y en ocasión que se reunían los Estados generales de Francia convocados por el duque de Mayenne para la elección de soberano, fue una pérdida irreparable para Felipe; hízole falta en los campos de batalla, y echósele de menos en el parlamento. Los excesos y horrores de la anarquía que devoraba todo el territorio francés, y el cansancio de la guerra, habían hecho crecer el partido de los políticos, el partido templado que apetecía ya transacción y paz. El mismo duque de Mayenne, jefe de la Liga, no era hombre de medidas extremas y tenía instintos de orden. Por una parte desagradaba al partido católico exagerado; por otra parte le desagradaba a él la idea del enlace de la hija de Felipe II con el nuevo duque de Guisa, que en este caso recibiría el cetro de mano de Felipe II, y no podía sufrir ser súbdito de su sobrino. Y por otra parte también él estimaba en el fondo de su corazón a Enrique IV, de quien solo la posición le separaba. Entró pues en negociaciones con él: «Haceos desde luego católico,» le decía: «Aún no es tiempo,» le contestaba el bearnés.

En este estado se abrieron los Estados generales en París (26 de enero, 1593). A los dos días de reunidos se presenta a las puertas de la capital un trompeta de Enrique IV solicitando entregar un pliego de la mayor importancia. La asamblea le recibe. Era un mensaje de los nobles y prelados que seguían al rey, pidiendo en su nombre y en el de Enrique que se señalara un lugar seguro para tratar entre todos de volver el reposo al reino y poner remedio a sus males. Aceptado por los Estados, se determina tener las conferencias en Surena. El partido español había ido declinando de día en día, a pesar de los esfuerzos que no cesaban de hacer los hábiles embajadores y activos enviados de Felipe II don Bernardino de Mendoza, Juan Bautista Tassis, el duque de Feria y Diego de Ibarra. Admitido el de Feria ante una asamblea de tres diputados por cada uno de los Estados para que diera explicaciones sobre las intenciones de la corte de España (mayo, 1593), reclama el derecho al trono de Francia a falta de sucesor directo varón para la hija de Felipe II, Isabel Clara Eugenia, como descendiente de Enrique II de Francia. El obispo de Senlis, fogoso católico, declara que la Francia no renunciará nunca a la ley sálica, ni se someterá a una mujer ni a la dominación extranjera. Los embajadores españoles piden y se les otorga ser oídos en los Estados generales: preguntados a quién piensa Felipe II hacer esposo de su hija, responden que al archiduque Ernesto su primo: levántase un murmullo general, y entonces Mendoza y Tassis anuncian que si Ernesto no era del agrado de la Francia, el rey su amo estaba pronto a elegir un príncipe francés, pero que necesitaba tiempo para deliberar sobre la elección.

Pero el recurso era tardío. El arzobispo de Bourges manifiesta en las conferencias de Surena que Enrique de Borbón volvería muy pronto al gremio de la iglesia católica: el parlamento de París da un decreto solemne declarando nulo todo lo que se hiciera contra la ley sálica (junio, 1592), y Enrique de Borbón hace abjuración pública del calvinismo en la iglesia de Saint-Denis (25 de julio). Desde entonces la opinión pública se pronuncia en favor de Enrique IV: muchas ciudades le abren sus puertas, y provincias enteras se le someten. El parlamento de París decreta que conforme a la ley sálica la corona de Francia ha recaído por línea masculina en Enrique de Borbón, rey de Navarra, a quien Dios ha vuelto a traer al seno de la iglesia católica, y que habiendo pedido la absolución al papa Clemente VIII, solo la detenían los manejos de un rey extranjero. El duque de Mayenne se ve precisado a salir de París con su mujer y sus hijos, y va a incorporarse al conde de Mansfeldt, gobernador de Flandes, que reunía un ejército español en Soissons. Aprovéchase de su ausencia el gobernador de París, Brissac, para entenderse con Enrique IV y concertar su entrada en la capital; y a pesar de la vigilancia del duque de Feria y de las tropas españolas, napolitanas y walonas al servicio de España, después de una noche tempestuosa hizo Enrique IV su entrada en París a las cuatro de la mañana del 22 de marzo (1594): dirigiose a la catedral a dar gracias a Dios de su triunfo, y presenció después la salida de las tropas españolas por la puerta de Saint-Denis, saludándolas con profundas cortesías{11}.

