Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ España en el siglo XVI
XVI
Movimiento intelectual de España.– Siglo de oro de la literatura española.– Poesía lírica.– Didáctica.– Épica.– Festiva.– Sagrada.– Dramática.– El teatro español en el siglo XVI.– Poetas que se distinguieron en cada género.– Lope de Vega.– Novelas caballerescas.– Pastoriles.– Picarescas.–Novelistas.– El Quijote de Cervantes.– Escritores políticos.– Relaciones, comentarios, cartas.– Historias particulares.–Historia general.– Mariana.– Humanistas.– Escritores ascéticos y místicos.– Fr. Luis de Granada.– Santa Teresa.– Fr. Luis de León.– Jesuitas célebres en letras.– Teólogos y jurisconsultos insignes.– Sus obras.– La Biblia de Arias Montano.– Por qué no florecieron las ciencias políticas y filosóficas.– Presión que ejercía la Inquisición en las inteligencias.– Literatos procesados por la Inquisición.– Obispos.– Doctores teólogos.– Humanistas.– Venerables.– Santos.– Observación sobre el progreso literario de este siglo.
En medio de la postración en que Felipe II hizo caer la institución veneranda de las Cortes; en medio de la opresión y de la pobreza del pueblo, y del abatimiento a que el comercio, la industria y la agricultura del reino habían venido, por efecto de tantas guerras, de tantos errores políticos y económicos, consuela ver el progresivo desarrollo que tuvo el movimiento intelectual en España en la segunda mitad del siglo XVI. Con razón es llamado el siglo de oro de nuestra literatura; puesto que en él resplandecieron y brillaron en casi todos los ramos del saber humano multitud de ingenios que admiraron al mundo entonces, que la posteridad siguió y seguirá celebrando, y que honrarán perpetuamente a España.
Bajo las plumas de ilustres escritores se habían establecido ya y fijado las reglas de la gramática y de la prosodia de la lengua, y el idioma castellano alcanzó en este tiempo todo el vigor, toda la robustez y toda la riqueza y armonía que le distinguen. Las obras en prosa y verso salían ya revestidas de esa gala de dicción que tanto nos deleita todavía al leer las producciones de los autores clásicos de aquella época. Más español Felipe II que Carlos V, y más aficionado que él a los libros y a la literatura española, no extrañó él mismo a ciertos conocimientos literarios, dado a escribir y aficionado a corregir lo que otros escribían, la cultura intelectual marchó más desembarazadamente todavía que en el reinado anterior, porque le dejaron también más libre y expedito el camino los ingenios que antes habían brillado, y que habían tenido que vencer las primeras dificultades. Y la Inquisición que funcionó con más rigor en tiempo de Felipe II que en el de su padre; la Inquisición, que tanta presión ejercía en los entendimientos, y tan intolerante, inexorable y dura se mostraba en punto a doctrinas teológicas y filosóficas, y en todo lo que perteneciera o pudiera tocar a asuntos de religión, fue indulgente y otorgó amplia inmunidad a los estudios y producciones de la imaginación, y entraba hasta en el interés político del soberano que los ingenios se distrajeran con los entretenimientos inofensivos de la amena literatura.
Así es que la poesía especialmente fue, según indicamos ya en otra parte, como el asilo a que se refugiaron las inteligencias, y campeando en él libremente hicieron florecer en todos sus géneros y en todas sus formas la poesía castellana, y la elevaron a un grado de esplendor del que difícilmente ha podido pasar después. Comenzando por la poesía lírica, el impulso dado por Garcilaso fue rápida y admirablemente seguido por otros aventajados ingenios, de los cuales solamente podremos citar algunos de los que sobresalieron por la elevación de sus pensamientos y por el mérito especial de sus producciones.
En esta galería de inteligencias fecundas descuella la dulce y venerable figura de Fr. Luis de León; dulce y venerable, por lo mismo que en sus obras, reflejo de su carácter, no se ve ni la pompa, ni el lujo, ni siquiera el aliño del arte, sino la sencillez en medio de la elevación, la modestia unida a la grandeza, y esa sublime naturalidad, y ese tinte apacible que respiran sus composiciones, tan en armonía con la virtud de su autor. Su oda a la Vida del campo destila aquella tranquilidad de espíritu del hombre que después de una prisión de cinco años en las cárceles del Santo Oficio volvía a su aula de Salamanca y anudaba las lecciones a sus discípulos que había dejado suspensas, con estas palabras propias de un varón santo: «Como decíamos ayer…» Aun cuando se elevaba a mayor altura, como en la Profecía del Tajo, conservaba siempre la sencillez y la pureza de dicción; y sin las galas del lenguaje, de que nunca cuidaba, su versificación embelesa, y sus pensamientos y sus imágenes conmueven y embargan el alma y la inspiran el sentimiento de lo apacible, de lo religioso o de lo sublime. Este Horacio español era más poeta cuanto menos pretendía serlo.
Sencillo y tierno como él el bachiller Francisco de la Torre, sus canciones, sus endechas, sus composiciones a objetos campestres, son fáciles y fluidas, y producen una agradable melancolía. Hasta sus odas en verso libre son armoniosas, y apenas se echa de ver la falta del consonante.– Menos fluido, aunque también a veces acertaba a serlo, pero más vigoroso que estos don Diego Hurtado de Mendoza, porque también era más severo su carácter, no fue poco mérito el de este insigne guerrero, embajador, diplomático e historiador grave, haber cultivado las musas y dulcificado con ellas su trato en términos de podérsele colocar, no al nivel, pero al lado de los mayores poetas.
La poesía, como todas las artes, cuando han alcanzado cierto grado de perfección, encuentran al cabo de más o menos tiempo, un genio que les dé cierto pulimento y las revista de ciertas formas y galas de buen gusto, de ciertos adornos que sin alterar su esencia le dan nueva belleza y agrado, nueva entonación, brillantez y colorido. El que hizo esta revolución en la poesía castellana, sacándola de su amable sencillez y de su modesta y elegante claridad, fue el sevillano Fernando de Herrera, llamado el Divino, por el fuego de su imaginación, por la grandeza y elevación de sus pensamientos, por la brillantez y magnificencia de sus imágenes, por la elegancia de su estilo, por la cultura, sonoridad y armonía de su dicción. En este sentido el divino Herrera formó una escuela distinta de la de Boscán y Garcilaso, y con tal facilidad que levantó la poesía lírica castellana a la mayor altura. Unas veces vivo, arrebatado y audaz, otras sensible, melodioso y tierno, pero siempre noble, siempre elevado y siempre florido, nadie le ha podido aventajar en esa analogía entre las imágenes y las palabras que llamamos armonía imitativa. Su oda a don Juan de Austria, su himno a la Batalla de Lepanto, su elegía a la Muerte del rey don Sebastián, aunque de diferentes géneros entre sí, son todos sublimes, todas obras maestras que pueden y deben presentarse como modelos.
