Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

XIII
Felipe II

Paralelo entre las cualidades de Carlos I y Felipe II.– Carácter de Felipe.– Sus Ideas y su política relativamente a la Inquisición.– A las órdenes religiosas.– A la Corte Romana.– Al clero.– Cautela y suspicacia del rey.– Su policía.– Su prodigiosa y excesiva laboriosidad.– Su instrucción.– Su admirable memoria.– Su falta de ideas elevadas.– Su impasibilidad y dureza de corazón.– Paralelo entre Felipe II y los monarcas extranjeros sus contemporáneos.
 

La segunda mitad del siglo XVI en España presenta una fisonomía harto distinta de la primera, según era distinto el carácter de ambos soberanos. No hemos visto una raza en que se diferenciaran más los hijos de los padres, que la dinastía austriaco-española. La naturaleza degeneraba en cada generación. En otro lugar hicimos ya notar el contraste que formaban las condiciones geniales de Carlos y Felipe: la vivacidad española de Carlos siendo flamenco, la calma flamenca de Felipe siendo español; la movilidad infatigable de aquél, la inalterable quietud de éste; el genio expansivo del padre, la fría reserva del hijo{1}.

Carlos, que siendo flamenco había comenzado por reinar en España a la inexperta edad de diez y siete años, aprovechó cuantas ocasiones pudo para salir de este reino, y no se acostumbraba a vivir en él. Felipe, que siendo español comenzó por reinar en Italia y en Flandes, hombre ya de edad madura cuando empuñó el cetro; dos veces casado, padre de un príncipe, y regente que había sido ya del reino, aprovechó la primera ocasión que tuvo para venir a España y no salir ya jamás de ella, porque no podía acostumbrarse a vivir en otra parte.

Educado Felipe II en el catolicismo, religioso por inclinación, severo y rígido por carácter, tétrico y adusto por temperamento, intolerante por genio y por sistema, ya sabían los inquisidores de España que le eran agradable espectáculo los autos de fe contra los herejes. Por eso prepararon para agasajarle a su venida el de Valladolid de 1559 contra los luteranos, y solemnizaron su regreso con las hogueras, a que el rey asistió muy complacido. Entonces fue cuando pronunció aquellas célebres palabras: «Y aun si mi hijo fuera hereje, yo mismo traería la leña para quemarle.» Sin embargo, se ha hecho una injusticia a Felipe II en atribuirle a él solo palabras y sentimientos semejantes. El rey Francisco I de Francia había proferido ya veinte y nueve años antes (en 1535) en una procesión solemne expresiones casi idénticas, diciendo: «Castigaría de muerte a mis mismos hijos si estuvieran infestados de la herejía, y si sintiera una de mis manos contaminada, me la cortaría con la otra{2}.» La historia había sido hasta ahora más indulgente con Francisco I. La justicia debe resaltar en la historia.

Sin duda alguna era Felipe II muy aficionado a los rigores y a los procedimientos inquisitoriales, porque nada podía ser más acomodado a sus ideas religiosas y a su disimulada y tenebrosa política. Ya siendo príncipe y gobernador del reino lo había demostrado, devolviendo al Santo Oficio facultades cuyo ejercicio había tenido en suspenso el emperador su padre, y después siendo rey las confirmó por diferentes cédulas, e hizo de la Inquisición su brazo derecho como soberano católico y como monarca político. Cuando las leyes civiles del reino no alcanzaban a sancionar algunas de sus reales venganzas, recurría a la Inquisición como tribunal de cuyas redes no era fácil que pudiera desenredarse el procesado. Así lo ejecutó, entre otros casos, en el famoso proceso de Antonio Pérez. Complacíase en ver como se repetían y multiplicaban los autos de fe en Toledo, en Murcia, en Valencia, en Zaragoza, en Sevilla y en Granada; deleitábale el fulgor de las hogueras, y veía con gusto al Santo Oficio encadenar y comprimir el pensamiento, sujetar y avasallar las ideas, perseguir y humillar a los hombres más eminentes en ciencias y en doctrina, prohibir los libros y obras de más filosofía y de más erudición, y encarcelar y condenar sus autores, so pretexto de contener máximas o sentar opiniones peligrosas, malsonantes, o con sabor u olor a herejía.

