Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

XVII
Exterior

Guerras contra infieles.– Desgraciada expedición a Trípoli.– Desastre de los Gelbes.– Oran y Mazalquivir.– El Peñón de la Gomera.– El célebre sitio de Malta.– La liga contra el Turco.– Lepanto.– Túnez y la Goleta.– Resultado de estas guerras para España.
 

Pasemos ya a considerar este reinado bajo el punto de vista de las guerras y de las relaciones exteriores.

Felipe II, que no había nacido para guerrero, tuvo no obstante la fortuna de inaugurar su reinado con dos célebres triunfos militares; y cuando en 1559 vino de Flandes a tomar posesión del trono de Castilla traía sus sienes orladas con dos coronas de laurel y otras dos de oliva. Las primeras las habían ganado para él el duque de Saboya y el conde de Egmont, en los campos de San Quintín y de Gravelines; las segundas las ganó en Cavé y en Cateau-Cambresis, que fueron la paz con el pontífice Paulo IV, y la paz con Enrique II de Francia, la más ventajosa que hizo en todo su reinado.

Tan pronto como arribó a España, el espíritu religioso le impulsó a proseguir la lucha contra los infieles, especie de legado que así el rey como el pueblo español habían heredado de sus mayores. Nada más conforme a las inclinaciones y a las ideas del hijo de Carlos V. Así en vez de limitarse a ahuyentar de las costas italianas y españolas los corsarios turcos y moros que las estragaban, como le aconsejaban las cortes, oyó con más gusto la excitación del Gran Maestre de Malta y del virrey de Sicilia duque de Medinaceli, que le instigaron a que emprendiera la reconquista de Trípoli, arrancada por el famoso corsario Dragut a la dominación de España en los últimos años del emperador su padre. Se prepara, se reúne, se da a la vela en el puerto de Messina una grande armada, compuesta de naves y galeras de España, de Génova, de Florencia, de Nápoles, de Sicilia y de Malta, y de guerreros españoles, italianos y alemanes. Los vientos contrarios, la mala condición de los víveres, las enfermedades, la impericia del de Medinaceli, todo desde el principio hizo augurar mal de esta expedición. Arriba la armada española a la peligrosa costa africana, y se apodera del castillo de los Gelbes. Isla de fatal recuerdo para España era aquella, y había de serlo más en adelante.

A instancia y solicitud de Dragut, una formidable armada otomana enviada por el Gran Turco Solimán al mando del almirante Pialy vino en socorro del pirata berberisco. La heroica defensa de don Álvaro de Sande, gobernador del castillo de los Gelbes, los trabajos y las hazañas de sus valientes defensores, no sirvieron sino para hacer más terrible la mortandad de aquellos españoles bizarros, más miserable la suerte de los infelices que sobrevivieron. A poco tiempo don Álvaro de Sande y otros capitanes ilustres gemían bajo el cautiverio de Solimán en la torre del Perro, orilla del Mar Negro. La expedición a Trípoli en el reinado de Felipe II (1560) fue poco menos desastrosa que lo había sido la de Carlos V a Argel. ¡Cuántos tesoros consumidos! ¡Cuántas naves perdidas! ¡Cuántos valientes sacrificados!

Este nuevo desastre de los Gelbes alienta al virrey de Argel, el hijo del famoso Barbarroja, a embestir las plazas españolas de Orán y Mazalquivir, que por fortuna la decisión del conde de Alcaudete, el arrojo de don Martín de Córdoba su hermano, y la intrepidez de don Francisco de Mendoza lograron salvar. Pero este triunfo nos había costado ya la pérdida de otra armada (1563).

