Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo XXVI
Enfermedad y muerte de Felipe II
1598

Su antiguo padecimiento de gota.– Fiebre ética.– Hidropesía.– Úlceras en los dedos de manos y pies.– Crueles dolores que padecía.– Hácese trasladar en este estado al Escorial.– Desarróllansele otras enfermedades.– Tumores malignos.– Horrible y miserable estado del augusto enfermo.– Cuadro lastimoso.– Fortaleza de su espíritu.– Su piedad y fervorosa fe en los últimos momentos.– La bendición apostólica.– La extrema-unción.– Hace colocar el ataúd al lado de su lecho.– Tierna despedida de sus hijos.– Su muerte.– Exequias fúnebres.– Sucédele en el trono su hijo Felipe III.
 

Con dificultad príncipe alguno habrá sufrido al dejar esta vida de peregrinación enfermedades más horribles, padecimientos más crueles, dolores más agudos, tormentos más vivos y situación más angustiosa y miserable que la que sufrió Felipe II al despedirse de este mundo que tantas veces había conmovido con su palabra poderosa y con su voluntad de hierro. Más de veinte años hacía que le mortificaba la gota, herencia funesta de su padre{1}. En los siete últimos se le había desarrollado con mas intensión; pero en los dos que precedieron a su muerte, se le complicó con una fiebre ética que le iba consumiendo y demacrando y agotando sus fuerzas, al extremo de tener que conducirle a todas partes en una silla. A consecuencia de este estado se le manifestó un humor hidrópico, que le iba hinchando las piernas y el vientre, y le atormentaba con una sed rabiosa, que contenía a costa de penosos sacrificios. Los malignos humores que se habían ido formando en su cuerpo le produjeron, cosa de año y medio antes de su muerte, multitud de llagas en los dedos índice y del corazón de la mano derecha, y en el pulgar del pie derecho, las cuales le atormentaban con agudísimos dolores, que exacerbaba el más ligero roce o contacto con la ropa de la cama.

Hallábase en Madrid en este triste y fatal estado, cuando quiso que le trasladaran al monasterio del Escorial, donde acababa de celebrarse con solemnísima procesión la llegada de una preciosa colección de sagradas reliquias, recogidas en Alemania por una comisión que el rey había enviado al efecto a fines del año 1597. La noticia de aquella fiesta religiosa reanimó al doliente rey, y contra el dictamen de sus médicos y de sus consejeros se empeñó en que le llevaran a su morada predilecta. «Quiero que me lleven vivo donde está mi sepulcro,» le dijo a don Cristóbal de Mora. Preciso fue complacerle; y para poderle trasladar se mandó construir una silla en que podía ir casi echado. Salió, pues, de Madrid el 30 de junio (1598); y aunque era conducido en brazos de hombres, que caminaban muy lentamente y con el mayor cuidado para no producir ningún movimiento que pudiera causarle molestia, sufría no obstante agudísimos dolores, y fue menester emplear seis días para andar las ocho leguas que separan a Madrid del Escorial. A la vista de aquella mansión severa, que para él lo era de delicias, pareció realentarse el espíritu del moribundo monarca. La comunidad le recibió con la solemnidad de costumbre, y al día siguiente se hizo conducir a la iglesia donde estuvo en oración largo espacio. En los cuatro días sucesivos, tendido en su silla y casi sin movimiento, asistía a la colocación de las reliquias en los altares; visitó, siempre llevado en brazos, las bibliotecas alta y baja, e inspeccionó casi todos los departamentos y objetos del edificio, como quien gozaba en ver terminada y de aquella manera enriquecida su magnífica obra, y como quien al propio tiempo se despedía de ella.

Pero el último de estos días se le agravó la fiebre, haciéndose más intensa que la calentura ordinaria, la cual se declaró intermitente, y puso en gran cuidado a los médicos{2}, por la suma debilidad y por la complicación de las demás enfermedades que tenían tan decaído al monarca. Aunque se logró cortarle las tercianas, no sin bastante dificultad, reprodujéronsele a los pocos días (22 de julio) con más fuerza, hiciéronsele cotidianas, y se alcanzaban unos a otros los accesos. Al cabo de una semana en este estado, manifestósele sobre la rodilla derecha un tumor maligno, que crecía prodigiosamente y le daba acerbísimos dolores. Como no alcanzase la eficacia de los medicamentos a resolverle, se convino en la necesidad de operarle; y como la debilidad del paciente hiciera temer que no pudiera resistir lo doloroso de la operación, con mucho recelo se la anunciaron los médicos, pero él recibió la indicación con gran fortaleza de espíritu. Preparose a todo lo que pudiera sobrevenir con una confesión general; hizo que le llevasen después algunas reliquias, las adoró y besó con mucha devoción, y entregó su cuerpo a discreción de los facultativos. Operole el hábil cirujano Juan de Vergara, y quedaron todos absortos del valor y la paciencia con que el rey sufrió aquel penoso trance.

