Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ Reinado de Felipe II
Capítulo XXIII
Sucesos de Zaragoza
De 1591 a 1592
Causas que prepararon los sucesos de Zaragoza.– Incompatibilidad de las libertades aragonesas con el carácter y la política de Felipe II.– Pleito entre el monarca y el reino sobre nombramiento de virrey.– Odio del pueblo hacia el marqués de Almenara, y por qué.– Conducta de éste en el negocio de Antonio Pérez.– Motín del 24 de mayo en Zaragoza.– Desmanes de los tumultuados con el marqués de Almenara: su muerte.– Antonio Pérez libertado de las cárceles de la Inquisición.– Situación y espíritu del pueblo.– Política del rey. Los señores de título se van apartando de la causa popular.– Nuevo mandamiento inquisitorial contra Antonio Pérez.– Segundo motín de Zaragoza: 24 de setiembre.– Triunfo del pueblo.– Fuga de Antonio Pérez.– Miedo de las autoridades.– Envía el rey un ejército a Aragón.– Protestas y declaraciones de ser contra fuero.– Preparativos de defensa en Zaragoza.– Salida del Justicia con gente armada.– Retírase a Epila.– Entra don Alonso de Vargas con el ejército castellano en Zaragoza.– Muéstrase indulgente.– Los inquisidores piden pronto castigo.– Comienza de repente el sistema de terror.– Ordenes secretas del rey.– Prisión y suplicio del Justicia mayor don Juan de La Nuza.– Derríbanse hasta los cimientos su casa y las de otros nobles.– Otros suplicios.– Rigores de la Inquisición.– Auto de fe.– Antonio Pérez quemado en estatua.– Cortes de Tarazona.– Modificación de los fueros aragoneses.– Mudanza en la constitución política de Aragón.– Resumen de la vida de Antonio Pérez desde su fuga de Zaragoza hasta su muerte.
El interés que mostraba el pueblo de Zaragoza en favor del antiguo secretario de Estado de Felipe II, y la protección que muchos nobles le dispensaban, no era puramente personal, ni nacía de que le creyeran inocente de algunos de los cargos y delitos de que se le acusaba. Fundábase principalmente en que le consideraban como una víctima de la violación de los fueros y libertades aragonesas, de cuyo mantenimiento y conservación fue siempre tan celoso aquel pueblo. Verdad es que les interesaba también la desgraciada situación del ministro, tan tenazmente perseguido por el soberano a quien tantos años había servido en el puesto de más confianza, sus largos padecimientos y las huellas que aun llevaba del tormento, género de prueba judicial aborrecido y desconocido en Aragón. Eran los aragoneses naturalmente propensos a proteger y auxiliar a todo el que se acogía a la salvaguardia de sus fueros como a una égida contra la arbitrariedad o las iras del poder real; y Antonio Pérez, que hacía mucho tiempo tenía meditado ampararse de aquel asilo, como el único puerto en que pudiera guarecerse contra la borrasca que estaba sufriendo, había tenido buen cuidado de mantener y estrechar relaciones de amistad con algunos personajes de aquel reino, entre ellos el duque de Villahermosa, don Juan de Luna, el conde de Aranda y el mismo La Nuza, Justicia mayor; y si antes no había desperdiciado ocasión de encomiar el carácter independiente de los aragoneses, la sabiduría de su legislación y el valor inapreciable de sus privilegios, hacíalo mucho más, y con mucho talento y destreza, desde que había logrado acogerse y vivir entre ellos. Todo esto, unido a su celebridad y a su infortunio, le captaba las voluntades de los zaragozanos, los cuales veían en él al ministro caído y pobre, y olvidaban al secretario opulento y vicioso, veían al hombre perseguido y olvidaban al delincuente.
Por otra parte entre el rey de Castilla y el pueblo aragonés ni había motivos de gratitud que los ligaran, ni podía haber armonía de sentimientos. La organización política de Aragón, con sus libertades y sus fueros, con sus restricciones de la autoridad real, puntos en que rayaba mas allá que ninguna de las monarquías conocidas, no era conciliable con el carácter de Felipe II, ávido de poder y enemigo de toda ligadura que sujetara y restringiera el principio de autoridad. Las libertades de Aragón y las ideas de Felipe II en materia de soberanía eran incompatibles. Lo extraño parecía que coexistieran tanto tiempo, y que el hijo del emperador que inauguró su reinado en España ahogando las libertades de Castilla no se hubiera dado más prisa a descargar un golpe semejante sobre las libertades de Aragón. Explícase esto sin embargo por dos razones. La primera es que Felipe II había tenido constantemente ocupada su atención y distraídas sus fuerzas y sus recursos fuera de España, en África, en América, en Turquía, en Italia, en los Países Bajos, en Inglaterra, en Francia y en Portugal. La segunda es, que no era la política de Felipe atacar de frente las antiguas y veneradas instituciones de un pueblo cuyos habitantes no sin razón gozaban fama de valerosos y tenaces, tanto como de delicados vidriosos en tocándoles a sus fueros. Faltábale también pretexto para atacarlos, porque ellos, con una docilidad por cierto no acostumbrada, le habían votado los subsidios ordinarios y extraordinarios que les había pedido, dándole en más de una ocasión espontánea y generosamente donativos especiales para él, como le sucedió en las cortes que allí celebró siendo príncipe.
Habíase, pues, limitado Felipe II a ir minando sorda y paulatinamente el antiguo edificio de las libertades aragonesas, ya vulnerando algunas de sus franquicias, ya robusteciendo la autoridad de los oficiales reales, ya disimulando, si no protegiendo, las insurrecciones de algunos pueblos contra sus señores, como sucedió con los de Ariza, ya intentando privar de los fueros a algunas comunidades turbulentas, como las de Teruel y Albarracín, ya favoreciendo los excesos del monstruoso y anárquico jurado de los Veinte en Zaragoza, ya fomentando, o por lo menos dejando correr los disturbios de Ribagorza contra el duque de Villahermosa, ya por otros medios que su ladina y sagaz política en cada ocasión le sugería. El pueblo aragonés, que desde el error de no haber ayudado a las comunidades de Castilla había ido sin duda dejando amortiguar su antiguo celo, su antiguo vigor y pujanza, y alterarse o caer en desuso algunos de sus fueros, parecía necesitar que le empujaran para despertar de aquella especie de adormecimiento, al propio tiempo que el soberano deseaba que despertara para tener ocasión de dar el golpe de gracia a su vida política.
Fue preparando este acontecimiento la ida del marqués de Almenara a Aragón a sostener en nombre de Felipe II el derecho que los reyes pretendían de nombrar virrey de cualquier parte que fuese, mientras los aragoneses sostenían que, con arreglo a fuero, había de ser precisamente aragonés. Si algunos reyes de Aragón habían nombrado virrey no natural del reino, siempre los diputados habían presentado inhibición ante la corte del Justicia, y cuando se admitió al conde de Mélito, lo fue a condición de que no pudiera alegarse como precedente, y de que si otra vez se pedía al reino la admisión de virrey extranjero, se entendía que renunciaba el soberano al derecho que pretendía tener a ponerle sin consentimiento suyo{1}. Pues bien; sobre ser ya el cometido del marqués de Almenara una pretensión que, como dice el grave Zurita, «excita y conmueve grandemente a los aragoneses,{2}» irritó además a los sencillos zaragozanos el boato, la pompa y el tren con que se presentó el de Almenara, ostentando en su ajuar, en su mesa, en su servidumbre, en todo su porte, un lujo que ofendía la modestia de aquellos naturales, lo cual, unido a lo odioso de su misión, produjo que en la ciudad, como dice un escritor aragonés contemporáneo, «se hiciera caso de honra no visitarle y huir de él como de un incendio público, siendo tal el aborrecimiento que el pueblo le tomó, que para ser uno aborrecido no era menester más que ser amigo del marqués.{3}»
A mayor abundamiento se hizo, como hemos visto, Almenara el agente más activo de Felipe II en la causa o causas que en la corte del Justicia se seguían contra Antonio Pérez, con lo cual acabó de provocar contra su persona el odio del pueblo. He aquí en resumen explicados los antecedentes que prepararon y ocasionaron la conmoción popular de Zaragoza que dejamos apuntada en el anterior capítulo, y de cuyos sucesos daremos cuenta ahora hasta ver el desenlace fatal que tuvieron.
