Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro III ❦ Reinado de Felipe III
Capítulo I
Privanza del Duque de Lerma
Gobierno interior
De 1598 a 1606
Educación y carácter de Felipe III.– Lo que de él pronosticó su padre.– Entrégase al marqués de Denia, y le trasmite toda su autoridad.– Cualidades personales del valido: su ineptitud para el gobierno.– Sus primeros actos.– Profusión de empleos de la casa real.– Matrimonio de Felipe III con Margarita de Austria.– Suntuosas bodas en Valencia: fiestas: gastos enormes.– Desaires e injusticias del nuevo rey con los antiguos servidores de su padre.– Prodigalidad del rey: miseria pública en el reino.– El rey en Barcelona: cortes: subsidio.– Felipe III en Zaragoza.– Su clemencia con los procesados por la causa de Antonio Pérez.– Perdón general a los perseguidos por los disturbios de 1591.– Júbilo de los aragoneses.– Regreso del rey a Madrid: festejos.– Da al de Denia el título de duque de Lerma.– Cólmale de mercedes.– Cortes: servicio de diez y ocho millones.– Visita el rey personalmente las ciudades para obtenerlos.– Pobreza, hambre y desnudez en Castilla.– Trasládase la corte a Valladolid.– Trastornos y perjuicios.– Arbitrios del de Lerma para remediar la necesidad pública.– Manda inventariar toda la plata labrada del reino: ineficacia de esta medida.– Donativos voluntarios: pídese de puerta en puerta para el rey.– El duque de Lerma divierte a los reyes con espectáculos y festines.– Tráfico inmoral de empleos.– Flotas de Indias.– Doblase el valor de la moneda de vellón.– Daños y calamidades que produce esta medida.– Donativo de los judíos de Portugal y su objeto.– Otro fingido rey don Sebastián.– El Calabrés y sus cómplices.– Son ahorcados y descuartizados.– Frailes ajusticiados por la misma causa.– Cortes en Valencia: servicio.– Manejo infausto de la hacienda.– Indolencia del rey.– Vuelve la corte a Madrid.– Nuevos trastornos y quejas.
A pesar del esmero con que Felipe II había procurado dar a su hijo y futuro sucesor en el trono una educación correspondiente a la alta dignidad a que estaba llamado; no obstante los esfuerzos que hizo para inspirar desde sus más tiernos años vigor y actividad a su alma; por más que le nombró, tan pronto como llegó a su pubertad, presidente de un consejo de Estado, en que dos días a la semana se trataban los negocios más importantes de gobierno y administración, con la obligación de informarle de todo lo que se acordara y decidiera, con las razones en que se fundara, para que fuera así entendiendo en los negocios públicos; nunca Felipe II logró corregir el carácter indolente de su hijo, ni nunca tuvo muy favorable idea de su capacidad y aptitud, ni desconocía su poco apego y su mucha flojedad para manejar las riendas del gobierno. «Ay, don Cristóbal» (le dijo pocos días antes de morir al marqués de Castel-Rodrigo en ocasión que le hablaba de su hijo), ¡que me temo que le han de gobernar!– Dios que me ha concedido tantos estados, decía en otra ocasión, me niega un hijo capaz de gobernarlos.{1}»
Felipe II había conocido bien a su hijo, y sus pronósticos respecto de él comenzaron a cumplirse bien pronto. El preceptor del príncipe, el ilustrado don García de Loaysa, había logrado imprimir en el corazón del regio alumno y aun arraigar en él cierto amor a la virtud y a la piedad, que le hicieron merecer el título de Piadoso, pero no las cualidades de un buen rey. Más afable, sí, más franco, más apacible y más clemente que su padre, estas virtudes hubieran hecho esperar un buen reinado, si hubieran estado acompañadas del talento, de la capacidad, de la inteligencia, de la firmeza de carácter y de otras dotes necesarias en el que ha de regir un grande imperio, y mucho más necesarias en el que heredaba la más extensa monarquía que entonces se conocía en el mundo.
Joven de escasos veintiún años el tercer Felipe cuando fue reconocido y aclamado, calientes aun las cenizas de su padre, rey de España y de todos sus inmensos dominios (13 de setiembre, 1598), muy pronto mostró que ni era el más fiel cumplidor de los sanos consejos de gobierno que su padre le había dado a la hora de morir, ni eran sus débiles y juveniles hombros los que habían de sostener dignamente la pesada mole de esta inmensa monarquía. «Me temo que le han de gobernar», había dicho en sus últimos momentos Felipe II, y casi aún no se había apagado su fatídica voz cuando ya Felipe III se había entregado completamente en manos del marqués de Denia don Francisco de Sandoval y Rojas, encomendándole la dirección de todos los negocios y la administración del reino. Jamás se había visto un favorito subir tan repentinamente a la cumbre del poder. De la laboriosidad infatigable de Felipe II a la inercia y flojedad de Felipe III; de un monarca que atendía prolija y minuciosamente a todo y lo despachaba todo por sí mismo, y trabajaba él solo más que todos sus consejeros y secretarios, a un rey que por desembarazarse de las molestias del gobierno comenzaba traspasando a otro su autoridad; de uno a otro reinado parecía haber intermediado un siglo; y sin embargo esta transición se había obrado en un solo día. Escribió a todos los consejos y tribunales que obedecieran todo lo que en su nombre les ordenara. El nuevo rey parecía haberse propuesto renunciar en el de Denia todos los atributos de la majestad.
Jamás, decimos, se vio un favorito tan repentinamente encumbrado a tanta altura. Y si es cierto que además del poder y autoridad que en el de Denia acumuló Felipe III, si es verdad lo que afirma uno de sus más autorizados cronistas{2}, que le facultó también «para poder recibir los presentes que le hiciesen,» en tal caso a la degradación de la majestad se añadió el escándalo de la corrupción autorizada de real orden, cosa inaudita en los anales de las monarquías; y por lo mismo queremos consolarnos con la sospecha de que no se explicara convenientemente en lo que tan explícitamente dice el cronista castellano. Comenzó el de Denia nombrando virrey de Portugal a don Cristóbal de Mora, marqués de Castel-Rodrigo, para alejar de sí al ministro que por su talento y fidelidad había merecido la mayor confianza de Felipe II, y que este monarca había dejado muy recomendado a su hijo. Hizo después una promoción de consejeros de Estado, eligiéndolos entre sus amigos, deudos y parciales{3}. Las quejas y murmuraciones de los grandes y de los pueblos al ver un hombre ensalzado a tan desmedida altura y revestido de tan ilimitada autoridad no eran sino muy naturales y fundadas, y no sin razón auguraban siniestramente de tal reinado. Y eso que al fin, por lo que hace al exterior, había tenido Felipe II la previsión de dejar establecida la paz con Francia, y trasmitida la soberanía feudal de Flandes a su hija Isabel y al archiduque Alberto.
Por más que algunos apasionados historiadores de aquel tiempo ensalcen las dotes y prendas que dicen adornaban al marqués de Denia, sus actos demostraron lo que era en realidad el privado de Felipe III. Afable, dulce y cortés en su trato, notado más de dadivoso que de mezquino, no carecía de maña para seducir, y tuvo la suficiente hipocresía para granjearse la estimación del estado eclesiástico mostrándose aficionado a crear y dotar conventos, iglesias, ermitas y hospitales. Pero estaba muy lejos de poseer ni el talento, ni la instrucción, ni la firmeza y energía, ni menos el desinterés y la abnegación, ni el juicio y la inteligencia y otras cualidades que necesitaba el que como él había echado sobre sus hombros la pesada carga de todo el gobierno, y más en las circunstancias críticas y azarosas en que se hallaba la monarquía, grande, pero empobrecida y empeñada, extensa, pero herida en todas sus partes, dilatada, pero amenazada de ruina. En vez de establecer en el palacio y en la corte las economías que reclamaba el estado miserable de la hacienda real, en vez de suprimir oficios y cargos inútiles creados en tiempo de mayor prosperidad, los acrecentó aumentando sueldos y plazas supernumerarias con color de premiar méritos, haciendo subir los gastos de la real casa en grandes sumas, como si el reino estuviera en la mayor opulencia. Bien venía esto con lo que el rey decía a los procuradores de las ciudades de Castilla y de León (27 de setiembre, 1598). «Por las cartas que el rey mi señor (que haya gloria) escribió sobre el servicio de quinientos cuentos que acordó de hacerle el reino para desde principio del año de 1597, tenéis entendido el estrecho estado que tenía su Real hacienda, la cual está ahora del todo acabada...... &c.»
