Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro III Reinado de Felipe III

Capítulo VII
Rivalidades e intrigas en palacio
El duque de Lerma y el de Uceda
De 1611 a 1621

Asombrosa autoridad de que invistió Felipe III al duque de Lerma.– Uso que éste hizo de su poder.– Cómo engrandeció a don Rodrigo Calderón.– Conducta de don Rodrigo.– Envidias que suscita.– Va con embajada a Flandes.– Hácenle marqués de Siete Iglesias.–Conspiraciones contra el valimiento del de Lerma y de don Rodrigo Calderón.– Trabaja el duque de Uceda contra el de Lerma, su padre, y aspira a reemplazarle en la privanza del rey.– El confesor fray Luis de Aliaga.– Los condes de Lemos y de Olivares.– Guerra de favoritismo en palacio.– Desaire y retirada del conde de Lemos.– Cae el de Lerma de la gracia del rey, derribado por su mismo hijo.– Privanza del de Uceda.– Viste el de Lerma el capelo de cardenal y se retira.– Prisión y proceso célebre de don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias.– Cargos que se le hicieron.– Tormento que se le dio.– Grandeza de don Rodrigo en sus padecimientos.– Descargos del abogado defensor.– Nuevas rivalidades de privanza.– Anuncios de la caída del de Uceda.
 

Mientras en Francia, en Italia y en Alemania algunos hombres políticos de la escuela del anterior reinado, representantes de España en aquellas cortes, todavía sostenían a buena altura el nombre español, mostrando cierta habilidad diplomática, que era como tradicional y heredada desde los tiempos de Fernando el Católico, bien que haciéndose ahora más por la astucia que por la conveniencia; mientras que en Sicilia y en Nápoles, en Monferrato, en la Valtelina y en Bohemia algunos ilustres capitanes españoles, algunos magnates de la primera nobleza de Castilla mantenían el antiguo crédito de la marina y de los ejércitos de España, y alcanzaban por tierra y por mar victorias y triunfos más honrosos y admirables a los ojos de Europa que provechosos y útiles a la nación; la corte de Madrid y el palacio del monarca eran un hervidero de rivalidades y un foco de intrigas de la peor ley para disputarse el favor y la privanza de un soberano que había comenzado por dejar de serlo, contentándose con ceñir su corona, y entregando el cetro, tan pronto como subió al trono, en manos y a discreción de un valido.

Que lo era el duque de Lerma, aun siendo todavía príncipe don Felipe, y que continuó siéndolo del rey en el mayor grado a que se creía pudiera llegar una privanza, lo hemos visto en los capítulos anteriores. Porque no era fácil imaginar entonces, ni por fortuna se ha repetido el ejemplo después, que hubiera un monarca tan pródigo de autoridad y al propio tiempo tan indolente, que por no tomarse siquiera el trabajo de firmar los documentos de Estado, quisiera dar a la firma de un vasallo suyo la misma autoridad que a la suya propia, y que advirtiera y ordenara, como ordenó Felipe III a todos sus consejos, tribunales y súbditos, que dieran a los despachos firmados por el duque de Lerma el mismo cumplimiento y obediencia, y los ejecutaran y guardaran con el mismo respeto que si fueran firmados por él. Trasmisión inaudita de poder, en que si bien asombra el desprendimiento del monarca, casi maravilla más que no abusara el favorecido tanto como pudo de aquella omnipotencia de que se vio investido.

No era ciertamente el carácter del de Lerma inclinado a la perversidad, que fue la razón de no haber sido tan funesto como pudo ser su valimiento. Pero tenía un defecto, que si en un particular es reprensible, en el privado de un monarca y en un hombre de Estado y primer ministro es abominable, fuente de envidia para otros hombres y manantial de males para un reino, a saber, la codicia. En globo no más hemos apuntado los títulos, honores, mercedes y riquezas que acumuló en sí mismo y en sus hijos, deudos y allegados. Árbitro de los empleos públicos, distribuidor de las gracias del soberano, administrador irresponsable de los tributos y de las rentas, y teniendo en su mano la fortuna de tantos hombres, cuidó lo primero de hacer la suya, y tomó para sí, como decimos por proverbio vulgar del buen repartidor, la mejor parte; y de no ser incorruptible dio lastimosas pruebas, que sobre no dejar puras de mancha manos que aspiraran a pasar por limpias, desdecían de la alta posición en que se había colocado, y amenguaban la dignidad no menos que rebajaban al hombre{1}.

