Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ España en el siglo XVI
IV
Revolución religiosa y política en Europa.– Lutero: la Reforma.– Conducta de los papas y de Carlos V.– Dietas de Worms y de Spira.– La Confesión de Augsburgo.– La Liga de Smalkalde.– Enrique de Inglaterra.– Ana Bolena.– La Compañía de Jesús.– El concilio de Trento.– El Interim.– Guerras de religión.– Libertad de conciencia en Alemania.
Casi nunca se verifica un cambio material en la condición de los pueblos sin que o le preceda o le acompañe la revolución moral. Casi siempre o le produce o coopera eficazmente a su desarrollo la idea, ese agente poderoso e impalpable, que sacude, derriba y trastorna sin ser visto como el viento, y que obrando en los ánimos y en los espíritus, mina sordamente el edificio social y prepara los sacudimientos materiales.
La idea que en el siglo XVI ejerció más influjo en la situación material, moral y política de las naciones, y en las relaciones de los pueblos entre sí, fue la de la Reforma religiosa que comenzó a predicar Lutero. Antes que una idea se anuncie formulada y proclamada por un hombre, suele preexistir en los entendimientos de muchos, bien que le falte la combinación que da la forma. Esto explica por qué luego que aparece con forma de doctrina encuentra pronto adeptos, y se agrupan prosélitos en derredor del que la enuncia. Si Lutero no hubiera proclamado la Reforma, la habría predicado otro; y a falta del abuso y de la prodigalidad de las indulgencias, habríase servido de otra cualquiera arma para declamar contra la corrupción de la corte romana y para combatir la desmedida autoridad que de siglos atrás habían ido arrogándose los pontífices. Porque, en efecto, el clero romano daba por desgracia sobrado pábulo a la censura de sus costumbres, y los papas habían llevado demasiado lejos su afán de dominación temporal, para que en una reacción de ideas y en cierto progreso de civilización no hallaran los hombres harto pretexto para sublevarse contra el principio de autoridad llevado a la exageración.
Dos caminos tuvo Roma para haber ahogado en su principio la voz de Lutero. El uno era la reforma verdadera de sus costumbres, con lo cual habría quitado el pretexto a las declamaciones del fraile de Wittemberg, y tal vez Lutero no hubiera sido hereje; y si hubiera insistido en serlo, no habría encontrado secuaces ni protectores. El otro era el de la energía para sofocar en su origen el primer grito de alarma e inutilizar al primer declamador. Siguiendo Roma un término medio, y alternando entre el rigor y la blandura, desterrando unas veces al innovador y anatematizando su doctrina, dándole otras veces salvo-conducto y admitiendo sus proposiciones a discusión solemne en la dieta del imperio, envalentonábale la blandura, el rigor le exasperaba, y arrastrado a su vez por el halago y por el despecho, de predicador contra la relajación de costumbres y contra el abuso de las indulgencias pasó a detractor de las más venerandas prácticas de la disciplina de la Iglesia y a impugnador de los más sagrados y fundamentales dogmas del catolicismo. Lutero se hizo un hereje obstinado e incorregible, un heresiarca desatentado y procaz. Su principio de libre examen, su sistema de emancipación del pensamiento, halagaba a los espíritus filosóficos, fatigados de la traba del principio de autoridad. La máxima de independencia temporal del poder pontificio lisonjeaba a los príncipes, cansados de la sumisión a Roma, ejercitada en poner y quitar soberanos temporales. El ensanche de su doctrina en punto a moral pública arrastraba a las masas, ávidas siempre de licencia y enemigas de freno. Lutero se encontró pronto con príncipes protectores, con eclesiásticos adictos, con pueblos que le aclamaban como al libertador del género humano: la cuestión religiosa se hizo también cuestión política, y tomó proporciones colosales. Y aun las habría tomado mayores, si Lutero hubiese sido menos irritable y bilioso, menos grosero e insultante, si no se hubiera desatado en improperios y denuestos contra lo más respetable y santo, y sobre todo si el reformador de las costumbres del clero no hubiera escandalizado al mundo con las suyas.
Toda doctrina nueva que alcanza algún éxito encuentra pronto apóstoles que avancen mucho más allá que el primer iniciador, y esto aconteció al doctor de Wittemberg. Uno de sus primeros discípulos, Munzer, le dejó muy atrás predicando la igualdad absoluta entre todos los hombres, la comunidad de bienes, y todo lo que ha sido comprendido después bajo el nombre moderno de socialismo, lo cual produjo el levantamiento de los campesinos de Alemania, y aquella guerra sangrienta en que perecieron más de cien mil labriegos. Lutero se asustaba ya de dos cosas; de las modificaciones que se iban introduciendo en su doctrina, y de las conmociones políticas que ocasionaba. No era gran talento el del autor del libre examen cuando se asombraba de las naturales consecuencias de su obra.
