Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

V

Carlos V y Francisco I.– Retos célebres.– Guerra de Francia.– Tregua de Niza.– Entrevista en Aguas-Muertas.– Guerra universal.– Cerisoles.– Paz de Crespy.– Carlos V y Enrique II.– Metz.– Tregua de Cambray.
 

En medio de las contiendas religiosas, continuaban agitando los estados europeos las rivalidades y las guerras entre Carlos V y Francisco I de Francia. Mal hallado el francés con la humillación a que le redujo la vergonzosa paz de Cambray, no cesaba de buscar o motivos o pretextos para romperla, ni de apelar al auxilio de todos los príncipes y soberanos contra su vencedor, así a los católicos de Suiza como a los protestantes de Alemania, así al romano pontífice Paulo como al Gran Turco Solimán, que todos eran iguales y buenos para él, con tal que le ayudaran contra su rival y enemigo, siquiera escandalizara la cristiandad. Las pretensiones de Francisco a Milán y el despojo del duque de Saboya, produjeron el famoso desafío de Carlos V en pleno consistorio de cardenales y a la presencia del pontífice en Roma: el más solemne y el más arrogante reto que se ha hecho en el mundo. Así como la acusación hecha en el parlamento de París contra Carlos de Austria, y su mandamiento de comparecencia, y su sentencia condenando en rebeldía al emperador, fue uno de los más ridículos alardes de la impotencia despechada.

Nueva guerra y nueva invasión de un grande ejército imperial en Francia (1536). Carlos V, harto acalorado ya en esta ocasión, no quiso escuchar más consejo que el de Antonio de Leiva, que le decía: «A los animales bravos se los ha de buscar en sus mismas cuevas.» Más prudente y más saludable hubiera sido decirle: «A los animales bravos no se los ha de irritar en sus cuevas.» Francisco I se defendió esta vez en su cueva tan bizarramente como doce años antes: ahora como entonces salvó la integridad de su territorio; ahora como entonces se retiró a Italia el ejército imperial enormemente menguado: Carlos V marchitó en esta empresa los laureles que acababa de recoger en África, y el general que le alentó a la expedición murió en ella.

Anímase con esto otra vez el venturoso defensor de su reino a inquietar al emperador en sus propios dominios, y las armas imperiales y francesas se cruzan con estruendo y estrago en Flandes, en Lombardía, en Nápoles, y mézclanse en esta lucha los turcos llamados por el francés. Un pontífice, Paulo III, que ha comprendido perfectamente su misión de paz, y dos reinas, la de Francia y la de Hungría, hermanas de los dos enconados competidores; es decir, la religión y la sangre, la piedad apostólica y el sentimiento de la ternura y del amor, aúnan sus esfuerzos para aplacar a los dos enardecidos rivales y dar sosiego a Europa, y logran negociar la tregua de diez años que se firmó en Niza (1538), más ventajosa al rey de Francia que la de Cambray.

La famosa entrevista de Carlos y Francisco en Aguas-Muertas después de la paz de Niza, el abrazo con que se saludaron y recibieron, la cordialidad con que se trataron, y las tiernas y afectuosas demostraciones con que se despidieron aquellos dos monarcas que parecían irreconciliables, que llevaban veinte años de hacerse sangrienta y rencorosa guerra, fue un espectáculo que sorprendió y maravilló al mundo, que por ellos había sufrido veinte años de calamidades, y que nadie acertó a comprender. Cuando poco más adelante (1539) se vio al gran emperador Carlos V, en su viaje a los Países Bajos con el fin de sosegar el motín de Gante, entrar en Francia desarmado y solo, entregarse confiadamente a la lealtad y en brazos de su antiguo rival; cuando se vio a Francisco enviar a la frontera sus dos hijos para recibir al emperador; cuando se vio a los dos soberanos pasear juntos y en fraternal intimidad por París, siendo el uno objeto de los más suntuosos agasajos, de las más fastuosas y brillantes fiestas preparadas en su obsequió por el otro; cuando se vio a Francisco salir a despedir a Carlos hasta San Quintín, y sus hijos hasta Valenciennes (1540), creció el asombro de Europa, se pasmó de tanta hidalguía, y se lisonjeó de que iba a reposar al abrigo de la reconciliación de los dos terribles contendientes, de los dos grandes perturbadores.

