Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

XVIII

La guerra de los moriscos.– Sus causas.– Su índole.– Sus consecuencias.
 

Si los Reyes Católicos y Carlos V habían sufrido de mala gana la presencia de los moros conversos en el reino, y habían dictado contra la población morisca las providencias de que hicimos mérito en su lugar, ¿cómo podía esperarse de la intolerancia religiosa de Felipe II que fuera con aquellos restos de la España mahometana más generoso que sus antecesores? El que aspiraba a someter todas las naciones de la tierra a su credo religioso, ¿se podría creer que permitiera dentro de sus señoríos naturales, aquí donde él imperaba como soberano absoluto, una raza de gente descreída, de mahometanos de corazón y de cristianos fingidos? El que agotaba todos los recursos de su inmenso poder en hacer la guerra a los infieles allá en los más apartados y poderosos imperios, ¿qué extraño es que dijera a unos pocos moriscos españoles: «O el cristianismo o la muerte?»

Nunca era tan explícito en su lenguaje Felipe II, pero a esto equivalía la pragmática de 17 de noviembre de 1566, en que viendo no haber sido suficientes todas las vejaciones y todas las persecuciones con ellos empleadas para hacerlos cristianos, los obligaba a renunciar y a desprenderse de su fe, de su culto, de su idioma, de su escritura, de sus costumbres, de sus trajes, de sus nombres, y hasta de sus propios hijos. No hay pueblo que no se subleve antes de dejarse arrancar violentamente y a un tiempo todos los objetos más caros de su vida, cuanto más los indómitos moriscos de la Alpujarra, que tantas pruebas de rudo valor y de agreste ferocidad habían dado siempre, y cuyo tenaz apego a sus antiguos hábitos era tan conocido. Y, sin embargo, no se alzaron en abierta rebelión sin apurar antes la representación y la súplica, la intercesión de respetables mediadores, las protestas más vigorosas, los discursos más razonados y enérgicos, todo género de negociación para que se revocara, o por lo menos se suavizara la severa pragmática. Ni lograron ablandar a Felipe II, ni consintieron indulgencia ni transacción los prelados inquisidores Espinosa y Deza, presidentes de los consejos de Madrid y Granada, y personificación legítima del más furioso fanatismo. Desahuciados los moriscos en todas sus reclamaciones, apelaron en su desesperación a una guerra también desesperada.

Las ásperas sierras del reino granadino se plagan de feroces salteadores; los moros de las tahas se conciertan con los de la ciudad para la general insurrección; en el corazón de la Alpujarra se alza por rey a un descendiente de los antiguos Beni-Omeyas; el terrible Aben Farax, de la familia de los Abencerrajes, levanta un pendón de sangre, y acaudillando los feroces monfis comienza una guerra de exterminio contra los cristianos. Todas las profanaciones, todos los escarnios, todas las crueldades, martirios y abominaciones que las historias nos cuentan de los bárbaros del Norte en sus irrupciones devastadoras, nos parecen menos repugnantes y horribles que las que cometieron los moriscos montaraces de las sierras de Granada al dar principio a la guerra. Todo lo que la imaginación de un hombre desalmado puede concebir de más bárbaro y atroz, cuanto cabe de refinamiento en los tormentos y suplicios, todo lo ejecutaron las incendiarias turbas que capitaneaba Aben Farax, en los templos y en las viviendas de los cristianos, en los hombres y en las mujeres, en los ancianos y en los niños, y principalmente en los sacerdotes y ministros del culto católico. El mismo reyezuelo Aben Humeya se estremeció de horror y tuvo que quitar el mando al implacable Aben Farax, y deshacerse de sus sanguinarios monfis para regularizar la guerra y poner coto a tan repugnante mortandad.

