Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro III Reinado de Felipe III

Capítulo IV
La expulsión de los moriscos
De 1598 a 1610

Corsarios berberiscos y turcos.– Choques continuos de las naves españolas con ellos.– Empresas navales de España e Italia contra África y Turquía.– Embajada al shah de Persia.– Alianza de Felipe III con el rey del Cuco.– Sentidas quejas y enérgicas reclamaciones de éste.– Relaciones secretas de los moriscos de Valencia con los berberiscos y turcos.– Conjuraciones y planes que se les atribuían.– Situación de los moriscos de España.– Proyectos de expulsión en el anterior reinado.– Sermón profético.– Fogosa representación del arzobispo de Valencia a Felipe III pidiendo la expulsión total de los moriscos.– Inteligencias de estos con los franceses.– Segundo y más fuerte papel del arzobispo Ribera al rey.– Singular acusación que hacía a los cristianos nuevos.– Laboriosidad, economía, carácter y costumbres de los moriscos.– Interésanse por ellos los nobles de Valencia.– Congreso de prelados y teólogos para tratar de su conversión.– Consejo del duque de Lerma al rey.– Decreta Felipe III la expulsión de todos los moriscos del reino.– Grandes preparativos por mar y tierra para su ejecución.– Edicto real para la expulsión de los moriscos valencianos.– Bando del virrey.– Principia el embarque.– Excesos que con ellos se cometen.– Resiéntense los de algunos valles y sierras, y nombran su rey.– Guerra de algunos meses.– Derrota de los moriscos, suplicio del titulado rey, y expulsión definitiva de los de Valencia.– Bando para la expulsión de los de Andalucía y Murcia.– Emigran unos, y son embarcados otros.– Edicto para los de Aragón.– Memorial de los diputados del reino en su favor desestimado por el rey.– Salen a diferentes puntos.– Malos tratamientos que sufren.– Edicto para los de Cataluña.– Ídem para los de Castilla y Extremadura.– Complétase la expulsión.– Consecuencias y males que empezaron a sentirse.– Juicio del autor sobre esta providencia.– Como medida económica.– Como medida religiosa.– Como medida política.
 

Con el tratado de Vervins de 1598, con el de Londres de 1604, y con el de la tregua ajustada en abril de 1609, había ido comprando España, con más o menos sacrificio de su honra nacional, la paz con Francia, con Inglaterra y con las Provincias Unidas de Flandes, las tres guerras que le habían consumido sus hombres, agotado sus tesoros y robado sus brazos a la agricultura, al comercio y a las artes. Quedábale la guerra con los berberiscos y los turcos, en que distraía sus fuerzas, parte por necesidad, parte por el espíritu, de tantos siglos heredado, de buscar y combatir do quiera que estuviesen los enemigos de su religión.

Indicamos ya en otro capítulo que los corsarios berberiscos infestaban de tal modo nuestras costas del Mediterráneo, y habían infundido tal terror en los pueblos del litoral, que apenas se atrevía a salir un bajel español de nuestros puertos, costaba velar día y noche para librarse de tan feroces enemigos, y nuestras galeras tenían que emplearse asiduamente en rechazarlos y limpiar de ellos los mares, y no pocas veces se hacían formales expediciones y se enviaban numerosas fuerzas navales a los puertos de la costa berberisca. Entre ellas fue una de las más notables la que en 1601 hizo el almirante genovés Juan Andrea Doria saliendo de los puertos de Sicilia con setenta galeras y diez mil hombres de desembarco genoveses y españoles, con los cuales se puso en poco tiempo a la vista de Argel. Pero la detención de un día en atacar la ciudad, entonces casi indefensa por la ausencia de los piratas, y una tempestad que se levantó y maltrató la flota y la obligó a retirarse a Mallorca y Barcelona, fueron la causa de que se malograra aquella costosa empresa. El rey y el de Lerma sintieron mucho el resultado infructuoso de una expedición en que habían mostrado el mayor interés, y fundado lisonjeras esperanzas. No dejaron de hacerse cargos al príncipe Doria, y se creyó, o que el rey le retiraría el mando de la armada, o que él le renunciaría, bien que ni uno ni otro se verificó entonces{1}.

Queriendo al mismo tiempo abatir el poder del Turco, despachó Felipe III una embajada al rey de Persia, compuesta de tres religiosos agustinos, varones de virtud y santidad, para persuadirle que hiciera la guerra al Sultán de Turquía, ofreciendo que él la haría también por Europa y por África. La embajada surtió el efecto que se apetecía (1602). El Persa declaró la guerra al gran Turco, y se la hizo a sangre y fuego, respondiendo con obras, como él decía, a lo que le pedía «el gran rey de España;» y para asegurar de su amistad al monarca español envió a su vez un embajador a Castilla, con cartas en extremo afectuosas, en que llamaba a Felipe el mayor soberano del orbe, «que tiene el sol por sombrero, a cuya sombra vive toda la cristiandad, cuyos vasallos son tantos como las estrellas del cielo, que no hay otro que tenga mano en el mundo como don Felipe rey de España{2}.» Pero todo lo que por su parte hizo el mayor soberano del orbe se redujo a que el marqués de Santa Cruz, general de las galeras de Nápoles, salió con su escuadra (1603), apresó algunas embarcaciones de corsarios, acometió las islas de Zante, Pathmos y algunas otras, las saqueó, hizo lo mismo al regreso con Durazo, y se volvió a Nápoles cargado de botín y con muchos prisioneros. En cambio, los piratas turcos venían a insultar el pabellón español a las aguas de Gibraltar; y si don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, les apresó algunos bajeles después de un combate muy reñido en el estrecho (1605); si don Luis Fajardo con doce navíos se alargó más adelante (1609) hasta la Goleta e hizo grande estrago en la armada reunida de los corsarios turcos, genoveses e ingleses anclada en aquel puerto, y volvió a Cerdeña y Cartagena con buena presa, todas estas eran expediciones pasajeras, gloriosas sí, pero insuficientes a quebrantar el poder del imperio otomano, porque no eran resultado de un plan combinado y constantemente seguido{3}. Para hostilizar a los turcos por la parte de África, hizo también alianza y amistad con el rey de Cuco, pequeño reino formado en la costa africana{4}, el cual era decidido enemigo de la gente turca, y tenía que defender de ella su reducido estado. El rey don Felipe le ofreció auxilios de dinero, de hombres y de naves. Pero si el Shah de Persia tenía motivos para quejarse de la poca ayuda que le daba el monarca español en la guerra a que él mismo le había excitado, el rey de Cuco no se mostraba menos quejoso del comportamiento de Felipe. «Hago saber a V. M., le decía en una carta, he venido a pelear con los turcos nuestros comunes enemigos, y me ha ido muy bien, pero me va muy mal con los míos, que quieren paz, fundándose en que las cartas de V. M. y las promesas de su embaxador nunca se han cumplido ni cumplirán, sino que nos entretendrán hasta que nosotros nos acabemos; y porque me temo dellos más que de mis enemigos, y soy avisado que me debo guardar dellos, aviso a V. M. para que me socorra con el dinero y paños que pudiere para tenerlos contentos y remediar su pobreza, y enviarme luego con el alcaide Suliman y Qudemelec mis embajadores, y si estos se detienen aguardando la armada, enviéseme con la escuadra que viniere a mi socorro con el dicho embaxador, aunque me lo quiten de las municiones, que me hacen grande falta, particularmente las que se han dejado en Mallorca con los paños, y también otras piezas sueltas y mosquetes. Dios guarde a V. M. De las tiendas, a veinte de la luna, &c.»

Todavía más fuerte, más franco y más explícito el reyezuelo moro con el gobernador español de Mallorca don Fernando de Zanoguera, usando un lenguaje que rebosaba sentimiento y energía, le escribía con fecha 30 de agosto de 1603{5}: «La de V. S. recibí, y estoy maravillado de ver estas cosas que conmigo se acen tan fuera de lo que yo merezco, que tres beces me an dicho ya viene la armada y no e bisto siquiera una galera, abiendo yo siempre cumplido mi Real palabra tiniendo tantas ocasiones para quebrarla, y un rey de España tan poderoso sienpre me la a faltado, suplico a V. S. que sea parte para que siquiera beinte galeras bengan a esta costa para que bean que S. M. se acuerda de mí, y mis enemigos me teman y mis amigos me amen para que yo pueda mejor serbirle. El que esta lleva es el capitán Ruiz a cuya relación me remito, que a bisto si soy fiel a S. M. u no.– Aráme merzed V. S. de darle lo que fuere servido de ayuda de costa, porque si las galeras no bienen a de yr a quexarse al Rey en mi nombre y no tiene ningun dinero ni yo se lo puedo dar: el gran Dios prospere a V. S. Del Cuco a 30 de agosto, 1603.