Pero pronto se trocaron en amargura y pena las risueñas esperanzas de los amantes del reposo público. Disipáronse sus halagüeñas ilusiones cuando vieron al rey de Francia levantar cinco ejércitos y enviarlos a un tiempo a España, a Luxemburgo, a Flandes, al Brabante y al Piamonte, y arder por todas partes con más furor que nunca, una guerra universal entre el francés y el austriaco (1541). Los dos galantes amigos habían sido dos solemnes engañadores: en aquella fingida generosidad e hidalguía ambos habían llevado interesados fines; bajo la capa de una tierna afectuosidad se había ocultado el egoísmo. Pero esta vez fue el emperador quien ganó la palma poco envidiable de la falsía. Francisco había sido interesado, pero no faltó a la fe de caballero. Carlos abusó de la hospitalidad y quebrantó la fe de amigo. Carlos fue tan desleal en París como lo había sido Francisco en Madrid. El emperador fue más indisculpable, porque no era un prisionero. La guerra en esta ocasión era justa de parte del rey.

El éxito sin embargo no correspondió ni al aparato ni a los esfuerzos, y si no en todas partes fue desgraciado, en lo general no fue feliz, y ambos se prepararon a nuevas campañas con el odio de irreconciliables enemigos (1542). El francés renovó el escándalo de apoyarse en el auxilio del turco: el español escandalizó también haciendo alianza con el rey protestante de Inglaterra. Los monarcas católicos se confederaban en odio mutuo con los infieles y herejes: el primer ejemplo le había dado el Rey Cristianísimo; y el papa y el emperador traficaban en estados por dinero, y los regateaban como una mercancía. Un español enérgico y atrevido deshizo con la fuerza de su palabra aquellos tratos vergonzosos. Este español, debe citarse siempre, fue el ilustre caballero don Diego Hurtado de Mendoza.

Carlos subyuga y humilla primeramente en Alemania al rebelde duque de Cleves, intimida los príncipes alemanes con su rigor, y los españoles los asustan con su inaudito arrojo. Revuelve sobre Francia, y delante de Landrecy provoca a Francisco a una batalla que el francés supo esquivar, sintiendo el emperador que se le fuera el enemigo de entre las manos (1543). En virtud de la alianza con el rey Cristianísimo el sultán se apodera de Hungría y el corsario Barbarroja toma por asalto a Niza. Toda la cristiandad tiembla, se estremece y sufre. En su vista el soberano defensor del catolicismo se concierta con el rey protestante de Inglaterra, con el rey de Dinamarca protestante también, con los príncipes luteranos de Alemania, entabla tratos con el mismo Barbarroja, y el rey Católico, aliado de los herejes, deja al rey Cristianísimo reducido a la sola alianza del Turco. ¡Qué extrañeza de alianzas! ¡Qué confusión de pueblos! ¡Qué mezcla de ideas! ¡Todo movido por la ambición y por la enemistad de dos hombres!

La batalla que ganaron los franceses en Cerisoles (ninguno de los dos soberanos se halló en ella: cosa fue del conde de Enghien y del marqués del Vasto) fue la mayor derrota y el golpe más desastroso que habían sufrido en tantos años de guerra las armas imperiales. Cerisoles es sin duda una de las glorias militares de la Francia.

Entonces Carlos V toma la atrevida resolución de marchar sobre París. Y marcha, y toma fortalezas, y arrasa campiñas, e incendia poblaciones, y se arrima a la populosa ciudad, y difunde el terror en sus habitantes. Jamás la situación de Francisco I había sido tan apurada. Con razón exclamó: «¡Dios mío! qué cara me haces pagar esta corona!» Extrañaron muchos que Carlos V en tan ventajosa situación aceptara y firmara la paz de Crespy (1544), propuesta y solicitada por el francés, y sin embargo acaso fue una de las ocasiones en que obró con más prudencia Carlos de Austria. Habrían tenido razón los quejosos y murmuradores de aquella paz, si el emperador no hubiera tenido más enemigos que el francés, ni extendídose las miras políticas más que a humillar la Francia; si no hubiera tenido detrás al Turco y la reforma, si no hubiera temido por la Italia, y si no le faltaran a un tiempo, a él la salud y a su ejército los víveres.

