Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro III ❦ Reinado de Felipe III
Capítulo II
Flandes. Inglaterra
Célebre sitio de Ostende
De 1598 a 1605
Continúa la guerra de los Países Bajos en el reinado de Felipe III.– El cardenal Andrés gobernador de Flandes durante la ausencia del archiduque.– Operaciones del almirante de Aragón en Cléves y Westfalia.– Toma de Rhinberg.– Excesos de las tropas del Almirante.– Liga de príncipes alemanes contra el general español.– Mauricio de Nassau.– La isla de Bommel.– Van a Flandes los archiduques Alberto e Isabel.– Desgraciada campaña del archiduque.– Batalla de las Dunas.– Derrota del ejército español.– Recobra Mauricio a Rhinberg.– Guerra incesante que las flotas inglesas y holandesas hacen a las naves españolas en todos los mares.– Empresa frustrada de una armada española contra Inglaterra.– Desembarco de un ejército español en Irlanda.– Sufre un descalabro, capitula y se vuelve a España.– Muerte de la reina Isabel de Inglaterra y sucesión de Jacobo VI de Escocia.– Paz entre Inglaterra y España.– Flandes: memorable sitio de Ostende por el archiduque Alberto y los españoles.– Dificultades, pérdidas, gastos inmensos.– Porfiado empeño de todas las naciones.– El príncipe Mauricio de Nassau.– El marqués de Espínola.– Esfuerzos y sacrificios de una y otra parte.– Campaña durante el cerco.– Pérdida de Grave y la Esclusa.– Larga duración del sitio de Ostende.– Mortandad horrible.– Ríndese Ostende a los tres años al marqués de Espínola.– Alta reputación militar del marqués.
La tardía medida de Felipe II de ceder la soberanía de los Países Bajos a su hija Isabel Clara Eugenia y al archiduque Alberto no ahorró a España nuevos sacrificios de hombres y de tesoros, ni menos costosos ni menos inútiles que los que había consumido ya en más de treinta años de una lucha tan porfiada como infructuosa. Felipe III que recibió esta funesta herencia se creyó obligado a sostener aquellos Estados para su hermana, así por el natural amor a ésta como por honor de la nación española, sin cuyos auxilios y recursos era en verdad imposible sujetar aquellas provincias, atendida la pujanza que había tomado la rebelión. Y aun con ellos se pudo y se debió calcular que había de ser inútil intentarlo; porque si Felipe II en el apogeo de su poder, con su infatigable laboriosidad, con ministros tan hábiles, despiertos y activos, con generales de la fama, del nervio y de la inteligencia del de Alba, de Requesens, de don Juan de Austria y de Alejandro Farnesio, no había sido poderoso a domar a los indóciles flamencos, ¿cómo podía esperarse que lo fuese su hijo, indolente como él era, menos entero que antes el poder de España, y con ministros tan ineptos como el de Lerma? Y sin embargo Felipe III y su primer ministro tuvieron la flaqueza de creer que podrían hacer ellos lo que Felipe II no había podido alcanzar.
Cuando el archiduque Alberto salió de los Países Bajos para incorporarse en Italia a la princesa Margarita (1598) y de allí venir juntos a España a celebrar sus dobles bodas, dejó el gobierno de aquellas provincias a su primo hermano el cardenal Andrés, obispo de Constanza, y el mando de las armas al almirante de Aragón, marqués de Guadalete, don Juan de Mendoza, con orden de que procurara asegurar algún paso sobre el Rhin para poder penetrar en las provincias del Norte, o en caso de que esto no le fuera posible, acantonar el ejército en el ducado central de Cleves-Berg, porque otra empresa no permitían los costosos gastos que tenía que hacer para su viaje, y los que había hecho para sosegar los motines de las tropas. Movió en efecto el almirante su ejército, fuerte entonces de diez y nueve mil hombres y dos mil quinientos caballos, y con él ocupó la comarca de Orsoy sobre el Rhin. Mas no contento con esto, confiado en la superioridad de sus fuerzas, determinó poner sitio a Rhinberg. El incendio de un almacén de pólvora que voló el castillo y sepultó bajo sus escombros al gobernador y a toda su familia apresuró la rendición de la ciudad sitiada (15 de octubre, 1598). Con la entrega de Rhinberg se atemorizaron otras ciudades y fortalezas circunvecinas, de modo que en poco tiempo, rendidas unas y tomadas otras, dominó el almirante de Aragón los países neutrales de Cleves y de Westfalia, que pertenecían a Alemania, y alojó en ellos el ejército real. Esta violación de territorio alarmó y conmovió los príncipes y señores del círculo de Westfalia, especialmente al duque de Cleves, al elector Palatino y al landgrave de Hesse, que indignados no solo contra aquella ocupación, sino también contra los desórdenes, robos, violencias y asesinatos que cometían las tropas españolas, italianas y walonas del almirante, interesaron al mismo emperador y consiguieron de él que intimara a Mendoza la evacuación de las ciudades y territorios que ocupaba. Desestimada la intimación por el almirante y el cardenal, resolvieron los príncipes emplear contra ellos la fuerza y las armas, aunque con la lentitud con que suelen obrar comúnmente los confederados.
