Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro III ❦ Reinado de Felipe III
Capítulo III
Flandes
La tregua de doce años
De 1605 a 1609
Venida del marqués de Espínola a España.– Cómo fue recibido.– Vuelve a Flandes con refuerzo de tropas y socorro de dinero.– Campaña de 1605.– Viene otra vez a España el de Espínola.– El reino no tiene dinero que darle.– Los comerciantes le anticipan fondos bajo la garantía de sus propios bienes en Italia.– Regresa a Flandes.– Campaña de 1606.– Cansancio de la guerra por ambas partes.– Comienza a tratarse de paz.– Quién y por qué conducto se hace la primera propuesta.– Condiciones que exigen las provincias rebeldes.– Conducta del rey, de los archiduques y de los estados flamencos en esta negociación.– Intervención de todas las potencias.– Mauricio de Nassau, fogoso partidario de la guerra.– El abogado Barlevent, elocuente apóstol de la paz.– Nombramiento de plenipotenciarios.– Conferencias en la Haya.– Dificultades para la concordia.– Peligro de rompimiento.– Mediación de los soberanos y embajadores inglés y francés.– Negóciase el asentimiento del rey de España.– Intervención de dos religiosos.– Trasládanse las pláticas a Amberes.– Ajústase el tratado.– Se firma y ratifica.– Capítulos de la famosa tregua de doce años.– Reconocimiento de la independencia de las Provincias Unidas.– Humillación de España.
El tratado de paz celebrado en 1604 entre Felipe III y el rey de la Gran Bretaña, que así comenzó a titularse Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra; tratado que no alcanzaron a impedir los vivos esfuerzos que para contrariarle empleó Enrique IV de Francia por medio de su hábil ministro el célebre duque de Sully, enviado al efecto a Londres, donde distribuyó el valor de sesenta mil coronas en obsequios y regalos; aquel convenio, que con más o menos honra para nuestra nación se hizo, puso término a la funesta guerra de tantos años entre Inglaterra y España; funesta, porque entre otros daños que nos trajo, ella fue la que quebrantó el poder naval en que antes España había aventajado a todas las naciones. En este tratado de paz recordará el lector que habían sido comprendidos los Países Bajos donde dominaba el archiduque Alberto, no obstante el compromiso que ya con cierta repugnancia había adquirido muy poco antes el rey Jacobo con el enviado de Francia y los de las Provincias Unidas de Flandes, de seguir protegiendo en unión con el monarca francés a los protestantes y confederados flamencos.
Parece que los dos inmediatos efectos de aquella paz entre Felipe, Jacobo y los archiduques debieron ser; primero, quedar debilitadas las Provincias Unidas, faltándoles los socorros que continuamente y desde el principio de la rebelión les habían estado suministrando los ingleses; segundo, quedar España más desahogada de recursos, ya porque cesaban las costosas expediciones marítimas a aquel reino, ya porque cesaba también la persecución incesante y activa que los navíos ingleses hacían a nuestros bajeles en todos los mares, y era de esperar que llegaran con más seguridad, abundancia y regularidad a los puertos de España los galeones destinados al trasporte de las riquezas del Nuevo Mundo, antes asaltados, destruidos o robados a cada momento, y espiados y perseguidos siempre.
Con la esperanza de obtener recursos para la prosecución de la guerra de los Países Bajos, y también con la de recibir alguna recompensa en merecido premio de sus brillantes servicios, vino por primera vez a España el marqués de Espínola luego que dio feliz remate con la rendición de la plaza al laborioso sitio de Ostende. Los reyes y la corte de Castilla recibieron al ilustre genovés con las demostraciones de estimación a que se había hecho tan acreedor por su inteligencia y denuedo y por sus generosos sacrificios. Honrole el rey con el toisón de oro, le nombró general y gobernador de todas las armas en las provincias flamencas, y le dio la administración de la hacienda en aquellos países para que la distribuyera del modo que le pareciera más conveniente. Oídas las razones con que esforzó la necesidad que tenía de fondos para la manutención y pago de las tropas, sin lo cual ni se acabarían nunca los motines ni sería posible continuar la guerra, pudo facilitársele por entonces una buena suma de dinero del que acababa de venir de América, con lo cual y con las órdenes que se dieron para levantar nueva gente en Alemania, y para que pasasen de Italia a Flandes dos tercios napolitanos, otro de lombardos y otro por mar de españoles, regresó el de Espínola a los Países Bajos contento y satisfecho, y resuelto a emprender pronto la campaña y a pasar el Rhin y llevar las armas españolas a lo interior del país enemigo (1605).