Aún después de la paz de Crespy no cesó el rey Francisco de provocar contra el emperador, con menos fortuna que empeño, a todas las potencias y soberanos de Europa, repúblicas y monarquías, católicos y protestantes, cristianos e infieles, y antes se le acabó la vida (1547) que el odio, la envidia y el rencor al rival que tantas veces le había humillado. Y aún esta envidia y encono le sobrevivieron en su hijo y sucesor Enrique II, que a fin de debilitar el poder de Carlos no vaciló en declararse fautor de herejes como su padre, y en darse el título de Protector de las libertades de Alemania. Fue en efecto el grande auxiliar de Mauricio de Sajonia en aquella tenebrosa maquinación que redujo al poderoso César a la situación de un príncipe errante y fugitivo (1552), y en tanto que el desleal Sajón sorprendía a Carlos en Augsburgo y en Inspruck, el francés invadía la Lorena y la Alsacia. Indignado con esto el emperador, enfermo y gotoso como se hallaba ya, y teniendo que ser llevado de una a otra parte en litera, hecho el funesto tratado de Passau, vuelve hacia la Lorena en busca de Enrique con un ejército de cien mil infantes, quince mil caballos y ciento catorce piezas de batir, resuelto a sitiar y recobrar a Metz.

Las entradas en Francia eran casi siempre calamitosas a Carlos V y el suelo francés le costó más pérdidas que las guerras de toda su vida en todos los demás países de Europa. El sitio y retirada de Metz fueron dos de los más desastrosos sucesos de sus largas campañas: el temporal y la epidemia le fueron aún más adversos que el valor y la inteligencia del duque de Guisa, que ganó alto renombre con la defensa de aquella plaza. Parecía que la providencia, significada unas veces por la voz y el consejo de los hombres, otras por el lenguaje terrible de los elementos, le decía a Carlos V: «Respeta el territorio de la Francia, que te será funesto.» Así como parecía decir a los monarcas franceses: «Dejad la Italia, porque os será fatídico aquel suelo.» A juzgar por una larga serie de acontecimientos, diríamos que una mano misteriosa señalaba a unos y a otros a costa de escarmientos y de infortunios lo que cada cual debía respetar para ir sentando las bases del equilibrio europeo.

El desastre de Metz irrita en vez de templar a Carlos: prepara otro ejército y emprende nueva campaña contra Enrique, en que hace sus primeros ensayos con admirable felicidad el príncipe Filiberto de Saboya (1553). Como en tiempo de Francisco I, así en el de su hijo Enrique II las armas imperiales y francesas combaten casi sin descanso en Flandes, en Artois, en Henao, en Francia, en Toscana, y en Lombardía. Enrique II como Francisco I era el gran estorbo que para todos sus planes encontraba Carlos V, que enfermo, gotoso, avanzado en años, y contrariado ya en todas partes, érale difícil desenvolverse de tan joven, vigoroso e importuno rival. Y cuando cansados de tantas luchas el emperador y el rey se disponían a firmar la tregua de Cambray, ocupa la silla pontificia el hipócrita y rencoroso octogenario Juan Caraffa, y en su odio anti-apostólico a los príncipes de la Casa de Austria, conciértase con Enrique II para arrebatar a Carlos sus dominios de Toscana y de Nápoles y repartírselos entre los dos: conducta que valió al desatentado Paulo IV las justas y fuertes recriminaciones del embajador Garcilaso de la Vega, y las terribles conminaciones del duque de Alba.

Cuando Carlos abdicó sus coronas en su hijo Felipe (1556), le dejó todavía en herencia las guerras con Francia, que habían de terminar con el glorioso triunfo de San Quintín y con la paz de Cateau-Cambresis. Carlos V y Francisco I nacieron rivales, murieron rivales, y ambos trasmitieron el legado de la rivalidad a sus hijos.