Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ España en el siglo XVI
XV
Situación política del reino.– Carácter despótico del monarca.– Su proceder con las Cortes.– Cómo acabó Felipe II con las libertades de Castilla y de Aragón.
Si Felipe II era tan celoso y tan avaro de autoridad, que con toda su piedad y su fervor religioso no toleraba del mismo Santo Padre ni el conato siquiera de usurpación de su poder, menos podía esperarse de su natural tendencia a mandar como rey absoluto que el elemento popular ejerciera en los dominios sujetos a su cetro el influjo y el poder que había tenido en España en los tiempos pasados. El derecho de legislar en unión con el monarca, de intervenir en todos los negocios del Estado, de negar u otorgar impuestos, de inspeccionar la inversión de las rentas públicas, y de proponer y pedir todo lo que creyeran conducente al bien de los pueblos, éstas y otras prerrogativas que por las leyes del reino y por antigua costumbre tenían las ciudades representadas por sus procuradores, no podían ser miradas con afición por un príncipe que no sufría se menoscabara en un ápice su soberanía. Y lo extraño es que habiendo hallado el poder de las Cortes tan abatido ya, tardara tanto en acabar con una institución que simbolizaba las franquicias populares.
Pero Felipe II era más dado a inutilizar y destruir lenta y paulatinamente aquello mismo que fingía respetar que a dar golpes violentos y decisivos, pero francos, porque esto era contra su carácter. Así fue que en su reinado se reunieron las Cortes en más de doce períodos, y en algunos de ellos estuvieron congregadas largos años. El rey, con el fin de irlas desvirtuando gradualmente, comenzó por negar algunas de sus peticiones, contestando a las más con aquellas respuestas ambiguas, tan propias de su carácter, en que ofrecía tomarlo en consideración y consultarlo para proveer lo que conviniera. Sucesivamente fue minorando y escatimando las concesiones. Eran ya contadas las propuestas que otorgaba. Tomó luego el partido de ir difiriendo años enteros las respuestas, y varias veces se convocaron y congregaron nuevas Cortes sin haber obtenido las que las precedieron respuesta alguna a sus capítulos. Adoptó más adelante el medio de fatigarlas teniéndolas reunidas larguísimos plazos, por más que los procuradores le representaban los perjuicios y daños que de ello se les seguían. Cuando observó la postración, hija del cansancio, en que las había hecho caer, se aventuró a dar pragmáticas y leyes de propia autoridad, sin consultar siquiera a las Cortes estando reunidas; y cuando vio que los procuradores se limitaban a suplicar que por lo menos tuviera la atención de consultarles, pudo tener al fin de sus días el no envidiable orgullo de haber conseguido reducirlas a la impotencia y a la nulidad, y de haber extinguido el sostén de las libertades populares, sin golpes estrepitosos, y como si dijéramos por extenuación.
Las Cortes por su parte, aunque debilitada su influencia y menguado su poder desde el primer soberano de la casa de Austria, aunque desestimadas por Felipe II, y no obstante los trabajos de mina empleados por Carlos y por Felipe para corromper la integridad, la pureza y la independencia de los procuradores, todavía dieron durante todo el siglo XVI no pocas muestras de su antigua energía; muchas veces clamaron con vigorosa y robusta voz contra los excesos y extralimitaciones de la autoridad real; no una vez sola expusieron la inconveniencia de nombrar para representantes de los intereses del pueblo diputados que gozaran sueldos o gajes del Estado o de la casa real; continuamente hacían ver al monarca las necesidades y la penuria del reino, y le pedían el alivio de las cargas públicas; y siempre, constantemente, sin darse tregua en éste punto, recordaban al rey que estaba quebrantando todas las leyes y hollando todos los fueros con imponer y cobrar tributos de propia autoridad y sin anuencia ni otorgamiento del reino unido en Cortes. La insistencia en esta materia era tanto más justificada, cuanto que es una de las más esenciales prerrogativas de la representación nacional, y en que era también mayor el abuso por parte de la corona; abuso a que Felipe no hallaba otra solución que los apuros en que le ponía la necesidad de defender la fe católica, con cuyo título cohonestaba los gastos de las guerras. Pero los apuros no se acababan nunca, y el abuso se perpetuaba. ¿Extrañaremos que las Cortes de Castilla, heridas de muerte en Villalar, después de sostener todavía por cerca de un siglo una lucha estéril, llegaran a desfallecer, acabando por sucumbir al peso del férreo brazo de un monarca poderoso, incansable en oprimir todo lo que pudiera servir de traba a su omnímodo poder?
Con intención no menos hipócrita y solapada había que dar estado meditando Felipe II la ocasión y la manera de acabar con las libertades de Aragón, que no soportaba de mejor grado que las de Castilla. Esta ocasión se la deparó el alboroto y sublevación de los zaragozanos motivada por el célebre proceso de Antonio Pérez. Felipe no dejó escapar la oportunidad, y obrando ab irato, primero contra los hombres y después contra las instituciones, envió primeramente al suplicio al Justicia Mayor, y a los jefes de los insurrectos, y mató después los fueros aragoneses. Por no dejar de proceder con su habitual hipocresía, estaba ya entrando el ejército real en Zaragoza, y todavía afirmaba y protestaba el rey que iba a restaurar el libre ejercicio de los Fueros del Reino. A poco tiempo por orden expresa del rey la cabeza de don Juan de Lanuza rodaba en el patíbulo, y los Fueros de Aragón, aquella inapreciable conquista de un pueblo valeroso y libre que había asombrado al mundo, caían despedazados por la vengativa e implacable mano del despotismo en las Cortes de Tarazona.
La primera jornada de esta tragedia política se ejecutó en Villalar, la segunda se representó en Zaragoza. Las víctimas que personificaron la muerte de las libertades de Castilla y de Aragón, fueron Padilla y Lanuza. Felipe II consumó al bajar ya al sepulcro la obra con que Carlos I señaló el principio de su reinado. El hijo acabó en las Cortes de Tarazona lo que en las de la Coruña había comenzado el padre. Las libertades españolas, cuya conquista había costado tan heroicos sacrificios y tan preciosa sangre por espacio de siglos, fueron ahogadas en sangre española por dos príncipes de origen extranjero. En política esto fue lo que debió España a los dos primeros soberanos de la casa de Austria.