Dos enlaces había dejado concertados Felipe II a su muerte, el de su hijo Felipe con la princesa Margarita de Austria, y el de su hija Isabel Clara Eugenia con el archiduque Alberto. Ambos habían de verificarse en un mismo día. Partió al efecto Margarita de Alemania (30 de setiembre, 1598), y Alberto salió de Bruselas a incorporársele para acompañarla en su viaje a la península española. Los desposorios se celebraron en Ferrara por mano del pontífice con suntuosa solemnidad (13 de noviembre); y allí, y en Cremona, y en Pavía, y en otras ciudades de Italia fueron ambos príncipes objeto de largos y magníficos festejos. No eran en verdad menores los que los esperaban en España. Valencia era el pueblo designado para la celebración de las bodas. El rey no salió de Madrid hasta obtener de las cortes de Castilla que se hallaban congregadas un servicio extraordinario de 150 cuentos, además del ordinario, con otros 150 para chapines de la reina: suma exorbitante para un reino cuya hacienda estaba tan acabada y consumida, como el mismo rey había dicho, pero necesaria toda para los gastos de las bodas y el ostentoso lujo que en ellas se había de desplegar.
Logrado el subsidio, salió el rey de Madrid (21 de enero, 1599) con la infanta su hermana, y con gran cortejo de grandes, nobles y caballeros, muchos de ellos de nueva creación, pues acababa de hacer treinta nuevos gentiles hombres, y en tres meses había dado más hábitos de las tres órdenes que los que había dado su padre en diez años. El marqués de Denia vio lisonjeada su vanidad con llevar al rey a la ciudad que daba título a sus estados, hospedarle y agasajarle en su misma casa, y que vieran todos sus compatriotas esta prueba pública de su gran valimiento y privanza. Después de haber permanecido algunos días en Denia pasó el rey a Valencia (19 de febrero, 1599), donde se sucedían las fiestas, las cacerías, las mascaradas, los banquetes y los saraos, en que se gastaban sumas enormes. Los que hacían más dispendios para obsequiar al rey, aquellos recibían de él más mercedes. El conde de Miranda que llevaba gastados más de ochenta mil ducados obtuvo la presidencia del consejo de Castilla. El rey tuvo la miserable debilidad de escribir a Rodrigo Vázquez de Arce, antiguo presidente el siguiente papel: «El conde de Miranda me ha servido muy bien en esta jornada y en otras muchas ocasiones, de que estoy muy satisfecho: he puesto los ojos en él para darle el oficio que vos tenéis: mirad qué color queréis se dé a vuestra salida, que ese mismo se dará.» Rodrigo Vázquez le respondió con entereza: «Señor; muy bien es que V. M. premie los servicios de los Grandes de Castilla, para que con esto los demás se animen a servirle: el color que mi salida ha de tener es haber dicho verdad, y servir a V. M. como tengo obligación.» Digna respuesta, que hubiera abochornado a otro monarca de más dignidad que Felipe III. El severo castellano salió al poco tiempo desterrado de la corte con disgusto y sentimiento general, y se retiró a su villa del Carpio, donde murió a los pocos meses{4}.
También falleció por este tiempo, víctima, según se creía generalmente, de los inmerecidos desaires del rey, su antiguo maestro el docto y ejemplar varón don García de Loaysa, arzobispo de Toledo. El rey aprovechó aquella buena ocasión para agraciar con la primera mitra de España a don Bernardo de Sandoval y Rojas, tío del marqués de Denia su valido. Porque al paso que Felipe III se apresuraba a reducir a la nulidad y a mortificar con desdenes y desaires a los hombres de más mérito y saber y a los más antiguos y leales servidores de su padre, parecíale todo poco para engrandecer al de Denia y su familia. Habíale hecho ya su sumiller de Corps y caballerizo mayor, y durante aquel viaje le dio el señorío de algunas villas, una escribanía que vendió en Sevilla en ciento setenta y tres mil ducados, la encomienda mayor de Castilla con diez y seis mil ducados de renta, la de Calatrava a su hijo con la renta de diez mil, y entre otros regalos con que obsequió al marqués fue uno el de cincuenta mil ducados en albricias de la nueva que le dio de haber arribado a Sevilla la flota de Luis Fajardo con el dinero de Nueva España: y al concluir aquel viaje le nombró duque de Lerma, título con que se le conoce en la historia. Y mientras indicaba al hábil diplomático y benemérito consejero don Cristóbal de Mora, a quien se debía el reino de Portugal, que sería de su real agrado se retirara de la corte, escribía al asistente y ciudad de Sevilla que festejaran a la marquesa de Denia a su paso por aquella ciudad, dándole cuenta de lo que hiciesen, lo cual les sería muy agradecido, por la grande y particular estimación que la marquesa le merecía. ¡A tal punto se iba rebajando la majestad de Felipe III!{5}
El mismo marqués de Denia fue el encargado por el rey de cumplimentar a la reina, que había desembarcado en Vinaroz (28 de marzo, 1599), lo cual ejecutó acompañado de treinta y seis caballeros, vestidos de encarnado y blanco, que eran los colores de Margarita de Austria. El 18 de abril hizo la reina su entrada pública y solemne en Valencia, y aquel día se ratificaron los dos matrimonios, el del rey don Felipe con Margarita de Austria, y el de la infanta Isabel con el archiduque Alberto. Leyendo aisladamente la relación de las costosísimas fiestas con que se solemnizaron estas bodas, la descripción de los magníficos arcos de triunfo, de las comidas, danzas, saraos, toros, fuegos, fiestas, torneos y cañas; de las riquísimas galas y aderezos, del lujo en carrozas y en libreas, en perlas y piedras preciosas, en telas y en brocados, que reyes y príncipes, damas y caballeros desplegaron en aquellos días; quien leyere que solo el marqués de Denia gastó más de trescientos mil ducados, sin contar las joyas que regaló a la comitiva de la reina y del archiduque; que subió el gasto del rey en aquella jornada a novecientos cincuenta mil ducados, y el de los grandes y señores de Castilla a más de tres millones, creería que la España se encontraba en un estado brillante de opulencia y de prosperidad.
Pero al tiempo que tales prodigalidades se hacían, el rey se quejaba a las cortes de no poder sustentar su persona y dignidad real, porque no había heredado sino el nombre y las cargas de rey, vendidas la mayor parte de las rentas fijas del real patrimonio, y empeñadas por muchos años las que habían quedado: celebraban frecuentes reuniones los consejeros para discurrir arbitrios que proponer a los procuradores para socorrer al rey; se intentaba ganarlos para que otorgaran el servicio llamado de la molienda, y en vista de las dificultades que ofrecía se trataba de establecer una sisa general en los mantenimientos. En Valencia se gastaba con profusión escandalosa; en el resto del reino enseñaba su pálido rostro la miseria pública, y en Sevilla se recibía una limosna del Nuevo Mundo, que pronto había de disiparse y desaparecer como en manos del hijo pródigo.
A invitación de los catalanes pasaron los reyes de Valencia a Barcelona, (junio, 1599) para celebrar cortes y prestar en ellas el mutuo y acostumbrado juramento. Allí se despidieron el archiduque y la infanta, y recibidos magníficos presentes y más magníficas promesas de ser socorridos con hombres y dinero de España para acabar de sujetar las provincias rebeldes, partieron para los Países Bajos (7 de junio) con más esperanzas que medios y recursos habían de tener para verlas cumplidas. Las Cortes de Cataluña sirvieron al rey con un millón de ducados, con cien mil a la reina, y al marqués de Denia con diez mil, no sabemos con qué título; y acabado el solio y visitado el monasterio de Monserrat, regresaron los reyes por Tarragona a Valencia y Denia (julio), donde se regalaron otra vez en la casa del privado, con razón envanecido de tener por dos veces en tan poco tiempo de huésped al soberano de dos mundos. Allí recibió Felipe embajada de los aragoneses solicitando se dignara pasar a aquel reino a celebrar cortes antes de regresar a Castilla. No les prometió el rey tener cortes, pero sí visitarlos, y así lo cumplió.
