Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro III Reinado de Felipe III

Capítulo VI
Francia, Italia, Alemania
Política de España en estos estados
De 1610 a 1620

Sospechas que los príncipes italianos tenían de los proyectos de la corte española.– Confederación de aquellos príncipes con Enrique IV de Francia.– Intentos de los confederados.– Muerte de Enrique IV.– Cambio de relaciones entre España y Francia.– Enlaces de príncipes españoles y franceses.– Cláusulas de las capitulaciones matrimoniales.– Renuncia mutua de los contrayentes a las coronas de sus respectivos reinos.– Canje recíproco de las princesas en el río Bidasoa.– El duque Carlos Manuel de Saboya.– Sus designios contra España.– Despoja al duque de Mantua de Monferrato.– Protege al de Mantua Felipe III.– Guerra del Monferrato.– El marqués de la Hinojosa.– Paz de Asti.– Guerra de Saboya.– Carlos Manuel.– Don Pedro de Toledo, gobernador de Milán.– El duque de Nemours.– El mariscal Lesdiguieres.– Paz de Pavía.– Conjuración contra Venecia.– El marqués de Villafranca; el de Bezmar; el duque de Osuna.– Carácter del de Osuna.– Propónese humillar a Venecia.– Abate el poder naval de la república.– Calumnias que se forjaron sobre la famosa conjuración.– Suplicios horribles en Venecia.– Acusaciones que se hicieron al de Osuna.– Es relevado del gobierno de Nápoles.– Guerra de la Valtelina.– Principio de la guerra de treinta años en Alemania.– Protege España al emperador Fernando II.– Envía sus ejércitos.– Campaña de Bohemia.– Sangrienta batalla y célebre triunfo de los imperiales y españoles en Praga.– Vuelve la Bohemia a la obediencia del emperador.– Gobierno opresor de Fernando.
 

El afán, el interés y la costumbre de predominar en Europa habían halagado tanto el orgullo español y engendrado tales hábitos, que así prevalecían en los consejos de Felipe III como habían guiado los de su padre Felipe II. Los elementos eran desiguales, pero el espíritu era el mismo. Si Felipe III no aspiraba a la monarquía universal, por lo menos gastaba enormes sumas en agentes y pensiones para mantener partidarios en Italia, en Francia, en Alemania y en los Estados de la Iglesia, que era una de las causas que contribuían más a desangrar su tesoro{1}. Las potencias de Italia trabajaban en secreto para formar una liga contra el poder español, recelosas de que intentaba subyugarlas. Confirmábalas en sus recelos la conducta y la actitud amenazadora del conde de Fuentes, gobernador de Milán, ya levantando tropas con ignorado objeto, ya erigiendo fortalezas en los confines de aquel estado y a la entrada de la Valtelina. Los Estados italianos confiaban en la protección de la Francia. En la contienda que se suscitó entre la república de Venecia y el pontífice sobre asuntos de jurisdicción eclesiástica y temporal, contienda que dio jugar a que el papa pusiera entredicho a toda la república, y que estuvo muy cerca de producir una guerra sangrienta entre ambos Estados, España se puso de parte del pontífice y ofreció que le defendería con todo su poder. Y aunque por mediación de los dos soberanos, francés y español, se hizo al fin la paz entre la república y la Santa Sede, los manejos de los embajadores de España en Venecia hicieron siempre sospechar designios de parte de nuestra nación de extender su dominación o su influencia a la Italia Central.

La paz establecida entre España y Francia por el tratado de Vervins era menos sólida que aparente. Las dos cortes y los dos soberanos se miraban con mutua desconfianza y recelo. Enrique IV, que no podía olvidar la protección dada por España a los católicos de la Liga, que la veía sostener con vigor los derechos de la Santa Sede, que tenía interés en impedir el engrandecimiento de la casa de Austria, y que solía decir que los reyes de España y Francia estaban como puestos en los platillos de una balanza, de tal manera que para subir el uno había de bajar el otro; Enrique IV, que aspiraba a contrapesar el poder de España oponiéndole una confederación en Europa y establecer así por lo menos el conveniente equilibrio, era el apoyo de los príncipes descontentos de Italia, y de los protestantes de Alemania, a los cuales estaba dispuesto a unirse. Pero todas sus tramas y proyectos se traspiraban o se sabían en la corte de Madrid, por medio de los comisionados, embajadores y agentes que el gabinete español sostenía y pagaba largamente en París, para sobornar y ganar la confianza de los personajes de aquella corte, y penetrar las deliberaciones de su consejo que parecían más ocultas. Descubrió Enrique IV que hasta su cifra secreta había sido vendida a Felipe por el primer oficial de uno de sus ministerios. Se tenía ganada a una de sus queridas, la marquesa de Verneuil{2}. Hasta su esposa la reina María de Médicis se entendía con la corte de España. Así se comprende que fuesen conocidos aquí todos sus intentos, no bien eran allá formados.

Proponíase Enrique IV proteger a los príncipes protestantes de Alemania en la cuestión que se suscitó entre ellos y los católicos sobre la pretensión a los estados de Cleves y Julliers; intentaba quitar la Lombardía al rey de España para dársela al duque de Saboya Carlos Manuel, reuniendo el Franco Condado a su reino, y agregar las provincias católicas de los Países Bajos a la república de Holanda. Había levantado para esto un grande ejército, el cual se había puesto ya en marcha para la Champaña. Así se preparaba a humillar la casa de Austria, y a variar el sistema político de toda Europa, cuando la Providencia permitió que de repente se disiparan todos sus ambiciosos proyectos. Al encaminarse al arsenal, acompañado de algunos nobles, en un carruaje descubierto, el asesino Francisco Ravaillac le quitó la vida asestándole dos puñaladas (14 de mayo, 1610). Este horrible crimen, que libraba a España de un terrible y poderoso enemigo, causó un sentimiento universal, no solo en Francia sino en toda Europa{3}. Con la muerte de Enrique IV triunfó en efecto en la corte de Francia la política española, y la reina viuda María de Médicis suscribió a todo lo que proponía el embajador español don Íñigo de Cárdenas, contra los esfuerzos de Sully, el gran ministro del rey difunto, que se vio precisado a renunciar sus cargos y a retirarse de la corte, y aun Cárdenas se atrevió a pedir que le redujesen a prisión para procesarle{4}. Felipe III se apresuró a enviar a París al duque de Feria, don Gómez Suárez de Figueroa, a dar el pésame a la reina viuda, y a cumplimentar al nuevo rey Luis XIII por su elevación al trono.

