Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo XXV
Los dominios de España en los últimos años de Felipe II
De 1584 a 1598

Cómo dejaba Felipe II los Estados sujetos a su corona.– Portugal.– Gobierno del archiduque Alberto.– Nueva tentativa del prior de Crato con ejército y armada inglesa.– Es rechazado.– Retirada de los ingleses.– Muere el prior don Antonio en París.– Los que se fingían el rey don Sebastián.– Célebre y curioso proceso del Pastelero de Madrigal.– Fr. Miguel de los Santos: la monja doña Ana de Austria: Gabriel de Espinosa.– Recelo y cuidados de Felipe II.– Mueren ahorcados los autores de esta farsa.– Tranquilidad en Portugal.– Flandes.– El archiduque Ernesto.– El conde de Fuentes.– El archiduque y cardenal Alberto.– Determina Felipe II casar a su hija Isabel con el cardenal archiduque.– Abdica en ella y en Alberto la soberanía de los Países Bajos, y con qué condiciones.– Estado de las provincias flamencas a la muerte de Felipe II.– Francia.– Paz en que quedaba con España.– Inglaterra.– Expediciones marítimas de ingleses contra los dominios españoles.– Proyectos de Felipe II sobre Irlanda.– Escuadra inglesa contra Cádiz.– Destrucción de la flota española.– Saqueo de la ciudad.– Última y desastrosa tentativa de Felipe II contra Inglaterra.– Terribles piraterías de los ingleses en las posesiones españolas del Nuevo Mundo.– Italia.– Excursiones y estragos de los turcos.– Represalias de los españoles.– Roma.– Clemente VIII.– Alemania.– El emperador Rodulfo II.
 

Al aproximarse el término de este largo reinado, conveniente será que echemos una ojeada general sobre la situación en que iban quedando los dominios españoles, así como sobre el estado de las relaciones de España con las demás potencias en que más directa y eficazmente se había hecho sentir la política de Felipe II.

Desde la anexión y reincorporación de Portugal a la corona de Castilla había quedado aquella parte de la península ibérica bajo el inmediato gobierno del archiduque y cardenal Alberto, que la regía en calidad de virrey a nombre y bajo las inspiraciones del monarca español y de un consejo que dejó establecido, si no a gusto de los portugueses, en gran parte nunca bien avenidos con la dependencia de España, por lo menos de un modo no tan desastroso y fatal como el que habían de experimentar en los reinados siguientes. Conservaba no obstante el pueblo portugués una especie de veneración fanática hacia su malogrado rey don Sebastién; y la voz de que no había muerto en la batalla de Alcazarquivir, sino que se había salvado y andaba errante haciendo penitencia por haber emprendido su desgraciada expedición contra el consejo de los más ilustres hidalgos y de los hombres más prudentes del reino; voz sin duda a que dio ocasión aquel caso de Arcila, que dejamos referido en el capítulo XVI, inspiró a más de un aventurero el pensamiento de fingirse el rey don Sebastián. No faltaron gentes que siguieran a los dos impostores que primeramente se levantaron; pero perseguidos y derrotados por las tropas castellanas, murieron en un cadalso; trágico fin que estaba reservado también a otros que después de ellos habían de usar, según hemos de ir viendo, de la misma impostura.