Pero este monarca tan afecto a la Inquisición mientras le servía para sus fines, sabía bien tener a raya al Santo Oficio cuando intentaba invadir o usurpar las preeminencias de la autoridad real, o arrogarse un poder desmedido. En 1574 discurrieron los inquisidores crear en las provincias de Castilla, León, Vizcaya, Navarra, Aragón, Valencia, Cataluña, Asturias y Galicia, una orden militar con el título de Santa María de la espada blanca. En esta orden habían de entrar solamente cristianos viejos y limpios por rigurosa información y escrupuloso examen. Esta milicia había de gobernarse por el inquisidor general, al cual habían de estar sujetos los caballeros en lo criminal y en lo civil, exentos de toda potestad y jurisdicción civil y real. Aprobadas estuvieron ya por el Santo Oficio la regla y constituciones de esta milicia inquisitorial, habían logrado ya que entraran en ella muchas casas solariegas nobles y limpias, y procedieron a pedir al rey la confirmación de este singular instituto, que hacía al inquisidor general jefe de una numerosa milicia armada. Comprendió sobradamente el sagaz monarca hasta dónde iban los bastardos intentos de los inquisidores, de palabra y por escrito se los representó también el valeroso y prudente caballero don Pedro Venegas de Córdoba, gran celador del servicio del rey, y Felipe II atajó los progresos de aquella insidiosa conspiración inquisitorial, mandando recoger todos los papeles, imponiendo perpetuo silencio a sus autores, y escribiendo a todas las corporaciones eclesiásticas y seglares que se aquietaran y descansaran, que a él le tocaba velar por la seguridad, y pureza de la fe conforme a la obligación y lugar en que Dios le había puesto{3}. Y si no usó de más rigor en el castigo de los inquisidores, fue porque necesitando de ellos para sus fines políticos cuidaba de no enojarlos del todo. Por eso anunciamos anticipadamente en otra parte{4}, que Felipe II hizo de la Inquisición su brazo derecho, pero nunca consintió que se erigiese en cabeza.

Incomprensible parece al que no le estudie con filosófica meditación el carácter de este hombre singular. Este monarca que dejó perpetuamente retratado y esculpido su genio austero y devoto y sus aficiones monásticas en ese portentoso monumento de religión y de arte que nombramos el Escorial; este soberano del mundo para quien era la más deliciosa mansión la celda de un monje, y que no teniendo con que pagar los ejércitos que le conquistaban reinos consumía la sustancia de sus pueblos en fabricar un templo y una vivienda magnífica a una comunidad religiosa, era enemigo de la propagación de las órdenes regulares; mirábalas como no muy conformes al verdadero espíritu y fines de la Iglesia; más que por la creación de nuevas órdenes estaba por su reducción a las antiguas; ocupose mucho de reformarlas y hacerles observar las antiguas reglas, y solía decir que según se iban multiplicando era de temer que abundaran más en el mundo los institutos que la piedad religiosa{5}. Cuando el Santo Padre quiso establecer en España la orden militar de San Lázaro con extraordinarios privilegios y exenciones, le decía Felipe II a su embajador en Roma don Luis de Requesens:

«La multiplicación y nueva institución de religiones ha sido en la Iglesia cosa odiosa y por los antiguos cánones reprobada: y si esto es en las religiones regulares y eclesiásticas, con mucha más razón lo debe ser en las militares, en cuya institución se viene a usar, como se ve en esta, de tales dispensaciones, exenciones, privilegios, especialidades, y con tanta impropiedad y violencia, y con relajación de las reglas y leyes comunes, y con otros privilegios y preeminencias tan perjudiciales a los derechos y jurisdicciones temporales y eclesiásticas... Ha asimismo acá escandalizado mucho el origen y principio que en efecto este negocio tiene, pues la principal causa de la institución nasció del dinero que por ella se dio, y esta misma es la del continuarse por no le tornar, y ésto da término y causa al escándalo y mal uso que escribís que se tiene, vendiendo los hábitos, y tomándolos y comprándolos las personas que los toman, y con el fin que entran en esta orden, de manera que se vendió en efecto por junto, y se vende en particular los privilegios y disposiciones que a estos se les dan, muchos de los cuales son eclesiásticos y espirituales, y otros en derogación y perjuicio de la jurisdicción y derechos de los príncipes, principio y fundamento tan diferente del que se ha tenido en estas órdenes militares, y tan indigno de que proceda de la Santa Sede Apostólica, y con tanto escándalo del mundo, y de principio y origen tan vicioso no se puede esperar ni buen progreso ni buen suceso, ni S. S. debía autorizar tal cosa, ni es razón que los príncipes pasemos por ello... Y no depende (añadía) de la voluntad ni libre disposición de Su Santidad el eximir de la jurisdicción de los príncipes los que ellos quisiesen, ni es medio honesto ni justo para lo hacer el desta religión, que lo es solo en nombre, &c.{6}»

El que vivía entre monjes y solía rodearse y aconsejarse de frailes, veía sin sentimiento o con complacencia llevar al suplicio a cualquiera de estos que atentara a sus derechos de soberano. Fray Miguel de los Santos, no obstante todos los honores y cargos de su orden, fue ahorcado en la plaza de Madrid. No fue este solo el que probó las iras del rey.