Imprudencia había sido provocar a la rebelión y a la guerra aquella fiera e indómita gente, pero una vez comenzada por ellos, era menester ya vencerla por honra del cristianismo y por interés de la humanidad. El marqués de Mondéjar y el de los Vélez fueron los encargados por el rey de combatir a los rebeldes moriscos, el uno por la parte de Granada, el otro por la de Almería y Guadix, que todo lo abrasaba ya el fuego de la insurrección. La campaña fue viva, porfiada la lucha, sangrientos los combates, frecuentes y casi diarios los reencuentros. Cristianos y moriscos pelearon bravamente en valles y riscos, en llanuras y breñas, en las gargantas y en las cumbres de las montañas. De una y otra parte hubo rasgos sublimes de personal arrojo, de una y otra parte perecieron capitanes bizarros, de una y otra parte hubo actos de crueldad, incendios, degüellos de gente inocente e inofensiva, cautiverio de infelices mujeres, demasías de soldados, escenas trágicas y cuadros a la vez tiernos y horribles, cuya sola lectura parte el corazón de dolor. El de Mondéjar y el de los Vélez dieron combates heroicos en las sierras de la Alpujarra y de las Guájaras, de Filabres y de Gádor, en el corazón del invierno, y en medio de temporales de aguas, hielos y nieves. El marqués de Mondéjar llegó a tener casi terminada la guerra y domada la insurrección, reducidos los más contumaces a albergarse y guarecerse en cuevas, prendió y dio tormento al caudillo Aben Abóo, y faltó muy poco para que el mismo Aben Hameya cayera en su poder.

Mas la política de este ilustre guerrero no agradaba al partido inquisitorial, que hubiera querido en él, no un general valeroso y prudente, sino un genio exterminador. Acusábanle de contemporizador y de blando, porque si bien esgrimía el acero contra los rebeldes, admitía a indulto y recibía a partido así a los pacíficos moradores como a los que se le rendían sumisos. Y mientras el generoso vencedor atendía a deshacer las calumnias y desenvolverse de las intrigas que en torno al monarca se fraguaban contra él, la insurrección se renovaba y la guerra se recrudecía. Y recrudeciose tanto, y tomó tanta extensión e incremento, que no obstante los refuerzos de gente de tierra y de mar, de artillería y de naves, que llevó de Italia el comendador mayor Requesens, de Andalucía y Castilla el marqués de los Vélez, aquel puñado de indomables montañeses llegó a poner en grande aprieto a los generales cristianos, llevaban estos ya la peor parte, y los moriscos del reino granadino, aun sin ser ayudados de los de Valencia y Aragón, casi sin ayuda de sus hermanos de África y Turquía, se iban dando trazas de hacer balancear el poder del gran monarca español, si no hubiera tomado la dirección de la guerra el joven don Juan de Austria.

No nació de Felipe II el pensamiento de enviar su hermano a Granada y de encomendarle la guerra de los moriscos. Habíalo solicitado el mismo don Juan, ávido de gloria e impulsado por su genio bélico y su ardor juvenil, y los consejeros del rey le habían representado la conveniencia y la necesidad de confiar el mando superior de las armas al joven príncipe. ¿Y cómo lo hizo todavía el rey? Ligándole y sujetándole a las deliberaciones de un consejo compuesto de personas de opuestas opiniones, y cuyas discusiones se sabía que habían de embarazar, entorpecer y diferir los acuerdos, y aun así no había de obrar sin que las decisiones del consejo de Granada vinieran en consulta y obtuvieran la aprobación del consejo supremo. Si fuéramos ligeros en juzgar de las intenciones, diríamos que Felipe II se había propuesto atar las manos de don Juan para que no pudiera alcanzar los laureles que buscaba, pues esto parecía significar aquellas dilaciones y trabas incompatibles con las necesidades de una guerra activa. Así era que mientras el consejo de Granada discutía y consultaba, los moriscos tomaban fortalezas y degollaban cristianos, Aben Humeya progresaba, y don Juan de Austria sufría, hasta que el disgusto de aquella inacción tan opuesta a su genio, le obligó a representar con energía al rey su hermano su deseo de salir de ella, y la necesidad urgente de obrar, con lo cual puso al monarca en el caso de no poder dejar de acceder a tan justo anhelo.