En honor de la verdad esta jornada de Felipe III a Aragón se señaló por un rasgo de clemencia y de justicia, que halagó grandemente a los aragoneses, y los predispuso a recibir con tanta magnificencia como regocijo al nuevo soberano. No quiso éste entrar en Zaragoza hasta que se quitaran de la puerta del puente y de la casa de la diputación las cabezas de don Juan de Luna y de don Diego de Heredia, ajusticiados de orden de Felipe II por los disturbios y alteraciones de 1591, y se les diese sepultura honrada y se borraran de los muros las inscripciones infamantes que recordaban sus pasadas culpas. Ya en Madrid se había mandado poner en libertad a la esposa y a los hijos del desgraciado Antonio Pérez, prófugo entonces en extrañas tierras. No contento con estos actos de reparación el nuevo monarca, mandó publicar en Zaragoza un perdón general por las pasadas revueltas, exceptuando solo a Manuel don Lope y a otros dos o tres que a la sazón se hallaban en Francia, autorizando a todos los demás para que volvieran libres y tranquilos a sus hogares, y declaró al difunto conde de Aranda por buen caballero y leal vasallo, restituyendo la posesión de su estado a su hijo. Loco de júbilo con estos actos el pueblo de Zaragoza, recibió a sus reyes (14 de setiembre) con aclamaciones de fervoroso entusiasmo, y los festejó los días que allí permanecieron con todo lo que pudieron inventar de más espléndido y brillante. Juró Felipe mantener y guardar los fueros del reino, bien que lastimosamente ya quebrantados por su padre: y al ver los aragoneses las buenas disposiciones que hacia ellos mostraba su soberano, rogáronle que al menos les quitara y extinguiera el odioso tribunal de la Inquisición: Felipe les respondió que lo miraría para más adelante, y les ofreció que volvería a tener cortes, ya que por entonces no podía detenerse. Sirviéronle ellos con doscientos mil ducados, con diez mil a la reina, al marqués de Denia con seis mil, y con algunos menos a don Pedro Franqueza y a otros secretarios, los cuales vemos por las relaciones que comenzaban de esta manera a tomar dinero de los pueblos, novedad que no podía menos de conducir a la sórdida corrupción que tanto habremos de lamentar después.
Desde Zaragoza emprendieron SS. MM. su regreso a Madrid (22 de setiembre), bien que antes de entrar en la capital pasaron algún tiempo en solaces y recreos por los sitios reales. La capital de la monarquía celebró también la entrada de la nueva reina con públicos y suntuosos festejos (diciembre, 1599), derribando manzanas enteras de casas para ensanchar las calles por donde había de pasar, que para esto no se economizaban dispendios en el nuevo reinado. Felipe continuó prodigando mercedes a toda la familia de su valido. Entonces fue cuando elevó a duque de Lerma al marqués de Denia, dio a su hijo el marquesado de Cea, y a su nieto el condado de Ampudia. Hizo donación del Cigarral a su tío el arzobispo de Toledo. La reina traspasó a la duquesa de Lerma la lujosa carroza que a ella le había regalado a su paso por Italia el duque de Mantua, y a instigación del rey su marido la nombró su camarera mayor, despidiendo a la duquesa de Gandía que había traído consigo, cuya salida de la corte fue tan generalmente sentida y murmurada como la del presidente de Castilla Rodrigo Vázquez y la del ilustre consejero de Portugal don Cristóbal de Mora. Este partió a los pocos meses para aquel reino a desempeñar el virreinato que se le dio como un honroso retiro de la corte, mientras al de Lerma se le confería el adelantamiento de Cazorla, y con los empleos y mercedes que iba acumulando en su persona compraba cada día villas y lugares, con que se hacía una renta escandalosa, en tanto que las cortes, hostigadas por el rey para que socorriesen su necesidad, acordaban otorgarle un servicio de diez y ocho millones en seis años (22 de marzo, 1600), reservando para después la elección de los arbitrios que pudieran causar el menor vejamen posible a los ya harto esquilmados pueblos, bien que faltaba todavía a los procuradores el consentimiento de sus respectivas ciudades, las cuales se temía resistieran el nuevo impuesto{6}.
Con el fin de comprometerlas a que aprobaran el subsidio de los diez y ocho millones, visitó el rey personalmente las ciudades de Segovia, Ávila, Salamanca y Valladolid. Con el propio objeto hizo al duque de Lerma regidor perpetuo de esta última ciudad, con la cláusula de tener el primer voto en el regimiento. Concedió, pues, Valladolid sin contradicción el servicio de millones, como lo habían hecho ya las otras tres ciudades, y a su ejemplo le fueron votando las demás de Castilla y Andalucía, no obstante las flotas de dinero que continuaban viniendo de América. Los pueblos no podían ya soportar tales tributos, pero les faltaba valor para negarlos. En los largos reinados de Carlos y Felipe se habían ido habituando a esta sumisión. Es más; oyeron los reyes en este viaje adulaciones que no hubieran salido en otro tiempo de labios castellanos. Durante su estancia en Salamanca y en su visita a la universidad y los colegios, un doctor, catedrático de prima de medicina, puso por tema en un acto público si habría algún simple o compuesto en la tierra para perpetuar la vida de los reyes; y en un grado de maestro tenido a presencia de SS. MM. tomó el graduando por tesis la proposición de que uno podría ser rey y papa todo junto{7}.
Todo el año de 1600 se anduvo susurrando que el de Lerma proyectaba trasladar la corte de Madrid a Valladolid, so pretexto de que la presencia del soberano remediaría en gran parte la miseria y la despoblación a que habían venido las provincias de Castilla la Vieja, y el subido precio que en medio de tanta pobreza habían tomado los mantenimientos y todos los artículos más necesarios para la vida humana. El mal era cierto, y las Cortes entonces reunidas en Madrid hicieron una lastimosa pintura de la infeliz situación en que se encontraban los pueblos de Castilla. A los más acomodados no les alcanzaba su hacienda para vivir; los labradores comunes se habían convertido en mendigos; el hambre, la desnudez y las enfermedades, consecuencias naturales de la pobreza, daban un aspecto triste a las poblaciones; la necesidad ponía a muchos hombres en el caso de darse al robo, y a muchas mujeres en el de sacrificar su virtud y vender su honestidad. Las causas de estos males las señalaban también los procuradores, a saber; la esterilidad de algunos años, la malicia de los vendedores, y principalmente la insoportable carga de los tributos reales{8}. El remedio más eficaz le indicaban ellos también, la moderación de los tributos. Mas como este remedio no acomodaba ni al rey ni a su valido, discurrió el de Lerma que podía dar a su proyecto de traslación de la corte a Valladolid el colorido de querer remediar de aquella manera las necesidades de Castilla.
Como la mudanza de la capitalidad de un reino es siempre una medida grave y una novedad trascendental y peligrosa, que trastorna y lastima multitud de intereses creados, al solo rumor del proyecto se alarmaron los capitalistas, propietarios, comerciantes e industriales de Madrid. Nadie sin embargo quería acabar de persuadirse de que tal pensamiento se hubiera de llevar a cabo, hasta que el 10 de enero (1601) se publicó en la cámara real, y dio el rey las órdenes oportunas a su mayordomo y aposentador mayor, y ordenó al presidente y consejo real que lo fuesen aprestando todo, y desde el Escorial para donde partió al día siguiente comunicó las respectivas órdenes a todos los demás consejos. A los cinco días salió ya de Madrid la reina con sus damas y toda su servidumbre. Las casas en que habían de aposentarse SS. MM. eran las del conde de Benavente, mientras se habilitaban las del duque de Lerma. ¿Qué importaba al primer ministro que no hubiera en la población edificios en que colocar las grandes dependencias del Estado? Para eso mandaba que la chancillería se fuera a residir a Medina del Campo, y que las famosas ferias que hasta entonces se habían celebrado en aquella villa se hicieran en Burgos. La Inquisición y la Universidad se mudaban también a otra parte. Se dio término de ocho días a los procuradores a cortes para que presentaran sus memoriales o capítulos de peticiones a S. M., con lo cual se retiraron a sus casas{9}. Se aderezaba la de Lerma para hospedar a SS. MM., sin perjuicio del proyecto de levantar un palacio real en el sitio que ya en otro tiempo había ideado el emperador; y entretanto la reina moraba en Tordesillas, con síntomas ya de próxima maternidad, y el rey se entretenía en partidas de caza por Alba de Tormes, Toro, Ampudia y otros lugares a propósito para este recreo.