La reconquista del Peñón de la Gomera (1564) por don Sancho de Leiva y don García de Toledo fue obra también de dos costosas expediciones, y provocó el enojo del sultán contra los españoles, y trajo a Felipe II el compromiso de socorrer a Malta. El gran maestre de los caballeros de esta orden, el memorable La Valette, había sido siempre un auxiliar eficaz de Carlos y Felipe en todas sus empresas contra turcos y africanos. El poder naval de la Sublime Puerta cargó todo entero sobre la isla de Malta, y era deber de gratitud, al propio tiempo que interés del rey Católico acudir en auxilio de su devoto aliado. El sitio de Malta por los turcos fue uno de los más famosos que cuentan las historias; todos los caballeros de aquella orden religiosa fueron héroes, y el septuagenario La Valette excedió en heroicidad a todos. ¿Anduvo Felipe II en socorrer aquella milicia sagrada, aquel antemural de la cristiandad, tan activo y puntual como correspondía a un rey católico y a un aliado agradecido? Malta se salvó en su más extremo apuro (1565), pero la lentitud del socorro de España costó muchas y muy preciosas víctimas que hubieran podido ahorrarse. Si Felipe II obró como político y como prudente en interés propio, no creemos que cumplió con los deberes que demandan los beneficios recibidos.

Al año siguiente la atención y las fuerzas del imperio otomano se dirigen a Hungría, donde perece el Gran Señor Solimán II (1566), el poderoso y temible aliado de Francisco de Francia contra el emperador Carlos V, y de quien dicen nuestros historiadores que no le faltó sino ser cristiano para acabar de ser grande. Entretanto la España descansa un poco de la guerra contra infieles. Pero no dura mucho su reposo. Aunque Selim II, sucesor de Solimán, no vuelve las armas turcas contra España, como le aconsejaban algunos, la guerra y conquista de Chipre por los otomanos obliga a Venecia y al pontífice Pío V a volver los ojos al monarca y a la nación española para que los ayuden a enfrenar la pujanza formidable del mahometano (1570). En las ideas religiosas y en el interés político de Felipe II entraba no consentir que la media luna abatiera la cruz y que el mahometismo avasallara la cristiandad. Accede a la demanda de la república oprimida y de la Santa Sede amedrentada, y fórmase entonces la célebre liga cristiana contra el imperio turco. En tanto que se aparejan y preparan las armadas de los confederados, los generales y bajaes del Sultán, Mustafá y Pialy, se apoderan de Nicosia y Famagusta, donde ejecutan todas las crueldades y todos los horrores que la imaginación puede concebir y de que la barbarie más atroz ha podido ser capaz, mientras en África el virrey Uluch-Alí por un golpe de mano arrebata a Felipe II la plaza de Túnez, la más gloriosa conquista del emperador su padre en Berbería.

La religión y la fe, el interés y el egoísmo, la idea religiosa y la idea política, la necesidad de la propia conservación, el agravio de la ofensa y el anhelo de la venganza, todo impulsaba al emperador otomano y a los aliados católicos a no perdonar esfuerzo ni ahorrar sacrificio, por gigantesco y costoso que fuese, para ver de abatir a su contrario. Unos y otros aprestan todo su poder marítimo, y le presentan con orgullo en los mares de Levante, teatro señalado para la gran lucha entre el fanatismo mahometano y la religión civilizadora de Jesucristo. Jamás las aguas del Archipiélago habían sentido sobre sí tanto peso de naves, ni nunca las naves habían llevado en su seno tal número de guerreros ilustres y esforzados. El almirante y general en jefe de la armada cristiana es el joven don Juan de Austria, el hijo natural de Carlos V, hermano de Felipe II, que lleva su frente ceñida con el laurel de la reciente victoria sobre los moriscos de Andalucía. Avístanse las dos armadas en el golfo de Lepanto, y se da el memorable combate naval que abatió el estandarte de la media-luna, que humilló la soberbia del imperio otomano, que acabó con la más formidable escuadra turca que habían visto los mares, que salvó y regocijó la cristiandad, que ensalzó e inmortalizó el nombre de don Juan de Austria, que asombró al mundo, que dio al pincel y al buril, a la historia y a la epopeya, ocasión y tema para trasmitir a la posteridad bajo todas las formas la memoria del suceso más glorioso del siglo, y que obligó al pontífice a exclamar en un arrebato de júbilo: «Fue enviado por Dios un hombre que se llamaba Juan (1571).» Solo Felipe II, sin dejar de alegrarse, continuó impávido su rezo en el coro de la iglesia del Escorial al recibir la nueva de la victoria de Lepanto.