Con esto los escarmientos que quiso hacer en algunos que se habían enriquecido de repente y por malos medios salían desautorizados con el ejemplo del primer ministro: el pueblo que sufría las cargas insoportables, la penuria, el hambre y las privaciones, le miraba como el autor de todas las calamidades públicas, y su opulencia y el poder de su privanza era objeto perenne de envidia a otros magnates, incluso su mismo hijo, como vamos a ver.

Entre sus criados y favorecidos lo era especialmente y con preferencia a todos un hidalgo de Castilla llamado don Rodrigo Calderón{2}, mozo activo y despierto, a quien escogió para que le ayudara en el manejo de los papeles, y a quien comenzó a elevar haciéndole secretario de la cámara del rey. A poco tiempo le creó conde de la Oliva, le dio el hábito de Santiago, confiriéndole la encomienda de Ocaña; le hizo capitán de la guardia alemana y tudesca, alguacil mayor de Valladolid, con muchas preeminencias en su chancillería, y le honró con otras muchas mercedes y le enriqueció con rentas y ayudas de costa{3}. Hábil el don Rodrigo para seguir granjeándose el afecto de su protector, llegó a tomar tal ascendiente en su ánimo y a dominar en su corazón de manera que en todo hacía el de Lerma la voluntad de don Rodrigo. Deslumbrado éste con su prosperidad, orgulloso con su fortuna, envanecido con el favor, y haciendo alarde del poder que en sus manos tenía, daba audiencias como un soberano, circundose de una corte tan brillante como la del duque, era un satélite que igualaba si no excedía en esplendor a su mismo planeta, y no se sabía quién ejercía más influjo, si el valido del monarca o el privado de su valido. Si los grandes y el pueblo llevaban mal la privanza del duque de Lerma, mucho peor soportaban el valimiento de don Rodrigo Calderón, ya por la oscuridad de que le habían visto levantarse, ya por la aspereza y desabrimiento con que solía tratar y despedir a los pretendientes, de cuya importunidad se descartaba el de Lerma enviándolos a don Rodrigo. Así es que se desataban contra él las lenguas y las plumas, y si contra el protector se hacían sátiras picantes, contra el protegido se escribían mordaces y sangrientos libelos.

Como enemigos de todo privado, y señaladamente contra la privanza de don Rodrigo Calderón, hablaban al rey y a la reina un fraile y una monja, fray Juan de Santa María, franciscano descalzo, y la madre Mariana de San José, priora del convento de la Encarnación. La reina doña Margarita, en cuyo piadoso corazón hacían grande efecto los consejos y pláticas de personas al parecer tan religiosas, se declaró desde luego contra don Rodrigo, y ayudada de aquellos dos consejeros persuadió al devoto Felipe con razones de conciencia, y le instó y apretó a que retirara su gracia al favorecido del duque. Dejose el rey vencer por lo menos en parte, y relevó a Calderón del despacho de los papeles y del oficio de secretario de su cámara; reemplazándole en el primer cargo don Juan de Ciriza y en el segundo don Bernabé de Vivanco{4}. Con tal motivo, y como a poco tiempo de esta novedad muriese la reina Margarita de sobreparto (1614), según en otro lugar hemos dicho, no faltó quien hiciera caer sobre don Rodrigo Calderón sospechas de haber apresurado los días de la reina, atribuyendo a su resentimiento y venganza más influencia en la muerte que a la gravedad del mal y a la ineficacia de los medicamentos: cargo horrible que a no dudar se hizo sin fundamento al separado secretario{5}. Mas si este había caído de la gracia del rey, mantúvole en la suya el duque de Lerma, y entonces fue cuando le colmó más de honores, mercedes y rentas, a él y a sus hijos. Aunque cesó en la ocupación de los papeles, seguía influyendo lo mismo en los negocios, y no tardó en ser enviado con una embajada extraordinaria a los Países Bajos. A su paso por Francia recibió en Fonteneblau las más distinguidas atenciones de aquellos monarcas, con cuyos hijos se estaban tratando las bodas de los príncipes españoles (1612). En Flandes fue también grandemente agasajado por los archiduques Alberto e Isabel, y volvió a España con la misma o mayor autoridad que antes, y aun recibió entonces el título de marqués de Siete Iglesias (junio, 1614), dando con esto nuevo pávulo a la envidia, a la murmuración y al aborrecimiento de sus muchos émulos{6}. Seguía tratándose con ostentosa magnificencia, y aspiraba a obtener la embajada de Roma.