Todavía permaneció el general español en aquellos países todo el invierno sin ser inquietado, y en la primavera del año siguiente (1599) emprendió la campaña dirigiendo principalmente sus miras y sus operaciones a la isla y ciudad de Bommel, a la cual puso cerco. A la defensa de los puntos atacados acudió el conde Mauricio de Nassau, con poca gente respecto a la que tenía el almirante español, pero bien dirigida, porque era ya un excelente general el hijo del príncipe de Orange. Sin resultado de gran consideración se mantuvo en aquellos contornos la campaña por ambas partes la primavera y el estío del aquel año, combatiéndose fuertemente así en tierra como en las aguas de los ríos que circundan aquella isla, acometiéndose y rechazándose alternativamente, y levantando unos y otros fortalezas a las márgenes del Mosa y del Waal, entre las cuales fue la más notable la que el cardenal gobernador hizo construir con el nombre de San Andrés, y con la que se proponía, como dice un historiador de aquel tiempo, «poner freno a la boca, y yugo al cuello de la Holanda.» Pero el conde Mauricio levantó por su parte otro fuerte en la ribera contraria, no tan grandioso, pero suficiente para tener por allí a raya los españoles. El conde Mauricio había sido reforzado con algunos cuerpos de hugonotes que llevó de Francia el intrépido y entendido general francés La Noue. Pero los príncipes coligados de Alemania habían procedido con tal parsimonia y lentitud, que era casi pasado el estío cuando se presentó su ejército delante de Rhinberg, numeroso sí, porque ascendía a veinticinco mil hombres, pero compuesto de gente nueva, y mandado por un general de muy poca experiencia como era el conde de la Lippa. Así fue que sobre sufrir algunos reveses en vez de alcanzar triunfos, moviéronse tales discordias entre los cabos alemanes, quejándose unos de otros entre sí, y culpando todos de inepto a su general, que aunque para componer sus disidencias fue enviado el prudente flamenco Guillermo de Nassau, todo fue inútil: la indisciplina, los desórdenes y la confusión fueron en aumento, y el ejército confederado se desbandó y disolvió por sí mismo (noviembre, 1599), volviéndose atropelladamente los soldados a sus respectivos países y lugares{1}.
En este tiempo los archiduques Alberto e Isabel, celebradas sus bodas en España, habíanse embarcado en Barcelona (7 de junio), y pasando sucesivamente a Génova, Milán, Saboya, Borgoña y Lorena, llegaron a Bruselas (setiembre, 1599), donde fueron recibidos con pomposa magnificencia. El cardenal Andrés se volvió a Alemania, y los archiduques visitaron las ciudades de Brabante (octubre y noviembre), siendo jurados en ellas como príncipes soberanos, con demostraciones de alegría que no se habían hecho con otros gobernadores, bien que disgustó luego a las provincias ver que establecían su corte a estilo de la de Madrid, y que usaban los trajes y costumbres españolas, lo cual hacia Alberto por halagar la corte de España, de la cual necesitaba para sostenerse.
Con poca felicidad comenzó para los archiduques su soberanía de los Países Bajos. Al retirarse de la campaña se amotinaron por la falta de pagas los soldados españoles, y su mal ejemplo fue pronto seguido de los alemanes y walones que guarnecían los fuertes. El conde Mauricio supo muy bien aprovecharse de aquellos desórdenes, así como de los fríos y hielos de la estación, para apoderarse de algunas plazas de la provincia de Güeldres (enero y febrero, 1600), y logró además sobornar la amotinada guarnición del fuerte de San Andrés a tanta costa levantado, vendiéndole vergonzosamente por dinero sus defensores, que eran walones y alemanes, y pasando a militar en las banderas enemigas. Afectado el archiduque con tales contratiempos, y conociendo la necesidad apremiante de pagar las tropas, pidió un servicio extraordinario a los Estados congregados a la sazón en Bruselas. Mas como estos le declarasen que en vez de gravar con insoportables impuestos a las provincias preferirían un acomodamiento con los confederados, tratose de ello aprovechando la ocasión de hallarse allí los embajadores del emperador, los cuales se ofrecieron a pasar a Holanda a invitar también a la concordia a los diputados de las Provincias Unidas. Estas gestiones produjeron una reunión de plenipotenciarios de ambas partes en Bergh-op-Zoom, pero resueltos los rebeldes a no ceder un punto en la conservación de su independencia, se rompieron las pláticas apenas comenzadas, separándose descontentos unos de otros.
Igual término tuvieron otras conferencias que se acordó celebrar en Boulogne para tratar de acomodamiento entre el rey de España y los archiduques por una parte y la reina de Inglaterra por otra. Cuestiones de etiqueta que se suscitaron en materia de precedencia entre los representantes de los dos monarcas (mayo, 1600) bastaron para que se disolviera el congreso remitiendo la negociación a mejor coyuntura.
Frustrados aquellos tratos, determina el conde Mauricio salir a campaña, penetra en Flandes, pasa por cerca de las puertas de Brujas, se dirige hacia Ostende, toma algunos fuertes españoles mal guardados, y pone sitio por mar y tierra a Nieuport (junio, 1600). Alarmados los archiduques, marchan apresuradamente a Gante, y mandan reunir todas sus tropas en Brujas. La archiduquesa, la princesa Isabel de Castilla, a imitación de la célebre reina castellana de su nombre, monta a caballo, se presenta delante de las filas españolas, las recorre con marcial continente, arenga a los soldados, los exhorta a guardar la mayor disciplina y subordinación, los anima al combate, les asegura que no les faltarán las pagas, porque si no llegase el dinero que se esperaba de España, estaba dispuesta a empeñar para ello todas sus joyas, y aun la plata de que se servía. La presencia, la voz, las palabras de la varonil princesa entusiasman a los soldados; hasta los amotinados juran sacrificarse por su causa, y alentado con esta disposición el archiduque, se pone a la cabeza de las tropas, marcha con ellas en busca del enemigo, recobra algunos fuertes, logra derrotar un cuerpo de escoceses que se había adelantado con el conde Ernesto de Nassau, y escribe a la princesa Isabel que no tardaría en enviarle la nueva de haber destruido todo el ejército contrario.
