Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ España en el siglo XVI
XXIII
Portugal.– La vacante de aquel trono.– Los pretendientes.– Los derechos de Felipe II.– Política del rey de Castilla en este negocio.– Espíritu del pueblo portugués.– El Prior de Crato.– Guerra y conquista de Portugal.– Anexión de este reino a la corona de Castilla.– Felipe II primer rey de toda España.– Si habría sido más conveniente que la anexión se hubiera hecho por otro medio.– Política que habría convenido para su conservación.
Bien puede decirse que la única guerra de este reinado que no fuese provocada o movida por la intolerancia religiosa del rey, fue la de Portugal, así como el reino de Portugal fue la única adquisición importante que hizo Felipe II en Europa en todo su reinado.
Una temeridad imprudente, hija de los pocos años y del fogoso carácter del rey don Sebastián, temeridad de que no hubo esfuerzo humano que alcanzara a hacerle desistir, arrastró a este joven monarca portugués a una muerte, gloriosa como soldado, censurable como rey, en los campos de Alcazarquivir peleando con admirable arrojo contra los moros africanos. La muerte del valeroso y malogrado don Sebastián en África, la catástrofe de Alcazarquivir, en que pereció un ejército entero con la flor de los hidalgos portugueses, difundió la consternación y el llanto, y cubrió de luto aquel reino, que quedaba sin soldados, sin capitanes, sin su más ilustre nobleza, y cuyo cetro pasaba a las manos del anciano y achacoso cardenal don Enrique, poco apto para el gobierno, inhábil por su estado, e impotente por sus años y sus achaques para dar sucesión al reino. (1578).
Natural era que al ver amenazada de una próxima orfandad la monarquía lusitana, sin sucesor directo de aquellos esclarecidos soberanos que habían dado tan maravilloso engrandecimiento a la pequeña herencia que les dejó Alfonso Enríquez, se aprestaran y apercibieran todos los que se creían con derecho a aquella corona para hacer valer sus títulos, el día, que todos suponían inmediato, en que aquella vacara. La herencia era envidiable, porque Portugal con sus inmensas posesiones de África y de América se había hecho una de las mayores, más ricas y más florecientes potencias de Europa. Los derechos del rey don Felipe de Castilla, como descendiente directo, aunque por línea femenina, de don Manuel de Portugal, aparecían desde luego de los más legítimos. No era Felipe II hombre que adoleciera de inactivo, indolente o flojo, cuando se trataba de acrecer sus dominios, y desde luego acreditó que no pensaba dejar pasar la ocasión que se presentaba de reincorporar a la corona de Castilla aquella interesante porción de la península ibérica, en mal hora en otro tiempo desmembrada de la monarquía castellana.
La extravagante idea inspirada por los enemigos de la sucesión española al anciano, enfermo y purpurado monarca portugués, y acogida por Enrique con entusiasmo pueril, de contraer matrimonio estando canónica y físicamente imposibilitado para ello, fue un recurso que parecía no poder tomarse por lo serio; y sin embargo se pidió formalmente la dispensa, y el pontífice la hubiera otorgado por contrariar al rey de España si no lo hubiera diestramente impedido el embajador español.
Aunque eran muchos los aspirantes a la vacante futura del trono, y todos negociaban e intrigaban dentro y fuera de Portugal; a pesar de las antipatías del pueblo portugués al monarca castellano; no obstante la preferencia que la duquesa de Braganza merecía a don Enrique, y con tanto como trabajaba para sí el turbulento y bullicioso don Antonio, prior de Crato, el más inmediato vástago de la dinastía reinante, y sin duda el que hubiera tenido mejor derecho a la corona si no le estorbara su calidad de bastardo, manejose Felipe II en este negocio con más destreza, con más energía y con más tino que en otro alguno. Verdad es que le allanaron mucho el camino, haciendo variar en gran parte el espíritu del pueblo portugués, las mañosas gestiones del hábil diplomático don Cristóbal de Mora, en términos que cuando don Enrique quiso robustecer los derechos de la de Braganza con dictámenes de los jurisconsultos, hallose con que los mismos letrados portugueses de más reputación y fama habían escrito ya en favor del rey de Castilla, y que los hidalgos y nobles de más cuenta estaban ya también ganados por el de Mora. Con esto y con las enérgicas manifestaciones y misivas de Felipe a la cámara de Lisboa, y con las vigorosas protestas que en su nombre hizo el duque de Osuna, al propio tiempo que se apercibía en Castilla la gente de guerra para el caso de tener que apelar a las armas, es lo cierto que el mismo don Enrique, después de los muchos giros que se intentó dar a la cuestión, todo al fin de estorbar la reunión de Portugal y Castilla, hubo de declarar en las cortes de Almeirín que el rey Católico era el que tenía el más legítimo y preferente derecho a sucederle en el trono de Portugal.