A su vez proseguían trabajando de palabra y por escrito con el rey en contra de don Rodrigo, y so pretexto de libertarle de la influencia de los privados, el franciscano Santa María, la priora de la Encarnación, el padre Florencia, de la compañía de Jesús, y más que todos y con mejor proporción el dominicano fray Luis de Aliaga, que de confesor del duque de Lerma y por su recomendación e influjo había ascendido a confesor y director de la conciencia de Felipe III en reemplazo del cardenal Javierre. Aspirando el padre Aliaga a apoderarse de la voluntad del rey, e ingrato a los beneficios de su protector, no solo asestaba sus tiros contra el marqués de Siete Iglesias, sino que minaba también sordamente el poder y privanza del de Lerma, a quien lo debía todo, para levantar al duque de Uceda su hijo; y aquí comienza lo inaudito y escandaloso de estas intrigas palaciegas.

Don Cristóbal de Sandoval y Rojas, primogénito del duque de Lerma, antes marqués de Cea y después duque de Uceda, había sido introducido por su padre en la cámara del rey, y poco a poco le había ido aquél encomendando el despacho de los negocios, y hacía que le reemplazara en sus enfermedades y ausencias. Proponíase con esto el de Lerma asegurar más su autoridad contra los envidiosos, perpetuando, por decirlo así, el poder en su familia. ¿Cómo podía imaginar el antiguo privado que el mayor rival, que el enemigo más terrible de su privanza, que quien más había de pugnar por derrocarle de la cumbre del poder había de ser su mismo hijo? El joven duque de Uceda, con menos talento que su padre, pero cortesano artificioso y adulador, llegó a granjearse la confianza del soberano, en términos de dudarse ya quién la poseía en mayor grado, si el padre o el hijo. Calculó el padre Aliaga que ayudando a elevar al hijo sobre el padre afianzaría por más tiempo su favor al calor del nuevo astro que se levantaba, que al reflejo del antiguo planeta que había de llegar más pronto a su ocaso. Olvidó que el de Lerma le había sacado de la oscuridad, y se declaró por el de Uceda. Arrimose a ellos y acreció este nuevo partido el conde de Olivares, don Gaspar de Guzmán, que acababa de entrar de gentil hombre en el cuarto del príncipe don Felipe: presuntuoso y duro de condición el de Olivares, hallábase resentido de el de Lerma y de don Rodrigo Calderón por no haber éstos accedido a sus pretensiones de cubrirse de grande. El de Lerma, que así se veía abandonado de sus propias hechuras, que penetró la traición de su mismo hijo, y que advertía cierta tibieza de parte de su soberano, creyó deshacer aquella conjuración oponiendo a la enemiga alianza e introduciendo en la familiaridad del rey a su yerno y sobrino el conde de Lemos, que había desempeñado con crédito por seis años el virreinato de Nápoles, en que acababa de ser reemplazado por el duque de Osuna. Gozaba el de Lemos reputación de hombre ilustrado, de buen entendimiento, amigo de proteger a los literatos y de favorecer las letras, a que él se había aficionado en Italia, pero orgulloso y altivo; y de los antiguos celos y envidias entre él y su primo y cuñado el duque de Uceda se prometía el viejo duque de Lerma que el yerno le ayudaría gustoso a derribar del favor al hijo. Tales eran las armas y tales los contendientes que se aprestaban y disponían a hacerse una guerra vergonzosa de favoritismo en el palacio del buen Felipe III de España.