Defensor de la unidad católica, y protector de la autoridad pontificia contra las armas y las doctrinas de los infieles y herejes, pero no menos celoso del mantenimiento de su poder temporal contra las pretensiones de los pontífices, fue inexorable con los papas siempre que estos intentaron lastimar su soberanía, y en ello le ayudaron grandemente sus ministros, generales, consejeros y embajadores. La célebre carta de su confidente y amigo el duque de Alba al papa Paulo IV (1556), muestra hasta dónde rayaba, no solo la entereza, sino hasta la audacia y la altivez de los delegados de Felipe con el Santo Padre. La consulta del Consejo Real sobre excesos del nuncio (1559) manifiesta la firmeza de los españoles de aquel tiempo y sus ideas en la cuestión de competencia de jurisdicciones eclesiástica y real. La inflexibilidad del rey en no admitir las bulas pontificias en Nápoles, Sicilia y Milán sin el Regium exequatur (1566), hizo ver a Pío V que Felipe II no transigía en materia de jurisdicción. Sixto V en la cuestión sobre el trono de Francia oyó las reconvenciones más duras del rey y de sus embajadores, el duque de Sesa y el conde de Olivares (1590). Como insistieran los pontífices en que se admitiera en España la Bula de la Cena, cosa que los monarcas españoles resistieron siempre, le decía Felipe II al marqués de las Navas, sucesor de Requesens en la embajada de Roma (1578): «Daréis a entender a S. S. que por las relaciones que tenemos del nuestro Consejo está nuestra conciencia bien saneada de que, según la opinión de los mismos canonistas, no es obligado el príncipe seglar a cumplir los mandamientos del papa sobre cosas temporales, por donde se seguirá desacato y menosprecio a la Santa Sede Apostólica, que son las cosas que, según los tiempos que ahora corren, debe S. S. lo más que pudiere evitar{7}.»– Y en el fuero que en 1585 estableció en Aragón sobre regalías de la corona, decía: «S. M. de voluntad de la Corte estatuye y ordena, que siempre, cada y cuando viniesen motus-propios que sean contra la jurisdicción real, o contra los fueros y observancias de este reino, que los diputados de él sean tenidos y obligados de ir o enviar a S. M. a suplicarle por que el remedio de ellos se alcance de S. S. Y si dentro de un año desde el día de la publicación del motu-propio en esta ciudad o en cualquier otra parte del reino que se hiciere, que a costas y expensas de las generalidades del reino, con firma de cinco diputados, en que haya uno de cada brazo, puedan y deban gastar y gasten todo lo que fuere necesario para acudir al remedio de ellos, y para procurarlo donde más convenga{8}

Promovedor incansable de las decisiones de la Iglesia contra la herejía, debiósele a él muy principalmente la nueva congregación del concilio de Trento. Pero si el papa y sus legados intentaban dar a aquella asamblea otro carácter que el que se había propuesto Felipe II, o intercalar en sus decretos fórmulas que él no aprobara, resistíalo el rey Católico con invencible energía; la insistencia del pontífice y de sus legados costó a Pío IV réplicas y protestas muy duras del monarca español y de sus embajadores Ayala y Vargas, y el concilio no fue nueva indicción, como quería el Santo Padre, sino continuación, como quiso el rey de España.

El que parecía tan favorecedor de los intereses del clero, no escrupulizaba en tomar la mitad de las rentas eclesiásticas cuando las necesitaba para las atenciones del Estado; y a la reclamación de un pontífice que invocaba la revocación de una bula, contestó con el opuesto dictamen de una junta de teólogos y canonistas españoles. Con razón anticipamos en nuestro discurso preliminar, que el defensor de la Iglesia romana, cuando el papa se oponía a sus derechos o a sus planes políticos, o le trataba él mismo con dureza, o se gozaba de los atrevimientos que con él se tomaban sus embajadores.

Investigador celoso de las costumbres del clero en general, escudriñador diligente de la conducta las cualidades individuales de cada eclesiástico, conocía Felipe II la capacidad, la instrucción y la moralidad de casi todos los que estaban en aptitud de aspirar a prebendas y dignidades. Y con esto, y con atender más a la ciencia que a la cuna, a la virtud que a la nobleza de linaje, viose en su tiempo obtener varones muy virtuosos y doctos las mitras y las prelacías. Con tal policía, y con la prodigiosa retentiva de de que estaba dotado, cuando la cámara le consultaba los sujetos para los obispados u otras dignidades eclesiásticas, solía recusarlos, o por recientes deslices, de que él tenía exacto conocimiento, o por antiguas flaquezas de la edad juvenil, que sin duda todos menos él tenían ya olvidadas. Memoria tanto más extraña cuanto que el clero era numerosísimo, y sus costumbres en general no muy puras y ejemplares{9}.