En lugar de las ventajas que el de Lerma había querido hacer creer resultarían de la traslación, comenzaron a experimentarse en ambas partes incalculables perjuicios: Madrid se arruinaba, sin que prosperara Valladolid: en vez de disminuir se aumentaba la miseria de Castilla con la carestía de los precios, y la pobreza se veía y retrataba en la nueva corte, por ms rigor que se estableció para prohibir la entrada de muchas gentes, y en especial de viudas, aunque tuvieran en ella negocios{10}. ¿Qué discurrió el de Lerma para remediar la necesidad pública? Suponiendo que la causa de todo el mal era la falta de numerario, y que la escasez de metálico era producida por la abundancia de plata labrada que había, creyó dar un golpe de habilidad rentística ideando la medida siguiente. Circulose con mucho misterio un despacho del rey a todas las autoridades eclesiásticas y civiles del reino, ordenándoles que no le abriesen hasta el 26 de abril (1601). Llegado el día que con tanta curiosidad se aguardaba, y abierto el pliego, se halló ser una real cédula en que se mandaba inventariar en el término de diez días toda la plata labrada que hubiese, así en las iglesias, como en otros cualesquiera establecimientos, y en poder de particulares, cualquiera que fuese su estado y calidad, expresando en los inventarios el nombre, peso, forma y demás señas de cada pieza, sin reservar ninguna por pequeña que fuese, cuyos inventarios firmados y jurados habían de enviar los corregidores al presidente del Consejo, con prohibición de comprar, ni vender, ni labrar más plata, sino tenerla toda de manifiesto hasta nueva orden{11}.
Alarmó a todos en general tan extraña medida, y principalmente a los prelados y al clero. En los púlpitos se declamaba fogosamente contra semejante providencia, en especial sobre no reservarse de la pesquisa ni aun los cálices y las custodias, y se vaticinaba de ello la ruina de España. El clamoreo que se levantó fue tal, que se dejó sin ejecución la medida después de haber difundido con ella la alarma y el escándalo. Él dio una especie de satisfacción humilde a las quejas de los prelados de varias diócesis, y a los pocos meses se dio un pregón general alzando el embargo de toda la plata (24 de agosto, 1601), y facultando a cada uno para poder venderla o disponer de ella libremente. Habíase ocultado tanta, que apenas ascendería la inventariada a la suma de tres millones en todo el reino.
Habiendo fallado este recurso, se apeló a los donativos voluntarios, de que dio el primer ejemplo el cardenal arzobispo de Sevilla, sirviendo a S. M. con su plata y treinta mil ducados en dinero. Fueron después correspondiendo igualmente a la invitación otros prelados, así como los grandes, títulos, consejeros, ministros, mayordomos, gentiles hombres y secretarios, unos con dinero, otros con su vajilla. Y como esto no se tuviese por bastante, se nombró algunos consejeros, gentiles-hombres y mayordomos, para que repartidos por parroquias y acompañados del párroco y de un religioso fuesen por las casas recogiendo lo que cada uno quería dar, siendo la cantidad mínima que se recibía cincuenta reales. De esta manera en el cuarto año del reinado de Felipe III se pedía limosna de puerta en puerta para socorrer al soberano de dos mundos, y para quien cruzaban los mares tantos galeones henchidos del oro de las Indias. Y es que cuando estos llegaban, ya estaba librada siempre más cantidad de la que ellos traían. Es lo cierto que con venir periódicamente las flotas de oro, con tantos sacrificios como se exigían a los pueblos, «Su Majestad no tiene de presente (decía en setiembre de 1601 un testigo de vista que acompañaba la corte) con que pagar los gajes de sus criados, ni se les da ración, ni aun para el servicio de su mesa hay con que proveerse sino trayéndolo fiado, lo que nunca se ha visto antes de agora en la casa real, y no se ve medio como en muchos días pueda socorrerse de sus rentas por estar todas empeñadas{12}.» Es decir que el tercer Felipe de la dinastía de Austria, con ser señor de las Indias y de la mitad de Europa, se veía reducido al entrar el siglo XVII a la misma indigencia que el tercer Enrique de la casa de Trastámara a la entrada del siglo XV, cuando tuvo que empeñar su gabán para comer. ¡A tal estado le habían traído la política de sus antecesores y su propia administración!
Lo que producían los donativos se entregaba a su confesor, y a su presencia se tenían las juntas de hacienda, suprimidos los consejos ordinarios; y como si fuese lo mismo dirigir la conciencia que administrar la hacienda, él era el que intervenía en las pagas y en los asientos, que era un singular sistema económico. Pero esta pobreza no impidió que se desplegara el acostumbrado lujo en la ceremonia del bautismo de la infanta doña Ana Mauricia (que había nacido el 22 de setiembre), ni que el rey continuara prodigando cuantiosas mercedes y señalando rentas de muchos miles de ducados a los grandes del reino y a los oficiales de la corte, en particular a los deudos y favorecidos del duque de Lerma, ni que hiciera regalos preciosos de ricas joyas a embajadores y damas; ni quitaba al joven monarca el humor para andar de sierra en sierra y de bosque en bosque en partidas de montería, persiguiendo venados, zorros, conejos, garzas, y toda especie de cetrería; ni por eso dejaba el duque de Lerma de divertir a SS. MM. con costosos y elegantes festines en los salones de su palacio, exornados al efecto con profusión, con gusto y con novedad; sin duda con el buen fin de que olvidaran que en la excursión que acababan de hacer a León (enero, 1602), apenas les pudieron proporcionar el preciso mantenimiento, y el país se había quedado casi desierto, huyendo sus habitantes, por ser tal su pobreza que no tenían que ofrecer ni con qué agasajar a sus soberanos. Bien que ya estaban otra vez reunidos en cortes los procuradores de las ciudades (febrero, 1602), y todo se componía con hacer como hizo el rey su proposición, exponiendo sus muchas necesidades, por haberle dejado su padre consumido el patrimonio, y por los gastos ocasionados con las desgraciadas jornadas a Irlanda y Argel, de que hablaremos adelante, y pidiendo por de pronto el servicio ordinario, y anunciando la demanda del extraordinario para después.
Verdad es que llegaban todavía con cierta regularidad las flotas de oro de la India, que comúnmente solían traer diez y doce millones, con cantidad de perlas, esmeraldas, añil, cochinilla y otros objetos de valor; bien que muchos galeones solían también ser apresados y robados, y por lo menos tenían que combatir frecuentemente con navíos y flotas enteras inglesas y holandesas que cruzaban y plagaban los mares, a caza siempre de las naves españolas destinadas a la conducción y trasporte del oro. Pero de todos modos, por mucho que fuese lo que de allá venía, no alcanzaba para las expediciones con temeridad emprendidas a África y a Inglaterra, y para los continuos socorros que había que estar enviando a Italia y a Flandes. En cuanto a los recursos del reino, baste decir que de los tres millones del servicio anual el año 1602 no fue posible recaudar sino poco más de la mitad, y esto se disipaba en rentas, mercedes y crecimientos que con loca prodigalidad se daban, y en los viajes del rey y de la reina, que apenas se fijaban quince días en un punto, siempre entre fiestas, espectáculos y juegos. Mientras el rey entretenía el tiempo, o viajando, o cazando, o jugando a la pelota o a los naipes alternativamente, el de Lerma continuaba acumulando en su persona y familia todo lo que había de más lucrativo; vendíanse sin rubor los oficios y cargos públicos, señalándose en este inmoral tráfico el secretario don Pedro Franqueza y don Rodrigo Calderón, ambos favorecidos del de Lerma. Así lo denunciaba en un papel que escribió el secretario Iñigo Ibáñez, el cual le costó estar preso con grillos, incomunicado y con guardas. De loco calificaban muchos al autor del papel, más después se fue viendo que el loco había dicho muchas verdades{13}.