Si bienen galeras, bengan algunos hombres principales, que me bean la cara y me den la mano y darla yo de ser siempre buen amigo del Rey de España, y si no bienen, no creeré que S. M. quiere sino burlar de mí.»

De este modo reconvenía un pobre reyezuelo africano al soberano de dos mundos, y le hacía cargos por la falta de cumplimiento de sus ofertas, y le presentaba como ejemplo el moro cómo cumplía él su palabra real. ¿Quién en otro tiempo, y no muy remoto, se hubiera atrevido a usar tal lenguaje con los poderosos últimos reyes de Castilla? Pero en verdad ¿cómo podía el tercer Felipe de España dar eficaz ayuda ni al persa ni al moro, sin un escudo en las arcas reales, no alcanzando lo que del Nuevo Mundo venía para atender a lo de los Países Bajos, empleadas las fuerzas navales españolas en temerarias expediciones a Inglaterra e Irlanda, en enviar socorros marítimos y terrestres a Flandes, en defenderse en el Mediterráneo y en el Océano contra ingleses y holandeses, contra berberiscos y turcos? Felipe III y el de Lerma abarcaban imprudentemente mucho más de lo que podían, y por fruto de su ineptitud y de su indiscreción recogían humillaciones. Lo único que lograron en África fue la posesión de la plaza de Larache (1610), que les facilitó en premio de un socorro el destronado rey de Fez y de Marruecos Muley Xeque{6}.

De mantener correspondencia secreta con los berberiscos y turcos, y de excitarlos y animarlos a que invadieran la España, prometiéndoles juntarse con ellos y asistirles con numerosas fuerzas hasta proporcionarles apoderarse del reino, se acusaba años hacía a los moriscos españoles, especialmente a los que moraban en el reino de Valencia, a cuyas costas solían con más frecuencia arrimarse los piratas africanos. Como tales conspiradores se los denunciaba al rey y al gobierno, pidiendo medidas severas para precaver y castigar la traición, y esta fue la causa principal en que se fundó el duque de Lerma para aconsejar al rey la expulsión general de todos los moriscos de España, que fue el acontecimiento interior de más bulto y de más trascendencia del reinado de Felipe III. Por lo mismo es fuerza que examinemos este y los demás motivos que sirvieron de fundamento a la expulsión, el modo como fue ejecutada, y los resultados que produjo en bien o en mal del reino.

El lector recordará de cuán severas medidas, de cuántas persecuciones habían sido objeto los moriscos de España, primero en el reinado de los Reyes Católicos, después en los de Carlos I y Felipe II: los bautismos forzosos, las conversiones fingidas, las rebeliones, las guerras, los encuentros, las predicaciones, los desarmes, los planes de exterminio, las providencias de toda especie que con ellos se habían tomado hasta los últimos tiempos del segundo Felipe{7}. Diseminados, en más o menos número, por casi todas las comarcas de la península, y más desde la expulsión de los de Granada, ni habían dejado de ser blanco de la enemiga de los cristianos más exaltados y ardientes, ni ellos habían renunciado con sinceridad, al menos en gran parte, a sus antiguas prácticas y supersticiones, ni los medios que se habían empleado para convertirlos a la fe y refundirlos en el pueblo católico habían sido los más acertados, ni dejaba de imputárseles, con más o menos fundamento, delitos privados y conjuraciones políticas, ni había faltado nunca alguno que aconsejara y propusiera a los reyes su expulsión definitiva y total. Ninguno sin embargo se había atrevido o había creído conveniente ejecutar ni ordenar esta terrible medida. Es notable la contestación que sobre este punto dio el secretario de Felipe II, Francisco de Idiáquez en 1595 al secretario Mateo Vázquez. «Van cuatro consultas de mi mano (le decía) que se hubieron en consejo de Estado sobre esta materia, y son las que vtra. md. tenía allá y me volvió para hacer esta diligencia, y otro papel impreso que el señor Gassol me envió por orden de S. M. en la misma materia, de persona más zelosa que práctica en ello, pues afirma entre otras cosas que por la mucha copia de gente ai carestía en España, y que la tierra que ocupan los moriscos y alimentos que gastan sería mejor que sirvieran a los naturales; siendo el primer presupuesto falsísimo, pues de 200 años acá, y aun de 500, no a avido tan poca gente en España, y agora 1000, y 1500, y 2000 avia mucha más, y nunca a avido tanta carestía; y si fuese tan buena y segura la habitacion desta ruin gente entre nosotros como es provechosa y cómmoda, no avia de aver rincon ni pedazo de tierra que no se les deviesse encomendar, pues ellos solos bastarían a causar fecundidad y abundancia en toda la tierra, por lo bien que la saben cultivar, y lo poco que comen, y también bastarian a baxar el precio de todos los mantenimientos, y desto se podría venir a baxarles en las otras cosas de hechura, poniéndoles su tasa, de manera que no la poca gente causa barato, antes la mucha, si trabaja, y la carestia la causa el vicio y holgazanería, lujo y superfluidad demasiada indistinta en toda suerte de gente y estados, escepto si no fuese en tierras estériles, o donde todo se a de tener de acarreo y costar mucho los portes... y en la materia de que tratamos no se a de presuponer que ai utilidad temporal para las haciendas y barato en echarlos, que no le ai sino daño, pero este es de ninguna consideración a trueque de quitar el cuchillo de nuestras gargantas, como le tenemos mientras estos están entre nosotros de la manera que están y nosotros de la manera que estamos... De Madrid a 3 de octubre de 1595.– Francisco Idiáquez.{8}»

Reservado estaba dar este golpe a Felipe III y a su primer ministro el duque de Lerma, que ya en otro tiempo siendo virrey de Valencia había mostrado un odio profundo a los moriscos, y los había vejado y atormentado, y empleado contra ellos la milicia efectiva. Parece ciertamente que habló con espíritu profético el padre Vargas, cuando predicando en Ricla el día del nacimiento del príncipe don Felipe (14 de abril, 1578), en un arranque de fervor apostrofó a los moriscos aragoneses diciendo: «Pues que os negáis absolutamente a venir a Cristo, sabed que hoy ha nacido en España el que os habrá de arrojar del reino.»

Uno de los prelados que con más ardor y más celo se habían consagrado a la conversión de los moriscos era el arzobispo de Valencia, patriarca de Antioquía, don Juan de Ribera{9}; el cual, ya excitando a los obispos sufragáneos de su metrópoli a que le ayudaran en esta santa obra, ya empleando en la predicación y enseñanza a los eclesiásticos de su arzobispado, ya alcanzando edictos de gracia de los pontífices por determinado tiempo, ya dedicando una parte de las rentas de la mitra a los gastos de las misiones y a la fundación de seminarios y escuelas{10}, no perdonaba ninguno de cuantos medios puede sugerir el fervor religioso al más infatigable catequista. Pero el fruto no correspondía a la semilla que con tan laudable fin derramaba. La Inquisición con su intolerancia y su dureza solía o inutilizar o contrariar los edictos de gracia; los moriscos eran en lo general obstinados, y muchos de ellos ignorantes en materias de religión, y los eclesiásticos encargados de doctrinarlos tampoco eran sobradamente instruidos, ni de sobra prudentes y discretos. El mismo arzobispo Ribera, que en medio de su buen celo adolecía algo de impaciente, sin dar tiempo a que pudiera fructificar su semilla, había aconsejado ya la expulsión a Felipe II; y como ni este monarca ni sus más ilustrados ministros se determinaran a hacerla, esperando hallar mejor acogida en el duque de Lerma y en Felipe III, dirigió a este soberano un largo escrito (1609), mostrándole la necesidad de expulsar de España toda la gente morisca.