Ya en vida de Enrique IV se había tratado con la reina María de un enlace matrimonial entre los príncipes de España y Francia, negocio que promovió el pontífice Paulo V. Muerto aquel soberano, y repetida la proposición por la corte de Madrid, la reina regente de Francia que lo había deseado antes, libre ya de la contradicción de su marido, aceptó gustosa la propuesta, y corrieron con desembarazo las negociaciones matrimoniales, en virtud de las cuales quedó convenido y ajustado el doble casamiento del príncipe heredero don Felipe de España con Isabel de Borbón, primogénita de Enrique IV y de María de Médicis, y del rey Luis XIII de Francia con la infanta doña Ana de Austria, primogénita de Felipe III. A concluir y ratificar el contrato vino a Madrid el duque de Mayenne, y de acá fue enviado a París el príncipe de Mélito, duque de Pastrana y de Francavila. El caballero francés fue recibido en España con grandes obsequios, y durante su estancia se le agasajó con maravillosa esplendidez{5}. El 20 de agosto de 1612 se firmó solemnemente en Madrid y París, con asistencia de los reyes y de los embajadores y grandes de ambos reinos, el tratado de este doble matrimonio, cuyas principales cláusulas fueron las siguientes:

S. M. Católica daba en dote a la infanta su hija 500 mil escudos de oro de valor de 16 rs., que habían de entregarse en París un día antes de la celebración del matrimonio: –SS. MM. Cristianísimas aseguraban este dote de la infanta sobre rentas y fondos a contento de S. M. Católica: –el rey y reina de Francia darían a la infanta doña Ana para sus joyas 50 mil escudos que le pertenecerían como bienes de su patrimonio, y 20 mil escudos de oro anuales por vía de viudedad, y el rey su padre le asignaría para su cámara la suma que correspondía a hija y esposa de tan grandes y poderosos soberanos: –que luego que doña Ana cumpliera los doce años se verificaría el matrimonio por poderes y por palabra de presente, debiendo conducirla el rey su padre a su costa hasta la frontera de Francia: –que este matrimonio se haría con el fin de asegurar la paz pública de la cristiandad y la amistad perpetua entre los dos reinos. Iguales condiciones se pactaron y juraron respectivamente para el matrimonio del príncipe don Felipe de España con la princesa Isabel de Borbón, hermana de Luis XIII.

Pero la cláusula y condición importante de ambos casamientos fue la renuncia que los contrayentes hicieron y juraron de cualesquiera derechos que ellos y sus hijos y descendientes pudieran tener cada cual a la corona de su reino, de tal manera que jamás y por ningún título los hijos y descendientes de doña Ana pudieran tener, pretender ni alegar derecho a la corona de España, ni los de la princesa Isabel al trono de Francia, para que nunca pudieran estar unidas en una misma cabeza las dos coronas{6}.

La historia nos irá diciendo las mudanzas que estos célebres enlaces produjeron en las relaciones políticas de las dos naciones tanto tiempo enemigas. Aunque una de las capitulaciones era que en cumpliendo la infanta de España los doce años (que era en setiembre de 1613), había de desposarse ella por palabra de presente, por poderes el rey Luis, y que inmediatamente había de ser conducida con el correspondiente cortejo a la frontera, la salud de doña Ana era tan delicada, y tenían tan desmejorado su físico y tan atrasado el desarrollo de su naturaleza los padecimientos, que por más que de Francia se reclamó muchas veces el exacto cumplimiento de lo capitulado, la corte de España hizo tan repetidas instancias para que se difiriese, que de una en otra prórroga se fue dilatando hasta octubre de 1615. El 18 se realizó el matrimonio en Burgos en los términos convenidos, después de haber hecho la infanta en la víspera su renuncia solemne, también con arreglo a lo pactado, y en los mismos días se verificaban iguales actos de renuncia y esponsales del príncipe de Asturias y la princesa Isabel de Francia. A un mismo tiempo llegaron también ambas princesas el 9 de noviembre a las dos orillas del Bidasoa. En este río, célebre ya en la historia por este género de solemnidades, se hizo el canje de las dos desposadas en barcas construidas al efecto, y con una ceremonia semejante a la que se había usado en otras ocasiones, y últimamente en el rescate de Francisco I y los rehenes de sus hijos. A una y otra acompañaba un brillante séquito de caballeros y damas nobles de su reino, a cuya cabeza figuraba por parte de Francia el duque de Guisa, por la de España el de Uceda{7}; y una y otra fueron recibidas con mucha alegría y extraordinaria pompa en los reinos cuyos tronos iban a ocupar, la una a su llegada, la otra algunos años después{8}.

La pompa, el lujo, el boato, la profusión de galas con que se presentaron los que acompañaban la princesa española dejó deslumbrados a los franceses: y la magnificencia de las fiestas con que se celebraron en el reino los matrimonios excedió a toda ponderación. Hubiérase dicho que la nación rebosaba opulencia y prosperidad, y ya hemos visto que en los pueblos no había sino miseria. En esto se acababa de consumir su sudor. Pero sin embargo se pedía y se votaba en las cortes inmediatas otro servicio de diez y ocho millones{9}.

La muerte de Enrique IV y los matrimonios de los príncipes españoles y franceses no dejaron de desconcertar los planes de Carlos Manuel de Saboya, el más ambicioso, turbulento y activo, y también el más artificioso y de más talento de los príncipes italianos enemigos de España. Y aunque él no desistió de sus intentos, después de haber, invocado inútilmente el auxilio de Venecia, de Inglaterra y aun de Francia, abandonado de todos tuvo que humillarse a enviar a Madrid su hijo el príncipe Filiberto en rehenes y como prenda y garantía de su fidelidad a España (1611). Pero irritado otra vez por los desaires que en España se hicieron a su hijo, quiso vengar aquella afrenta, bien que tampoco logró recoger en esta ocasión el fruto de sus intrigas y artificios (1612). Empeñado no obstante en no dejar a España gozar de quietud, incapaz él mismo de reposo, devorado de ambición e irritado con sus propias desgracias, tomó ocasión para renovar la guerra de los antiguos derechos que pretendía tener a la sucesión del Monferrato por muerte del duque de Mantua (1613). Logró esta vez que Venecia le ayudara con su dinero, y cayendo de improviso a mano armada sobre aquel Estado, se apoderó de todas sus plazas a excepción de Casal, en ocasión que las potencias que hubieran podido oponérsele estaban desarmadas y desapercibidas. Y cuando Francia, España y el imperio se alarmaron con tan atrevido golpe, y acudieron a castigar su insolente audacia, recurrió el saboyano a las armas que manejaba con más habilidad y destreza, a las sumisiones fingidas, a las promesas insidiosas, a sembrar la división, la discordia y los celos entre las potencias, a indisponer al gobernador de Milán, marqués de la Hinojosa, y al duque de Mantua con la corte española, a cuyo efecto envió a Madrid a su hijo Víctor Amadeo, y hablando a cada nación diferente lenguaje entretenía a todas y no evacuaba el Monferrato: antes se mostró resuelto a defender su independencia, y titulándose «el libertador de Italia,» trabajo de nuevo por formar una liga contra el gobierno español.

