Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ España en el siglo XVI
XIX
Causas y principios de la guerra de Flandes.– Falta de prudencia y de energía del rey.– La princesa Margarita.– El duque de Alba.– Los suplicios.– Carácter que tomó la guerra.– El príncipe de Orange.– Vicisitudes y hechos de armas memorables.– Júzgase el gobierno del duque de Alba.– De Requesens.– De don Juan de Austria.– Españoles y flamencos.– Conducta de Felipe II con todos.
Bien considerado, todas las rebeliones, todos los disturbios, todas las guerras interiores y exteriores que gastaban las fuerzas y consumían los tesoros de España en el reinado de Felipe II, nacieron de dos principales causas, de la intolerancia religiosa y de la intolerancia política del rey. Tranquilos y quietos habían permanecido los Países Bajos bajo la larga dominación de Carlos V, si se exceptúa el pequeño motín de Gante, casi instantáneamente sofocado. Aun con las pocas simpatías que el carácter de Felipe II había inspirado a los flamencos, ellos le ayudaron gustosos a terminar la guerra de Francia, y no se notaron síntomas de verdadera inquietud en Flandes hasta que Felipe aumentó en aquellas provincias catorce nuevos obispados, renovó los terribles edictos imperiales contra los herejes, quiso establecer allí una inquisición peor que la de España, y atentó a los privilegios y franquicias con que hasta entonces los flamencos se habían regido, y de cuya conservación eran en extremo celosos.
Cierto que a estas se agregaron por una y otra parte otras causas de disgusto y de desavenencia. Por la de los flamencos la ambición de los nobles y el descontento de algunos que aspiraban a obtener la regencia del Estado que Felipe confió a su hermana Margarita: por la del rey la permanencia de las tropas españolas en aquellos países más tiempo del ofrecido y convenido, y la preponderancia y desmedido influjo que dio en el consejo y gobierno al obispo y después cardenal Granvela, personaje con más o menos razón odiado de los flamencos, y cuya privilegiada intervención en los negocios no podían tolerar. Pero estas causas, así como el empeño del rey en hacerles recibir y guardar como ley del Estado los decretos del concilio de Trento, no obstante ser algunos de ellos contrarios a los privilegios de sus ciudades, pueden decirse accesorias, y como consecuencias naturales de las primeras.
Cuando la princesa gobernadora ponía en conocimiento del rey que el descontento y disgusto de los flamencos iba tomando un carácter alarmante, y amenazaba una terrible explosión: cuando los nobles y próceres del país le representaban por escrito y de palabra la agitación de los espíritus, y le señalaban reverentemente los medios que convendría emplear para sosegarlos; Felipe II o difería largos meses la respuesta, o daba una contestación ambigua, o se contentaba con decir a la gobernadora que castigara a los herejes sin conmiseración. Cuando la princesa, obedeciendo los repetidos mandamientos del rey, comenzó a encarcelar protestantes y llevarlos a los patíbulos, irritáronse, y se levantaban los pueblos, arrancaban las víctimas de las manos de los sayones y apedreaban los verdugos. El conde de Egmondt que vino a Madrid a rogar al rey a nombre de los Estados y de la gobernadora que templara aquel rigor y aplacara la alarma de los flamencos, llevó de Felipe una respuesta bastante favorable; pero en pos del noble mensajero marcharon órdenes reservadas a la princesa para que en vez de aflojar arreciara en el castigo de los herejes. La conducta doble y artera del monarca irrita a los flamencos tanto como el rigor inquisitorial; multitud de jóvenes de la primera nobleza se alzan y conjuran, y forman el Compromiso de Breda, confederándose bajo juramento para rechazar con las armas la Inquisición y los edictos. Al compromiso de Breda siguen las proclamas y los sermones incendiarios, las reuniones tumultuosas, todos los preliminares de una furiosa insurrección.