Pero como de la belleza de la exornación puede fácilmente abusarse cuando no hay discreción para emplearla con sobriedad, sucedió que después fue llevada por algunos hasta la exageración y la extravagancia, y se corrompió el buen gusto degenerando en un insoportable culteranismo, cuyo contagio no bastó a contener la musa del juicioso Rioja, una de las más preciosas joyas del Parnaso español. Pero esto pertenece ya a otra época.
Muchos otros escritores, siguiendo las huellas de Herrera, enriquecieron el parnaso español con producciones de no escaso mérito, bien que no igualaran, porque esto era ya harto difícil, los otros ingenios que hemos citado. Merecen entre ellos especial mención los dos hermanos Argensolas, Lupercio y Bartolomé, notables por su facilidad en uno de los géneros más difíciles de versificación, que es el de los tercetos encadenados, por su buen juicio, agudeza y gracia en los asuntos morales y satíricos. Francisco de Figueroa, que además de otras composiciones llenas de dulzura y fluidez, sacó en su égloga a Tirsi más partido del que entonces podía esperarse del verso suelto castellano. Fernando de Acuña, que tradujo las Heroidas de Ovidio y los cuatro primeros libros del Orlando de Boyardo. Los portugueses Montemayor, Saa de Miranda, y Melo, que ejercitaron con felicidad su pluma en la poesía castellana. Vicente Espinel, traductor de la epístola de Horacio ad Pisones, e inventor de la Décima, que de él tomó el nombre de Espinela. Juan de Arguijo, excelente imitador de Herrera, y hombre de una imaginación tan florida como profunda: con otros muchos que sería largo enumerar.
Pero es imposible, aun antes de pasar de la poesía lírica, dejar de mencionar al que sobresalió en todos los géneros, al hombre de la más fecunda vena que han producido los siglos, al llamado con razón Fénix de los ingenios, al portento de imaginación, Frey Lope Félix de Vega Carpio, conocido más por Lope de Vega. Aunque le hallaremos en todos los géneros de poesía desde la composición más sencilla y breve hasta la complicada y difícil epopeya, como poeta lírico fue el que introdujo el lenguaje poético en la poesía popular, y la ennobleció; haciendo una especie de maridaje entre ésta y la poesía erudita, ennobleciendo, digámoslo así la una, y vulgarizando la otra.
En la poesía didáctica, ni se ejercitaron mucho, ni sobresalieron los ingenios españoles del siglo XVI. En este punto hay que confesar que no tuvimos ni un Horacio, ni un Vida, ni un Boileau. El Ejemplar poético de Juan de la Cueva, y Los inventores de las cosas del mismo, aunque tienen por objeto instruir, son obras incompletas y que carecen enteramente de método. El Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega es más bien una apología de su sistema dramático que una obra didáctica, si bien no deja de dar en ella buenos consejos. El único que habría podido llamarse verdadero poema didáctico, si se hubiera acabado o tuviéramos de él algo más que preciosos fragmentos, es el Poema de la Pintura del cordobés Pablo de Céspedes, que a su gran reputación como pintor, escultor y anticuario, hubiera añadido la de poeta sobresaliente, si hubiera concluido y limado su obra, pues los trozos que de ella se conocen son bellísimos, así por los conceptos como por el colorido y la armonía.
No fueron tampoco felices los ingenios españoles del siglo XVI en las obras que pertenecen al género más elevado y difícil de la poesía, a saber, la epopeya. Y esto es tanto más extraño, cuanto que apenas comenzaba a nacer la lengua castellana, se habían compuesto ya siglos atrás los admirables aunque toscos poemas del Cid y del Conde Fernán González. Y no porque en la época que examinamos dejaran de escribirse multitud de poemas, algunos de ellos sobre asuntos muy dignos de la musa épica. Pero el mérito de ellos estuvo ciertamente lejos de corresponder ni a la grandeza del argumento, ni a lo que debía esperarse del talento y de la imaginación de sus autores. El mismo Lope de Vega, tan fecundo en poemas épicos como lo fue en toda clase de obras y composiciones poéticas, no acertó en ninguno de los muchos que compuso a elevarse a la altura ni acomodarse al artificio que exige la epopeya. Se admira en todos la lozanía de su imaginación, su abundante vena, su prodigiosa facilidad en versificar, pero se ve también, ya el desaliño, hijo de la precipitación con que escribía siempre, ya la falta de nervio, ya las metáforas viciosas y los juegos pueriles de palabras, ya la inverosimilitud o la falta de arte en el enredo. Y esto no solamente en la Circe, en la Andrómeda, en la Dragontea, en la Hermosura de Angélica, y en otros poemas suyos, sino en la misma Jerusalén Conquistada, que es en el que puso mayor esmero, lo cual parece probar que Lope de Vega, en medio de su asombrosa fecundidad, no estaba dotado de genio épico.
Don Alonso de Ercilla, autor de La Araucana, no se propuso hacer un poema, sino escribir en verso los acontecimientos que presenciaba y describir las batallas en que tomaba parte. Así no pudo ni pensó arreglar su obra a un plan épico ni a las condiciones de esta composición, ni el asunto lo permitía tampoco: y sin embargo de haber sido más historiador que poeta, describió con tal fuego las batallas, puso tan elocuentes y vigorosos discursos en boca de sus personajes, y en medio de los defectos de versificación tiene tantas bellezas, que la Araucana es el poema del siglo XVI más conocido entre los extranjeros, y el que goza de más crédito entre nosotros mismos.
Balbuena, con muchas más dotes poéticas que Ercilla, con mucha más riqueza de imaginación, más elevación de ideas, más facilidad y soltura de dicción, dio en su Bernardo una muestra de sus felices disposiciones para la epopeya, y mostró, como dice uno de nuestros críticos, que jugaba con las dificultades del arte sin conocerlas, como un héroe se burla de los peligros; pero su obra es tan desigual, tan incorrecta y tan desarreglada, y está plagada de tan monstruosos defectos mezclados de incomparables bellezas, que se admiran las disposiciones del autor y sin embargo no se puede soportar su libro. Bellísimos trozos de poesía se encuentran también en la Cristiada, de fray Diego de Hojeda, en el Monserrate de Virués, en la Bética Conquistada de Juan de la Cueva, en las Lágrimas de Angélica de Luis Baraona de Soto: pero ni estos ni otros muchos que pudiéramos citar, prueban otra cosa que el ardor con que nuestros ingenios se esforzaron por alcanzar la corona épica, sin poder conseguirla, y que esta época tan fecunda en genios poéticos no produjo ni un Taso, ni un Camoens.
Más felices para los poemas ligeros y festivos, Lope de Vega nos dio la Gatomaquia, y Villaviciosa la Mosquéa, dos producciones llenas de ingenio, de gracia y de naturalidad, que deleitan y recrean el ánimo, y demuestran las peregrinas facultades poéticas de que estaban dotados sus autores.