Tan luego como cundió por el pueblo de Zaragoza la noticia de haber sido extraídos Antonio Pérez y Mayorini de la cárcel de los Manifestados y conducidos a las del Santo Oficio (24 de mayo, 1591), tumultuose, como dijimos, el pueblo a los gritos de «¡Contrafuero! ¡Viva la libertad!» Una parte de él se dirigió al palacio del marqués de Almenara, a cuyo empeño e influjo se atribuía en gran parte la violación del fuero. Hallábase ya aquél cerrado y defendido por los criados del marqués; y el mismo don Íñigo, que era hombre resuelto y animoso, preparado a resistir a la desenfrenada turba. El Justicia mayor, que con sus dos hijos don Juan y don Pedro de La Nuza y los lugartenientes había acudido en socorro del de Almenara, para libertarle del furor popular tuvo que prometer a los amotinados que le llevaría preso. Mas cuando iban a salir de la casa, ya la invadían los tumultuados, que haciendo ariete de una viga habían logrado derribar la puerta. Escudándole con sus cuerpos le sacaron y llevaban camino de la cárcel el Justicia y sus lugartenientes por entre las agitadas turbas. Al llegar cerca de la plaza de la Seo, cayó el anciano Justicia empujado por la muchedumbre, quedando muy quebrantado y pudiendo con harto trabajo retirarse. «¡Mueran los traidores!» gritaban los amotinados. Y pasando de los denuestos e insultos a las vías de hecho, los más audaces pusieron las manos en el marqués, golpearon y maltrataron su cuerpo, y le dieron algunas cuchilladas en el rostro. De esta manera llegó a la cárcel, donde, acaso no tanto de la gravedad de las heridas como del despecho de haberse visto de aquella manera ultrajado, le acometió una fuerte calentura que a los catorce días le llevó al sepulcro.
Mientras tales desmanes se cometían con el marqués de Almenara, otros grupos de revoltosos se habían dirigido a la Aljafería, donde estaban el tribunal y las cárceles del Santo Oficio, pidiendo desaforadamente que los presos fueran restituidos a la Manifestación, insultando a los inquisidores, y diciendo que si no entregaban los presos, habían de morir abrasados como ellos hacían morir a los demás. Conferenciando los inquisidores sobre lo que en tan apurado trance deberían y podrían hacer, recibieron diferentes billetes del arzobispo exhortándolos a que, atendida la actitud del pueblo, volvieran los presos a la cárcel de los Manifestados, como único remedio posible para sosegar el tumulto. El virrey obispo de Teruel, el Zalmedina, varios magistrados y canónigos, los condes de Aranda y de Morata, se fueron presentando sucesivamente en la Aljafería, y todos instaban a los inquisidores a la entrega de los presos, única manera de aplacar el motín y de evitar que aquella noche pusieran fuego los alborotados al palacio de la Aljafería, o hicieran otra tropelía semejante o mayor que la cometida con el marqués de Almenara. El inquisidor don Juan de Mendoza se mostró desde luego propenso a condescender; Morejón hubiera también venido en ello; no así Molina de Medrano, que después de proponer varios medios para sosegar el alboroto, opinaba por la resistencia, diciendo que valía más sepultarse entre las ruinas del palacio, que acceder a lo que pedía la plebe. Al fin, recibido otro tercer billete del arzobispo, y nuevas instancias del virrey, accedieron a que fueran sacados los presos, bien que no sin protestar que aunque estuviesen en la cárcel de los Manifestados lo estarían a nombre del Santo Oficio.
Entregados pues al virrey y al Zalmedina, fueron aquellos trasladados en un coche en medio de la muchedumbre, que expresaba su alborozo con aclamaciones y vivas a la libertad, y encargando a Antonio Pérez que cuando estuviera en la cárcel se asomara a la ventana tres veces al día para estar ellos ciertos de que no habían vuelto a quebrantarse sus fueros. El tumulto se apaciguó desde que vieron a Pérez fuera de la Inquisición{4}.
Mucho envalentonó este triunfo a los fueristas aragoneses, y más todavía a los amigos de Antonio Pérez que lo eran entre otros el conde de Aranda, don Diego de Heredia, hermano del conde de Fuentes, don Pedro y don Martín de Bolea, don Juan de Luna, Manuel don Lope, el señor de Huerto, don Martín de La Nuza, don Iban Coscón, don Miguel de Gurrea, y como cabezas de motín Gil de Mesa, Gil González y Gaspar de Burces. Para el caso de que se intentara volver los presos a la Aljafería llamaron a Zaragoza gente de la montaña. Recusaban los diputados que pasaban por adictos al rey. Denunciaron dos de los lugartenientes del Justicia, Chález y Torralba, amigos del marqués de Almenara, al tribunal de los Judicantes, que era un tribunal de diez y siete jueces legos que entendía en esta clase de denuncias, los cuales condenaron a los dos lugartenientes a privación de oficio y destierro del reino. Y mientras la gente popular rodeaba por las noches las cárceles y disparaba arcabuzazos a los dependientes del Santo Oficio, los hombres de letras buscaban en los archivos las escrituras en que debía constar que había fenecido el plazo por el cual había sido admitido en el reino el tribunal de la Inquisición.
Ocupado entonces Felipe II y muy empeñado en la guerra de Francia, y siempre lento en sus resoluciones, obró con poquísima energía, y acaso muy meticulosamente en el castigo del motín de Zaragoza. Escribió a las ciudades de Aragón que nunca había sido su ánimo violar los fueros del reino, sino entregar al tribunal correspondiente los procesados por delitos contra la fe; y creyó conseguir algo con que el Consejo de la Suprema mandara a los inquisidores de Aragón publicar la bula del papa Pío V contra los que impedían el libre ejercicio de la Inquisición, y que hicieran que los presos volvieran nuevamente a las cárceles del Santo Oficio. A la publicación de la bula respondían los zaragozanos con pasquines y escritos insultantes que fijaban en los parajes públicos cada día, y con romances satíricos que se atribuían a Antonio Pérez. Los inquisidores amedrentados no se atrevían a obrar como se les mandaba, y el mismo Molina de Medrano, el más duro y el más inexorable de ellos, pedía al Consejo Supremo le permitiera marcharse de Aragón, porque su vida estaba en continuo peligro. Son notables las palabras con que los inquisidores pintaban el espíritu de la población. «Toda la república (decían), hasta los clérigos y frailes y monjas, están aun tan movidos, que en las más conversaciones y ayuntamientos no se trata sino deste negocio con demostración de ponerse a cualquier peligro por defensa de la libertad…– Y hemos entendido… que si no se aseguran de que no saldrá Antonio Pérez del reino, perderán la vida antes que dar lugar a que se traigan los presos…– El día que se tratase de sacar a Antonio Pérez deste reino con nombre y autoridad del Santo Oficio, se podría mandar a los oficiales y ministros dél que tomasen otro modo de vivir, sin quedarnos esperanza que por ningún camino se podría ejercitar, según el estado en que hoy están las cosas…– Conforme a esta mala disposición de ánimos, y a la sospecha que tienen arraigada de que volviéndose a la Aljafería el dicho Antonio Pérez se le dará garrote o se le llevará a Castilla, contra los fueros y libertades del reino, parece que la materia no está bien dispuesta para tratar de proceder contra los lugartenientes del Justicia de Aragón para que lo remitan, porque sin dubda creemos habrá motín del pueblo, y muy formado, por ser más pensado y prevenido, y aun publicado por los que le ayudan, que es casi todo el pueblo y de todos estados, que parece los tiene hechizados{5}.»
Mientras en Madrid se tomaban multitud de declaraciones sobre los sucesos de mayo a los desterrados y huidos de Zaragoza, y se creaba una nueva junta para entender en el negocio de Antonio Pérez, y esta junta elevaba consultas al rey, en Zaragoza se consultaba también a trece letrados, cuyo parecer fue un término medio, a saber, que no podía anularse, pero sí suspenderse el derecho de Manifestación, y que los inquisidores podían reclamar a Antonio Pérez y llevarle a sus prisiones con tal de restituirle otra vez al Justicia, a no ser que relajaran al preso{6}. Esta singular interpretación del fuero fue un acto de flaqueza de los jueces que alentó a Felipe II y de que supo bien aprovecharse. Desde el Escorial, donde se hallaba, escribió al virrey de Aragón, al gobernador, al Justicia, a los diputados del reino, a los jurados de Zaragoza, al conde de Morata, a don Jorge de Heredia, a otros muchos señores titulares y caballeros, apelando a su fidelidad, ordenándoles que vieran de hacer salir la gente de la montaña, y dictando otras varias disposiciones. Los señores de título iban adhiriéndose al rey, el Justicia y la diputación flaqueaban, ladeáronse el conde de Aranda y el duque de Villahermosa, y los inquisidores se animaron a expedir nuevo mandamiento para que los presos fueran otra vez trasladados a las cárceles del Santo Oficio (17 de agosto).