Gozábase de paz en aquel reino desde la frustrada tentativa del prior de Crato sobre la isla Tercera. En el puerto de Lisboa se había aparejado, y de allí partió la armada Invencible para la empresa desastrosa de Inglaterra. Prevaliéndose el prior don Antonio del quebranto que el poder naval de España había sufrido con este contratiempo, y de estar distraídas las tropas españolas en las guerras simultáneas de Francia y de los Países Bajos, solicitó de la reina Isabel de Inglaterra, al año siguiente de aquel infortunio (1589), que le suministrara una flota y un ejército para venir a la conquista de Portugal, persuadiéndola de que Felipe II no tenía fuerzas para resistirle, y de que el reino todo se declararía por él en cuanto llegara. Aunque la mayor parte de los consejeros de Isabel la disuadían de entrar en esta empresa, el portugués logró interesar en su favor al conde de Essex y sus favoritos, y la reina, propensa a aceptar todo lo que fuera contra el monarca español, consintió en dar a don Antonio una armada de ciento veinte bajeles con el correspondiente número de tropas, previo un tratado, en que el portugués no anduvo corto en ofrecer a Isabel y a los ingleses por recompensa de este auxilio considerables sumas de oro, plazas fuertes, dignidades, privilegios mercantiles y otros derechos y mercedes, tan pronto como se apoderara del reino, que esperaba sería obra de pocas semanas. En virtud de este convenio, y nombrado general de la armada el Drake y de las tropas Enrique Norris, partió la flota el 13 de abril de Plymouth y llegó a la vista de la Coruña el 4 de mayo (1589). Frustrado un ataque que intentaron contra la Coruña, y rechazados con gran pérdida por la artillería y la guarnición de la plaza, que mandaba el marqués de Cerralbo, prosiguieron su derrotero a Portugal, hicieron alto en Peniche, y desde allí Norris avanzó con el ejército hasta cerca de Lisboa, acampando en las alturas de Belén, mientras el Drake arribaba con la escuadra a Cascaes.

Había creído el de Crato, y así lo había asegurado a los ingleses, que con presentarse en Portugal y escribir a las ciudades y gobernadores, se alzarían todos por él apresurándose a sacudir el dominio de España. Pero muy pocos, y esos de la ínfima plebe, acudían a sus banderas; los demás, inclusos sus antiguos amigos, se mostraron indiferentes a su presentación y sordos a su llamamiento. Por otra parte, el archiduque y cardenal regente había tomado vigorosas y acertadas medidas para impedir todo movimiento de rebelión y resistir a los invasores; y el conde de Fuentes, general en jefe del ejército, protegió oportunamente la capital y batió con bizarría a los ingleses que ya habían penetrado en los arrabales. Viendo Norris que lejos de declararse los portugueses por su protegido pretendiente al trono, nadie se movía en su favor, y cada día era mayor la resistencia y más vivos los ataques, convenciose del engaño y emprendió su retirada, no sin ser hostigado en ella con pérdida no escasa de gente. El Drake no había hecho sino apresar algunas naves cargadas de trigo, y tomar el castillo de Cascaes que le entregó el gobernador, el cual recibió después el condigno castigo de su infidelidad. Penetrados, pues, ambos generales de las ilusorias esperanzas del prior y de la inutilidad de la empresa, dieron la vuelta a Inglaterra (junio, 1589), con casi la mitad de su gente, y sin otro fruto que haber el uno incendiado algunas casas del arrabal de Lisboa, y dejar el otro volado el castillo de Cascaes. No faltaron además, como acontece siempre, algunas víctimas de los que se descubrió haber estado en comunicación con el turbulento don Antonio{1}.

Desacreditado el de Crato con los ingleses, no hallando ya tampoco protección en Francia, de sobra trabajada con la guerra que tenía dentro de sí misma, y fatigado de la inutilidad de sus tentativas por sentarse en el trono de sus abuelos, retirose a París, donde vivió desamparado y sin otro recurso que una módica pensión que debió a la piedad de Enrique IV. Allí murió en 1595, con el triste consuelo, si de él hubiera podido gozar, de que en el epitafio de su sepulcro le honraran con el título de rey{2}.

Entre los impostores portugueses que aprovechándose de la conseja popular de que el rey don Sebastián era vivo se presentaron en escena fingiendo ser aquel rey, uno de los que llegaron a dar cuidado a Felipe II fue un Gabriel de Espinosa, conocido ya en la historia y en los dramas con el título de el Pastelero de Madrigal, porque, en efecto, ejercía tal oficio en aquella villa de Castilla la Vieja. Este hombre oscuro, y cuyo talento y educación excedía apenas a lo que correspondía a su profesión y clase, aunque no carecía de ciertos modales finos, no se hubiera hecho tan célebre, ni hubiera podido inspirar recelos al poderoso monarca castellano, sin las circunstancias que hicieron notable aquella farsa, y le dieron ciertas proporciones, y produjeron la formación de un largo y ruidoso proceso.