La mano de Dios se hizo no obstante sentir desde entonces cada día más pesadamente sobre aquel lacerado y demacrado cuerpo. Además de la herida que dejó abierta la lanceta, abriéronsele más arriba otras dos bocas, de que brotaba tan prodigiosa cantidad de supuración, que nos parecería increíble si las relaciones que nos dejaron escritas los que fueron testigos de sus horribles padecimientos no se hallaran en este punto tan contestes y conformes{3}. El ardor de la fiebre, la sed hidrópica que le abrasaba, los dolores intensísimos de las úlceras, la laceria que en prodigiosa abundancia arrojaba de su cuerpo, el sudor de la tisis, el olor de las medicinas, la inmóvil postura del paciente sin poderse mover a un lado ni a otro, sin poderle mudar ni limpiar la ropa de la cama, la fetidez de la habitación, todo presentaba un cuadro miserable y triste en medio del cual resaltaba el alma fuerte que se abrigaba todavía en aquel cuerpo que se estaba disolviendo. Treinta y cinco días llevaba ya sumido en aquella especie de inmunda cloaca, que tal podía llamarse aquel lecho; en cuyo período y por efecto de la misma miseria, en que estaba, por decirlo así, como embutido, se le formó una gran llaga que se le extendía por toda la espalda desde los asientos hasta el cuello, de modo que a nadie acaso con más propiedad que a Felipe II ha podido aplicársele aquello de: A planta pedis usque ad verticem capitis non est in eo sanitas.

Cuando parecía que no era ya posible aglomerarse más males y multiplicarse más padecimientos, un caldo de ave con azúcar que a los treinta y cinco días le fue suministrado, le produjo otra novedad que aumentó la hediondez, y le causó insomnios, interrumpidos de letargos, y otros accidentes más terribles, que los testigos que los escribieron refieren muy por menor. Para que nada faltara a aquel conjunto de miserias humanas, engendráronsele en las úlceras multitud de gusanos, que a pesar del más exquisito cuidado y esmero no fue posible extinguir. Sensible nos es tener que trazar este repugnante cuadro, que sin embargo hemos procurado cuanto hemos podido lo sea menos que cualquiera otra descripción de las que nuestros lectores hallarían en los autores que nos han dejado la historia de su enfermedad. Y por otra parte lo hemos creído indispensable para que se vea hasta que punto quiso Dios que sufriera en vida el mortal que había sido tan poderoso soberano en la tierra. En aquella situación lastimosa estuvo el augusto enfermo cincuenta y tres días. La prolongación de su existencia parecía un milagro.

En medio de tan atroces tormentos, horriblemente hinchado y llagado por unas partes su cuerpo, reducido por otras puramente a los huesos y la piel, todavía conservaba con general asombro aquella alma fuerte, aquel espíritu que parecía inquebrantable. Sin embargo el espíritu no podía ser insensible a la disolución de la materia. Su único consuelo le hallaba en la religión, su único alivio le buscaba en las cosas santas: las paredes y colgaduras de su reducido aposento estaban cubiertas y cuajadas de reliquias, de crucifijos y estampas de santos, de las cuales pedía algunas de tiempo en tiempo, y las aplicaba con toda fe y con el mayor fervor, ya a sus llagas, ya a sus ardorosos labios. En aquellos momentos de prueba hizo muchas donaciones piadosas, y mandó destinar considerables sumas a dotaciones de huérfanas, socorro de viudas, fundaciones de hospitales y santuarios, y ordenó se diera libertad a algunos presos y se les devolvieran sus confiscadas haciendas{4}. Y lo que es más de admirar todavía, aun dictaba algunas disposiciones de gobierno temporal que comunicaba a su ministro y secretario íntimo don Cristóbal de Mora. Rogó al nuncio de S. S. le concediese a nombre del pontífice su bendición apostólica; otorgósela el cardenal legado, el cual despachó además inmediatamente un correo a Roma, que aún volvió con la confirmación del Santo Padre antes que expirase el augusto enfermo.