En esto se divulgó por la corte la noticia de que el marqués de Siete Iglesias había hecho asesinar en un camino a un hombre plebeyo llamado Francisco Xuara. Magnífica ocasión ofreció este suceso a los enemigos del marqués para declamar en sermones y pláticas sobre la necesidad de castigar tal delito y escándalo y entregar a la justicia al delincuente, y para estrechar y apretar la conciencia del piadoso y místico Felipe III. Redoblaron pues con este motivo sus esfuerzos contra don Rodrigo el padre Santa María, la priora de la Encarnación, el prior del Escorial, el Padre Florencia y el confesor fray Luis de Aliaga. Por violento que fuese al rey consentir en entregar al sacrificio un hombre a quien había colmado de honras y mercedes, lo cual comprometía también al de Lerma y era al propio tiempo una confesión tácita de su poco acierto en la elección de favorecidos, no era posible sin embargo que la conciencia de un rey devoto pudiera resistir los ataques combinados de aquella especie de batería religiosa, y fuele menester dejar obrar la justicia. Mientras esto pasaba, y en tanto que el conde de Olivares se iba apoderando del ánimo del joven príncipe de Asturias don Felipe, y haciéndose el dueño de su cuarto y cámara, por más esfuerzos que para combatir su influencia hacía el de Lemos, el duque de Uceda ganaba terreno en la confianza del rey al paso que le perdía su padre. Todos eran ya desaires para el viejo duque de Lerma. Cuando iba a la cámara del príncipe con la confianza de quien estaba acostumbrado a tratarle como hijo, como quien le había visto nacer siendo ya valido de su padre, y como ayo y mayordomo suyo que era, hallábale retraído y hasta desatento; el conde de Olivares ni se levantaba a su presencia, ni le dirigía la palabra, y acaso le volvía el rostro. Si de allí pasaba al aposento del rey a informarle y quejarse de lo que observaba en el cuarto del príncipe, encontraba allí a su hijo: ambos le oían, y ninguno le contestaba: el rey le significaba su recato con el silencio; el semblante del hijo revelaba a las claras que le disgustaba y estorbaba la presencia del padre. Un día que se vieron solos el padre y el hijo, aquél reprendió a éste con cierta destemplanza su conducta; éste le contestó con aspereza y descomedimiento; moviose entre los dos un debate acalorado y bochornoso, en que se vio hasta qué punto el miserable afán de la privanza había roto los vínculos más sagrados de la naturaleza y de la sangre, y concluyó el padre con despedirse del hijo diciéndole: «Yo me iré, y vos os quedaréis con todo, y todo lo echaréis a perder.{7}» El pronóstico del viejo duque de Lerma no había de tardar en cumplirse.

Con dignidad y energía habló el conde de Lemos al rey, recordándole los servicios hechos al trono, ofreciendo su cabeza si en algo le había desagradado u ofendido sin saberlo, exponiéndole las intrigas que se cernían en torno a las personas de S. M. y A., y pidiéndole licencia para retirarse a su casa; la respuesta del rey fue tan seca como compendiosa: «Conde, le dijo, si queréis retiraros, podéis hacerlo cuando quisiéreis.» Esta escena pasó en el Escorial: el conde besó la mano al rey, pasó a besársela al príncipe, se vino a Madrid, se despidió del Consejo de Italia de que era presidente, y tomó el camino de Galicia a su casa de Monforte, acompañándole hasta Guadarrama la condesa de Lemos su madre y el duque de Lerma su tío y suegro.

Otro recurso, en verdad bien extraño, buscó el de Lerma para guarecerse de la caída, que evidentemente veía ya inevitable. Dado siempre a fundar conventos y a tratar con religiosos, muchas veces había tenido impulsos de renunciar a la grandeza y a la pompa mundana, y acabar su vida en un claustro bajo el sayal de San Francisco, imitando el ejemplo de su abuelo el duque de Gandía, San Francisco de Borja. La desgracia que ahora le amenazaba le volvió a sugerir este piadoso pensamiento; mas en lugar de la túnica franciscana pareciole que le sentaría mejor el capelo de cardenal, y lo solicitó del papa Paulo V. Otorgole gustoso el pontífice aquella dignidad con el título de San Sixto, y así el papa como el colegio de cardenales le escribieron felicitándose de contarle entre los príncipes de la iglesia romana. Vistiose pues el caído ministro la púrpura cardenalicia, cuyo ropaje esperaba le serviría al menos de escudo para conservar cierto respeto y autoridad, y le preservaría de los insultos de sus enemigos. Mas la misma vestidura daba pretexto al rey para no tratarle con la familiaridad acostumbrada; de la etiqueta y la ceremonia pasó pronto a la frialdad, y no tardó en significar que le incomodaba su presencia. Aprovechaban bien los cortesanos sus émulos esta mudanza que observaban en el soberano para hacer recaer sobre la desacertada política y la monstruosa administración de el de Lerma todas las desgracias y males que sufría el reino, y para desacreditar todos sus empleados y hechuras.