En la poesía sagrada, moral y sentimental, se hallan notables composiciones de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa, de Fr. Pedro Malón de Chaide, de Fr. José de Sigüenza, que parafraseó muchos salmos, y del mismo Lope de Vega, con quien tropezamos en todos los géneros. Pero entre todos sobresalió Fr. Luis de León, cuya alma tierna y afectuosa, dice con razón uno de nuestros modernos escritores, parecía nacida expresamente para esta especie de composiciones. «Siempre que pulsa la lira para objetos sagrados, añade, un dulce éxtasis le eleva a los campos de la contemplación, y prorrumpe en exclamaciones que salen del fondo de su alma: o bien pinta la mansión celeste, describiéndola con expresiones místicas, que unidas a la suavidad de la versificación producen un encanto inexplicable, no pareciendo sino que se escucha la dulce armonía de los ángeles.» Merecen citarse entre éstas sus odas a La Ascensión del Señor y a la Vida del cielo. Sabido es que su Traducción y comento de los Cantares de Salomón en lengua castellana, hecha con solo el fin de complacer a un amigo suyo que no sabía latín, dio ocasión a sus émulos para acusarle al tribunal de la Inquisición por sospechoso en la fe, como infractor de los edictos en que se prohibía publicar los libros sagrados en lengua vulgar; que estuvo cinco años preso en las cárceles inquisitoriales, sufriendo con cristiana y ejemplar constancia los trabajos y padecimientos consiguientes, y que después de absuelto tuvo por bastante desahogo decir aquella celebrada décima, que empieza:
Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.…
La poesía dramática y la representación escénica, que comenzaron a cultivar y formar Torres Naharro y Lope de Rueda, siguieron también el impulso que les dieron estos dos genios. Juan de Timoneda, que recogió y publicó las obras de su amigo Lope, escribió él mismo trece o catorce composiciones dramáticas, entre las cuales había comedias, pasos, farsas, entremeses, tragicomedias y autos sacramentales, todo para representarse, como todavía entonces se acostumbraba, al aire libre, y en las cuales había diálogos muy vivos y animados. Dos autores de la compañía ambulante de Lope de Rueda, Alonso de la Vega y Cisneros, fueron también autores como él. Mas quien dio ya nuevo impulso y fisonomía al teatro fue el sevillano Juan de la Cueva, que compuso ya comedias divididas en cuatro actos o jornadas, y en variedad de metros; unas sobre asuntos históricos de España, como Los siete Infantes de Lara, Bernardo del Carpio, y El cerco de Zamora, otras fundadas en la historia antigua, como Ayax, Virginia y Mucio Scévola, y otras sobre argumentos de pura invención, como El infamador y El viejo enamorado.
El valenciano Cristóbal de Virués produjo algunos dramas extravagantes, como la Casandra y la Marcela; algunos atroces, como Atila furioso, en que mueren cincuenta personas y perece abrasada una tripulación entera; y alguno bastante arreglado, como Elisa Dido, en que se guardan las unidades, acaso sin intención y sin advertirlo, y en que se revela el talento práctico del autor del Monserrate. Por el mismo tiempo aparecieron las que su autor el gallego Gerónimo Bermúdez llamó con cierta jactancia primeras tragedias españolas, a saber Nise lastimosa, y Nise laureada, fundadas ambas en la historia de doña Inés de Castro, cuyo nombre trasformó por anagrama en el de Nise. Pero más ruido que todas estas hicieron tres tragedias del aragonés Lupercio de Argensola, tituladas Isabela, Filis y Alejandra, pues al decir de Cervantes, «alegraron y sorprendieron a cuantos las oyeron, así del vulgo como de los escogidos,» y eso que estaban llenas de horrores, pues no solamente morían o eran asesinados casi todos los personajes a los ojos del espectador, sino que pasaban a su vista las escenas más repugnantes.
Por fin el arte y la poesía dramática española, que llevaba por decirlo así siglos de infancia, y la representación escénica reducida a ejecutarse al aire libre, con pobrísimos trajes y aparato, por compañías ambulantes, salen de su rudeza y grosería en el reinado de Felipe II, y llegan a una época nueva de brillantez que les abren los privilegiados genios de Cervantes y Lope de Vega{1}. Aunque en las treinta o cuarenta comedias que escribió Cervantes, según dice él mismo, y de las cuales se han conservado pocas, no correspondió como poeta dramático a lo que se podía esperar de su gran talento, hizo provechosos esfuerzos por levantar y mejorar el teatro; y si en sus obras dramáticas no hay todavía el arte escénico que constituye el mérito de estas producciones, se ve en todas ellas el donaire, la agudeza y la lozanía propias de su ingenio. En la titulada Los tratos de Argel, en que se propuso presentar un cuadro de los trabajos y miserias que padecían los cautivos cristianos, se representó a sí propio en el esclavo Saavedra. Su Numancia, aunque adolece de falta de intriga y enredo, tiene originalidad, y hay en ella cuadros y escenas interesantes y bellísimas. La Confusa, de la cual decía él ser una de las mejores de su género, parece haber sido en efecto de las que alcanzaron más boga. Pero sabido es que no fueron las obras poéticas las que dieron más gloria a Cervantes.
Este y todos los demás escritores dramáticos anteriores y contemporáneos, quedaron eclipsados desde el momento que apareció el que él llama monstruo de la naturaleza, el gran Lope de Vega, de quien dice que «se alzó con la monarquía cómica, avasalló y puso debajo de su jurisdicción a todos los farsantes, llenó el mundo de comedias, propias, felices y bien razonadas; y tantas, que pasan de diez mil pliegos los que tiene escritos, y todas (que es una de las mayores cosas que pueden decirse) las ha visto representar, u oído decir por lo menos que se han representado; y si algunos (que hay muchos) han querido entrar a la parte y gloria de sus trabajos, todos juntos no llegan en lo que han escrito a la mitad de lo que él solo, &c.» Y en efecto, bien podía llamar monstruo de la naturaleza al genio portentoso que produjo más de mil ochocientas comedias, que sepamos, con cuatrocientos autos sacramentales, fuera de innumerables poemas y composiciones épicas, didácticas, líricas y burlescas{2}. No se sabe que haya existido en parte alguna un hombre de tan asombrosa fecundidad literaria.
Compréndese bien la precipitación con que este hombre singular (que pasó además una parte de su vida en las campañas como soldado, y como tal fue en la malograda expedición de la Armada Invencible) compondría la mayor parte de sus obras. Él mismo dijo, hablando de sus comedias:
Y más de ciento en horas veinte y cuatro
Pasaron de las musas al teatro.
Así es que casi todas se resienten de esta precipitación, como que muchas veces componía en una mañana una pieza dramática que había de representarse a la noche; y casi siempre se ponía a trabajar sin plan sobre un pensamiento que le inspiraba su feliz y fecundísima imaginación, y sobre él iba añadiendo escenas a escenas, según en el momento le ocurrían. En todas estas obras improvisadas se ve la rica fantasía de Lope, y se admira su inagotable vena. Pero al propio tiempo se nota, como no podía menos de suceder, que corre sin saberse dónde marcha, y con muchas escenas admirablemente buenas hizo muchas comedias malas. Con sobra de talento y de inventiva, por falta de detenimiento y de sujeción no elevó el teatro a la perfección que hubiera debido y podido.