Mas no cogió a las provincias desprevenidas, y el príncipe Mauricio de Nassau andaba ya a principios de mayo (1605) por las márgenes del Escalda con cerca de diez y ocho mil hombres, con el designio de romper los diques e intentar un golpe sobre Amberes. A oponerse a sus movimientos y frustrar sus planes salió pronto el de Espínola, a lo cual le ayudó grandemente la llegada de los tercios italianos. Con menos fortuna el de españoles que iba a cargo de Pedro Sarmiento, tropezó en el canal de la Mancha con una flota holandesa, y embestidas por ella nuestras naves fueron apresadas las más y con ellas mucha parte de las tropas, y gracias que pudo Sarmiento arribar con el resto a Dunkerque. Pero con los tercios de Italia y las levas de Alemania tuvo bastante el de Espínola para emprender su plan de pasar del otro lado del Rhin, haciendo a Maestricht su plaza de armas. Puesto el marqués de la otra parte del río, enderézase hacia la Frisia, y se apodera de Osdenzaal y de Lingen; las fortifica; construye algunos fuertes, destruye otros de los enemigos y repasa el río. Poco después el conde de Bucquoy se enseñorea de Wachtendorck en Güeldres, y hubieran los españoles extendido más allá sus conquistas si las lluvias del otoño no les hubieran interrumpido en sus operaciones, y obligádolos anticipadamente a retirarse a cuarteles de invierno y a prepararse para la campaña de otro año.
Luego que el marqués la dejó allá concertada con el archiduque, vínose otra vez el de Espínola a España a buscar nuevos socorros de dinero. En esta segunda venida no fue tan afortunado como en la primera. La flota de Indias había sufrido una borrasca y no se sabía de ella; y como el reino, en la miseria que interiormente le devoraba, no contaba con otros recursos que los que venían de allá, la misma causa que entorpecía y dificultaba la traslación de la corte de Valladolid a Madrid, según dijimos en el capítulo I, imposibilitaba también el dar a Espínola los fondos que necesitaba y pedía. Sin ellos no se podía hacer la guerra, y el marqués estaba resuelto a abandonar el mando. En tal conflicto los ministros de Felipe III recurrieron a los comerciantes de Cádiz y de otros puntos invitándolos a que hicieran un anticipo, obligándose a su reembolso con los caudales que vinieran de América. Vergonzoso fue lo que en esta ocasión pasó en la poderosa España, en la nación dominadora de dos mundos, y esto demuestra suficientemente lo que eran los gobiernos de los príncipes de la casa de Austria. Los comerciantes de Cádiz, no fiándose del gobierno, pusieron por condición para hacer el empréstito que el marqués de Espínola les hubiera de responder con los bienes de su propio patrimonio en Italia. Los ministros de Felipe III no se avergonzaron de admitirla, el marqués de Espínola tuvo la laudable generosidad de aceptarla y de firmar la obligación, y merced a este recurso pudo el marqués regresar con algunos fondos a los Países Bajos, donde llegó después de haberse detenido por enfermedad algunas semanas en Italia.