Esta especie de policía regio-inquisitorial no la ejercía solo con el clero; extendíala a todas las clases del Estado, y tenía su espionaje, así en su propio palacio como en las cortes extranjeras, en los consejos como en las oficinas, en las secretarías como en los tribunales, y sus funcionarios tenían que estar siempre alerta, porque no sabían, como dijo el escritor sagrado, el día ni la hora. Ellos mismos solían inspeccionarse y vigilarse mutuamente, sin sospechar unos de otros, y cada cual por encargo especial del rey. La confianza que todos tenían en el carácter reservado del monarca, y el rigor con que éste castigaba al que una vez le faltara a la verdad, eran dos buenos elementos para que nadie le ocultara lo que se proponía inquirir. El ejemplo del rey hacía reservados y veraces a sus confidentes, y éstos llegaron a ser con él como otros tantos confesores. Solo así se comprende el prodigioso conocimiento que llegó a adquirir Felipe II de los manejos de las cortes extranjeras, de las intrigas y tratos de cada embajador, de las miras de cada soberano, de las opiniones de cada consejero, de las cualidades en fin, de las inclinaciones, defectos o prendas de cada funcionario, de cada pretendiente, de cada individuo; a excepción de tal cual ministro que supo burlar la sagacidad del más astuto de los monarcas. Solo así se comprende también que un rey tan cauteloso como Felipe II consignara de su puño y letra, en las minutas o despachos para sus ministros o embajadores, mandatos, consejos o intenciones que tanto le desfavorecen, y que entonces creyó sin duda que serían arcanos impenetrables, pero que el tiempo ha venido a revelar para ayudarnos a conocer en lo posible a tan misterioso personaje.

Amigo del orden y de la regularidad en todo, distribuyó convenientemente por materias los negociados de los consejos y secretarías, para que en su despacho no hubiera el embarazo y confusión que se había notado hasta entonces. Esta fue una de las medidas más útiles con que señaló el principio de su reinado{10}. La descripción geográfica e histórica, junto con la estadística de población y de riqueza que se proponía y que mandó se hiciera de todos los pueblos de España y de las Indias, por mucho que le faltara para llevarse a cabo, es un buen testimonio de su genio ordenador, y señaló a sus sucesores la conveniencia de una obra que la indolencia de estos fue dejando desatendida. Llevado de este mismo espíritu de orden, y considerando, como dice un historiador de su tiempo, «la importancia de que son papeles, como quien por medio de ellos meneaba el mundo desde su real asiento,» mandó guardar y ordenar en la fortaleza de Simancas todas las escrituras antiguas que andaban derramadas por Castilla a riesgo de perderse; que fue como el principio y fundamento de ese riquísimo archivo nacional que en aquella fortaleza hoy se conserva copiosamente aumentado, y de cuya inagotable fuente hemos sacado muchos de los datos que nos sirven para escribir esta historia{11}. Igualmente cuidadoso en el orden de los papeles que tenía sobre su mesa y manejaba por sí mismo, encontrábalos a tientas, o daba al que los hubiera de buscar las señas infalibles del sitio y lugar de cada uno. Era rudamente severo con el que le causara en ellos el menor trastorno. Como un día viese desde su aposento a un ayuda de cámara andar en sus papeles, «Decid a aquél, le dijo a su secretario Mateo Vázquez, que no le mando cortar la cabeza por consideración a los servicios de su tío Sebastián de Santoyo que me le dio

Infatigable en el trabajo de bufete, asiduamente ocupado en el despacho de los negocios, diligente, expedito y activo, llevando siempre de camino su bolsa o cartera de papeles como un secretario, atento a todo, y dotado de una comprensión maravillosa, en dos horas de despacho hubiera podido dar trabajo para mucho tiempo a todos sus secretarios, consejeros y embajadores, si hubiera sido menos minucioso. Pero el afán de leerlo todo por sí mismo, de escribir por su mano las minutas, de adicionar, suprimir, anotar y tildar las frases y aun las palabras de las que sus secretarios le presentaban, como el más escrupuloso corrector de estilo, aun de los documentos curiales puramente formularios; su prurito de apostillar y entrerrenglonar la correspondencia oficial y confidencial; su manía de reparar en la ortografía, en la forma material de la letra, en el rigorismo de los tratamientos y cortesías; su cuidado en examinar nombre por nombre y cifra por cifra las nóminas de las pagas, y de advertir si iba incluido en ellas tal oscuro sirviente que hubiera muerto unos días antes de vencer el trimestre; su empeño en ordenar y escribir de su puño los ornamentos que habían de vestir los sacerdotes en cada festividad religiosa del año, y de prescribir el color de que había de pintarse cada letra inicial de los libros de rezo y de coro; estas y otras nimiedades, más propias de un oficinista, de un mayordomo, o de un ritualista, que de un soberano que gobernaba dos mundos, y de cuya inconveniencia le avisaron oportunamente las Cortes de 1588, le consumían tiempo, embarazaban muchas veces el despacho de los negocios, le impedían levantar sus pensamientos a más elevada esfera, estrechaban sus miras, y esta admirable cualidad del hombre es a nuestros ojos uno de sus más admirables defectos de rey{12}.