Con esto comenzó a alterarse y removerse de nuevo la población, siempre adicta a sus fueros y decidida a proteger a Antonio Pérez. Aun le quedaban a éste algunos nobles de los más enérgicos y populares, y los que le desamparaban eran de los que no tenían crédito ni autoridad con el vulgo. Antonio Pérez mantenía el espíritu y fogueaba los ánimos de los labradores, industriales, y gente popular con escritos que lanzaba desde su prisión. Grupos imponentes recorrían las calles, y una noche haciendo la ronda de la ciudad el Zalmedina le fueron disparados varios arcabuzazos, de que resultaron algunos de la ronda heridos; y él y el gobernador a quien fue a buscar tuvieron que retirarse{7}. De modo que ni el Justicia, ni el virrey, ni los ministros de la Inquisición se atrevían a ejecutar el mandamiento expedido, aun con haberse ido rodeando de gente de guerra. Temía no obstante Antonio Pérez que se realizara su segunda extradición, y pensó en fugarse. Ya tenía casi enteramente limada la reja de su aposento con unas tijeras de que había hecho lima, cuando fue descubierto y denunciado por un jesuita, el padre Francisco Escribá{8}, de quien el preso se confiaba, con cuyo motivo se le mudó a otra prisión más segura, en la cual se le incomunicó.
Por último resolvieron los inquisidores, con acuerdo del Justicia y sus lugartenientes, verificar otra vez la remisión de Antonio Pérez y Mayorini a las cárceles inquisitoriales. Señalose para este acto el 24 de setiembre: día terrible y fatal por sus consecuencias para Zaragoza, para el reino de Aragón, para toda España. Oigamos primero al mismo secretario de la Inquisición, Lanceman de Sola, referir lo que pasó aquel día. «Habiéndose tratado de la restitución de Antonio Pérez al Santo Oficio con tanto acuerdo como se podía imaginar, y resuelto que se hiciese hoy, y al parecer con tanta seguridad como se podía desear, y habiéndose presentado las letras de los inquisidores a los lugartenientes en su consejo… y respondido en él todos a voces que era muy justo que se restituyese, y que acompañarían todos con sus personas y pondrían las vidas; habiendo salido un lugarteniente de la corte del Justicia, relator del proceso, con el virrey, dos diputados, dos jurados y los condes de Sástago, Aranda y Morata, y todos los señores de vasallos, nobles, y la otra gente principal del reino y ciudad, y más de seiscientos arcabuceros, llegados a la cárcel de los Manifestados, y estando ya en ella librando los presos, y testificando ya la entrega dellos al alguacil, queriéndoles ya bajar a poner en los coches, se revolvió en el mercado una brega de una gente que secretamente habían traído don Diego de Heredia, don Martin de La Nuza, don Juan de Torrella y Manuel don Lope, cuyo caudillo a la postre se declaró Gil de Mesa, que habiendo muerto ocho o diez hombres de una parte y de otra, los contrarios ganaron la plaza y cercaron las casas donde se habían retirado el virrey y los condes, y fue de manera la prisa que les dieron, que los obligaron a salir huyendo por trapas y tejados, y a una de las dichas casas la dieron a fuego y la quemaron toda; y al lugarteniente, un diputado y un jurado y al alguacil del Santo Oficio y a mí, que estábamos en la cárcel de los Manifestados con treinta arcabuceros que había dentro en custodia della, nos emprendieron pidiendo a voces que les mostrásemos el preso, que lo querían ver; y habiéndonos determinado de darle lugar que se pusiese a la reja, entendiendo que bastaría aquello para su satisfacción, sucedió de suerte que viéndole el pueblo amotinado, y Gil de Mesa con ellos, a voces pidieron que les diesen el preso; y queriéndonos hacer fuertes dentro y cerrando los presos, derribaron las puertas de la calle con ser muy recias, y después las segundas del zaguán, y a fuerza entraron la cárcel, y nos obligaron a todos a salir huyendo por unos tejados que caen a la casa del Justicia de Aragón. Y Gil de Mesa, rompidas las puertas, entró con los otros, y sacaron a Antonio Pérez, y se lo llevaron con grandísima vocería, y después volvieron por Juan Francisco Mayorín, y hicieron lo mesmo; y ahora me acaban de decir que los han visto salir en cuatro caballos por la parte de Santa Engracia, que aunque la ciudad la tenía cerrada con las demás, rompieron la cadena y por allí se fueron; de manera que este suceso ha dado manifiesta demostración que ya no hay que aguardar sino que el Rey nuestro Señor con su mano poderosa, pues la tiene ahora en la raya, se entre por este reino y castigue esta con las demás. Una cosa certifico a vtra. mrd., que todos los soldados que tenían el reino, ciudad y señores, hicieron tan poca resistencia, que más fue apariencia que cosa de efecto, y algunos dellos se pasaron a la banda contraria… Dios nos tenga de su mano, y guarde a vtra. mrd. De Zaragoza a 24 de septiembre de 1591.– Lanceman de Sola{9}.»
En otras relaciones se añaden otras varias circunstancias del suceso, como la de haber el cabildo catedral hecho sacar el Santísimo Sacramento de la parroquia de San Pablo, la más inmediata al mercado, y avisado o todos los conventos para que saliesen los religiosos en procesión; que el grito de los amotinados era «¡viva la libertad! ¡vivan los fueros!», que al gobernador le habían sido disparados algunos arcabuzazos; que el conde de Aranda recibió un tiro en el peto, y todos corrieron gravísimos peligros; que fueron muertas las cuatro mulas y quemado el coche preparado para conducir a los presos; que a las cinco de la tarde, victorioso el pueblo, todo quedó sosegado; que Antonio Pérez iba huyendo por la parte de Tauste, y que se habían enviado emisarios en su busca, despachado correos a los lugares de las fronteras de Cataluña, Valencia y Castilla para que le detuviesen, y ofrecido por pregón 2.000 ducados de premio al que entregara su persona{10}.»
Felipe II luego que tuvo noticia de este acontecimiento, sin mostrar grande alteración, que era admirable su serenidad en tales casos, escribió a la ciudad de Zaragoza la carta siguiente: «El Rey.– Magníficos y amados y fieles nuestros: Habiendo sabido el suceso que tuvo lo que se ofreció en 24 deste, y teniendo presente lo que conviene para la prevención de lo porvenir, y excusar la multiplicación de inconvenientes, me ha parecido advertiros por medio de mi lugarteniente general lo que dél entenderéis en respeto de guardar la sala de armas; a lo que os explicare en mi nombre sobre este punto, acudiréis y atenderéis como a cosa no menos precisa que importante, que demás de lo que conviene para vuestro bien, seré dello muy servido. Datt. en Sant Lorenzo a XXX de setiembre, MDXCI.– Yo el Rey.– M. Clemente, Protonot.{11}» El miedo con que quedaron las autoridades de Zaragoza era muy grande: el virrey pedía a S. M. le permitiera trasladarse a otro punto con la audiencia, por la poca seguridad en que allí se creía: reclamaban las parroquias y oficios (que así se llamaba por su distribución al vecindario) que se les encomendara a ellos la guarda y defensa de la ciudad, y que se despidiera la tropa que había, y ya se trataba de repartirles las armas, cuando llegó orden del rey para que en lugar de armar los vecinos se custodiaran aquellas y pusieran a buen recaudo, según tenía mandado.