El autor de esta trama fue un fraile agustino, portugués, llamado fray Miguel de los Santos, hombre de más travesura que talento, que sin embargo había obtenido altos empleos en la orden, y por partidario fogoso del prior de Crato había sido trasladado de Portugal a Castilla y nombrado vicario de las monjas agustinas de Madrigal. Este hombre halló en Gabriel de Espinosa alguna semejanza en la persona y facciones con el rey don Sebastián, y le persuadió a que fingiera ser el mismo rey, asegurándole que todos los portugueses le tendrían por tal, y él llegaría a sentarse en el trono de aquel reino. El pastelero aceptó el papel que se le encargaba representar, y le desempeñó bajo la dirección de fray Miguel lo mejor que pudo.

Hallábase entre las monjas del mencionado convento una hija de don Juan de Austria, y por lo tanto sobrina de Felipe II, llamada doña Ana, señora al parecer muy sencilla, y con no mucha vocación ni muy conforme con la vida claustral; la cual por lo mismo solía recomendar al padre confesor pidiese a Dios en la misa por ella, y en su disgusto con el estado de monja le inspirase lo que fuese más de su servicio. Pareciole al agustino que aquella religiosa podría ser un instrumento útil para sus planes, y por buen espacio de tiempo la estuvo entreteniendo y alucinando con revelaciones que acerca de ella decía haberle hecho varios días Dios y sus santos Apóstoles al celebrar el santo sacrificio de la misa, asegurándole la tenía destinada para cosas muy altas, hasta venir a parar en que había de ser esposa del rey don Sebastián, que era vivo, y sentarse con él en el trono de aquel reino. Cuando doña Ana estuvo ya bien persuadida de la verdad de aquellas revelaciones, esperando confiadamente el lisonjero porvenir que le estaba reservado, entonces fray Miguel le presentó al que decía ser el mismo don Sebastián, que era el pastelero Espinosa. Por inverosímil que ahora pueda parecernos la exposición de este drama, es lo cierto, y de ello testifican muchos documentos incontestables, que el impostor y su intrigante consejero hicieron creer cuanto quisieron a la sencilla religiosa, y trastornaron su cabeza de modo que entregando su corazón al fingido rey, que había de ser su esposo algún día, comenzó entre Gabriel y doña Ana una tierna y amorosa correspondencia, que original hemos visto, mezclada de obsequios y regalos que doña Ana especialmente hacía al Espinosa, desprendiéndose de sus más ricas alhajas. En las cartas le daba el tratamiento de Majestad, como se le daba también fray Miguel, el cual hacía venir gentes de Portugal para que le reconociesen, y así la farsa fue tomando por días mayor incremento, hasta hacer ya ruido en Portugal y en Castilla (1593-1594).

Preso el Espinosa por sospechoso en uno de sus viajes a Valladolid, formósele por el alcalde de la chancillería don Rodrigo Santillán un famoso proceso, en que se fue descubriendo toda la intriga ocupando los papeles de doña Ana, bien que el provincial de los Agustinos que la favorecía, requirió bajo pena de excomunión mayor a la priora y a todas las monjas que no permitiesen al alcalde Santillán volver a entrar en el convento. Fue menester enviar un juez apostólico especial para el caso, que lo fue el doctor don Juan de Llano Valdés. Hiciéronse muchas prisiones, hubo muchos escándalos, y se dio tormento a los acusados. Dábase cuenta minuciosa de todo al rey, el cual tomó un interés vivo en este negocio, poniéndole en sumo cuidado algunas de las circunstancias e incidentes del proceso. Por último, se pronunció sentencia contra los reos principales. Gabriel de Espinosa fue condenado a ser sacado de la cárcel metido en un serón y arrastrado, ahorcado en la plaza de Madrigal, descuartizado después, y a ser colocados los cuartos en los caminos públicos, y puesta la cabeza en una jaula de hierro. Fray Miguel de los Santos, después de degradado y entregado al brazo secular, fue también ahorcado en la plaza de Madrid (19 de octubre, 1595). A doña Ana de Austria, que no había hecho otro delito que haberse dejado seducir por su sencillez, se la condenó a ser trasladada al monasterio de Ávila, a reclusión rigurosa en su celda por cuatro años, a ayunar por el mismo tiempo a pan y agua todos los viernes, a no poder nunca ser prelada, y a perder el tratamiento de excelencia con que hasta entonces se la había honrado y distinguido. Otros presos fueron condenados a destierro, o galeras, o a ser azotados públicamente. Tal fue el trágico desenlace de esta extraña conjuración política{3}.