Felipe II no era solo un hombre laborioso, ni solo un monarca devoto y político: era también versado en idiomas y entendido en letras. Las comunicaciones de sus maestros nos informan de los adelantos que hacía en el estudio de las lenguas, inclusa la alemana, y los autores de poemas latinos solían consultarle y oír con respeto su parecer sobre la propiedad de las voces y sobre su valor en la prosodia{13}. Estimaba los hombres doctos y se correspondía con los eruditos; y de su amor a los libros dan testimonio los encargos que dio a Antonio de Gracián para comprar las obras del Abulense (el Tostado), a Arias Montano, para la adquisición de códices hebraicos en Roma, y a otros sabios varones, y sobre todo la biblioteca que comenzó a formar en el Escorial{14}. No mencionáramos esta cualidad, siempre apreciable, pero no de un raro mérito en un rey, si se tratara de otro que del autor de la famosa pragmática de Aranjuez, en que condenaba a destierro perpetuo y a la pérdida de todos los bienes a todo el que saliera de estos reinos a estudiar o enseñar en las ciudades y colegios de otros reinos. Y es que Felipe II, temeroso de que se infiltrara en España el protestantismo, quiso aislar esta nación del resto del mundo, y amando las letras, pero permitiendo solo las doctrinas que a su juicio y al de la Inquisición no pudieran ser peligrosas, sacrificó el progreso intelectual al fanatismo religioso.

Su política en lo interior era la que cuadraba a su carácter receloso, suspicaz y profundamente disimulado. Dejando con estudio a sus consejeros en cierta libertad para emitir sus opiniones a fin de conocerlos mejor; recibiendo con calculada afabilidad a los que negociaban o trataban con él; oyendo sin mostrar disgusto las advertencias que quisieran hacerle; con semblante rara vez alegre ni enojado, sereno casi siempre, y nunca descompuesto; como quien nunca dejaba de estar sobre sí; era más cortesano que sus cortesanos, como era más ministro que sus ministros; y a sus ministros, cortesanos y consejeros les era difícil conocer cuándo estaban en la gracia o en la desgracia de su rey; solía venirles el golpe antes de sospecharle, y muchas veces la sonrisa del monarca precedía muy corto intervalo a la muerte del más encumbrado valido. Su sistema era fomentar o mantener la rivalidad y la división entre ellos para mejor dominarlos. Así se conducía y manejaba con los partidos que solían formar las influencias del duque de Alba, del cardenal Espinosa, de don Juan de Austria, de Ruy Gómez de Silva, del marqués de los Vélez, del cardenal Quiroga, de los secretarios Mateo Vázquez, Santoyo y Antonio Pérez.

Este príncipe, tan dedicado al oficio de rey, que cuesta trabajo hallar alguna vez en su larga vida al hombre sin encontrar siempre al monarca; este monarca, que hasta las pasiones y debilidades de la naturaleza, de que no estuvo exento, quería subordinar a la política; este hombre, en cuya cabeza cabían sin estorbarse la memoria de todos los nombres y la retentiva de las acciones de cada uno; que con su asiduidad en el trabajo, fatigaba y rendía a sus más laboriosos ministros y servidores; que desde la celda de un monasterio llevaba en sus manos los complicados hilos de la política de todas las naciones del globo; que aspiraba a sujetar los hombres y los pueblos a sus creencias y someterlos a su autoridad, rara vez vemos que levantara su imaginación a la altura correspondiente a su poder y a la magnitud de sus ambiciones, ni que desplegara aquella actividad enérgica que requiere una gran concepción y asegura su éxito. Muchas empresas se malograron por la embarazosa lentitud de las instrucciones minuciosas sobre pormenores e incidentes de poca monta, impropia ocupación del autor de un gran pensamiento, y propia para coartar la libertad del ejecutor. Tan lento Felipe II en resolver como era rápido su padre en obrar, Carlos V conquistaba un reino mientras su hijo respondía a una consulta. Antes de deliberar en definitiva, escribía sobre cada negocio, en notas, advertencias y reparos marginales, lo que podría formar un volumen. Al revés de su padre que hubiera querido hallarse en todas partes a un tiempo, Felipe II por no mover su persona consentía que se perdiera un Estado. Malta estuvo a punto de perderse por la dilación de los socorros; y los Países Bajos no hubieran ardido en guerras, ni se hubieran perdido para España, si Felipe II se hubiera decidido a abandonar por unos meses el Escorial. Verdad es que una vez que se precipitó a obrar contra el dictamen de sus consejeros, sufrió el mayor de los reveses, que fue la destrucción de la Invencible Armada. La oportunidad de las grandes resoluciones no era el don de Felipe II.