En este papel manifestaba el venerable patriarca que casi todos los moriscos eran apóstatas pertinaces e incorregibles, y que hablando con propiedad no debían llamarse moriscos, sino moros: que se correspondían los de Valencia y Aragón con los de Castilla y Andalucía, y todos ellos con los moros de Argel y con los corsarios berberiscos y turcos: en todas partes veía el buen prelado inminentes peligros de perderse el reino; recordaba la ruina de España en tiempo de don Rodrigo, y temía que sucediera otro igual caso, si la acometían los turcos, y los ingleses, y los franceses, todos los enemigos de España, de acuerdo con los moriscos de dentro. ¿Se había perdido la Armada Invencible enviada contra Inglaterra? Era un aviso del cielo, decía el prelado, para que se extirpara de España la herejía. ¿Se había malogrado la empresa de Argel? Era un suceso providencial para enseñar al rey que no es allí sino dentro de España donde debe emplear sus fuerzas contra los herejes.– Aunque el rey, el duque de Lerma su ministro, y Fray Gaspar de Córdoba su confesor, todos contestaron al prelado muy satisfechos de su celo por la religión{11}, todavía no se tomó providencia contra los moriscos. Y eso que, según un papel anónimo que por aquel tiempo había aparecido en Sevilla, los moriscos de Andalucía trataban de alzarse, en combinación con los demás de España y los de África, y de las diligencias que en virtud de este aviso hizo el asistente de aquella ciudad resultó haberles encontrado doscientos barriles de pólvora y muchas armas escondidas{12}. Pero estaban entonces el rey y el gobierno muy ocupados con las guerras exteriores.

Si tal vez aquella conspiración no era cierta, éralo que por aquel tiempo andaban tramando ciertos planes los moriscos valencianos con los franceses de Bearne y del Rosellón, y que se cruzaban emisarios de una parte a otra, y aun tentaron algunos aprovechar la hostilidad de la reina de Inglaterra contra España{13}. Sin que tuviera noticia de estos tratos dirigió el arzobispo Ribera al rey una segunda memoria, más violenta y más fuerte que la primera, sobre la necesidad y la obligación de limpiar el reino de los fingidos conversos o cristianos nuevos; y como le horrorizara la idea del exterminio o matanza de tantos millares de hombres, proponía como término medio la expulsión, y señalaba la manera cómo convendría ejecutarla, y respondía a las dificultades que podían ofrecerse (1602). Es singular uno de los cargos que hacía a los moriscos el reverendo patriarca. Decía que siendo ellos codiciosos de dinero y atentos a guardarlo, y dedicándose a los oficios y artes más a propósito para adquirirlo, venían a ser la esponja de la riqueza de España; y la mejor prueba de ello era, que habitando en lo general en lugares pequeños y en tierras estériles, pagando a los señores el tercio de los frutos y estando tan cargados de fardas (era el nombre del tributo que pagaban moros y judíos), todavía eran ricos, mientras los cristianos, que cultivaban las tierras más fértiles, se hallaban en la mayor pobreza{14}. De modo que de su laboriosidad y de su economía les hacía un delito y una acusación, cuando debiera presentarlo como un mérito{15}.

En efecto, dedicados los moriscos al ejercicio de la agricultura, del comercio, de los oficios mecánicos y de las artes útiles, de que habían llegado a hacerse casi los dueños; económicos, sobrios y frugales, si se quiere hasta rayar en avaricia y en miseria; sin lujo en las casas ni en los vestidos, a pesar de los enormes impuestos con que estaban gravados habían ido acaparando el dinero y adquirido un bienestar que aventajaba en mucho al de los españoles o cristianos viejos, menos laboriosos y más pródigos que ellos. No admitido entre ellos el celibatismo, no entrando en conventos, casándose todos bastante jóvenes, no diezmando sus hombres las guerras, a las cuales no eran llamados, no emigrando al Nuevo Mundo, y viviendo tan sobriamente como hemos dicho, aun en medio de la proscripción y de las dispersiones se habían ido multiplicando de una manera prodigiosa. La población morisca del reino de Valencia, que en el primer tercio del siglo XVI era insignificante, ascendía en 1573 a diez y nueve mil ochocientas familias; en 1699 se contaban ya veintiocho mil; a principios de siglo XVII se había aumentado en otras dos mil familias, y se tuvo por conveniente suspender el censo para no asustarse con la progresión que iba siempre presentando. He aquí una de las causas que, aparte del principio religioso, influían más en la animadversión con que los moriscos eran mirados por la población cristiana.

Pero patrocinábanlos, especialmente en Valencia, los nobles y señores, por la mucha utilidad que sacaban de ellos, y por las crecidas rentas que éstos como colonos de sus tierras les pagaban. Así, a la segunda memoria del patriarca Ribera respondieron ellos con otra, en que negaban las conjuraciones de moriscos que suponían inventadas por los monjes desde sus claustros, pedían pruebas jurídicas de ellas, señalaban como causa de su ignorancia en la fe la mala instrucción que les daban los sacerdotes, y hacían consistir el disgusto de los moriscos en la odiosa distinción que se establecía entre cristianos viejos y cristianos nuevos. Una y otra memoria fueron presentadas a las cortes (1604), mas ni las cortes ni el rey tomaron por entonces resolución. No eran sin embargo los moriscos tan inocentes como los señores valencianos los representaban, puesto que por aquel tiempo proseguían las inteligencias y las intrigas con los franceses, que descubiertas por uno de ellos mismos a fray Jaime Bleda, autor de una de las relaciones de la expulsión, y de las obras tituladas: Coronica de los moros de España, y Defensio Fidei in causa Morischorum, &c., produjeron la prisión, sentencia y ejecución de los principales autores y cómplices{16}.

No todos los prelados estaban por el exterminio ni por la expulsión de los moriscos como el de Valencia y el de Toledo, tío este último del duque de Lerma{17}. Al contrario, el de Segorbe, don Feliciano de Figueroa, que atribuía también como los nobles su ignorancia en la fe a la poca y mala instrucción que se les daba, solicitó del papa Paulo V mandase que los prelados del reino se congregaran para tratar de negocio tan grave. El pontífice, obrando como verdadero padre de todos los cristianos, y estimando muy justa la pretensión del prelado, despachó un breve al arzobispo de Valencia ordenándole que llamara a los obispos de Orihuela, Segorbe y Tortosa, y en unión con ellos y con los eclesiásticos más ilustrados viera de emplear los medios más convenientes y suaves para instruir, catequizar y convertir a los moriscos y cristianos nuevos (1606). En el mismo sentido escribió el rey don Felipe a él y a los demás obispos{18}. En su virtud se congregó una junta, compuesta de los cuatro prelados, a los cuales se agregaron de orden del rey un inquisidor, el virrey y capitán general de Valencia, marqués de Caracena, y nueve teólogos consultores, de ellos seis regulares y tres seglares, y se nombró secretario de ella al cronista Gaspar Escolano, historiador de Valencia{19}.

Sometiéronse a la discusión de esta junta las cuestiones siguientes: 1.ª Si los cristianos nuevos eran notoriamente herejes o apóstatas: 2.ª Si en conciencia se podía bautizar a sus hijos y dejarlos en poder de sus padres: 3.ª Si se podría obligarlos a confesar y recibir los demás sacramentos: 4.ª Si convendría que los moriscos tuvieran libertad de declarar sus dudas en materia de fe, sin que ellos y los que los oyeren incurriesen en pena y en la obligación de acusarlos. Sobre cada uno de estos puntos hubo largos debates. Las sesiones se prolongaron mucho (1608), y los moriscos andaban soliviantados y recelosos, sospechando que en la junta se trataba algo contra ellos. Afirmábanse cada día más en su sospecha; reuníanse en corrillos, conferían entre sí y se escribían los de unas a otras provincias para prevenirse y ponerse de acuerdo. Las sesiones de la junta duraron hasta marzo de 1609, en cuya época fueron enviados a la Suprema que había en Madrid para tratar de la misma materia, los memoriales, respuestas y capítulos que se habían dado a cada uno en la de Valencia. Pero antes de tomar deliberación sobre los mejores medios de instruir los cristianos nuevos, que había sido el objeto de las juntas, alarmado el duque de Lerma con los planes de conspiración, más o menos verosímiles, que cada día le denunciaban de los moriscos de Valencia, de Aragón, de Castilla y de Andalucía, persuadió a Felipe III de que la expulsión de los moriscos era indispensable.– «¡Grande resolución! contestó el débil monarca al ministro favorito: hacedlo vos, duque.{20}»

Coincidieron estas resoluciones con el tratado de la tregua de doce años hecho con las Provincias Unidas de Flandes, de modo que quedaban disponibles al rey todas las fuerzas marítimas y terrestres que había tenido empleadas en aquellas guerras. Así, una vez determinada la expulsión, y como si se tratara de la conquista de un gran reino, se dieron órdenes reservadas a los virreyes y capitanes generales de Nápoles, de Sicilia y de Milán, para que tuviesen prontas y dispuestas las galeras de sus escuadras y las compañías de sus tercios; y lo mismo se ordenó al marqués de Villafranca, general de las galeras de España, y se nombró a don Agustín Mejía maestre general de los ejércitos que se formaran en el reino. Poco tiempo después (4 de agosto, 1609), mandó el rey a Mejía que sin entrar en la corte y con todo sigilo partiese derecho a Valencia, y escribió al capitán general de aquel reino, marqués de Caracena, que tuviese apercibida la infantería de la milicia efectiva, y avisó de su resolución al arzobispo don Juan de Ribera, advirtiéndole se entendiese con don Agustín Mejía, que en su nombre le informaría de todo{21}. Luego que llegó Mejía a Valencia, comenzó a celebrar secretas y misteriosas conferencias con el virrey y el patriarca, se inspeccionaban los cuarteles, las fortalezas y castillos, y se abastecían de vituallas, municiones y dinero las plazas de la costa.

