Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

XIV

Funesta y ruinosa administración de Felipe II.– Fatales medidas económicas.– Rentas.– Impuestos.–Gastos de la Real casa.– Pobreza y penuria del Reino.– Clamores de las Cortes.– Causas de la miseria pública.– Decadencia de la agricultura, de la industria y del comercio y sus causas.
 

Conocido el carácter de Felipe II, veamos ya, a la manera que lo hicimos con su padre, cómo llenó este monarca la misión que la Providencia le confió al poner en sus manos el gobierno y la administración de la vasta monarquía que por las leyes del reino heredó de sus progenitores.

No era ciertamente lisonjero el estado en que Felipe encontró la hacienda de España, consumidas las rentas, agotados los recursos, agobiada la nación con deudas enormes, paralizado el comercio y muerta la industria; resultado de los dispendios ocasionados por las incesantes guerras de su padre. ¿Qué hizo Felipe II para curar aquella llaga, para regularizar la administración, para aliviar las cargas de los pueblos, para reanimar la industria, fomentar la pública riqueza y sacar nuevos recursos con que subvenir a las atenciones y satisfacer las deudas? –Tomar para sí la plata que venía de Indias para los particulares y mercaderes; vender hidalguías, jurisdicciones y oficios, la cuarta de las iglesias, los terrenos del común, y las villas y lugares de la corona; imponer empréstitos forzosos a prelados, magnates y hacendados, que se arrancaban con violencia y sin consideración; suspender los pagos a los acreedores, y hasta legitimar por dinero los hijos de los clérigos. Estas fueron las primeras medidas económicas que propuso el Consejo de hacienda y aprobó el monarca.

En vano las Cortes alzaron muy desde el principio su voz contra aquellas ventas de lugares, terrenos y jurisdicciones, y contra el acrecentamiento de oficios públicos que empobrecían y desmoralizaban a un tiempo el país, pidiendo que se revocaran. No era Felipe II hombre que cejara ante las reclamaciones de las Cortes; y por otra parte los arbitrios que éstas proponían, propios de la ignorancia y de las preocupaciones económicas de la época, aunque hijos de un buen deseo, tales como la represión del lujo, la prohibición de extraer del reino el oro y plata acuñada o en barras, y otras semejantes, no eran por cierto para sacar de apuros y ahogos el Estado. La disminución en el gasto, o despensa que entonces se decía, de la casa real, que hubiera sido un alivio y un buen ejemplo, iba subiendo cada día a mayor cifra; y menguando los ingresos y productos por el empobrecimiento del país y la mala administración, y creciendo las atenciones y las necesidades por las guerras siempre abiertas y vivas, el Consejo y el rey apelaban a los impuestos extraordinarios, a la venta de vasallos, al repartimiento de los indios, a los empréstitos a crecidos y ruinosos intereses, entablándose así una lucha perenne entre el Consejo que proponía y las Cortes que reclamaban, entre el rey que exigía y los pueblos que hubieran querido negar si hubieran tenido fuerzas para ello. Algunas leyes suntuarias, algunas provisiones restrictivas del comercio, algunas pragmáticas sobre trajes, era todo lo que se les alcanzaba a los consejeros de hacienda del rey; y participando los procuradores de estas ideas, creían hacer algo con que los grandes y nobles no doraran los muebles de sus casas, ni gastaran bordados y trencillas en sus vestidos, ni pusieran en sus mesas y banquetes sino cuatro platos y dos postres de fruta.

Como por una parte proseguían las guerras y las expediciones costosas, continuaba el empeño de conquistar y conservar reinos que lejos de producir eran otros tantos sumideros de las rentas de España, y el oro de América junto con los brazos agricultores del reino se enviaban a otras regiones; y como por otra parte las providencias administrativas eran, o incompetentes, o ineficaces, o contrarias al objeto mismo para que eran dictadas, sucedía que era mayor cada día la pobreza y la miseria pública. Y como ni los tributos ordinarios, ni las rentas de la alcabala, cruzada, excusado y subsidio eclesiástico alcanzaran a cubrir las crecientes atenciones, recurríase a los impuestos extraordinarios; y en este círculo vicioso de gastar para empobrecer y de empobrecer para gastar, se revolvía el monarca como en un laberinto sin salida. Cuando las Cortes, con triste pero vigoroso acento, se lamentaban de la penuria y ahogo de los pueblos, y exponían que los pecheros ya no podían más, y reclamaban el alivio de los tributos, ¿qué era lo que arbitraba la junta de hacienda reunida por el soberano, y qué era lo que este soberano sancionaba? Suspender los títulos y derechos de los acreedores del Estado, reducir arbitrariamente sus intereses vencidos, so pretexto de ser exorbitantes y ruinosos, reformar y modificar sus títulos con arreglo a la reducción que se fijó, y dar un efecto retroactivo a todos los contratos hechos quince años antes: especie de bancarrota, que irritó y espantó a los prestamistas extranjeros, y acabó con el crédito de la hacienda y del gobierno de España.