¡Engañosa esperanza, fatal para la infeliz archiduquesa! En lugar de la fausta nueva que esperaba, no tardó en recibir el triste mensaje de una funestísima derrota. Alentado Alberto con aquel primer triunfo, había dado el combate general contra el dictamen del cauto y prudente maestre de campo Gaspar Zapena. El conde Mauricio se había prevenido convenientemente para la batalla: sus fuerzas eran mayores; los soldados españoles llegaron cansados; las arenas de las Dunas, ardientes con el sol de julio, levantadas con el viento que los daba de frente los cegaban y abrasaban; la victoria comenzó a declararse por Mauricio; Alberto peleando donde más ardía el combate se condujo como un buen capitán, pero herido de un golpe de alabarda hacia la oreja derecha tuvo que retirarse cuando ya había sido hecho prisionero el almirante de Aragón, y muerto gran número de capitanes y de maestres de campo, entre ellos Gaspar Zapena{2}. La derrota fue completa: perdiéronse más de cien banderas, con la artillería y municiones. El archiduque regresó a Gante, donde le recibió la infanta con júbilo, y con ánimo varonil, mucho más cuando le había creído ya o muerto o prisionero. Tal fue el resultado desastroso de la memorable batalla de Nieuport, o de las Dunas, donde quedó destruido el ejército en que se fundaban más esperanzas.
Dedicose el archiduque a recoger los desbandados y dispersos. Mauricio volvió sobre Nieuport; mas como lograra introducirse en la plaza el general de la artillería española don Luis de Velasco, único que no había entrado en la batalla, abandonó el holandés aquella empresa que solo había acometido por complacer a los Estados, y volviose a Holanda, no sin intentar antes apoderarse del fuerte de Santa Catalina cerca de Ostende. Aunque no lo consiguió, costó a los españoles la pérdida del maestre de campo Barlotta, que murió por socorrerle, y fue una pérdida lamentable para el ejército católico. Invirtió el resto de aquel año el archiduque en reponerse del anterior desastre. De España se dio orden para que pasasen a Flandes los tercios de Italia. Pero antes que el archiduque se hallara en aptitud de emprender ningún movimiento, se puso otra vez el conde Mauricio en campaña, y dirigiéndose a Rhinberg y poniendo apretado sitio a esta plaza dos años antes ganada por los españoles, y minándola y batiéndola con terrible empeño, logró al fin que se le rindiera con honrosas condiciones el español Luis Dávila que la defendía con mil doscientos infantes y cien caballos (31 de julio, 1601). Por su parte el archiduque Alberto, luego que llegaron los tercios de Italia, mandados por Juan de Bracamonte, el conde Trivulcio, el marqués de la Bella y Juan y Tomás Spina, determinó acometer la empresa del sitio de Ostende, el más memorable de aquellas guerras, y uno de los más famosos que se encuentran en los anales de los pueblos. Hablaremos luego de él.
Mientras esto acontecía en Flandes, otras atenciones distraían las fuerzas y los recursos de España, que tanta falta hacían al archiduque Alberto. Uno de los legados funestos que Felipe II había dejado a su hijo era la guerra con Inglaterra. Continuamente cruzaban los mares navíos ingleses y holandeses, ya dispersos y aislados, ya formando respetables flotas, asaltando, invadiendo, saqueando o molestando, ya las costas de la península, ya las islas Azores o las Canarias, ya las posesiones españolas o portuguesas de la India, ya esperando en los puntos por donde habían de pasar los galeones de España que traían los metales de las minas del Nuevo Mundo, o espiando las naves que salían de los puertos de España conduciendo mercaderías a América, para asaltarlas y apresarlas si podían, y aprovecharse de nuestras riquezas y arruinar nuestro comercio. Diariamente tenían que combatir nuestros navíos mercantes con los corsarios ingleses o con los piratas holandeses: rara vez arribaban nuestras flotas de América a los puertos de la metrópoli sin haber sostenido algún choque más o menos terrible y sangriento con las de aquellos países: el resultado era alternativamente adverso o próspero; ellos apresaban o incendiaban muchos galeones nuestros, y a su vez los nuestros destruían, tomaban o echaban a pique muchos navíos suyos, y de continuo tenían que salir nuestras escuadras a dar escolta a las naves de la India si habían de llegar con alguna seguridad. A veces eran armadas formidables las que enviaban aquellas dos naciones, como la que en 1599 amenazó a la Coruña, acometió luego la Gran Canaria, y rechazada de allí con no poco descalabro, después de haber saqueado algunas poblaciones tomó el rumbo de Cabo Verde. El adelantado de Castilla que salió a perseguirla sufrió terribles tormentas y contratiempos, y arribó a Cádiz con trece naves muy mal paradas. Nuestras ciudades litorales de España y de América tenían que estar siempre alerta, y no podían gozar momento de reposo. Y todo esto acontecía al mismo tiempo que plagaban nuestros mares y acosaban nuestras costas multitud de corsarios berberiscos, teniendo que emplear no pocas fuerzas navales en ahuyentarlos, y haciendo además expediciones costosas y sin fruto a África.