Y sin embargo, de tal manera mejoró el arte dramático español, depurándole, ya de las groseras farsas, ya de las repugnantes monstruosidades en que le habían envuelto sus antecesores, y dando decencia y decoro a las escenas y al lenguaje, y maridando la poesía popular y la erudita, y revistiéndola de formas más cultas y de caracteres más tiernos, más interesantes y más verosímiles, que abrió una nueva era a la representación escénica en España, y puede decirse que inventó el verdadero drama español, que al poco tiempo había de ser la admiración y el modelo de todos los teatros de Europa. Lope cultivó todos los géneros, e hizo comedias de las que se llamaron de capa y espada, de costumbres, pastoriles, heroicas, mitológicas, filosóficas, tragedias y autos sacramentales o dramas sagrados.
Lope de Vega «avasalló, como dice un escritor moderno, de tal suerte el teatro, que durante muchos años no se vio en los carteles otro nombre que el suyo; y hasta llegó el pueblo a llamar de Lope todo lo que en cualquier género era singular y sobresaliente. Las gentes le seguían en las calles; los extranjeros le buscaban como un objeto extraordinario; los monarcas paraban su atención a contemplarle, y le admitían a su presencia para colmarle de honores; hasta los pontífices quisieron premiar tan grande ingenio, y Urbano VII le condecoró con el hábito de San Juan, y le confirió el grado de doctor en teología, enviándole el título con una carta muy lisonjera escrita de su propio puño. Jamás hubo escritor que recogiese con tal abundancia los laureles{3}.»
Pasando ya de las producciones poéticas a las obras y escritos en prosa, y comenzando por las de imaginación y de recreo, que son las que tienen más analogía con las anteriores, por esos libros de entretenimiento y esas historias ficticias que nosotros llamamos novelas, también hallamos a los ingenios españoles cultivando este ramo de la literatura, que ya entonces tuvo y en los modernos tiempos ha llegado a tener aún más influencia en las costumbres públicas.
Es cosa notable y extraña que después de haberse ejercitado los talentos españoles, y mostrado acaso más fecundidad y más lozanía que los de otras partes en las novelas caballerescas o libros de caballería, que tan en boga estuvieron durante algunos siglos, pasaran, cuando éstos empezaron a decaer, a cultivar otro género en nada parecido a los romances caballerescos, a saber, el de las novelas pastoriles. Al fin las aventuras de los Amadises, de los Palmerines y de los Belianises, en medio de sus monstruosas inverosimilitudes y de sus maravillosas extravagancias, mantenían el espíritu guerrero y pundonoroso, y las ideas del amor, de la galantería y de la religiosidad de una época. Pero las novelas pastoriles, sobre no ser ni más verosímiles ni más regulares en su forma, no inspiraban ningún sentimiento grande y generoso, ni siquiera representaban las verdaderas costumbres del siglo, limitándose a cansados y empalagosos amoríos, expresados en un lenguaje que no era el que hablaban los humildes personajes que en ellas figuran. De este género fueron El siglo de oro de Balbuena, la Diana de Montemayor, la Arcadia de Lope de Vega, la Galatea de Cervantes, y otras muchas que podríamos citar.
Siguieron a éstas las novelas picarescas o festivas, de que había dado una muestra feliz, en medio de su carácter severo, don Diego Hurtado de Mendoza, con su Lazarillo de Tormes. En esta clase merecen especial mención Las Aventuras del escudero Marcos de Obregón, de Vicente Espinel, la Vida y hechos del pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, y otras que salieron más adelante, como El Diablo Cojuelo, de Luis Vélez de Guevara, y La vida del gran Tacaño, de Quevedo. El interés de estos libros estaba en la mayor o menor gracia y chiste del estilo, y en la más o menos exacta pintura de las costumbres de la sociedad. Mas como los héroes de estas novelas eran siempre gente de la ínfima y más abyecta clase, como criados, pilluelos, caballeros de industria y aventureros de mala especie, que hacían gala de sus vicios y travesuras y solían ir a parar a presidio, los cuadros de sus costumbres suelen ser repugnantes, y parecen como una parodia de mal género de los sentimientos exageradamente galantes de los héroes ideales de la caballería.
Otra cosa fueron las Novelas ejemplares de Cervantes, cuyo título les dio porque decía que no había ninguna entre ellas de que no pudiera sacarse un ejemplo provechoso. Y en efecto, de tal modo se propuso su autor dar en ellas ejemplos morales, al mismo tiempo que deleitar y entretener, que él mismo dijo que se cortaría la mano antes que dar sus novelas al público, si las creyera capaces de inspirar a alguno un pensamiento criminal. Su estilo y su tono es el que corresponde a la pintura de la vida real, ni demasiado alto, ni demasiado humilde.
Mas la obra de ingenio que ensalzó la reputación de Miguel de Cervantes a una altura a que ni nadie hasta entonces había llegado, ni nadie ha logrado llegar después; la que le dio una fama que lejos de menguar ha ido creciendo con el tiempo; la que le ha dado esa popularidad universal dentro y fuera de su patria; la que le inmortalizó en España y en todo el Orbe, y ha hecho envidiar a las naciones extrañas la gloria del país que tuvo la fortuna de producir tan asombroso genio, fue, ya se sabe, El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, de cuya obra nada podríamos decir nosotros en este breve resumen que no fuese descolorido y pálido después de tanto como en elogio de ella se ha dicho; y la misma notoriedad de su mérito, confesado y encarecido por propios y extraños, y el ser tan conocida de todos los hombres y de todas las clases, desde el más erudito hasta el más rudo y plebeyo, nos dispensa de detenernos ni a encomiarla más ni a analizar sus infinitas bellezas y encantos. Diremos solamente que Cervantes acertó a hacer un libro para los hombres de todas las clases, de todas las edades, de todos los países y de todos los tiempos.
No abundó este reinado en escritores políticos, y si alguno podemos citar, como el célebre secretario de Felipe II, Antonio Pérez, fue porque la persecución y el despecho movieron su pluma y le impulsaron a escribir fuera de su patria en defensa propia y en queja de los padecimientos y agravios que había recibido de su rey. Sus Relaciones y sus Comentarios, en que trata de sus favores, de su caída, de su proceso, de sus prisiones y fuga, aunque cargados a veces de una erudición afectada, están escritos con energía y con viveza. En sus cartas se ve más elegancia, más gallardía, más naturalidad y franqueza, y aunque no carecen de defectos, son un buen modelo del género epistolar. Este escritor político alcanza a don Francisco de Quevedo, que pertenece ya a otro reinado. Antonio Pérez no lo hubiera sido sin la persecución que le obligó a expatriarse.
Más progresos hizo en este reinado la literatura histórica. Las historias particulares de reinados, sucesos, ciudades e instituciones abundaron ya en número, y apareció la general de España, elevada a una altura de que no ha pasado en siglos enteros. Escusado es buscar en unas y en otras ni gran crítica ni mucha filosofía, ni se podía esperar ni pedir a sus autores en las circunstancias en que escribieron. Harto hicieron en revestirlas de la forma histórica, y en exornarlas con las galas del lenguaje, que en algunas es limpio, correcto y puro, en otras hasta ameno y florido, si bien en muchas es todavía indigesto y pesado, y en las más se ve el gusto dominante por las arengas pomposas, por las largas y minuciosas descripciones de sitios y de batallas, y por una minuciosidad fatigosa que tenía que darles una extensión desmedida e insoportable. Como los más de los historiadores de este tiempo eran o eclesiásticos o militares, resiéntense sus obras, o de un ascetismo místico, o de una pasión preferente a las cosas de la guerra, y las guerras solían ser también el asunto predilecto y en que empleaban con más gusto sus plumas.