Viéndose ya el gabinete de Madrid en la necesidad de obrar, hace intimar por medio de un embajador al duque de Saboya que licencie sus tropas; que se comprometa a no inquietar más al duque de Mantua; que se someta a las condiciones que le sean dictadas (1614). La respuesta que le da el altivo Carlos Manuel es mandarle salir de su estado: se arranca el toisón de oro, y encarga al embajador diga al rey de España que no quiere condecorarse más con una insignia recibida de quien intentaba encadenarle; y hecho esto, reúne sus tropas en Asti e invade atrevidamente el Milanesado, llevándolo todo a sangre y fuego, y se retira cargado de pillaje y de botín. El marqués de la Hinojosa acude a la defensa de Milán, y construye una fortaleza cerca de Vercelli; y el gobierno de Madrid, indignado de tanta insolencia, publica un manifiesto privando a Carlos Manuel del ducado de Saboya, y adjudicándole a España como feudo de Milán. El de Hinojosa, en virtud de órdenes apremiantes que recibe de Madrid, emprende la campaña con treinta mil veteranos; el de Saboya le aguarda con diez y siete mil, entre franceses, saboyanos y suizos (1615): después de algunos movimientos y operaciones es derrotado Carlos Manuel por el general español, pero logra refugiarse en Asti, y no sabiendo Hinojosa aprovecharse del triunfo, dando pruebas de poco talento y capacidad militar, dejando a su ejército contagiarse en una inacción indisculpable, admite un tratado de paz que el de Saboya negocia en Asti por mediación de Venecia y de Inglaterra y bajo la garantía de la Francia.

Recíbese en Madrid con indignación la noticia de esta paz como bochornosa a las armas españolas, y Felipe III nombra gobernador de Milán, en reemplazo de Hinojosa, a don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, hombre de probado valor y de talentos militares y políticos. El nuevo gobernador halló al de Saboya obstinado y firme, fiado en la protección del mariscal francés Lesdiguiéres, que gobernaba el Delfinado, protestante, antiguo consejero y amigo de Enrique IV, y como tal enemigo declarado de España. Pero el de Villafranca, harto más astuto que su antecesor, ganó a su partido al duque de Nemours, que tenía resentimientos de familia con el de Saboya, y a quien la corte de Madrid ofreció en recompensa de sus servicios la investidura de este ducado. El de Nemours, que quiso penetrar en el territorio saboyano con seis mil guerreros, no hizo el efecto que se esperaba, y falto de provisiones y abandonado de la mayor parte de sus soldados, tuvo que volverse a Francia, donde se concertó con el de Saboya (1616). Por su parte el gobernador de Milán, marqués de Villafranca, no pudiendo cercar, como intentaba, con sus treinta mil soldados al de Saboya, atacó los pueblos del Piamonte, bien que entretanto Carlos Manuel ejecutaba lo mismo en el Monferrato. Pero después el general español, engañando con una estratagema feliz al enemigo, le sorprendió y derrotó, faltando poco para que le dejara de todo punto arruinado y deshecho.

Enfermo y devorado de tristeza Carlos Manuel con aquella derrota, hubiera sucumbido a pesar de su orgullo y su tenacidad, sin el apoyo de su hijo Víctor Amadeo que había ido de España, y sobre todo sin el auxilio de su constante protector el mariscal francés Lesdiguiéres, que obrando contra las órdenes expresas del débil gobierno de Luis XIII; sin dejarse seducir por las brillantes ofertas que la corte de París le hacía para excitar su ambición y apartarle del partido del duque; despreciando la proposición que a nombre de Felipe III de España se le hizo también de darle la investidura del ducado de Saboya con tal que ayudara a arrojar del Piamonte a Carlos Manuel, nada bastó a retraerle de entrar en Italia con ocho mil hombres y reunir sus fuerzas con las de Víctor Amadeo. A pesar de todo, el intrépido marqués de Villafranca rindió la importante plaza de Vercelli después de dos meses de sitio, y tomó a Solerio, Felizzano y otros puntos fuertes de la ribera del Tánaro. Pero el resultado de esta guerra fue un tratado de paz que por mediación de Luis XIII se firmó en Pavía (1617), por el cual el duque de Saboya y el marqués de Villafranca convinieron en licenciar cada uno sus tropas y en restituirse mutuamente las plazas conquistadas. Lesdiguiéres se volvió al Delfinado, y el Monferrato fue restituido al marqués de Mantua{10}.

Buscando anduvo el gobernador español del Milanesado todo género de pretextos; artificios y recursos para no cumplir lo pactado en Pavía y no licenciar sus tropas. Procedía este empeño de un plan más vasto que el marqués de Villafranca tenía con el duque de Osuna, virrey de Sicilia, y con el marqués de Bezmar, embajador en Venecia, plan que se hizo famoso en la historia, y que ahora daremos a conocer.