A instancias de la prudente gobernadora la faculta el rey para otorgar un perdón general. ¿Pero cómo lo hace? Protestando secretamente ante un notario que no obraba libre y espontáneamente: ¡como si hubiera quien para esto pudiera violentar a Felipe II! Y escribía a su embajador en Roma que lejos de estar en ánimo de realizar el perdón ofrecido, estaba dispuesto a arruinar y perder aquellos estados y todos los demás que le quedaban y a perder cien vidas que tuviera antes que dominar sobre herejes. La tempestad entretanto había arreciado, y llegó el caso de estallar del modo más espantoso y horrible. La princesa Margarita, al ver saqueados e incendiados por frenéticas turbas más de cuatrocientos templos católicos en pocos días, hollados y despedazados todos los objetos del culto, entregados los pueblos al más furioso vandalismo, se asusta y estremece, afloja en el rigor de los edictos, promete no usar de la fuerza contra los rebeldes con tal que ellos depongan las armas y se contenten con tener su culto sin escándalo ni desórdenes, y avisa de todo al rey, y le insta, como repetidas veces lo había ya hecho, a que apresure su ida a Flandes, porque de diferirla se perdería todo sin remedio.
Parecía que Felipe II, a quien llaman el Prudente, se había propuesto irritar a los flamencos a fin de tener un pretexto para oprimirlos, provocar a los herejes para exterminarlos, exacerbar los espíritus y excitar a la rebelión para ahogarla en sangre. De otro modo no se comprende su obstinación en dar motivo de descontento y agitación a todo un Estado, su lentitud en contestar a los avisos alarmantes de su hermana, su insistencia en desoír a todos los que le aconsejaban y pedían que no pusiera en la desesperación a todo un pueblo con sus rigores, su retraimiento constante de ir en persona a los Países Bajos a sosegar aquel estado de perturbación, por más que se lo suplicaban a una la princesa regente, los nobles del país, sus consejeros de España, el mismo cardenal Granvela, y hasta el pontífice mismo, escusándose unas veces con la falta absoluta de dinero, otras con sus urgentes ocupaciones, y otras con hallarse enfermo de tercianas. El rey prudente no aplicaba otro remedio que ordenar más y más rigor en los castigos. ¿Era que hacía caso de conciencia acabar con todos los que no profesaran la fe católica, y no tolerar que se ejerciera otro culto en sus estados? La junta de teólogos a quienes consultó le respondió que, atendido el estado de aquellas provincias, bien podía sin ofensa de Dios dejarles la libertad de conciencia que solicitaban, antes que dar lugar a los males que una rebelión podría traer a la iglesia universal. Felipe II, que tanto sabia apoyarse en el parecer de sus teólogos para lo que le convenía, se separó ahora de ellos, y siguió prescribiendo la intolerancia y el rigor.
Estalla al fin y arde la guerra civil y religiosa en los Países Bajos con todos sus furores, y Felipe no cede, antes autoriza a su hermana para que levante tropas en las provincias, y él prepara un ejército en España. La lucha crece, y los soberanos y príncipes de Alemania y de Francia se aprestan a dar apoyo, los unos a los protestantes flamencos, los otros a los flamencos católicos. La guerra de religión amenaza ser europea. Por fortuna la princesa Margarita, con su prudencia, su talento y actividad, con el respeto y el prestigio que su conducta y sus virtudes le han granjeado en el pueblo, logra ir dominando poco a poco la rebelión, sujetando las ciudades insurrectas, y rindiendo a unos y atrayendo a otros, en el espacio de pocos meses, después de una lucha sangrienta, sosiega como por milagro las provincias, y restituye la paz, que parecía imposible, a los Estados.
