Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ España en el siglo XVI
XXII
Guerra de Francia.– Fundamentos que para emprenderla tuvo Felipe II.– Objeto que se propuso después.– El principio religioso, y el interés político.– Justas razones de Farnesio para repugnar salir de los Países Bajos.– Enrique IV.– El famoso cerco de París.– El cerco de Ruan.– Muerte de Farnesio.– Frustradas pretensiones de Felipe al trono de Francia.– La paz de Vervins.– Cede en feudo los Países Bajos a su hija y al archiduque Alberto.– Juicio de la política de Felipe II en Francia y en Flandes.
En tal estado, como si un hombre pudiera hallarse en todas partes, y como si un general y un ejército pudieran multiplicarse o reproducirse, ordena Felipe II a su sobrino Alejandro que pase inmediatamente a Francia con los viejos tercios de Flandes. En vano el de Parma con su discreción y buen juicio representa al rey la inconveniencia de abandonar los dominios propios que se iban recobrando para ir a componer discordias en extraños reinos, y el peligro que se corría de perder lo que pertenecía a la corona de España y se iba rescatando, por aspirar a lo que nunca se habría de poder adquirir. Felipe, que había tomado su resolución, reiteró el mandamiento, y en su virtud el duque Alejandro, enfermo de cuerpo, pero vigoroso de espíritu, penetra con sus tropas en territorio francés, y jura sobre un altar que en esta invasión no lleva el rey de España otra intención ni otro pensamiento que dar favor y amparo a los católicos franceses, y librarlos de la opresión y aprieto en que los hugonotes o calvinistas los tenían.
Sin duda lo creía así en su buena fe el honrado duque de Parma.
¿Pero era tan sincera y tan desinteresada la intención del rey Católico?
Las guerras de Felipe II con Francia tuvieron su origen, como todas las que sostuvo este soberano, en el principio religioso. Combatir el protestantismo y la herejía, restablecer la unidad católica en las naciones europeas, perseguir, y si era posible, exterminar los reformistas de otros reinos para que no pudieran dar ayuda a los herejes de sus propios estados, era lo que muchos años hacía había movido a Felipe II a mezclarse en las turbulencias político-religiosas de Francia, a proteger con hombres, armas o dinero, o con todo junto, secreta o públicamente según las circunstancias, a los católicos contra los calvinistas, a proyectar con Catalina de Médicis la matanza de los hugonotes, a favorecer el partido de los Guisas, y por último a hacer un tratado formal con los de la Liga Católica para excluir de la sucesión al trono de Francia a todo príncipe hereje o fautor de herejía. Mas cuando se encendió la guerra de sucesión entre los tres Enriques, el de Valois, el de Borbón y el de Guisa, cuando por la muerte sin hijos de Francisco y de Enrique de Valois se presentó entre los pretendientes a la corona de Francia el príncipe de Bearne Enrique de Borbón, después Enrique IV, ¿era ya solo el principio religioso el que movía a Felipe II a sostener en Francia una guerra costosísima, o tenía parte en ello la ambición y el personal interés? ¿Proponíase solamente excluir a Enrique de Borbón por protestante con arreglo al tratado de la Liga, o llevaba el designio de reclamar el trono francés para sí o para alguno de su familia?
Que Felipe II enderezaba todos sus planes a colocar en él a su hija Isabel Clara Eugenia, bien intentando hacer valer los derechos que suponía, anulando la ley sálica, bien por medio de un enlace con el que hubiera de ceñir la corona, de modo que le fuese deudor de ella, y quedara al monarca español tal influjo en el gobierno de aquel reino como si fuese él mismo el soberano, cosa es de que no permiten dudar los documentos que hemos dado a conocer en nuestra historia. Uníase pues el interés político al principio religioso para empeñar a Felipe II en la guerra de sucesión al trono de Francia, y no diremos nosotros cuál de los dos era el que prevalecía en él. Pero el jefe de los hugonotes Enrique de Borbón, vencedor de los de la Liga en Arques y en Ibry, puso sitio a París, centro y asilo de los católicos, y llegó a apretarlos de tal manera, y hacerles sufrir un hambre tan horrorosa, y tal mortandad y tales calamidades y desventuras, que no pudieran imaginarse más, ni más grandes. El remedio no les podía venir sino del monarca español, y Felipe no les podía enviar otro libertador que Alejandro Farnesio con sus veteranos de Flandes, siquiera quedaran por algún tiempo desatendidos aquellos países. De aquí el llamamiento de Alejandro, y su entrada en Francia.