Tales y tan misteriosos aparatos, cuyo objeto se traslucía aunque no se declaraba, pusieron en recelo y alarma a los moriscos, que, como siempre en casos análogos, sacaron a luz antiguas profecías y fatídicas predicciones; agitábase el pueblo; y el estamento militar, después de expresar al virrey su sentimiento de ver tales aprestos de guerra sin que se les declarara el intento, y penetrado ya de que se dirigían contra los moriscos, despachó una embajada al rey, exponiéndole los inconvenientes que el reino padecería con la expulsión, la pobreza en que iban a quedar las iglesias y monasterios, los caballeros y señores que se sostenían de los censos que pagaban los moriscos, y que ascendían a cerca de doce millones; el menoscabo que sufrirían las rentas reales, y otros males que podría traer la desesperación de aquella gente. Mas en tanto que estos embajadores llegaban a la corte, afluían a las costas de Valencia numerosas escuadras, de Levante y de Mediodía, de Italia, de Portugal, del mar Océano, y apoderándose de todos los puertos desde Vinaroz a Alicante (setiembre, 1609), alojáronse las tropas de mar y tierra en los lugares, sierras y pasos convenidos. Entonces el virrey, marqués de Caracena, publicó el bando real que tenía en su poder, mandando que fueran expulsados todos los moriscos de aquel reino y trasportados a Berbería (22 de setiembre). Los principales capítulos de esta terrible ordenanza eran: –que en el término de tercero día todos los moriscos, hombres y mujeres, bajo pena de la vida, habían de embarcarse en los puertos que cada comisario les señalara: –no se les permitía sacar de sus casas más que la parte de bienes muebles que pudieran llevar sobre sus cuerpos: –no habían de ser maltratados, vejados ni molestados de obra ni de palabra: –durante la embarcación se les daría el necesario sustento: –cualquiera que encontrare a un morisco desmandado fuera de su lugar pasados los tres días del edicto, podía impunemente desvalijarle, prenderle, y hasta matarle si se resistía: –imponíase pena de muerte a los vecinos de cualquier lugar en que se averiguase haber quemado los moriscos, escondido o enterrado alguna parte de su hacienda: –en cada lugar de cien vecinos quedarían seis, los más viejos, escogidos por los señores entre los que hubieran dado más muestras de cristianos, para que pudieran enseñar a los nuevos pobladores el modo de cultivar los campos: –los niños menores de cuatro años podrían quedarse, si querían ellos y los padres lo consentían: –los menores de seis años, hijos de cristiana vieja, se quedarían con su madre, pero el padre, si era morisco, sería expulsado: –los que quisieran ir a otros reinos podrían hacerlo, pero sin cruzar ninguna de las provincias de España{22}.

Publicado el bando, tomadas las más exquisitas precauciones en la capital y pueblos principales, y nombrados los comisarios embarcadores, se dio principio a la ejecución. Aparte de una ligera resistencia que se notó en algunos lugares y que se venció fácilmente, iban acudiendo millares de familias moriscas a embarcarse en el Grao, en Denia, en Alicante y en Vinaroz, desde donde eran trasportadas a Argel, Túnez, Orán y otras ciudades de África, en que hallaban muy buena acogida y hospitalidad. Mas no tardaron en plagarse los caminos de cuadrillas de cristianos viejos, que asaltaban, robaban y asesinaban a los infelices moriscos que iban a embarcarse; lo cual por una parte obligó al virrey a tomar medidas y poner guardas en los caminos para limpiarlos de salteadores, y por otra produjo tal irritación en los moriscos de algunos valles y sierras, que fue causa de sangrientos choques, de muy lastimosas muertes y de que se paralizara por unos días la embarcación{23}. Deseosos no obstante muchos de ellos de alejarse de un país donde eran tratados peor que enemigos, y no fiándose de la seguridad que les daban los comisionados del virrey, pidieron ellos mismos se les permitiera embarcarse en buques de particulares fletados a su costa, y millares de ellos lo hicieron sin que gravara al Estado su trasporte. Eran conducidos con escolta hasta los puertos, y muchas veces los señores mismos protegían y acompañaban a sus vasallos. Así lo hicieron, entre otros, el duque de Gandía, el marqués de Albaida, el conde de Alamás, el de Cocentaina y el de Buñol, y alguno como el duque de Maqueda acompañó a sus vasallos de Aspe y Crevillente hasta Orán. Pero fue necesario prohibir el tráfico del trasporte en buques particulares, porque algunos patrones, codiciosos del oro de los desterrados, o los degollaban inhumanamente o los arrojaban al mar, cometiendo después los más brutales excesos con las mujeres y las hijas de aquellos desgraciados, como se cuenta del patrón Juan Bautista Riera, a quien en castigo le fue cortada la mano derecha y se le condenó a la pena de horca{24}. Fue, pues, necesario recurrir otra vez para los sucesivos trasportes a las naves del Estado.

Pero después, so pretexto de que los moriscos vendían sus haciendas y enseres al menosprecio para llevar algún dinero consigo (cosa muy natural en los que iban así expulsados, y no habían de poder disfrutar jamás de ello), y de que así privaban a los señores territoriales de lo que les correspondía heredar, el virrey y la audiencia prohibieron a los que habían de embarcarse toda venta de granos, aceite, casas, censos, tierras, derechos y acciones, inhibiendo a los cristianos viejos todo género de compra so pena de nulidad{25}, De este modo los expatriados a quienes el bando de proscripción cogió desprovistos de metálico, no pudieron proveerse de dinero, y sufrieron, además de las calamidades comunes a todos, los horrores de la pobreza y de la miseria.

Al paso que la mayoría se había resignado con su suerte, y obedeciendo sumisa el bando de expulsión se había apresurado, o prestádose al menos a cumplirle, hubo algunos que opusieron una resistencia desesperada. Los del Val de Ayora, los de la baronía de Cortes, los de Castellá, Alahar, Guadalest y otros vecinos valles y pueblos, ya por resolución propia, ya excitados por su ardiente alfaquí, con un valor más temerario que discreto hiciéronse fuertes, especialmente en la Muela de Cortes, atrincherando la sierra, inutilizando y obstruyendo los caminos, y ejerciendo venganzas y desmanes contra los cristianos viejos, y señaladamente contra los sacerdotes, los templos y las imágenes de los santos. A imitación de los de la Alpujarra proclamaron también su rey: el elegido fue un rico moro del lugar de Catadán{26}, llamado Turigi, hombre de mediana edad y más que medianas prendas, al cual juraron con toda ceremonia en la plaza de Cortes. Pero por mucho valor que la desesperación diera a aquellos hombres, por fragoso que fuera el terreno en que se fortificaron, por ventajosas que fueran sus agrestes posiciones, érales imposible resistir mucho tiempo a las fuerzas disciplinadas de todo un reino. Mantuviéronse no obstante algunos meses, no faltando entre ellos quien los alimentara con esperanzas de un pronto socorro, ya de los moriscos andaluces, ya de los turcos, o de los moros de África. La guerra que en estos meses sostuvieron fue en todo parecida a la que sus padres habían hecho por más tiempo en Granada. Lo que allí ejecutaron el marqués de Mondéjar, el de los Vélez y don Juan de Austria, hicieron aquí don Sancho de Luna, don Agustín Mejía, el conde de Castellá y otros caballeros valencianos, que emplearon contra ellos los tercios de Lombardía y de Nápoles y la milicia efectiva del reino, penetrando en sus estrechos valles, trepando a las cumbres de sus breñas, asaltando sus rústicos castillos, degollando sin piedad hombres, mujeres y niños, o despeñándolos a los profundos barrancos, y sufriendo ellos a su vez gran mortandad de mano de aquellos hombres feroces, y tiñendo la sangre mezclada de cristianos y moriscos las rocas, los torrentes y las barrancas de aquellos fragosos lugares.