Queriendo el duque de Lerma señalar los primeros días de su ministerio con empresas semejantes a las de los últimos tiempos de Felipe II, como si las circunstancias y las fuerzas fuesen las mismas, hizo equipar una escuadra de cincuenta navíos, que encomendó a don Martin de Padilla para que con ella hiciera un desembarco en Inglaterra, (1601). Pero no más afortunada esta expedición que las que había enviado contra aquel reino el último monarca, una tormenta la dispersó apenas había llegado a alta mar, teniendo que volverse a los puertos de España antes de haber encontrado enemigos. No desalentó este revés al ministro de Felipe III, y poco más adelante, pareciéndole buena ocasión la de haberse rebelado los católicos irlandeses, acaudillados por el conde de Tyron, contra la reina Isabel de Inglaterra, tres veces excomulgada por el papa como fautora del protestantismo, creyeron Felipe III y el de Lerma hacer un señalado y glorioso servicio a la religión y acrecer inmensamente el poderío de España conquistando a Irlanda, o separándola al menos del dominio de Inglaterra. Mandaron pues equipar una armada con seis mil hombres de desembarco, cuyo mando se dio a don Juan de Aguilar. Por tan seguro se contaba el éxito de la empresa, que muchas familias españolas se incorporaron a la expedición con ánimo de colonizar las tierras que se conquistaran. A fines de agosto (1602) se hizo a la vela la armada, y el 8 de octubre desembarcaron cuatro mil hombres en Kinsale, ciudad de la provincia de Munster, y poco después lo verificó el teniente Ocampo con el resto de la fuerza en Baltimore. Don Diego Brochero, a cuyo cargo iban las naves, se volvió con ellas a Lisboa luego que dejó allá desembarcada la gente.
Aguilar publicó un manifiesto titulándose general de la guerra santa, y exhortando a los católicos irlandeses a que se unieran con él para sacudir el yugo de una reina enemiga de la iglesia. Pero ya a este tiempo el virrey de Irlanda había vencido a los insurrectos, y el conde de Tyron su jefe apenas pudo reunir cuatro mil hombres para ayudar a Ocampo. Con ellos se dio una batalla cerca de Baltimore, pero en desventajosas posiciones para los católicos, y el general irlandés y sus poco aguerridas tropas fueron pronto desordenadas, y el conde de Tyron huyó precipitadamente por lugares inaccesibles. Los españoles pelearon con su acostumbrado arrojo, pero abandonados por los irlandeses hubieron de sucumbir al mayor número: murieron más de doscientos, quedaron prisioneros Ocampo y muchos de sus oficiales, y el resto de las tropas se refugió en Baltimore, y en Kinsale. Viendo don Juan de Aguilar que sin apoyo de los insulares le era imposible sostenerse en las solas dos plazas que ocupaba, ofreció al virrey entregarlas, y de ello daba cuenta al monarca español, con tal que le concediese una capitulación honrosa, como era la de salir su tropa con todos los honores de la guerra, ser trasportada a España en bajeles ingleses, y que otorgara general indulto y olvido de lo pasado a los habitantes de Kinsale y de Baltimore. A todo accedió el virrey Montjoy, y en su virtud, entregadas aquellas ciudades, una escuadra inglesa trasporto a España el mermado ejército de Aguilar, con grande alegría del rey, que le daba ya por perdido. Tal fue el fruto de aquella malhadada expedición a Irlanda, que no hizo sino recordar el mal éxito de otras anteriores{3}.
La muerte de la reina Isabel de Inglaterra, acaecida a poco tiempo de esto (24 de marzo, 1603), después de un reinado de cerca de medio siglo{4}, fue la que hizo variar de todo punto las relaciones de España con aquel reino. Jacobo VI de Escocia, hijo de la desgraciada María Stuard, aunque no siguió los principios religiosos de su madre, no tenía hacia el monarca español aquella animosidad que tanto tiempo había abrigado Isabel. Al contrario, en su pensamiento y deseo de ponerse en paz con todas las naciones de la cristiandad, animábale la misma favorable disposición respecto a España; y cuando el conde de Villamediana don Juan de Tassis pasó a Inglaterra a felicitar en nombre del monarca español al nuevo soberano por su advenimiento al trono, le indicó Jacobo sus deseos de renovar y estrechar la antigua alianza y amistad entre los dos reinos (junio, 1603). Esto animó a Felipe a enviar al condestable de Castilla don Juan Fernández de Velasco con embajada solemne, compuesta de muchos grandes y caballeros de Castilla, a tratar con el rey Jacobo de la paz y confederación entre ambas coronas. Uniéronseles en Bruselas comisionados de los archiduques con el mismo objeto, y todos juntos fueron recibidos en Londres (20 de agosto) con las mayores muestras de distinción por el rey y sus vasallos. Juntáronse pues los plenipotenciarios de los reyes y de los archiduques a conferenciar sobre las bases de las capitulaciones, y puestos de acuerdo sobre los puntos esenciales de la concordia se ajustó la paz con las principales cláusulas siguientes:
Buena, sincera, perpetua e inviolable paz y confederación entre los dos monarcas y los archiduques y sus herederos y sucesores: –cesación de toda hostilidad, olvido de todas las ofensas y daños hechos durante las guerras por ambas partes: –no dar ni consentir ayuda, directa ni indirecta, el uno contra el otro: –renuncia de toda liga o confederación en perjuicio de una de las partes: –no permitir piraterías, y revocar las comisiones y cartas dadas para ello: –que el rey de Inglaterra conservara las plazas tomadas de los rebeldes en las islas: –que no daría a estos ni ayuda ni socorro, y los excitaría a entrar en acuerdo con sus príncipes: –libre comercio entre los súbditos de unos y otros soberanos, y entrada y salida libre de los navíos en los puertos de los tres estados: –que los ingleses no traerían a España mercaderías de las Indias: –que las de Inglaterra podrían traerse sin pagar el treinta por ciento que estaba establecido: –que no sacarían mercancías de España para llevar a las Indias: –que los súbditos de Inglaterra no serían molestados en España por cosas de conciencia y religión, si no dieren escándalo: –libertad de prisioneros de una y otra parte: –que los archiduques oirían a los holandeses, viniendo en justas condiciones...{5}.
