Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

IX

Situación interior de España en este reinado.– Despoblación.– Pobreza.– Clamores de las Cortes.
 

El reinado de Carlos I de Austria ¿fue tan beneficioso a España como muchos han ponderado, como generalmente hasta nuestros días se ha creído? Así lo creyéramos nosotros también, si cifráramos el bienestar de un pueblo en el brillo de sus glorias militares, si graduáramos su felicidad por su grandeza, si midiéramos su prosperidad por la extensión de sus dominios. Comprendemos cuánto halaga el orgullo nacional de un pueblo contemplarse el dominador de remotas y dilatadas regiones, oír sonar su nombre con respeto en el mundo, celebrarse las hazañas de sus guerreros, ondear su pabellón victorioso en las tierras y en los mares, sujetarse a su monarca príncipes, reyes e imperios. Bajo este punto de vista poco dejó que desear Carlos de Austria a la vanidad de sus súbditos españoles en cuyo suelo radicaba su dominio. Mas por lo común no suele estar en armonía esta brillante y pomposa exterioridad con lo que constituye el verdadero bienestar de una nación, y no fue Carlos V la excepción honrosa de esta regla.

Que con él perdió España sus preciosas libertades, sus venerandos fueros, sus franquicias populares, ganadas a precio de su sangre y a costa de penosos sacrificios hechos por siglos enteros, cosa es que en otro lugar queda sobradamente demostrada.

¿Qué provecho redundó después a España de aquellos cuarenta viajes del emperador por las tierras de Europa, por las aguas del Océano y del Mediterráneo, de que él hizo un disculpable alarde en el salón de Bruselas al tiempo de renunciar las coronas en su hijo? Que sus ejércitos triunfaran en Milán, en Pavía y en Roma, o que fueran vencidos en Marsella, en Metz y en Cerisoles; que Carlos V conquistara a Túnez y sufriera un desastre en Argel; que las banderas imperiales tremolaran victoriosas en Ingolstad y en Muhlberg, o que la enseña católica saliera humillada de Inspruck y de Passau; que las armas del imperio ahuyentaran de Hungría los estandartes otomanos, o que la cimitarra turca y el alfanje berberisco se cebaran en las gargantas de los católicos defensores de Castelnovo, siempre eran españoles, siempre eran brazos arrancados a la agricultura, a las artes, a la industria de España, siempre eran nobles españoles que abandonan sus haciendas, siempre eran jóvenes de que quedaban yermas las escuelas españolas, los que iban a verter su sangre en tierras lejanas y a regar con ella los laureles del emperador, o a saciar la sed de venganza de un enemigo, católico, hereje o infiel.

Esta ausencia de brazos que se robaban a la labor, de cabezas que hubieran podido dedicarse al saber, unida a los que abandonaban sus lujosos castillos, sus modestas viviendas o sus humildes talleres, para emigrar al Nuevo Mundo en busca de aventuras caballerescas o de un enriquecimiento rápido, manía casi irremediable de la época, y que faltó habilidad para dirigir, necesariamente había de producir despoblación en España, desapego al trabajo, desamparo de la industria agrícola y fabril, fuentes de la verdadera riqueza; alimentado todo con el cebo, engañoso muchas veces, de la opulencia metálica del suelo americano, y con el afán seductor de la gloria militar.

Y como eran tantas y en tantos y tan apartados países las guerras, y tantas las poblaciones y campiñas que se destruían, ni las escasas rentas de los países que se conquistaban, ni las producciones del fertilísimo suelo español que la falta de brazos y de administración llegó casi a esterilizar, ni las flotas de plata y oro de América bastaban a alimentar aquellas masas de consumidores armados, ni a subvenir a los inmensos gastos de tantas y tan colosales empresas, marítimas y terrestres. Así es que a pesar de lo recargados que estaban los pueblos de tributos, Carlos comenzó, prosiguió y acabó pidiendo subsidios extraordinarios. En cuantas cortes convocó no dejó una sola vez de ponderar sus apuros y deudas para demandar dineros; y el tema de la sesión regia era siempre, si podemos servirnos de una frase vulgar, llorar lástimas. Y con razón las lloraba; puesto que sus mal alimentados y peor pagados ejércitos, cuando no sufrían el hambre por patriotismo como el de Pavía, apelaban para vivir al merodeo y al saco, como el de Lombardía y Roma, o se rebelaban y amotinaban por la falta de pagas, como las guarniciones de Milán y de la Goleta.

Las Cortes españolas para apartar a Carlos de aquel sistema dispendioso de guerras y de conquistas, o le pedían franca y abiertamente que se dejara de guerras exteriores y se viniera a cuidar su reino, como las de Castilla de 1537, o le negaban con firmeza los subsidios, como las de Valladolid de 1527 y las de Toledo de 1538, «porque no lo consiente, le decían, el estado de los pueblos.» Que no obstante el golpe dado por el emperador a las libertades castellanas y al poder de las Cortes, todavía encontraba en ellas, así en las de Aragón como en las de Castilla, así en el brazo de la nobleza, como en el del clero y del estado llano, corazones enteros, espíritus independientes, discursos vigorosos, peticiones enérgicas, respuestas dignas, negativas firmes.

Aquel continuo alejamiento del emperador era sentido y censurado por los sensatos castellanos, que a mas de gustar siempre de tener su rey dentro de su reino, veían marcharse con él su dinero y sus hombres, su sustancia y su sangre. Decíanselo así los magnates en las cortes y en el consejo, los rústicos en el campo.

Ocúrrenos una observación, que vamos a emitir. La madre del emperador, la desgraciada doña Juana, la reina verdadera y propietaria de Aragón y de Castilla, la hija de los Reyes Católicos, a cuya enfermedad intelectual debía Carlos de Austria ser rey de España, vivía retirada en Tordesillas mientras Carlos paseaba el mundo, y su vida se alargó casi tanto como la de su hijo. Parecía que la Providencia había querido prolongar más de lo verosímil los días de aquella desventurada señora, para que Carlos V allá en sus apartadas empresas, en sus viajes y distracciones, tuviera siempre en el centro y corazón de Castilla un objeto que le recordara constantemente que aquí radicaba el origen de su poder; era como una reprensión tácita de su continuo alejamiento, y como un aviso de que aquí era donde había de fijarse su sucesión. Carlos V oyó, aunque tarde, este aviso providencial, y vino a morir a Castilla.