Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

X

La Inquisición.– Ideas del Rey, de las Cortes y de los consejos respecto a la autoridad y al poder del Santo Oficio.– Sobre desamortización eclesiástica.– Entereza de Carlos V con la Corte de Roma.
 

La Inquisición que Carlos V encontró establecida por sus antecesores en España no mereció al pronto sus preferencias, y aun la tuvo como suspensa algunos años. Pero después las predicaciones de Lutero y las rebeliones de los protestantes y su contumacia exaltaron su espíritu y le hicieron inquisitorial. Quiso establecerla en Nápoles, y los edictos imperiales de Flandes contra los herejes eran la suma de los rigores del Santo Oficio y de las iras del poder temporal: y en el retiro de Yuste se exacerbó tanto con haber encontrado luteranos en España, que exhortaba, ya que él carecía de autoridad para hacerlo, a que se quemara vivos a los pertinaces y se cortara la cabeza a los arrepentidos.

¿Y quién lo diría? Carlos V y Felipe II su hijo, estos dos representantes del más fervoroso catolicismo en el mundo, estos dos perseguidores incansables de los infieles y herejes, estos dos propagadores del Santo Oficio, fueron ellos mismos, el uno al concluir, el otro al comenzar su reinado, procesados como cismáticos y fautores de herejes por el Papa Paulo I, excomulgados ellos, entredichos sus reinos, y relevados sus súbditos alemanes, españoles e italianos, del juramento de fidelidad. ¡Cuánto debió desengañar a los dos monarcas este proceder del Pontífice y este ejemplo propio de lo que solían ser las causas de fe! Ambos fueron después absueltos, pero fue porque el duque de Alba se puso con respetable ejército a las puertas de Roma resuelto a entrar en la ciudad y amenazando hacer con Paulo IV aún más de lo que se había hecho con Clemente VII, lo cual le hizo más fuerza que las protestas de Carlos y de Felipe{1}.

En cuanto al pueblo, dado que hubiera aceptado con gusto, y aun contribuido con empeño a la erección del tribunal creado por Fernando e Isabel para la persecución y castigo de las sectas judaica y mahometana, los hombres ilustrados de España, las Cortes y los Consejos estuvieron durante todo el reinado de Carlos protestando constantemente contra el desmedido poder del Santo Oficio, contra sus usurpaciones de jurisdicción y contra su intrusión en negocios y causas que no eran de fe. Que los inquisidores, decían ya las Cortes de Castilla de 1517, guarden los sagrados cánones y el derecho común, y que los obispos sean los jueces en las cosas de religión, conforme a justicia. Que se observe, decían las Cortes de Aragón de 1528, lo suplicado en las de 1518 sobre abusos de los ministros de la Inquisición, que los inquisidores no entiendan sino en los delitos de herejía, y no se entrometan en causas que no son de su competencia y jurisdicción. Así continuamente en este reinado y en los sucesivos.

Con la misma, y si cabe, con mayor perseverancia insistían siempre las Cortes españolas, así las de Castilla como las de Aragón, en que no se diesen beneficios ni dignidades eclesiásticas a extranjeros, en que las iglesias y monasterios no poseyeran ni heredaran bienes raíces, en el principio de la desamortización eclesiástica, en la reducción de las cofradías y comunidades religiosas, en la modificación de los aranceles eclesiásticos, en la limitación de la jurisdicción de la iglesia a los negocios y causas espirituales. Estas peticiones, siempre repetidas por los delegados del pueblo y nunca satisfechas por el monarca, esta pugna entre el espíritu de la parte ilustrada de la nación y las ideas e intereses del soberano, fue otra de las herencias que Carlos V dejó a su hijo Felipe, para reproducirse con más frecuencia y más energía por parte del pueblo, para negarse con mas obstinación y dureza por parte del monarca, para sostenerse viva la lucha por todo el siglo XVI, y para trasmitirse a los siglos, a los príncipes y a las generaciones sucesivas, hasta los días que alcanzamos, en los cuales dudamos que se dé todavía por terminada.

