Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

VII

Descubrimientos y conquistas en el Nuevo Mundo.– Hernán Cortés.– Francisco Pizarro.– Ensánchanse las relaciones de la gran familia humana en los dos hemisferios del globo.
 

Más afortunado fue, y con menos esfuerzo personal, en cuanto a la dilatación de los grandes dominios que heredó en el Nuevo Mundo. Allí el impulso de descubrimiento y de conquista estaba dado por los Reyes Católicos, como en Europa y como en África. Dominaba ya en el siglo el espíritu de las empresas caballerescas y la tendencia a buscar aventuras en las apartadas regiones oceánicas. Los grandes genios son siempre fecundos: ellos trasmiten los destellos de su espíritu a otros hombres, y producen el espíritu general de una época. Así como en Italia al ejemplo y en la escuela de Gonzalo de Córdoba en el reinado de la princesa Isabel, se formaron aquellos famosos capitanes que pasearon victoriosas las banderas de España por las naciones de Europa en el reinado de Carlos I, así a imitación y en la escuela de Cristóbal Colón se formaron aquellos otros célebres aventureros y nuevos descubridores que llevaron la enseña del cristianismo y el estandarte de Castilla a otras desconocidas regiones del recién descubierto hemisferio. Los Ojedas, los Núñez de Balboa, los Ponce de León, los Hernández de Córdoba y los Grijalba, fueron como los destellos de Colón en América, al modo que en Europa los Pescaras, los Leivas, los Colonas, los Alarcón y los Vastos lo fueron del Gran Capitán.

Ya no era menester que vinieran cosmógrafos extranjeros llenos de estudio y de ciencia a ofrecer a los monarcas españoles sus conocimientos en el arte de navegar para el descubrimiento de desconocidos climas; de la provincia menos marítima de España, del centro de Extremadura, salían hombres que sin educación náutica, impulsados solo por aquella inclinación misteriosa que se parece a la vocación, se lanzaban a los mares y conquistaban vastísimos imperios para el príncipe extranjero que había venido a heredar el trono de Castilla. Los dos jóvenes extremeños, Hernán Cortes y Francisco Pizarro, estudiante de jurisprudencia el uno, humilde guardador de puercos el otro, fueron los dos genios destinados por la Providencia para dar a Carlos I de España dominios tan vastos, tan inmensos y tan ricos como Méjico y el Perú. La espada continuaba la obra de la brújula.

Cortés y Pizarro son dos tipos enteramente diferentes, como lo fueron su educación y su rumbo. La conquista de Méjico por Cortés fue tan dramática y tan prodigiosa, que parece una fábula y fue una realidad; semeja una epopeya y es una historia; es la verdad en la inverosimilitud. Cortés admira en Tabasco, maravilla en Vera-Cruz, asombra en Tlascala, vuelve a admirar en Méjico, a maravillar en Zempoala y a asombrar en Otumba. Se le ve sucesivamente guerrero intrépido, apóstol fervoroso de la fe, general entendido, político profundo, soldado valeroso, enamorado galante y tierno, elocuente arengador, negociador hábil, burlador sagaz, y gobernador prudente. Derribando los ídolos sangrientos de los infieles, y haciendo a aquellos sacrificadores de hombres y a aquellos comedores de carne humana, prosternarse ante una cruz y adorar la hostia incruenta y pacífica de los cristianos, parece la personificación del genio del cristianismo y del genio de la civilización. Arrollando con un puñado de hombres y con una docena de caballos aquellas masas de cuarenta mil indios feroces y salvajes, semeja el genio de la guerra, el Marte de los modernos siglos. Cuando atronaba a los tlascaltecas con el estampido del arcabuz, si aquellos caciques hubieran sabido algo de la mitología pagana, le hubieran tomado por Júpiter Tonante, como habrían tenido a sus jinetes por centauros. Llevando consigo la bella esclava Marina, su amiga íntima, su intérprete y su salvadora, nos recuerda a Numa con su ninfa Egeria. Aplacando con la palabra las insurrecciones de sus soldados desesperados y furiosos, y convirtiendo con su voz en entusiastas aclamadores los que eran amenazadores tumultuados, mostró donde llega el poder de la elocuencia natural. Deshaciendo las conjuraciones de los españoles y las conspiraciones de los indios, y haciéndose aclamar general de los mismos que rehusaban obedecerle como capitán, acreditó ser hombre de tanta cabeza como corazón, de tanto entendimiento como brazo. Cortés quemando las naves hizo ver hasta dónde podía llegar la resolución de un hombre: comprometió cien vidas para ganar cien reinos. Cortés quemando las naves mostró tanta fe en su espada como Colón en su ciencia.