Natural era que la república de Venecia, casi siempre enemiga de España, trabajara por arrojar de Italia a los españoles, y favoreciera al duque de Saboya, declarado enemigo de nuestra dominación. Éralo también que los españoles amantes de su patria, a cuyo cargo y gobierno estaban nuestros dominios italianos, por una parte quisieran castigar a la enemiga república por los auxilios que había prestado al de Saboya, por otra procuraran mantener, acrecentar si era posible, la antigua superioridad del imperio español sobre toda la Italia, y sujetar a su dominio o a su influjo aquellos dos estados belicosos e independientes. De estos sentimientos de gloria nacional estaban animados los tres esclarecidos personajes españoles que hemos nombrado arriba: don Alfonso de la Cueva, marqués de Bezmar, antiguo embajador en Venecia, mañoso, diestro y hábil diplomático; don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, gobernador del Milanesado, hombre de probado valor y destreza; y don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, virrey de Sicilia y después de Nápoles, uno de los mayores políticos de su siglo, de gran capacidad y elevados pensamientos, de consumada habilidad, de decidido amor patrio, espléndido y magnífico, aunque caprichoso, iracundo y arrebatado. Amigo por natural inclinación de la justicia, pero enemigo de las trabas de los tribunales y de las leyes; guiado más por el amor a la gloria que por las reglas de la subordinación; obraba por sí mismo, y hacía grandes servicios a su monarca sin que le inspirara respeto su rey. Siendo virrey de Sicilia, y mientras los gobernadores de Milán hacían la guerra al duque de Saboya, levantó la marina siciliana que encontró en la mayor decadencia, sus escuadras cruzaban el Adriático y el Mediterráneo, dañaban cuanto podían a Venecia y eran el terror de los turcos y de los berberiscos, a quienes tenía encogidos y enfrenados en sus puertos: debidos fueron al de Osuna muchos triunfos, hízoles grandes presas, y muchas veces limpió de piratas los mares y las costas de Sicilia y de Calabria{11}.

Había llevado ya el gran Girón a Nápoles el pensamiento de abatir la república traficante de Venecia, la enemiga más solapada de España. A don Pedro de Toledo, gobernador de Milán, le había enviado una respetable fuerza de infantes y caballos contra el ambicioso y díscolo Carlos Manuel de Saboya, y quebrantar al saboyano era enflaquecer la república con cuyo oro aquél se sostenía. Derrotando con sus galeones la armada veneciana en las aguas de Gravosa, hizo ver al mundo que el poder naval de la Señoría, que se había arrogado el título de reina del Adriático, era menos real que aparente, y que así era Venecia señora de los mares como Carlos Manuel libertador de Italia, dos dictados que el de Osuna quiso demostrar se habían aplicado con más arrogancia que merecimiento los dos aliados enemigos del nombre español.

Colocados los tres dignos magnates, Osuna, Bezmar y Villafranca, en los tres puestos más importantes de Italia, Nápoles, Venecia y Milán; disgustados todos tres del tratado de Pavía; convencidos de que la república de San Marcos era la causa de las guerras y trabajos de España en aquellas partes, y de que, en su afán de dañar a la casa de Austria, no cesaba de provocar contra España y contra el imperio así a los franceses como al de Saboya y a la república de Holanda, resolvieron humillar la soberbia de la ciudad del Adriático. Ayudábalos en su patriótico plan un hombre de reconocida sagacidad y talento, activo, discreto y mañoso, íntimo amigo y confidente del de Osuna, a saber, don Francisco de Quevedo y Villegas, que a este fin hizo diferentes viajes con misiones secretas a Madrid, a Roma, a Nápoles, a Brindis, y a la misma Venecia, con graves riesgos de su persona. Comenzó el de Osuna por proteger a los uscoques, famosos piratas de raza esclavona, en la Croacia y la Iliria, que con sus atrevidas excursiones hacían infinitos daños al comercio veneciano. Auxiliando con sus tercios a don Pedro de Toledo, persiguiendo vigorosa e incesantemente con sus escuadras las naves de la república, saqueando sus islas, amenazando apoderarse de sus puertos, haciendo presas de importancia, abatiendo en todas partes el pabellón de San Marcos, amagando penetrar por los canales de Venecia y acercarse a la ciudad para atacarla, puso en consternación a la república y demostró la flaqueza que bajo su aparente y decantado poder marítimo ocultaba (1618).

Para vengarse Venecia de tantas humillaciones, para evitar la deserción inminente de sus mismas tropas asalariadas y cohonestar los horribles castigos con que resolvió aterrorizar a los débiles, para hacer odioso el nombre español, desacreditar al de Osuna con su monarca, lanzar al embajador Bezmar, hacerse interesante a los potentados de Italia, y hasta granjearse al Turco, inventó sin duda la famosa conjuración que se ha supuesto entre los tres personajes españoles; conjuración que no vacilaron en estampar en sus historias los escritores venecianos, que otros autores extranjeros adoptaron sin examen ni crítica, y que a alguno sirvió para forjar y dar interés dramático a una novela. Aunque ni siquiera están de acuerdo los historiadores italianos y franceses sobre el plan de la conjura, lo que más generalmente suponen es que el marqués de Bezmar había ganado a fuerza de oro las tropas mercenarias de la república; que el de Osuna había ido enviando a la deshilada a la ciudad aventureros franceses proscritos de su país; entre ellos el famoso corsario Jacques Pierres, terror de los turcos; que el plan era incendiar el arsenal, la casa de moneda, la aduana, y minar el edificio del senado para volarle cuando estuviera reunido. Para dar color de verdad a la invención, y aterrar a los enemigos e inflamar el espíritu del pueblo con un escarmiento de grande y horrible espectáculo, aparecieron un día ahorcados de orden del Consejo de los Diez muchos extranjeros, de aquellos cuya deserción temían ya (14 de mayo, 1618), y hasta quinientos más fueron ahogados en los canales y lagunas. El desgraciado normando Jacques Pierres fue arrojado al mar en un saco, acaso con el fin de desenojar o de atraerse a los turcos, de quienes había sido tan formidable enemigo. El populacho insultó al marqués de Bezmar, el cual se vio obligado a salir de Venecia. Sin embargo, el senado no se atrevió ni a acusar al rey de España, ni a denunciar a la Europa el crimen de los tres españoles. El silencio oficial de la república decía bastante en favor de la falsedad de la conjuración, pero dejando correr cuantas versiones quisieron hacerse y estampándolas en los libros, quedó no poco que hacer a los historiadores futuros para discernir la verdad de la fábula. Por parte de España no se hizo otra demostración de desagravio a la república que separar al marqués de Bezmar, y eso por no exponerle a las venganzas del pueblo, y aun se le dio en cambio el puesto importante de primer ministro en los Países Bajos{12}.