Estos fueron los momentos que escogió Felipe II para enviar a Flandes al duque de Alba con un ejército español, y con poderes amplísimos y casi discrecionales para obrar (1567). No podía darse una determinación más indiscreta que enviar a un país recién sometido un ejército ocupador al mando de un jefe que representaba un sistema de terror y de sangre. A la noticia de la aproximación del duque de Alba multitud de nobles, comerciantes e industriales flamencos tiemblan, se estremecen, y abandonan el país llevando consigo sus capitales, su industria y sus mercancías. Los magnates más adictos a la causa del rey le aconsejan que use de indulgencia con los vencidos, le pronostican mal de la ida del duque de Alba, y le ruegan que la suspenda. La princesa regente le representa por una parte que la ida del duque puede remover y perturbar de nuevo un país recién sosegado, porque es mirado allí como un azote y una calamidad; por otra se le muestra ofendida de que cuando acababa de tranquilizar un pueblo a costa de esfuerzos, de sacrificios y de su propia salud, fuera otra persona revestida de una autoridad que no podía menos de lastimar la suya, en ocasión que debiera ser robustecida.
A nada atendió el rey, y allá fue el duque de Alba, llevando delante de sí el desagrado y el terror universal. Sus primeros actos corresponden a su fama. En vez de edictos de perdón levanta un Tribunal de Sangre, y en lugar de atraer a los nobles del país sorprende y encarcela con alevoso engaño a los condes de Horn y de Egmondt, los flamencos que habían hecho servicios más señalados y dado triunfos más gloriosos al rey. La discreta gobernadora, no pudiendo tolerar tamaña ingratitud, y tal arbitrariedad y tiranía, pide encarecidamente al rey su hermano la permita retirarse a llorar las desventuras que pronostica van a caer sobre aquel desgraciado país. El llanto y las bendiciones de los flamencos acompañan a la duquesa de Parma en su despedida, y queda el aborrecido duque de Alba de gobernador y capitán general de los Países Bajos.
Ya no se oye hablar sino de proscripciones, de prisiones y de suplicios. Una especie de demencia furiosa, una sed de sangre parecía haberse apoderado del duque de Alba. Las casas de los nobles protestantes son arrasadas, las cárceles se colman de presos, nadie se contempla seguro. «El día de la Ceniza se han preso cerca de quinientos... a todos estos he mandado justiciar... Para después de Pascua tengo que pasará de ochocientas cabezas...» Tales eran los partes del duque de Alba al rey. El Tribunal de la Sangre funcionaba sin descanso; y todavía el sanguinario gobernador tachaba de flojo al tribunal, porque ni él ni sus satélites le ayudaban como quería a buscar delincuentes y hacer víctimas; se indignaba de ver que nadie en el país se prestaba a ser instrumento de tanta crueldad. No siéndole posible ahorcar a todos, y necesitando dinero, prendía a los nobles y hacendados, y conminaba a las ciudades para venderles el perdón a precio de gruesas sumas: después de haber empobrecido a los ricos y quitado así a las ciudades su hacienda, los tiranizaba arrancándoles sus privilegios.
Mas lo que colmó la medida del sufrimiento, y acabó de provocar la indignación de aquellas gentes fueron los célebres suplicios de los ilustres condes de Egmondt y de Horn, decapitados con fúnebre solemnidad en la plaza de Bruselas. No lo extrañamos: todas las circunstancias que pueden hacer abominable un acto de ruda y feroz tiranía, todo lo que puede excitar el interés de un pueblo en favor de una víctima ilustre, todo concurrió en la ejecución de aquellos esclarecidos personajes, que ni habían sido rebeldes, ni dejaron de acreditar al tiempo de morir ser por lo menos tan buenos católicos como pudiera serlo el duque de Alba. Ni nos maravilla tampoco que el pueblo empapara sus pañuelos en la sangre de las dos ilustres víctimas como en la de unos mártires, y que jurara venganza por aquella ensangrentada reliquia, y que en su indignación apelara a la guerra para deshacerse de sus opresores y tiranos. ¿Podían prometerse los flamencos hallar ni reparación, ni piedad, ni justicia en el rey? ¿En el rey, que al tiempo que el duque de Alba llevaba allá públicamente y con la soberana aprobación a los cadalsos a los nobles de Flandes, dictaba acá secretamente al verdugo el modo y forma como había de estrangular al barón de Montigny, hermano del conde de Horn, de manera que pudiera aparecer natural su muerte? ¿Al rey, que encarcelaba aquí a su propio hijo por suponerle en inteligencias con los herejes de los Países Bajos?
