Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

II
Carlos I

Las Cortes y las Comunidades de Castilla.– Las Germanías de Valencia.
 

En la segunda década del siglo XVI, un príncipe extranjero, inexperto, casi un niño, que no conocía ni las leyes, ni las costumbres, ni la lengua, tal vez ni la historia de España, desembarcaba en un puerto de Asturias, en el suelo en que había nacido Pelayo, en la cuna de la independencia y de la libertad española. Este príncipe venía a tomar posesión de una monarquía, que nacida en aquel territorio donde él por primera vez ponía el pié, se había extendido hasta las extremidades del globo donde no habría de ponerle nunca. Este príncipe, que ni conocía los españoles, ni había conocido sus enemigos, encontraba la España libre y limpia de ellos: otros habían hecho la obra; él venía a recoger su fruto. Este príncipe se presentaba circundado de flamencos, gente que desde el transitorio reinado de su padre había dejado amarguísimos recuerdos en España. Este príncipe, anticipadamente proclamado rey de Castilla, viviendo la legítima reina de Castilla, comenzó por matar de pesadumbre al venerable pontífice castellano que le había hecho proclamar, para reemplazar al anciano, al respetable, al sabio, al virtuoso cardenal Cisneros en la silla primada de España, con Guillermo de Croy, ni anciano, ni respetable, ni sabio, ni virtuoso, ni cardenal, ni prelado, ni castellano, ni español.

¿Podrá nadie extrañar el disgusto con que los españoles recibieron a Carlos de Gante? ¿Puede parecer extraño a nadie que los altivos castellanos, que los severos aragoneses, que los vidriosos y fieros catalanes sintieran más o menos repugnancia en reconocer y jurar por soberano a Carlos I?

Y todavía no lo hicieron sin ponerle restricciones. Carlos de Austria fue obligado a jurar que guardaría y conservaría los fueros y libertades de Castilla y de Aragón: en las pragmáticas y escrituras el nombre de doña Juana, reina propietaria de España, aunque privada de razón y de juicio, había de preceder al de su hijo don Carlos. Admirable ejemplo de respeto por parte de los españoles a la ley de sucesión hereditaria, y de galante y de cumplida consideración al estado lastimoso de una reina desventurada.

Lejos de obrar el nuevo soberano de modo que pudiera hacer olvidar, al menos en parte, su calidad de extranjero, comenzó ofendiendo en vez de empezar halagando, derramó agravios en vez de sembrar beneficios, rechazó con asperezas y desdenes en vez de atraer con la dulzura y el halago, quebrantó el juramento cuando casi no se había extinguido el eco de la palabra sacramental «esto juro» en las bóvedas de San Pablo de Valladolid, e hirió a los castellanos en todo lo que con más viveza habían de sentir, en sus costumbres, en sus privilegios, en sus intereses y en su orgullo nacional. «Si alguna vez hay razón y justicia para los sacudimientos populares, estampamos ya en otro lugar, tal vez ninguna revolución podía justificarse tanto como la de las ciudades castellanas, puesto que ellas habían apurado en demanda de la reparación de las ofensas todos los medios legales que la razón y el derecho natural y divino conceden a los oprimidos contra los opresores, y todos habían sido desatendidos y menospreciados. El levantamiento... fue un arranque de despecho, fue la explosión de la ira popular por mucho tiempo provocada...»

Condenamos y sentimos, pero no extrañamos los excesos y crímenes que mancillaron el alzamiento de las comunidades de Castilla. ¿Qué sacudimiento popular no ha ido acompañado de desórdenes? El movimiento más nacional, el más grande, el más noble que se cuenta en los anales del pueblo español, el que ha merecido ser recordado por un monumento público como ejemplo glorioso y digno de imitación a la posteridad, el que se celebra cada año con justa y solemne pompa, ¿no fue también manchado con parciales excesos y con sangrientos crímenes? Males inherentes son estos por desgracia a todo sacudimiento popular por justificado que sea, como lo son a toda lucha, siquiera proceda de la causa y de la autoridad más legítima. Y por lo mismo que son siempre deplorables, por lo mismo que merecen siempre nuestra reprobación, por lo mismo que son calamidades necesarias, por eso mismo creemos que es gravísima la responsabilidad ante Dios y ante los hombres de los que las provocan u ocasionan.