Últimamente, batidos y derrotados por todas partes los rebeldes, domada la insurrección de la Muela de Cortes, rendidos y embarcados más de tres mil de ellos, quedando el reyezuelo Turigi con algunos centenares de los más obstinados y valientes, y no admitiendo el salvo-conducto que el virrey le ofrecía, pasó el Júcar y continuó haciendo una guerra terrible a las pequeñas partidas de soldados. Pero pregonada y puesta a talla la cabeza de Turigi como la de Aben Aboo, el reyezuelo de la sierra de Cortes tuvo no menos trágico fin que el de la Alpujarra. Sorprendido el valenciano en una cueva por un traidor morisco de su mismo pueblo (6 de diciembre), preso y conducido a Valencia sobre un asno, fue allí atenaceado, cortada la mano derecha, ahorcado y descuartizado (16 de diciembre); y así como la cabeza de Aben Aboo en 1571 fue puesta sobre la puerta del Rastro de Granada, así en 1609 la cabeza de Turigi fue colocada sobre la puerta de San Vicente de Valencia. Las dos insurrecciones y los dos reyes acabaron del mismo modo. Y sin embargo Turigi como Aben Humeya murió protestando ser cristiano, y su muerte dejó edificado el pueblo y confundidos a sus enemigos y perseguidores{27}.

Con esto y con una requisición que se hizo de los que aun andaban dispersos y ocultos por las montañas, se prosiguió el embarque de todos los rendidos y de los que habían quedado rezagados; y aunque a petición del virrey y de muchos letrados y personas notables accedió S. M. a que en esta segunda expulsión se obligara a salir solamente a los mayores de doce años, instó y apretó vivamente el arzobispo Ribera para que fueran comprendidos hasta los de siete, haciéndolos rebautizar sub conditione, por sospechas que se suponían de no haber sido bautizados la primera vez con verdadera intención de parte de sus padres. Calculase generalmente que entre ambas expulsiones salieron del reino de Valencia, desde 26 de setiembre de 1609 hasta marzo de 1610, más de ciento cincuenta mil moriscos, bien que acaso la mitad de ellos no llegaron a los puntos a que eran destinados. En la sala de la ciudad de Valencia se conserva la memoria de este gran suceso, en una lápida de alabastro, en que se puso una larga inscripción que le recordara a los siglos futuros{28}. Pero a pesar de todo, el más respetable y el más autorizado historiador de este acontecimiento termina su Década con estas notables palabras: «Y con tanto queda dado fin a las antigüedades del reino de Valencia... con el nuevo estado en que se halla, hecho, de reino el más florido de España, un páramo seco y deslucido por la expulsión de los moros: la cual hemos escrito, parte como testigos de vista, y parte por relación de los oficiales más preeminentes que a ella asistieron.{29}»

A la expulsión de los moriscos de Valencia siguió el edicto real para los de Andalucía y Murcia (9 de diciembre, 1609), que se publicó en el primero de estos reinos el 12 de enero, y en el segundo el 18 de 1610. El encargado de su ejecución en Andalucía fue el marqués de San Germán, que de su propia autoridad limito a veinte días el plazo de treinta que el rey había concedido a los proscritos. Pero no hubo necesidad de apremiar a los moriscos andaluces, porque escarmentados con el ejemplo de los vecinos, ellos mismos se apresuraban a dejar aquella tierra, no obstante la cláusula del bando que les prohibía llevar consigo oro, plata, moneda acuñada de ninguna especie, joyas ni letras de cambio; sino que todo lo que sacaran de la venta de sus bienes muebles, únicos de que podían disponer (porque los inmuebles los aplicaba el rey a su hacienda), había de ser precisamente en frutos y mercaderías no prohibidas, compradas a los cristianos, y pagando los correspondientes derechos. Permitíaseles llevar los hijos de cualquiera edad que fuesen, si iban a países católicos; pero si iban a África, se les quitaban los menores de siete años. Con estas condiciones salieron de Andalucía ochenta mil moriscos. Los diputados de Murcia dirigieron al rey una notable exposición en favor de la conservación de los de aquel reino, fundada principalmente en el atraso y los perjuicios que con su salida habían de experimentar la agricultura y las artes{30}. Pero el rey y su ministro favorito se habían propuesto ya no escuchar reclamación ni petición alguna que tendiera a contrariar lo determinado, y encomendada la expulsión de los de Murcia a don Luis Fajardo, salieron sin dificultad de este reino más de quince mil personas{31}.

El edicto para la expulsión de los de Aragón se expidió en 27 de abril de 1610, y el encargado de ejecutarle fue el marqués de Aytona, que publicó su bando el 19 de mayo. Los diputados de Aragón habían representado también al rey por medio de una embajada que enviaron a la corte, compuesta del conde de Luna y del doctor Carrillo, canónigo de la Seo de Zaragoza, los inconvenientes de la expulsión de los de aquel reino, las muchas ventajas de su conservación y el ningún peligro que en ella había. El memorial de los diputados no fue más atendido que el de los de Murcia{32}, y ellos se volvieron al reino cansados de esperar respuesta. Tres días perentorios señaló el marqués de Aytona a los moriscos aragoneses para su embarque, y todas las demás cláusulas de su bando eran casi iguales a las que habían regido en el reino valenciano. Todas las fuerzas marítimas y terrestres de Valencia, con su capitán general don Agustín Mejía, y con las naves y los tercios de Italia, concurrieron a la expulsión de los aragoneses, como temiendo una gran resistencia, que ellos sin embargo ni siquiera dieron señales de intentar. Lo que sucedió fue que los comisarios conductores, abusando de la situación desamparada de aquellos infelices, les hacían pagar en el camino, como dice un historiador nada sospechoso, «hasta el agua de los ríos y la sombra de los árboles, llevándoles más dinero de lo que se les señaló por sus salarios.{33}» Los moriscos expulsados de Aragón, según los estados que dieron los comisarios, fueron sesenta y cuatro mil, pertenecientes a trece mil ochocientas noventa y tres familias. De ellos se embarcaron muchos en los Alfaques; a otros se les permitió pasar a Francia por Navarra y Canfranc, pero detenidos por el duque de la Force que al pronto quiso impedirles la entrada, al fin la obtuvieron pagando diez escudos por cabeza{34}.

Con no menos rigor que los valencianos y aragoneses fueron tratados los moriscos catalanes por el duque de Monteleón, virrey y capitán general del Principado. Tampoco excedió de tres días el plazo que les dio para evacuar la tierra, pasado el cual, todo el que se encontrara por los caminos o fuera de población podía lícitamente ser capturado y desbalijado por cualquiera, y muerto en caso de resistencia sin incurrir en pena alguna{35}. Los moriscos que había en Cataluña tal vez no llegaban a cincuenta mil.

Con menos motivo y fundamento que a los de otras partes alcanzó también la proscripción a los de las dos Castillas, la Mancha y Extremadura{36}, que más diseminados, más mezclados y emparentados con los cristianos viejos, cristianos también muchos de ellos, a juzgar por el ejercicio de todas las prácticas, y de todas maneras menos sospechosos y menos temibles, parecía no haber una necesidad de lanzarlos de España; pero estaba decretado el exterminio de la raza morisca y no se libertaron del general anatema. Usose por lo mismo con ellos de cierta hipocresía para cohonestar la expulsión. «Habiéndose dado licencia, decía, a los que habitan los reinos de Castilla la Vieja y la Nueva, para que los que quisiesen salir de estos mis reinos y señoríos lo pudiesen hacer, se ha entendido por diversas y muy ciertas vías que los que hasta agora no han usado de esta permisión  están muy inquietos y van disponiendo de sus haciendas con el fin de salir también destos reinos, de que se infiere su ánimo e intención... &c.» ¿Y qué habían de hacer sino disponerse, cuando veían lo que pasaba en todo el reino? Tomose, pues, hipócritamente por deseo lo que no era sino convicción, y prepararse como el reo que está aguardando de un momento a otro su sentencia de muerte.