Dueño de París Enrique IV, no lo era todavía de la Francia; menester le fue ir conquistando fortalezas y comprando gobernadores de plazas y de provincias, que las ajustaban y vendían como en un mercado. Los protestantes acusan a Enrique de ingrato; mientras el fanatismo católico arma el brazo del joven Juan Chatel, alumno de los jesuitas, que da una cuchillada en el rostro al rey que había sido protestante: el joven colegial es llevado al suplicio, y los jesuitas extrañados del reino «por corruptores de la juventud, decía el decreto, perturbadores del reposo público, y enemigos del rey y del Estado.» El nuevo monarca, con su talento y su política, con su generosidad en el perdonar, con el cumplimiento exacto de sus promesas, con su genio amable y su modesto porte, va ganando popularidad. Pero aún tiene que luchar contra el poder del rey de España y del duque de Mayenne. Este se ha unido a los españoles, porque Felipe ha prometido la mano de su hija al hijo del duque; y Felipe II ni quería perder tantos millones como le había costado la Liga, ni era de esperar que renunciara de repente a un cetro que casi había llegado a tener en sus manos, ni dejaba de temer que viéndose rey de Francia el hijo de Juana de Albret renovara sus antiguas pretensiones al reino de Navarra. Era, pues, inevitable una guerra entre Enrique IV y Felipe II, y Enrique declara la guerra a España (17 de enero, 1595), a que responde con otra declaración el archiduque Ernesto, que muere a poco tiempo, reemplazándole el conde de Fuentes.

Ganan los españoles la batalla de Doulens en Picardía{12}, y toman a Cambray, pero son vencidos en Fontaine-Française (5 de junio, 1595), en que Enrique IV peleó con la cabeza desnuda y con todo su ardor bélico, y se vio en tales peligros que escribió a su hermana diciendo: «Poco ha faltado para que hayáis sido mi heredera.» Mientras así ardía la guerra en Francia, favoreciendo la fortuna alternativamente a franceses y españoles, Enrique IV obtiene la absolución del papa Clemente VIII, quedando así lavado de la mancha que alejaba de su persona los más fogosos católicos, y ya Felipe II no podía decir que hacía la guerra por la causa de la religión y del catolicismo. Algunos ilustres miembros de la antigua Liga trabajan por reconciliar con el rey al duque de Mayenne que combatía en las filas de los españoles; el antiguo jefe de la Liga se deja ganar por una buena suma de dinero y algunas plazas, y se presenta humildemente a Enrique IV tratándole de Majestad y pidiéndole perdón (31 de enero, 1596). El rey hace pasear con él muy de prisa al obeso y torpe duque por un jardín, y cuando éste no podía mas, «Hé aquí, le dice el monarca riendo y poniéndole la mano en el hombro, toda la venganza que he querido tomar de vos.»

Negocia Enrique IV una alianza defensiva con la Holanda, que le suministra tropas, naves y dinero, y renueva sus antiguas relaciones de amistad con la reina de Inglaterra, no obstante el resentimiento de Isabel con Enrique por haber mudado de religión. A pesar de todo, los españoles conducidos por el archiduque Alberto, nombrado gobernador de Flandes, se apoderan de la fuerte plaza y puerto de Calais (abril, 1596), de Ardres, de Guines y otros sitios fuertes. Vuelve el archiduque a los Países Bajos, y cerca y toma a Hulst, pero a su vez el rey de Francia después de un largo sitio arranca a La Fére del dominio de los españoles; y el mariscal de Biron, uno de los más activos generales de Enrique IV, invadía y talaba la provincia de Artois, y hacía prisionero al marqués de Barambón enviado contra él por el archiduque. Así corrió el año 1596 con varia fortuna en la guerra; y si el archiduque Alberto tenía que atender tan pronto a Flandes como a Francia, peleando allí con el príncipe Mauricio de Nassau, aquí con Enrique IV, tampoco el príncipe flamenco, ni el monarca francés, ni los generales de uno y otro disfrutaban más sosiego, ni vivían en menos movimiento, sobresalto y agitación.