Desatose después la república en calumnias contra el gran duque de Osuna, para malquistarle con su soberano, acusándole entre otras cosas de haberse querido alzar con el reino de Nápoles, para lo cual se atrevió a decir que había intentado contar con ella misma, fingiéndose enemigo para mejor disfrazar su proyecto. El artificio era muy propio de aquella república intrigante, y aunque la imputación no tenía otro fundamento que la mala fe, ni otro fin que el de vengarse de quien la había humillado con sus triunfos marítimos, el carácter, el genio y la conducta de don Pedro Girón, con humos y con acciones de rey, le daba cierto aire de verosimilitud, y si de muchos fue la especie desechada, de muchos fue también creída. Los descontentos y agraviados de Nápoles, y señaladamente los nobles y el clero, vieron y aprovecharon la ocasión de acriminar al virrey por algunos excesos abominables a que se entregaba sin recato, y hacían tildar de reprensible su conducta privada. Este clamoreo, fomentado por sus envidiosos, encontró en la corte eco en los oídos de los que entonces habían sustituido al duque de Lerma en la privanza de Felipe III; la trama produjo su fruto, y el duque de Osuna se vio repentinamente reemplazado en el virreinato de Nápoles, sin que se apercibiese de ello hasta que don Gaspar de Borja se hallaba ya dentro de los castillos. Aunque el pueblo le permaneció fiel y siguió mostrándosele apasionado, el noble magnate se resignó a dejar el mando, y se vino a Madrid (1620), lo cual celebraron Saboya y Venecia como uno de sus mayores triunfos{13}.

Para que no dejaran nunca de emplearse nuestras armas y consumirse nuestros tesoros en Italia, a la guerra de Saboya sucedió la de la Valtelina, país que en otro tiempo había hecho parte del principado de Milán, y confinante con los Alpes y con Venecia. Habíanse apoderado de él los grisones, que eran calvinistas, y tenían oprimidos a los habitantes, que eran católicos. Levantáronse éstos y tomaron las armas contra sus opresores, ayudados y protegidos por el gobernador español de Milán don Gómez Suárez de Figueroa, duque de Feria, que había reemplazado al marqués de Villafranca. Ya en años anteriores, según hemos indicado, gobernando a Milán el famoso conde de Fuentes, había amenazado a la Valtelina y construido algunas fortalezas a su entrada. Fácil les fue a los naturales con ayuda del duque de Feria arrojar a sus dominadores; y como si el país pudiera ser conservado para España, y como si no estuvieran nuestras fuerzas demasiado distraídas en otras partes, se levantaron en aquel valle muchos fuertes y se pusieron en ellos guarniciones españolas (1620), origen y principio de otras nuevas complicaciones.

Había ya comenzado en este tiempo en Alemania la famosa guerra que se llamó de treinta años por los de su duración, preparada ya en el reinado del emperador Rodulfo II por el establecimiento de la Unión y de la Liga, y por el derecho concedido a los herejes utraquistas de Bohemia para crear nuevas escuelas y templos de su culto. Ya en tiempo del emperador Matías que había sucedido en 1616 a Rodulfo, habían llegado aquellos a tomar las armas contra Matías porque violaba sus fueros y privilegios. Fernando II, sucesor de Matías, que murió sin sucesión varonil (1619), era el príncipe más apropósito para convertir en fuego voraz la chispa más débil. Y los reyes austriacos de España, que desde Carlos I nunca habían dejado de mezclarse y tomar una parte activa en todas las cuestiones religiosas y políticas del imperio que tocaran a la causa del catolicismo, o en que se interesara la prepotencia y engrandecimiento de la casa de Austria, o que pudieran conducir a vincular la corona imperial en la familia, metiéronse también de lleno en esta fatal y costosísima guerra. Ardía furiosa y se propagaba imponente la rebelión de los protestantes de Bohemia contra Fernando, con voz de que violaba sus privilegios y destruía sus leyes fundamentales para hacer el trono hereditario en su casa; hechas entre los insurrectos dos ligas ofensivas y defensivas, de una parte con las provincias unidas al reino de Bohemia, de otra con Betleem Gabor, que con el favor del Turco se había sentado en el trono de Transilvania; habiendo logrado interesar al elector Palatino ofreciéndole la corona de que intentaban despojar a Fernando: acometido éste por las fuerzas del elector, por las de los condes de Thorn y de Mansfeldt{14}, y al mismo tiempo por las del príncipe de Transilvania protegido por la Puerta; defendido solo Fernando por el pequeño ejército de Bucquoy, y vacilando las coronas sobre su cabeza, demandó auxilio a Felipe III de España, invocando los lazos de la religión, de la sangre y de la política, que siempre habían unido a España con el imperio (1620).

Bien hizo Fernando por su parte en apelar a España como al aliado y amigo de quien podía esperar más decidido y eficaz socorro. Y el gobierno del tercer Felipe, siguiendo la política, que podríamos llamar puramente austriaca, de los reyes de aquella dinastía, sin pararse a considerar los dispendios y sacrificios que había de costarle, lo exhausto del tesoro y la falta que padecía de soldados, aceptó la invitación y arrostró el compromiso de la empresa. Resolución a nuestro entender inconsiderada y fatal, que ni alcanza a justificar el principio religioso, ni disculparía sino en muy pequeña parte el tratado secreto que algunos suponen entre Fernando II de Alemania y Felipe III de España, por el cual aquél debía de ceder a éste la parte occidental de Austria, en el caso de que con su ayuda llegara a poseer aquellos estados. Mas o menos halagado el monarca español por el emperador su deudo, se aprestó a socorrerle con dinero y tropas, y un cuerpo de ocho mil hombres salió de los Países Bajos a juntarse con el de Bucquoy en el corazón de la Bohemia. Otro ejército de treinta mil, conducido por el marqués de Espínola, franqueó el Rhin para invadir el Palatinado, lo cual alentó a los príncipes protestantes de Alemania a declararse en favor de Fernando, y animó al papa y al rey de Polonia a entrar en la liga. Por su parte los protestantes levantaron un ejército de veinte y cuatro mil hombres, que pusieron al mando del marqués de Aupach; juntóseles el príncipe flamenco Enrique de Nassau, y se les agregó el caballero inglés Horacio Vere con dos mil cuatrocientos veteranos ingleses. Era como una reproducción de las guerras de Carlos V, sin su poder, sin su cabeza y sin su genio.