Se ha calumniado el alzamiento de las comunidades de Castilla. Los escritores enemigos de las libertades populares tuvieron a su disposición cerca de tres siglos para adulterar a mansalva y sin contradicción el espíritu y carácter de aquel movimiento, y representarle como anárquico, injusto y desorganizador, y pintarle con las tintas y colores que pudieran hacerle más odioso. Al cabo de trescientos años, la razón, que recobra siempre sus derechos, la idea, que no muere nunca aunque parezca amortiguada, los documentos que la malicia esconde y el tiempo suele descubrir, la antorcha de la crítica, que viene a disipar las nieblas esparcidas por la preocupación o el interés, todo vino a demostrar que las ciudades castellanas no pedían sino lo que tenían sobrado derecho a reclamar. En su memorial de peticiones no demandaban sino la restitución de lo que habían poseído, de lo que les habían reconocido los soberanos de Castilla, de lo que habían gozado con los Reyes Católicos, y de que un monarca joven y extranjero las había bruscamente despojado. En alguna de las que hicieron de nuevo, iban tan derechamente a lo justo y avanzaron tanto en el camino de los buenos principios, que las naciones modernas marchan todavía de rezago, porque conociendo la justicia carecen de valor y de desinterés para practicarla. «Que los procuradores a Cortes, decían, no puedan, por ninguna causa ni color que sea, recibir merced de Sus Altezas... de cualquier calidad que sea, para sí, ni para sus mujeres, hijos ni parientes, so pena de muerte y perdimiento de bienes, porque estando libres los procuradores de codicia, y sin esperanza de recibir merced alguna, entenderán mejor lo que fuere servicio de Dios, de su rey y bien público.» Hace más de tres siglos que las ciudades de Castilla dieron este ejemplo de justicia, de independencia y de abnegación. Después de tres siglos las Cortes de Castilla esquivan todavía imitarle.

Se ha calumniado a las comunidades imputándoles haber atentado contra el trono; y faltaron a la exactitud los que le pintaron como un movimiento del pueblo contra la nobleza. El monarca fue quien volvió a las ciudades insultos por reverencias, irritantes respuestas a sumisas peticiones. Los nobles habrían seguido ayudando a los populares como comenzaron, si estos no hubieran querido obligarlos a pechar como ellos, y a levantar las cargas del Estado, y a desprenderse de inmunidades más o menos ilegítimamente adquiridas. Desde entonces los nobles separaron su causa de la de las comunidades, y los realistas supieron bien explotar en su provecho esta escisión. Lo que las comunidades pedían era equitativo y justo, pero ni oportuno ni conveniente. Error frecuente es en política confundir la justicia con la conveniencia.

Aun abandonadas a sus propias fuerzas las ciudades castellanas, hicieron vacilar el trono del primer príncipe austriaco: porque hubo un período en que ni una sola lanza se blandía en Castilla por Carlos de Austria. Aún después de tener por enemigos los nobles, sin la traición de un magnate en Villabrágima, y sin el estacionamiento injustificable del general de los comuneros en Torrelobatón, no sabemos cuál de los dos pendones hubiera tremolado victorioso, si el de las libertades castellanas o el del imperio avasallador del mundo. Padilla era un soldado valeroso, un fogoso patricio, un cumplido caballero, y hubiera sido un buen brazo ejecutor; pero faltábale de dirección lo que de valor le sobraba, y sobrábale de corazón lo que le faltaba de cabeza. La Santa Junta al colocarle en primer término, y el pueblo obligando con sus aclamaciones a la Santa Junta, hicieron un mártir del que podrían haber hecho un héroe, y se perdieron todos. Los errores estratégicos fueron de la Junta y de Padilla juntamente. Los errores políticos fueron también comunes. Las escisiones entre las juntas de las ciudades eran naturales: son irremediables en toda revolución popular cuando se prolonga más de algunas semanas, y estallan antes si falta una cabeza privilegiada que las dirija.