La herejía de Lutero nació en Alemania el mismo año que Carlos de Austria se coronaba rey de Castilla (1517). Cuando fue a coronarse emperador, encontró ya el imperio contaminado y conmovido con la herejía luterana, y en la dieta de Worms (1521) se halló frente a frente con el reformista. «Nunca este hombre, dijo Carlos V al verle entrar, me hará a mí ser hereje.» Así fue; pero no previó que aquel hombre le había de obligar a dejar de ser emperador. Treinta y seis años más adelante, en su retiro de Yuste, se arrepentía del salvo-conducto que le había dado en aquella dieta, y exclamaba: «¡Cómo erré yo en no matar a Lutero!» Le otorgó salvo-conducto para que se retirara, y luego dio un edicto imperial mandándole prender. El edicto de Worms nunca fue ejecutado. En la dieta de Spira se resolvió darle cumplimiento (1529); pero protestaron cinco príncipes y catorce ciudades imperiales. Cuando Carlos V volvió otra vez a Alemania, los protestantes le dieron en rostro con la Confesión de Augsburgo, y cuando quiso que se ajustaran a la fórmula católica, le contestaron con la liga de Smalkalde (1530). Los príncipes protestantes del imperio desafiaban ya al más poderoso monarca del mundo. Los necesitó para que le ayudaran a arrojar los turcos de Hungría, y celebró con ellos el tratado de paz de Nuremberg (1532), que equivalía a un compromiso de tolerancia religiosa. Y Carlos V volvió a España con la gloria de haber vencido a trescientos mil turcos, y con el desconsuelo de no haber podido vencer a los luteranos de sus propios estados. La fuerza impalpable de la idea llega a ser más irresistible que los más numerosos y formidables ejércitos. El emperador había incurrido en los mismos errores que los papas para sofocar o atajar los progresos de la Reforma, y desde entonces pudo calcularse que la cuestión religiosa había de ser la gran dificultad y la gran revolución del siglo.
A este tiempo un monarca católico, el primero que había escrito contra la herejía, y a quien por lo mismo el papa había dado el título de Defensor de la fe, el que había publicado un tratado de Sacramentos, quebranta el sacramento de un matrimonio legítimo por unirse a una manceba, y porque el papa se niega en nombre de la ley divina a autorizar el divorcio, repudia a su esposa Catalina de Aragón, coloca en el trono a la impúdica Ana Bolena, rechaza a la autoridad pontificia, se aparta de la comunión católica, proclama la independencia de la iglesia anglicana, hace ley del estado la doctrina protestante, trae un nuevo cisma a la cristiandad, fomenta la escisión que comenzaba a dividir el género humano, y Enrique VIII de Inglaterra, el primer aliado de Carlos V, se convierte en aliado natural de los enemigos del campeón del catolicismo en Europa.
Mientras Carlos se distrae con las guerras de Francia, de África y de Turquía, la doctrina luterana se difunde, no solo por Alemania, Dinamarca y Suecia, sino por los Cantones Suizos, por los Países Bajos, por Francia e Inglaterra, por Saboya y Lombardía, amenazando el contagio hasta la misma Roma: no ya tal como la había predicado Lutero, sino con las modificaciones y variaciones introducidas por Carlostadt, Zuinglio, Munzer, Calvino y otros propagadores, y hasta con las extravagancias, aberraciones y obscenidades del panadero de Harlem, y del sastre de Leyden; síntomas de error y disidencia consiguientes al principio del libérrimo examen proclamado por Lutero, que por lo mismo no tenía razón en quejarse de ver nacer tan multiformes sectas y tan desacordes derivaciones de su doctrina. El culto católico era abolido en muchos países; príncipes y monarcas poderosos abrazaban el protestantismo y le establecían en sus estados y reinos bajo una u otra forma; el concilio general que el emperador proponía y deseaba se iba difiriendo por dificultades que él no podía superar; los reformadores se robustecían, y no atreviéndose Carlos V a exasperarlos porque no le embarazaran en sus empresas, los halagaba ratificándoles en las dietas de Francfort y Ratisbona las concesiones otorgadas en Nuremberg.