Los de estos reinos no habían de pasar por Valencia, Aragón ni Andalucía. Una excepción se hizo con ellos, que fue facultar a los obispos para que dieran licencia de quedarse a aquellos que de una escrupulosa información resultara haberse conducido en todo como cristianos viejos, en lengua, en traje, en costumbres, en la observancia de los preceptos de la religión, que hubieran frecuentado los sacramentos, fundado aniversarios y memorias pías, sin mezcla de ningún rito de la secta mahometana. Aun hechas algunas excepciones, todavía salieron de las Castillas más de cien mil. Con esto se completó la expulsión general. Si algunos quedaron rezagados u ocultos en las montañas, fueron oseados y como cazados los años siguientes. Los del Val de Ricote en el reino de Murcia, que habían sido exceptuados, y hasta los del Campo de Calatrava, que gozaban privilegio de cristianos viejos desde el tiempo de la reina Isabel, fueron algo más tarde expulsados por el conde de Salazar. Los que en las poblaciones habían quedado en concepto de buenos y fieles cristianos, sufrieron todos los rigores del Santo Oficio, al cual eran frecuentemente denunciados so pretexto de la más insignificante práctica muslímica que a cualquiera le daba el antojo de atribuirles.

No nos maravilla que los autores mismos de aquel tiempo discrepen tanto entre sí en cuanto al número de los expulsados, variando desde trescientos mil a un millón{37}. Porque además de los que se anticiparon por temor a abandonar el reino, como sucedió en Andalucía, de donde se fugaron a Fez más de veinte mil, de los cuales sin duda algunos no hicieron cuenta; además de la natural confusión que habría en el embarque con tanta afluencia de gente, no había datos estadísticos ni medianamente exactos: el censo de los moriscos de Valencia se había suspendido siete años antes por temor de descubrir y hacer pública su multiplicación progresiva, y el de Castilla se estaba haciendo cuando se expidió el edicto de expulsión. Menester es también tomar en cuenta, no solo los expulsados, sino los muchísimos que perecieron, ya en las refriegas con las tropas, ya ajusticiados en los patíbulos, ya asesinados en los caminos y en los bosques, ya en los calabozos y en las hogueras de la Inquisición{38}.

De todos modos los célebres edictos de Felipe III contra los moriscos privaron a España, ya harto despoblada en aquel tiempo a consecuencia de la mala administración y de las guerras perpetuas, de una numerosa población, que era precisamente la población agrícola, la población mercantil e industrial, la población productora, y la población más contribuyente. Lo de menos fue la sangría de los millones de ducados que llevó consigo la población proscrita, aunque atendida la escasez de numerario que padecía el reino, la repentina falta de tan gran suma de metálico tenía que hacerse muy sensible. Tampoco fue el mayor mal, aunque mal grande, la mucha moneda falsa o de baja ley de que maliciosamente dejaron plagado el reino al tiempo de marcharse. Lo peor fue que faltó con ellos la población laboriosa, inteligente y ejercitada en las artes útiles. Comenzando por la agricultura, por el cultivo del azúcar, del algodón y de los cereales en que eran tan aventajados; por su admirable sistema de irrigación por medio de acequias y canales, y su conveniente distribución y circulación de las aguas por aquellas arterias, a que se debía la gran producción de las fértiles campiñas de Valencia y de Granada; continuando por la fabricación de paños, de sedas, de papel y de curtidos en que eran tan excelentes; y concluyendo por los oficios mecánicos, que los españoles por indolencia y por orgullo se desdeñaban generalmente de ejercer, y de que ellos mismo se habían casi exclusivamente apoderado; todo se resintió de una falta de brazos y de inteligencia que al pronto era imposible suplir, y que después había de ser costoso, largo y difícil reemplazar.

El mismo historiador valenciano que presenció la expulsión, y escribió acabada de realizar, dejó ya consignado que Valencia, el bello jardín de España, había quedado convertida en un páramo seco y deslucido. Tanto allí como en Castilla y en los demás países se comenzó a sentir pronto el hambre: pues aunque se enviaron nuevos pobladores a los lugares desocupados por los moriscos, para que aprendieran a trabajar en los campos, en las fábricas y en los talleres, al lado de aquellos pocos que al efecto se había dispuesto que quedasen (¡confesión por cierto harto bochornosa!), ni aquel aprendizaje podía dar resultados prontos, ni la aplicación ni la laboriosidad son virtudes que se improvisan, ni era fácil sustituir a aquella raza de hombres, que por su genio y por su especial posición en el país, a fuerza de arte, de paciencia y de economía, había llegado como a domar la naturaleza y a explotarla en todas sus creaciones. Así fue que al bullicio de las poblaciones sucedió el melancólico silencio de los despoblados, y al continuo cruzar de los labradores y trajineros por los caminos, sucedió el peligroso encuentro de los salteadores que los recorrían, y se abrigaban en las ruinas de los pueblos desiertos. Si algunos señores territoriales ganaron con la herencia de los expulsados, fueron muchos más los que perdieron, hasta el punto de tener que señalarles pensiones alimenticias. Los que sin duda ganaron fueron el duque de Lerma y su familia, que se apropiaron una parte del producto en venta de las casas de los moriscos{39}.

Fue, pues, la expulsión de los moriscos, económicamente considerada, la medida más calamitosa para España que pudo imaginarse; y casi se puede tolerar la exageración con que un hombre de estado extranjero, el cardenal de Richelieu, avanzó a llamarla «el consejo más osado y bárbaro de que hace mención la historia de todos los anteriores siglos.{40}» Cierto, la herida que con ello recibió la riqueza pública de España fue tal, que no es del todo aventurado decir que aún no ha acabado de reponerse de ella.

Como medida religiosa, fue una consecuencia de las ideas que habían prevalecido en España muchos siglos hacía, y del odio inveterado y tradicional que el pueblo conservaba a sus antiguos dominadores y tenaces enemigos. Que favoreció al pensamiento de la unidad religiosa por cuya realización y complemento habían trabajado tan constantemente los soberanos y los pueblos españoles, no puede negarse. Pero no creemos que haya gran mérito (aparte del caso de una lucha empeñada, como la de la edad media) en llegar a la unidad por medio del exterminio de los que profesan otras creencias. El mérito hubiera estado en atraer a los descreídos y obstinados por la doctrina, por la convicción, por la prudencia, por la dulzura, por la superioridad de la civilización.

Como medida política, como medida de seguridad y de tranquilidad para el Estado, pudo justificarse si las conspiraciones eran tan ciertas y tan temibles, los planes tan inicuos, tan poderosos los medios y tan inminente el peligro, como el ministro favorito, y el arzobispo Ribera y otros consejeros suponían. Tenemos por cierto que hubo correspondencia y relaciones y proyectos, hostiles a España, entre algunos moriscos valencianos y los berberiscos y turcos, y aun entre aquellos y algunos franceses. Pero ni hemos hallado que los planes fuesen tan vastos y tan peligrosos como los representaban los amigos de la expulsión, ni el poder de los cristianos nuevos de Valencia podía infundir tan serios temores, ni menos le inspiraban los de Aragón ni los de Murcia, como lo expusieron los diputados de aquellos reinos, que eran la autoridad más competente en la materia, ni se sabe que conspiraran ni pudieran conspirar los de Castilla. Y de todos modos, cuando se considera que después de más de un siglo de tener subyugados los moriscos, sujetos a las leyes del reino, diseminados, mezclados entre españoles y cristianos, no se acertó a asimilarlos en costumbres y creencias, a refundir los restos del pueblo vencido en la gran masa del pueblo vencedor, que no se acertó ni a hacerlos cristianos ni a hacerlos españoles, sin necesidad de apelar al violento medio del exterminio de toda una generación, no se puede juzgar aventajadamente de la maña, de la discreción y de la política de Felipe III y de los soberanos que le habían precedido{41}.




{1} Malvezzi, Historia de Felipe III.– Vivanco, Historia MS., lib. I.– Luis Cabrera, Relaciones inéditas, A. 1601.