Otro de los arbitrios que se discurrieron para remediar la miseria pública y la escasez de metálico fue doblar el precio de toda la moneda de vellón, haciendo que la de dos maravedís valiera cuatro, y la de cuatro ocho, así la que de nuevo se acuñara como la vieja y corriente, marcando esta última con una señal (1603). Este desdichado arbitrio, de que el rey pensaba sacar seis millones, sedujo al pronto a ciertas gentes ignorantes e incautas, pero los hombres entendidos conocieron y anunciaron que iba a ser, como lo fue, la calamidad y la ruina del país. No solo dobló también el precio de todos los artículos y mercancías, sino que los extranjeros, especialmente los que hacían más comercio con España, introdujeron tanta cantidad de moneda de cobre contrahecha, que al cabo de algún tiempo, en lugar de seis millones trescientos veinte mil cuatrocientos y cuarenta ducados que había cuando se liquidó la del reino, se halló que había crecido hasta veintiocho millones. Y como daban mucha de vellón a cambio de poca de plata, fue desapareciendo rápidamente este metal de España. El cambio llegó a ponerse en la corte a veinte, treinta y cuarenta por ciento: y hubo corregidor, como el de León, llamado don Juan del Corral, que viendo que no había quien tomara la bula (para cuyo pago no se admitía la moneda de cobre), por no tener dos reales en plata, suplicó al rey y al consejo de Cruzada mandasen se recibiera en moneda de vellón. Tales eran los arbitrios que discurrían el conde de Lerma y los consejeros de hacienda de Felipe III.
Viendo los judíos conversos y cristianos nuevos de Portugal este afán y esta necesidad del rey y de sus ministros de proporcionar recursos de dinero, atreviéronse a ofrecer al monarca un millón y seiscientos mil ducados, con tal que impetrara en su favor un breve pontificio absolviéndolos de sus pasados delitos contra la fe y habilitándolos para obtener oficios y cargos públicos como los demás ciudadanos. Noticiosos de esta pretensión, vinieron a Castilla tres arzobispos y otros personajes portugueses a representar a S. M. el escándalo y la turbación que en aquel reino produciría la concesión de semejante demanda, y a rogarle no pidiera al pontífice el breve que solicitaban aquellos (1603). El negocio pareció haberse suspendido en virtud de las gestiones de tan respetables personajes, pero al cabo, debieron hacer más fuerza en los ánimos de los consejeros de Felipe los ducados ofrecidos que las consideraciones religiosas, puesto que al año siguiente llegó el breve de absolución de S. S., habiendo de servir al rey los suplicantes con un millón ochocientos mil ducados, bien que quedó otra vez en suspenso, porque ya ellos pedían se les diese un plazo de cinco años para pagarlos. Y como los malos ejemplos encuentran siempre pronto imitadores, ya comenzaban también los moriscos de Valencia y de otras partes a ofrecer dinero por que se los absolviera y habilitara al modo de los judíos de Portugal. Lo cierto es que mientras en Zaragoza, en Sevilla, en Toledo, y en otras ciudades de España la Inquisición mostraba todo su vigor en los autos de fe, expidió orden el inquisidor general para que no se ejecutaran ni publicaran las sentencias respecto a los nuevos convertidos de Portugal (1604), de los cuales había muchos presos en las inquisiciones de Castilla, hasta ver si tenía efecto el breve de la absolución.
A propósito de Portugal, sobre el disgusto con que ya este reino sufría el malhadado gobierno de Felipe III de Castilla, traíale alterado por este tiempo otro fingido rey don Sebastián, al modo del que en Madrigal había puesto antes en cuidado a Felipe II. Era este un calabrés, llamado Marco Tullio Carzón, natural de Taverna, ciudad de la Calabria Ulterior, que habiendo tomado aquel nombre corrió mil aventuras en Nápoles, Venecia y otras ciudades de Italia, siendo preso en unas partes, creído y agasajado como tal rey en otras, alarmando y poniendo en movimiento a los gobernadores y aun a los gobiernos de Italia, de Francia, de Castilla y de Portugal, mediando entre ellos serias contestaciones, ordenándose formales reconocimientos, y haciéndose otras actuaciones a que daban lugar los hechos y los dichos misteriosos del fingido rey. Este nuevo farsante logró comprometer a muchos portugueses, entre ellos algunas personas de cuenta, y especialmente frailes, los más enemigos de la dominación de Castilla, los cuales, lo mismo que en lo del Pastelero de Madrigal, eran los principales autores en la ficción del Calabrés. Preso este embaidor, procesado, y traído a Sanlúcar de Barrameda, fue sentenciado a ser arrastrado, cortada la mano derecha, ahorcado y descuartizado, cuya ejecución sufrió juntamente con otros tres de sus cómplices. Dos de los frailes que habían promovido, o por lo menos sostenido con interés aquella farsa, fueron también ahorcados en el mismo lugar después de degradados. En 1604 aún se proseguían en Portugal y en España las actuaciones contra los cómplices del Calabrés{14}.
En este mismo año había ido el rey a Valencia a celebrar cortes, las cuales le sirvieron con cuatrocientos mil ducados pagaderos en diferentes plazos. Las cortes en este tiempo venían a reducirse a un contrato mutuo entre el monarca y los procuradores, en que éstos votaban el servicio, y el rey distribuía mercedes entre los concesionarios y votantes de más influencia y representación. De ellas seguían participando los ministros y oficiales de la corte. Al duque de Lerma se le dieron en esta ocasión quince mil ducados, además de la pesca de almadraba que producía una suma cuantiosa; al duque del Infantado, al patriarca y vicecanciller, siete mil ducados a cada uno, y cuatro mil al conde de Villalonga. Mas como no podía haber acostamientos y rentas para todos, los no agraciados quedaban enojados y resentidos, mientras el pueblo por su parte, viendo que todo se reducía a imponerle nuevos derechos para dar dinero al rey y medrar sus representantes, mostrábase indignado y dispuesto a alterarse, como sucedió en Valencia, donde una mañana apareció ahorcada la estatua de un rey de armas, pintadas en la cota las del rey, colgando de los pies las de la ciudad, y con un cetro real en la mano, y un letrero nada decente, pero que expresaba bien la indignación del pueblo. Los aragoneses pedían cortes, pero estos lo hacían con intención de reclamar algunos de los fueros de que los había despojado Felipe II cuando tuvo ocupado aquel reino con el ejército de Castilla. Por otro lado los catalanes se negaban a ejecutar algunos de los capítulos acordados en sus últimas cortes, por ser contrarios, decían, a los fueros del Principado. Y sin duda para evitar tales conflictos y choques, y excusar en lo posible el embarazo de tales asambleas, escribió el rey a las ciudades de Castilla que tuviesen a bien enviar sus poderes a los procuradores entonces reunidos para que le pudieran votar los servicios ordinario y extraordinario del trienio próximo futuro, a fin de que no tuvieran necesidad de congregarse otra vez en aquel tiempo. Las ciudades obedecieron dóciles, los procuradores votaron sumisos, y a esta nulidad y a aquel desorden habían venido las cortes de los antiguos reinos de España en los primeros años de Felipe III.
Mucho hubiera podido desahogar el reino de apuros la paz que este año se firmó con Inglaterra, y de cuyos antecedentes, motivos y cláusulas habremos de dar cuenta en otro capítulo, si la administración y gobierno del Estado hubiera caído en manos más hábiles, y menos ávaras para sí, y menos pródigas de lo ajeno que las del duque de Lerma, y en las de su hijo el duque de Cea, que en las enfermedades de su padre era el que presidía los consejos, y si en algo se distinguía de su padre era en ser más abandonado que él y menos apegado a los negocios. Los galeones que llegaron de Indias a fines de este año (1604) trajeron a Sevilla doce millones de pesos en barras de plata y moneda, y además el valor de nueve millones de ducados en añil, grana, cochinilla, seda, perlas y esmeraldas, de los cuales tocaban al rey tres millones y medio. Remesas como esta venían con frecuencia. ¿Pero de que servían? Los que manejaban la hacienda acrecentaban sus mayorazgos en doble de lo que valían antes. Lo que no iba de paso a los Países Bajos se quedaba aquí, no para aliviar las cargas del pueblo, sino para añadir rentas sobre rentas a los grandes y a los consejeros que servían de cerca al rey, o para disiparlo en saraos, en banquetes, en mascaradas, en torneos, en espectáculos y festines de todas clases, que se daban con cualquier pretexto y eran el entretenimiento casi diario de la corte. El indolente y desaplicado monarca asistía a todas estas fiestas, ya en la corte, ya en los pueblos que de continuo andaba visitando, parando apenas quince días en uno mismo, y era el primero que rompía los bailes, y que se presentaba en las fiestas y que figuraba en las máscaras. Cuando iba a cazar a la Ventosilla, que era con mucha frecuencia, pasaba los días en el campo desde antes de amanecer hasta muy entrada la noche. Y en el año de 1605 pasó en Lerma con la reina meses enteros, de tal manera entregado al solaz, que para que nadie le molestara ni le hablaran de negocios mandó que no se permitiera a nadie entrar en la villa sin expresa orden suya, lo cual se ejecutó con tal rigor con todo género de personas sin distinción alguna, que si alguno por casualidad lograba entrar, el alcaide de los bosques le obligaba a salir imponiéndole pena para que no volviese. Era un delito interrumpir en sus solaces al soberano a cuyo cargo estaban tantos imperios.