Esta paz, que se juró y firmó en Londres (1604), y se celebró con júbilo, y que algunos años antes hubiera parecido poco honrosa para el reino y el monarca español, fue recibida también en la corte de España con entusiasmo; y cuando al año siguiente vino el almirante de Inglaterra a Valladolid para que se hiciese la ratificación, esmeráronse los reyes y la corte en obsequiarle y agasajarle a porfía, con fiestas, con regalos, y con todo género de amistosas demostraciones, de que él quedó sobremanera satisfecho y agradecido. Solo declamó furiosamente contra esta paz el arzobispo de Valencia don Juan de Rivera, hombre docto, pero intolerante, fanático y exageradamente celoso en materias de religión, el cual en una larguísima carta que dirigió al rey, atestada de citas de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres, y de ejemplos sacados de la historia antigua, se proponía demostrarle las calamidades sin cuento que decía habrían de venir sobre estos reinos por hacer amistad, ni treguas siquiera, con herejes enemigos de la iglesia y del romano pontífice, y manifestaba temer que con su trato y comunicación a los pocos meses todos los españoles se habían de hacer herejes como ellos{6}.
Natural era que esta paz influyera también en la situación de los Países Bajos. Dejamos allí el ejército del archiduque dando principio al memorable sitio de Ostende (1601), ciudad fuerte por su posición orilla del mar del Norte, por su terreno arenoso, por sus canales y sus murallas, que se miraba como inexpugnable, y el duque de Parma, con ser tan consumado general, había considerado siempre como temerario el intento de tomarla por fuerza. El archiduque, menos entendido, por complacer a sus generales había emprendido el sitio, con poca reflexión, pero con el más tenaz empeño. Las Provincias Unidas le formaron también en sostenerla, y toda Europa tenía fijos los ojos en este famoso sitio, por lo cual se vio comprometido Alberto a no retroceder, no obstante las inmensas dificultades que desde el principio se le presentaron, por lo mismo que estaba siendo objeto de las miradas de todo el mundo. Agotados primeramente sin fruto todos los recursos ordinarios de la guerra en el arte de la expugnación, inventó otros muchos con aplicación a la situación especial de la plaza, principalmente para ver de incomunicarla con el mar, y de privarla de los socorros de las provincias. Al finar aquel año puso al gobernador de la plaza, el inglés Francisco Vere, en necesidad de proponer capitulación, y aun llegaron a cruzarse rehenes. Pero recibidos refuerzos de Zelanda, retractose el inglés de lo ofrecido; indignose el archiduque de aquella falta de buena fe, y ordenó dar un asalto general a la plaza (enero, 1602), del cual no sacó sino la pérdida de muchos hombres, anegados los más en las aguas de las Esclusas, entre ellos algunos oficiales de distinción. Amotináronse los soldados italianos y españoles, diciendo que se los había llevado a la muerte como a viles esclavos: el archiduque, irritado con la anterior desgracia, hizo fusilar a cuarenta de ellos, y con este acto de ruda severidad restableció el orden.
Las fuerzas de los sitiadores menguaban cada día: las trincheras, los diques, todas las obras que levantaban sobre aquel blando y movedizo suelo eran deshechas por el oleaje de las mareas, o destruidas por los fuegos de la plaza. Favorecía Enrique IV de Francia a los de Ostende, socorríanles los príncipes protestantes de Alemania, la reina Isabel de Inglaterra les daba todo género de protección, y el príncipe Mauricio de Nassau pudo salir otra vez a campaña con una buena flota y un ejército de tierra de cerca de treinta mil hombres, con el cual amenazaba el interior de Brabante. El archiduque, y la corte de España por su consejo, parecían empeñados en sacrificar hombres y tesoros a la conquista de Ostende, como si de ella dependiera toda la gloria y todo el porvenir de la nación española. Dos hermanos genoveses, Federico y Ambrosio Espínola, ofrecieron al rey católico sus servicios para aquella empresa, y en verdad los prestaron importantes e inmensos. Federico Espínola, entendido y práctico en las cosas de mar, comprendió que nada podría adelantarse en aquel sitio sin destruir las fuerzas navales de Holanda y Zelanda en aquella costa. Con este objeto vino a Castilla, propuso al rey su pensamiento, y aceptado por el monarca y el duque de Lerma, diéronsele seis galeras, con las cuales arribó felizmente a Flandes, y desde el canal de la Esclusa, haciendo atrevidas excursiones, causaba grandes daños a las naves enemigas. Pero viendo que no eran suficientes las seis galeras, volvió a Valladolid, pidió que se le reforzara con otras ocho, y diéronsele también, a costa de desatender a otras empresas en que el reino se hallaba empeñado. Esta vez fue más desgraciado el Espínola en su regreso. Al salir del puerto de Santa María perdió dos de las galeras combatiendo con unos bajeles holandeses; otras tres perdió por la misma causa al pasar el Canal de la Mancha. Pero con las tres que le quedaron, unidas a las seis que allá tenía, continuó quebrantando el poder naval holandés en aquellas costas y canales, hasta que perdió la vida de un balazo combatiendo reciamente unos navíos enemigos.