Así no es maravilla se lamentara Felipe II hacia el medio de su reinado del desorden de la hacienda, y que se entristeciera de pensar en la vejez que le aguardaba, puesto que a los cuarenta y ocho años de su edad decía ya que no veía un día de que podría vivir el otro.

Y con todo eso, siempre que las Cortes le representaban que les era ya de todo punto imposible a los contribuyentes soportar las cargas que los tenían agobiados, y le pedían que por lo menos los relevara de las nuevas imposiciones, y que no se vendieran las villas, lugares, jurisdicciones, hidalguías, regimientos y oficios, contestaba el rey con las grandes y urgentes necesidades que no podía excusar, y lejos de moderar éstas acrecentaba aquellas; y cuando ya no tenía que sacar de los aniquilados pueblos, reunía de nuevo al clero y a la grandeza, y exigíales, no como suplicante sino como señor, prestaciones forzosas, ya fuese en dinero, ya en especie; y cuando todo estaba agotado, mendigaba en el extranjero auxilios a cualquier interés y a cualquier precio{1}.

¿Cuáles eran las causas de tantas necesidades, de tanta pobreza, de tanta miseria interior, en la nación entonces más poderosa, y que debería ser también la más rica de la tierra?

Nadie vacila en señalar como una de las primeras causas la lucha gigantesca de los reyes de España con tantas naciones, potencias y soberanos, por defender la fe católica y el engrandecimiento de la casa de Austria; lucha que comenzada por Carlos I y proseguida por Felipe II, hacía necesarias multitud de colosales empresas, costosísimas de hombres y de dinero. Los soldados y los tesoros de España se derramaban por infinidad de estados, separados entre sí, o por mares inmensos, o por naciones enemigas. Los tesoros allá se consumían; los hombres allá se quedaban; los unos en los campos de batalla, los otros guarneciendo las plazas fuertes, y los que volvían habían sido arrancados de sus hogares antes de poder utilizar sus fuerzas en los trabajos de la tierra o de los talleres, y regresaban en edad en que el trabajo de los talleres y de la tierra se resistía a brazos habituados solo al manejo del mosquete o de la espada. Emigración de riquezas, despoblación del reino, abandono de la agricultura y de la industria, eran los efectos inmediatos y naturales de las guerras. ¿Quién duda que allá se establecían también muchos españoles, y que una gran parte de la población de Alemania, de Italia, de los Países Bajos y de África es originaria de España?

Disimulable podría ser el afán de conservar dominios remotos y desparramados, si las rentas de aquellos estados, ya que no acrecieran las de España, hubieran por lo menos producido para costear su propio mantenimiento. Mas ya fuese por la esterilidad de los unos, ya por la resistencia de los otros a contribuir para mantener un señor y un gobierno extraño, ya por la falta de producción ocasionada por las guerras en que andaban revueltos todos, es lo cierto que en vez de producir consumían, que por más que se los esquilmaba no rendían ni aún para racionar y asoldar nuestros ejércitos de operaciones en aquellos países, y que para mantener nuestras tropas en Flandes, en Milán, en Nápoles y en Sicilia, era menester enviar continuamente a Sicilia, Nápoles, Milán y los Países Bajos nuestro oro de América y nuestro oro de Castilla, y no alcanzaba nunca ni bastaba. De modo que todos aquellos grandes señoríos eran otros tantos grandes censos para España, y nos hacíamos pobres por la vanidad de que nos llamaran grandes señores.

La emigración a América, de que hemos hablado en el reinado de Carlos V, no disminuía, antes aumentaba en el de Felipe II, que era mayor cuanto aquí escaseaban más los medios de vivir con desahogo, y no extrañaríamos que fuese exacto el cálculo que hace un entendido estadista, de haber costado a España la colonización del Nuevo Mundo cerca de treinta millones de habitantes en menos de dos siglos. Si algunos hacían fortuna en el suelo virgen y abundoso de América, a muchos era fatal aquel clima, y donde iban a buscar la opulencia encontraban la muerte.