En tal estado, se levanta en España un nuevo campeón del catolicismo; y de esta nación que había combatido ocho siglos espada con espada a los sectarios de Mahoma, se alza una voz para combatir doctrina con doctrina a los sectarios de Lutero. ¡Cosa extraña y singular! En Alemania es un religioso, un fraile agustino el que rompe la unidad de la Iglesia, el que ataca sus dogmas y se subleva contra la autoridad del pontífice. En España es un hombre del siglo, es un militar el que se levanta a defender la potestad pontificia, el dogma católico y la unidad de la Iglesia. Ignacio de Loyola funda su Compañía de Jesús (1540). La forma que dio a su institución no podía ser más ajustada a su objeto, y la organización no podía ser más adecuada a sus fines. La Reforma desconocía la autoridad pontificia; Loyola establecía por base esencial de su instituto obediencia y sumisión ciega a la Santa Sede. Los protestantes habían roto la unidad cristiana y dividídose en cien sectas: la compañía de Jesús se establecía sobre el principio de la unidad, sobre la base del gobierno de uno solo, sobre la severidad de la disciplina militar y del régimen absoluto. La herejía se había propagado, no con la espada, sino con la idea y con la predicación: la compañía de Jesús había de ejercer su influjo educando, enseñando e instruyendo, había de catequizar dirigiéndose a la razón y a la conciencia, e infiltrar sus doctrinas en la sociedad por la cátedra, por el púlpito, por el confesonario y por los libros. No puede negarse a Ignacio de Loyola genio y talento organizador. La compañía de Jesús era institución de oportunidad. Era una reacción traída por el exceso de la anarquía religiosa. Andando el tiempo acaso ella misma había de producir una contra-reacción por exceso de centralización de poder.
Las muchas guerras en que Carlos V andaba siempre envuelto, y las necesidades a ellas consiguientes, le obligaron a seguir usando de lenidad y condescendencia con los protestantes en las dietas de Ratisbona y de Spira (1541-1544), y cuando al fin, después de muchas dificultades, se congregó el concilio de Trento (1545), protestaron los reformistas en un largo manifiesto contra la legitimidad de aquella asamblea. El concilio no obstante procedió a deliberar, y formuló una profesión de fe en que se condenaba la doctrina luterana. A tal tiempo murió Martín Lutero de una inflamación en las vísceras (1546), como si su cuerpo no hubiera podido resistir la humillación de su soberbio espíritu. A pesar de esto se sentían fuertes los protestantes para no reconocer el concilio, y la dificultad era hacérsele aceptar. Carlos, algo desembarazado entonces, creyó llegado el caso de sustituir la energía a la contemplación, y renunciando a atraerlos con la política resolvió domarlos con la fuerza material. Con este pensamiento reúne sus tropas y las del papa; mas aunque ha procurado encubrir con astucia sus designios, los confederados de Smalkalde los traslucen, y le hacen frente con un ejército de ochenta mil hombres y ciento treinta piezas de artillería. Primera guerra de religión entre católicos y protestantes. Menor en número, aunque más aguerrido y mejor disciplinado el ejército imperial, destruyó el de los herejes y deshizo la liga de Smalkalde. Carlos V mostró en esta guerra toda la superioridad de su vasto genio; condújose como hábil general, y peleó como el más intrépido soldado. Quien más ayudó a su triunfo fue el príncipe Mauricio de Sajonia, que siendo protestante de corazón siguió las banderas católicas para medrar a la sombra del emperador haciendo traición a sus correligionarios, como después había de medrar con los suyos haciendo traición al emperador; tráfico inmoral con que engaño a todos.
El eterno rival de Carlos V, Francisco de Francia, se prevale de estos triunfos del emperador para representarle como aspirante a la dominación universal, y provoca contra él una cruzada general de potencias y de soberanos. Alienta a los príncipes protestantes de Alemania; induce a los regentes de Inglaterra; aviva el enojo del rey de Dinamarca; promueve la enemistad de Venecia; invoca la cooperación del Gran Turco, excita los celos del papa, y levanta tropas en Suiza. Dios no permitió esta general conflagración, y envió una muerte ignominiosa al grande agitador francés. Emprende entonces Carlos V la segunda campaña religiosa contra los dos únicos príncipes protestantes que aun le resisten, el elector de Sajonia y el land-grave de Hesse. Al poco tiempo Carlos de Austria recorre las ciudades germánicas ofreciéndoles en espectáculo los dos príncipes prisioneros. Quinientos cañones cogidos a los confederados son distribuidos por todos los dominios de Carlos como otros tantos trofeos de sus victorias, y el papa que le había faltado le adula llamándole Máximo, Augusto, Germánico, Invictísimo.