La guerra ardía ya por la parte de Frisia, y amenazaba por la frontera de Alemania. Habíanla movido, además de otros magnates flamencos, Guillermo príncipe de Orange, y sus dos hermanos Luis y Adolfo de Nassau: el príncipe de Orange, a quien el rigorismo inquisitorial de Felipe II había convertido de católico en luterano, y de vasallo fiel en jefe y cabeza de los rebeldes, y en promovedor incansable de una guerra sin tregua contra la dominación española. Los príncipes protestantes de Alemania y los hugonotes franceses favorecen y ayudan con tropas, armas y dinero a los disidentes de los Países Bajos. La guerra ha comenzado con tal encarnizamiento, que en el primer combate los dos jefes enemigos, el conde de Aremberg y Adolfo de Nassau, pelearon cuerpo a cuerpo, se atravesaron mutuamente con sus lanzas, y ambos expiraron cerca uno de otro nadando en su propia sangre. Allí llevaron la peor parte los españoles, pero aquel contratiempo fue vengado poco después por el duque de Alba en los campos de Frisia, de donde ahuyentó a Luis de Nassau a quien por algún tiempo se creyó muerto. La primera campaña del príncipe de Orange, que invadió el Brabante con un ejército alemán, fue desgraciada. Ni el de Alba le dejó apoderarse de ninguna ciudad flamenca, ni le sirvió unirse con el príncipe de Condé, jefe de los hugonotes franceses: una sublevación de sus tropas le obligó a retroceder a Alemania a prepararse mejor para otra guerra.
El duque de Alba, ebrio de orgullo, se hace erigir en el castillo de Amberes una estatua de bronce en aptitud y con emblemas que los flamencos interpretan como otros tantos insultos hechos a la nobleza y al pueblo. Falto de recursos y no esperando recibirlos de España, impone al país el famoso y onerosísimo tributo de la décima, la vigésima y la centésima sobre las ventas de los bienes muebles e inmuebles. Lo primero lo reciben los flamencos como un intolerable rasgo de provocativa presunción; y hasta en la corte de Madrid es murmurado como un ridículo alarde de vanidad; contra lo segundo representan al rey como contra una exacción tiránica, imposible además de satisfacer atendida la penuria de un país tan castigado y empobrecido. Por otro lado el emperador de Alemania no cesa de recomendar a Felipe II que temple su rigor con los protestantes flamencos, y al duque de Alba que sea más moderado y tolerante en su gobierno, pues de otro modo se vería obligado a hacer causa común con los príncipes alemanes. Ni el monarca español, ni el gobernador de Flandes dieron oídos a los prudentes y amistosos consejos de Maximiliano, y ni el uno cedió un ápice en sus persecuciones, ni el otro aflojó un punto en sus tiranías. La exacción de la décima y la vigésima obligó a los comerciantes y menestrales de Bruselas a cerrar un día sus tiendas y sus talleres; a esta desesperada demostración correspondió el duque de Alba mandando ahorcar algunos mercaderes a las puertas de sus tiendas. Los mismos embajadores de España advertían al rey los riesgos a que exponían aquellos Estados tales y tantas vejaciones, y la necesidad de retirar de allí al duque de Alba. Todo fue desoído, y estalló la tercera guerra de Flandes.
Alzáronse esta vez las provincias marítimas de Holanda y Zelanda, apoyadas en los esfuerzos navales que recibieron de Francia y de Inglaterra, mientras Luis de Nassau se apoderaba por la frontera francesa de las plazas de Mons y Valenciennes. El duque de Alba, causa de aquella revolución y blanco del odio de los insurrectos, atiende con preferencia a recobrar a Mons, y envía allá su hijo don Fadrique, que excedía en ferocidad a su padre. En socorro del de Nassau acude por otro lado el príncipe de Orange, su hermano, que con grueso ejército de tudescos atraviesa otra vez la frontera de Alemania, y abriéndole sus puertas muchas ciudades de Flandes llega también al campo de Mons. Cuatro ejércitos enemigos inundan a la vez los Países Bajos sembrando todos el terror y la muerte, y herejes y católicos sufren el furor y las calamidades de la guerra. Recíbese en el campo de Mons la noticia de la matanza general de los hugonotes franceses que comenzó por la memorable jornada de San Bartolomé; los católicos lo celebran con demostraciones estruendosas de regocijo; los protestantes se consideran perdidos y abandonados; el de Nassau capitula la entrega de Mons, y él y su hermano el de Orange se retiran, perdiendo lo ganado, hacia Holanda (1572).