Cualquiera que haya leído, no diremos nuestra historia, sino los datos que podremos llamar oficiales sobre que la hemos basado, no pondrá en duda que las Cortes del reino, todas las que se celebraron desde el principio hasta el fin del reinado de Felipe II, constantemente señalaron como una de las causas más fatales de la pobreza y postración de los pueblos la acumulación de bienes raíces en las iglesias y en el clero, y nunca dejaron de clamar por la desamortización y de pedirla con insistencia. Sin fruto, es verdad, porque el rey contestaba siempre: «No conviene que se haga novedad en esto:» mas los procuradores que conocían y palpaban de cerca cuánto dañaba al desarrollo de la riqueza pública la concentración de tantos bienes en manos muertas, cuán en perjuicio de los pecheros la pingüe dotación de algunas mitras, la opulencia de la mayor parte de los monasterios, y el crecidísimo número de eclesiásticos que vivían de bienes no sujetos al impuesto, cumplían al menos con el deber de pedir el remedio de una de las causas más ciertas de la falta de producción, de la disminución de las rentas y de la ruinosa desigualdad en las cargas públicas.

El gran número de días festivos, que sin duda con el piadoso fin de consagrarlos a ejercicios devotos se había establecido en España, pero que los españoles, no dados a distinguirse por la laboriosidad, pasaban en una holganza estéril, cuando no en dañosas diversiones, interrumpían frecuentemente el trabajo, alma de la producción; y lo que a no dudar se había hecho con el objeto laudable de hacer al pueblo religioso y morigerado, le hacía, por la facilidad y la tendencia al abuso, disipado, inmoral y pobre. No con tímida reserva, como dice un historiador extranjero, sino con noble franqueza habían pedido los aragoneses en las cortes de Monzón la reducción de los días festivos, pero en este punto, como en tantos otros, fueron desoídos sus deseos.

La amortización civil, los grandes vínculos y mayorazgos, aquella agregación sucesiva de bienes que había ido formando el patrimonio indivisible de algunos opulentos señores, por más ventajas que quieran concederles los mayorazguistas, no era más favorable al cultivo y a la producción que la amortización eclesiástica. Por lo menos, la legislación no había encontrado medio de impedir que muchísimos terrenos pertenecientes a esas gigantescas acumulaciones, que hubieran sido feraces en manos de un dueño que las cultivara con interés, se vieran convertidos en inmensos eriales. Vergüenza era que a un país tan favorecido por la naturaleza como España, vinieran del extranjero más de once millones de fanegas de trigo en diez y ocho años, y que se diera una pragmática declarando libre del derecho de alcabala el pan que se trajese por mar a Sevilla{2}.

Mucho hubiera podido suplir el fomento de la industria al decaimiento de la agricultura. Mas por una parte predominaba en España la antigua preocupación contra el ejercicio de las artes y oficios mecánicos, aumentada con la fatal distinción entre hidalgos y plebeyos. La natural afición de los españoles a cierto boato y magnificencia, y su no mucho apego al trabajo, los inclinaba a hacer esfuerzos para salir de la humilde o modesta clase de artesanos, fabricantes o pecheros, y a sacrificar sus intereses por adquirir la hidalguía, cuyos títulos y privilegios les daba facilidad de comprar el errado y absurdo sistema de Felipe II de sacarlos al mercado público. La circunstancia y la costumbre de ver ejercidas las profesiones y oficios de artesanos, fabricantes y mercaderes principalmente por los árabes, moros y judíos, hacía que los naturales del país que blasonaban de cristianos viejos las desdeñaran más, y las miraran como ocupación nada noble, y hasta como deshonrosa para ellos y para sus familias.

Por otra parte, en vez de destruir, o neutralizar al menos, esta preocupación con el aliciente del interés y del lucro, en lugar de aprovechar el gobierno el gran mercado que la conquista del Nuevo Mundo había abierto a los productos y a las manufacturas españolas, y de explotar aquella inagotable mina de comercio que la fortuna le había deparado, los errores de la época, errores de que participaban igualmente las Cortes, el rey y los ministros, contribuyeron a amortiguar y paralizar la industria con su sistema restrictivo y sus inconvenientes medidas. La prohibición de exportar el oro y la plata, con cuyo sobrante hubieran podido los españoles dar la ley en los mercados de Europa, estancando estos metales preciosos hacía subir la mano de obra, y la carestía de los jornales hacía subir relativamente el precio de los productos manufacturados, lo cual a su vez encarecía los artículos de primera necesidad. Ya que por estos errores los objetos de la industria nacional no pudieran tener salida en Italia, Francia, Inglaterra y otros reinos de Europa, habríanla tenido en América con solo satisfacer las demandas que de allá se hacían. Pero ¿quién podría hoy imaginarlo? Llegó a tanto la ceguedad en este punto, que la opinión nacional se pronunció contra la exportación de los productos fabriles hasta a nuestras mismas colonias; y las Cortes hicieron sobre esto las más extrañas reclamaciones{3}. De modo que con tales preocupaciones populares y con tales errores administrativos se dio lugar a que la nación que hubiera podido casi monopolizar el comercio se viera reducida a recibir la ley de los fabricantes y comerciantes extranjeros, y la muerte de la industria nacional era otra de las mayores causas de su pobreza{4}.