Sin embargo, el marqués de Espínola, con el talento y la habilidad que tanto le habían acreditado en Flandes, desde Coblentza donde se situó, supo burlar los planes y la vigilancia del enemigo, y fingiendo amenazar a Francfort, y haciendo oportunamente una marcha rápida y atrevida, se lanzó sobre Oppenhein. Al mismo tiempo los duques de Baviera y de Sajonia sujetaban a la obediencia del emperador la Lusacia, la Silesia y la Austria Alta y Baja. Penetran los imperiales en la Bohemia y se dirigen a Praga. Los generales bohemios se fortifican en una montaña que parecía inaccesible: pero su impericia da lugar a que los imperiales y bávaros con arrojo y serenidad maravillosa asalten las fortificaciones, viertan la sangre enemiga a torrentes, y derramen la consternación y el espanto. Desde lo alto de su palacio presenciaba el elector Federico, nuevo rey de Bohemia, aquel horrible combate, temblando él y extremeciéndose al ruido de las armas en su cabeza la corona que acababa de ceñirse. Tilly, general del imperio, es rechazado con gran pérdida; entonces Bucquoy salta de la cama en que se hallaba herido y enfermo, monta a caballo, reanima a los imperiales, y ayudado del español Guillermo Verdugo que mandaba los walones, arremete con intrepidez, hace prisioneros a los condes de Anhalt y de Slich, se apodera de algunos cañones, desordena las espesas filas enemigas, hácese general la derrota de los llamados defensores de la Unión Evangélica, la montaña se cubre de cadáveres y de armas de los vencidos, los imperiales se cansan de matar, y el elector Palatino se salva con la fuga, abandonando el trono que acababa de ocupar (noviembre, 1620).

La célebre victoria de Praga, en que tanta parte tuvieron las tropas del rey Católico, restituyó a Fernando II de Alemania el reino de Bohemia, sobre el cual estableció un imperio absoluto, aboliendo todos los fueros y privilegios de que hasta entonces había gozado, haciendo que los protestantes devolvieran a la Iglesia Católica todos los bienes confiscados o secularizados desde 1552, y dando derecho a los católicos para traer los herejes a su religión o hacerlos emigrar{15}. Con esto creyó Fernando haber asegurado la quietud de su imperio; mas los sucesos vinieron a demostrar cuánto se había equivocado, y España empeñada en su protección continuó largos años bajo el sucesor de Felipe III haciendo sacrificios tan costosos como inútiles.

Tal era la política y la conducta de la corte de España en sus relaciones con las potencias europeas, cuando la situación interior del reino se hallaba de la manera que vamos a ver ahora.




{1} En el archivo de Simancas, legs. 225 a 240, constan diferentes partidas que se enviaban para el pago de estas pensiones y sueldos, o para que los agentes distribuyeran allá las sumas que se les remesaban.

No faltaban escritores, o aduladores o fanáticos, que halagaban al rey, instigándole o afirmándole en esas ideas de predominio universal, tal como el padre Fray Juan de la Puente que escribió un libro titulado: «Conveniencia de las dos monarquías católicas de la Iglesia romana y del Imperio español, y defensa de la preferencia de los Reyes Católicos de España a todos los reyes del mundo.»

{2} Sabido es que Enrique el Grande de Francia, en medio de sus excelentes prendas de rey, fue notable por sus flaquezas de hombre, y que en materia de amores no supo libertarse de las costumbres licenciosas de la corte de sus predecesores. Entre sus queridas se cuentan la bella Gabriela de Estrées, la marquesa de Verneuil, la condesa de Moret, Carlota de Essars, la princesa de Condé y otras varias.

{3} Varios escritores franceses no han dejado de atribuir este abominable atentado a las artes empleadas por el monarca español y sus embajadores y agentes en París, no eximiendo de culpa a la misma reina María de Médicis, porque dicen que era española de corazón. Respecto a la reina María, otros franceses se han encargado de vindicar su honra y defenderla de tan fea calumnia. Por lo que hace a los españoles, no hemos visto que aleguen para inculparlos otro dato que vagas sospechas fundadas en su política. Algunos han querido buscar el origen de tan reprobada acción en la doctrina del Padre Mariana acerca del regicidio en su libro Del Rey y de la institución real. Cualesquiera que fuesen en este punto las doctrinas del jesuita español, olvidan, o aparentan olvidar que los regicidas eran ya antiguos en Francia: que Enrique III había muerto ya asesinado: que ya en 1593 había atentado Pedro Barriére a la vida del mismo Enrique IV: que en 1595 Juan Chátel le dio una puñalada en la boca; y que más tarde otros cuatro malvados habían intentado derramar la sangre de aquel gran rey; y que por último otros monarcas franceses probaron después el hierro homicida, mientras en España, donde se escribían las doctrinas que han querido traer a cuento, no se ha conocido el regicidio. Tenemos, pues, derecho a rechazarlo como calumnia, mientras con otros datos no prueban la imputación con que han intentado manchar nuestra patria.

El asesino Ravaillac fue condenado el 27 de mayo a ser atenaceado, quemada la mano derecha con azufre y el cuerpo con aceite hirviendo, y descuartizado.

{4} Archivo de Simancas, Est. leg. 140.

{5} Es muy curiosa la relación de las provisiones con que se asistía diariamente al duque de Mayenne y a su comitiva.

Día de carne.– 8 patos, 26 capones cebados de leche, 70 gallinas, 100 pares de pichones, 100 pollos, 50 perdigones, 50 pares de tórtolas, 100 conejos y liebres, 24 carneros, 2 cuartos traseros de vaca, 40 libras de cañas de vaca, 2 terneras, 12 lenguas, 12 perniles de garrovillas, 3 tocinos, una tinajuela de 4 arrobas de manteca de puerco, 4 docenas de panecillos de boca, 8 arrobas de fruta a dos arrobas de cada género, 6 cueros de vino de 5 arrobas cada uno, y cada cuero de diferente vino.

Día de pescado.– 100 libras de truchas, 50 de anguilas, 50 de esotro pescado fresco, 100 libras de barbos, 100 de peces, 4 modos de escabeches de pescados y de cada género 50 libras, 50 libras de atún, 100 de sardinillas en esscabeche, 100 libras de pescado sensial (cecial) muy bueno, 1.000 huevos, 24 empanadas de pescados diferentes, 100 libras de manteca fresca, 1 cuero de aceite, fruta, pan y otros regalos extraordinarios como en los días de carne.

Un guarda-mansél, que entonces decían, llamado Felipe de Arellano, llevaba cada día estas provisiones a la calle del Sordo, a cuya entrada por la parte del hospital de los Italianos había una puerta, que cerraba el Arellano luego que introducía la vianda para el día siguiente, y de allí lo recogía un criado del de Mayenne.– Relaciones manuscritas de Luis Cabrera, copia de la Biblioteca nacional, pág. 559.– El curioso y puntual analista no nos dice cuánta gente había traído consigo el embajador francés.