Trasladose, pues, la guerra con todos su horrores a esta provincia, la de Güeldres y Zelanda, donde españoles y flamencos ejecutaron acciones heroicas y actos vandálicos. El hecho memorable de esta guerra fue el famoso sitio de Harlem, en cuyo cerco y conquista no hubo padecimiento que no sufrieran, ni hazaña que no ejecutaran, ni ferocidad que no cometieran sitiadores y sitiados, católicos y protestantes. A muy poco de la entrada de los españoles en Harlem, y cuando parecía que iban a recoger algún fruto de tan costosa y penosa guerra, los tercios españoles comenzaron a dar el fatal ejemplo de insubordinación que tanto después había de repetirse, y ocurrió todavía otra novedad de más cuenta. En aquella situación el duque de Alba obtuvo el permiso real que había andado solicitando para retirarse a España. De modo que Felipe II, cuya prudencia algunos han ensalzado tanto, envió al duque de Alba a Flandes cuando su presencia no era necesaria y había de irritar a los flamencos, y le retiró en medio de una guerra abierta y cuando su sistema de campaña iba dando algunos resultados (1573).
Un hombre de carácter opuesto al del duque de Alba, afable, templado y benigno, acreditado de valeroso y entendido guerrero en las sierras de la Alpujarra y en las aguas de Lepanto, de vigoroso y prudente en la embajada de Roma y en el gobierno de Milán, fue a reemplazar en Flandes al adusto y rígido duque de Alba. El nuevo gobernador era don Luis de Requesens, comendador mayor de Castilla, y lugarteniente de don Juan de Austria en el mar. La medida de mandar derribar la estatua del duque en Amberes, que los flamencos miraban como un padrón permanente de ultraje y de ignominia, no pudo menos de agradar y llenar de júbilo y hasta de esperanzas a los naturales del país, que vieron en esto una reparación a su dignidad humillada.
No fue en verdad afortunado Requesens en las primeras operaciones de la guerra. La fatalidad, más que su culpa, hizo que se perdieran la importante plaza de Middelburg y las fuerzas navales que España tenía en aquellas provincias marítimas, con lo cual quedaban los orangistas dueños de toda Zelanda y de los mares y lagos que la circundan; si bien la pérdida de Middelburg fue en gran parte reparada con el triunfo de Moock, en que murieron los tres generales enemigos, el conde Palatino de Alemania, y los dos hermanos que quedaban al de Orange, Enrique y Luis. El sitio de Leyden, refugio y baluarte de los rebeldes de Holanda, fue todavía más famoso que el de Harlem. La idea de convertir la tierra en mar para libertar una ciudad sitiada, el pensamiento de traer el Océano en medio de las poblaciones, y el espectáculo de ciento sesenta naves bogando por encima de los campos labrados, cosa fue que debió sorprender y asombrar a los españoles, y que solo hubieran podido concebir y ejecutar los flamencos. Aunque los españoles combatieron heroicamente en aquel mar de tierra, aquella portentosa inundación, aquel medio inusitado de defensa salvó a Leyden y toda la Holanda protestante, así como acreditó que se guerreaba entre dos pueblos, el uno incansable en el pelear, el otro infatigable en defender su libertad y su independencia. Así fue que los esfuerzos del emperador Maximiliano como mediador de paz fueron ineficaces, y las conferencias de Breda acabaron de convencer de que no era posible por entonces la reconciliación entre los dos pueblos.
