Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro III Reinado de Felipe III

Capítulo V
Hacienda. Costumbres
De 1606 a 1611

Conducta del rey después de restablecida la corte en Madrid.– Esquiva que le molesten con negocios.– Pensiones, mercedes, fiestas.– Cortes de 1607.– Servicio de millones.– Medios para ganar los votos de los procuradores.– Condiciones que estos imponían.– Repugnancia de las ciudades a otorgar el servicio.– Otros arbitrios para salir de apuros.– Capítulos de estas cortes.– Peticiones notables.– Jura del príncipe don Felipe.– Cortes de 1611.– Servicio ordinario y extraordinario.– No quiere el rey congregar Cortes en Aragón.– Acrecentamiento de la casa y familia del duque de Lerma.– Disgusto y murmuración del pueblo.– Procesos ruidosos contra consejeros de hacienda por haberse enriquecido abusando de sus cargos.– Opulencia del de Lerma en medio de la pobreza pública.– Obras de utilidad y de ornato.– Medidas para atajar el lujo y la relajación de costumbres.– Casa-galera.– Providencia sobre coches.– Leyes suntuarias.– Interrupción de fiestas.– Muerte de la reina.– Proyectos de enlaces entre príncipes.
 

Con haber vuelto la corte a Madrid en 1606, según al final del capítulo I dijimos, no se hizo otra cosa que establecer otra vez la residencia de los Consejos donde antes habían estado, después de los trastornos, perjuicios y quebrantos en los intereses públicos y particulares consiguientes a dos traslaciones. Por lo demás el rey no se fijó en Madrid con más asiento que lo había hecho antes en Valladolid. Al contrario, puede decirse que el monarca era un huésped en la capital de la monarquía, distrayéndose en continuas excursiones y viajes siempre que el estado de la reina y su salud y la de los príncipes lo permitían. Distrayéndose decimos, porque no era el objeto de sus expediciones visitar las ciudades y villas para conocer las necesidades de sus pueblos y remediarlas, como tantas veces las cortes del reino lo habían pedido a sus soberanos; sino que parecía proponerse dar al olvido aquellas necesidades entre el bullicio y el solaz de los torneos, de las mascaradas, de las corridas de toros y de las partidas de montería, bien que alternando entre los espectáculos profanos y las festividades religiosas, a que no era Felipe III menos aficionado, gustando de asistir a las procesiones de Corpus y Semana Santa do quiera que ofrecieren alguna novedad, o en los pueblos en que con más solemnidad se celebraran.

De no gustar que le interrumpieran en sus solaces con el impertinente despacho de los negocios públicos había dado ya evidentes pruebas en Lerma. Lo mismo hizo en la temporada de estío que pasó en 1606 en el Escorial. No se permitía a persona alguna acercarse al real sitio durante la estancia de SS. MM., bajo pena de azotes y destierro a los dueños de posadas que se supiese habían recogido alguien en ellas; bien que no se daba lugar a ello, porque los guardas que vigilaban las afueras tenían buen cuidado de hacer a los viajeros volverse sin dejarlos apear; «que SS. MM. (decían) son venidos aquí para holgarse, no para tratar de negocios.{1}» Remitíaselos al conde de Villalonga o a algún otro consejero, que también los esquivaba cuanto podía; y el duque de Lerma, que de ordinario acompañaba la corte, aun cuando viniese a Madrid por algunos días, solía negarse a dar audiencia, obrando del mismo modo el monarca y el ministro. Tratábase con tal arbitrariedad a los hombres, que a la gente de Valladolid que venía a establecerse en Madrid en pos de la corte buscando la utilidad de sus oficios o profesiones, obligábasela a volver, y en caso de negarse se la encarcelaba, multaba y condenaba a destierro.

Continuaba la profusión de pensiones y mercedes a los grandes, siempre de miles de ducados, con títulos de encomiendas, de juros o de gajes, en especial a los amigos y deudos del primer ministro; por lo que no era maravilla que el de Lerma, el de Cea, el de Lemus y otros varios allegados compraran cada día casas y haciendas, villas y comarcas enteras de muchos lugares. Con esto, y con la guerra de Flandes que aun duraba entonces, por más que prosiguieran arribando a los puertos los galeones que trasportaban el dinero de la India, siempre estaba exhausto el tesoro; lo cual en verdad no impedía que en el patio de las casas del mismo tesoro, que habitaba el duque de Lerma, se hicieran torneos para festejar a SS. MM., como lo hicieron el 7 de diciembre de aquel año. Justábase pues, y se rompían lanzas por recreo al lado de las arcas vacías. Además en el segundo patio de las mismas casas se hizo un teatro para la representación de comedias, que SS. MM. veían desde las galerías, aparte de las que se representaban en su misma sala{2}.