No defraudó el Farnesio las esperanzas que en él tenían el monarca español y los sitiados. Marcha sobre París, obliga a Enrique IV a levantar el cerco (1590), entra triunfante en aquella capital, derrama el consuelo en millares de familias, abastece la población, la deja guarnecida, y regresa pausadamente a Bruselas. Pero a su regreso a Flandes encuentra lo que era muy de recelar, y él había previsto y temido. Las tropas se habían amotinado en reclamación de sus pagas, y el príncipe Mauricio se había aprovechado de estos desórdenes y de aquella ausencia para arrancar algunas plazas de poder de los españoles. Acude Alejandro en socorro de Nimega que tenía apretada el de Nassau; mas cuando en esta operación se hallaba más ocupado, llega un mensajero de Felipe con despachos del rey en que le mandaba volver a Francia, donde a los jefes de la Liga le reclamaban otra vez con urgencia. Porque Enrique IV, desde su salida de aquel reino, ayudado de los protestantes alemanes e ingleses, traía acosado al ejército católico y tenía sitiada a Ruan no menos apretadamente que tuvo antes a París.
El duque de Parma podía decirse entonces el hombre necesario. Le repugna abandonar a Flandes, pero obedece a su rey. Carece de dinero, pero paga las tropas con las rentas de su propio patrimonio. Penetra otra vez en Francia (1591); el belicoso Enrique IV le sale al encuentro, y acomete impetuosamente sus tropas al desfilar por cerca de Aumale; poco faltó al temerario Borbón para caer prisionero del de Parma, y reconociendo Enrique el riesgo en que su irreflexión le había puesto, le conservó siempre en su memoria llamándolo él mismo el error de Aumale. Recibe Ruan con indecible júbilo dentro de sus muros a Alejandro Farnesio. A instancias de los de la Liga pasa a sitiar a Caudebec y la rinde, bien que recibiendo un balazo, cuyo suceso se conoció en el peligro en que la extracción del mortífero plomo puso su vida, no en que se alteraran ni su voz ni su semblante. Aun antes de convalecer atraviesa el Sena delante de todo el ejército de Enrique IV por medio de una hábil, diestra e ingeniosísima maniobra, con que dejó burlado y asombrado al francés; marcha segunda vez sobre París y le abastece de nuevo, mas no consiente que sus tropas admitan el hospedaje con que las brindan aquellos agradecidos moradores, temeroso de que se corrompan y afeminen con las delicias de aquella Capua, y da otra vez la vuelta a los Países Bajos (1592).