El 15 de octubre anunció ya Felipe II a los jurados de Zaragoza que había resuelto enviar a la ciudad el ejército que al mando de don Alonso de Vargas se hallaba reunido con destino a la guerra de Francia, expresando que el objeto de esta medida era, «que quede restaurado el respeto al Santo Oficio de la Inquisición, y el uso y ejercicio de vuestros fueros sea libre{12}.» A pesar de esta indicación, y no obstante haber dicho Felipe II aún más explícitamente en otra carta a los jurados de Zaragoza: «Mi intención no es sino de guardaros vuestros fueros, y no consentir que nadie los quebrante,» la noticia de la aproximación de las tropas reales llenó de inquietud y puso en alarma a los zaragozanos. Varios caballeros e hidalgos dirigieron un memorial a los diputados de Aragón, pidiéndoles que vieran de conservar ilesos los fueros y libertades del reino. El vecindario representó a la diputación que sabiéndose se aproximaba don Alonso de Vargas con ejército, lo cual era contra las libertades y fueros aragoneses, viera de poner «incontinenti y sin dilación» el oportuno remedio (26 de octubre). Y por separado pedían armas, y querían apoderarse de la Aljafería. El prior de la Seo, dignidad que seguía a la del arzobispo, hizo una exposición a los diputados, en que citando el Fuero 2.° De generalibus privilegiis, manifestaba resueltamente su opinión de que la entrada del ejército era contra los fueros del reino у de mucho peligro para el mismo, concluyendo con decir que deseaba constara en todos tiempos que este era su voto (27 de octubre). Varios caballeros en otro memorial a los diputados, dijeron, que siendo ya notoriamente cierta la ida de Vargas con tropas, los diputados y el Justicia estaban ya en el caso de salir a la defensa de los fueros. Y no era esto solo, sino que los labradores y vecinos llegaron a apoderarse de las armas de la ciudad, no encontrando gran resistencia en los jurados, y pedían todas las del reino.
Tal veía el virrey el espíritu público, que al día siguiente (28 de octubre) despachó dos emisarios a Vargas pidiendo en su nombre, en el del reino y ciudad, suspendiera la entrada hasta recibir nueva orden de S. M., y aquella misma noche y al otro día envió dos correos al rey suplicando mandara diferir la entrada del ejército, y en caso de que no, le avisara para ponerse en cobro con sus consejos en la Aljafería, añadiendo que en su sentir convendría convocar cortes para Calatayud, e irlas prorrogando y entreteniendo hasta buscar remedio a las cosas del reino. A mayor abundamiento, la diputación consultó con sus abogados ordinarios y extraordinarios si la entrada de las tropas reales era o no contra fuero, y los letrados dieron su dictamen (31 de octubre), opinando unánimemente, «que según la disposición del dicho fuero, pueden y deben los señores diputados con gran celeridad… juntando con el señor Justicia de Aragón, convocar a expensas del reino las gentes que parecerán necesarias para resistir a las personas extranjeras nombradas en la cédula, según suplicación dada en este proceso, y otras cualesquiera, que no entren en el presente reino, y que pueden compelir, y si hubieren entrado espelillos… y que con esto deben mandar a los procuradores del reino que requieran al señor Justicia de Aragón convoque las gentes del reino para resistir las dichas gentes extranjeras, y que vaya a resistir y expeler aquellas, notificándole al dicho señor Justicia todo lo que por el presente proceso consta y paresce{13}.»
Con esto la corte del Justicia y la diputación declararon ser contra fuero la entrada de don Alonso de Vargas con ejército formado, y estar obligados a convocar todo el reino, y mano armada salir a resistirle. En su virtud ordenaron a todas las ciudades y villas, barones y caballeros, les acudiesen con sus hombres y artillería, mosquetes y arcabuces; hicieron llamamiento a la gente de la montaña; reclamaron la ayuda del reino de Valencia y principado de Cataluña, conforme a los pactos estipulados entre los tres reinos para casos tales, y nombraron un consejo de guerra, si bien los nombres de las personas irritaron al pueblo y a los verdaderos fueristas, que al ver entre los consejeros personas como el duque de Villahermosa y el conde de Aranda de quienes decían que habían vendido el reino, vociferaban que la nominación se había hecho para venderlos a ellos también, y protestaban contra ella. A pesar de esto las prevenciones y armamentos seguían: los señores acudían con sus vasallos armados: llevábase la artillería de Teruel y de Pedrola; tratábase de sacar de su cauce un río para empantanar los campos por donde habían de ir las tropas de Castilla: los albañiles se ofrecían a reparar las tapias de la ciudad a su costa: los pudientes ofrecían dineros: se nombraban capitanes: hízose a don Diego de Heredia general de la caballería; de la artillería a don Pedro de Bolea; de la gente de la montaña a don Martín de La Nuza y maestre de campo general a don Luis de Bardají.
Por su parte Felipe II, que en lo general no pecaba de precipitado, en vez de mandar avanzar las tropas quiso enviar antes a Aragón a don Francisco de Borja y Centellas, marqués de Lombay (5 de noviembre), con una larga instrucción de lo que había de hacer para ver de tranquilizar el reino. Preveníale en ella cómo había de tratar y lo que había de decir a cada una de las universidades y a cada uno de los grandes señores de vasallos para apartarlos de la causa de los revoltosos y atraerlos al servicio del rey; y en cuanto al objeto, siempre era al decir de Felipe II el de restaurar el Santo Oficio de la Inquisición y el libre ejercicio de los fueros del reino, cuyas dos cosas eran precisamente las que los aragoneses no comprendían que pudieran andar unidas, y menos en aquellas circunstancias. Lo mismo decía don Alonso de Vargas a la comisión del virrey y diputados de Zaragoza, cuando ya estaba con su ejército en Frescano: «Heles respondido (decía al rey) dando a entender que la intención de V. M., según la nueva orden que me ha dado, es conservar los fueros deste reino (9 de noviembre).»
Noticiosos los de Zaragoza de cómo iban avanzando las tropas de Castilla, obligaron ya al Justicia{14}, a salir a resistirlas, como lo verificó, acompañado del diputado don Juan de Luna y del jurado Juan de Meteli, adelantándose a una corta jornada de la ciudad. Cataluña y Valencia no habían respondido al llamamiento de los zaragozanos; de las ciudades del reino, a excepción de Teruel, Albarracín y alguna otra, habían recibido muy escasos socorros: el duque de Villahermosa y el conde de Aranda, mal reputados ya del pueblo, y tenidos de algunos por traidores, huyeron temiendo la furia popular, y se vieron obligados a salir del monasterio de Santa Engracia en que se acogieron, descolgándose por las paredes de la huerta, y pasando no pocos trabajos y peligros hasta llegar a Épila: el conde de Morata escribía al rey desde Zaragoza jactándose de haberse negado al requerimiento de los insurrectos, y le instigaba a que los castigara duramente, sin reparar en que quebrantara los fueros: y por último, el Justicia, que había salido con escasos dos mil hombres, cediendo a un tiempo a la debilidad de su carácter y a la impotencia de resistir al ejército castellano, en Utebo desamparó la gente de guerra, el estandarte de San Jorge, y hasta la cota de armas de Aragón que llevaba puesta, y se retiró a Épila. Lo mismo hicieron el diputado Luna y el jurado Meteli, y la gente viéndose sin cabezas se volvió en desorden a la ciudad. Desde Épila circularon los tres fugitivos cartas al reino (11 de noviembre), explicando las causas y razones que habían tenido para su deserción, entre las cuales figuraba principalmente la de que la gente que llevaban era poca y mal disciplinada, que se amotinaba «a cada credo», amenazando matar al Justicia, diputado y jurado, y a los que con ellos iban{15}.
Lo cierto es que desamparados así los de Zaragoza, entró don Antonio de Vargas con su ejército sin resistencia alguna en la ciudad (12 de noviembre). Ningún acto de rigor señaló la entrada del general castellano. Antes bien escribió al rey que le parecía muy conveniente otorgar un perdón general, con excepción de muy pocas personas las más culpadas, y envió a llamar al Justicia y diputados, al duque de Villahermosa y conde de Aranda; siempre ofreciendo la conservación de los fueros. El 19 de noviembre continuaba Vargas aconsejando al rey que diera el perdón general. «Y esto conviene mucho (decía), y que sea luego; que enviando el perdón general, poniendo en él algunas palabras en que les asegure V. M. la conservación de los fueros, que es en lo que pierden el juicio, exceptuando algunas personas que V. M. fuese servido, y haciendo el apellido y proceso contra ellos, las cosas irán muy bien.» Decíale también que convenía poner virrey natural del reino, y con estas y otras semejantes medidas aseguraba que la gente volvería a su servicio. Los caudillos de los sublevados habían huido, unos a Cataluña, otros a la montaña, y se había enviado gente a buscarlos y prenderlos, lo mismo que a Antonio Pérez, que se suponía estuviera todavía en Aragón. Los demás, incluso el Justicia, se fueron presentando, fiados en el llamamiento de Vargas y en su conciliadora indulgencia. El mismo marqués de Lombay, que entró en Zaragoza el 28 de noviembre, les repetía la promesa de la conservación de los fueros, y lo más que proponía al rey (10 de diciembre) era que se desaforaran el reino y la ciudad por tiempo limitado; y lo que quería también era que la corte del Justicia y la diputación declararan que la entrada del ejército real no era contra fuero, y que la declaración anterior en sentido contrario la habían hecho forzados por los revoltosos.