Emprende con esto Espínola la campaña de 1606. Repasa el Rhin, y entra en la provincia de Over-Issel; pero las lluvias ponen intransitables los caminos y le obligan a dirigirse hacia Zutphen; entrégasele Locken, y rinde por fuerza a Grol y a Rhinberg. En el sitio de esta última ciudad trabajó heroicamente el de Espínola, y se vio en gran peligro; y a ejemplo de su jefe superior se condujeron bizarramente los generales Bucquoy y Velasco, el duque de Osuna, los príncipes de Palestrina y de Caserta, los de Caserta, los marqueses de Est y de Bentivoglio, y compitieron en arrojo las tropas italianas, walonas, alemanas y españolas. El príncipe Mauricio intentó recobrar a Grol, pero el de Espínola con su celeridad y su intrepidez le obligó a levantar el cerco. El sitio de Rhinberg y el socorro de Grol levantaron la fama militar de Espínola y le acabaron de granjear la más alta consideración en Europa.
Cuando en tal estado se hallaba la guerra, habíase comenzado ya a sentir por ambas partes cierto deseo de reposo, nacido del natural cansancio que tenían que producir cuarenta años de guerra incesante, y cuarenta y seis de intranquilidad y turbación en aquellas desgraciadas provincias. Aunque el marqués de Espínola había alcanzado algunos triunfos notables en las últimas campañas, sin embargo no habían correspondido ni a sus esperanzas ni a sus grandes designios. Veía que la España no podía soportar la sangría abierta de tan inmensos gastos; mucho menos las provincias que le obedecían; la falta de dinero daba ocasión o pretexto a continuos motines, que sobre la indisciplina, la desmoralización, los robos, los desórdenes y calamidades que producían, podrían llegar a desconcertar, como más de una vez estuvo ya cerca de suceder, la máquina entera del ejército. La distancia de España hacía difícil y costosísimo el socorro de hombres y de dinero. La situación de las provincias confederadas favorecía a su defensa; y ello es que después de tantos años de una lucha, al parecer desigual, la pujanza de los insurrectos había ido creciendo, y no solo se sostenían allí, sino que por mar desafiaban ya los holandeses el poder marítimo de España. Mandábalos allí un general valeroso, hábil y querido de los suyos. El marqués de Espínola comprendía que estaba expuesto a perder o a gastar la brillante reputación que había ganado, y el marqués de Espínola deseaba la paz. Es notable que un general victorioso apeteciera la conclusión de la guerra; pero el marqués de Espínola, al mismo tiempo que buen general, era amante del bien y hombre de discreción y de talento, y conocía y quería lo que muchos años antes que él hubieran debido conocer y querer los reyes y los ministros de España.
Las provincias obedientes habían ya mostrado en muchas ocasiones su deseo de venir a acomodamiento con sus antiguas hermanas, y bien necesitaban descansar para reponerse de tantos esfuerzos y quebrantos. Y al archiduque Alberto, que lejos de gustar las dulzuras no había probado sino los sinsabores de su soberanía casi nominal, no le desagradaba la idea de concierto. Entendiéronse bien en esto el archiduque y el marqués; mas era una dificultad la manera de proponerlo y tratarlo, por lo que la reputación y el amor propio padecían, y lo que se ensoberbecerían los rebeldes, que casi nunca habían querido dar oídos a pláticas de paz, habiendo de ser ellos los primeros a moverlas, exponiéndose a una repulsa humillante.
Parecioles buen intermediario el padre Fray Juan Ney, comisario general de la orden de San Francisco, residente en Bruselas, que había estado algún tiempo en España y tenía muchos amigos holandeses, y era hombre muy acepto a los naturales del país, y muy adecuado para semejantes manejos. Tomó sobre sí el buen religioso la misión de explorar la disposición de los Estados por medio de un mercader holandés, hombre de cuenta y grande amigo suyo. La respuesta de las Provincias Unidas fue poner por primera condición para tratar de cualquier concierto el reconocimiento de su libertad e independencia. Repugnábale al archiduque la condición que le imponían, pero creyó que la necesidad exigía ceder a ella por las consideraciones que antes hemos expuesto, y de todo dio cuenta a España. Hallaron sus razones buena acogida en el rey y en su primer ministro, de modo que con su consentimiento resolvió enviar al mismo comisario general a la Haya a hacer la propuesta en el Consejo de los Estados generales. El resultado de esta misión fue acceder las Provincias a una suspensión de armas por ocho meses a comenzar desde mayo próximo (1607), declarando los archiduques en escritura particular que convenían en la suspensión de hostilidades con las Provincias Unidas, como con provincias y estados libres, sobre los que no tenían pretensión alguna. Este tratado le había de ratificar el rey de España dentro de tres meses. La publicación de este primer paso produjo en los pueblos de ambas partes grandes demostraciones de alegría{1}.