Su hermano Ambrosio, marqués de Espínola, hombre nacido para la guerra sin haberse ejercitado en ella a la edad de treinta años que tenía, que llegó a ser buen general antes de ser soldado, el marqués de Espínola, casi ignorado entonces, y que pronto había de ser celebrado como uno de los más insignes guerreros de su siglo, había levantado en Italia, de acuerdo con el conde de Fuentes gobernador de Milán, un cuerpo de ocho mil hombres, con los cuales se encaminó al campamento de Ostende, en ocasión que el archiduque con las muchas pérdidas que había sufrido hubiera tal vez tenido que abandonar el cerco sin la llegada de este socorro. Sin embargo ni uno ni otro pudieron impedir a Mauricio de Nassau apoderarse de la importante plaza de Grave. De gran daño fue también para el archiduque y Espínola la rebelión de un cuerpo de tres mil italianos, que encerrándose en Hoogstraeten, y alentándolos en la insurrección el conde Mauricio, apretados por el archiduque y por huir de la severidad del castigo que merecían y con que los amenazaba, completaron el delito de infidelidad con la perfidia de alistarse en las banderas del de Nassau. Grandemente sintió el marqués de Espínola esta infamia; pero lejos de caer por eso de ánimo, diéronse el archiduque y el marqués a reclutar y asoldar nuevos cuerpos de infantería y caballería en Italia y en Alemania (1603). El noble marqués gastaba en esto su rico patrimonio; el archiduque obtenía servicios extraordinarios de las provincias walonas; y la corte de España, viendo que no daba señales de sucesión el matrimonio de Alberto y de Isabel, y esperando que por lo mismo volverían pronto los Países Bajos al dominio de la corona de Castilla, hacía cuantos esfuerzos le permitía su pobreza para socorrer al archiduque con gente y con dinero.
A pesar de todos estos sacrificios, lejos de adelantarse en el sitio de Ostende, la artillería y mosquetería de la plaza diezmaban a centenares, a millares a veces, nuestros soldados, y las borrascas del mar solían destruir en un día las obras de meses enteros. A vista de tanta mortandad y del ningún progreso que se había hecho en más de dos años, vínole al archiduque el feliz pensamiento de encomendar el sitio al marqués de Espínola. El encargo era tan honroso como difícil. El marqués vaciló, consultó, oyó los diversos pareceres que sobre las probabilidades de su resultado futuro le dieron los generales y maestres de campo, calculó con las dificultades de la empresa y con los medios de que podía disponer, y se resolvió a aceptarle (octubre, 1603). Grande era la carga que tomaba sobre sus hombros el improvisado general; grande el riesgo de perder en breve tiempo la brillante reputación que en breve tiempo también había ganado. Pero todo lo aventura con heroica resolución el ilustre genovés. Las obras del sitio se ven avanzar desde que las dirige tan superior talento. A ejemplo de tan activo general todos trabajan con ardor y con gusto. Sigue costando mucha sangre a los sitiadores, pero ya no cuesta menos a los enemigos, y de tal modo los aprieta el de Espínola, que los Estados de las Provincias Unidas ven ya el peligro de perderse Ostende si no logran distraer el ejército sitiador hacia otra parte.
Entonces el príncipe Mauricio de Nassau, con todo el aparato de guerra y con toda la gente de tierra y de mar que pudo reunir, hasta el número de diez y ocho mil hombres, pasa a poner sitio a la Esclusa (abril, 1604), una de las conquistas más difíciles que el duque de Parma había hecho hacía diez y seis años, y que defendía y gobernaba Mateo Serrano, oficial español de mucha reputación. De tal manera se aventajó el de Nassau en el cerco de la Esclusa, que la puso pronto en manifiesto peligro. Y aunque de orden del archiduque pasó a socorrerla el general de la caballería (que antes lo había sido de la artillería) Luis de Velasco, y aunque el mismo Espínola, vivamente solicitado por el archiduque, se movió de Ostende por acudir en su auxilio, nada bastó a evitar la pérdida de aquella plaza, casi tan importante como la de Ostende. A los cuatro meses de cerco, reducidos por el hambre los valerosos defensores de la Esclusa casi al estado de cadáveres vivientes, y semejando a espectros en lo macerados y escuálidos, se vieron forzados a rendirse, bien que no sin obtener un honroso concierto (agosto, 1604). Cuando salieron de la plaza, movía a compasión ver aquellas efigies de hombres, y en las dos cortas horas de camino que hay de la Esclusa a Damme cayeron muertos de necesidad más de sesenta.