Conociendo que se iba apagando su vida, con voz semi-apagada ya también, pidió él mismo la extrema-unción, cuyo ceremonial quiso le leyera antes su confesor en el ritual romano. Mandó llamar al príncipe su hijo para que presenciara aquel acto; y administrado que le fue por el arzobispo de Toledo don García de Loaisa el último sacramento de la Iglesia, que recibió con verdadera unción y piedad y en su cabal juicio (1.° de setiembre), díjole al príncipe: «He querido, hijo mío, que os hallárais presente a este acto, para que veáis en qué para todo.» Y después de haberle dado algunos consejos saludables tocantes a religión y a buen gobierno, despidió al príncipe, que salió conmovido con tan tierna y dolorosa escena{5}. Desde aquel día dejó el moribundo monarca de entender en los negocios temporales del reino, consagrándose enteramente a los de su alma y prepararse a morir cristianamente. Mandó abrir la caja en que se guardaba el cuerpo del emperador su padre, para que le amortajaran como a él. Hizo además llevar otra caja que contenía dos velas y el crucifijo que su padre había tenido en la mano al tiempo de morir, y que se le pusieran delante de los ojos colgado en el pabellón de su cama. Ordenó que le colocaran al lado del lecho el ataúd; y comprendiendo él mismo el estado de putrefacción en que ya se hallaba, previno que dentro de aquel féretro se pusiera otra caja de plomo, en la que habría de ir su cadáver. ¡Admirable fortaleza de espíritu en medio de aquellos acerbísimos dolores, de aquellas inmundas llagas, de aquella fetidez y podredumbre, de aquel purgatorio que estaba sufriendo en vida!

El 11 de setiembre, dos días antes de morir, hizo llamar al príncipe y a la infanta, sus hijos, despidiose tiernamente de ellos, y con voz ya casi exánime los exhortó a perseverar en la fe y a conducirse con prudencia en el gobierno de los estados que les dejaba: y además entregó a su confesor la instrucción que San Luis, rey de Francia, había dado a su heredero a la hora de su muerte, para que la leyera a sus hijos; y dándoles a besar su descarnada y ulcerada mano, les echó su bendición y los despidió con lágrimas. Al día siguiente dieron los médicos a don Cristóbal de Mora la desagradable comisión de anunciarle que se aproximaba por momentos su última hora. No alteró al moribundo la noticia: oyó devotamente la exhortación del arzobispo de Toledo; hizo la protestación de la fe; mandó que le leyeran la pasión de Jesucristo según San Juan, y a poco rato le sobrevino una congoja tal que todos le tuvieron por muerto y le cubrieron el rostro. Mas luego se reanimó, abrió los ojos, tomó el crucifijo, le besó muchas veces, oyó la recomendación del alma que le leía el prior del monasterio, y por último haciendo un pequeño estremecimiento, aquella alma tan fuerte y enérgica abandonó el cuerpo ya corrompido y disuelto, a las cinco de la mañana del 13 de setiembre (1598), a los setenta y un años, tres meses y veinte y dos días de su edad, y a los cuarenta y dos cumplidos de su reinado.

Así acabó aquel príncipe que desde el mismo retiro en que murió había hecho estremecer muchas veces con su cabeza y con su pluma las regiones de dos mundos, y llevado en su mano los complicadísimos hilos de la política y de los intereses de tantos imperios.

Hízose con su cadáver todo lo que él mismo había dejado ordenado. Don Cristóbal de Mora y don Antonio de Toledo fueron los ejecutores de su voluntad. Lavado aquel consumido cuerpo de la inmundicia y laceria que le rodeaba y cubría, envuelto en un lienzo, colgada al cuello una humilde cruz de palo pendiente de un cordel, y vestido con una modesta y sencilla mortaja, fue colocado en la caja de plomo. Hiciéronle los monjes tan solemnes funerales como correspondía al regio fundador del monasterio, y al protector que acababan de perder: concluidos los cuales, se depositó el cadáver con gran ceremonia en la bóveda y nicho elegido por él mismo en el panteón que al efecto había hecho construir.

Luego que murió Felipe II, los grandes y caballeros que se hallaron presentes rindieron pleito-homenaje a su hijo y heredero, que sin contradicción fue reconocido y jurado en todas partes como legítimo sucesor de su padre en todos los dominios sujetos a la corona de Castilla, con el nombre de Felipe III{6}.