Desde la traslación de la corte a Valladolid en 1601 no habían cesado las quejas y reclamaciones más o menos directas y activas de Madrid para que se restituyera la capitalidad a esta villa, por los perjuicios inmensos que se habían irrogado y se estaban siguiendo, no solo a la población y sus moradores, sino a todas las comarcas y países contiguos. A principios de 1606, hallándose los reyes de recreo en Ampudia, villa del duque de Lerma, presentáronse allí el corregidor y cuatro regidores de Madrid a suplicar a S. M. tuviera a bien volver la corte a esta villa, para lo cual se ofrecían a servirle con doscientos cincuenta mil ducados pagaderos en diez años, y con la sexta parte de los alquileres de las casas por el mismo tiempo. A más de este servicio ofrecíanse a dar al duque de Lerma las casas que eran del marqués de Poza, valuadas en cien mil ducados, y a pagar a los duques de Cea sus hijos los alquileres de las casas del marqués de Auñón y del licenciado Álvarez de Toledo que se destinarían para su vivienda. Según más adelante se supo, el secretario don Pedro Franqueza recibió también cien mil ducados en dinero para que persuadiera al rey y al de Lerma de la conveniencia y necesidad de trasladar otra vez la corte a Madrid.
Fuesen las verdaderas razones de utilidad, o fuesen los argumentos de esta especie que emplearon los comisionados los que hicieron más fuerza al rey, ello es que quedó resuelta y se mandó publicar la mudanza de la corte a Madrid, y se comunicaron las órdenes oportunas a todos los consejos para que dando punto a los negocios desde el sábado de Ramos se prepararan a partir sucesivamente después de la pascua (1606). Entonces comenzaron los clamores de Valladolid, especialmente de los que habían edificado casas y empeñádose para ello, y de los que viviendo antes en Madrid habían hecho gastos enormes para trasladar allí su residencia trasportando sus industrias y talleres. La población a su vez sufría casi tantos perjuicios como había sufrido Madrid antes, pero se cerró los ojos a todo, y los reyes fueron los primeros a trasladarse (febrero, 1606), llevando consigo la infanta, pero dejando todavía en Valladolid hasta que pasara la estación de los fríos al príncipe don Felipe, de edad entonces de diez meses{15}. Los reyes fueron recibidos en Madrid con el júbilo que era natural, y agasajáronles con danzas, toros, torneos y comedias. Los consejos se iban trasladando poco a poco, según se les iban preparando aposentos, y no podían hacerse tampoco más de prisa por la falta absoluta de dinero, porque habían sufrido avería las galeras que se esperaban con la plata de Tierra Firme, y era tal el estado del reino, que cuando se demoraban un poco las flotas de Indias, faltaba absolutamente el numerario hasta para los gastos más pequeños y las atenciones más indispensables.
Al fin, aunque lentamente y no con poco trabajo, mientras volvían a Valladolid la Chancillería, la Inquisición y la Universidad que habían estado en Medina y en Burgos, se iban restituyendo a Madrid los consejos y demás dependencias superiores del gobierno, y a mediados de 1606 se hallaban las cosas en el mismo estado que a fines de 1600, después de grandes entorpecimientos, dilaciones y trastornos en los negocios públicos, y de incalculables daños y perjuicios a las poblaciones, al comercio y a los particulares. Los únicos que con estas precipitadas e inoportunas mudanzas habían ganado en vez de perder eran el de Lerma y sus allegados y deudos{16}.
{1} Pero no nos es posible convenir con Mr. Mignet cuando a este propósito añade: «El heredero que recibió de sus manos moribundas este alterado depósito, era obra de su sistema y descendiente de una raza que había degenerado en la inacción (Introducción a las negociaciones relativas a la sucesión de España).» Llamar descendiente de una raza que había degenerado en la inacción al nieto de Carlos V e hijo de Felipe II, admiración el uno por su activa e infatigable movilidad, asombro el otro por su incansable laboriosidad en el gabinete, es una inexactitud tan de bulto, que no comprendemos cómo haya podido incurrir en ella un escritor de la ilustración y el talento de Mr. Mignet. La raza comenzó a degenerar en la inacción con Felipe III, pero tachar de inactivos a sus dos inmediatos ascendientes no creíamos podía ocurrir a nadie, y mucho menos al ilustre académico francés.
{2} Gil González Dávila, Vida y hechos del rey don Felipe III, lib. II., cap. 3.
{3} Los principales ministros, viejos y gobernadores que a su muerte había dejado Felipe II eran: en Nápoles don Enrique de Guzmán, conde de Olivares; en Sicilia el duque de Maqueda; en Milán el condestable de Castilla don Juan Fernández de Velasco; en Cerdeña el conde de Elda; en Valencia el conde de Benavente; en Cataluña el duque de Feria; en Aragón don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque; regían el Portugal con título de gobernadores el arzobispo de Lisboa, el conde de Portalegre, el de Santa Cruz, el de Sabugal, el de Vidigueyra y don Miguel de Moura: sus últimos y más íntimos consejeros en Castilla fueron don Cristóbal de Mora, o Moura, marqués de Castel-Rodrigo, y don Juan Idiáquez, comendador mayor de León: presidia el consejo de Castilla Rodrigo Vázquez de Arce.
{4} Sírvenos de guía para lo que decimos en el presente capítulo las obras y documentos siguientes: Vida y hechos del rey don Felipe III por el Mtro. Gil González Dávila: Adiciones a la Historia de Felipe III del marqués Virgilio Malvezzi, publicadas por don Juan Yáñez: Historia manuscrita de Felipe III por don Bernabé de Vivanco, su ayuda de cámara, secretario de la estampilla, y del Consejo de la Suprema Inquisición: Historia de Felipe III, MS. de la real Academia de la Historia, Archivo de Salazar B. 53 y 82: Relaciones de las cosas sucedidas principalmente en la corte desde 1599 a 1614, por Luis Cabrera de Córdoba, MS. del archivo del ministerio de Estado, un tomo folio: Documentos del Archivo de Simancas: Salazar, Advertencias históricas: Ortiz de Zúñiga, Anales de Sevilla, t. IV: Pragmáticas de Felipe III: Cortes de Madrid de 1598: Canga Argüelles, Diccionario de Hacienda: Relación del Viaje de Felipe III al reino de Valencia, impresa en esta ciudad en 1599.
{5} «Don Diego Pimentel, mi asistente de Sevilla. Ya habréis entendido como la marquesa de Denia fue por mar a Sanlúcar a hallarse al parto de la condesa de Niebla su hija: y porque su vuelta a Castilla ha de ser por ahí, me ha parecido avisarlo, y encargaros mucho, como lo hago, tengáis particular cuidado de que entienda esa ciudad de mi parte que de toda la buena acogida y demostración que hiciesen con ella quedaré yo muy servido por la estimación que hago de la persona de la marquesa, y lo bien que su marido me sirve... &c.» Zúñiga, Anales de Sevilla, t. IV, p. 194.
La ciudad correspondió cumplidamente a la recomendación, y agasajó a la marquesa, no solo con fiestas, sino con regalos de joyas y hasta dinero, dando esto último argumentos a los poetas para sátiras y epigramas que debieron abochornar mucho a la esposa del favorito.
{6} Relaciones manuscritas de Luis Cabrera de Córdoba, A. 1599 y 1600.– González Dávila, Vida y Hechos, lib. II.– Malvezzi; Historia de Felipe III, y Adiciones de Yáñez.
{7} Dávila, lib. II, cap. 12.