{2} Gil González Dávila, en el libro II, cap. 13, inserta el principio de esta carta.– Tres jóvenes persas que acompañaron al embajador llamados Ali- Gouli-Bey, Boniat-Bey y Oruch-Bey, se convirtieron a la fe cristiana y se bautizaron en Valladolid.– Salazar de Mendoza, Orígenes de las dignidades de Castilla.

{3} Cascales en sus Discursos históricos de Murcia (Disc. XV, c. 2) trae una curiosa relación de esta expedición de Fajardo a Túnez.

{4} Nuestros historiadores, confundiendo el reino con la persona, suelen nombrarle el rey Cuco.

{5} Estas dos cartas que se hallan originales en el Archivo de Simancas (Est., leg. 192), están escritas en castellano, con la firma del rey en árabe, cuyo fac-símile poseemos. Estampamos la segunda con su misma ortografía.

{6} A esta empresa fue como capitán general el marqués de San German, don Juan de Mendoza.

{7} Puede recordarse lo que sobre esto hemos dicho en la parte II de nuestra Historia, libro IV, c. 14, y en el libro II, capítulos 8, 12 y 18.

{8} Original de la Biblioteca de la Academia de la Historia, Leg. I, de Loyola, n.º 31.

{9} Era hijo natural de don Perafán de Ribera, marqués de Tarifa, virrey que había sido de Nápoles.

{10} Carta del arzobispo de Valencia sobre seminarios de moriscos.– Arch. de Simancas, Estado, legajo 227.

{11} Vida de don Juan de Ribera, por Fr. Francisco Escribá, pág. 349 a 356.– Fr. Marco de Guadalajara Xavierre, Memorable expulsión y justísimo destierro de los moriscos de España, cap. 4.– Escolano, Historia de Valencia, libro X, cap. 29 y 30.

{12} Luis Cabrera de Córdoba, Relaciones manuscritas de las cosas sucedidas, &c. A. 1601, de Valladolid 4 de junio.

{13} Hállanse pormenores de estos tratos en Fr. Marcos de Guadalajara y Xavierre, Expulsión de los moriscos: en Escolano, Décadas, libro X, c. 42: y en las Memorias del duque de la Torre, tomo I.

{14} Escribá, Vida de don Juan de Ribera, papel segundo.– Guadalajara, Expulsión, c. 6.– Luis de Cabrera, Relaciones manuscritas.

{15} No era solo don Juan Ribera a pensar así: seglares ilustrados los juzgaban del mismo modo, y de ellos decía el insigne Miguel de Cervantes: «Todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado, y para conseguirlo trabajan y no comen: en entrando el real en su poder, como no sea sencillo, le condenan a cárcel perpetua y a oscuridad eterna; de modo que ganando siempre, llegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España; ellos son su lepra, su polilla, sus picazas y sus comadrejas: todo lo allegan, todo lo esconden y todo lo tragan; considérese que ellos son muchos, y que cada día ganan y esconden poco o mucho, y que una calentura lenta acaba la vida como la de un tabardillo, y como van creciendo se van aumentando los escondedores, que crecen y han de crecer infinito como la experiencia lo muestra: entre ellos no hay castidad, ni entran en religión ellos ni ellas: todos se casan, todos multiplican, porque el vivir sobriamente aumenta las causas de la regeneración: ni los consume la guerra, ni ejercicio que demasiadamente los trabaje, róbannos a pie quedo, y con los frutos de nuestras heredades, que nos revenden se hacen ricos; no tienen criados, porque todos lo son de sí mismos: no gastan con sus hijos en los estudios, porque su ciencia no es otra que la de robarnos.»– Cervantes, Coloquio de los perros.

{16} Fueron estos, Pascual de Santisteban, Martin de Iriondo, Fernando de Echarrin, Pedro de San Julián, Miguel Alamín y Pedro Cortés.– El P. Guadalajara, Memorable expulsión, cap. 8.– Escolano, Décadas, libro X, c. 32.– Bleda, Crónica.

{17} No hermano, como dice equivocadamente el conde Alberto de Circourt en su Histoire des Mores mudejares et de Morisques d'Espagne.

{18} Escolano inserta el breve pontificio y la carta del rey en el capítulo 44 del libro X de sus Décadas.– Fr. Damián Fonseca, Justa expulsión de los moriscos, lib. I, cap. 6.

{19} «Y yo que escribo la presente relación (dice Escolano al dar cuenta de los individuos de la junta): a quien demás del cargo de consultor, quisieron honrar los señores de la Junta con el de secretario de ella.»– Dec., lib. X, cap. 45.

{20} Bleda, Coronica, p. 932.– Fonseca, Expulsión, lib. III.

{21} El Padre Escriba, en la Vida de don Juan de Ribera, inserta la carta del rey al arzobispo, fecha en Segovia a 4 de agosto de 1609, y la respuesta del prelado al rey.

{22} Guadalajara y Xavierre, Memorable expulsión, cap. 13.– Escolano, Déc. lib. X, c. 37 a 40.– Bleda, Breve relación de la expulsión de los moriscos.– Cabrera de Córdoba, Relaciones, &c.

{23} Relación de los moriscos que se embarcaron en Vinaroz, en Denia, en Alicante, en Cartagena y en los Alfaques.– Archivo de Simancas, Est. legajos 213 y 214.– Cartas del marqués de Caracena sobre la expulsión, Ibid, legajo número 218.

Era tal el fanatismo de algunos cristianos viejos, que entre otros casos y ejemplares que refiere Escolano cuenta de un vecino de Palma que andaba por los montes con su arcabuz a caza de moriscos, y encontrando alguno desmandado le mataba, y en seguida echaba a andar muy mesuradamente con un rosario en la mano como si anduviera haciendo penitencia por aquellos desiertos. Otro tanto hacía otro vecino de la Puebla del Duque; y los moriscos, dice el historiador valenciano, alterados de ver que amanecían tantos muertos, se dieron a hacer otro tanto con los cristianos y a juntarse muchos lugares en sitios fuertes con ánimo de no pasar en África.– Libro X, c. 51.– Fonseca, lib. V.

{24} Entre las pocas personas que por casualidad habían sido respetadas en esta remesa se hallaba una joven de singular hermosura a quien se había prometido que no se le haría ofensa de ningún género; mas al llegar a Barcelona, discurriendo el patrón que aquella joven podría ser después una terrible acusadora de sus iniquidades, la arrojó al mar en la embocadura del Llobregat; y como la infeliz se mantuviera algún tiempo viva sobre el agua pugnando por asirse de la lancha, el feroz marinero la quebrantó la cabeza con un remo, desapareciendo luego su cadáver debajo de las aguas.

{25} Lo que por derecho se había de adjudicar a los dueños territoriales, y lo que había de aplicarse a los nuevos pobladores, fue después objeto de exposiciones, reclamaciones, pragmáticas y disposiciones legales por espacio de muchos años.– Pragmáticas de Valencia.– Archivo del Real, libro titulado Curiae.

{26} Parroquia anexa de la de Llombay: por eso algunos le suponen natural de esta última villa.

{27} Escolano, lib. X, c. 52 a 61.– Guadalajara y Xavierre, Memorable expulsión, c. 13 a 16.– Bleda, Breve relación, &c.– Pérez de Culla, Expulsión de los moriscos rebeldes de la sierra de Cortes.

{28} La inscripción empieza: D. O. M.– Regnante Hispaniarum et Indiarum Rege Philipo Tertio

{29} Escolano, Décad. cap. último.– Luis Cabrera, Relaciones.

El orden y colocación de las escuadras y tropas había sido el siguiente.– El marqués de Villafranca, general de las galeras de España, en el puerto de los Alfaques, asistiéndole el duque de Turci, general de las de Génova, y don Ramon Doms, que mandaba las de Barcelona. La infantería del marqués tomó los pasos de la sierra de Espadán para cortar la comunicación de los moriscos valencianos con los aragoneses.– El marqués de Santa Cruz con las galeras de Nápoles en el puerto de Denia: su infantería ocupó los castillos y pasos de aquella comarca.– Luis Faxardo, general de la armada del Océano, en el puerto de Alicante, con don Pedro de Leiva, que lo era de las galeras de Sicilia, y el conde de Elda, de las de Portugal; su infantería tomó los pasos que hay entre Valencia y Murcia.– El general en jefe don Agustín Mejía y el virrey marqués de Caracena operaban con las tropas de Castilla y con la milicia del reino. Archivo de Simancas, Estado, leg. 227.