Con esto y con la muerte del turbulento don Antonio, prior de Crato, ocurrida en París al propio tiempo que se castigaba en Castilla a los autores y cómplices de esta farsa, no se alteró más la quietud de Portugal en el resto del reinado de Felipe II.

La guerra de Flandes en los últimos años de este reinado andaba de tal modo mezclada con la de Francia, que se puede decir que se confundía con ella; y sus principales sucesos hemos tenido que referirlos en el capítulo XXI al tratar de la de aquel reino hasta la paz de Vervins. Reducíase, como había pronosticado con mucho acierto el ilustre Alejandro Farnesio, príncipe de Parma, a que mientras los tercios españoles abandonaban los Países Bajos para hacer la guerra en el territorio francés, el príncipe Mauricio de Nassau aprovechaba aquellas ausencias para ir tomando plazas y robustecerse en las provincias confederadas de Flandes: de suerte, que lo que se iba ganando en Francia, lo íbamos perdiendo en los Países Bajos.

Había sucedido al duque de Parma en el gobierno de las provincias el conde de Mansfeldt, bien que le reemplazó pronto el archiduque de Austria Ernesto, hermano del emperador y sobrino de Felipe II, que llegó a Bruselas a principio de 1594 (30 de enero). Este príncipe, de carácter benigno, y más inclinado a la paz que a la guerra, quiso atraer a los confederados por la persuasión, y convidó a los diputados de las provincias a tratar de paz, de que ciertamente necesitaban bien aquellos trabajados y empobrecidos países. Pero los Estados la rechazaron, no fiándose ya, decían, de las palabras que se les daban a nombre del monarca español; y mientras el conde de Mansfeldt, enviado con el grueso de los tercios de Flandes a Picardía, ganaba algunas plazas francesas a Enrique IV, Mauricio de Nassau incorporaba la importante plaza de Groninga a las provincias unidas por el tratado de Utrecht.

Con motivo de la temprana muerte del archiduque Ernesto, se dio el gobierno de los Países Bajos al conde de Fuentes, hombre de grandes talentos militares, y el mismo que en Lisboa había rechazado y ahuyentado tan vigorosamente el ejército y la armada inglesa conducida por el prior de Crato. El conde de Fuentes, que ya antes como consejero del de Mansfeldt había hecho publicar un edicto de terror y de exterminio contra los rebeldes flamencos, edicto que el mismo Mansfeldt se vio obligado a revocar por las crueles represalias con que amenazaron corresponder por su parte los confederados, fue muy mal recibido por los de Flandes que conservaban vivos aquellos recuerdos. Restableció, no obstante, el de Fuentes la disciplina y obediencia militar que andaba sobremanera estragada en aquel tiempo por los atrasos que en las pagas sufrían las tropas, no habiendo en España dinero que bastara para la guerra que en Francia sostenía, y causando los excesos y desórdenes de los soldados a los infelices pueblos de Flandes extorsiones y calamidades sin cuento. A la guerra de Francia tuvo que atender también con preferencia el conde de Fuentes, dejando fiada la defensa de los Países Bajos a los esfuerzos de los aguerridos y veteranos generales Verdugo y Mondragón. Vímosle allá quebrantar el poder de Enrique IV, tomándole las plazas de Catelet y Dourlens, reducir otra vez a la obediencia de España la ciudad de Cambray, que aspiraba a regir como príncipe soberano el aventurero francés Balagny. Pero a pesar de estas felices operaciones, el rey don Felipe, cuyo ánimo no había sido nunca que el de Fuentes tuviera mucho tiempo el gobierno de los Países Bajos, nombró para aquel cargo al archiduque Alberto, su sobrino, el más joven de los hermanos del emperador, cardenal y arzobispo de Toledo, y virrey que había sido de Portugal.