Pero ya estaban convocadas las cortes para el año siguiente (1607), y de ellas se esperaba que proveerían a las necesidades de S. M., a cuyo fin se hizo que se nombrara procurador por Madrid al duque de Lerma, por Valladolid a don Rodrigo Calderón, juntamente con otros decididos servidores del rey. Hízose pues la proposición, pidiendo la prorrogación del servicio de millones; y aunque Burgos y otras ciudades lo resistían con razones fuertes y sólidas, pudieron más los trabajos del duque de Lerma y otros agentes del rey, ayudados de los jesuitas, especialmente de los padres Florencio y Moro, y lograron vencer a veintitrés procuradores de los treinta y seis que eran. Y aunque los demás no se conformaron, se votó al fin un servicio de diez y siete millones y medio por siete años, no sin exigir al rey su fe y palabra real, y aun pedían que la asegurara con juramento, de que había de cumplir con las condiciones que se le imponían mejor de lo que había cumplido con las que se le impusieron al otorgarle el anterior servicio. Una de ellas era que moderara los gastos de la casa real, pues a su padre le habían bastado cuatrocientos mil ducados para sostenerla, y los del hijo ascendían a un millón trescientos mil ducados cada año. Respondióseles que vieran en lo que se podía moderar, y aun se hizo un tanto sobre ello; pero como dice el historiador de los sucesos de la corte, más era para darles satisfacción sobre ello que con ánimo de ponerlo en ejecución{3}.

Faltaba el consentimiento y la aprobación de las ciudades, que aunque bastaban la mitad más una de las diez y ocho que tenían voto en cortes para constituir votación, desconfiábase mucho de poder obtener su conformidad, no obstante el compromiso adquirido por sus procuradores. Para eso, así como en otra ocasión visitó muchas de ellas el rey en persona, así ahora fue el duque de Lerma el que se dedicó a andar de ciudad en ciudad solicitando y negociando votos, y aun con todo su valimiento y esfuerzos a duras penas logró vencer su repugnancia y recoger los absolutamente necesarios para autorizar la concesión del servicio. La de Sevilla le otorgó con una condición que ciertamente debió parecer harto dura y amarga al de Lerma, pero en lo cual dio una prueba de su entereza aquella ciudad, a saber; que S. M. hubiera de revocar la merced que tenía hecha al duque ministro de uno por ciento de las mercaderías de aquella población, que producía una renta anual de doce cuentos de maravedís; así como la de doce mil ducados sobre la renta de la cochinilla, que había dado a otros caballeros de su cámara.

No obstante la concesión de los diez y siete millones y medio, con tanto trabajo obtenida, como que los rendimientos de las rentas ordinarias y extraordinarias estaban consumidos, enajenadas las gracias de subsidio, cruzada y escusado, y los maestrazgos en poder de los asentistas u hombres de negocios, consignados al reintegro de doce millones que se les debían, acordaron el rey y sus ministros, o sea la junta de Hacienda, despojar de esta hipoteca a los acreedores, y consignar en su lugar un millón en cada año por espacio de diez y nueve al pago del capital e intereses, seiscientos mil sobre la renta de los millones, y los cuatrocientos mil restantes sobre el servicio ordinario; lo cual ocasionó reclamaciones de los interesados, y descubrió más la nulidad de los recursos y la quiebra que la hacienda del reino padecía.