Del brazo de la nobleza y del alto clero muchos se adhieren a la declaración del rey hecha por boca del obispo de Leiria. No así el brazo o estamento popular, que proclama quiere monarca portugués, y no extranjero, como era para ellos entonces el rey de Castilla, y se da a registrar las escrituras de los archivos para ver de probar que la corona debe ser electiva como lo fue, decía, en los antiguos tiempos. ¡Inútil investigación! Los documentos históricos no podían certificar lo que nunca había existido.
En tal estado muere el rey arzobispo dejando indecisa la cuestión. Crúzanse embajadas y respuestas entre los gobernadores del reino y el rey don Felipe. Aquellos le ruegan suspenda hacer uso de las armas hasta que se falle en justicia sobre su derecho; éste responde que ni los reconoce por jueces, ni su derecho, por patente y claro, necesita de nuevas aclaraciones ni sentencias, y los hace responsables de la sangre que se haya de derramar si le obligan a apelar a la fuerza. Y prepara sus huestes, y saca al duque de Alba del destierro en que por un desacato de su hijo le tenía, y le nombra general en jefe del ejército que ha de invadir a Portugal. Pero antes procura captarse las voluntades de los portugueses, y por medio del duque de Osuna les ofrece y jura solemnemente que les guardará todos sus fueros, privilegios y franquicias, y les promete muchas otras mercedes y gracias. Sin perjuicio de lo cual junta su ejército en Badajoz, donde va él mismo en persona; ordena a todos los señores de Galicia, Castilla y Andalucía que guarden sus fronteras, y manda al ilustre marino don Álvaro de Bazán que con la armada que tiene en el Puerto de Santa María se de a la vela para obrar por la costa del Océano en combinación con el ejército de Extremadura. ¿Cómo había de resistir el Portugal, sin rey, sin ejército, dividido en parcialidades y bandos, a las fuerzas reunidas del poderoso rey de Castilla, que contaba además con partidarios de gran valía dentro del mismo reino?
Y sin embargo el revoltoso prior de Crato, ese pretendiente audaz, que por haberse valido del perjurio para probar una legitimidad que no tenía, había sido desterrado por don Enrique y privado de todos sus honores como traidor a la patria; el prior de Crato, que se había acogido al amparo del rey de España y procurado entretenerle y engañarle con fingidas sumisiones; el prior de Crato, que por ser portugués y arrojado gozaba de gran popularidad entre la menuda plebe; que con los frailes y el clero inferior, ayudado de estos eclesiásticos furibundos, que así gritaban en los púlpitos a la muchedumbre como la concitaban en las plazas, fue el que tuvo el atrevimiento de querer resistir al monarca español, haciéndose proclamar él mismo rey de Portugal por la plebe en Santarén, y consagrar con toda ceremonia por el obispo de la Guardia. Entra luego en Lisboa, levanta gente, intenta prender a los gobernadores en Setúbal y se prepara a hacer frente al rey de Castilla.
Pero entretanto el duque de Alba ha penetrado en Portugal con el ejército español. Ábrenle sus puertas Yelbes, Olivenza y Estremoz; la guarnición de Setúbal huye cobardemente, y la bandera española ondea en el castillo que se tenía por inexpugnable. Con el vigor y la actividad de un joven acomete y rinde el duque de Alba la ciudad y castillo de Cascaes, y con su ferocidad acostumbrada manda cortar la cabeza al gobernador. La armada del marqués de Santa Cruz combate y se apodera de la escuadra portuguesa en las aguas del Tajo; y el temerario prior de Crato que tiene el atrevimiento de esperar al duque de Alba en el puente de Alcántara, huye derrotado y despavorido a Lisboa con la mitad de su gente allegadiza, que la otra mitad ha perecido al filo de las espadas de Castilla. Refúgiase después el desatentado prior en Oporto; pero aventado por el valeroso Sancho Dávila que el de Alba ha destacado en su busca, anda por espacio de medio año prófugo, disfrazado y errante de aldea en aldea y de monasterio en monasterio, hasta que logra embarcarse para Francia, donde busca y encuentra su asilo. Entra el duque de Alba sin obstáculo en Lisboa, y hace jurar por rey de Portugal con pomposa ceremonia a don Felipe de Castilla (1580).