Deseaba Felipe II, ya muy anciano y achacoso, poner término a la envejecida guerra de Flandes, y para ello le pareció muy a propósito el archiduque Alberto, en quien se verificaba la rara unión de las virtudes y el valor militar con la prudencia y el talento del hombre de Estado. Llegó el archiduque a Bruselas (febrero, 1596) con un buen refuerzo de tropas españolas e italianas y con buena suma de dinero para pagar los atrasos que se debían, causa de tantas rebeliones y motines de soldados. Ningún gobernador había sido recibido con tantas demostraciones de júbilo como lo fue el archiduque Alberto. Los mismos Estados rebeldes se le mostraron reconocidos, y le felicitaron al ver que por su intercesión con Felipe II volvía a Flandes el hijo primogénito del príncipe de Orange, conde de Buren, después de veinte y ocho años de cautiverio en España, devueltos los bienes que poseía en los Países Bajos. Con esto esperaba el cardenal-archiduque que serían bien recibidas en las provincias disidentes sus proposiciones de acomodamiento y de paz. Pero las diferencias en materias de religión, y el aliento que entonces daban a los coligados la Inglaterra y la Francia, hicieron que se frustraran las buenas intenciones de Alberto.

También tuvo que emplear sus fuerzas principalmente en la guerra de Francia, como en otro lugar hemos visto. Allí dijimos cómo había acudido al socorro de La Fére, cómo había arrancado a los franceses las plazas de Calais y de Ardres, y cómo a su regreso a Flandes ganó a los confederados la ciudad y fuerte de Hulst, siendo otra vez recibido en Bruselas con aclamaciones de entusiasmo. Pero al año siguiente (1597) avanzó el príncipe Mauricio hacia el Brabante, derrotó al conde de Varas y se apoderó de Turnhout. De esta pérdida se hubiera dado por bien indemnizado el archiduque con la sorpresa y toma de Amiens, capital de la Picardía, si no hubiera vuelto a recobrarla Enrique IV, y si aprovechándose el príncipe Mauricio de las ausencias de Alberto de los Países Bajos no se hubiera hecho dueño de Rhimberg, de Meurs, de Groll y de Brevost.

En tal estado se trató y estipuló la célebre paz de Vervins (2 de mayo, 1598), que puso término a la guerra entre Francia y España, bajo las condiciones y bases de que en otro lugar hemos dado cuenta. Mucho influyó en esta paz el pensamiento que ya tenía Felipe II de trasferir la soberanía de los Países Bajos a su hija Isabel Clara Eugenia, a quien tenía determinado casar con el archiduque Alberto, por más que le costara sacrificio separar de su corona unos estados que a su padre y a él les habían dado preponderancia sobre todas las potencias de Europa. El conde de Fuentes hizo cuantos esfuerzos pudo por disuadirle de este proyecto; pero el conde de Castel-Rodrigo, don Cristóbal de Mora, más político que él, hizo ver al rey lo que mucho tiempo antes Felipe II y sus consejeros debieron haber conocido, a saber: que los flamencos, distantes de España, con leyes, usos, costumbres y lengua diferentes, jamás estarían sinceramente unidos a la metrópoli, que querían un soberano propio y que viviera entre ellos, y que más de treinta años de lucha probaban bien que era temeridad querer subyugarlos por la fuerza. Estas y otras razones, unidas a la quebrantada salud del anciano monarca, cuyo heredero por otra parte no parecía ser el más a propósito para sustentar tan lejanos dominios, confirmaron a Felipe en su resolución. En su virtud firmó el acta de abdicación de la soberanía de los Países Bajos en favor de su hija Isabel Clara Eugenia y de su futuro esposo el archiduque Alberto (6 de mayo, 1598), con las cláusulas siguientes: que si la soberanía recaía en hembra, casaría esta con el rey de España o su heredero: –que los sucesores de la infanta no contraerían enlace sin consentimiento del monarca español, so pena de volver los Estados al dominio de España: –que los nuevos soberanos impedirían a sus súbditos el comercio de las Indias: –que no permitirían el ejercicio de otra religión que la católica: –y que de no cumplirse cualquiera de estas condiciones volvería la soberanía de Flandes a la corona de España.