También es curiosa la relación de los regalos que mediaron, sacada del mismo autor. «Embió S. M. al de Umena (así llamaban acá al de Mayenne) con su guarda-joyas una cadena de diamantes y un tremellín que habían costado 12 mil escudos, y él dio guarda-joyas otra cadena de oro con su medalla de 4 mil reales, y al otro día le embió 6 caballos muy hermosos con sus mantas de damasco carmesí, y dicen dio al caballero 400 escudos, y a 20 a los criados que las llevaban; y al secretario que trajo las capitulaciones embió una sortija de 3 mil escudos, el cual dio una cadena de 200 al guarda-joyas que la llevó; y el duque de Lerma embió al de Umena 100 pares de guantes y 50 colectos de ámbar, y un tabaque de pastillas y pevetes; y la duquesa de Pastrana le embió ropas blancas y cosas de olor quantidad de mil escudos; y así mismo la condesa de Valencia alguna ropa blanca y cosas de olor; y el duque de Maqueda le envió 8 caballos, y 2 el duque de Alba con muy buenas cubiertas, y don Antonio de Ávila hijo del marqués de Velada embió uno muy estimado al hijo del ayo del rey de Francia con muy buenas cubiertas, y dos días después que partió de aquí el de Umena sacaron 30 caballos entre los que le habían dado y él había comprado.– El de Umena embió al de Lerma una carroza rica y muy dorada que traxo con 6 pías muy hermosas: y al marqués Deste que le asistió el tiempo que estuvo aquí y sirbió de lengua otra no tan buena con 4 caballos, y una haca de camino muy buena; y a la señora doña Catalina de la Cerda, dama de la reina, que le había dado el lado el día que se firmaron las escrituras, una pluma de diamantes que dicen valdrá quinientos escudos, y la reina de Francia se la hizo tomar.» Ibid. pág. 565.– También trae después los regalos que se hicieron en París al duque de Pastrana.

{6} Es de tal importancia esta cláusula del tratado, que no podemos menos de trascribirla a la letra.

«Que la dicha Serma. Infanta doña Ana se dará por contenta con dicha dote, sin que después pueda alegar ningún derecho, ni intentar ninguna acción ni demanda, pretendiendo que la pertenecen o pueden pertenecer otros bienes, derechos o acciones, por causas de la herencia de SS. MM. Católicas, sus padres, ni por consideración a sus personas, ni por cualquier otra causa o título, ya lo supiese, ya lo ignorase; y a pesar de cualquiera acción no dejará de hacer su renuncia en debida forma y con todas las formas y solemnidades necesarias y de derecho requeridas cuya renuncia les hará antes que contraiga matrimonio por palabras de presente. Que en cuanto se verifique la celebración del matrimonio aprobará y ratificará, juntamente con el rey Cristianísimo con las mismas formas y solemnidades, la primera renuncia; a la cual quedan obligados desde ahora. Y en caso que no hiciesen dicha renuncia, en virtud de este contrato de capitulación se juzgará la renuncia como debidamente otorgada. Todo lo que se hará en la forma más auténtica y eficaz para que sea valedera, y con todas las cláusulas derogatorias de leyes, usos y costumbres que puedan impedir esta renuncia, las que SS. MM. Católica y Cristianísima derogarán y derogan desde ahora, y para la aprobación y ratificación de este contrato, entonces como ahora, derogan todas las excepciones...

«Que la Serma. Infanta de España doña Ana y sus hijos, sean varones o hembras, y sus descendientes primeros y segundos, ni de tercera o cuarta generación, no podrán jamás suceder en los reinos, estados y señoríos que pertenecen y pueden pertenecer a S. M. Católica, y que están comprendidos en esta capitulación, ni fronteras que al presente posee S. M. Católica o que le pertenezcan y puedan pertenecer dentro y fuera de España, ni en los que tuvieron y poseyeron sus ascendientes, ni en los que en cualquier tiempo pueda adquirir o añadir a sus reinos, estados y dominaciones, o que pueda adquirir por cualquiera título, ya sea durante la vida de dicha Serma. Infanta o después de su muerte: y en cualquier caso en que por leyes o costumbres de estos reinos y estados pueda suceder o pretender que puede suceder en los dichos reinos y estados, en estos casos desde ahora la dicha Serma. Infanta doña Ana dice y declara que está bien y debidamente excluida, juntamente con todos sus hijos y descendientes, sean varones o hembras, aunque estos quisieran decir que en sus personas no se podrían considerar estas razones como de ningún valor, ni las demás en que se funda la exclusión, o que quisiesen alegar (lo que Dios no quiera) que la sucesión del rey Católico o de los serenísimos Príncipes e Infantes faltase de legítimos descendientes; porque como en ningún caso, ni en ningún tiempo, ni de ninguna manera que pueda acontecer, ni ella ni sus descendientes tienen derecho ni pueden suceder sin contravenir a las leyes, usos y costumbres en virtud de las que se arregla la sucesión de los reinos y Estados, y sin contravenir a las leyes, usos y costumbres que arreglan la sucesión de Francia. Por todas estas consideraciones juntamente, y por cada una en particular, SS. MM. derogan en los que contrarían la ejecución de este contrato. Y que para la aprobación de esta capitulación derogarán y derogan todo lo contrario, y quieren y entienden que la Serma. Infanta y sus descendientes estén para siempre jamás excluidos de poder suceder en ningún tiempo ni en ningún caso en los Estados de Flandes, condado de Borgoña y Charolais y sus dependencias, cuyos países y estados fueron dados por S. M. Católica a la Serma. Infanta doña Isabel y deben volver a S. M. Católica y a sus sucesores. También declaran expresamente, que en caso de que la Serma. Infanta quede viuda (lo que Dios no quiera) sin hijos, quede libre y franca de dicha exclusión, y sea por lo tanto capaz de poder heredar cuando le pertenezca, pero en solo dos casos. Si quedando viuda y sin hijos volviese a España, y si por razón de Estado se volviese a casar por mandato del rey Católico, su padre, o del príncipe su hermano, en cuyos dos casos quedará habilitada para suceder. Que tan pronto como la Serma. Infanta haya cumplido los doce años y antes de celebrar el matrimonio por palabras de presente, dará y otorgará su escrito, en virtud del cual se obligará por sí y sus sucesores al cumplimiento de todo lo dicho, y de su exclusión y de sus descendientes, aprobándolo todo, según se contiene en el presente contrato y capitulación, con las cláusulas y juramentos necesarios y requeridos; y en jurando ésta presente capitulación y la referida obligación y ratificación, hará otra igual y semejante con el rey Cristianísimo tan pronto como se case, la que será registrada en el parlamento de París según su forma y tenor, y S. M. Católica desde ahora hará aprobar y ratificar dicha renuncia en la forma acostumbrada, y la hará registrar en el consejo de Estado, y las dichas renuncias, aprobaciones y satisfacciones, hechas o no hechas, se tendrán desde la presente capitulación por bien hechas y otorgadas.»