Cuando las armas del anciano duque de Alba le han sujetado todo el reino, hace su entrada en él el rey don Felipe. Ríndenle homenaje el duque y la duquesa de Braganza sus antiguos competidores, y en las cortes de Tomar congregadas en la iglesia del monasterio de Cristo se reconoce y jura al rey don Felipe II de Castilla por rey de Portugal; el jura a su vez con la mano puesta sobre los Evangelios guardar y hacer guardar a sus nuevos súbditos todos sus fueros, usos, costumbres y libertades, y desplegado el pendón por el alférez mayor, un rey de armas hace resonar las bóvedas del templo con la proclamación: Real, Real por don Felipe rey de Portugal (1581). La recepción del nuevo soberano en Lisboa fue solemnizada con regocijos y fiestas públicas que duraron muchos días, y hasta el pontífice, que había sido uno de sus mayores adversarios en la cuestión de sucesión, le dio el parabién cuando le vio instalado en el trono lusitano.
Las diferentes tentativas que hizo todavía el contumaz don Antonio, prior de Crato, con auxilios y armadas de Francia y de Inglaterra, ya sobre la isla Tercera, ya sobre el mismo Portugal, para recobrar una corona que momentáneamente había ceñido, y que la legitimidad, el derecho y la fuerza habían arrojado de su cabeza, no sirvieron sino para dar nuevos triunfos a las armas de Castilla, y para desengañar muy a costa suya a los auxiliares del pretendiente bastardo de que su protegido no era sino un ambicioso audaz a quien sus mismos compatriotas rechazaban, no contando entre ellos más parciales que algunos pocos de la ínfima plebe. Abandonado de la Inglaterra y desamparado de la Francia, a quienes algún tiempo había logrado engañar, retirado en París y viviendo de una miserable pensión que debió a la caridad de Enrique IV, allá acabó sus días el turbulento portugués (1595), teniendo por único consuelo en su desventura el seguir llamándose rey de Portugal.
Con la anexión de la monarquía portuguesa a la corona de Castilla viniéronle también sus ricas y vastas colonias de América, de África y de Indias, agregación que ensanchaba inmensamente los dominios españoles, pero que los debilitaba en vez de robustecerlos. Porque alteradas algunas de aquellas colonias por los mismos indígenas, asaltadas otras por los holandeses e ingleses, revueltos todavía los Países Bajos, en guerra España con Francia y con Inglaterra, y teniendo que guarnecer las posesiones de África y de Italia, cuanto más se dilataban los dominios, más eran los puntos vulnerables y flacos que quedaban a una nación empobrecida con tantas guerras, y mayor la imposibilidad de atender a todas las partes del mundo.
Para nosotros lo importante de la conquista de Portugal fue haberse completado con ella la grande y laboriosa obra de la unidad de la península ibérica, tantos siglos ansiada, e intentada por tantos y tan heroicos sacrificios. Desde Rodrigo el Godo nadie hasta Felipe II había podido llamarse con verdad rey de toda España. De la hija de un rey de Castilla había venido en el siglo XII la emancipación de Portugal y su erección en reino independiente. De la hija de un rey de Portugal vino en el siglo XVI a un rey de Castilla el derecho de reincorporar a su corona lo que en otro tiempo había sido parte integrante de ella. La fuerza en esta ocasión no fue sino un auxiliar del derecho; y el derecho no hizo sino confirmar la ley geográfica que el dedo de Dios parece haber trazado desde el principio del mundo a la gran familia ibérica.
Hubiéramos no obstante preferido que esta reincorporación de los dos pueblos destinados por su común origen a ser hermanos, o por mejor decir, a ser uno mismo, hubiera podido hacerse por medio de enlaces dinásticos, como lo intentaron con su gran sabiduría y su admirable previsión, aunque con lamentable desgracia, los Reyes Católicos. Así se habría hecho con acuerdo y beneplácito de ambos pueblos, que es la garantía de la estabilidad de estas anexiones. Así no habrían quedado los resentimientos, las rivalidades y los odios que se mantienen siempre vivos cuando hay vencidos y vencedores. Así no se hubiera herido y mortificado el orgullo nacional de un pueblo que se había acostumbrado a ser independiente. Sin embargo, la política habría podido suplir en gran parte esta falta de armonía entre pueblos que se conquistan y pueblos que sucumben. Pero Felipe II y sus sucesores no tuvieron ni la prudencia, ni el tacto, ni acaso el propósito de captarse las voluntades de los portugueses, de identificarlos con la nación antigua, de hacerlos castellanos y españoles, de dulcificar la pérdida de su independencia con el buen tratamiento y consideración a que eran sin duda muy acreedores los naturales de aquel reino, de hacerles gozar las ventajas y beneficios de un gobierno benéfico, paternal y justo. Oprimiéndolos y vejándolos en vez de halagarlos para atraerlos, aquellos hombres independientes y altivos no pensaron sino en sacudir el yugo de España, y la anexión de Portugal y Castilla que hubiera podido ser duradera y estable, no se pudo mantener sino por dos reinados incompletos.