Vuelve el marqués de Espínola a Ostende con la ardiente resolución de vengar allí la malhadada pérdida de la Esclusa. Infunde, trasmite su mismo ardor a los soldados de todas las naciones que trabajaban en las obras del sitio: combate, mina, asalta, deshace o toma fortificaciones enemigas; va reduciendo por palmos a los sitiados hasta que les falta terreno en que defenderse. El conde Mauricio de Nassau intenta, pero no se atreve a atacar a los sitiadores en medio de tantos canales, diques, trincheras y pantanos, temeroso de volver a perder la gloria que acababa de ganar en la Esclusa. Sangre española, italiana, alemana, borgoñona y walona mezclada y confundida enrojece y colorea las arenas y las aguas de los ríos y canales que circundan a Ostende, pero ya no dan un paso atrás los sitiadores, avanzan siempre, y al cabo de más de tres años que contaba ya aquel costosísimo asedio, obligan a los sitiados, que aun eran cuatro mil hombres sanos y vigorosos, a rendir la plaza (20 de setiembre 1604), bien que con tan honrosas condiciones como podrían desear. Así terminó el memorable sitio de Ostende; memorable no tanto por sus consecuencias, puesto que entre tanto los enemigos se habían apoderado de otras plazas tanto o más importantes y útiles, cuanto por el empeño de tantas naciones, de las unas por tomarla, de las otras por mantenerla, por su mucha duración, por los tesoros que allí se consumieron, y sobre todo por la sangre que se derramó, pues se calculó que perecieron en aquel sitio, entre sitiadores y sitiados, sobre cien mil hombres{7}.
La capitulación se cumplió, y los rendidos pasaron a la inmediata fortaleza de la Esclusa. La población había quedado arruinada, y cuando entraron en ella los archiduques se quedaron asombrados de ver aquel laberinto de máquinas, de trincheras, de reductos, de puentes, de esplanadas, de minas y de fortificaciones que constituían las obras de ataque. La fama del marqués de Espínola se extendió por toda Europa. Las aguas y fríos de la estación y el cansancio de tan ruda campaña pusieron una tregua tácita entre los ejércitos beligerantes, y ambos invernaron en su respectivas plazas para reponerse de sus quebrantos y descansar de sus fatigas.
{1} Bentivoglio; Guerras de Flandes, lib. V.– Grot., Anales e Historia de Rebus Bélgicis, lib. VII y VIII.– De Thou, lib. CXXII.
{2} «Entre diversos nobles italianos (dice el cardenal Bentivoglio) dejaron la vida en las primeras hileras, y cuando más ardía la pelea, Alejandro y Cornelio Bentivoglio, el uno hermano mío, el otro sobrino, jóvenes ambos de veinte años, que pocos días antes habían llegado a Flandes.»– Guerras de Flandes, lib. VI.
{3} Caste, Historia de Inglaterra, lib. XIX.– González Dávila, Vida y Hechos de Felipe III.– Cabrera, Relaciones, año 1602.– Camden, Lodge, Windwood y Vida y otros historiadores ingleses.
{4} Parécenos interesante y curioso, y bastante imparcial, el siguiente retrato que un escritor inglés hace del gobierno, de la política y del carácter y costumbres privadas de esta célebre reina. «Por el juicio, dice, que ha aprobado la posteridad, Isabel debe ser contada entre nuestros más grandes y más dichosos príncipes. La tranquilidad que mantuvo en sus estados durante un reinado de cerca de medio siglo, y cuando las naciones vecinas estaban agitadas por discordias interiores, fue mirada como una prueba de la prudencia o del vigor de su gobierno: y el éxito de su resistencia al monarca español, los males que causó al soberano de tantos reinos, y el valor de sus flotas y de sus ejércitos en las expediciones a Francia y a los Países Bajos, a España, a las Indias Occidentales, y aun a las grandes Indias, sirvieron para dar al mundo una alta idea de su poder militar y naval. Cuando ella subió al trono, la Inglaterra era un reino de orden secundario; a su muerte se había elevado al nivel de las primeras naciones de Europa.» Explica las causas de esta elevación, que dice fueron principalmente el espíritu de las empresas mercantiles, y el sistema de la política extranjera, sistema ventajoso en sus resultados, «pero en verdad difícil de conciliar, dice él mismo, con la probidad y la buena fe;» dice que el acierto y los errores de sus medidas fueron en parte de los ministros y consejeros fraudulentos y artificiosos que la rodeaban, y hablando de su irresolución dice: «Deliberar parece haber sido su mayor placer, tomar una resolución su tormento. No quería recibir consejos de nadie, ni de súbditos ni de extraños, ni de las damas de su cámara ni de los lores de su consejo: la desconfianza la hacía vacilar, porque sospechaba siempre que algún fin interesado se ocultaba bajo el pretexto de celo por su servicio... Además de su irresolución tenía otro defecto que acaso mortificaba más a sus consejeros y favoritos, a saber, su solicitud por aumentar sus rentas, su repugnancia a desprenderse de su dinero...... Las relaciones con los rebeldes de diferentes países, el sostenimiento de un ejército en flotas y de sus ejércitos en las Holanda, sus largas guerras con la España, sus esfuerzos para reprimir la rebelión de Tyron, agotaron de tal modo el tesoro, que las rentas de la corona unidas a los subsidios eventuales, a los empréstitos, a las multas y confiscaciones, no bastaban a cubrir los gastos. La miseria crecía a medida que se multiplicaban las necesidades...»
Habla de su genio imperioso y altivo, de su desdén hacia todo lo que era inferior a ella, de no olvidarse nunca de que era hija del poderoso Enrique VIII, de su ostentosa magnificencia en las ceremonias públicas; y descendiendo de la altura del trono a su vida privada, ensalza con razón su talento natural, sus buenos estudios, su instrucción literaria, superior a la de la mayor parte de las damas de su siglo, su conocimiento de muchos idiomas, su superior inteligencia en la música más difícil, y añade: «Pero el baile era su placer favorito, y en este ejercicio desplegaba una gracia y una agilidad admirables. Conservó su gusto por esta diversión hasta el fin de sus días: pocos eran los que pasaban sin invitar a la joven nobleza a danzar delante de su soberana, y ella misma se dignó bailar unas seguidillas con el duque de Nevers a la edad de sesenta y nueve años.»