Los inquisidores eran los que pedían prontos y duros castigos. Molina de Medrano, que había venido a Madrid a recibir el premio de sus servicios al rey y al tribunal, dio al inquisidor general un dictamen que no respira sino iracundia y venganza. En él denunciaba nominalmente los que tenía por culpados, así de la clase de caballeros como de eclesiásticos y de labradores y gente común.
Gozábase no obstante de sosiego en Zaragoza, y todo parecía haber terminado pacíficamente. El marqués de Lombay se había alojado en la casa del duque de Villahermosa su tío: allí iban a comer el general y los jefes del ejército. El Justicia seguía funcionando con su corte. Por desgracia toda aquella tolerancia y blandura, toda aquella conciliación se cambió de improviso en terror y en crueldad. Felipe II, que bajo una simulada indulgencia había estado meditando en misterioso silencio, según su costumbre, un golpe seguro de real venganza, con órdenes secretas que pasó al general don Alonso de Vargas preparó para el 19 de diciembre de 1591 en Zaragoza y para con los magnates aragoneses una escena semejante a la de 9 de setiembre de 1567 en Bruselas con los magnates flamencos. Al modo que los condes de Horn y de Egmont, al salir tranquilos y confiados del consejo fueron alevosamente dados a prisión por el duque de Alba que los había convocado, así el Justicia mayor de Aragón don Juan de La Nuza, al salir cerca de las doce del día del palacio de la diputación donde acababa de celebrar consejo con sus lugartenientes, para oír misa en la inmediata iglesia de San Juan, se vio sorprendido e intimado que se diese a prisión en nombre del rey por el capitán Juan de Velasco con su compañía armada de arcabuceros. Atónitos cruzaron sus miradas de aturdimiento el gran magistrado y sus lugartenientes. La orden del rey fue severamente cumplida, y La Nuza conducido primeramente a la casa de don Alonso de Vargas, y después a la del maestre de campo don Francisco de Bobadilla. Con no menor artificio y engañosa traza fueron presos el mismo día el duque de Villahermosa y el conde de Aranda, y llevados con escolta, el primero al castillo de Burgos y el segundo al de la Mota de Medina y de allí al de Coca.
Aquella misma noche se notificó al Justicia que se preparara a morir en la mañana siguiente.– «¡Cómo! exclamó el desdichado La Nuza: ¿y quién me condena?– El rey mismo, le respondieron: –Nadie puede ser mi juez, replicó, sino rey y reino juntos en cortes.» Inútil era toda reclamación. Sin escribirse contra él una sola palabra, sin tomarle confesión, sin otro proceso que una carta del rey en que decía: «Prenderéis a don Juan de La Nuza, y hacerle luego cortar la cabeza:» el supremo magistrado de Aragón iba a ser llevado al suplicio. Diéronle por confesor al jesuita P. Ibáñez, y destináronle otros religiosos para que le acompañaran hasta el cadalso{16}, que en la misma noche se levantó en la plaza del Mercado. A primera hora de la mañana, puesto todo el ejército en armas y amenazando a las casas las bocas de los cañones, fue sacado don Juan de La Nuza con grillos, vestido con el mismo traje de luto que llevaba por la reciente muerte de su padre, y conducido en un coche hasta el lugar del cadalso, donde a voz de pregón se publicó que el rey le mandaba cortar la cabeza, derribar sus casas y castillos y confiscar su hacienda por haber alzado banderas contra su real ejército. El verdugo hizo su oficio: al golpe de su hacha cayó rodando la cabeza del magistrado superior de la más independiente de las monarquías: con él, como decía enérgicamente Antonio Pérez, fue ajusticiada la justicia. Siglo y medio hacía que el alto cargo de Justicia mayor del reino de Aragón venía ejerciéndose hereditariamente por la ilustre familia de los Lanuzas. El cuerpo de don Juan fue llevado en hombros de los capitanes del ejército al monasterio de San Francisco, donde se le dio sepultura. «Día, exclama un escritor de aquel reino, cuyo memoria deben los aragoneses señalar con piedra negra.»
Lejos de darse por satisfecha con el suplicio del Justicia la venganza real, fue la señal de haberse acabado el disimulo, y el principio de una época de espanto y de terror. El palacio, por tantos títulos insigne, de don Juan de La Nuza, fue derruido hasta los cimientos: para ello fue necesario lanzar de él a su desventurada y afligidísima madre doña Catalina de Urrea. Del mismo modo cayeron desmoronadas las casas de los nobles que habían tenido parte en el alzamiento. Las mejores calles de Zaragoza presentaban el aspecto de la desolación con aquellas nobles ruinas; y la piqueta del albañil destrozando las viviendas de los nobles anunciaba lo que haría el cuchillo real en las gargantas de sus dueños si eran habidos. Muchos lo fueron, aunque algunos tuvieron la fortuna de salvarse emigrando del reino. El conde de Aranda y el duque de Villahermosa murieron en sus prisiones antes de pronunciarse sobre ellos sentencia. Fueron cortadas en Zaragoza, después de darse a algunos horribles tormentos cuya relación hace estremecer, las cabezas de don Diego de Heredia, barón de Bárboles, y de don Juan de Luna, señor de Purroy. Igualmente fueron condenados al último suplicio don Martin de La Nuza, señor de Biescas, que se refugió a Francia, don Miguel de Gurrea, primo del duque de Villahermosa, don Antonio Ferriz de Lizana, don Juan de Aragón, cuñado del conde de Sástago, don Martín de Bolea, señor de Siétamo, y otros varios caballeros con muchos artesanos y labradores, además de los ajusticiados en Teruel y en algunos otros puntos (1592). Y últimamente, como observa un ilustrado escritor de estos sucesos, hasta el verdugo Juan de Miguel fue ahorcado por su ayudante{17}.
Por último, Felipe II, a imitación de su padre después de vencidas las comunidades de Castilla y ajusticiados sus principales caudillos, envió también un perdón general (24 de diciembre, 1592), en el que, después de encarecer mucho el rey su indulgencia y benignidad, se exceptuaba a tantos, que, como se decía en Zaragoza, «era mayor el número de los exceptuados que el de los delincuentes:» pues que además de ciento diez y nueve personas que nominalmente se exceptuaban, hidalgos, abogados, mercaderes, artesanos y labradores, tampoco alcanzaba el perdón a los eclesiásticos y frailes, a los capitanes y alféreces que hubieran tomado parte en el movimiento, ni a los letrados que dieron dictamen de que se debía resistir la entrada del ejército castellano por ser contra fuero. En una palabra el perdón general de Felipe II de 24 de diciembre de 1591 para los sublevados de Aragón, fue como el perdón general de su padre Carlos V de 28 de octubre de 1522 para los sublevados de Castilla; uno y otro alcanzaban solamente a los que la ley no puede castigar, a las masas.
A los rigores de la justicia real se agregó el de la Inquisición, que alentada con la protección del rey comenzó activamente sus procedimientos. Se mudaron todos los ministros del Santo Oficio de Zaragoza. Cerca de ciento treinta personas fueron encarceladas, casi ninguna por delitos contra la fe, las más por haber ayudado a la fuga de Antonio Pérez o hecho o dicho algo para resistir al ejército{18}. Algunas fueron relajadas y remitidas al brazo secular, que ejecutó en ellas la pena de muerte; otras a destierro, y a otras penas menores. Entre los relajados y remitidos al brazo secular era el primero Antonio Pérez, «por convicto de hereje, decía la sentencia, e incurso en excomunión mayor.» Y como se hallase ya entonces refugiado en Francia, fue sacado al auto en estatua (20 de octubre, 1592), con coroza y sambenito con llamas de fuego. En la sentencia se declaraba a sus hijos e hijas, y a sus nietos por línea masculina, inhábiles e incapaces para poder poseer dignidades, beneficios y oficios eclesiásticos ni seglares, y para poder traer sobre sí ni sus personas oro, plata, ni perlas, piedras preciosas, corales, seda, chamelote, paño fino, ni andar a caballo, ni traer armas, ni usar otras cosas de las prohibidas a los inhábiles por derecho común y por las instrucciones del Santo Oficio{19}. La estatua de Antonio Pérez fue quemada la última en este auto de fe, que duró desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche{20}.