Al apuntar la primavera del año siguiente el coronel español Hernán Tello Portocarrero, el gobernador de Doulens, conquista a los franceses la importante plaza de Amiens (10 de marzo, 1597) por medio de una estratagema singular{13}. Mucho contentó a Felipe II y al archiduque Alberto la noticia de la toma de Amiens, y no dejaron sin recompensa al ingenioso e intrépido Hernán Tello; mas por lo mismo fue también mayor el interés y empeño de Enrique IV y del mariscal de Biron en recobrarla, como lo verificaron en el mismo año (setiembre, 1597), con muerte de Hernán Tello, no obstante haber ido en persona a socorrerla el archiduque.

Pero sentíase ya, así en Francia como en España, la necesidad de reposar de tan largas y costosas luchas. Conveníale a Enrique IV la paz para afianzarse en el trono, pagar las inmensas y exorbitantes deudas que había contraído, y poner algún orden y concierto en un reino que llevaba tantos años de anarquía. No le convenía menos a Felipe II, que anciano y achacoso, desengañado de que insistir más en la empresa de Francia sería acabar de consumir la sustancia y de agotar la sangre de su reino, era natural que deseara poner un término honroso a tan prolongado y ruinoso litigio. Uno y otro tenían su tesoro, no solo exhausto, sino enormemente empeñado. Enrique IV debía, por gastos hechos en la guerra en comprar ciudades y gobernadores y jefes de la Liga, noventa y nueve millones, doscientas treinta y tres mil doscientas noventa y dos libras{14}. Y Felipe II que tantos años hacía estaba viviendo de empréstitos a intereses exorbitantes y con intereses de intereses, que tenía las tropas sin pagas, amotinándosele cada día y viviendo del merodeo, queriendo sacudir el peso con que le oprimían empréstitos tan gravosos, había dado un decreto anulando de un golpe todos los contratos pendientes con los prestamistas, alegando para paliar esta injusticia las excesivas ganancias de los que hasta entonces se habían aprovechado de su necesidad; pero el arbitrio, sobre injusto, produjo el funesto efecto de que cerraran sus bolsas todos los hombres de negocios no habiendo ya quien prestara un ducado. Ambos monarcas, pues, tenían sobrados motivos para apetecer la paz, mas ni uno ni otro quería dar el primer paso, ni dar a entender que la deseaba.

De esta dificultad los sacó por fortuna el pontífice Clemente haciéndose mediador entre los dos soberanos, e interviniendo a nombre suyo el cardenal legado Alejandro de Médicis, juntamente con el general de los franciscanos el padre Buenaventura, y el nuncio de Francia. Las proposiciones de estos venerables mediadores hallaron buena acogida en uno y otro monarca, y para celebrar las conferencias se señaló la ciudad de Vervins, donde concurrieron los representantes de ambas partes (8 de febrero, 1598), siéndolo del rey de Francia Bellièvre y Silleri, y del archiduque (que obraba a nombre del monarca español) Juan Richardot, Juan Bautista Tassis y Luis Verriere. También el duque de Saboya tuvo allí su representante. Ocurrieron, como de ordinario en tales negocios acontece, muchas y graves dificultades, que al fin se fueron venciendo, merced al saludable influjo que en esta ocasión ejerció con el más ardiente y desinteresado celo el papa Clemente VIII por medio del legado cardenal, y tal como correspondía a la cabeza y jefe de la Iglesia. En su virtud se firmó la célebre paz de Vervins entre Francia y España (2 de mayo, 1598), cuyos principales capítulos fueron: la ratificación de la paz de Cateau-Cambresis de 1559: olvido de todo lo pasado, alianza, amistad y buena correspondencia para lo futuro: libertad a los prisioneros de guerra de ambas partes: mutua restitución de plazas; pero en esto salió aventajado el francés, puesto que a cambio de Cambray que quedaba de España, le devolvía el español a Calés, Ardres, Doulens, Chatelet, la Chapelle y Blavet. Reservose Felipe proseguir por vía amigable y tela de juicio los derechos que su hija la infanta doña Isabel pudiera tener a algunas provincias de Francia, «como si los reinos y señoríos tan grandes, dice un historiador español de aquel tiempo, estuviesen sujetos a las leyes del derecho, y no a las que dan las armas y el valor{15}