Tales fueron por ejemplo la Historia de la Rebelión y Castigo de los Moriscos, de Mármol; como lo había sido La Guerra de Granada, de don Diego Hurtado de Mendoza; el Comentario de la guerra de Alemania hecha por Carlos V, de don Luis de Ávila y Zúñiga; Las Guerras de los Estados Bajos, de don Carlos Coloma, marqués del Espinar; los Comentarios de las guerras de Flandes, de don Bernardino de Mendoza; la Historia de las Guerras civiles de Granada, de Diego Pérez de Hita, y otras por este orden, de más o menos mérito, escritas por los mismos que habían ejercido mando en dichas guerras, o recibido heridas como soldados, asaltando plazas o combatiendo en los campos de batalla.
Así como estos guerreros historiadores, dejándose llevar de su afición a las descripciones de los combates y de los azares de la guerra, se eternizaban sin advertirlo en las relaciones de los hechos de armas, así los historiadores eclesiásticos se extasiaban en los elogios de las virtudes de un santo o de una institución religiosa; y deteniéndose poco en los hechos sembraban a granel las reflexiones, consejos y ejemplos de moral cristiana. Tal es la Vida de santa Teresa de Jesús, por Fray Diego de Yepes, el confesor de Felipe II. Fray José de Sigüenza, que escribió la Vida de San Gerónimo, y la Historia general de la Orden del mismo santo, con admirable elegancia y fluidez, con dignidad de entonación, con elevación de ideas y erudición suma, tenía grandes dotes de historiador, y hubiera quizá aventajado a los historiadores profanos de más nombre, si hubiera empleado su talento histórico, su buen juicio y sus dotes oratorias en trasmitir a la posteridad los anales del reino.
Como historias de reinados y pueblos son dignas de honrosa mención, a pesar de los defectos propios de su época, La general del Mundo, de Antonio de Herrera, la Primera parte de la historia de Felipe II, de Cabrera, los Anales históricos de los reyes de Aragón, por el Padre Abarca, los Cuatro libros de los anales de Aragón, por Argensola, el autor de la Conquista de las Molucas, y sobre todo los Anales del mismo reino, de Gerónimo de Zurita, el analista más investigador, más exacto y más concienzudo, el más conocedor y más rico en noticias de la historia de aquel pueblo, y el que informa y demuestra mejor la manera como se formó, se estableció y se fue desenvolviendo la constitución aragonesa.
Tanto se había reconocido la necesidad que ya había de una historia general de España, que las Cortes de Castilla pidieron al emperador se dotase convenientemente al canónigo de Zamora Florián de Ocampo, como lo estaban Zurita y los cronistas aragoneses, para que pudiera dedicarse con desembarazo a esta grande obra. En otra parte hemos dicho ya cómo desempeño Ocampo esta ímproba tarea, y hasta dónde llegó en ella, y cómo y hasta dónde la continuó el sabio cordobés Ambrosio de Morales, que le sucedió en el empleo de cronista general. El vizcaíno Esteban de Garibay, que hacia el mismo tiempo escribió el Compendio historial de las Crónicas y universal Historia de todos los reinos de España, al cual añadió algunos años después las Ilustraciones genealógicas de los Católicos Reyes de las Españas, &c., que por su trabajo mereció también ser generosamente premiado por Felipe II, fue un diligentísimo investigador de hechos, y su obra, aunque escrita en estilo poco agradable, tan excelente para ser consultada como árida para ser leída, fue la crónica más completa que se había publicado hasta entonces, pero le faltaba mucho para llenar las condiciones de una historia general.
Reservada estuvo esta gloria para el Padre Juan de Mariana, que valiéndose de todo lo que anteriormente se había publicado, así en latín como en romance, acertó al fin a componer un verdadero cuerpo de historia, y a llenar la necesidad que en este ramo importante de la literatura se estaba sintiendo hacía tiempo, e hízolo de la manera más cumplida que hubiera podido esperarse en aquella época. Como nuestro juicio acerca de esta importante obra le hemos emitido ya en el Prólogo a la nuestra, no hay para qué reproducirle en este lugar, siendo solo nuestro objeto al presente demostrar que habiendo logrado España en el siglo XVI tener una buena historia general, la literatura histórica se puso al nivel, ya que no queramos decir a mayor altura que los demás ramos, que hicieron se llamara con razón aquel siglo, el siglo de oro de las letras españolas.
Sobresalió en las humanidades el extremeño Francisco Sánchez de Brozas, conocido por el Brocense, a quien Justo Lipsio llamó el Apolo y Mercurio de España. Este docto humanista publicó varios y excelentes tratados de gramática latina y griega, de retórica y de dialéctica, y llegó a vanagloriarse de que enseñaría el latín en ocho meses, el griego en veinte días, la esfera en ocho o diez, la dialéctica y retórica en dos meses, y aún en menos tiempo la filosofía y la mística.
Donde se ve el grado de riqueza y de perfección a que había llegado la lengua castellana en la segunda mitad de este siglo es en los escritores de asuntos sagrados, religiosos y místicos, que acaso se aventajaron a todos en la facundia y la elocuencia. Al maestro Juan de Ávila, llamado el Apóstol de Andalucía, que asombró y edificó a España con sus fervorosas y elocuentes predicaciones en los últimos años de Carlos V, sucedió su amigo y discípulo Fr. Luis de Granada, el príncipe de la elocuencia sagrada española. «Siempre en sus escritos resplandece, dice un crítico español hablando del Padre Granada, sobre todas las otras virtudes de la elocuencia, la claridad, sencillez y propiedad; así es que entre tantos y tan varios tratados no se halla una voz forastera, desusada, latinizada ni afectada; con lo que probó que la lengua española tenía ya entonces bastante riqueza en sí misma, sin haber de mendigar las ajenas. Fue singular Fr. Luis, sobre todo, en el escogimiento de los epítetos, con que realza poderosamente las cosas, y en la pureza y propiedad de la dicción. El venerable Ávila, (prosigue) había creado, por decirlo así, un lenguaje místico de robusto y subido estilo; y el venerable Granada lo hermoseó, lo retocó con lumbres y matices, y le dio número, fluidez y grandiosidad en las cláusulas, sin ser hinchadas, afectadas ni afeminadas. Tuvo también la habilidad de ser grande con la expresión sencilla; y de ocultar el arte, no habiendo casi período que carezca de arte. Este nacía de su facilidad; mas también esta facilidad le hizo verboso, y la verbosidad, redundante en muchas partes.»