Siguió no obstante el cardenal-ministro la corte al Escorial, como pugnando por recobrar su antigua privanza, y al modo del náufrago que próximo a ahogarse se agarra a una vieja tabla para ver de ganar de nuevo el bajel en que antes había prósperamente navegado. Hasta que ya un día llamó el rey don Felipe a su cámara al prior del monasterio y le dijo: «Iréis al duque y le diréis, que atendido lo mucho que he estimado siempre su casa y persona, he venido en otorgarle lo que tantas veces y con tanto encarecimiento me ha pedido para su quietud y descanso, y que así podrá retirarse a Lerma o a Valladolid cuando quisiere

Desempeñó el padre Peralta su cometido; aparentó el de Lerma oírlo con serenidad, dio orden a sus criados para que dispusieran brevemente su marcha a Lerma, subió a despedirse del rey, y dirigiole un tierno razonamiento diciéndole entre otras cosas: «De trece años, señor, entré en este palacio, y hoy se cumplen cincuenta y tres empleados en este disseño, pocos para mí deseo, muchos para lo que permite el desengaño, a que debemos ofrecer, ya que no todo, siquiera alguna parte de la vida...» Besole humildemente la mano, el rey le tendió los brazos con ternura y le aseguró quedaba en la misma estimación en que antes le había tenido. Con esto se despidió el caído ministro que había gobernado por espacio de veinte años la monarquía, y el 4 de octubre (1618), dando el postrer adiós y lanzando la última mirada a aquel palacio en que por tantos años, aparte del título y la corona, había sido el verdadero rey, tomó por Guadarrama el camino de su retiro de Lerma{8}. Así cayó, en verdad con menos violencia que suelen despeñarse los validos de los reyes, el gran privado de Felipe III. Antes habían sido ya retirados del cuarto del príncipe y políticamente desterrados, quién a Aragón, quién a Sicilia, todos los que no eran de la devoción del conde de Olivares y del duque de Uceda, a saber, el conde de Paredes, don Diego de Aragón y don Fernando de Borja. En su lugar consiguió el de Olivares que viniese a España, para ayo del príncipe, su tío don Baltasar de Zúñiga, embajador que era en Alemania, y nombrado para la embajada de Roma. Los demás empleos que había tenido el duque de Lerma todos recayeron en el duque de Uceda su hijo. De este modo, después del tráfago de intrigas y de la baraúnda de abominables conjuraciones, enredos y chismes de que había sido teatro el palacio de los reyes, en que jugaban todas las malas pasiones, sin un solo pensamiento grande ni una aspiración noble, el cambio se redujo a mudar, así el rey como el príncipe, de favoritos y privados, ni más hábiles, ni más generosos, ni menos codiciosos y avaros que los anteriores.

Retirado el de Lerma, el partido vencedor descargó sus iras contra los que habían sido sus hechuras; y principalmente contra el marqués de Siete Iglesias, blanco de su envidia y de su saña. Inducido por ellos el rey, y determinado a encomendar al examen y fallo de la justicia las acusaciones que se hacían a don Rodrigo, nombró reservadamente un tribunal compuesto de tres de los más acreditados consejeros, de un fiscal y un secretario{9}, y llamándolos a sí les dijo, que esperaba de su integridad y justificación averiguarían lo que de cierto hubiese y harían justicia a don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, acusado de haber hecho asesinar a un hombre llamado Francisco Xuara; y en un papel que aparte les dio les encargaba investigaran con todo celo y escrupulosidad si había tenido parte en la muerte de la reina. En su virtud el tribunal, previa consulta del rey, decretó la prisión de don Rodrigo, y que en un mismo día y hora le fueran confiscados todos sus bienes en Madrid y en Valladolid. Avisos y tiempo tuvo el procesado para fugarse y poner en salvo su persona, pero él prefirió someterse al fallo de la justicia a aparecer criminal con la fuga. Prendiose pues a don Rodrigo, secuestrósele cuanto en su casa tenía, y se le llevó a la fortaleza de Medina del Campo, de donde después se le mandó trasladar a la de Montánchez en Extremadura, al mismo tiempo que en Madrid se confiscaba su casa, sin dejar a la marquesa ni a sus hijos en qué cobijarse (1619).