Felipe II fue demasiado exigente con este hombre generoso, modelo de abnegación y de lealtad al rey y a la causa de España. Por tercera vez le manda volver a Francia para que apoye ante el parlamento que se había convocado al partido español y las pretensiones de Felipe al trono francés. Alejandro, herido, hidrópico, sin fuerzas corporales ya, obedece todavía, busca y suple de su cuenta los recursos de dinero y de hombres que España no le daba, y emprende su tercera expedición. Pero al llegar a Arrás las fuerzas físicas le abandonan: Alejandro Farnesio no tenía el privilegio de la inmortalidad; los trabajos, las fatigas y las enfermedades no han debilitado su espíritu, pero han destruido su cuerpo; y el conquistador de Maestrich, de Amberes, de Gante, de Malinas, de Bruselas, de Grave y de la Esclusa, el vencedor del de Orange, del de Alenzón y de Leicester, el triunfador de los flamencos y franceses, el digno competidor de Enrique IV, el libertador de París y de Ruan, sucumbe cristiana y ejemplarmente en Arrás (diciembre de 1592). Nos confesamos admiradores de Alejandro Farnesio; nos deleitamos en contemplar su grandeza y sus virtudes como guerrero y como gobernador; es uno de los personajes más dignos que hemos encontrado en nuestro viaje histórico: como historiadores lamentamos su muerte al modo que se lamenta en una familia la desaparición del que la realzaba y daba lustre. Sentimos también que este esclarecido príncipe, hijo adoptivo de España, no hubiera nacido en nuestro suelo, circunstancia que en verdad no le impidió ser todo español{1}.
Gran pérdida fue para Felipe II la muerte de su sobrino Farnesio. Faltole el alma de la guerra en Flandes y en Francia, y no le hizo menos falta en los Estados generales congregados ya para elegir el soberano que había de ocupar el trono francés. De los siete pretendientes, al que Felipe II tenía más interés en excluir era Enrique de Borbón, príncipe de Bearne, por lo mismo que sus derechos a la corona eran los más legítimos e inmediatos, por lo mismo que aventajaba a todos en las prendas y condiciones para ser un gran rey, por lo mismo que era el más querido de los franceses, aparte de la cualidad de protestante, que los católicos repugnaban y que le inhabilitaba para el trono. Por eso Felipe II le combatía fuertemente, como a hereje vitando y como al más terrible competidor. Pero Felipe II ve decaer en Francia el partido católico furioso, el partido español. En las conferencias de Surena la proposición hecha por sus embajadores en favor de los derechos de su hija produce hondo desagrado y encuentra una negativa explícita y fogosa. En su vista los embajadores se presentan más modestos y menos exigentes en sus aspiraciones ante los Estados generales; sin embargo todavía excitan murmullos, y acaban por acceder en nombre de su soberano a que se elija un príncipe francés (1593).
Acuerdo tardío. Enrique de Borbón ha hecho abjuración pública del calvinismo en la Iglesia de Saint-Denis; ha hecho solemne profesión de la fe católica; ha desaparecido el impedimento que le inhabilitaba para ser rey de Francia; ábrensele las puertas de París (1594); poco a poco va conquistando y comprando a las plazas y las ciudades del reino; el papa le absuelve de su anterior herejía; el jefe de la Liga católica se le humilla y reconoce pidiéndole perdón; Enrique IV el Grande es rey de Francia, y Felipe II ya no tiene pretexto para llamar guerra de religión a la que hace en Francia a Enrique IV.
Pero se la hace por resentimiento, y se la hace por temor, porque el hijo de Juana de Albret, que se titula también rey de Navarra, puede renovar sus pretensiones a este reino. Los españoles triunfan en Doulens y ganan a Cambray, pero son vencidos en Fontaine-Française (1595). Enrique IV hace alianza con los holandeses, no obstante ser protestantes, y renueva su amistad con Isabel de Inglaterra, no obstante haber mudado él de religión. Sin embargo, los españoles se apoderan de Calais, de Ardres y de Güines; a su vez Enrique les arranca La Fére (1596). Pierden los franceses la importante plaza de Amiens, pero la recobran dentro del mismo año (1597). La guerra era costosa para ambos monarcas; ambos tenían su tesoro exhausto, y hasta empeñado; fatigados y agobiados sus pueblos; a ambos les convenía la paz; ambos tenían sobrados motivos para desearla; ambos la apetecían, pero ambos tenían demasiado orgullo para proponerla.