La rebelión armada de los protestantes quedaba vencida con las armas en la Alta y Baja Alemania. Pero no son los triunfos de las armas los que sofocan las revoluciones de las ideas. Faltaba hacer reconocer a los vencidos la doctrina ortodoxa definida en el concilio de Trento: esto es lo que intentó Carlos V en la dieta imperial de Augsburgo (1547). Pero (¿quién podría pensarlo? y harto desconsuelo es tener que decirlo) el mismo Santo Padre, el depositario supremo de la fe católica, el mismo pontífice Paulo III, es el que entorpece la obra del emperador, es quien le impide completar el triunfo del catolicismo sobre la reforma. Trasladando el concilio contra la voluntad del emperador desde Trento a Bolonia, ha disuelto aquella asamblea, e introducido la escisión entre los mismos prelados católicos, entre los obispos españoles e imperiales. El cuerpo germánico pone por condición que el concilio vuelva a Trento; el emperador y los príncipes y prelados de su partido lo piden también, y el papa lo niega obstinadamente. El emperador trata con dureza y reconviene con acrimonia al papa. El papa no cede. Amenaza una lamentable ruptura entre el César y el Pontífice, y un deplorable cisma en la Iglesia. Carlos V conociendo el espíritu del pueblo alemán, y creyendo que debe ceder a la necesidad y a las circunstancias, adopta un término medio, y bajo el nombre de Interim (en tanto que se celebra un concilio general) hace redactar la fórmula de fe que le parece más conciliatoria. Engañose la buena fe de Carlos. El Interim descontenta a católicos y protestantes; a aquellos, porque se conservan en él máximas luteranas, a éstos, porque se conservan doctrinas papistas. El papa rechaza el Interim; el imperio germánico se resiste a obedecerle, y la gran cuestión religiosa vuelve a quedar en pié (1548).
Muere Paulo III en su invencible resistencia a trasladar el concilio a Trento (1549). Pensando muy de otra manera su sucesor Julio III decreta la continuación en aquella ciudad y expide la bula convocatoria, al tiempo que Carlos V convocaba la dieta imperial de Augsburgo para hacer observar el Interim (1550). El concilio vuelve a deliberar sobre puntos de fe con admirable sabiduría; aliéntase con esto el emperador, y prohíbe el culto reformado y las predicaciones contrarias al dogma católico en las ciudades del imperio (1551). Este y el sitio de Magdeburgo fueron sus últimos actos de energía en la gran contienda religiosa. Un enemigo oculto y formidable, un fingido amigo y el más solapado de los traidores, un protegido desleal e ingrato, había meditado su ruina, y por una sucesión de abominables tramas, de tenebrosos planes, de intrigas secretas, conducidas con el más taimado disimulo, sirviendo alternativa o simultáneamente a unos y a otros para burlar a todos, ayudando primero a Carlos a deshacer la liga protestante siendo protestante él mismo, haciéndose después jefe de la confederación para destruir al emperador siendo general del imperio; Mauricio de Sajonia, tipo de la más insidiosa política y de la más astuta doblez, envuelve a Carlos en una guerra en que no había pensado y para la cual no estaba prevenido; la espada del sajón casi le alcanza en Inspruck, y le obliga a refugiarse como un pobre peregrino en la miserable aldea de Villach. El César Invictísimo se ve acobardado por la primera vez de su vida; los padres del concilio de Trento abandonan despavoridos la ciudad, y se suspenden otra vez las sesiones de la asamblea contra el dictamen de los imperturbables prelados españoles, y por último se celebra en Passau el famoso tratado entre Carlos y Mauricio, por el cual se reconoce en el imperio germánico el libre ejercicio de la religión reformada (1552). Triunfo grande, aunque no completo, para los protestantes.
Así terminó por entonces, con poca gloria para el emperador y para los pontífices, después de más de treinta años de lucha, la famosa cuestión de la Reforma, que rompió la unidad de la creencia religiosa y dividió al mundo en opiniones y doctrinas acerca de los puntos que más interesan a la humanidad. Así terminó «por entonces» decimos; porque hubo un período de descanso en la agitada lucha. Por lo demás, lejos de quedar resuelta la cuestión, fue la más fatal herencia que Carlos V dejó a sus sucesores: y la contienda, que desgraciadamente divide hace más de tres siglos los entendimientos de los hombres, subsiste viva todavía, aunque por fortuna ha pasado del terreno de la fuerza y de las armas al campo más pacífico y más digno de la discusión y del razonamiento, y durará hasta que Dios envíe a los hombres un nuevo rayo de su luz que los guie por el solo camino que conduce a la verdad eterna.
La España era el país que más se había preservado del contagio de la herejía. Y sin embargo la alcanzó también, y cuando Carlos V vino a reposar de las fatigas de cuarenta años, vio con indignación que el luteranismo no había perdonado al país esencialmente católico, y se había apoderado de las inteligencias de no pocos ilustrados españoles. Entonces hubiera querido ser todavía emperador para exterminarlos, desplegando en España una intolerancia que en Alemania le hubiera podido convenir más, porque aquí ya se habían encargado sus hijos de ahogar las ideas de reforma en las hogueras inquisitoriales. España se mantuvo católica, aunque a costa de aislarse del movimiento intelectual europeo. Esto fue un gran bien mezclado de un gran mal. Nos damos el parabién de que España acertase a conservar el saludable principio de la unidad religiosa; lamentamos los medios que necesitó emplear para conseguirlo.