«Era tal, dice, la vanidad y el aprecio que hacía de su hermosura, que anunció a su pueblo por medio de un edicto que ninguno de los retratos suyos que se habían hecho hacia justicia al original, y que por lo mismo había resuelto encargar a un hábil artista uno que tuviera exacto parecido: que por lo tanto prohibía expresamente pintar ni grabar retrato alguno de su persona sin su permiso, ni exponer al público los ya hechos hasta que se asimilaran a satisfacción suya al que les daría a conocer la autoridad. Con tal motivo todo el mundo le tributaba las más bajas adulaciones, elogiando su belleza hasta en la más provecta edad. A su muerte se encontraron en su guardarropa de dos a tres mil vestidos, y una numerosa colección de joyas, la mayor parte regaladas por sus pretendientes, por sus cortesanos y por los nobles cuyas casas había honrado con su presencia.
«Respecto a carácter, Isabel parecía haber heredado la irritabilidad de su padre. La menor desatención, la más ligera provocación la hacía montar en cólera. Siempre sus discursos iban sembrados de juramentos; en los arrebatos de su furor se desataba en imprecaciones y en injurias groseras. No se contentaba con palabras; no solo las damas de su palacio, sino sus cortesanos y los más altos funcionarios del reino solían sentir el peso de sus manos. Ella asió por el cuello a Hatton; ella dio un bofetón al conde mariscal; ella escupió a sir Matthew, que la había ofendido por el excesivo esmero de su tocado.»
«Había significado (prosigue) a su primer parlamento su deseo de que se grabara sobre su tumba el título de Reina virgen. Pero una mujer que desdeña las apariencias no puede esperar ser reputada por casta.» Hace mención de sus muchos amantes, de algunos de sus actos de cinismo, de sus costumbres licenciosas, que sobrevivieron al fuego de las pasiones y se conservaron en el hielo de la vejez, y continúa: «La corte imitaba las costumbres de su soberana. Era un lugar en que, según Faunt, se cometían todas las enormidades en el más alto grado: o bien como dice Harrington, un lugar en que no existía el amor, si el amor no es Asmodeo, el dios lascivo de la galantería.»
Volviendo luego a su política dice: «En su opinión el principal objeto de los parlamentos era dar dinero, arreglar los pormenores del comercio, y hacer leyes para los intereses locales e individuales. Concedía, sí, a la cámara baja libertad en la discusión, pero debía ser una decente libertad, la libertad de decir si o no: los que traspasaban esta regla se exponían a sentir el peso de la cólera real... Esta reina no economizó la sangre de sus súbditos. Ya hemos recordado los estatutos que ponían pena de muerte por opiniones religiosas. Agregáronse a ellos nuevas felonías y nuevas traiciones durante su reinado: y la astucia de los jueces dio a estos actos la aplicación más extensa...... Los historiadores que celebran los días tejidos de seda y oro de Isabel, han pintado con brillantes colores la felicidad del pueblo que vivió bajo su dominación. A estos podría oponérseles el triste cuadro de la miseria nacional, hecho por los escritores católicos de la misma época. Pero unos y otros han mirado las cosas bajo un punto de vista demasiado estrecho. Las disensiones religiosas habían dividido la nación en partidos opuestos, siendo casi iguales en número los oprimidos y los opresores...... Es evidente que ni Isabel ni sus ministros comprendían los beneficios de la libertad civil y religiosa... El código sanguinario que instituyó contra los derechos de la conciencia ha dejado de manchar las páginas del libro de los estatutos, y el resultado ha probado que la abolición del despotismo y de la intolerancia no favorece menos a la estabilidad del trono que al bienestar del pueblo.»– John Lingard, Hist. de Inglaterra, tomo III, c. 5.
Nuestros historiadores en general no han visto en esta gran reina sino la parte odiosa de sus costumbres privadas, y la más odiosa todavía para ellos, de la herejía, y del sistema de persecución contra los católicos.
{5} Rymer, Foeder.– Colección de Tratados de Paz.– El tratado contenía 34 capítulos. González Dávila los menciona todos en el libro II, cap. 16.
{6} Gil González Dávila inserta esta extensísima carta, en que el autor aconsejaba al rey todo lo que el fanatismo puede inspirar de más furioso.
{7} Bentivoglio, Guerras de Flandes, libro VII.– Grotius, Annales et Historia, lib. XIII.– Van Meteren, Historia de los Países Bajos.– Vivanco, Historia inédita de Felipe III, libro II.– «Murieron de nuestra parte, dice Vivanco, más de cuarenta mil soldados entre enfermos y heridos y de peste, y entre ellos más de seis mil personas de cuenta, tanto capitanes, alféreces, sargentos, oficiales mayores y maestres de campo, como entretenidos: de la parte del enemigo se tiene por relación suya que pasaron los muertos de más de 70.000 hombres, y entre ellos 7 gobernadores de la plaza, 15 coroneles, 565 capitanes, 322 alférez, 1.188 tenientes, 4.198 sargentos, 9.188 cabos de escuadra, y pasados de 900 marineros...» No sabemos de dónde pudo sacar tan minuciosa estadística el historiador ayuda de cámara de Felipe III.