Lo notable de la época del gobierno de Requesens en Flandes fue la campaña de Zelanda. Con razón pareció entonces temeraria la empresa, y con razón nos asombra todavía, porque difícilmente pueblo alguno contará en sus anales la realización de un pensamiento tan atrevido como el de encomendar la conquista de una provincia, poderosa en recursos navales, cruzada de brazos de mar, de caudalosos ríos, de grandes lagunas y pantanos, al valor y a la intrepidez de unos cuantos tercios de soldados españoles, tan escasos de pagas como de medios de ataque y de defensa, y fiados más que nada en su arrojo, en la fuerza de su brazo y en el temple de sus aceros. Gran maravilla debió causar, porque la produce el solo contemplarlo con la imaginación, ver atravesar a pie en medio del invierno los lagos, los ríos y las crecientes de la marea, con el agua y el lodo hasta el pecho, medio desnudos, llevando la pica, la espada o el arcabuz levantado en alto, con su bolsa de municiones y su ración para dos días a la espalda, saltar en tierra como resucitados de entre las olas, los que habían debido a su robustez el privilegio de poder llegar, batir denodadamente al enemigo, y apoderarse de sus ciudades y plazas. Proezas hicieron los españoles en esta campaña a que parece imposible pudiera alcanzar el esfuerzo humano.
Mas el fruto de estas hazañosas empresas se esterilizaba con los continuos tumultos, rebeliones y motines de los soldados, especialmente de los viejos tercios y de la caballería ligera española, que sufrían siempre considerabilísimos atrasos en las pagas de sus sueldos, y parecía tenérselos en completo abandono. Por más que la severidad de la disciplina militar condene tales sublevaciones y desmanes, ¿qué se podía replicar a los que después de sufrir tantos trabajos y de ganar tantas victorias decían: «es justo pedir cada día las vidas a los soldados, y que los soldados no hayan de poder pedir siquiera una vez al mes el sustento para sus vidas?» La culpa era de los que emprendían tales guerras sin recursos, y exigían tantos y tales sacrificios a soldados hambrientos y desnudos.
La muerte inopinada de Requesens fue una verdadera calamidad para España (1576). Felipe II, que esquivaba enviar en su reemplazo a su hermano don Juan de Austria, como le proponía el pontífice, acaso por no dar al vencedor de Lepanto nueva ocasión de engrandecimiento, prefirió dejar el gobierno de aquellos países en manos del Consejo de los Estados, y fue uno de los mayores yerros que cometió aquel monarca, y de los que costaron a España más caros. En el Consejo había amigos y enemigos del rey y de la dominación española: con estos últimos se entendía el príncipe de Orange; el pueblo en general miraba al soberano español como a su tirano y al de Orange como a su libertador; y una mañana fueron de improviso reducidos a prisión todos los consejeros adictos a la causa española. Convócanse los Estados generales; se pregona como traidores a todos los españoles; se arman todos los pueblos; se piden auxilios a Inglaterra, a Francia y a Alemania; prelados, nobles, artesanos y labradores, todos se alzan y obran de concierto para arrojar del país las tropas extranjeras; estas se ven por todas partes asaltadas; los más valerosos capitanes se fortifican con sus tercios en el castillo de Amberes, que sostienen a fuerza de combates que hacen correr la sangre a torrentes por las calles de la ciudad, y en esta cuarta revolución de las diez y siete provincias de los Países Bajos, las quince sacuden la dominación española, y solo dos de ellas se mantienen fieles a Felipe II.