{1} Aunque en muchos escritores leamos que hacía solos catorce años que padecía de gota, nosotros tenemos a la vista cartas originales del rey, de 1579, en que ya se lamentaba de que algunos días el dolor de la gota le tomaba la mano en términos que a veces no le permitía ni firmar. «Estando ya bueno de la calentura que habréis entendido que tuve días pasados (le decía al duque de Osuna desde el Escorial a 5 de octubre de 579), me dio la gota recio en la muñeca y mano derecha, que me ha tenido estos días sin poder leer ni escribir, y aun agora escribo esto con trabajo, y por esto no ha podido ir antes esta carta, ni se ha podido entender en responder a los últimos despachos que de ahí han venido, &c.» Archivo del Ministerio de Estado: Correspondencia de Felipe II.

{2} Eran estos los doctores García de Oñate, Andrés Zamudio de Alfaro y Juan Gómez de Sanabria.

{3} Tenemos a la vista los opúsculos que sobre las enfermedades y muerte de Felipe II escribieron Fr. Diego Yepes, Antonio Cervera de la Torre, Juan Suárez de Godoy, Fr. Antonio de Herrera, en la Vida del Siervo de Dios Bernardino de Obregón, el P. Sigüenza, y la Historia del Escorial de Quevedo, el cual, como nosotros, recopiló lo que con mucha y minuciosa prolijidad refieren los mencionados autores.

{4} Entre los que participaron de esta especie de indulto in articulo mortis parece fueron la esposa y familia del desgraciado Antonio Pérez.

{5} Asistieron a este acto los del Consejo de Estado, a saber, don Cristóbal de Mora, conde de Castel-Rodrigo, don Juan Idiáquez, comendador mayor de León, el conde de Fuensalida, comendador mayor de Castilla y mayordomo del rey, el conde de Chinchón, ídem, el marqués de Velada, íd. Y ayo del príncipe, el arzobispo de Toledo, limosnero mayor, el conde de Alba de Liste, nombrado mayordomo mayor de la princesa de España: los caballeros de la cámara, que eran don Fernando y don Antonio de Toledo, don Enrique de Guzmán, don Pedro de Castro, don Francisco de Ribera, y muchos otros caballeros, y los confesores del rey y de sus altezas.

{6} Tuvo Felipe II de sus cuatro esposas los hijos siguientes.– De doña María de Portugal, al príncipe Carlos, que nació a 8 de julio de 1545, y murió en 24 de julio de 1568.– María de Inglaterra no le dejó sucesión.– De Isabel de Valois tuvo a los seis años de matrimonio a la infanta Isabel Clara Eugenia (12 de agosto, 1566) la misma a quien dejó la soberanía de los Países Bajos. La infanta doña Catalina (1567), que casó con el duque de Saboya. Murió la reina Isabel de la Paz, sin poder dar vida al heredero varón que llevaba en su seno (3 de octubre, 1568).– De su cuarta esposa doña Ana de Austria tuvo al príncipe don Fernando (4 de diciembre, 1574), que murió en 1578: a los infantes don Carlos Lorenzo y don Diego, que murieron niños, en 1573 y 1575: y a don Felipe, que nació en 14 de abril de 1578, único varón que le sobrevivió, y le sucedió en el trono.

En el Archivo de Simancas, Testamentos, leg. núm. 5, se conservan originales las siguientes disposiciones testamentarias de Felipe II. 1.– Testamento original otorgado en Westminster a 2 de julio de 1557. 2.– Codicilo del mismo, en Bruselas a 13 de julio de 1558. 3.– Otro ídem en Gante a 5 de agosto, 1559. 4.– Otro testamento otorgado en Madrid a 7 de marzo, 1594. 5.– Papel firmado de su mano a 3 de agosto, 1598, con fuerza de cláusula testamentaria encargando a su hijo algunas cosas tocantes al gobierno de Portugal y conservación de sus vasallos. 6.– Otro encargándole arregle las competencias de jurisdicción entre los poderes eclesiástico y civil, 19 de agosto, 1598. 7.– Otro de 20 de ídem, mandando dar diferentes joyas al príncipe e infanta, pero que el diamante grande que manda dar a la infanta sea solo para su uso, conservando su propiedad la corona. 8.– Codicilo hecho en el Escorial a 24 de agosto, 1598. 9.– Certificación del día y hora en que falleció Felipe II, firmada por siete testigos y el secretario Gassol, en San Lorenzo, 13 de setiembre, 1598.