Nada obsecuente el rey con los procuradores que le habían votado el servicio a riesgo de desagradar a las ciudades que representaban, de las sensatas peticiones que le hicieron las cortes de 1607 (las cuales con diferentes fines tuvo reunidas hasta 1611), solo les concedió cuatro, y no las más importantes: a todas las demás respondió, o que no convenía hacer novedad, o que se iría mirando en ello y se proveería lo conveniente. Esta conducta y estas fórmulas era tal vez lo único que Felipe III había imitado de su padre. Lo primero que en estas cortes se suplicaba al rey era que las leyes y pragmáticas no se hicieran ni publicaran sin conocimiento y aprobación de las ciudades de voto en cortes, porque así saldrían más ajustadas al beneficio público. Pequeña y justa restricción que se limitaban ya a poner al poder real, y a que sin embargo desdeñaba sujetarse el soberano. Entre las demás peticiones, relativas las más de ellas a abusos y reformas en la administración de justicia, las había notables por su objeto. Tal era la que se refería a la multiplicación de conventos, especialmente de las órdenes mendicantes, que se observaba cada día en el reino, y pedían los procuradores que no se diera licencia para fundar conventos nuevos, por lo menos en diez años. Las pensiones a extranjeros, y las cartas de naturaleza que solían dárseles para que pudieran obtener rentas y dignidades eclesiásticas, era otra de las cosas contra que reclamaban los procuradores. Que se residenciara también, decían, a los jueces eclesiásticos, acabados sus oficios, como se practicaba con los civiles, para tenerlos a raya. Y, sobre todo, volvían a inculcar en que los inquisidores se abstuvieran de prender en las cárceles del Santo Oficio si no fuese por cosas y delitos tocantes a la fe; abuso añejo y nunca corregido, por más que contra él tantas veces se había clamado. Mas tampoco se corrigió ahora, porque a estas y a las demás peticiones dio el rey la general y vaga respuesta de que se miraría y proveería lo que conviniera{4}.

En estas cortes fue solemnemente jurado el príncipe don Felipe como sucesor del trono en la iglesia de San Gerónimo de Madrid (15 de enero, 1608), con asistencia de los grandes, títulos, caballeros, procuradores de las ciudades y altos empleados de la real casa{5}. No haríamos mérito de las fiestas que con tan justo motivo se celebraron, sin la circunstancia de haberse corrido sortijas frente a la huerta del duque de Lerma, dentro de cuya posesión hizo construir el primer ministro una plaza de toros, a la cual solían concurrir los reyes a presenciar las corridas que para festejarlos y recrearlos les daba el gran privado.

A poco de disueltas estas cortes (abril, 1611), convocáronse otras para el mes de diciembre del mismo año. El objeto principal era obtener de ellas los 450 millones de maravedís a que ascendía el servicio ordinario y extraordinario para los tres años venideros, que en efecto fueron otorgados, porque tales eran las necesidades y apuros, y tal la manera con que el rey los exponía, que obligaba a los pueblos a hacer nuevos sacrificios, por costoso que les fuese y por más que los repugnaran. Como los memoriales y capítulos de las anteriores cortes no se habían publicado, hubo necesidad de reproducir en estas la mayor parte de ellos; bien que unos y otros fueron mirados por el rey y sus ministros con tan desdeñosa indiferencia, que sobre responder favorablemente a solas tres peticiones tardó ocho años en mandar pregonar y guardar lo que aun llamaba, y solo irónicamente podía llamarse «Cuaderno de leyes.{6}» Mucho más hubiera valido que dijera el rey lisamente, cada vez que convocaba cortes, que las llamaba con el único y exclusivo fin de que le socorrieran con dinero.

Menos considerado todavía el soberano con los aragoneses, ni nunca hallaba ocasión ni dejaba nunca de encontrar disculpa para no tener cortes de aquel reino, por más que ellos lo habían solicitado con instancia y él se lo había prometido desde su viaje a Zaragoza en el principio de su reinado. Muchas veces los aragoneses lo volvieron a pedir con ahínco, y muchas el rey lo volvía a ofrecer: a cada paso se estaba anunciando la jornada, mas nunca faltaba un pretexto para suspenderla, siendo el que más comúnmente solía alegarse el de la falta de dinero. Una comisión de diputados aragoneses vino a Madrid a gestionar cerca del monarca en nombre de aquel reino que con arreglo a sus antiguas leyes, fueros y costumbres pasara allá a celebrar cortes: la diputación fue muy bien recibida; entretúvosela mucho tiempo con buenas palabras; pero trascurrieron años y años, y las cortes no se convocaban nunca, con lo cual estaba altamente disgustado el pueblo aragonés.