Sin embargo nos contentáramos con que el corazón de este príncipe hubiera correspondido a su cabeza. Pero en este punto, después de haberle estudiado cuidadosamente desde la infancia hasta la ancianidad, desde la cuna hasta el sepulcro, confesamos haber tenido el desconsuelo de encontrar muy rara vez en él un sentimiento tierno y afectuoso. Aquella reserva sombría, aquella fría indiferencia, aquella serenidad inalterable, parecida a la impasibilidad, aquel semblante que ni encogía la sonrisa en las prosperidades, ni arrugaba la aflicción en los contratiempos, ni demudaba el espectáculo de los suplicios, ni conmovían las súplicas de los desventurados, ni inmutaban los lamentos de las víctimas, revelaban un corazón cerrado a la compasión y a la piedad humana. El secreto con que meditaba las persecuciones y castigos generales de todo un pueblo o de toda una raza; la perseverancia con que proseguía por espacio de años con el más profundo disimulo y por los más tenebrosos medios un plan de venganza personal, y la insensible dureza con que lanzaba una sentencia fatal contra el extraño, contra el confidente, contra el hermano, contra el propio hijo, descubría un alma de que no quisiéramos ver dotado ningún hombre, cuanto más un rey.

Cuando le hemos visto mostrarse tan imperturbable con la noticia de la victoria de Lepanto, como con la nueva de la derrota de la Armada Invencible, hubiéramos podido atribuirlo a grandeza de alma, si no le observáramos presenciando igualmente impasible las hogueras inquisitoriales, decretar las calamidades de los moriscos, aprobar el tribunal de la sangre de Bruselas, autorizar las crueldades exterminadoras del duque de Alba, disponer o consentir los suplicios de Egmont y de Horn, la tenebrosa estrangulación de Montigny, la matanza de los hugonotes, la prisión misteriosa y la muerte del príncipe Carlos{15}, el tormento de Antonio Pérez, el encarcelamiento de la princesa de Éboli, la ejecución de Juan de Lanuza, y el asesinato del príncipe de Orange. Cuando leemos los minuciosos pormenores de la instrucción dada por Felipe II sobre la manera como el verdugo había de ejecutar en el silencio de la soledad y de la noche el suplicio del barón de Montigny, de modo que su muerte hubiera de parecer natural; cuando vemos que todo el proceso que se formó al más respetable de todos los magistrados, al Justicia Mayor de Aragón, fueron estas lacónicas palabras del rey: «Prenderéis a don Juan de Lanuza, y hareisle luego cortar la cabeza;» nos estremecemos de horror y no podemos menos de exclamar: «¡Menos malo fuera que hubiese sido de mármol el corazón de Felipe II! que al fin la materia insensible ni es cruel ni se deleita en la crueldad.»

Por eso dijimos ya en otra parte, que reconociendo muchas grandes dotes de este soberano, le admirábamos, sí, pero no nos era posible amarle.

Y sin embargo, menester es que seamos imparciales, y que hagamos a Felipe II la justicia que los hombres no le han hecho, tratándole apasionadamente así sus detractores como sus panegiristas. Felipe II, con todas sus pasiones y defectos de hombre y de rey, fue mucho más morigerado, y menos protervo, menos odioso, y aún menos sanguinario que la mayor parte de los monarcas contemporáneos y los soberanos de su siglo. Por extraña que al pronto pueda parecer a algunos la proposición, se evidencia con solo reseñar rápidamente la galería de los reyes más notables de su tiempo.

Toleraríamos que los escritores extranjeros retrataran con tan negros colores a Felipe II y ponderaran su fanatismo, su tiranía y sus maldades, si no tuvieran delante en su mismo siglo a un Enrique VIII de Inglaterra, que sacrificó la religión de todo un Estado, la dignidad y el decoro del trono a la pasión lasciva de una mujer; a ese campeón de la fe católica y de la autoridad pontificia, que abjuró del catolicismo, y pisó la tiara, y se erigió a sí mismo en pontífice por llevar a su impuro lecho el adulterio y la obscenidad; a ese desenfrenado déspota, que arrojó del trono y del tálamo a una reina legítima y a una esposa fiel, para llevar al tálamo y al trono a una manceba desalmada; que decapitó después a la que había hecho objeto de sus escandalosos y criminales deleites; que con la misma serenidad llevaba al cadalso a Ana Bolena, a Catalina Howar y a la condesa de Salisbury, que al cardenal Fischer y al ilustre Tomas Moro; que con igual frialdad de alma entregó a la hoguera setenta mil víctimas, católicos y protestantes, que todos eran lo mismo para el primer escritor contra Lutero, para el que hizo luego ley del Estado la reforma luterana.