Así triunfaban a un tiempo el rigor de la justicia real y el rigor de la Inquisición por medio del terror y de los suplicios. El espanto era general en el reino. Las libertades aragonesas quedaban ahogadas en la sangre de los cadalsos, como setenta años antes lo habían quedado las libertades castellanas. El hijo consumó la obra del padre. Las armas de Castilla ayudaron a matar los fueros de Aragón, como en expiación de haber abandonado a las comunidades castellanas las armas aragonesas.
Sin embargo, todavía quiso Felipe II dar cierto aspecto de legalidad a la nueva situación política que el triunfo de la fuerza daba a la corona en aquel reino, a cuyo fin convocó cortes en Tarazona para revisar y reformar la legislación foral aragonesa. Abriéronse, contra la costumbre, sin la presencia del monarca (junio, 1592), que no habiendo podido asistir en tiempo oportuno como había ofrecido, designó para que las presidiera en su nombre, y consiguió que fuese habilitado para ello el arzobispo de Zaragoza don Andrés de Bobadilla, que leyó el discurso, llamado entonces proposición. Habiendo muerto el arzobispo, fueron nombrados representantes de la parte del rey el regente Juan Campi, el doctor Juan Bautista de Lanuza, que hacía oficios de Justicia de Aragón, y el abogado fiscal doctor Gerónimo Pérez de Nueros (setiembre, 1592). Murieron también en aquellas cortes, que parecían sepulcro de los ministros reales, los doctores Campi y Nueros, y el protonotario Miguel Clemente. Al fin fue el rey mismo a las cortes de Tarazona, llevando consigo al príncipe don Felipe, que fue jurado en ellas y prestó a su vez el acostumbrado juramento.
Otorgaron a Felipe II estas cortes un servicio de setecientas mil libras jaquesas, el mayor que jamás habían concedido los brazos del reino, según ellos mismos expresaron. Aprovechando el rey la consternación y la flaqueza y quebranto del reino, logró de aquellas cortes la modificación de los fueros que miraba como más incompatibles con el poder absoluto de la corona. Así la unanimidad de votos que antes se necesitaba para hacer ciertas leyes y para imponer tributos, quedó reducida a la mayoría de sufragios como en Castilla. Se ampliaron las facultades del rey en la nominación de los diez y siete judicantes. El alto cargo de Justicia mayor del reino se hizo de provisión del rey, que podía nombrar a quien quisiere, y removerle a su voluntad. De modo, que esta veneranda e inmemorial magistratura, la más fuerte columna de las libertades aragonesas, quedó reducida a mera sombra de lo que había sido, y el Justicia convertido en un funcionario real. Se dio también al soberano la principal parte en el nombramiento de los lugartenientes. Se suspendía el pleito sobre virrey, y se concedía al monarca la facultad de nombrarle extranjero hasta las próximas cortes. A parte de esta modificación, se acordó que todas las demás que se hicieron de los fueros en estas cortes fuesen perpetuas{21}.
Concluido esto, descargó Felipe del peso del ejército la ciudad de Zaragoza, pero no sin presidiar la Aljafería, dejando allí las tropas suficientes para mantener la ciudad en respeto.
Tal fue el desenlace de la ruidosa y célebre causa de Antonio Pérez, y de las alteraciones de Aragón, y tal la conducta de Felipe II en estos tristes acontecimientos{22}.
{1} Sobre esto pueden verse mas pormenores en Zurita, y en Argensola (Lupercio), Información de los sucesos del reino de Aragón.
{2} «Ea res plurimum Aragonenses excitat atque conmovet.» Zurita, Index Rer. Aragon.
{3} Argensola, Información, capítulo 23.
{4} Testimonio de lo que pasó el 24 de mayo de 1591 en el palacio de la Aljafería, &c. Decretos reales y consultas.– Billetes escritos por el arzobispo de Zaragoza a los Inquisidores. Ibid.– Carta del arzobispo de Zaragoza a Felipe II.– Relación de lo que en la ciudad de Zaragoza pasó viernes 24 de mayo. Anónimo.– Carta de los inquisidores de Zaragoza al Consejo de la Suprema. Decretos reales, &c.– Llorente, Hist. de la Inquisicion, cap. 35.– Argensola, Información, &c., capítulos 30 y 31.– Herrera, Tratado, Relación y Discurso, &c., cap. 4.– Las Alteraciones de Aragón y su quietud, &c., MS. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, G. 42. Este libro se atribuye a Luis Cabrera de Córdoba, y sus notas marginales a Bartolomé Leonardo de Argensola; pero dudamos algo de lo primero, y más todavía de lo segundo, porque está muy lejos de convenir el sentido de las notas con la historia que Argensola escribió de estos sucesos.
{5} Cartas originales de los inquisidores de Zaragoza al Consejo de la Suprema, de 6 y 30 de junio, 11 y 16 de julio.– Consultas del Consejo de la Suprema al rey.– Copias de los pasquines que se fijaban en Zaragoza.– Decretos reales y consultas, &c. En el tomo XII de la Colección de documentos inéditos.
{6} Parecer de los Trece letrados, Colección de Documentos, tom. XII, pág. 221.
{7} Carta de los Jurados de Zaragoza a Felipe II, 4 de setiembre de 1591. Decretos reales y consultas, &c.
{8} Carta del virrey a Felipe II, a 11 de setiembre.– Carta del Justicia al rey, fecha id.
{9} Carta dirigida al inquisidor Juan Hurtado de Mendoza. Colección de documentos, t. XII, p. 403.– Sigue a este documento el testimonio de todo lo ocurrido dado de oficio por el mismo secretario.
{10} Una relación anónima. Otra de los Inquisidores al Consejo de la Suprema. Otras del virrey, del conde de Morata, del duque de Villahermosa y conde de Aranda, &c.– Memorial de Domingo Escartín a los inquisidores pidiendo le abonaran el importe de sus cuatro mulas y su coche quemado.
Los muertos y heridos que hubo aquel día fueron:
En la parroquia de San Pablo, 11 muertos, 8 heridos.
En el Hospital general, 2 muertos, 9 heridos.
En la parroquia de San Gil, 2 muertos, 5 gravemente heridos.
En el documento se expresan los nombres de todos.
{11} Copiada por nosotros del original, que se halla en el tomo IV de la Colección de Manuscritos de la Real Academia de la Historia, titulados: Procesos criminales en las sediciones de Zaragoza de 1591.
{12} Tom. IV de los Procesos.– En el tom. XII de la Colección de Documentos inéditos, pág. 460, se inserta este despacho como escrito al conde de Morata.
{13} Dictamen de los abogados que consultó la Diputación de Aragón, &c. Colección de Documentos, tom. XII, pág. 480.
{14} Este Justicia no era ya el mismo que había ejercido este cargo durante las primeras turbulencias. Aquél había muerto, y sucedídole su hijo primogénito, llamado también don Juan de La Nuza, como su padre.
{15} A fin de ahorrar a nuestros lectores la multiplicación de citas y comprobantes, debemos advertir que todo lo que aquí decimos lo escribimos con presencia de documentos originales, o de copias testimoniadas. Además de los que forman los citados tomos XII y XV de la Colección de Baranda y Salvá, tenemos a la vista unos treinta gruesos volúmenes en folio manuscritos, que se conservaban en el archivo del monasterio de Poblet, y hoy pertenecen a la Real Academia de la Historia. Todos son referentes a los sucesos de Aragón. En ellos hay multitud de cartas y despachos originales del rey, del Justicia, del virrey, de la diputación, de las universidades o ayuntamientos, del general del ejército, de los inquisidores, de todas las personas que por su oficio o por su posición intervinieron en los acontecimientos, fuera de muchas cartas y relaciones de personas particulares. Están además todos los procesos y causas que se formaron, declaraciones, informaciones, sentencias, &c., de modo que pueden saberse hasta los más mínimos incidentes y pormenores de estos sucesos.