Remitida esta acta al archiduque-cardenal y presentada por él a las provincias meridionales sometidas a España, aceptáronla con la mayor alegría. No así las Provincias Unidas, que viendo que por el acta de abdicación eran tratadas y quedarían, no como estado independiente, sino como feudo de España, lo recibieron como un artificio de Felipe para mejor apoderarse después de ellas, y declararon su resolución de persistir en defender y mantener su libertad contra la dominación del archiduque como contra la del soberano español.

Dispuesto Alberto a cambiar la púrpura cardenalicia por el anillo conyugal, preparábase a venir a España; mas como un motín de las tropas, de los que tan frecuentes eran en aquellas partes, hubiera retrasado su venida, cogiole en el camino la noticia de la muerte del rey don Felipe su tío, que a los cuarenta años de lucha dejó los Países Bajos en la situación que acabamos de bosquejar{4}.

Nada tenemos que añadir respecto a Francia, a lo que dejamos referido en el capítulo XXI, puesto que la paz de Vervins, término de todas las aspiraciones y tentativas del monarca español sobre aquel reino, alcanzó, puede decirse, los últimos días de Felipe II.

La Inglaterra, que aun después de la preponderancia que le dio el desastre de la armada Invencible, todavía había recibido una humillación bajo los muros de Lisboa, no cesó en los años siguientes de emplear contra el rey y contra los dominios de España cuantos recursos estuvieron en su posibilidad, y cuantos medios y planes le sugirieron su resentimiento y su encono; ya protegiendo las provincias rebeldes de los Países Bajos, ya trabajando por entorpecer o impedir la paz con Francia, ya acometiendo las posesiones insulares de España en los mares de Europa, ya llevando la devastación a los dominios de América. En 1591 fue enviada a las Azores una flota inglesa de cincuenta velas al mando del conde de Cumberland con objeto de esperar las naves españolas que venían de Indias y apoderarse de ellas. Pero descubierta y embestida por los galeones de don Alonso de Bazán que había salido del Ferrol a darle caza, varios de sus navíos fueron echados a pique, quedando otros muy maltratados, y huyendo el de Cumberland a favor de un recio temporal y de las sombras de la noche. La flota de Indias arribó después felizmente a los puertos de España, convoyada por las galeras del almirante don Alfonso.

Tampoco Felipe II renunciaba a sus proyectos sobre las islas Británicas. Aprovechando la facilidad que le daba la posesión de Calais para hostilizar a Inglaterra, ideó, no obstante la penuria de su erario, hacer un desembarque en Irlanda, esperando que los católicos de aquel reino no dejarían de unirse a la flota y ejército que para ello hizo equipar. Pero noticiosa de este proyecto la reina Isabel, determinó conjurar aquella nueva tempestad, anticipándose a los planes del monarca español. Armó, pues, apresuradamente una escuadra de ciento cincuenta naves, con ocho mil soldados y siete mil marineros, aquellas al mando del almirante lord Howard, éstos al del conde de Essex. Agregáronsele veinte y cuatro navíos holandeses mandados por el vice-almirante Warmond, con su correspondiente dotación de gente de guerra a las órdenes del conde Luis de Nassau, primo del príncipe Mauricio. La escuadra reunida salió el 1.° de junio (1596), del puerto de Plymouth con rumbo a Cádiz, donde se hacían los principales preparativos para la expedición de Irlanda. Había en Cádiz treinta bajeles de guerra con otros tantos de trasporte, y además treinta y seis naves con rico cargamento próximas a darse a la vela para las Indias. Los jefes de la expedición inglesa cumplieron exactamente las instrucciones que llevaban para sorprender a los españoles, y lográronlo de modo, que al acercarse el 20 de junio a la bahía, apenas tuvieron tiempo los navíos de guerra para ponerse en orden de batalla y disputar la entrada a los ingleses con más valor que fortuna: porque siendo tan inferiores en número, toda la flota española quedó miserablemente deshecha, apresadas unas naves, quemadas otras, y varadas en los bajíos de la costa las que lograban huir.