Grande Hernán Cortés aprisionando emperadores, es más grande viniendo a España a ofrecer a los pies de su soberano los imperios conquistados: y aparece mayor todavía cuando a los desdenes de su monarca le vemos corresponder atravesando nuevos mares y golfos para añadir a los dominios de su rey vastas islas Y penínsulas dilatadas. ¿Extrañaremos que este grande hombre, preguntado con desdén por el emperador: «¿Quién sois?» le respondiera con altivo despecho: «Soy quien os ha ganado más provincias que ciudades heredasteis de vuestros padres y abuelos.» Achaque suele ser de los soberanos de la tierra pagar con el abandono o con la ingratitud a sus más esclarecidos súbditos, a los hombres más insignes y que han dado más gloria a sus reinos. Vimos a Cristóbal Colon morir casi indigente después de haber dado un mundo entero a Castilla: al Gran Capitán acabar su vida en el destierro después de haber conquistado un reino: en 1517 finaba atribulado de pena el inmortal Cisneros por una ingratitud de Carlos de Austria a quien había hecho proclamar rey de Castilla: treinta años más adelante moría transido de sinsabores en la miserable aldea de Castilleja el gran conquistador de Méjico. Carlos I de Austria no fue más reconocido a sus grandes hombres que Fernando II de Aragón.

Hombre de otro temple, de otra educación y de otra índole que el conquistador de Méjico su compatricio Francisco Pizarro, ni tan político ni tan noble como él, pero no menos emprendedor que Cortés, ni menos sereno en los peligros, ni menos fuerte en los sufrimientos, ni menos valeroso en los combates, Pizarro conquista para la corona de Castilla el vastísimo y opulento reino del Perú, somete al dominio de Carlos de Austria el imperio de los Incas, y hace a los hijos del Sol adorar al verdadero Dios de los cristianos. La conquista del Perú, mezcla de hechos grandiosos, de acciones heroicas, de crueldades horribles, de punibles ambiciones y de lamentables discordias y rivalidades, no deja de ser por eso uno de los episodios más maravillosos de la humanidad, y una de las adquisiciones más importantes que ha podido jamás hacer un pueblo.

Vamos a hacer una observación interesante. En un mismo reinado las armas españolas combatían y triunfaban contra los idólatras en el Nuevo Mundo, contra los mahometanos en África y en Turquía, contra los herejes en Europa, contra los fingidos cristianos en España. En un mismo reinado los guerreros españoles cautivaban en Méjico a los emperadores Motezuma y Guatimocín, en el Perú al rey Atahualpa, en Italia al monarca francés Francisco I, en Roma al pontífice Clemente, en Alemania a los príncipes soberanos de Sajonia y de Hesse, y en África hacían vasallo al rey de Túnez Muley Hacen.

Dilatáronse, pues, inmensamente en el Nuevo Mundo los dominios españoles; ensanchose el círculo de las relaciones de la gran familia humana en los dos hemisferios del globo; alumbró apartadísimas regiones la antorcha de la fe y la luz de la civilización. En este punto el príncipe austriaco que sucedió a los reyes Católicos e inauguró la edad moderna española, no dejó de mejorar el legado que recibió de la edad media y que le trasmitieron los monarcas españoles. ¿Pero supo utilizar en pro de sus pueblos, en favor del bienestar de las naciones, las riquezas inmensas, los metales preciosos, las producciones inapreciables de aquellos fertilísimos suelos, que estaban destinadas a producir una revolución política en la economía social, una revolución comercial en el gran mercado del mundo? Ni Carlos V, embargada constantemente su atención en las guerras que incesantemente sostenía, tuvo tiempo para aplicar a aquellos grandes elementos de prosperidad los verdaderos principios económicos, dado que él hubiera podido comprenderlos, ni los hombres de su tiempo los conocían, y encerrados él y sus hombres en el estrecho círculo del sistema restrictivo, ni el comercio prosperaba, ni progresaba la industria, y el oro y la plata que venían de América, o se empleaban en subvenir, en cuanto alcanzaban, a las necesidades y gastos de las guerras, o iban a acrecer la riqueza de otras naciones más laboriosas, y de todos modos venía a ser la España un puente por donde pasaban los tesoros del Nuevo Mundo a los países a quienes el Nuevo Mundo no pertenecía.