Prevaliéndose de la condescendencia de los procuradores de Castilla en lo de otorgar subsidios, y fiados en las remesas de oro que continuaban viniendo de América, el rey y sus ministros proseguían consumiendo la riqueza que el suelo virgen del Nuevo Mundo suministraba, y la sustancia que acá extraían exprimiendo al reino, en costosas guerras y empresas; y ya que habían cesado las de Inglaterra y los Países Bajos, por la paz que con aquella y la tregua que con estos se había asentado, sosteníanse otras nuevas en Italia y Alemania, como veremos luego. El duque de Lerma acrecentaba más y más su casa, y aglomeraba títulos, cargos y honores en su familia{7}. El pueblo comenzaba a mostrar su disgusto contra el magnate favorito con pasquines y otras demostraciones con que desahogan su descontento y significan su malestar los pueblos, cuando quisieran salir de su abatimiento y postración y se sienten sin fuerzas para ello. El rápido enriquecimiento del de Lerma, su prodigalidad, y el lujo que a su ejemplo se había desplegado en la corte, y el afán de adquirir por cualesquiera medios para sostenerle, habían engendrado tal inmoralidad y corrupción en los más altos funcionarios del Estado, que para corregirla se creyó necesario hacer un ejemplar escarmiento, que sirviera de lección y de freno a los demás.

Prendiose, pues, aquellos que se suponía haberse aprovechado más de la hacienda pública, y enriquecídose más aprisa de lo que fuera justo, para que dieran cuenta de sus oficios. Comenzose por el licenciado Alonso Ramírez de Prado, del Consejo real y del de Hacienda; prosiguiose por don Pedro Franqueza, conde de Villalonga y de Villafranqueza, consejero de Hacienda también; por don Pedro Álvarez Pereira, del consejo de Portugal, y por algunos asentistas y otras personas de menos viso.

Al Ramírez de Prado le prendió el consejero don Fernando Carrillo un día de Natividad comiendo con otros consejeros en casa del presidente de Castilla conde de Miranda, y entregándole en virtud de cédula real al alcalde Madera, llevole éste a la prisión de la Alameda. Se arrestó también a su mujer, y se ocupó y reconoció su casa. Halláronse en ella más de cuarenta mil escudos en plata labrada, otros cuarenta mil en joyas, más de noventa mil ducados en tapicería y colgaduras, cien mil en letras de cambio, setenta mil en juros, cuatrocientos ochenta mil en juros también, pero en cabeza de terceras personas; poseía quinientos cuarenta mil ducados en casas y tierras, sin otros muchos bienes que no se tasaron{8}.

El mismo don Fernando Carrillo y don Rodrigo Calderón prendieron al conde de Villalonga y de Villafranqueza en ocasión de hallarse en un torneo a que asistieron los reyes y todos los grandes y señores de la corte. Sentado estaba entre el duque de Lerma y el conde de Miranda cuando fue arrancado de allí y llevado entre alguaciles y gente de guarda, primero a Torrelodones y después a la fortaleza de Ocaña. Se arrestó igualmente a toda su familia, y además al comendador y a varios frailes de la Merced, en cuyo convento se supo que tenía escondida una parte de su hacienda. Asombra la riqueza que se halló al conde de Villalonga. En trasladar el menaje de su casa a palacio, donde se depositó, se emplearon por más de tres días todos los carros largos que llamaban del rey. Cavaron los suelos de su casa, y en varias partes hallaron enterradas gruesas sumas de dinero: hasta en un lugar inmundo se encontraron cajas con riquísimas joyas que su mujer y criados habían arrojado la noche de su prisión, y debajo del sepulcro del comendador de la Merced fueron hallados dos cofres, llenos el uno de dinero y el otro de joyas. Fueron también cogidas varias acémilas cargadas de moneda por valor de trescientos mil ducados que habían sido enviadas por su mujer a Valencia; y por este orden, otra multitud de riquezas en oro, plata, joyas, telas exquisitas, juros y otros efectos. «Hanse hallado, dice el autor de una relación, todos los libros de toda la hacienda, y ansi no se perderá mucho: Dios permita se descubra todo, y a estos ilustrísimos ladrones cubra la tierra, o por mejor decir, sus cuerpos sustente el aire pendientes de una soga, como lo han menester, y todos deseamos, amén.{9}»