{16} Entre ellos, dice Lupercio de Argensola, «el padre fray Pedro Leonardo, mi hermano, de la orden de San Agustín.» Argensola, Información, cap. 44.
{17} He aquí cómo describe otro de los Argensolas (Bartolomé Leonardo) algunos de estos suplicios. «A las tres de medio día sacaron de la cárcel de la Manifestación a los condenados, que eran… el primero Pedro de Fuertes, pelaire: salió en un serón atado de dos mulas arrastrado, y él cubierto de luto. Tras él salieron en dos mulas con gualdrapas y con sotanas largas de luto, Dionisio Pérez, Francisco de Ayerbe, y luego después don Diego de Heredia y don Juan de Luna, en mulas con gualdrapas, y ellos con sotanas y ferreruelos de luto, sin sombreros, y todos con una contrición y lágrimas admirables. Don Juan de Luna, muy flaco y viejo, aunque con muy gran ánimo y gravedad. Lleváronlos por las calles acostumbradas sin gentes de guarda, y con diferentes pregones, declarando como al primero le mandaba S. M. arrastrar, ahogar y hacer cuartos, y a los dos degollar, y a los otros dos cortar las cabezas y ponellas con letreros en diferentes partes juntamente con la de Francisco de Ayerbe, y confiscar todos sus bienes. En el cadahalso habló don Juan pocas, pero graves palabras, con gran ánimo y buen semblante… También habló don Diego, pero poco y como que no estaba en sí. Don Juan se desabrochó el cuello y los puños para que le atasen las manos, y estando muy en lo que hacía, ofreciéndolo a Dios, se arrodilló y puso de la manera que el verdugo le dijo… Luego, y con mucha presteza, le fue cortada la cabeza y alzada en alto.– Luego hizo lo mismo con don Diego, aunque fue por detrás, que así lo mandaba la sentencia, y tan mal como si le mataran enemigos. Demás de que gran rato le anduvieron segando, le dieron más de veinte golpes, de suerte que cayó el madero donde tenía el cuello, se le cayó la venda estando todavía vivo.– A los otros dos degollaron, y a Fuertes dieron garrote y hicieron cuartos… Las cabezas de don Juan de Luna, y don Diego, y Francisco de Ayerbe, pusieron luego, la de don Juan en la Diputación con su letrero, la de don Diego en la puente con su letrero, y la de Ayerbe en la cárcel nueva sin letrero, y la de Fuertes a la puerta del Portillo.» MS. de la Biblioteca del señor duque de Osuna.
{18} Argensola (Lupercio), Informacion, cap. 53.
{19} Testimonio auténtico de la sentencia fulminada contra Antonio Pérez por los inquisidores de Zaragoza. Documentos tom. XII, p. 558.
{20} «Remataba la procesión (dice Bartolomé Argensola) la estatua de Antonio Pérez parecida en cierta manera al original: traía coroza y sambenito con llamas de fuego y este letrero: Antonio Pérez, secretario que fue del rey Nuestro Señor, natural de Monreal de Ariza y residente en Zaragoza, por hereje convencido, fugitivo, relajado… Y porque se hacía de noche se leyó el proceso de Antonio Pérez, atropellando a otros sumariamente, &c.» MS. de la Biblioteca del duque de Osuna.
Por acumularle cargos y hacer ver que la propensión a la herejía era hereditaria en su familia, hasta le supusieron biznieto de un tal Antón Pérez, de Ariza, judío converso que decían haber sido quemado en otro tiempo en Calatayud.
{21} Ordenamiento de las Córtes de Tarazona.– Argensola, Información, cap. 54 y 55.– Herrera, Tratado, Relación y Discurso, &c. cap. 13 y 14.
{22} Habiendo sido tan ruidosa la causa de Antonio Pérez, e influido tanto en la mudanza de la condición política de todo un reino, creemos no desagradará al lector que le informemos sumariamente de lo que hizo este célebre personaje desde que le vimos salir de Zaragoza la tarde del 24 de setiembre de 1591, sacado de la cárcel por el pueblo amotinado.
Aquella tarde y noche anduvo nueve leguas en dirección de las Cinco Villas, y habiendo despedido a los que le acompañaban se quedó en un monte solo con Gil de Mesa. Allí estuvo escondido tres días, sin más alimento que pan y vino: de noche salía a buscar agua. Noticioso de que el gobernador había enviado gente en su busca, retrocedió del camino de Roncesvalles que ya había tomado para refugiarse en Francia. En este conflicto le avisó y aconsejó don Martín de Lanuza que se volviese a Zaragoza, donde se prometía salvarle mejor que en la montaña. En efecto, entró Antonio Pérez en Zaragoza el 2 de octubre, y estuvo oculto en la casa del don Martín, hasta que aproximándose don Alonso de Vargas con su ejército, y no creyéndose seguro se volvió a salir (10 de noviembre) dos días antes que entraran las tropas, burlando la vigilancia de la Inquisición. Poseemos copia de varias cartas de su correspondencia secreta en este tiempo, y que le fueron interceptadas.
Inútiles fueron también las pesquisas de los comisarios enviados a la montaña a perseguirle; y al fin, aunque no sin peligro, logró trasponer el Pirineo y llegar a Bearne (24 de noviembre), donde se presentó a la hermana de Enrique de Borbón, después Enrique IV, a quien anticipadamente había escrito pidiéndole asilo y amparo por medio de su amigo y confidente Gil de Mesa. Recibiole muy bien en Pau la princesa Catalina. Los agentes de Felipe II, noticiosos de su ida a Francia, le hicieron proposiciones de arreglo para ver de traerle a España, pero él, con noticia del rigor con que se castigaba en Zaragoza a sus favorecedores, cuidó bien de no dejarse engañar. Viendo frustrado este medio, cuenta él que el año que permaneció en Bearne hicieron varias tentativas contra su persona, que también salieron fallidas. En febrero de 1592 Antonio Pérez y sus amigos, habiendo conseguido que la princesa Catalina les ayudase con algunos capitanes y gente de guerra, hicieron una entrada en Aragón por uno de los valles del Pirineo y llegaron hasta la villa de Biescas: pero acometidos por la gente de Huesca y Jaca y por don Alonso de Vargas con una parte de su ejército fueron rechazados y obligados a volverse a Bearne con gran pérdida. Allí fueron cogidos algunos de los amigos de Pérez, y, ajusticiados después en Zaragoza. Del auto de fe, y de la quema en estatua del antiguo ministro de Felipe II hemos dado ya cuenta en el texto.
El resentimiento de Antonio Pérez contra el monarca español que tan duramente le había perseguido, fue sin duda lo que le movió a ofrecerse en Francia al servicio de Enrique IV con quien Felipe II estaba en guerra. Pareciole al Bearnés un instrumento que podría serle útil, y en la primavera de 1593 quiso ver a Antonio Pérez en Tours, donde tuvo con él largas entrevistas, de cuyas resultas le envió a Inglaterra con cartas para la reina Isabel, también enemiga de Felipe II. Partió, pues, Antonio Pérez a Inglaterra en el verano de 1593: allí hizo amistad con el conde de Essex, uno de los consejeros de la reina, por cuya mediación obtuvo Pérez una pensión de ciento treinta libras. Durante su mansión en Londres publicó Antonio Pérez sus Relaciones (1594), bajo el nombre supuesto de Rafael Peregrino, con cuyo escrito acabó de concitar el rencor de Felipe II, que veía sus secretos descubiertos a la faz de Europa. En Londres fueron cogidos dos irlandeses, que parece llevaban cartas y comisión del conde de Fuentes, gobernador entonces de los Países Bajos, para matar a Antonio Pérez: los dos irlandeses fueron condenados al último suplicio.