{8} Cortes de Madrid de 1598 a 1601: petición 24.ª
En esta petición hallamos curiosísimas noticias de los precios a que valían entonces las cosas. «Ahora doce años, decían los procuradores, valía una vara de terciopelo tres ducados, y ahora vale cuarenta y ocho reales: una de paño fino de Segovia tres ducados, y ahora vale cuatro y más: unos zapatos cuatro reales y medio, y ahora siete: un sombrero de fieltro guarnecido doce reales, y ahora veinte y cuatro; el sustento de un estudiante con un criado en Salamanca costaba sesenta ducados, y ahora más de ciento y veinte; el jornal de un albañil cuatro reales y el de un peón dos, y ahora es el doble: las hechuras de los oficiales, el hierro y herraje, maderas y lencerías, y hasta las yerbas y frutos agrestes que se cogen sin sembrarlos para uso de los hombres y animales, todo vale tan caro que a los ricos no solo consumen sus haciendas, pero a muchos obliga a empeñarse, y a los pobres necesita a perecer de hambre, desnudez, &c.»
{9} La más notable de sus peticiones era la relativa a la institución de una milicia general que en el último año del reinado de Felipe II se había mandado crear en todas las ciudades, villas y lugares del reino. Habíanse de alistar en ella todos los varones de 18 a 44 años. A los soldados de esta especie de milicia nacional no se les había de obligar a embarcarse ni a servir fuera del reino, si ellos no querían hacerlo voluntariamente. Concedíanseles varios privilegios, como no poder ser apremiados para tener oficios de concejo, mayordomía ni tutela contra su voluntad; no podérseles echar alojados ni bagajes; ni ser presos por deudas después de alistados en la milicia; poder tener las armas que quisieren de las permitidas por la ley en cualquiera parte y a cualquiera hora, &c. Esta pragmática la había firmado siendo príncipe el que ahora era rey Felipe III, por imposibilidad de su padre en 25 de enero de 1598. Tenemos a la vista la que publicó Juan Ulloa Golfín en los Fueros y Privilegios de Cáceres, fol. 397.
Los procuradores a cortes representaban al rey los inconvenientes de esta milicia, porque con ella, decían, «se inquieta la juventud distrayéndose del trabajo y ocupación de sus oficios, y serían vagabundos y viciosos y resultan otros muchos inconvenientes que han sido causa para que esto no se hubiese hecho muchos años ha.» Y pedían que por lo menos se limitara a los lugares que estén a ocho leguas de la costa del mar. El rey contestó que había mandado mirar esto con mucha atención. La institución de esta milicia fue objeto de continuas protestas de los pueblos por su mucho coste y por los daños que causaba a la moral de la juventud, a la agricultura y a la industria, y en pocas partes se llevó a efecto.
{10} «Mujeres enamoradas y cortesanas (dice Luis Cabrera de Córdoba en sus Relaciones manuscritas) se permite que entren, dando primero cuenta de ello a la junta por excusar otros inconvenientes.»
{11} González Dávila, Vida y hechos de Felipe III, lib. II, capítulo 9.– Cabrera, Relaciones, abril de 1604.
{12} Relaciones manuscritas de Luis Cabrera.– El autor de estas relaciones, de las cuales hay un ejemplar en el archivo del ministerio de Estado, y otra copia ha adquirido muy recientemente la Biblioteca nacional, acompañaba siempre la corte, y se conoce que estaba muy bien informado de todo lo que pasaba, no solo dentro de España sino también fuera de ella. El autor, sea o no el mismo cuyo nombre va al frente del manuscrito (la copia que nosotros tenemos a la vista consta de 1488 páginas en folio), que para nosotros es algo dudoso, no podía menos de ser persona de mucha cuenta, por lo bien enterado que se halla de los asuntos más importantes y reservados del palacio, de la corte y del gobierno. Sus relaciones son como un diario de apuntes de todo lo que iba sucediendo y presenciando. Es un riquísimo arsenal de noticias del reinado que nos ocupa, y nos ha servido mucho para rectificar a otros historiadores. Es lástima que esta obra no se haya dado todavía a la estampa.
{13} Este don Iñigo Ibáñez había sido secretario del duque de Lerma. Antes había publicado otro papel titulado: Del ignorante gobierno pasado con aprobación del que agora hai: el cual circuló y fue leído con avidez dentro y fuera de España y alborotó mucho la corte. Por uno y otro fue preso y procesado, condenado a muerte, desterrado después, y por último indultado a intercesión y por influjo del duque de Lerma.
{14} De entre los muchos documentos que hemos visto en el Archivo de Simancas relativos a este suceso mencionaremos solo los siguientes.– Con fecha 9 de marzo de 1603 escribía el virrey de Portugal don Cristóbal de Mora a S. M. que había preso a un fraile que por orden del chocarrero (así llama al calabrés que se fingía el rey don Sebastián) había ido a aquel reino con cartas particulares, y que le había puesto en un castillo con grillos.– En 20 de marzo decía el mismo don Cristóbal al rey: «Señor, recibí la carta de V. M. de 7 del presente, y tengo por cosa encaminada por Nuestro Señor con V. M. haber concurrido en un mismo tiempo la prisión destos dos embajadores, el que vino a la duquesa de Medinasidonia y el que vino acá, porque según la ignorancia y poca noticia de las cosas con que procede la gente popular deste reino, si se divulgara antes de tener presos los autores, no dejara de hacer daño, y por temer yo esto desde los principios destos negocios escribí a V. M. y le supliqué que mandase tener aquí a este chocarrero, donde fuese visto y justiciado públicamente, con que se arrancará de raíz esté embaimiento, y aun agora estoy del mismo parecer vista la nueva culpa que ha cometido.» Da luego cuenta de lo que ha hecho con varios presos y de la reserva con que mandó al fraile a Sanlúcar a poder del duque de Medinasidonia.
A 29 de abril informa el doctor Mandojana desde Sanlúcar al rey de haber puesto a cuestión de tormento al Calabrés, y de que a la primera vuelta confesó la verdad, y consulta si se ejecutará pronto la sentencia, o esperará a que termine la causa de los dos frailes (Fr. Esteban de San Payo y Fr. Buenaventura de San Antonio) en que entendía el arcediano de Sevilla.
El 1.º de setiembre el doctor Luciano Negrón, arcediano de Sevilla, da cuenta a S. M. de haber pronunciado sentencia contra los frailes, cuya copia envía.– El 2 de setiembre el duque de Medinasidonia participa haber sido degradados los frailes y entregados al brazo secular.– Los cómplices declarados por la confesión de Fr. Esteban de San Payo eran:
Bernardino de Sousa, hidalgo de Aveiro.
Antonio Tavares, canónigo de Lisboa.
Lorenzo Rodríguez Da Costa, canónigo Cuartanario de ídem.
Salvador Moreyna, correo mayor de Aveiro.
Enrique de Sousa, gobernador que fue de Oporto.
Un criado suyo.
Diego Naro, juez ordinario de Aveiro.
Un notario de Coxin.
Sebastián Nieto, barbero, vecino de Lisboa.
Fr. Gerónimo de la Visitacion, del orden de Alcobaza, que estuvo en Roma por agente de su orden seis o siete años.
Don Juan de Castro, que había seguido el partido de don Antonio.
Dos hermanos africanos criados de don Francisco da Costa, embajador de Marruecos, que se hallaron en la batalla de África.
Pantaleón Pessoa, natural de la Guardia.
Sebastián Figuera.
Manuel de Brito, de Almeyda.
Thomé de Brito, de Braga.
Diego Manuel López, mercader que residía en París.
Francisco Antonio, soldado portugués.
N. de Lucero, natural de la isla de la Madera.
Diego Botello, el Buzo, que residía en París.
En 27 de setiembre el doctor Mandojana desde Sanlúcar avisa haberse ejecutado las sentencias contra el Calabrés y tres de sus cómplices, Aníbal Bálsamo, Fabio Craveto y Antón Méndez, todos arrastrados y cortada la mano derecha, ahorcados y descuartizados.– El 21 de octubre da cuenta de haber sido ejecutados los dos frailes.
La siguiente sentencia contra Fr. Buenaventura de San Antonio nos informa suficientemente de muchos de los curiosos antecedentes de este negocio, y por eso no insertamos otras.
«En el negocio y causa criminal que ante nos el doctor Luciano de Negrón, arcediano y canónigo de la santa Iglesia de Sevilla, ha pendido y pende por comisión apostólica entre partes, de la una Sebastián Suárez, promotor fiscal, actor acusante, y de la otra fray Buenaventura de San Antonio, clérigo presbítero y fraile profeso de el orden de San Francisco, natural de la villa de las Alcacebas, en el reino de Portugal, reo acusado, vistos los autos y méritos de este proceso y lo demás que en esta parte ver convenía.