Hiciéronseles muchos y muy graves cargos; tratóseles con gran severidad; se examinaron muchos testigos; se mudó varias veces de prisión a los acusados; duró el proceso años enteros, lo cual no es maravilla, puesto que solo al conde de Villalonga se le hicieron 467 capítulos de cargos por el fiscal del Consejo de Castilla, sin los que el Consejo de Aragón y el Supremo de la Inquisición le hicieron por su parte: y por último se condenó a Ramírez de Prado (setiembre 1608) a la devolución de 398.671 ducados; y no se le condenó a más, por haber muerto antes de ser sentenciado. La sentencia contra el conde de Villalonga fue más fuerte todavía (diciembre, 1609): condenósele en 1.406.259 ducados para la cámara y real hacienda, privación de todos los títulos, oficios y mercedes que había recibido de S. M. y reclusión perpetua, que se le designó en las Torres de León, donde fue trasladado. El único que salió con honra del proceso fue el portugués Álvarez Pereira, que además de la absolución fue declarado digno de que se le hiciera merced{10}.

Estos ejemplos de justa severidad legal contra los funcionarios públicos de la primera jerarquía por haber abusado de sus empleos y enriquecídose a costa de la hacienda pública que se les había confiado y del sudor de los infelices pueblos, hubieran podido servir de muy provechosa lección y saludable escarmiento a otros, y hubieran podido contener la inmoralidad que tan rápidamente cundía, si por otra parte no se viera al duque de Lerma y a don Rodrigo Calderón seguir haciendo alarde de una opulencia que se creía adquirida por no más legítimos medios, si no se viera al rey aceptar los espléndidos y costosísimos banquetes con que le agasajaba con frecuencia su primer ministro, servidos siempre con vajilla de oro, en años en que a la general pobreza se agregaba la esterilidad del reino de Galicia, en que morían las gentes de miseria a centenares, y en que la salida de los moriscos de España hacia sentir más la falta general de numerario y la escasez de los más precisos mantenimientos{11}. Creía sin duda el de Lerma conjurar la murmuración y la animadversión pública, aconsejando al rey algunas medidas útiles, tal como la concesión que hizo a la tierra de Valladolid para hacer navegables el Duero y el Pisuerga hasta Zamora, cuya obra debía suponer que no había de poderse ejecutar por la falta de recursos; y como el derribo y la reconstrucción y alineación de la plaza mayor de Madrid, mandando que todas las casas se nivelasen y uniformasen con la llamada de la Panadería; oportuna y conveniente medida de ornato público, si alguno no le hubiera hecho perder gran parte del mérito expresando que se hacía, «para que las fiestas de toros y regocijos que hubiere se pudieran gozar mejor.{12}»

También quiso pagar su tributo de respeto a la moralidad de las costumbres con algunas providencias encaminadas a castigar la licencia y la relajación y a reprimir el lujo. Tales fueron, la creación de una casa-galera para la reclusión de las mujeres que hacían una vida escandalosa (1610): la de que no pudieran andar en coche sino señoras, y éstas no tapadas, ni pudieran acompañarlas sino sus padres, hijos o maridos; mandando que no se hiciera ningún coche sin licencia del presidente de Castilla, y prohibiendo su uso a los hombres, dando por causa que así se afeminaban (1611); pero se dio licencia a los consejeros y secretarios del rey, a los embajadores, a los médicos de Cámara, al guardajoyas, al padre y suegro de don Rodrigo Calderón, y al mismo don Rodrigo, el cual estaba ya tan apoderado de todos los negocios, que no había otra persona a quien acudir después del duque, cuya voluntad tenía completamente ganada y disponía de ella como de la suya propia. Se prohibió dorar y platear braseros, bufetes y vajillas; bordar colgaduras, camas, doseles y otros aderezos domésticos; se moderaron las guarniciones de los vestidos de las mujeres, y sobre todo se dio la famosa pragmática de las lechuguillas de los cuellos de los hombres, prescribiéndose la medida y tamaño que habían de tener, la calidad de la tela, que había de ser holanda o cambray, y no otra alguna, y toda la corte reformó sus cuellos. De antiguo sabemos ya lo que servían estas leyes suntuarias. Hasta al palacio se llevó la reforma, y se hizo vivir a las damas en mayor recogimiento que habían estado hasta entonces. Pagaba por lo menos, repetimos, el de Lerma algún tributo de respeto a la pública moralidad, dado que por otro lado no era modelo de ella en el manejo de la hacienda y de los negocios públicos.