{30} Archivo de Simancas, Estado, legajo 220, donde se halla también una representación de los moriscos de Marchena.– En el legajo 227 se encuentra una exposición de Granada pidiendo se dejaran allí algunos moriscos para cañeros, tintoreros y otros oficios.

{31} Guadalajara y Xavierre, Memorable expulsión, cap. 17, donde se inserta el bando.– Antonio de Salinas, Relación verdadera de las causas que S. M. ha hecho averiguar para echar los moriscos de España, &c.– Cascales, Discursos históricos de Murcia, Disc. XV, c. 3.

{32} El P. Guadalajara le inserta en su cap. 18.

{33} El P. Guadalajara, c. 23.

{34} El P. Guadalajara, ubi sup.– Memoires de M. de la Force.

{35} «Item, que sia llicit y permes a qualsevol pendre, capturar, y desbalijar a qualsevol Morisco que passats tres dies apres de la publicacio de la present crida será trobat desmandat per camí fora de poblat... Y que encara que lo tal Morisco faça valida resistencia, sea llicit matarlo sens encorrer en pena alguna.»– Este bando es el último documento que inserta Fr. Jaime Bleda en su Defensio Fidei, y en la Breve Relación de la expulsión de los moriscos que hace en castellano a continuación de su libro.

{36} Los de la villa de Hornachos en esta última provincia, que parece formaban una especie de república, y habían cometido delitos con que tenían aterrado el país, habían sido ya comprendidos en el bando de Andalucía, y sometidos a un juez pesquisidor fueron ahorcados ocho de los más ricos, azotados muchos, y desterrados todos del reino.– Memorable expulsión, &c., cap. 17.

{37} Por los datos de Fr. Jaime Bleda fueron 500.000: por los de Escolano y Guadalajara, 600.000: Salazar de Mendoza los limita a 300.000 y Llorente hace subir la cifra a un millón, y así otros.

{38} Los expatriados y emigrados no tuvieron en verdad mejor suerte que los que intentaron quedarse por acá. En Argel como en Marruecos, en Francia como en Italia y en Turquía, en todas partes excitaron los celos de los moros, de los turcos, de los judíos y de los cristianos. Los que no eran degollados por los alárabes en los caminos y en las aldeas de África, los que no eran maltratados, heridos y robados en Turquía, eran saqueados, expulsados o asesinados en Italia y en Francia. Los moros y turcos los perseguían por lo que tenían de cristianos: los cristianos de Francia y de Italia los perseguían por lo que tenían de mahometanos. Estos infelices solo hallaron alguna protección en la regencia de Túnez. Algunos, desesperados, se hicieron piratas, y molestaron por muchos años las costas italianas y españolas.

{39} Afírmase que entre el duque de Lerma y sus hijos percibieron en este concepto 500.000 ducados, o sea cinco millones y medio de reales.

{40} Memorias del cardenal de Richelieu, tom. X, p. 231.

{41} Sobre la materia contenida en este capítulo hemos visto y consultado multitud de documentos existentes en el Archivo de Simancas, cartas originales, minutas, consultas, exposiciones, estados, despachos, notas, &c., que se encuentran en los papeles de Estado, principalmente desde el legajo n.º 187 hasta el legajo 248. Con ellos hemos compulsado las noticias de los historiadores contemporáneos de estos sucesos, sintiendo que la naturaleza de nuestra obra no nos haya consentido dar más latitud a las que arrojan estos preciosos documentos, así sobre las expediciones de nuestras flotas a África y a Turquía, como sobre el negocio de la expulsión de los moriscos españoles.

El conde Alberto de Circourt, que publicó en 1846 su Histoire des Mores Mudejares et des Morisques d'Espagne, en tres volúmenes, la cual concluye con el suceso de la expulsión ordenada por Felipe III: el alemán A. L. de Rochau, que posteriormente ha escrito Die moriskos in Spanien, obra calcada sobre la de Circourt, y puede decirse como un compendio de ella; y cualquiera que como estos escribiese una historia especial de los moriscos, hallaría en los citados legajos de Simancas abundancia de noticias y copia de documentos con que enriquecerlas, en lugar de las pocas piezas justificativas que Circourt insertó como apéndice a su tomo III, y que un historiador general siente la necesidad y la pena de omitir.– Tales son, entre otros muchos, la consulta del conde Miranda, del cardenal Guevara, de don Juan de Idiáquez y Fr. Gaspar de Córdoba sobre el negocio de la expulsión: legajo 187, correspondiente al año 1601.– Otra original y en borrador que se hizo sobre el mismo asunto, con relación de todos los antecedentes que había, leg. 208, A. 1607.– Otra sobre lo mismo, con los votos individuales del Consejo de Estado: legajo 212, año 1608.– Las Relaciones de moriscos embarcados y varios censos de población, en cartas del duque de Cea: legajos 213 y 214, año 1609.– Muchas cartas del marqués de Caracena, legajo 217, A. id.– Testimonios de hacienda de moriscos, y la exposición del reino de Murcia, legajo 220, A. 1610.– Relación de los de Orihuela y Alicante, y la carta del arzobispo Ribera dudando del bautismo de algunos: legajo 224.– El bando del marqués de Caracena para que el que cogiese moriscos forajidos los tuviese por esclavos: la relación de los que pasaban por Pamplona, los avisos de que en Génova no querían recibir los moriscos expulsados, &c.: leg. 225.– Consulta del Consejo de Estado sobre lo que escribe el conde de Benavente acerca de los moriscos del reino de Valencia, 10 de agosto de 1600: Archivo de Simancas, Estado, legajo 2.636.– Otra consulta del mismo Consejo, 28 de enero 1601, sobre un aviso tocante a los moriscos de España que ha enviado el alférez Bartolomé de Llanos y Alarcón desde Tetuán donde está cautivo: Ibid.– Consulta original del comendador mayor de León, a S. M. sobre moriscos de Segovia, a 28 de agosto, 1609: Estado, leg. 2.639.– Carta autógrafa de don Manuel Ponce de León a S. M. sobre lo mismo, Madrid 28 de agosto, 1609. Ibid. Es un dictamen notable.– Resolución del Consejo en presencia de S. M., 15 de setiembre, 1609. Ibid.– Cartas del marqués de Caracena a S. M., de Valencia, setiembre y octubre de 1609, Estado leg. 217.– Carta de Philagathon, de Valencia, 13 de octubre, 1609, Estado leg. 217.– El Consejo de Estado S. M., con una consulta del Consejo de Aragón y carta del obispo de Orihuela, sobre los inconvenientes de dejar en cada lugar el seis por ciento de los moriscos: octubre, 1609. Est., leg. 2.639.– Carta del ayuntamiento de la ciudad de Murcia a S. M. 17 de octubre, 1609. Estado, leg. 213.– Del marqués de Caracena a S. M. sobre el levantamiento de los de Guadalete y valle de Cofrentes, 27 de octubre, 1609. Estado, legajo 217.– Otra del mismo, en Valencia: Ibid.– Otras del mismo de 3, 6 y 7 de noviembre. Ibid.– Del embajador de Roma a S. M. sobre conferencia tenida con Su Santidad acerca de la expulsión: 10 de noviembre, 1609. Est., legajo 991.– Del gobernador de Aragón a S. M., 12 de noviembre, 1609, Est., leg. 217.– Varias del marqués de Caracena a S. M., noviembre y diciembre de ídem. Ibid.– Consulta del Consejo de Estado sobre las cartas del marqués, del arzobispo Ribera y de don Agustín Mejía, 12 de diciembre, 1609. Est., leg. 2.639.– Otra del marqués de Caracena, 27 de diciembre: en ella anuncia la prisión del segundo rey de los moriscos, hermano del primero: llamábase Mellini. Estado, legajo 217.– Del mismo, a 3 de enero, 1610: Ibid.– Consulta del comendador mayor de León y del P. confesor sobre procesión por el buen suceso de los moriscos, 1610, Estado, leg. 2.641.– Del consejo de Estado, sobre la fortificación de Larache, y lo que valdría la hacienda de los moriscos de Andalucía, 8 de febrero, 1611. Est., leg. 2.641.– Del mismo sobre el suceso de la Mamora; 25 de marzo, 1611. Est. leg. 2.643.– Del mismo, sobre asuntos de Berbería, y de los moriscos de Murcia, años 1611 a 1613, Estado, legajos 2.641 y 2.643.