Toleraríamos a los extranjeros esta especie de privilegio de fanatismo y de crueldad que quieren conceder a Felipe II, si no tuvieran a la vista a su misma esposa la reina María de Inglaterra, la carcelera de su hermana Isabel, el verdugo de Juana Grey, de su padre y de su esposo, del duque de Varwick, del obispo Cranmer y del caballero Piat: la sombría y sanguinaria María de Inglaterra, que consagró cinco años a los refinamientos de la crueldad más infernal; que en tres años condenó al fuego a doscientos setenta y siete desgraciados, y en cuyo reinado derramaron menos sangre en Inglaterra los soldados que los verdugos.

Toleraríamos las diatribas de los extranjeros contra las crueldades del monarca español, si después de esa María de Inglaterra no hubieran visto a su hermana Isabel, a quien no negaremos nosotros las grandes condiciones de reina, como tampoco ellos las podrán negar a Felipe II. ¿Pero sufren paralelo la conducta generalmente morigerada de Felipe de España y la licenciosa y sistemática disipación de Isabel de Inglaterra? ¿Cabe cotejo entre el rey de las cuatro esposas legítimas, y la reina de los nueve reconocidos amantes y ningún esposo? Y en punto a crueldad, a despotismo y a mala fe, si Felipe II sacrificó a Egmont, a Montigny, a Lanuza y a Pérez, ¿no ordenó Isabel los inicuos suplicios de Norfolk, de Essex, y de otros ilustres magnates? Si Felipe II encarceló a su propio hijo Carlos, ¿no llevó Isabel al cadalso con meditada y fría ferocidad a la desventurada María Stuard? Si Felipe II señaló un premio al que asesinara al príncipe de Orange, ¿no premiaba Isabel a los que le ofrecían asesinar a don Juan de Austria y a Alejandro Farnesio?

Si de los reyes de Inglaterra pasamos a los monarcas franceses del siglo XVI, perdonáramos a los escritores extranjeros los arranques de su indignación contra los actos de despotismo, de falsía y de crueldad de Felipe II, si no tuvieran tan cerca un Francisco I de Francia, que encendió como Felipe las hogueras de la Inquisición; que ejecutó con los herejes suplicios horribles, a más de la inconsecuencia de haberles favorecido; que conculcó las leyes del Estado y degradó los cuerpos políticos; que faltó tantas veces a la fe de los tratados; que se deleitó en las matanzas de la Estrapada, de Mérindol y de Cabrières; que so pretexto de religión consintió a una soldadesca desenfrenada cometer todos los horrores imaginables en uno y otro sexo; y que además (cargo que no se puede hacer a Felipe II) mancilló su conducta moral pasando de los amores obscenos de la condesa de Chateaubriand a los de la duquesa de Étampes, y a los de la bella Ferronière, y entronizó en la corte la disipación y la crápula, y murió víctima de ella.

Les perdonáramos este privilegiado encono contra el monarca español, si juzgaran con la misma severidad los terribles edictos contra los protestantes de Enrique II de Francia, y sus impuros amores con Diana de Poitiers. Si condenaran con la misma dureza las infamias de la infernal Catalina de Médicis; si se mostraran igualmente indignados contra las repugnantes liviandades, contra los atroces crímenes de Enrique III, a quien los mismos franceses llamaban el villano Herodes, y contra los alevosos asesinatos que perpetró en el duque y en el cardenal de Guisa; si tronaran con acento igualmente rudo contra los autores y ejecutores del degüello general de los hugonotes en la funestamente famosa jornada de San Bartolomé.

¿Será menester que pasemos revista a otros soberanos de Europa? Digamos que es una fatalidad que entre los monarcas del siglo XVI, sin desconocer el talento político de algunos, no hubiera nada más común que la tendencia a la tiranía, la práctica del despotismo, la hipócrita perfidia, la intriga solapada, la fría crueldad y la dureza de corazón. Pero convengamos en que si Felipe II de España no estuvo por desgracia exento y puede con razón ser acusado de estos vicios, no hay justicia de parte de los escritores que le pintan como el solo monstruo coronado que entonces existiera en la tierra; convengamos en que hubo en su mismo tiempo no pocos que no le aventajaron en sentimientos humanitarios, y en que por lo menos en las costumbres de la vida privada no fue, como muchos de ellos, ni el escándalo de sus pueblos ni el corruptor de la sociedad.




{1} Discurso preliminar, n. 12.

{2} Véase nuestro cap. 20 del libro I, parte III.

{3} Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. X, c. 18.

{4} Discurso preliminar, n. 12.

{5} Cartas sobre reformas y negocios eclesiásticos: Año 1573. Archivo de Simancas, Est. leg. 155.– Cartas y minutas sobre lo mismo, con noticias acerca de la vida liviana que hacían unas monjas de Zamora: Año de 1581. Ibid. leg. 161.– Papeles sobre reformas monásticas, con algunos pareceres del confesor Fray Diego de Chaves: Años 1582 y 83, ibid. leg. 163.