En este intermedio una escuadra holandesa de veintiséis buques de guerra había acometido y tenido un recio y sangriento combate en la bahía de Gibraltar con una flota española de veintiún bajeles, mandada por don Juan Álvarez Dávila. Ambos almirantes, el español y el holandés, murieron en la refriega, pero la armada española quedó toda destruida, con pérdida de más de dos mil hombres, y la holandesa pasó a las Azores a esperar, como de costumbre, los navíos mercantes que venían de la India. Con motivo de este contratiempo el archiduque insistió con los Estados de las Provincias Unidas en que el armisticio se entendiera también en lo tocante a la guerra de mar, a lo cual accedieron no sin alguna dificultad y repugnancia los Estados.
Volvió a poco tiempo a Bruselas el padre Ney, que había venido a España a negociar la ratificación de Felipe, la cual iba redactada en términos generales y en forma tal que desde luego se sospechó no había de ser bien recibida de las orgullosas provincias. En efecto, llevada a Holanda por el secretario del archiduque, Verreiken, rechazáronla como inadmisible, ya por no contener la cláusula explícita de su independencia, ya por titularse en ella a los archiduques príncipes de los Países Bajos, ya por estar firmada «Yo el Rey,» como acostumbraba a firmar entre sus súbditos, y por otros semejantes reparos. Menester le fue a Verreiken valerse de toda su discreción y prudencia, y asegurarles de la buena intención del archiduque y del rey de España, y prometerles que dentro de seis semanas llegaría una segunda ratificación en términos tan explícitos como ellos podrían apetecer, para que en aquel momento no quedaran rotas las negociaciones. Exigieron ellos que el documento hubiera de ir escrito en latín, en francés o en flamenco, y firmado con el propio nombre de Felipe, y para evitar toda ambigüedad dieron a Verreiken la minuta del documento en las tres lenguas. De esta manera humillaban ya unas pocas provincias rebeldes al soberano y a la nación que había sido por más de un siglo y debía continuar siendo la más grande de la tierra. Hizo no obstante Felipe III su segunda ratificación, en la cual declaraba ya la libertad de las Provincias, pero incluía ciertas condiciones en materia de religión, iba en lengua española, y la firmaba «Yo el Rey» como la primera. Grandes altercados y debates produjo este segundo instrumento en el Consejo de los Estados; desechábanle unos con soberbia altivez, proponiendo que se contestara con nueva declaración de guerra; defendíanle otros como admisible, bien que con la protesta de que en el tratado no se estipularía nada contrario a su libertad; y después de acalorados discursos en pro y en contra se despachó a los comisionados diciendo que las Provincias harían saber a su tiempo su determinación.
Noticiosas ya de estos tratos las potencias de Europa, todas quisieron intervenir y tomar parte en ellos, llevando cada cual sus particulares fines y miras, según sus especiales intereses. El emperador Rodolfo II de Alemania, Enrique IV, de Francia, Jacobo I de Inglaterra, y hasta el rey de Dinamarca, y el elector Palatino, y el de Brandenburg, y el landgrave de Hesse, y otros príncipes alemanes, todos se movieron, y todos enviaron sus embajadores a Holanda, de modo que se hizo ya cuestión verdaderamente europea. Trabajábase con ardor, se celebraban frecuentes reuniones, se pronunciaban fervorosos discursos, cada cual se creía con mayor derecho a intervenir en la negociación, y uno de los que ejercían más influencia para con los holandeses era el embajador francés: tanto este como el de Inglaterra aspiraban a que sus soberanos se hicieran por lo menos necesarios al rey de España como precisos mediadores.