Es notable, y no deja de ser una de las más elocuentes lecciones de la historia de España, que los monarcas españoles que más se distinguieron por su celo religioso, que los más fervorosos defensores y propagadores del catolicismo, que los que más trabajaron por la unidad de la fe, y por la extirpación del mahometismo, de la herejía y de la infidelidad en España, en Europa y en el mundo, fuesen al mismo tiempo los que más se señalaron por su entereza en resistir a las pretensiones de la corte romana, a las aspiraciones de usurpación de autoridad de los pontífices, los que en las cuestiones entre la potestad espiritual y temporal trataron, o con más desenfado, o con más rigor, o con más aspereza a los jefes de la iglesia y a los representantes de la Santa Sede.

Vimos a Isabel la Católica, cuando un Pontífice desestimó sus reclamaciones en el negocio de un obispado español, ordenar a sus súbditos que salieran de Roma, y mandar al nuncio de S. S. que evacuara el territorio de España. Vimos al Católico Fernando mandar al virrey de Nápoles que ahorcara al cursor del papa do quiera que fuese habido, porque llevaba bulas y despachos que creía injustos e injuriosos a su autoridad. Carlos V, el gran campeón de la fe católica y de la autoridad pontificia contra todas las potestades de la tierra, retiene cautivo al pontífice Clemente VII; y el emperador, y sus embajadores y generales, don Diego de Mendoza, Garcilaso de la Vega y el duque de Alba, tratan a los papas Julio III y los Paulos III y IV, y a sus legados y nuncios, en despachos y en audiencias, por escrito y de palabra, siempre que les parecía faltar a los deberes pontificios o atacar las prerrogativas de su soberanía temporal, con una dureza cuya calificación dejamos a los que hayan leído los hechos y los documentos que en otro lugar hemos dado a conocer. Si más adelante vemos a su hijo Felipe II, con toda la piedad o con todo el fanatismo que cada cual le quiera atribuir, conducirse con la misma entereza con los pontífices, sin consentirles ni tolerarles menoscabar un ápice ni atentar siquiera a su autoridad temporal, no hará sino seguir las huellas y el ejemplo de los reyes Católicos y de Carlos V, y obrar en conformidad al espíritu de los monarcas católicos españoles de los siglos XV y XVI.




{1} Con este motivo escribía Felipe II desde Londres a su hermana, la Regente de Castilla, lo siguiente: «Después de lo que escribí del proceder del Pontífice y del aviso que se tenía de Roma, se ha entendido de nuevo que quiere excomulgar al Emperador mi señor y a mí, y poner entredicho y cesación a Divinis en nuestros reinos y estados. Habiendo comunicado el caso con hombres doctos y graves, pareció seria no solo fuerza y no tener fundamento, y estar tan justificado por nuestra parte, y proceder su Santidad en nuestras cosas con notoria pasión y rencor; pero que no seríamos obligados a guardar lo que acerca de esto proveyese, por el gran escándalo que sería hacernos culpables no lo siendo, y que pecaríamos gravemente. Por esto queda determinado que no me debo abstener de lo que los excomulgados suelen, según la intención de S. S… Y para prevenir con tiempo y para mayor cautela y satisfacción de las gentes, se ha hecho en nombre de S. M. y mío una recusación, protestación y replicación muy en forma, cuya copia quisiera enviar con este correo; y por ser la escritura larga y partir por Francia no se ha podido hacer, mas el correo que irá brevemente por mar la llevará. Entonces escribiré a los prelados, grandes, ciudades, universidades y cabezas de las órdenes de esos reinos, para que estén informados de lo que pasa; y les mandaréis que no guarden entredicho, ni acusación, ni otras censuras, porque todas son y serán de ningún valor, nulas, injustas, sin fundamento, pues tengo tomados pareceres de lo que puedo y debo hacer. Si por ventura entretanto viniese de Roma algo que tocase a esto, conviene proveer que no se guarde, ni cumpla, ni se dé lugar a ello. Y para no venir a esto, mandar, conforme a lo que tenemos escrito, que haya gran cuenta y recato en los pueblos de mar y tierra para que no se pueda intimar… y que se haga grande y ejemplar castigo en las personas que las trajesen, que ya no es tiempo de más disimular. Y si no se acertase a tomar (como podría ser), y hubiese alguno que quisiese usar de las dichas censuras, provéase que no se guarden, pues yo quedo en esta determinación y con tan gran razón y justificación; y también en los reinos de Aragón, sobre lo cual entonces se les escribirá en esta conformidad… &c.– Cabrera, Hist. de Felipe II. lib. II, c. 6.– Llorente, Hist. de la Inquisición, cap. XIX, art. 1.