Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

VIII

Medidas contra los moriscos de España, y su efecto.
 

Hemos visto lo que hizo Carlos V por extender la fe y dar unidad a la religión católica, en las Indias, en África y en las naciones europeas. Veamos ahora lo que hizo en favor de este gran principio en España.

Los Reyes Católicos, terminada la guerra de ocho siglos contra nuestros dominadores árabes y africanos, habían por una parte expulsado de España los judíos, por otra, contra lo capitulado en Granada, habían obligado a los moros que quedaron, o a recibir el bautismo de grado o por fuerza, o a evacuar el territorio español. En su lugar correspondiente emitimos ya nuestro juicio acerca de la justicia o la injusticia, de la conveniencia o inconveniencia de estas medidas. Carlos V encontró en España, señaladamente en sus provincias meridionales y orientales, multitud de estos moros fingidamente conversos, de estos cristianos por fuerza llamados moriscos, que habiendo renunciado solo en apariencia y forzados de la necesidad a la fe de sus padres, de secreto ejercían el culto y practicaban los ritos de la secta mahometana. Estos moriscos, de los cuales apenas uno de cada cinco mil habría recibido el bautismo de buena voluntad y con sincera intención, eran la gente más laboriosa, la más industrial, la más agricultora, y la más contribuyente de España. Los nobles de Valencia se habían servido de ellos como de sus más fieles auxiliares en la guerra de las Germanías contra los populares agermanados. Interés era de los nobles conservar los que les pagaban las rentas más saneadas y pingües. Pero el rey de España no podía consentir que aquellos falsos cristianos fueran un embarazo constante al principio de la unidad religiosa.

¿Qué medio debería adoptarse con esta gente tan tenaz y obstinada? Arrojarlos del reino, sobre ser aventurado en razón a ser una raza belicosa y fuerte, era además dejar las tierras más fértiles sin sus más afanosos cultivadores, despoblar las comarcas más bellas de España, y privar al erario de sus más lucidos recursos. Tolerar que siguieran en sus creencias y con sus ceremonias muslímicas, era contra los planes políticos del monarca y lo rechazaba el espíritu del pueblo. Instruirlos, civilizarlos, atraerlos con la doctrina, con la política, y con la predicación, parecía ser lo más conveniente y provechoso, y también lo mas evangélico. Sin embargo Carlos V los obligó a optar entre el cristianismo o la expulsión, porque así opinó la junta de consejeros, teólogos e inquisidores, que reunió para tratar de los de Valencia. De aquí la primera resistencia de los moriscos valencianos; sus gestiones y tratos con el emperador para comprar con dinero, o el ejercicio de su culto, o por lo menos la exención del yugo inquisitorial, o siquiera la prórroga del plazo de su salida; de aquí la multiplicación y diversidad de los edictos imperiales e inquisitoriales; de aquí la repetición de los bautismos forzosos; de aquí por último la porfiada y sangrienta guerra de la fragosa tierra de Espadán, en que se logró subyugar y bautizar a los moriscos que sobrevivieron, pero no inocularles la fe (1525).

Por iguales medios se sometió a los conversos aragoneses, también rebelados; y aunque las providencias con los granadinos fueron de otro género, la asamblea-concilio de Sevilla quiso obligarlos a renunciar a todo lo que aman más los hombres, su religión, su lengua, sus vestidos, sus costumbres. Aquellos al fin obtuvieron a fuerza de oro que se alzara el secuestro de sus bienes y se les permitiera seguir usando sus trajes por el tiempo que el emperador les quisiera consentir.

¿Cuál era el fruto de estas medidas violentas? Al pasar Carlos V diez años más adelante por el reino de Aragón, supo que todos los moriscos de Aragón, Valencia y Cataluña, continuaban tan apegados como antes a sus creencias, y que aún se entendían con sus antiguos hermanos los moros de África. Las providencias que por su mandado o con su autorización tomó entonces el inquisidor general, no fueron sino como la ceniza que se arroja sobre el fuego, que parece apagarlo y no hace sino encubrirlo para que con el tiempo vuelva a revivir. Distraído después el emperador en las guerras exteriores, las más de ellas contra herejes e infieles, no advirtió que los mahometanos de su reino quedaban sujetos pero no convencidos, que eran bautizados pero no creyentes, que se sometían a las prácticas cristianas pero profesaban el islamismo, y Carlos dejó en herencia a su hijo, y aun a su nieto, los dos Felipes, el germen de las sangrientas guerras de los rebeldes e indómitos moriscos.