¿Por qué, se preguntaba entonces y se ha preguntado después, no se recogió de tan insigne triunfo todo el fruto que la cristiandad parecía tener derecho a esperar? ¿En qué consistió que se diera tiempo a la Sublime Puerta para rehacerse de tan terrible desastre, en términos de presentar al año siguiente en las aguas de Navarino otra nueva armada no menos numerosa y respetable que la primera? ¿Cómo en este segundo encuentro se retiró la armada cristiana casi sin combate? De cierto nadie culpará ya, ni al pontífice Pío como aliado, ni a don Juan de Austria como jefe superior de las fuerzas confederadas. Que si los esfuerzos del papa para mantener y aun estrechar la Liga, si las proposiciones de don Juan de Austria para utilizar la victoria hubieran encontrado eco y apoyo en los aliados, algo más funesto habría sido para el turco el resultado de aquella gigantesca empresa. Nosotros no acertamos a justificar a Felipe II de la detención forzada en que tuvo a don Juan de Austria en Messina, y a que tal vez no fue ajeno el temor de que se elevara a demasiada altura su hermano. Pero cierta o no esta sospecha, la culpa principal estuvo en el desacuerdo de los aliados, falta de que se resintió desde un principio la confederación, como hecha y buscada por algunos de ellos menos por el público que por su particular interés. Venecia, esa república mercantil que solicitó la Liga cuando se vio ahogada, la abandonó faltando a sus compromisos solemnes, como de costumbre tenía, y pidió la paz al turco, y la firmó con las mismas condiciones que si el turco hubiera sido el vencedor de Lepanto. «No importa, dijo Felipe II con su impasible serenidad, que me hayan abandonado los venecianos; yo seguiré combatiendo a los infieles y defendiendo de ellos la cristiandad.»

Y así procuró realizarlo, enviando a don Juan de Austria con la armada española a la recuperación de Túnez, que el vencedor de Lepanto ejecutó con admirable facilidad y rapidez, entregándosele además el fuerte de Biserta. Desgraciadamente fue de muy corta duración esta reconquista. A los dos años escasos todas las fuerzas marítimas de Turquía, mandadas por Uluch-Alí, el terrible virrey de Argel, y por Sinán Bajá, el conquistador del Yemen, cargaron sobre Túnez y la Goleta. ¿Quién resistía a doscientas sesenta y ocho galeras con cuarenta mil hombres de desembarco? La defensa fue heroica, y costó a los turcos la mitad de su ejército: pero Túnez y la Goleta cayeron en su poder (1574), y para que no volvieran ya más al de los españoles desmantelaron y demolieron aquellas fortalezas que representaban una de las mayores glorias militares de Carlos V y de don Juan de Austria, y quedaron desde entonces convertidas en guaridas de piratas berberiscos como Trípoli y Argel.

Temió con esto Felipe II por sus posesiones litorales de Italia y España, mantúvose a la defensiva de los ataques de los infieles hasta la muerte de Selín, y tuvo a bien ajustar con su sucesor Amurat III una tregua de tres años (1578), que se fue prolongando sucesivamente, bien que mal cumplida por los turcos y africanos, que no cesaban de estragar con sus sistematizadas piraterías las costas italianas y españolas.

En el reinado, pues, de Felipe II las guerras contra los infieles fueron de un provecho inmenso a la cristiandad, porque la libraron del poder siempre amenazante del turco, enfrenándole y quebrantándole, ya que no pudieron destruirle. El combate de Lepanto es una de las glorias de España que estarán perdurablemente escritas con caracteres indelebles en la memoria de los hombres. Pero estas glorias las compró España a muy caro precio, y a costa de sacrificios que la enflaquecieron y debilitaron. En lo material, lejos de acrecentar Felipe II ni aun las pocas conquistas de su padre en la costa africana, se mantuvieron con no poco trabajo Oran y Mazalquivir, y si se recuperó el Peñón de Vélez, en cambio se acabaron de perder Túnez y la Goleta. Sufriéronse muchos reveses, se gastaron sumas inmensas, y Felipe II en sus últimos años no pudo sostener su primer papel, y tuvo que agradecer una tregua del turco, cuando el turco era ya menos poderoso.