Emprende don Juan de Austria la campaña, y muda enteramente de aspecto la guerra. La victoria camina delante del hijo de Carlos V; asalta y conquista las fortalezas de los moros, pasa a cuchillo las guarniciones, desmantela los castillos, y siembra de sal el suelo en que se levantaban. Si experimenta algún revés, se repone pronto, el rayo se enciende de nuevo, y los fuertes enemigos se abaten a su aproximación. El reyezuelo Aben Humeya ha sido degollado alevosamente por el traidor Aben Abóo, que a su vez se ha hecho aclamar Rey de los Andaluces. Don Juan de Austria, uniendo al rigor la prudencia, y obrando como político generoso después de haberse dado a conocer como guerrero implacable, entabla negociaciones y tratos de reducción con los caudillos rebeldes explorando antes la disposición de sus ánimos. El sistema que tan injustamente se censuró en el marqués de Mondéjar, y que le costó ser llamado a la corte para apartarle del teatro de la guerra, es empleado con éxito admirable por don Juan de Austria, parezca o no bien a Felipe II, a los inquisidores y a los partidarios del exterminio y de la guerra a sangre y fuego. Los caudillos rebeldes le escuchan, se juntan para oír sus condiciones, las aceptan, y en los Padules de Andarax sentado el joven príncipe en su tienda con la majestad de un monarca y el rostro apacible de un vencedor satisfecho y tranquilo, recibe a Fernando el Habaqui, que se postra a sus pies, le entrega su damasquina, y le pide perdón a nombre de los insurrectos. Señala don Juan de Austria los capitanes que en cada taha han de recoger los sometidos, y aquellos hombres tan bravos que parecían indomables se van presentando con admirable docilidad a los cristianos.

Solo Aben Abóo, faltando con toda la mala fe de un moro a su palabra y compromiso, se niega a la sumisión, hace ahogar secretamente al Habaqui, intenta engañar a don Juan de Austria con falaces artificios, y por la vanidad pueril de no desprenderse del ridículo y vano título de Rey de los Andaluces se mantiene en rebelión con algunas cuadrillas, reducido el rey de los andaluces a ocultarse de cueva en cueva por entre fragosidades y riscos. Pero el asesino de Aben Humeya y del Habaqui sufre a su vez la suerte de los traidores, y sorprendido en una de sus guaridas es asesinado por los moriscos. El cadáver del que había tenido el insensato orgullo de titularse Muley Abdallah Aben Abóo, Rey de los Andaluces, relleno de sal, entablillado y puesto sobre un jumento, es conducido a Granada para servir de objeto de ludibrio y de algazara grosera a la plebe cristiana. El término de la guerra de los moriscos fue tan sangriento y rudo como había sido su principio.

¿Qué había hecho Felipe II mientras su hermano sufría las penalidades y corría los riesgos de una guerra feroz, y ganaba sus primeros laureles entre las escabrosidades de la Alpujarra? Lanzar a mansalva desde su celda del Escorial cédulas y provisiones contra aquella raza desgraciada, no solo contra los insurrectos que peleaban armados en las sierras, sino contra los pacíficos habitantes de las poblaciones que no habían faltado a la obediencia y a la lealtad. «Que todos los moradores de la Alcazaba y del Albaicín, desde diez años hasta sesenta, sean arrancados de sus hogares y diseminados por lo interior del reino; que sus hijos menores queden en poder de los cristianos para educarlos en la fe.» –«Que todos los moros de paz (es decir, los que habían permanecido en sus casas obedientes y sumisos al rey) sean sacados del reino de Granada y derramados por Castilla.» –«Que todos los moriscos que hayan quedado, sin distinción, sean recogidos y encerrados en las iglesias, y trasportados luego en escuadras de a mil quinientos bajo partida de registro a los distritos que se les señalen.» Aquellos desdichados, congregados primero como rebaños de ovejas, despojados de sus bienes, arrojados de sus hogares, privados de sus hijos, perecían después en los caminos, de hambre, de fatiga, de tristeza, o de malos tratamientos. Conocemos pocas providencias más inicuas, más tiránicas, más crueles, que la de lanzar un mismo anatema sobre los leales que sobre los rebeldes, sobre los habitantes obedientes y pacíficos que sobre los insurrectos y armados.

Felipe II el Prudente provocó con sus medidas la rebelión y la guerra sangrienta de los moriscos; el monarca prudente la prolongó desaprobando la conducta de un general que los tenía ya casi sometidos, y teniendo a su hermano en una inacción injustificada: el rey prudente trató con la misma dureza a los inocentes que a los culpados. Para establecer la unidad religiosa en el reino granadino no halló otro medio que despoblarle, y para hacer de una raza de malos creyentes buenos cristianos le pareció lo mejor destruirla.