A la cabeza del partido contrario a toda idea de concordia o transición se hallaba el príncipe Mauricio de Nassau, al cual y al príncipe de Orange su padre debían en verdad los confederados el gran poder que habían adquirido. Este insigne general, que tanto había trabajado por la independencia de los Estados, que con tanta reputación desempeñaba el mando superior de las armas, que acaso aspiraba como su padre al principado de las Provincias, y que temía descender con la paz de la alta consideración a que la guerra le había elevado a él y a su familia, toda colocada en los primeros puestos militares, era un apóstol fervoroso contra las negociaciones de acomodamiento. En un discurso que pronunció en el Consejo de los Estados generales declamó con vehemencia contra los engaños y artificios que decía ocultar la insidiosa política de España en aquellas propuestas y negociaciones; que su intención era adormecerlos con aquellos tratos para subyugarlos y tiranizarlos mejor cuando los vieran desapercibidos, mientras la España reparaba sus quebrantadas fuerzas y reponía su agotado tesoro; que harto demostraba su mala fe en el tortuoso manejo de aquella negociación, y en los términos ambiguos y capciosos de las dos ratificaciones, escritas ambas en lengua española, cuya verdadera fuerza y sentido no podían los flamencos comprender bien, para envolverlos tal vez en un lazo. Y sobre estas alegó otras no menos fuertes razones, concluyendo por aconsejar la continuación de la guerra, y por exhortar a sus compatriotas a ser libres, puesto que para serlo no necesitaban de la declaración del rey. Causó gran sensación este discurso en el Consejo, y no dejó de mover los ánimos de muchos.
Pero habló después el abogado general de la provincia de Holanda, Juan Barnevelt, elocuente orador y excelente patricio, y con tal fervor y con tan sólidas razones demostró la necesidad y las ventajas de la paz, o por lo menos de una larga tregua que permitiera a las Provincias reponerse de las pérdidas y de los sacrificios de tan prolongada lucha, que aun suponiendo que la España no la propusiera de buena fe, todavía sería conveniente aceptarla. «Porque si un día los españoles, decía, quisieran resucitar sus pretendidos derechos sobre nosotros, ¿qué perjuicio podría resultarnos? ¿Serían ellos por ventura los jueces de esta causa? En tal caso acudiríamos al tribunal del mundo, y también al juicio de las armas, donde los ejércitos en casos tales dan las sentencias, y por la mayor parte la justicia consigue las victorias. Y así poco importa que sean sinceros o engañosos sus fines, como entonces no nos puedan oprimir con sus fuerzas. De este peligro es menester que sobre todo nos procuremos asegurar, y esto consiste en uno de dos remedios, o continuar la guerra creciendo con ella nuestras necesidades, o acabarla con algún acuerdo de que se pueda esperar ver siempre mejor aseguradas nuestras cosas.» Estas y otras razones del ilustre abogado, escuchadas con religioso silencio, parecieron tan convincentes, que después de algunas consultas se determinó por los Estados generales aceptar la ratificación; y como hubiese espirado ya el plazo de la suspensión de armas, se prorrogó de nuevo por una y otra parte hasta la conclusión del tratado, y se procedió a la elección de plenipotenciarios tratadores.
Señalose para celebrar las conferencias la ciudad de la Haya, con gran disgusto y amargas quejas de los españoles, que con razón exclamaban: «¿es posible que España haya llegado a tal grado de abatimiento y de degradación que hayan de ir nuestros diputados a la casa de los propios enemigos, y no hayan de venir siquiera ellos a una ciudad nuestra para tratar de paz?» Pero a todo accedieron las cortes de Madrid y de Bruselas. Los diputados por parte del archiduque fueron el general marqués de Espínola, el presidente Richardott, y los secretarios Mazididor y Verreiken, a los cuales se agregó el padre Ney: las Provincias nombraron un diputado por cada una, siendo entre ellos los más notables el conde Guillermo de Nassau, el de Brederode, y el célebre abogado Barnevelt, el grande apóstol de la paz, espíritu y alma de la negociación. En febrero (1608) se reunieron todos en la Haya, y verificados los poderes comenzaron las conferencias.