Restricciones y trabas de toda especie embarazaban e impedían el desarrollo del comercio interior y exterior. Los crecidos derechos de importación y exportación impuestos a casi todos los artículos; el de la alcabala que pesaba sobre las compras, ventas y cambios, y que iba haciéndose cada vez más subido; el diezmo de mar que gravitaba sobre las mercancías que entraran en Castilla, fuese por los puertos de mar o por los puertos secos; muchas otras cargas vejatorias que podríamos mencionar, tenían como comprimido y ahogado el espíritu mercantil, ya harto abatido con el decaimiento de la industria y con la desfavorable prevención con que los españoles miraban a los industriales y mercaderes. ¿Y qué podía esperarse de un sistema administrativo, que después de formada una sola monarquía de todos los antiguos reinos, conservaba cada provincia mercantilmente separada de las otras por líneas de aduanas que las ceñían y aislaban entre sí? Castilla, Aragón, Navarra, las Provincias Vascongadas, se trataban comercialmente como reinos extraños; peor que como reinos extraños, puesto que se observaba el fenómeno, fenómeno que por cierto no ha mucho hemos visto desaparecer, de que las Provincias Vascongadas y Navarra importaran y exportaran libres de derechos los productos y artefactos propios y extranjeros por mar o por la frontera, mientras se recargaba con onerosos derechos las mercancías que se recibían de Castilla o eran traídas a ella.

La falta de comunicaciones entorpecía el tráfico y comercio interior; las piraterías de los moros, ingleses y holandeses, interceptaban y dificultaban el exterior, y las ordenanzas restrictivas, y los impuestos y los derechos exorbitantes daban ocasión y pábulo al contrabando, que a su vez acababa de arruinar el comercio y de desalentar la industria. Las medidas de Felipe II contra los moriscos, la guerra que produjeron, y su expatriación de las comarcas andaluzas que habitaban, comenzaron también a privar a la hacienda de los saneados recursos con que contribuía aquella población fabril, traficante y agricultora.

Abatida pues la industria, la fabricación y el comercio por las causas que acabamos de apuntar, y por otras que aun indicáramos si de hacer un tratado especial se tratase; escasos los rendimientos del suelo por la acumulación de bienes en manos muertas; abrumados los pecheros de tributos, con cargas los pueblos y con deudas anteriormente adquiridas la nación; consumidas las rentas del Estado en empresas y guerras extrañas, no nos maravilla el progresivo empobrecimiento del reino, y que importando la deuda de España al advenimiento de Felipe II al trono treinta y cinco millones de ducados, ascendiera a su muerte a cien millones, dejando hipotecadas las rentas de varios años a favor de los acreedores del Estado.




{1} Los comprobantes de todo esto, sacados no tanto de los historiadores como de las mismas cédulas y pragmáticas reales, y muy principalmente de los ordenamientos de las cortes, los puede ver y compulsar el lector por las citas que hemos hecho en la historia de este reinado, especialmente en los capítulos II, V, VIII y XXIV, lib. II, parte III.

{2} Recopil., libro IX, t. 18, l. 96.

{3} «Vemos, decían las Cortes de Valladolid de 1548, que alza de día en día el precio de los víveres, paños, sedería, cordobanes y otros artículos que salen de las fábricas de este reino, siendo necesarios a sus naturales. Sabemos también que esa carestía no consiste sino en la exportación de géneros a las Indias... Tan grande ha llegado a ser el mal, que no pueden ya los habitantes con lo caro de los víveres y de todos los objetos de primera necesidad. Notorio es e incontestable que América abunda en lana superior a la de España, ¿por qué pues no se fabrican los americanos sus paños?... Muchas de sus provincias producen seda, ¿por qué no hacen ellos terciopelos y rasos?... ¿No hay en el Nuevo Mundo bastantes pieles para su consumo, y aun para el de este reino? Suplicamos a V. M. prohíba se exporten a América estos artículos.»

{4} Según Marina, en su Ensayo Histórico-crítico sobre la antigua legislación de León y Castilla, a principios del siglo XVI se habían ya derramado por las ciudades de España multitud de obreros provenzales, gascones, alemanes, ingleses y lombardos. A últimos del mismo siglo había en Madrid más de cuarenta mil franceses, borgoñones, loreneses y walones que explotaban la industria fabril y mecánica, no pensando sino en hacer fortuna para volverse pronto a su tierra.