Obligado se vio ya el monarca a enviar allá su hermano, y a variar de sistema y de política con los flamencos. El remedio era tardío. Don Luis de Requesens y don Juan de Austria, ambos habrían podido ser dos excelentes gobernadores y tener en sosiego los estados de Flandes sin la interposición del duque de Alba. Los rebeldes habían tomado ya demasiados bríos, y el armisticio que don Juan de Austria prescribió a su llegada a las tropas españolas, fue interpretado por los insurrectos como un acto de debilidad de parte de España. Mucho más lo fue el Edicto perpetuo, especie de transacción solemne, por la cual el gobernador a nombre del monarca reconocía el pacto hecho en Gante entre el príncipe de Orange y las provincias insurrectas, en uno de cuyos capítulos se había acordado la salida de los Países Bajos de todas las tropas extranjeras, bien que manteniéndose en ellos la religión católica y la obediencia al monarca español. Compréndese bien el dolor y la amargura, y hasta la ira y la desesperación de aquellos veteranos españoles al entregar a sus enemigos aquellas fortalezas con tanto heroísmo defendidas, y al despedirse de aquellos lugares que representaban sus glorias y sus triunfos de doce años de porfiada guerra (1577).
Quedaba con esto don Juan de Austria en la situación más comprometida, indefenso y desarmado, y a merced de la buena fe del príncipe de Orange, que en verdad estuvo muy lejos de conducirse con hidalguía. Porque enorgullecido con el edicto, y negándose a comprender en él las islas de Holanda y Zelanda en que dominaba, no solo concitó los ánimos contra don Juan de Austria con calumniosas imputaciones, sino que armó asechanzas y maquinaciones contra su vida, hasta el punto de verse obligado don Juan a desaparecer de Bruselas como un prófugo, y refugiarse en el castillo de Namur. Mas no por eso decae el espíritu del joven guerrero español. Desde aquel asilo hace un llamamiento a los viejos tercios de Flandes que estaban acantonados en Italia, con los cuales envía el rey al joven y valeroso príncipe de Parma, Alejandro Farnesio, su sobrino. No le importa al vencedor de los turcos que los flamencos lleven para gobernador de los Estados al archiduque Matías, hermano del emperador Rodolfo, ni que pidan favor a Alemania, a Francia y a Inglaterra. Con fuerzas desiguales emprende don Juan animosamente la campaña; vence, asusta y ahuyenta los enemigos en Gembloux; el archiduque Matías, el príncipe de Orange, el Senado y la Corte huyen de Bruselas aterrados, y se refugian en Amberes; don Juan de Austria sigue su marcha victoriosa; en pocos meses enseñorea las provincias de Namur, Luxemburgo y Henao, y Limburgo se rinde al Farnesio. El influjo y la dominación española se van restableciendo como milagrosamente en Flandes; el de Orange en su desesperación persigue de muerte al clero católico de su propio país, porque se niega a arrojar de él al gobernador español, y para indisponer y desconceptuar a don Juan de Austria con el rey denuncia sus tratos con la reina de Inglaterra, y le acusa de aspirar a la soberanía y señorío de los Países Bajos; origen de la venida a Madrid y de la muerte alevosa del secretario Escobedo, del proceso ruidoso de Antonio Pérez, y causa de amargo pesar para don Juan de Austria.
Valor y denuedo sobraban todavía a don Juan para hacer rostro a todos los auxiliares alemanes y franceses que con el conde Casimiro y el duque de Alenzón habían acudido a dar favor al de Orange. Mas apenas comenzaba a demostrar la superioridad de su inteligencia y de su ardor bélico, recibe orden de su hermano para que negocie de nuevo la paz. Indignáronle las condiciones que los Estados le imponían, y se quejó en términos agrios y duros al rey de la situación embarazosa en que le colocaba. Y aquel hombre fuerte en los peligros e inquebrantable en las lides, no pudo resistir a los pesares. El asesinato de su confidente y secretario Escobedo lleno su corazón de amargura; sabía lo que fraguaban contra él sus émulos en la corte de España; la conducta del rey su hermano mortificaba su alma generosa, y de Londres le avisaban que había asesinos que acechaban el momento de atentar a su vida, y de cuya certeza vio un testimonio que no le permitía dudar. A poco tiempo el domador de los moriscos en la Alpujarra, el vencedor de los berberiscos en Túnez, y el rayo aterrador de los turcos en Lepanto, adoleció y murió en los Países Bajos en la flor de sus días, con llanto universal del ejército que le adoraba, y no sin sospechas de que una mano pérfida acelerara el término de su gloriosísima carrera (1578).