Propusieron los confederados que el primer artículo fuese el reconocimiento de la independencia absoluta de las Provincias Unidas, con renunciación de parte del rey y del archiduque de pretender nunca ningún derecho sobre ellas, absteniéndose de usar título, escudo y armas reales. Por arrogante y dura que pareciera esta condición a los españoles, después de muchos debates concluyeron por admitirla los archiduques, siempre que en compensación de este sacrificio se abstuvieran las Provincias de toda especie de comercio y navegación en las Indias. A su vez pareció a los holandeses dura e inadmisible esta cláusula, y sobre ella hubo fuertes y acaloradas contiendas; y como ni unos ni otros quisiesen ceder sobre este punto, propusiéronse diferentes partidos conciliatorios, que tampoco fueron adoptados. En vista de tantas dificultades acordaron los archiduques enviar a España al comisario Ney para dar cuenta al rey de lo que pasaba, y consultarle especialmente sobre el punto del comercio de Indias. Otro de los más difíciles de arreglar era el concerniente a la religión, pretendiendo los españoles el libre ejercicio de la católica en las Provincias, y negándose los confederados a admitir esta propuesta que miraban como sospechosa{2}. Iguales disputas surgieron sobre restitución o permuta de las plazas y territorios recíprocamente tomados durante la guerra. El padre Ney tardaba en volver de España, y entretanto el monarca francés ajustó un tratado de confederación con las Provincias Unidas, sincerándose con la corte de Madrid so pretexto de facilitar mejor por aquel medio la paz de que se trataba. Con esto logró Enrique IV su antiguo intento de hacerse necesario al rey de Castilla.
Viendo los diputados de las Provincias que las pláticas se dilataban indefinidamente y que el padre Ney no llegaba, apretaban por que se les diese una respuesta categórica. La que se les dio fue, que el rey accedía al reconocimiento de su independencia, pero siempre que ellos por su parte renunciaran a la navegación de las Indias, y permitieran en sus países el libre ejercicio de la religión católica. Agriáronse ellos de tal modo con esta contestación, que la negociación de la paz estuvo a punto de romperse, a lo cual empujaba con todo género de esfuerzos el príncipe Mauricio. Entonces el rey de la Gran Bretaña reclamó también su derecho de mediación, que Felipe III aceptó igualmente que la del francés, enviando al efecto embajadores a París y a Londres{3}. En su virtud los de Francia e Inglaterra propusieron al Consejo de los Estados a nombre de sus reyes una tregua larga, sobre la base del reconocimiento de su independencia y de la libre navegación de las Indias, y lo mismo propusieron a los diputados católicos. Estos no lo recibieron del todo mal; aquellos consultaron a las Provincias, de las cuales las más se adhirieron gustosas, a excepción de Zelanda, donde mandaba con suprema autoridad el príncipe Mauricio, y la ciudad de Amsterdam en Holanda. Grandemente y con tanta discreción como esfuerzo trabajó el presidente Jeannin, representante de Francia, por cortar esta discordia, que estuvo muy en peligro de producir una ruptura, hasta que consiguió reducir a los zelandeses. Ayudáronle también con sus buenos oficios encaminados al mimo fin los embajadores de Inglaterra.
Faltábales negociar el asentimiento del rey y de la corte de España, que repugnaban otorgar las condiciones de independencia y de libre navegación para una nueva tregua, y no para una sólida paz. A vencer este nuevo obstáculo dirigieron con toda eficacia sus gestiones aunadamente los plenipotenciarios inglés y francés. En el mismo sentido esforzaba sus razones el archiduque para con el rey su primo. A este intento envió a Madrid a su confesor Fray Íñigo de Brizuela, sujeto de mucha doctrina y de larga experiencia en las cosas de Flandes. Y entre tanto convinieron los embajadores y los diputados en que sería mejor para concluir sus pláticas trasladarse a Amberes, como lo verificaron, con gran contentamiento de los archiduques, a principios del mes de febrero (1609). De nuevo se trataron allí todos los puntos, sin darse mucha prisa para esperar los efectos de la comisión del padre Brizuela. Esta vez, aunque no faltaron disputas y contradicciones, se fue viniendo a concierto sobre los más de los artículos. El relativo al comercio de Indias se redactó en términos tan ambiguos, que solía decir el presidente Richardott que él mismo no le entendía. El confesor Brizuela por su parte logró disipar los escrúpulos que el rey o aparentaba o tenía, especialmente en lo que se refería al punto de religión, o mejor diremos, consiguió del duque de Lerma, que era el verdadero depositario de la autoridad real, la aprobación de lo que de allá venía propuesto.