Las obras en que Fr. Luis de Granada desplegó más erudición, más sublimidad en los pensamientos, más unción y piedad, y también más nervio y elocuencia, son: La guía de pecadores, la Introducción al símbolo de la fe, las Meditaciones, el Memorial de la vida cristiana, la Retórica y los Sermones. No es extraño que se diga de él que jamás ningún escritor místico ha hablado con más dignidad de Dios, y que parece descubrir a sus lectores las entrañas de la Divinidad.
Hubo no obstante en su mismo tiempo una mujer admirable, una santa, escritora de obras místicas, dotada de una alma ardiente, de un corazón apasionado, de una dulzura encantadora, que de tal manera se embriagaba en los deleites del amor divino, de tal modo se arrobaba su espíritu en éxtasis celestiales, que en sus obras, escritas con claridad de talento y de juicio, en estilo castizo y propio, por lo común sencillo, pero muchas veces sublime, parece trasportar consigo al lector a las mansiones de la gloria. Ya se entenderá que hablamos de Santa Teresa de Jesús. Sus principales escritos son: El discurso de la Vida: el Camino de perfección: el Libro de las fundaciones: y el Castillo interior, o Las Moradas.
Otro de los escritores ascéticos de más nombradía fue Fray Luis de León, a quien hemos nombrado ya como poeta eminente. Entre las muchas obras notables de Fray Luis de León en este género, descuellan: Los nombres de Cristo; La Perfecta casada, y la Exposición del Libro de Job. Menos orador, menos abundante y armonioso que Fray Luis de Granada, pero más filósofo, más profundo y más enérgico, ambos elocuentes, ambos excelentes hablistas, y modelos ambos de dulzura, de virtud y de piedad cristiana, el predicador de Scala-Cœli es, no sin fundamento, comparado a Flechier y a Massillon, el autor de los Nombres de Cristo tiene más analogía con Bourdaloue y Bossuet. Así como Santa Teresa parecía haber heredado el alma de Isabel la Católica, y no es aventurado decir que Teresa en el trono hubiera sido una Isabel, y que Isabel en el claustro hubiera sido una Teresa.
Este grupo de escritores ascéticos contemporáneos, tan semejantes en sentimientos y en caracteres, todos tan dulces, tan virtuosos, tan benévolos, todos adoctrinando por medio de una suave persuasión y de una amena y atractiva enseñanza, semejan una benéfica y luminosa constelación en medio de las sombras del horizonte inquisitorial, y formaban un singular contraste con los terribles ministros y ejecutores del Santo Oficio, que en su mismo tiempo obligaban a creer por medio de las mordazas, de las cárceles y de las hogueras.
Hubo además en esta época tan fecunda de genios otros escritores místicos, que si no alcanzaron tan alta reputación como los tres de que acabamos de hablar, tuvieron también brillante imaginación, correcto y florido estilo, aunque más desigual, como Fray Pedro Malón de Chaide; otros en cuyas obras parece vérselos, como a Santa Teresa, en continuo arrobamiento y embelesados con el amor divino: tal fue san Juan de la Cruz, denominado el Doctor estático. No nos incumbe nombrar a todos, porque nuestro propósito se limita a dar una idea del espíritu y estado literario del siglo.
En cuanto a la teología y a la ciencia del derecho, bastaría recordar en globo los ilustres prelados, insignes teólogos y sabios jurisconsultos españoles que en las tres épocas o períodos del concilio de Trento ilustraron aquella venerable asamblea, y asombraron al mundo con su erudición y su sabiduría, para comprender hasta qué punto se cultivaron estas ciencias en España en aquel siglo: que nada era más natural en un tiempo en que las disputas y contiendas religiosas producidas por los reformadores protestantes traían agitada la cristiandad, preocupaban todos los ánimos, y hacían necesario que los talentos españoles se consagraran con preferencia a los estudios teológico-canónicos, para defender con éxito la pureza del dogma católico en las controversias provocadas por los innovadores. Pero no llenaríamos nuestro objeto si no mencionáramos siquiera algunos de los que principalmente se distinguieron en esta grandiosa y noble lucha, y con su vasta erudición, sus admirables discursos y sus escritos nutridos de ciencia y de doctrina conquistaron un nombre glorioso que ha pasado con veneración a la posteridad.
Habiendo sido un español el que concibió y realizó el pensamiento de fundar una institución religiosa, y de organizar una milicia eclesiástica con el objeto de defender el dogma católico y robustecer el principio de autoridad contra la herejía de Lutero, y contra el principio de libre examen proclamado por el heresiarca y sus sectarios, españoles doctos fueron también los que ayudaron a Ignacio de Loyola a la creación de su Compañía de Jesús, y los que fomentaron su instituto y le propagaron y dieron incremento. El Padre Diego Laínez, compañero de Loyola en el apostolado, y su primer sucesor en el cargo de general de la Compañía, se hizo notable por sus discursos en el célebre coloquio de Poissy, y alcanzó más celebridad en la tercera reunión del concilio de Trento con aquella famosa arenga, en que sentó la necesidad de una sola cabeza en la Iglesia y la preeminencia del papa sobre los demás obispos sus delegados, si bien la exageración de sus doctrinas sobre autoridad e infalibilidad pontificia no dejó de hallar oposición en el Concilio. El tomo undécimo de la Historia general de los Jesuitas lleva el nombre de Laínez. Contemporáneo, y uno de los seis primeros discípulos de San Ignacio fue Alfonso de Salmerón, entusiasta propagador de las doctrinas de su maestro en Alemania, en Polonia, en Flandes, en Francia y en Italia, profesor en la universidad de Ingolstadt, orador distinguido en el concilio de Trento, y escritor de doctos comentarios a las Epístolas de San Pablo y a otros libros de la Sagrada Escritura. Otros dos jesuitas, los padres Tomás Sánchez y Luis de Molina, autor el primero de los célebres tratados De Matrimonio y de una recopilación de Jurisprudencia, el segundo del no menos célebre libro De Concordia gratiæ et liberi arbitrii, que dio motivo a las famosas disputas sobre la gracia y la predestinación que tan ruidosas se hicieron en el siglo XVI entre jesuitas y dominicos, y a la congregación llamada De Auxiliis, se distinguieron también por su talento y por sus obras teológicas.
Entre los prelados españoles que se hicieron notables en el concilio de Trento, y que ni eran jesuitas, ni profesaban ciertas doctrinas que hizo como suyas propias la Compañía, antes combatieron resuelta y enérgicamente la institución como perjudicial a España{4}, fue uno el maestro Melchor Cano, cuya incomparable obra De Locis Theologicis, que ha servido y sirve todavía de libro de texto en las aulas de nuestras universidades, hubiera bastado a granjearle merecida fama de insigne y elocuente teólogo, si no hubiera dado otras muchas pruebas de su gran talento y de sus profundos conocimientos en esta facultad. Compañero suyo de hábito, aunque no su amigo, fue el dominicano don fray Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo, notable entre los padres tridentinos, último confesor del emperador Carlos V, autor de una Suma de los concilios y de los papas desde San Pedro hasta Julio III, de un Tratado de la residencia de los obispos, y de un Catecismo español, por cuya obra fue acusado a la Inquisición como sospechoso de luteranismo, y por la cual sufrió el virtuoso prelado una persecución tan injusta como ruidosa por su larga duración, por sus importantes y variados incidentes, y por las muchas personas que en ella fueron envueltas y a que alcanzó la saña inquisitorial; bien que el pueblo, más justo que los fiscales y jueces del Santo Oficio, comprendió la calumnia, menospreció a los calumniadores, y dio siempre la debida veneración al eminente prelado, y en la misma Roma se cerraron el día de su muerte todas las tiendas como en los días de solemne luto, y se tributaron a su cadáver los mismos honores que al de un santo.