Las fiestas con que de continuo entretenía el duque de Lerma a los reyes, bien que alternadas, como hemos indicado, con prácticas devotas, con procesiones y novenas, con fundaciones de conventos{13}, y con la repetición frecuente de la confesión y comunión (porque Felipe III confesaba y comulgaba todas las semanas, y casi diariamente iba a caza o asistía a los espectáculos profanos); estas fiestas, decimos, fueron interrumpidas por el fallecimiento de la duquesa de Uceda, hija política del de Lerma, que así por esta circunstancia, que habría sido suficiente, como por sus apreciables prendas, fue muy sentida en toda la corte, y especialmente en el palacio real (agosto, 1611). Pero otra muerte aconteció al poco tiempo, harto más dolorosa todavía para el rey, y de cuya pena había de participar toda la nación, a saber, la de la reina doña Margarita de Austria, que falleció en el Escorial (3 de octubre, 1611), a los once días de haber dado a luz al infante don Alonso, que por haber costado la muerte a su madre fue denominado desde entonces Alonso Caro.

Que el reino deploró la pérdida de esta señora, que se había hecho estimar por su mucha cristiandad y sus virtudes, nos lo dicen todos los historiadores contemporáneos{14}. Por lo mismo no deja de causar extrañeza que el rey don Felipe, según nos informa el más puntual analista y testigo de todo lo que en la corte acontecía, se entregara a los pocos días de su viudez a sus expediciones de caza y sus habituales distracciones, no hallándose en Madrid a las honras de la malograda reina que se hicieron con la debida solemnidad en San Gerónimo{15}.

Pero ya en este tiempo se negociaba y preparaba otro suceso más halagüeño para la nación y para el rey, a saber; el doble enlace de los príncipes españoles don Felipe y doña Ana con los príncipes de Francia Luis e Isabel. Mas como quiera que este proyecto de matrimonio fuese un enlace político, producto de las relaciones de España con los soberanos de otras naciones, consecuencia por una parte y principio por otra de las diferentes fases que tomó la política de España en este reinado en las guerras y negocios exteriores, debemos tratarlo en el capítulo en que vamos a dar cuenta de la situación de los dominios españoles en estos años con relación a otras potencias y países.




{1} Son las mismas palabras de Luis Cabrera de Córdoba, el minucioso y bien informado anotador de lo que pasaba y presenciaba él mismo en la corte.– MS. de la Biblioteca nacional: Carta de 15 de julio de 1606.

{2} Luis Cabrera, Relaciones.

{3} En la negativa de los procuradores que votaron en contra tuvo no poca parte, según nos informa Luis Cabrera, el disgusto de la manera vejatoria y opresiva con que se había hecho la cobranza de los anteriores, pues pueblo se citaba cuya cuota era de 50.000 maravedís, y los colectores, «entre salarios y cohechos,» la habían hecho subir a 300.000.

{4} Ordenamientos de las cortes de Madrid de 1607, publicados en 1619, e impresos el mismo año en la propia villa por Juan de la Cuesta.

{5} Luis Cabrera en sus Relaciones pone los nombres de todos los que juraron y besaron la mano al príncipe heredero.

{6} No se publicaron hasta 1619.

{7} El duque de Cea, su hijo, recibió en 1610 el título de duque de Uceda con que le conoceremos en adelante, y el ducado de Cea pasó a su nieto.

{8} Relación contemporánea manuscrita de la prisión del licenciado Ramírez de Prado. Archivo de Salazar, N. 34, fol. 381.– En esta relación se añade, que habiéndose cogido además a la esposa de Ramírez una arquilla que ella se había podido reservar manuscrita y que contenía once mil ducados en joyas y dinero, tuvo necesidad de quitarse unos botones de oro que llevaba en el jubón y venderlos para comer.

{9} Archivo de Salazar, N. 34.– Íbid. Misceláneas de Montealegre, Est. 6, grad. 6, n.º 28.– En otra relación MS. de aquel tiempo se dan muy curiosas noticias sobre el modo como se había enriquecido el célebre don Pedro Franqueza. «Averiguose, dice, que el conde y el secretario hurtaron a S. M. en el asiento que se hizo con los judíos de Portugal un millón de ducados.»– «Averiguósele que tomaba muchos cohechos de a 6 y 7 mil ducados, joyas y prendas de mucho valor.»– «Averiguósele que porque hizo mudar la corte de Valladolid a Madrid en 1606 le dio Madrid cien mil ducados.»– «Halláronsele doscientos mil ducados dados en cambio a hombres de negocios.»– «Los muchachos (añade) cantan por las calles: Más quiero mi pobreza que la hacienda de Franqueza», &c.