{6} Carta de Felipe II a don Luis de Requesens; Archivo de Simancas, Est. leg. 904.

{7} Historia legal de la Bula In Cæna Domini, por don Juan Luis López, del Consejo de S. M. en el sacro y supremo de Aragón: 1768.

{8} For. Aragón, ann. 1585, Sub tit. Motus propius.

{9} El mismo historiador cita varios casos particulares del género que hemos dicho. Habiendo propuesto al rey varias veces para una mitra a un dignidad de la iglesia primada de Toledo; y como el Consejo extrañase verle tan retraído y moroso en conferirle el nombramiento, respondió: «Si le hacemos obispo, ¿cuál de sus dos hijos heredará el obispado?»– Propuesto otro para una silla episcopal, y recomendado por el conde de Chinchón, a quien el rey muy particularmente estimaba, le dijo: «Decidme antes qué se ha hecho un hijo que vuestro recomendado tuvo siendo colegial en Salamanca.»–Refieren los historiadores contemporáneos muchos otros ejemplares de esta especie.

Al decir de Cabrera, uno de los obispados en que andaban más sueltas y relajadas las costumbres del clero era el de Calahorra, donde dice había el prodigioso número de diez y ocho mil clérigos, generalmente de muy desarreglada conducta. Atribúyelo a que la mayor parte eran beneficiados patrimoniales, y sin otra instrucción que algo de gramática latina: con cuyo motivo lamenta la existencia de esta clase de beneficios eclesiásticos, y opina que para corregir tales abusos y daños no deberían darse prebendas sino a licenciados por Salamanca o Alcalá.– Hist. de Felipe II, libro XI, c. 11.

{10} «Porque de no andar divididos los despachos de Estado, Guerra y Hacienda, y las consultas de los Consejos, Real, Indias, Ordenes, audiencias y contadurías, hay embarazo y impedimento en los negocios, mandamos a cada uno de ellos en lo que le tocare, &c.» De Gante a 8 de setiembre de 1556. Archivo de Simancas, Est., Leg. 114.

{11} Mucho podríamos decir acerca de la creación de este magnífico archivo. El primer pensamiento nació del esclarecido cardenal Jiménez de Cisneros, prosiguió en él Carlos V y le ejecutó Felipe II.– Mr. Gachard ha escrito una Noticia histórica y descriptiva de este grandioso establecimiento, en el tomo I de la Correspondencia de Felipe II. Tal vez algún día lo hagamos objeto de un interesante y curioso apéndice a nuestra historia.

{12} Es difícil que nadie pueda formar una idea verdadera y exacta de la minuciosidad con que Felipe II atendía a toda clase de asuntos y negocios, por pequeños que fuesen, ordenándolos o despachándolos por sí mismo, sin olvidar las más pequeñas circunstancias de cosas, de personas, de nombres y de fechas, y parecerá exagerado lo que decimos al que no haya registrado, como nosotros hemos tenido necesidad de hacerlo, los infinitos escritos de su mano que existen en los archivos y bibliotecas que hemos tenido que examinar. Si fuera posible reunir todo lo que Felipe II escribió de su puño, en cartas, cédulas, instrucciones, decretos, minutas, advertencias, adiciones, correcciones, notas marginales e interlinearias, &c., formaría volúmenes enteros.

{13} En el archivo de Salazar, hoy perteneciente a la Real Academia de la Historia (A. 44), se encuentra un curioso documento de este género.

{14} Carta de Antonio Gracián a Guzmán de Silva, en 9 de setiembre de 1575.– Archivo de Simancas, Est., leg. 1533.

{15} A propósito de la misteriosa prisión y proceso del príncipe Carlos, el lector recordará que en la nota final al cap. IX del lib. II, parte III de nuestra historia decíamos, que tal vez la carta reservada que se sabía haber escrito Felipe II al pontífice sobre la prisión de su hijo, daría, si pareciese, alguna más luz sobre este suceso que la que nos suministraban los demás datos por nosotros con tanta solicitud buscados y examinados. Ahora tenemos que añadir, que la famosa carta ha parecido, pero que no arroja la luz que era de apetecer. El diligente investigador de los documentos relativos a Felipe II, Mr. Gachard, jefe de los archivos de Bélgica, que andaba en busca y acecho de esta carta, escribe por último en este mismo año que al fin la ha encontrado, pero que no ha hallado en ella lo que esperaba. «A propos du prince don Carlos (dice), je vous dirai que j'ai vu la fameuse lettre de Philippe II. Elle est, traduite en latin dans le tome XXIII des Annales ecclesiastici. Je n'y ai pas trouvé tout ce que j'en attendais.» De consiguiente vamos perdiendo cada vez más la esperanza de adquirir más aclaraciones sobre aquel ruidoso suceso.