El honrado almirante de Castilla don Fadrique Enríquez era un comunero de corazón que obraba en favor del rey por compromiso. Sus proposiciones a la Junta eran harto razonables y conciliatorias. Si se hubieran aceptado, Castilla habría conservado casi todas sus franquicias, y Carlos de Austria no habría sido nunca un rey absoluto. Pero Carlos irritó con su conducta a los procuradores, y en las juntas populares casi siempre prevalece el dictamen de los más acalorados. De falta en falta se fue hasta el desastre de Villalar, donde la libertad castellana encontró su tumba y Padilla un cadalso. Padilla murió como un verdadero patricio, como un héroe cristiano. Sus cartas de despedida a su esposa y a la ciudad de Toledo destilan ternura, virtud, patriotismo, firmeza de corazón y grandeza de ánimo. Toledo y su esposa le correspondieron. Una mujer y una ciudad estuvieron desafiando muchos meses el poder del que había de dominar dos mundos. Doña María Pacheco parece una figura destacada del cuadro de las mujeres célebres de la Biblia. Y Toledo, la antigua corte del imperio gótico, la ciudad de Recaredo y de San Ildefonso, la ciudad en que se levantó primero la enseña del catolicismo, la que conservó por siglos enteros el culto cristiano en medio de la inundación sarracena, el baluarte central de España contra la dominación de los árabes, la ciudad de los Alfonsos y los Fernandos, la primera que apellidó la voz de comunidad, fue también la última en que se abatió el pendón de las libertades castellanas.

El emperador perdonó a los comuneros cuando ya estaban castigados, e indultó a los que no podía castigar. Sin embargo, le llamaron clementísimo, porque solo eximió unos trescientos.

Si Aragón hubiera ayudado a Castilla, no habrían perecido sus libertades. Pero el hermano abandonó en esta ocasión a la hermana; y como las faltas políticas casi nunca dejan de expiarse, al cabo de medio siglo Castilla ayudó a ahogar las libertades de Aragón.

La nobleza castellana que dio al emperador el triunfo sobre el pueblo fue a su vez deprimida y vilipendiada por el emperador, cayo poder engrandeció a costa del elemento popular. A los diez y ocho años del infortunio de Villalar el condestable de Castilla, el más inexorable enemigo de los comuneros, el que hizo triunfar la causa imperial, se vio amenazado por el emperador de ser arrojado de una galería abajo como un miserable. A los diez y ocho años de haber sucumbido Toledo bajo la espada de la nobleza, se vieron los nobles lanzados por el emperador de las Cortes de Toledo, y los grandes y señores no volvieron a ser llamados a las Cortes de Castilla. Entonces quisieron asirse al estamento popular y ampararse de él, y ya no pudieron. Las injusticias en política rara vez dejan de expiarse, y acaso nunca quedan impunes.

Lo que tuvo carácter de verdadera lucha entre la nobleza y el pueblo fue la guerra de las Germanías de Valencia y de Mallorca. Las Germanías de Valencia, menos todavía que las Comunidades de Castilla, fueron resultado de ninguna combinación ni plan político: fueron la explosión del despecho de los plebeyos provocada por la tiranía insoportable de los señores. Por primera vez se vio en un reino de España constituirse un gobierno de artesanos, un gobierno compuesto de tejedores, carpinteros, tundidores, marineros y pelaires, y un ejército formado y mandado por operarios de taller. El tejedor Guillen Sorolla, el carpintero Estellés, el confitero Juan Caro, y el vellutero o terciopeletero Vicente Peris, capitanes generales improvisados de las huestes de las Germanías, derrotaron muchas veces las tropas reales y batieron las fuerzas de los nobles mandadas por el virrey conde de Mélito, por el duque de Segorbe, el almirante de Aragón, el infante don Enrique y el marqués de Zenete. La guerra fue sangrienta y porfiada, y las fértiles campiñas de Valencia y de Mallorca fueron abundantemente regadas con sangre noble y plebeya. La gente popular cometió demasías y horrores. Los señores y caballeros perpetraron no menos crueldades e hicieron no menos desmanes y demasías que los hombres de la plebe. Siendo todos igualmente execrables, ¿a quiénes alcanza más responsabilidad? ¿A los provocadores, o a los provocados? ¿Quiénes son menos excusables? ¿Los hombres rústicos e inciviles, o aquellos cuyo corazón y cuyo entendimiento se suponen suavizados con el pulimento de la educación?

Vencidas fueron las Germanías de Valencia como las Comunidades de Castilla en ausencia del emperador. Ambos alzamientos habían comenzado antes que él saliera de España. El murmullo de la insurrección llegó a sus oídos: le oyó, y abandonó el reino. Cuando volvió, otros habían vencido por él. No le cupo más gloria que la poco envidiable de los suplicios.