En semejantes términos se consignaron las condiciones relativas a la renuncia de Isabel de Borbón y sus descendientes a la corona de Francia.

{7} El encargado de la entrega y ceremonia había sido su padre el duque de Lerma, pero enfermó en el camino y le reemplazó su hijo.

{8} Gil González Dávila se extiende largamente en la descripción de las ceremonias de la renuncia, de las bodas, de las jornadas y de la entrega, e inserta los nombres de los personajes que acompañaron a la nueva reina de Francia, y los consejos que por escrito le dio su padre Felipe III al despedirse de ella. Vida y Hechos, lib. II, cap. 64 y 65.

Vivanco, en su Historia manuscrita de Felipe III lo refiere muy minuciosamente. Este escritor que en todo halla motivos para derramar el incienso de la adulación sobre el rey su amo y sobre el duque de Lerma, dice muy formalmente: «El duque de Lerma, como para tan ardua empresa era bien se ofreciese el vasallo más altamente beneficiado y reverenciado por su rey, le suplicó le diese licencia y le hiciera merced de que tomase a su cargo la expedición de esta jornada.» Y la ardua empresa era acompañar a la infanta desde Burgos a Fuenterrabía. Respecto de la aceptación que el rey hizo de su ofrecimiento, dice que fue un hecho de ánimo tan generoso, «que fue el mayor que se vio en ningún príncipe del mundo;» y en cuanto al de Lerma, «todos los que más han querido afectar esta acción respecto de la grandeza de su fidelidad, todos han parecido hormigas.»– Duélenos en el alma ver que de este modo se escribiera la historia.

{9} Es digno de notarse lo que hizo en esta ocasión el duque de Osuna en Sicilia, donde era virrey. Los sicilianos le pidieron licencia para celebrar con fiestas estos matrimonios; concediósela el duque, y ellos contribuyeron para los festejos con largueza y liberalidad. Cuando el duque tuvo recogido el dinero, dispuso que no se gastara un maravedí en fiestas y espectáculos frívolos, y mandó que se invirtiera todo en dotar y casar doncellas pobres del estado noble.

{10} Castagnini, Vida del príncipe Philiberto de Saboya.– Batt. Nani, Istoria della Républica Veneta.– Histoire du Connestable de Lesdiguières.– Historia del reinado de Luis XIII.– Vivanco, Hist. de Felipe III, lib. V.– Mercurio francés, ad ann.

{11} Vivanco, Historia de Felipe III, libro V.

{12} Zazzera, Diario del felicísimo gobierno del Excmo. duque de Osuna; Biblioteca del duque.– Leti. Vida del duque de Osuna.– Daru, Histoire de la Republique de Venice.– Nani, Istoria de la Republica Veneta.– Ranke, Conjuración de Venecia.– Giannone, Hist. del reino de Nápoles.– Amelot de la Houssaie, Hist. del Gobierno de Venecia.– Malvezzi, Conspiración contra Venecia: Memorias para la Historia de Felipe III, por Yáñez.– Quevedo, Lince de Italia.– Capriata, Storia.– Memorial del pleito que el señor don Juan Chumacero y Sotomayor trata con el duque de Uceda.– Tarsia, Vida de Quevedo.– Fernández Guerra, Vida de don Francisco de Quevedo.

Este ilustrado escritor, ya publicando el desconocido libro de Quevedo titulado Lince de Italia, o Zahorí español, ya en la vida del autor que ha escrito y puesto al frente de la novísima edición de sus obras, ha derramado mucha y muy apreciable luz sobre este período de nuestra historia, oscuro como todo lo que de propósito se ha querido enturbiar con invenciones y fábulas. Los estudios que el señor Guerra ha tenido que hacer sobre Quevedo, el grande amigo y confidente del duque de Osuna, el negociador y el alma de los planes de aquellos magnates sobre Venecia, le han permitido conocer, y a nosotros con él, lo que pudo haber de cierto en la llamada famosa conjuración. El mismo señor Guerra nos informa de los trabajos y peligros que corrió el gran literato y político durante estos sucesos, y en especial la noche que comenzaron los terribles castigos en Venecia, donde se hallaba. «En aquella noche terrible (dice) de espanto, consternación y exterminio, libró Quevedo por un milagro la vida. Con hábito y ademanes de mendigo, todo haraposo, e imitando con arte sumo el acento italiano, se escapó de dos esbirros que le perseguían para matarle; entre ellos estuvo, le observaron sin sospechar jamás que fuese extranjero... Con extremada precaución, entre los ayes de los moribundos, entre los golpes de los verdugos y entre las blasfemias de los sicarios salió de la ciudad.»

{13} «Abandonado a sí mismo este varón, dice Guerra hablando del duque, grande en las virtudes y en los vicios, de ingenio vivo, pero turbulento, sangriento en las iras, inconstante en las amistades, peligroso en los favores, beneficiado en riqueza, allanó el camino del triunfo a sus émulos con la desenvoltura de la vida y la ejecución licenciosa de sus apetitos.»

{14} Este conde de Mansfeldt era hijo natural del conde flamenco del mismo título que tantos y tan señalados servicios había hecho a Felipe II y con tanto tesón había defendido la causa católica en los Países Bajos. Resentido el hijo con el emperador porque no había querido legitimarle, abandonó su servicio y la fe católica y pasó a servir a Carlos Manuel de Saboya: cuando supo la rebelión de los bohemios, corrió a favorecerla llevando consigo un cuerpo de tropas: los rebeldes le nombraron general de la artillería.

{15} Anales del Imperio, tomo II.– Everhard, Wassemburguii, De Bello inter Imperatores Ferdinandes et eorum hostes.–  Heiss, Historia del Imperio.– González Dávila, Vida y Hechos de Felipe III, lib. II, cap. 90.