Habiéndose declarado formalmente la guerra entre Enrique IV y Felipe II en 1595, Antonio Pérez volvió de Inglaterra a Francia, reclamado por Enrique IV, que le hospedó y trató con mucha distinción y esmero en París, y se valió de los conocimientos y relaciones del antiguo ministro de España con el conde de Essex para mover a la reina de Inglaterra a que se uniese a la Francia para la guerra contra Felipe II. Hallándose Antonio Pérez en París, fueron descubiertos otros dos emisarios enviados de España para atentar contra su vida. Uno de ellos fue preso, diósele tormento, y fue ajusticiado algunos meses después en la plaza de Greve. Aunque Antonio Pérez recibía allí una pensión de cuatro mil escudos y parecía gozar de toda la confianza de Enrique IV, su espíritu se hallaba receloso, inquieto y agitado: sabía que seguían urdiéndose tramas contra él, y se hubiera retirado de allí si Enrique IV no le hubiera dicho que en ninguna parte estaría más seguro que a su lado.
Sin embargo, en la primavera de 1596 fue enviado segunda vez a Inglaterra para que ayudara a la negociación de una alianza ofensiva y defensiva que el de Francia deseaba. Pero esta vez encontró una desfavorable mudanza en su antiguo amigo el conde de Essex, que anduvo huyendo de verle, y Antonio Pérez tuvo que volverse a Francia ajado en su orgullo y sin haber tenido parte en el tratado que se firmó entre Francia e Inglaterra. Mas como continuara siendo confidente y consejero de Enrique IV, en enero de 1597 le pidió en recompensa de sus servicios las gracias siguientes: 1.° el capelo de cardenal para sí, si era cierto, según se decía, que hubiese muerto su mujer, y sino para su hijo Gonzalo: 2.° una pensión de 12.000 escudos en beneficios eclesiásticos, trasmisible a sus hijos: 3.° la continuación de los 4.000 escudos de pensión que disfrutaba: 4.° una gratificación para establecerse en la categoría de consejero que el rey acababa de concederle: 5.° una guardia para la seguridad de su persona: 6.° la libertad de su familia y la restitución de sus bienes en el caso de un tratado de paz entre Francia y España. Tanto apreciaba Enrique IV los servicios del proscrito español que le concedió todos estos capítulos.
Había trabajado mucho por estrechar la alianza de Francia e Inglaterra contra España, pero los acontecimientos, más poderosos que los trabajos y las intrigas de un hombre, trajeron la paz de Vervins (mayo, 1598), que cortó la antigua contienda entre Enrique IV y Felipe II. Antonio Pérez se esforzó por ser comprendido en la paz; mas como no lo lograse, hubiera quedado expuesto a la venganza de su antiguo soberano si los días de Felipe II no hubieran sido ya tan breves.
Según un manuscrito coetáneo, poco antes de morir Felipe II mandó sacar un papel que conservaba debajo de su cabecera, en el que se leía entre otras cosas; «A la mujer de Antonio Pérez, con que se meta recogida en un monesterio, la podrán soltar y volverle la hacienda que le toca, y sus hijos hereden la parte della.» Fuese efecto de esta disposición, o de la amistad que Antonio Pérez había tenido con la casa y familia del marqués de Denia, duque de Lerma, ministro favorito del nuevo rey Felipe III, cuando este príncipe fue a celebrar sus bodas a Valencia (1599), mandó sacar a doña Juana Coello del castillo en que estaba recluida, pero no a sus hijos e hijas. Vino doña Juana a Madrid, y aquí logró del conde de Miranda, que acababa de reemplazar en la presidencia del consejo de Castilla a Rodrigo Vázquez de Arco, el antiguo implacable juez de Antonio Pérez, que se extendiera la gracia de la libertad a todos sus hijos. Salieron, pues, los siete hijos de Antonio Pérez de la cárcel en que habían estado nueve años. Al dirigirse Felipe III a Zaragoza después de sus bodas, no quiso entrar sin que se quitasen de los sitios públicos las cabezas de los ajusticiados por los sucesos de 1591. Por consejo del marqués de Denia dio un perdón general y se llamó a todos los desterrados y proscritos. Deseaba Antonio Pérez ardientemente volver a España, mucho más cuando en París se había hecho inútil y aun sospechoso y cobraba con trabajo su pensión, y esperaba que pronto se extendería a él la gracia del nuevo soberano de España.
Viendo sin embargo que proseguía y se dilataba su destierro, quiso hacer méritos con Felipe III, y abandonó a París, renunciando su pensión, para ir a Londres a activar las negociaciones de paz que entonces se trataba entre España e Inglaterra (1604). Pero el ministro de Estado de Enrique IV, Villeroy, informó todo lo mal posible de él a aquella corte. De modo que el desgraciado Antonio Pérez, sospechoso a los ingleses, y sin lograr que sus gestiones fueran agradecidas de los españoles, tuvo que volver a Francia y acogerse otra vez a Enrique IV, cuya pensión había renunciado imprudentemente. Viose entonces en tal necesidad, que después de suplicar humildemente al rey le volviera su pensión, pedía al ministro le socorriera con alguna limosna mientras llegaba la resolución de S. M. Con todo esto la pensión no le fue devuelta, lo cual le obligó a hacer los últimos esfuerzos para que se le permitiera regresar a su patria. Puso por intercesor al embajador don Baltasar de Zúñiga cuando vino a Madrid (1606), pero Zúñiga volvió a París sin el perdón para el desgraciado proscrito. No fue más feliz con don Pedro de Toledo, que sucedió en la embajada a Zúñiga, y en 1608 el antiguo poderoso ministro de Felipe II vivía en un arrabal de París, triste, desamparado, achacoso y pobre.
En aquel estado de aislamiento y de miseria pasó el ya anciano Antonio Pérez los últimos años de su larga y azarosa vida. Su único consuelo fue haber conseguido del papa la absolución de las censuras, y licencia para tener oratorio en su casa, porque la debilidad de las piernas no le permitía ya salir de ella. En 1611 pidió al Consejo supremo de la Inquisición que le concediera presentarse ante el tribunal del Santo Oficio de Zaragoza u otro que se señalara, para poder justificar su inocencia. Pero a esta petición tampoco se dio oídos. Algunos meses después cayó mortalmente enfermo; entre los pocos españoles refugiados que le asistieron en los últimos momentos se contaban sus amigos los aragoneses Gil de Mesa y Manuel don Lope. Al primero de estos le dictó poco antes de morir, por no poder escribirla ya de su mano, la declaración siguiente: «Por el paso en que estoy, y por la cuenta que voy a dar a Dios, declaro y juro que he vivido siempre y muero como fiel y católico cristiano; y de esto hago a Dios testigo.» Dejó además escrita esta otra declaración: «Digo que si muero en este reino y amparo de esta corona, ha sido a más no poder, y por la necesidad en que me ha puesto la violencia de mis trabajos, asegurando al mundo todo esta verdad, y suplicando a mi rey y señor natural que con su gran clemencia y piedad se acuerde de los servicios hechos por mi padre a la majestad del suyo y a la de su abuelo, para que por ellos a mi mujer y hijos, huérfanos y desamparados, se les haga alguna merced, y que estos afligidos miserables no pierdan por haber acabado su padre en reinos extraños la gracia y favor que merecen los leales y fieles vasallos, a los cuales mando que vivan y mueran en la ley de tales.» A las pocas horas de hechas estas declaraciones pasó a más tranquila vida en 3 de noviembre de 1611, a la edad de setenta y dos años.
Su viuda y sus hijos acudieron al Consejo de la Suprema pidiendo se les permitiera defender la honra de su padre y esposo. Admitida la súplica y remitido el negocio al Santo Oficio de Zaragoza, Gonzalo Pérez, el hijo del perseguido ministro, presentó en 1613 una defensa dividida en ciento setenta y un artículos, en vista de la cual la Inquisición de Zaragoza pronunció en 1615 sentencia absolutoria, rehabilitando la buena fama y memoria de Antonio Pérez, y declarando a sus hijos y descendientes hábiles para ejercer cualquier oficio honroso.
Los papeles relativos a la famosa causa de Antonio Pérez que estaban en poder del juez Rodrigo Vázquez, fueron quemados por orden verbal de Felipe II, según una nota que existe en el Archivo de Simancas, Papeles de Estado, legajo num. 183.
Tomos de procesos, en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia.– Relaciones y cartas de Antonio Pérez.– Colección de documentos inéditos, tomo XI,, XII y XV.– Llorente, Historia de la Inquisición.– Salazar, Monarquía de España.– Dávila, Historia de Felipe II.– Memoirs of queen Elizabeth.– Thomas Bich, Memoirs of the reign, &c.– L'Estoile, Journal de Henri IV.– Duplessis-Mornay, Memoires.