Tal fue la famosa paz de Vervins, y tal el fruto que Felipe II sacó de sus añejas pretensiones al trono y reino de Francia. Después de haber consumido en él ríos de oro y millares de hombres, quedó en Vervins menos aventajado que en Cateau-Cambresis, y la situación de España con Francia en 1559 hubiera sido de desear en 1598. En treinta y nueve años de sacrificios perdimos en vez de ganar.




{1} De Madrid a 14 de enero de 1590.– Archivo de Simancas, Estado, leg. 955.

{2} Discurso preliminar, tom. I, pag. 152.

{3} Archivo de Simancas, Est. leg. 955.

{4} Llamaban así los españoles al duque de Mayenne, o Mayena.

{5} El hijo del duque de Guisa el Acuchillado.

{6} Carlos de Borbón.

{7} Su hija Isabel Clara Eugenia.

{8} Hijo de Claudia, hermana de Enrique III y mujer de Carlos de Lorena.

{9} Archivo de Simancas, Est. leg. 955.

{10} Capefigue, Hist. de la Reforme, de la Ligue et de Henri IV, tom. VI.

{11} L'Estoile, Journal de Henri IV.– Dávila, Guerras civiles de Francia.– Péréfixe, Histoire du roi Henri IV.

{12} La que nuestros historiadores llaman Dorlan.– Coloma, Guerras, lib. VIII.

{13} El artificio fue el siguiente. Disfrazó una parte de sus soldados tiznándoles los rostros y poniéndoles vestidos andrajosos de los aldeanos del país, debajo de los cuales llevaban ocultas sus armas. Estos habían de llevar sobre la cabeza sacos llenos de nueces, manzanas, legumbres y otros frutos, como acostumbraban todos los días los villanos de la tierra. Detrás había de ir un carro de mieses, debajo de las cuales llevaría el fingido carretero gruesas vigas que a su tiempo impedirían bajar el rastrillo del puente. Hízose todo así. Al entrar por la puerta, uno de los supuestos aldeanos fingió tropezar, y cayendo se derramaron las nueces y manzanas que llevaba en el saco; y cuando vieron a los soldados del cuerpo de guardia festivamente entretenidos en recogerlas, sacaron sus pistolas y cuchillos y los maltrataron y destrozaron lastimosamente. Al primer tiro, que era la señal convenida, acudieron los que se hallaban a cierta distancia emboscados, penetraron en la ciudad, derramaron el terror y la consternación, y la sometieron con muerte de algunos centenares de los sobrecogidos habitantes.– Coloma, Guerras de Flandes, lib. X.– Este autor, que sirvió como capitán en esta guerra, es el que nos da más pormenores y más auténticas y exactas noticias de ella.

{14} Mr. Capefigue, en su Historia de la Liga y de Enrique IV, ha recogido los estados originales escritos de mano del rey, en que constan las cantidades en que se había empeñado.

He pagado, dice Enrique IV, a la reina de Inglaterra, ya por dinero prestado a mí, ya por el que suministró al ejército alemán… libras7.370.800
Debido a los cantones suizos25.823.477
A los príncipes de Alemania14.689.934
A las Provincias Unidas9.275.400
A Mr. de Lorena y otros particulares, según tratado y promesas secretas3.766.825
A Mr. de Mayenne y otros, comprendidas las deudas de los dos regimientos suizos3.580.000
A Mr. de Guise3.888.830
A Mr. de Nemours378.000
A Mr. de Mercœur, por Blavet, Vendome y Bretaña4.295.350
A Mr. Elbeuf, por Poitiers970.824
A Mr. de Villars, por la Normandía3.477.000
Por la reducción de Marsella406.800
Y así otras partidas, hasta la referida cantidad de 99.233.292

{15} Carlos Coloma, Guerras de Flandes, lib. XI.