Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

I

Lo que heredó la edad moderna de la edad media.– Misión de los soberanos de la casa de Austria.
 

Cuando un cuerpo político entra en un nuevo período de su vida social, ni el cuerpo político ha muerto, ni la vida que adquiere es nueva. Las sociedades no mueren, hemos dicho en otra parte; y al modo que la edad media fue una modificación de la edad antigua, así la edad moderna no fue sino una modificación de la edad media.

¿Qué había heredado la España de la edad media de la España antigua? Los dos principios vitales que habían de dar un nuevo desarrollo a su vida social; un código religioso y un código civil; el Evangelio y el Fuero Juzgo.

¿Cuál fue la herencia que la edad media dejó a la España al pasar a ese período que por acomodarnos al uso establecido hemos nombrado edad moderna, bien que convencidos de que el tiempo hará ver a los hombres la impropiedad de esta denominación, y de que los hombres con el tiempo la habrán de variar? Mucho heredó la España de esta tercera edad de la que la había precedido. La transición estaba incoada, ya que no hecha del todo. Los Reyes Católicos habían transformado esta sociedad{1}. El primer príncipe extranjero que la Providencia destinó a regir de lleno la nación española, encontró ya creadas y establecidas por los monarcas y por los hombres de pura raza española las bases esenciales de su constitución. Encontró el principio y el sentimiento religioso, arraigado en los corazones de todos y como encarnado en el cuerpo social. Encontró el principio de libertad, basado en los fueros municipales y en las cortes. Encontró una organización política, diferente en cada uno de los antiguos reinos, pero semejante en su esencia, y girando sobre los dos ejes del poder real y de las franquicias populares. Encontró la autoridad real más robustecida y respetada que lo había estado nunca. Encontró establecido y observado sin contradicción el principio de la sucesión hereditaria. Encontró una legislación, si no uniforme en toda la monarquía, general en cada uno de los antiguos reinos de que se había formado. Encontró consejos y tribunales funcionando con regularidad. Encontró una administración económica, acomodada a las necesidades y costumbres locales, pero imperfecta y cimentada sobre los errores del tiempo. Encontró estudios públicos, escuelas afamadas, y una literatura española que comenzaba a desarrollarse. Encontró la obra laboriosa de la unidad casi consumada en lo material, inaugurada en lo político y en lo civil. Encontró en fin una nación grande, independiente, poderosa: un gigante, que desde la estrecha cuna en que se cobijó siendo niño en el siglo VIII había ido creciendo por otros ocho siglos, y en el XVI tenía puesto un pie en Europa, otro en África, y extendía sus brazos hasta las extremidades de un Nuevo Mundo.

¿Cuál era la misión que la Providencia parecía haber encomendado a los príncipes de la casa de Austria al venir a tomar posesión de esta pingüe y vastísima herencia que un enlace casual había llevado a su familia? Su misión estaba indicada, aun cuando ellos entonces no la conocieran: modificar convenientemente, armonizar, perfeccionar todos estos elementos sociales que hallaron ya creados y establecidos. Porque todos necesitaban ser mejorados; porque era una sociedad demasiado recientemente regenerada, para que no necesitara de perfección. El mismo principio religioso, el elemento salvador de la sociedad española en su larga y penosa lucha, tenía que pugnar todavía, para salir esplendoroso, con dos elementos opuestos que habían quedado, a saber; de una parte, los restos de la creencia mahometana, representada por los indóciles y fingidamente conversos moriscos que aún plagaban las provincias meridionales y orientales de la península; de otra, la reacción fanática, simbolizada por la Inquisición, establecida para aniquilar todo lo que fuera contrario a la fe, pero contraria ella misma a la mansedumbre evangélica. A esto se había de añadir pronto la Reforma, nuevo enemigo de que los príncipes austriacos habían de tener que preservar sus dominios hereditarios de España, y sus dominios hereditarios de Flandes, de Alemania y de Sicilia.

Faltaba armonizar el principio de libertad con el de autoridad, uniformar la legislación civil, dar unidad política a los diversos reinos en que había estado fraccionada esta monarquía, y que habían vuelto a refundirse en ella. La misma unidad geográfica no se había obrado todavía de un modo completo. León, Castilla, Aragón, Granada y Navarra eran ya otros tantos miembros de la gran familia española y estaban sujetos a un solo cetro. Pero aun existía dentro de la península ibérica un reino independiente desmembrado de la corona de Castilla, y cuya incorporación parecía estar reclamando la naturaleza para el complemento de la unidad. Habíanse agregado al dominio de España vastas regiones de un mundo nuevo; pero aun quedaban en aquel nuevo mundo inmensos territorios que descubrir, dilatados imperios que conquistar. España había puesto en comunicación los hombres de dos hemisferios, pero aun faltaba asimilarlos por la civilización.

El descubrimiento de América había de ensanchar inmensamente el comercio del mundo, y había de producir una revolución en el espíritu mercantil de las naciones. Pero España aun no había aprendido a explotar convenientemente ese inmenso mercado, que hubiera podido y debido utilizar más que otra nación alguna; porque los legisladores castellanos desconocían las leyes del comercio, como ignoraban los principios de una buena administración económica, y tenían las ideas más erróneas en punto a riqueza pública. La agricultura, la industria y las artes no habían podido prosperar ni florecer en un pueblo que había vivido peleando ocho siglos, y cuyos brazos habían estado manejando asiduamente la lanza en vez del arado, la espada en lugar del pincel, el arcabuz en vez de la ahijada, el caballo de batalla en lugar de la mula de labor, y pasado la vida en construir y derribar fortalezas y castillos en los montes y colinas, en vez de pasarla en las fábricas y en los talleres de las villas y ciudades. Las letras brotaban ya con mas lozanía; multiplicábanse las producciones del ingenio, cultivábanse con laudable afán las ciencias sagradas y profanas, la varia y amena literatura, merced a la generosa liberalidad con que una princesa esclarecida había galardonado los talentos, premiado la aplicación, honrado y remunerado el saber. El impulso estaba dado por los Reyes Católicos. Con seguir dando esta impulsión, con no detener este movimiento intelectual bastaba para que los ingenios españoles después de alumbrar su propio horizonte comunicaran su luz y su brillo a otras regiones del globo.

Hemos bosquejado sucintamente el cuadro que en lo político, en lo económico y en lo literario presentaba la monarquía española, y el de lo que faltaba para uniformar y mejorar su organización, cuando un príncipe nacido en otro suelo vino llamado por la ley de sucesión hereditaria a regir los dilatados dominios españoles. ¿Cómo llenaron los primeros soberanos de la casa de Austria esta misión que la providencia parecía haberles encomendado al poner bajo su cetro todo lo que los naturales de estos reinos por espacio de siglos y siglos a costa de esfuerzos y sacrificios heroicos habían o mantenido o reconquistado o adquirido? Esto es lo que vamos a examinar a la luz de una desapasionada crítica, fundados en los hechos que hemos sentado, y en otros documentos auténticos que aún se ofrecerá ocasión de citar.




{1} Véase en el tomo XI nuestro Discurso titulado: “Introduccion a la edad moderna. España al advenimiento de la casa de Austria.