Entonces el conde de Essex desembarcó sus tropas en la plaza, que defendía una escasísima guarnición, y ahuyentado un cuerpo de soldados que le salió al encuentro, entraron los ingleses en la ciudad casi al mismo tiempo que los fugitivos: el castillo se rindió sin resistencia, y el conde de Essex, si bien prohibió a sus tropas todo acto de inhumanidad, les permitió el saqueo, de que ellas se aprovecharon bien, llevándose hasta las campanas de las iglesias, y las aldabas de las puertas y las rejas de los balcones y ventanas. A cerca de veinte millones de ducados se calcula que ascendió el valor del botín, y hubiera subido a mucho más, si el duque de Medinasidonia no hubiera puesto fuego a los buques mercantes para que no se aprovecharan de ellos los ingleses, los cuales, cumplido el objeto de su expedición, volvieron a Inglaterra orgullosos con su triunfo y con el fruto de su botín (7 de agosto).

Este desastre, uno de los que sintió más profundamente Felipe II, reveló a los ojos de Europa la flaqueza a que iba ya viniendo el poder marítimo de España. Sin embargo, juró todavía Felipe vengar el honor de la marina española. Con el dinero que le trajo una flota de Indias y el que pudo sacar de sus súbditos, hizo aparejar otra armada de hasta ciento veinte y ocho bajeles entre los de guerra y trasporte para llevar adelante su proyectada invasión en Irlanda, y si el éxito coronaba sus esfuerzos, realizar su antiguo plan sobre Inglaterra. Destináronse a esta armada catorce mil hombres, entre ellos muchos católicos irlandeses refugiados en España; se la abasteció de todo género de víveres, municiones y utensilios, y se dio el mando de ella a don Martín de Padilla. Pero esta armada no corrió mejor suerte que la Invencible. Dada a la vela, una furiosa y horrible tempestad sumergió cuarenta bajeles con toda su tripulación y cargamento, dispersó los demás, perecieron diez y seis en el golfo de Vizcaya, y costó trabajo a Padilla volver a entrar con algunos de ellos en el puerto del Ferrol después de haber sufrido mucho (1597). Esta fue la última tentativa de Felipe II contra la Inglaterra; la Providencia parecía haberse encargado de frustrar todos sus designios sobre aquel reino{5}.

Dijimos también que los ingleses no habían cesado en este tiempo de hostilizar y devastar las posesiones españolas del Nuevo Mundo. Añadiose en efecto esta calamidad a las turbulencias que ya agitaban algunas de aquellas opulentas y vastas regiones, producidas ora por los excesos de los gobernadores y virreyes, ora por los esfuerzos de los indígenas para sacudir el yugo de la dominación española, que muchas de las providencias del gobierno de España contribuían a hacerles menos tolerable, como aconteció en aquella época en el Perú, en Chile y en otras provincias, según los virreyes eran más o menos enérgicos y prudentes, y los naturales más o menos indóciles y belicosos. Los mares de Occidente se veían cruzados por piratas ingleses, que además de apresar los galeones que venían a España con el oro de las Indias, y que podían caer en sus manos, invadían y saqueaban las islas de la América española y las ciudades litorales del continente, empleando la matanza y rapiña, bien que siendo muchas veces rechazados y escarmentados por los españoles. Los famosos depredadores Juan Hawkins, que había adquirido una funesta celebridad abriendo el inhumano comercio de esclavos, Francisco Drake, insigne por sus anteriores correrías y por la fama que le dio su viaje de navegación alrededor del globo, Tomás Cavendisch, que se había quedado pobre para enriquecerse después a costa de los españoles, y otros arrojados aventureros inquietaban las colonias españolas del Nuevo Mundo, incendiaban poblaciones, sostenían recios combates, sufrían sangrientos reveses, pero entorpecían la contratación y dificultaban el arribo a España de las naves destinadas al trasporte de los metales preciosos. En una de estas expediciones murió en Puerto-Velo Francisco Drake, primeramente pirata, después almirante de Inglaterra, azote de España en la metrópoli y en las colonias.