{10} Luis Cabrera de Córdoba en sus Relaciones inéditas, A. 1606 a 1610.– Archivo de Salazar, Misceláneas de Montealegre, Est. 6, Gr. 6, N. 28.

{11} En medio de la corrupción consuela hallar ejemplos de desinterés, de pureza y de moralidad en el desempeño de los más lucrativos cargos, tal como el del conde de Monterey, virrey del Perú, que en diez y seis meses que gobernó la provincia más rica del Nuevo Mundo había dado 25.000 ducados de limosnas, y murió tan pobre que hubo de subvenir la audiencia a los gastos de su entierro, porque dejaba 80 mil ducados de deudas. Habíanse hecho por su salud muchas procesiones y disciplinas públicas, y dejó allí un nombre inolvidable.

{12} Sobre la reedificación de la plaza mayor de Madrid da el maestro Gil González Dávila los siguientes curiosos pormenores que no dudamos verán nuestros lectores con gusto. «Edificose, dice, en forma cuadrada... tiene de longitud 434 pies, y en su circunferencia 1.536: su fábrica está fundada sobre pilastras de sillería cuadradas, de piedra berroqueña... los frontispicios de las casas son de ladrillo colorado: tiene cinco suelos con el que forma el soportal hasta el último terrado; y desde los pedestales hasta el tejado segundo 71 pies de altura: tiene 136 casas, 467 ventanas labradas de una manera, y otros balcones de hierro tocados de negro y oro. En estas casas vivían en el año de 1633 tres mil setecientas personas, y en las fiestas públicas es capaz de cincuenta mil personas, que gozan igual contentamiento de los regocijos públicos. Este maravilloso edificio costó 900,000 ducados...» Se labró en dos años y se acabó el de 1619.

Por el mismo tiempo (de 1614 a 1617) se surtió de aguas potables a Madrid: costó el conducirlas 82.000 ducados. Su peso era, una azumbre, 2 libras, 5 onzas, 7 adarmes y 17 granos.– Dávila, Vida y hechos, lib. II, cap. 84.

{13} Por este tiempo se fundó, entre otros, el convento de la Encarnación de Madrid.

{14} Indudablemente la reina Margarita se había corregido de ciertas ligerezas no extrañas en su corta edad, que se notaron en ella cuando vino a Madrid y en los primeros años de su matrimonio. La infanta Isabel Clara, hermana del rey y esposa del archiduque Alberto, escribía en enero de 1600 al marqués de Denia, después duque de Lerma: «...Me ha pesado del mal de ojos que habéis tenido, y no quisiera os hubieran hecho mal los disgustos que han pasado y sentido mucho, pues no pueden dejar de haberlos causado a mi hermano, «que es lo que más siento, y si yo estuviera ay, dijera a su mujer cuanto importa hacer la voluntad de los maridos, que como muchacha a menester quien la aconseje: así espero lo ará ahora la duquesa y que con eso todo se habrá acabado muy bien, pues ya acá llegan nuevas de como se iba poniendo en orden: no me espanto que la duquesa lo excusase, que es muy mala cosa estar descasadas: bien creo reiréis de verme decir esto, bendito sea Dios, &c.»– Y en 8 de octubre desde Bruselas: «Bonísimo verano habrá sido el de Valladolid, y no muy buena la ausencia de mi hermano para la reina, aunque entiendo que con la edad ha de ir conociendo lo que debe a mi hermano, y otras cosas, que algunas me ha contado don Enrique, que no siento poco, y lo que mi hermano habrá pasado; ojalá las pudiera remediar, olgara de pasar  mucho trabajo en ello a trueque de quitar a mi hermano las pesadumbres, y como digo, yo espero que la edad lo ha de curar... &c.»– MM. SS. de la biblioteca de la Real Academia de la Historia, Archivo de Salazar, Est. 1.°, grada 3, A. 64.

{15} El 3 de octubre murió la reina, y el 22 escribía Cabrera: «S. M. se fue el domingo al bosque de Segovia... Dícese que S. M. pasará mañana a la Ventosilla y Lerma para divertirse, de que tiene necesidad, según ha sentido la pérdida de la reina, y ay opiniones que no verná a las honrras, &c.» Y todo se verificó así.