No menos célebres que los teólogos fueron los españoles que asistieron al concilio de Trento como jurisconsultos. Los nombres de Azpilcueta, de los dos Covarrubias, Diego y Antonio, del arzobispo de Tarragona Antonio Agustín, y otros insignes juristas que salieron en aquel siglo de las universidades de Alcalá y de Salamanca, y fueron después a honrar las escuelas de Bolonia y de París, y a brillar en las asambleas eclesiásticas de Trento y de Roma, o en las cortes de Inglaterra, de Francia y de Alemania, enaltecieron la jurisprudencia civil y canónica. Muchos críticos extranjeros ensalzaron su asombrosa erudición, y dejaron consignados relevantes elogios de sus obras.
Es imposible, tratando del movimiento intelectual de España en la segunda mitad del siglo XVI, dejar de hacer especial mérito de uno de los más eminentes literatos y de los más sabios doctores que concurrieron al concilio de Trento y colocaron allí más alto el nombre español. Pero no es esto lo que ha dado más fama a Benito Arias Montano, que es el sabio a quien nos referimos: ni acaso es tan conocido en la república de las letras por sus excelentes libros, sus Antigüedades judaicas, su Salterio en versos latinos, sus Monumentos de la salud humana, su Historia de la naturaleza y su Retórica, como por la famosa edición de la Biblia Políglota que bajo su dirección se hizo en Amberes por especial encargo que para ello recibió de Felipe II, por haberse agotado ya los ejemplares de la Complutense del cardenal Jiménez de Cisneros. Y en verdad, ¿a quién mejor podía haber encomendado tan difícil y delicada obra que al profundo teólogo, al hombre versado en las divinas y humanas letras, al que poseía, además del español, otros diez idiomas entre antiguos y modernos, a saber, el hebreo, el caldeo, el siriaco, el árabe, el griego, el latín, el francés, el italiano, el flamenco y el alemán? La Políglota complutense de Cisneros, y la Antuerpiense, Regia o Plantiniana de Arias Montano, fueron dos monumentos literarios que inmortalizaron a sus autores, que honraron el siglo en que se hicieron, la nación y los monarcas que los impulsaron.
Después del gran servicio que con esta obra monumental hizo Arias Montano a la religión y a las letras, y en premio del cual no admitió la mitra que le confería Felipe II, contentándose con el hábito de Santiago, todavía fue denunciado a la Inquisición general en Roma, y al consejo de la Suprema en España, por el profesor de lenguas orientales de Salamanca León de Castro, a instigación de los jesuitas, envidiosos de que no se hubiera contado con ellos para aquella grande obra, calificándole de sospechoso de judaísmo, por haber dado el texto hebreo conforme a los códices de los rabinos, lo cual obligó al denunciado a escribir e imprimir en propia defensa el libro que intituló Apologético. Pero la fortuna de Arias Montano estuvo en haber encomendado el inquisidor general la censura de su obra principalmente al jesuita Juan de Mariana, en quien sus compañeros de hábito fundaron grandes esperanzas de triunfo, que luego vieron frustradas; porque el docto historiador, si bien informó que en la Biblia Políglota de Amberes había equivocaciones y defectos, que señalaba, añadió que no eran tales que mereciesen nota teológica, y que no había méritos para prohibir la obra, y sí muchos para esperar de su lectura grande utilidad.
Esta conducta de Mariana desagrado, como era de suponer, a sus hermanos, los cuales vieron con no menos disgusto que en el índice prohibitorio de libros de 1583, que también se le encomendó, dejara incluida la obra de San Francisco de Borja. Mariana por su parte, si no se propuso vengar el mal ceño con que ya le miraban los de su orden, por lo menos dejó consignados los vicios de que adolecía la organización de la sociedad jesuítica en el libro De las enfermedades de la Compañía, que no se dio a luz hasta después de su muerte. Y el que tanto había contribuido a librar a Arias Montano de la persecución inquisitorial que sobre él pesaba, no se libró él mismo de sufrir graves pesadumbres que le atrajeron de parte del severo y adusto tribunal sus escritos De la alteración de la moneda, De la muerte y de la inmortalidad, y sobre todo el tratado De Rege et Regis institutione, condenado a las llamas como sedicioso por el parlamento de París, y quemado por mano del verdugo, en razón a ver sentada en él la doctrina de la defensa del regicidio con el nombre de tiranicidio. Mariana fue procesado, y estuvo bastante tiempo penitenciado y preso en su colegio.
Condúcenos esto a hacer algunas observaciones con que terminaremos esta tarea, que había de ser demasiado prolija si hubiéramos de extender nuestro examen a otros ramos del saber humano, y a hacer una reseña de su situación y de los hombres que en ellos florecieron. Es la primera, que si las ciencias políticas y filosóficas no progresaron en España en aquel siglo al compás de otros conocimientos, ocasionábalo la compresión en que tenía los entendimientos el poder y la fiscalización inquisitorial, ayudada del poder político, y el peligro y la facilidad de incurrir en las notas teológicas y en las censuras eclesiásticas, por cualquiera frase, expresión o idea que la suspicacia o malevolencia pudiera denunciar como sospechosa o contraria a las máximas, doctrinas o axiomas religiosos y políticos que profesaban el rey y los inquisidores. La segunda es, que asombra en verdad la fuerza del impulso que habían recibido las letras españolas desde últimos del siglo XV, pues tal desarrollo alcanzaron en la segunda mitad del XVI, cuando tantas trabas se habían puesto al pensamiento, y cuando era raro el hombre que se distinguía por su saber que no sufriera en más o menos grado persecuciones, disgustos, vejámenes y molestias de aquel adusto tribunal.
Largo catálogo de ellos podríamos poner aquí, sacado de los archivos del Santo Oficio; pero habremos de concretarnos a una breve nómina de literatos y escritores de varias clases y géneros, en testimonio siquiera de que no es exagerado lo que decimos de la opresión que pesaba sobre las inteligencias, y de lo difícil que era a todo el que daba a luz alguna producción de su ingenio, por más tiento y cautela que en ello pusiese, librarse de la suspicacia inquisitorial y dejar de sufrir sus mortificaciones, sin que hubiera escudo que de ellas preservara.