La nueva de este suceso hizo gran ruido en España y aun fuera de ella, porque en todas partes era conocido y afamado don Rodrigo Calderón por su antiguo valimiento, por su riqueza y su magnificencia. Los únicos que se prestaron a ampararle fueron su padre don Francisco, comendador mayor de Aragón, y el cardenal don Gabriel de Trejo, sobrino de la marquesa su mujer, que desde Roma donde se hallaba pidió licencia al rey para venir a consolar y defender a su tío, a quien debía la alta dignidad en que estaba constituido en la iglesia. Concediósela el soberano, acaso porque en Roma no impetrase del pontífice gracia para el procesado, y cuando el cardenal vino a España resuelto a penetrar hasta el calabozo de su tío, hallose con un mandamiento del rey en que se le prescribía que pasara a Burgondo, en el obispado de Ávila, de donde era abad, y donde habría de permanecer hasta nueva orden. Hiciéronse a don Rodrigo hasta doscientos cuarenta y cuatro cargos, de faltas y abusos en el desempeño de su oficio en el tiempo que fue secretario de la Cámara, de palabras de desacato proferidas contra el rey y la reina, de haber hecho sobre su corto patrimonio una opulenta fortuna, de haber usado de hechizos, de haber mandado asesinar a Xuara, de haber tenido parte en otros varios asesinatos, y sobre todo de haber causado o apresurado con veneno la muerte de la reina doña Margarita. Para tomarle con más facilidad las declaraciones se le hizo traer de Montánchez a Santorcáz, y de allí a su misma casa de Madrid, desmantelada ahora y convertida en silenciosa prisión, la que antes deslumbraba por la riqueza y suntuosidad de su menaje, deshabitada y sola, sin esposa, sin hijos, sin criados, aquella misma en cuyas antesalas habían esperado pendientes de una palabra de favor tantos pretendientes y tantos personajes.

Don Rodrigo había sufrido con admirable resignación y serenidad el rigor de las prisiones. Ni de las escrupulosas informaciones tomadas por los jueces a grandes, caballeros, palaciegos, damas, médicos, y hombres de todas clases, amigos y enemigos suyos, ni de las confesiones del acusado resultaba probado otro delito que el asesinato del Francisco Xuara, confesado por el mismo marqués y disculpado por las insolencias que decía haber usado con él aquel hombre: ni un solo declarante se había atrevido a culparle de la muerte de la reina: de este cargo que era el más grave, resultaba completamente inocente don Rodrigo y patente la calumnia, y los demás quedaban reducidos a sospechas y presunciones legalmente no probadas. A pesar de esto los jueces propusieron al rey, y el monarca accedió a que se le diera tormento. El 7 de enero de 1620, en aquella misma sala en que en otro tiempo había dispensado tantas mercedes, acaso a aquellos mismos que ahora le aguardaban sentados para juzgarle, compareció el reo; su semblante no se demudó a la vista del potro que se había colocado en el pavimento: con mucha paciencia se dejó desnudar por el verdugo Pedro de Soria: con noble resignación se tendió en el potro, y sufrió que el adusto ministro le ligara brazos y piernas, y le ciñera y apretara con una y otra vuelta los cordeles. A las preguntas de los magistrados respondía siempre el atormentado con inalterable entereza, que se ratificaba en lo dicho y nada tenía que añadir a lo antes confesado, porque aquello solo era la verdad. Cuando por orden de los jueces el verdugo le comprimía con la cuerda fatal sus carnes hasta tocar en los huesos y rompérselos y saltar de sus venas la sangre, en medio de aquellos acerbos dolores imploraba la misericordia de Dios, invocábale por testigo de su inocencia, pero no salió de su boca una sola palabra más de las que antes había dicho, y los jueces mandaron cesar el tormento sin haber logrado arrancarle una sola confesión más{10}.