«Hallamos: que el dicho Sebastián Suárez, promotor fiscal susodicho, probó su acusación contra el dicho Fr. Buenaventura de San Antonio, como probar le convenía acerca de los delitos de que fue acusado, dámosla y pronunciámosla por bien probada, de que sabiendo y confesando el dicho Fr. Buenaventura ser el rey nuestro señor el verdadero rey de Portugal y no otro ninguno y es su súbdito y vasallo, ayudó y favoreció por rey de Portugal a un Marco Tullio Carzón, calabrés, natural de la villa de Taverna, que se fingía y decía ser el rey don Sebastián, y habiéndose ido de Portugal aposta y llegando a Venecia, donde tenía noticia estaba el dicho Marco Tullio Carzón, buscó a fray Esteban de San Payo, para saber del dicho fingido rey, y le ofreció su obra y prometió ayudar y favorecer al dicho Marco Tullio como a rey en lo que pudiese, después de lo cual por haberle avisado uno de los cómplices en este delito que era menester ir a Portugal a buscar crédito de dineros para libertar al dicho Marco Tullio Carzón, que estaba preso en Nápoles, vino desde Francia a Lisboa el dicho Fr. Buenaventura a buscar los dichos dineros entre los cómplices y demás conjurados de Portugal, y no llevándolos por no haberse fiado dél, volvió a Francia con intención de pasar a Italia en busca del dicho Marco Tullio, y sabiendo en Mancilla de Fr. Esteban de San Payo que el dicho Marco Tullio había pasado a vista de aquella ciudad en las galeras de Nápoles a España se volvió desde allí en seguimiento, y llegando al reino de Valencia y siendo allí preso, se procedió contra él por el prelado de su orden por acusación que le pusieron de que había dicho y afirmado que así como Dios era hijo de Santa María, era Marco Tullio el señor rey don Sebastián: por ello y por haber andado vagando fuera de su religión, tiempo de dos años, fue condenado a que saliese sin hábito delante de la comunidad del convento de San Francisco de Valencia, y que le fuesen dados cien azotes, cuya sentencia fue en él ejecutada y en destierro perpetuo de Portugal y reclusión en un convento de su orden de Valencia, volvió después a reincidir allí en el mismo delito, diciendo las mismas palabras, porque fue condenado, y quebrantando el dicho destierro, huyéndose del convento de Valencia vino a Lisboa, donde habló con un cómplice de este delito y trató de este negocio diciendo y protestando por escrito firmado de su nombre ser el dicho Marco Tullio el señor rey don Sebastián, y dejando allí su hábito de fraile y tomando el de lego, provisión y dinero que le dio el dicho cómplice, se vino al puerto de Santa María a verse con el dicho Marco Tullio, y le trajo un libro de memoria que le dio el dicho cómplice de Lisboa, en que le decía al dicho Marco Tullio que el dicho Fr. Buenaventura había ido dos veces a Portugal y hecho oficio de fiel nuncio y que escribiese carta para personas de Portugal con señales para que él la diese, que aprovecharían mucho, y en el mismo dicho libro escribió el dicho Fr. Buenaventura, y dio cuenta de sus viajes, y haberle venido a buscar: y que él era la persona que había llevado un crédito para su libertad cuando estuvo en Nápoles, y que muchos caballeros de Portugal eran suyos, pidiéndoles carta para ellos y ofreciendo llevarlas y que él y los amigos, aunque pocos, bastaban para ponerle en posesión de su reino; y viendo allí al dicho Marco Tullio le habló en galera y confesó que conociendo claramente el dicho fray Buenaventura que el dicho Marco Tullio no era el señor rey don Sebastián, por haber conocido y visto muchas veces al dicho señor rey, y conociendo cuán grave delito cometía el dicho Marco Tullio le trató como a rey y dijo que lo era llamándole Majestad, y pidió escribiese cartas a personas principales de Portugal para que le reconociesen por rey, las cuales llevó el dicho Fr. Buenaventura al dicho reino de Portugal para inquietarlo y alborotarlo, y juntamente por el mismo intento llevó un papel de las armas de Portugal para que le reconociesen por rey y una larga relación con acuerdo de Marco Tullio que escribió un calabrés forzado de las galeras de Nápoles, en que refirió muchos cuentos y mentiras que decía habían sucedido al dicho Marco Tullio con personas que le habían conocido por el señor rey don Sebastián, y así mismo llevó una carta de creencia del dicho Marco Tullio con firma del rey don Sebastián, abierta y sobrescrita al mismo Fr. Buenaventura, en que le encargaba y daba comisión haciendo dél confianza para que hablase a muchos prelados, títulos, y señores de Portugal, y de su parte prometiese mercedes para inducirlos a le ayudar a su intento de introducirse en el reino de Portugal y habiendo sido preso el dicho Fr. Buenaventura en Portugal en hábito de seglar, apóstata de su religión, perpetrando actualmente el crimen Lesae Majestatis solicitando con las dichas cartas en nombre de dicho Marco Tullio, declaró y firmó con juramento delante de la justicia de Viana de Alvito tomándole la confesión contra la verdad, y lo que sabia y asentía que el dicho Marco Tullio era el dicho señor rey don Sebastián y que iba en su nombre, en todo lo cual el dicho Fr. Buenaventura de San Antonio, siendo pertinaz e incorregible contra la majestad del rey nuestro señor verdadero y natural de los dichos reinos de Portugal, y contra ellos mismos y su república, y contra la obligación que como sacerdote y religioso tenía cometido graves y atroces delitos, y el dicho Fr. Buenaventura de San Antonio, reo acusado, no probó cosa alguna de que se pueda aprovechar para su descargo, dámoslo y pronunciámoslo por no probado: por lo cual y por lo demás que del dicho proceso resulta a que nos referimos, lo debemos declarar y declaramos perpetrador de los dichos delitos sobre que ha sido acusado y en su consecuencia le debemos condenar y condenamos al dicho Fr. Buenaventura de San Antonio en perpetua deposición sine spe restitutionis, y por la presente le deponemos y privamos perpetuamente de su hábito y oficio, &c., &c., y que así degradado sea entregado al brazo seglar para que procedan la causa como convenga a hallarse por derecho, a quien rogamos y encargamos que se haga benignamente con él y ansi mismo le condenamos en perdimiento de todos sus bienes que en cualquier manera tenga y le pertenezcan y podrían pertenecer aplicados para la cámara de S. M. y gastos de justicia, y costas de este proceso, cuya tasación en nos reservamos y mandamos que esta nuestra sentencia sea llevada a pura y debida ejecución, &c. El doctor Luciano de Negrón.»
Archivo de Simancas: Estado, legajo 193.
{15} Había nacido en Valladolid el 8 de abril de 1605.
{16} Sobre la materia de este capítulo hemos examinado, entre otros, los siguientes documentos del Archivo de Simancas.– Las cartas y despachos del duque de Feria, virrey de Cataluña, para recibir a la reina doña Margarita de Austria (Est. leg. 182).– La correspondencia del duque sobre el viaje y casamiento (leg. 183).– Una nota para que Antonio Navarro, secretario que fue de Rodrigo Vázquez, entregara los papeles de la presidencia de Castilla: de esta relación resulta que por orden del confesor de Felipe II, Fr. Diego de Chaves se quemaron muchos papeles de Autonio Pérez.– Consultas sobre el registro general de mercedes (leg. 186).– Despacho a Francisco de Mora para hacer el aposento del rey en su viaje a Valencia: otros papeles sobre las cortes que iban a tener en Denia, y aviso al reino de Valencia acerca de las mercedes que había hecho el rey al duque de Lerma (leg. 196).– Ordenes particulares del duque de Lerma al conde de Villalonga sobre diversos negocios, y sobre los preparativos para la mudanza de la corte (leg. 201).– Minutas, consultas de consejos y tribunales sobre los negocios ocurrentes de estado, gobierno y guerra: sobre la formación y establecimiento de seminarios de soldados; ídem de católicos irlandeses, ingleses y escoceses en Madrid, Valladolid, Salamanca y Sevilla (leg. 202).– Sobre la traslación de la corte a Madrid (legajo 205).