Solo en el célebre proceso formado al arzobispo de Toledo don Fr. Bartolomé de Carranza por su catecismo, fueron envueltos multitud de prelados, maestros y doctores, los unos por haberle traducido, los otros por haber dado de él censura favorable, los otros meramente por haberle copiado. Tales fueron el doctor Hernando Barriovero, el jesuita Gil González, el doctor Sobaños, rector de la Universidad de Alcalá, los dominicanos fray Mancio del Corpus Christi, fray Juan de Ledesma, fray Felipe de Meneses, fray Tomás de Pedroche, fray Juan de la Peña, fray Ambrosio de Salazar, fray Antonio de Santo Domingo, fray Pedro de Sotomayor, fray Juan de Villagarcía, y otros varios, todos lectores y catedráticos de teología en Toledo, Alcalá, Salamanca y Valladolid; y los prelados don Francisco Blanco, don Francisco Delgado, don Andrés Cuesta y don Antonio Gorionero, obispos de Santiago, Lugo, León y Almería, y varios otros doctores; a todos los cuales el Santo Oficio o castigaba, u obligaba a retractarse, o hacía abjurar, o imponía penitencias, o hacía pasar por otra clase de humillaciones.
Ocho venerables prelados y nueve doctores teólogos españoles de los que asistieron al Concilio de Trento tuvieron causa en la Inquisición: entre ellos personajes tan distinguidos como el arzobispo de Granada, don Pedro Guerrero, el maestro fray Melchor Cano, Benito Arias Montano, el padre Diego Laínez, los confesores de Carlos V fray Juan de Regla y fray Pedro de Soto, y el sabio teólogo fray Domingo de Soto. Algunos de estos eran acusados como sospechosos de luteranismo, inclusos los fundadores de la Compañía de Jesús instituida contra Lutero, suponiéndolos de una secta que llamaban de los Alumbrados; y no les servía a otros haber escrito expresamente obras para combatir la herejía luterana, antes en ellas mismas encontraba la malicia tal cual expresión que bastaba para tildarlos de sospechosos de lo mismo que impugnaban. Los procesos iban más o menos adelante, y tomaban más o menos gravedad, según el influjo de los denunciantes, o el manejo y la habilidad de los acusados.
Entre los literatos eminentes a quienes mortificó el Santo Oficio en este siglo, cuéntanse el docto orientalista y sobresaliente latino Luis de la Cadena, el célebre humanista Francisco Sánchez el Brocense, Martín Martínez de Cantalapiedra, autor del Hippotiposeon, acusado de luteranismo porque inculcaba la necesidad de consultar los originales de la Sagrada Escritura, fray Hernando del Castillo, predicador de Felipe II, y su embajador en Portugal, Pablo de Céspedes, el autor del poema de la Pintura, fray Gerónimo Gracián, secretario de Carlos V, el doctísimo fray Luis de León, de quien dejamos dicho que padeció cinco años en los calabozos del Tribunal, el padre Juan de Mariana, que escribió un excelente papel en su defensa, Antonio Pérez, el famoso secretario de Felipe II, el padre Ripalda, que fue algún tiempo director del espíritu de Santa Teresa de Jesús, fray Gerónimo Román, que escribió las Repúblicas del mundo, y fray José de Sigüenza, el docto y elocuente historiador de la Orden de San Gerónimo.
Se hace menos extraña esta especie de compresión que sufrían los talentos, cuando se considera que los inquisidores generales Valdés, Espinosa y Quiroga no vacilaban en procesar y en prohibir las obras de varones tan venerables como el apóstol de Andalucía Juan de Ávila, y como su discípulo fray Luis de Granada. Tres procesos se formaron a este último; el tercero como sospechoso de hereje alumbrado, por haber dado su aprobación al espíritu y defendido la impresión de las llagas de la famosa monja de Portugal, condenada y castigada por la Inquisición como hipócrita y embustera, en lo cual en verdad no pecó fray Luis de Granada sino de un admirable exceso de candor, propio de su alma inocente y pura. No probó fray Luis las cárceles secretas del Santo Oficio, porque se le hicieron fuera de ellas los cargos, a todos los cuales satisfizo con sencilla humildad; y murió en olor de santidad a pesar de aquellos procesos.
¿Pero era bastante ni aun la fama de santidad para librarse de delaciones y de mortificaciones inquisitoriales? El mismo San Ignacio de Loyola ¿no estuvo algunos días preso en Salamanca, delatado como fanático y sospechoso de alumbrado? ¿No fue procesado por la Inquisición de Valladolid su discípulo y tercer prepósito de la orden San Francisco de Borja? ¿No lo fue por la de Valencia el beato Juan de Ribera, arzobispo de aquella ciudad y patriarca de Antioquía, bien que le fuesen luego propicios los inquisidores? Pero ¿qué más? ¿No se vio amenazada de la Inquisición la misma Santa Teresa de Jesús, denunciada como sospechosa de herejía por ilusiones y revelaciones imaginadas, expuesta su comunidad de monjas a ser llevada a las prisiones secretas, y teniendo que sufrir un interrogatorio de los inquisidores con publicidad y aparato? ¿No fue procesado por los tribunales de Sevilla, Toledo y Valladolid el virtuosísimo San Juan de la Cruz, bien que en todas las denuncias e informaciones saliera inocente? ¿No estuvo en las cárceles secretas del Santo Oficio San José de Calasanz, el fundador de las Escuelas pías, bien que alcanzase la absolución por haber demostrado que ni había enseñado ni hecho cosa alguna contraria a la santa fe católica, apostólica, romana?
Si, pues, ni la más sólida ciencia, ni la doctrina más ortodoxa y pura, ni la virtud más acendrada, ni la más santa y ejemplar conducta bastaban a preservar de denuncias y delaciones; si los más eminentes prelados, los más insignes teólogos y doctores, los varones mas venerables, los apóstoles más fervorosos de la fe, los santos y las santas no se libraron de ser acusados de sospechosos, y sufrieron, o prisiones, o penas, o por lo menos molestias y mortificaciones de parte de la Inquisición, ¿cómo era posible que el pensamiento y la inteligencia no se considerasen ahogados y comprimidos, y que pudieran tomar el vuelo y la expansión que producen las ideas fecundas? Lo admirable, repetimos, es que en esta presión el impulso dado con anterioridad a las letras fuese tan fuerte que no bastara nada a detener el movimiento intelectual, y que el siglo de hierro de la política fuese al mismo tiempo el siglo de oro de la literatura. Lo cual prueba que la idea es más fuerte que todas las trabas, y que el pensamiento sabe saltar por encima de todos los diques.
{1} En 1568 el gobierno mandó que ninguna compañía cómica pudiese representar sino en local designado por dos cofradías, la Sagrada Pasión y la Soledad, a las cuales habían aquellas de pagar cierta suma, y más adelante, en 1585, se agregó a aquellas corporaciones el Hospital General.– Pellicer, Origen de la comedia en España.
{2} Los escritos conocidos forman 133.000 páginas, y 21 millones de versos. Se calcula que habiendo vivido 70 años, corresponde a ocho páginas cada día lo que escribió, casi todo en verso.
{3} Capmany.
{4} Tenemos a la vista entre varios otros manuscritos del maestro Fr. Melchor Cano la Censura y Parecer que dio contra el instituto de los padres Jesuitas. En este opúsculo demuestra clara y abiertamente el autor un juicio enteramente desfavorable a la institución, y a las costumbres y planes de la Compañía.