Los dominios españoles de Italia, regidos por virreyes, solían sufrir, especialmente Nápoles y Sicilia, las devastadoras excursiones que de tiempo en tiempo hacían los turcos por el litoral del Mediterráneo. En una de ellas el bajá Zigala saqueó y quemó la ciudad de Reggio, que abandonaron sus habitantes, bien que reuniéndose después mataron al tiempo de reembarcarse los turcos más de trescientos (1595). A su vez los generales españoles iban a vengar aquellos insultos y a tomar las represalias de aquellos estragos a las costas mismas de Turquía. Don Pedro de Toledo, general de las galeras de Nápoles, y don Pedro de Leiva, que lo era de las de Sicilia, juntaron en una ocasión sus naves, y dirigiéndose a Patras, desembarcaron en la ciudad, apresaron porción de mercaderes ricos, cogieron un inmenso botín, y se volvieron contentos a Italia a gozar del fruto de su atrevida y feliz expedición.

Nada había turbado la buena armonía entre la corte de España y la Santa Sede desde que ocupaba la silla pontificia el papa Clemente VIII. Y el emperador de Alemania Rodulfo II, sobrino del monarca español y hermano del nuevo soberano de Flandes Alberto, en paz con España y sus estados, si en algo pensaba era en defender su reino de Hungría contra las invasiones de los turcos.

Tal era en resumen la situación de la monarquía española y de los dominios sujetos a la corona de Castilla, en sus relaciones con las demás potencias, cuando tocaba Felipe II al término de su reinado y de su vida, lo cual aconteció de la manera que diremos en el siguiente capítulo.




{1} Faria y Sousa, Epit. de Historias portuguesas.– Osorio, Historia de Portugal.– Torres de Lima, Compendio das mais notaveis cousas, &c.

{2} Sobre la muerte del Prior escribía Esteban de Ibarra desde Francia al conde de Castel-Rodrigo: «Tengo aviso cierto que el 26 (agosto, 1595) murió el desventurado don Antonio, a quien llaman por acá rey de Portugal, que si va bien arrepentido de los daños que ha causado su poco saber, estimo que es bastante la penitencia que ha hecho con la vida que ha pasado, después que no acertó a elegir la buena que pudo tener sirviendo a Dios y a su rey; dicen que murió como cristiano, y si lo era, mejor está allá para él y para todos.» Archivo de Simancas, Est. leg. 610.

{3} Este curioso proceso se halla íntegro y original en el Archivo de Simancas, y forma él solo los dos legajos señalados con los números 172 y 173 del Negociado de Estado.

Algunos documentos relativos a este suceso, que ha dado argumento y materia a la musa dramática, fueron publicados por el bibliotecario que fue del Escorial don José Quevedo. Nosotros poseemos muchos más, desconocidos del público hasta ahora, los cuales acaso daremos a conocer en otra parte, ya que la índole de la presente obra no consienta bien darles cabida en ella.

En 1683 se imprimió en Jerez un opúsculo, sin nombre de autor, titulado: «Historia de Gabriel de Espinosa, pastelero en Madrigal, que fingió ser el rey don Sebastián de Portugal: y así mismo la de Fray Miguel de los Santos, de la Orden de San Agustín.» Pero en este opúsculo se omiten también muchos de los incidentes y documentos que hicieron tan dramático este episodio.

{4} Coloma, Guerras de Flandes, lib. X y XI.– Bentivoglio, Guerras, P. III, lib. 1 al 5.– Meteren, Van Reyd, Grotius, Historias de los Países Bajos.– Dávila, Guerras civiles de Francia.– Archivo del monasterio del Escorial, cax. 1.°

{5} Archivo de Simancas, Estado, legajos 177 y 178.– Herrera, La General, año 1597.– Camden, Stowe, Birch, Sydney, Historias y Memorias de Inglaterra.