A pesar de esto, y de las instancias y gestiones de don Francisco Calderón, padre del procesado, y de la marquesa su mujer para que se pusiera término a la causa, ésta proseguía lentamente, como si se buscara poner a prueba la paciencia del reo, que la tuvo admirable. Su abogado defensor Bartolomé Tripiana en un extenso y bien razonado alegato fue respondiendo uno por uno a todos los cargos y desvaneciéndolos con sólidas razones casi todos. Así fue que los jueces hicieron presente al rey, que sustanciado el proceso sin omitir la más mínima diligencia, y habiendo pasado el marqués por cuantas instancias y extorsiones se pudieran arbitrar contra el hombre más humilde y más desamparado del mundo, no se le había podido averiguar otro delito que el de la muerte de Francisco Xuara confesado por él, y algunos otros de poca entidad, y que por los demás de que se le acusaba y no se habían probado, llevaba ya sufridos dos años de apretada prisión, la confiscación de todos sus bienes, la suspensión de todos sus títulos y oficios, el menoscabo de su honra, el tormento en el potro, la privación de la vista y compañía de su esposa y de sus hijos, que era otro no menos penoso tormento, y que por todas estas y otras causas y razones opinaban que debía ser perdonado y repuesto en su reputación y honra, pero que S. M. podía hacer lo que fuese servido. En su consecuencia parece que el rey trataba de restituir a don Rodrigo Calderón su mujer, hijos, oficios y hacienda, cuando la muerte del soberano (marzo, 1621) vino a dejar al desventurado marqués de nuevo expuesto a las iras de sus enemigos.

Cuéntase que cuando don Rodrigo oyó doblar las campanas por la muerte del rey don Felipe III exclamó: «¡El rey es muerto, yo soy muerto también!» Bien supo pronosticar su suerte el antiguo cortesano. Harto conocía lo que podía prometerse del favorito del nuevo monarca. Los jueces recibieron orden de ampliar, si era posible, el proceso y fallarle. En vano la esposa y los hijos del marqués de Siete Iglesias anduvieron llorando por los tribunales pidiendo misericordia; en vano la marquesa se echaba a los pies del rey o seguía por los caminos su coche y el del conde de Olivares quebrantando los corazones de todos. El cardenal Trejo su sobrino había sido obligado a volverse a Roma.

La sentencia de muerte, y la ejecución del suplicio de don Rodrigo Calderón, pertenecen ya a otro reinado. Allí completaremos la historia del trágico fin de este célebre personaje.

No cesaron en palacio, ni con la retirada del duque cardenal, ni con la prisión del marqués de Siete Iglesias, las intrigas de privanza y de favoritismo. El duque de Uceda, que tanto había trabajado por derribar a su padre, no tardó en tener que arrepentirse de su misma obra, y en conocer que no había de gozar mucho tiempo la herencia del favor real que tanto había codiciado, y por cuyo logro había roto y quebrantado los más sagrados deberes de la gratitud, de la naturaleza y de la sangre. Aun en vida de Felipe III, y eso que acabó ya muy pronto, se pudo pronosticar que el de Uceda, herido con los mismos filos y combatido con las mismas armas que él había empleado contra el autor de sus días y de su fortuna, había de recibir el merecido de su ingratitud y acabar harto más infelizmente que él. Mas diestro o más afortunado que él el conde de Olivares, apoderado del corazón del príncipe que estaba en vísperas de subir al trono, se servía de los mismos instrumentos que el de Uceda había puesto imprudentemente en sus manos para cavar la hoya en que había de hundirle.

Felipe III no acabó nunca de perder su afición al viejo duque de Lerma. Guardábale en su retiro todo género de consideraciones; declaró al tiempo de morir que le había servido bien, y todavía le hizo la honra de nombrarle uno de sus testamentarios. Pero apartemos ya la vista de este cuadro de miserables envidias y guerras palaciegas, triste patrimonio de los príncipes débiles, indolentes y flojos, y llevémosla a otro horizonte más despejado, siquiera no le falten tampoco sus nubes y sus sombras.