Ajustado pues y convenido todo al cabo de tanto tiempo y de tantas dificultades, vueltos los padres Ney y Brizuela a los Países Bajos, y dada cuenta de todo a las Provincias por los compromisarios tratadores, se quiso dar al convenio toda la solemnidad posible. A este fin se congregó la grande asamblea de los Estados en Bergh-op-Zoom, donde es fama se reunieron hasta ochocientos diputados, y se aprobó y firmó el tratado por ambas partes el 9 de abril (1609), debiendo ratificarle, como lo hizo, el rey de España dentro del término de tres meses.
El tratado comprendía treinta y ocho artículos, de los cuales los principales eran: que los archiduques, en su nombre y en el del rey de España, pactaban con los Estados generales de las Provincias Unidas, como con provincias y estados libres, sobre los cuales nada tenían que pretender: que se estipulaba entre unos y otros una tregua de doce años, cesando mientras durase todo acto de hostilidad por mar y por tierra en todas sus respectivas posesiones y señoríos sin excepción: que cada cual retendría las provincias, ciudades y plazas que al presente poseía: que los habitantes de unos y otros países podrían entrar y salir y morar indistintamente los unos en los de los otros, y comerciar libre y seguramente por tierra y por mar, pero solamente en las provincias, países y señoríos que el rey de España tenía en Europa. Los demás capítulos se referían a intereses más secundarios{4}.
Tal fue el célebre tratado de la tregua de doce años, que volvió a aquellos países el reposo después de cerca de medio siglo de funestas alteraciones y costosísimas guerras; que aseguró la independencia de la república de las Provincias; pero en que España, descendiendo a pactar como de potencia a potencia con unos pocos súbditos rebeldes, dejándose imponer de ellos humillantes condiciones, dio por perdidos los sacrificios de hombres y de tesoros de más de cuarenta años, y puso de manifiesto a los ojos del mundo la flaqueza a que había venido y la impotencia en que iba cayendo.
{1} En la relación de este importante acontecimiento seguimos a en lo sustancial a un buen testigo presencial de todas las negociaciones que mediaron, a saber, al cardenal Bentivoglio, el cual escribió una historia particular de ellas. «En aquel mismo tiempo (dice este autor) fui yo nombrado para la nunciatura de Flandes, y llegué a Bruselas puntualmente cuando sucedió la suspensión de armas.» «En este estado (dice después) se hallaban las cosas que se trataban en Flandes, cuando yo llegué a Bruselas, que fue al principio de agosto del mesmo año de 1607. Y no se podrá decir cuán alborozados estaban los ánimos en todas partes con la esperanza del efecto que se había de seguir...»
{2} «A este efecto, dice el cardenal Bentivoglio, yo no había faltado de hacer eficacísimos oficios con los archiduques... y sin duda debían haber procurado las Provincias Unidas tener satisfechos a los católicos que en ellas vivían; pero prevaleciendo con los herejes que gobernaban el odio contra la religión católica... &c.»
{3} A París fue el marqués de Villafranca don Pedro de Toledo, a Londres don Fernando Girón, que se hallaba entonces en Flandes.
{4} El cardenal Bentivoglio dedica todo el libro VIII y último de su Historia de las Guerras de Flandes a la relación de todo lo que aconteció en estas negociaciones hasta el tratado definitivo, del cual hizo además una historia separada.– Van Meteren, Historia de los Países Bajos, cap. 26.– Archivo de Simancas, Estado, Serie 4.ª, legajo n.º 2637.– Recueil des Traités, Amberes, 1700: con las Observaciones de Amelot de la Houssaie.