De este embarazo los saca el pontífice Clemente, constituyéndose en mediador entre los dos soberanos. Esta buena obra del digno representante de una religión de paz encuentra favorable acogida en los monarcas competidores; entáblanse pláticas entre los delegados de los dos reyes, y se ajusta la paz de Vervins (1598), que puso término a la funesta y prolongada lucha entre Francia y España. La paz de Vervins, bien que no deshonrosa para un rey que como Felipe II estaba ya más para descender a la tumba que para empeñarse en lides, distó no obstante mucho de ser tan ventajosa como la que en el principio de su reinado había celebrado en Cateau-Cambresis.
Así, después de tantos años de guerra con Francia, en que se sacrificaron tantos hombres y se consumieron tantos tesoros, Felipe II se halló al fin de sus días en posición menos aventajada respecto a aquella potencia que cuarenta años antes cuando comenzó a reinar.
Por lo que hace a los Países Bajos, después de la muerte de Alejandro Farnesio, los gobernadores que le sucedieron ni redujeron nuevas provincias, ni hicieron prosperar la causa de España y de la religión católica. Ni el archiduque Ernesto de Austria, hermano del emperador y sobrino del rey, con su carácter benigno, templado y conciliador; ni el conde de Fuentes, con su ardor bélico y su vigor y severidad militar; ni el archiduque y cardenal Alberto, con su valor y su actividad de guerrero, y con su talento y su prudencia de hombre de Estado, lograron ni ganar por la blandura ni domar por la fuerza aquellas provincias independientes y altivas, aunque empobrecidas y cansadas, pero perseverantes y tenaces en la defensa de su libertad de conciencia y de sus fueros políticos. Bien que también unos y otros gobernadores, desde Alejandro Farnesio, teniendo que atender alternativamente a Francia y a los Países Bajos, perdían por una parte lo que ganaban por otra, y mientras ellos combatían en Francia a Enrique IV, prosperaba en Flandes el príncipe Mauricio.
Al fin, conociendo el rey don Felipe, aunque tarde, que la guerra de los Países Bajos, sobre ser ruinosa, se hacía perdurable; penetrado de que los flamencos jamás serían ya españoles, y convencido de que era una tenacidad insistir en reducirlos y subyugarlos por las armas, tomó poco antes de morir la resolución de trasmitir en feudo la soberanía de Flandes a su hija Isabel Clara, ya que reina de Francia no pudo hacerla, en unión con su yerno y sobrino el archiduque Alberto. Pero hizo la abdicación con tales condiciones que hacían probable en muchos casos la reversión de aquellos dominios a la corona de España, y de todos modos el monarca español quedaba de hecho ejerciendo desde España la soberanía de influjo en aquellos países. Así fue que cuando el acta de cesión se presentó a las provincias para que le prestasen su asentimiento y conformidad, solo la aprobaron y reconocieron las que estaban ya sometidas y obedecían a España; las Provincias Unidas se negaron a admitirla, resueltas a mantener su independencia y su libertad contra cualquiera que estuviese puesto por el monarca español o representara la dominación española.
De modo que Felipe II, después de una guerra de más de treinta años, provocada con su intolerancia religiosa y política; guerra en que se derramaron ríos de oro y arroyos de sangre; guerra que aniquiló las bellas provincias flamencas y empobreció a España, dejó en herencia a sus sucesores el costoso protectorado de algunas de aquellas mal sujetas provincias, pujante la rebelión en otras, y todas en inminente peligro de emanciparse pronto, como veremos que sucedió, del señorío de España.
{1} También este ilustre príncipe fue delatado a la Inquisición de España como sospechoso de luteranismo y fautor de herejes, y en la delación se le suponían tratos íntimos con los protestantes con la idea de usurpar la soberanía de aquellos Estados. Bastaba que no fuera un perseguidor frenético y sanguinario para que no faltara quien le denunciase al Santo Oficio por sospechoso. Pero no pudo presentarse prueba alguna contra él, y el inquisidor cardenal Quiroga mandó suspender los procedimientos.– Otras calumnias se inventaron también contra el de Parma, pero de todas ellas salió tan triunfante como era inocente.