{1} Además de los empleos y cargos de sumiller de corps y caballerizo mayor del rey, de regidor perpetuo de Valladolid y Madrid, de comendador mayor de Castilla, de adelantado de Cazorla, de general de la caballería, de ayo y mayordomo del príncipe, y otros varios que tuvo el de Lerma, hízole el rey multitud de mercedes, como las escribanías de Alicante y la de sacas de Andalucía, las alcaidías de Vélez y del castillo de Burgos, diferentes encomiendas, los pingües productos de la almadraba de Valencia, setenta mil ducados de renta en Sicilia, el dominio y señorío de muchas villas y lugares en Aragón, Castilla y Navarra, le favoreció para la reincorporación en su casa de otros lugares y villas que en Castilla había tomado el rey don Juan II a su ascendiente don Diego Gómez de Sandoval y cuya devolución él reclamó, le compraba las casas y heredades que él tenía valuándolas a su gusto, y le hacía con frecuencia regalos de sartas de perlas y brincos de diamantes y otras joyas de valor de muchos miles de ducados. De este modo llegó el de Lerma a reunir las rentas de un opulento potentado, y no es de extrañar que viviera con más boato y ostentación que el mismo rey.

Y como le hubiesen visto aceptar los donativos en metálico que con título de servicio le habían hecho las cortes de Cataluña y de Valencia, tampoco tuvieron reparo los señores y caballeros de Castilla en hacerle obsequios de dinero en gruesas sumas, que él admitía, dando ocasión a que el curioso anotador contemporáneo que recogía y nos ha trasmitido aquellos hechos dijera con sarcástico estilo, que así le alegraban la sangre, cuando su espíritu se encontraba abatido con alguna indisposición o enfermedad.– Añádese a esto que el de Lerma no tenía parientes pobres a quienes socorrer, porque tuvo buen cuidado de que ninguno le necesitara, enriqueciéndolos a todos a costa de empobrecer el Estado.– Parece fabuloso, pero sus contemporáneos lo dicen, que solo de donativos llegara a reunir el de Lerma la enorme y asombrosa suma de cuarenta y cuatro millones de ducados: aun rebajando lo que pueda haber de hiperbólico, siempre se deduce que dio en este punto sobrada materia de escándalo.

{2} Era hijo del capitán don Francisco Calderón, que le tuvo de una doncella alemana, con la cual se casó después.

{3} Hasta a un hijo suyo, de edad de año y medio, se le dio en marzo de 1611 el hábito de la gran cruz de San Juan.– Había casado don Rodrigo con doña Inés de Vargas, de quien tuvo varios hijos.

{4} El autor de la Historia manuscrita de Felipe III que muchas veces hemos citado.

{5} Vivanco le vindica bien de esta calumnia en el libro V de su Historia.

{6} Cabrera de Córdova, Relaciones manuscritas.– Vivanco, Historia inédita de Felipe III.– Cabrera añade que se decía que don Rodrigo Calderón había probado en Flandes ser hijo del duque de Alba don Fadrique, cosa que a todos había causado admiración.– El título de conde de la Oliva pasó a su hijo primogénito.

{7} Debemos todos estos pormenores al historiador don Bernabé de Vivanco, que en su historia manuscrita se extiende largamente en la relación de todas estas intrigas palaciegas, como quien por su oficio tenía proporción de saberlo y casi de presenciarlo todo. Este autor, apreciable por sus noticias y generalmente exacto en los hechos, es tan exageradamente apasionado en la calificación de las personas, en especial tratando de sus dos ídolos, el duque de Lerma y don Rodrigo Calderón, que en este punto, más que historiador, es un ciego e intolerable panegirista. Baste decir que al de Lerma, entre otras infinitas hiperbólicas alabanzas que a cada página le prodiga, le llama «el mayor hombre que tuvo ni tendrá el mundo.» Y para él don Rodrigo Calderón era el hombre de más talento y de más gobierno, el caballero más cumplido, el más generoso y justificado, y poco le falta para hacerle santo. Fue su sucesor en la secretaría de cámara del rey.

{8} Dice Vivanco que la noche que durmió en Guadarrama le envió el rey «los papeles de la consulta de aquel día, y un venado que había muerto.» El historiador no expresa, ni nosotros podemos entender, la significación de aquel envío y de aquel regalo.

{9} Los jueces fueron, don Francisco de Contreras, don Luis de Salcedo y don Diego del Corral y Arellano, el fiscal el licenciado Garci Pérez de Araciel, que lo era del Consejo de Castilla, y el secretario don Pedro Contreras.

{10} Al fin del tomo damos por apéndice una copia del auto y ejecución del tormento del marqués de Siete Iglesias.