Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro III ❦ Reinado de Felipe III
Capítulo VIII
África, Asia, América, Portugal
De 1610 a 1619
Expediciones a África y Turquía.– Librería arábiga cogida al rey de Marruecos.– Es colocada en la biblioteca del Escorial.– Empresas navales del marqués de Santa Cruz, del duque de Osuna, de Octavio de Aragón, de Luis Fajardo, de Francisco de Ribera, de Simón Costa y de Miguel de Vidazabal.– Fruto que se sacaba de estas empresas.– Línea de defensa en la costa de Andalucía para libertarla de piratas y corsarios.– Torres que se erigieron en todo el litoral.– Expediciones y empresas de españoles y portugueses en América y Asia.– Nuevo Méjico.– Chile.– Arauco.– Reino del Pegú.– Islas Filipinas.– Brasil.– Descubrimiento del estrecho de San Vicente.– Jornada de Felipe III al reino de Portugal.– Magníficas y ostentosas fiestas.– Entrada solemne del rey en Lisboa.– Jura y reconocimiento del príncipe don Felipe.– Cortes.– Regreso del rey a Castilla.– Descontento de los portugueses.– Enferma el rey en Casarrubios.– Entra en Madrid.
En el capítulo IV de este libro dimos noticia de algunas expediciones de nuestras armadas contra los moros africanos, así como de algunas empresas contra los turcos, enviadas, ya de las costas de España, ya de las de Nápoles y Sicilia. Esta hostilidad perenne con los enemigos de la fe cristiana, nacida por una parte del odio tradicional a los mahometanos y de la costumbre de pelear con ellos por tantos siglos, ocasionada por otra parte por las continuas piraterías que ellos ejercían infestando los dominios litorales de ambas penínsulas italiana y española, continuó todo el reinado de Felipe III con pocos intervalos, y era una de las atenciones que ayudaban a consumir los recursos que hubieran debido emplearse para las necesidades interiores, y para las guerras en que nos hallábamos empeñados con otras potencias y países de Europa.
Limitándonos a mencionar aquellas expediciones que se hicieron notables por alguna circunstancia, porque dar cuenta de todas fuera, sobre innecesario, impertinente, no podemos pasar en silencio la presa que en 1611 hicieron el comendador de Martos don Rodrigo de Silva y el gobernador Pedro de Lara, de algunos navíos pertenecientes a Muley Cidan, rey de Marruecos, por la circunstancia notabilísima de haber sido apresados en ellos, entre otras cosas preciosas, tres mil cuerpos de libros árabes de poesía, medicina, filosofía, política y religión. El soberano marroquí que tenía en gran precio esta riqueza literaria ofreció por su rescate setenta mil ducados. El rey don Felipe quería que además pusiera en libertad todos los cristianos esclavos que tenía en su reino; mas como la guerra en que Muley Cidan estaba con su sobrino Muley Xeque no diese lugar a ello, mandó el rey que aquellos preciosos códices fuesen traídos y colocados en la biblioteca del monasterio del Escorial, que es una de sus más apreciables y raras colecciones{1}.
Al año siguiente el marqués de Santa Cruz, general de las galeras de Nápoles, y terrible adversario de berberiscos y turcos, quemó en la bahía de la Goleta una flota de once velas, y penetrando en la isla de Querquens, y llevándolo todo a sangre y fuego, no dejó en ella ni casa ni vivienda en pie, bien que a costa de la vida de muchos y muy distinguidos españoles. Por su parte el virrey de Sicilia don Pedro Girón, duque de Osuna, llevando consigo a don Octavio de Aragón, general muy entendido y experto en las cosas de mar, dio principio en 1613 con una expedición feliz a la costa de Berbería a aquella serie de empresas contra africanos y turcos que le dio tan justa celebridad, y obligó al sultán de Turquía a valerse de todos los recursos de su grande imperio para vengar los agravios, insultos y pérdidas que le hacía y ocasionaba el magnate español. Poco tiempo después, en tanto que Octavio de Aragón arrojaba de Malta los turcos que habían desembarcado en aquella isla y derrotaba sus naves, don Luis Fajardo, general de la armada del Océano, verificaba su famosa expedición a la costa occidental de África con noventa bajeles y seis mil quinientos hombres de guerra, en que iba una gran parte de la primera nobleza de Castilla, plantaba la enseña del cristianismo y erigía altares en la montaña de Salé, se apoderaba heroicamente del puerto y fortaleza de la Mámora, cinco leguas de Tánger (1644), y enaltecía con la toma de aquella plaza la fama y reputación de las armas españolas, y acreditaba que era aquel mismo Fajardo que cinco años antes había hecho tan rudo escarmiento y estrago en el puerto de la Goleta en los bajeles de los corsarios turcos, genoveses e ingleses{2}.
En julio de 1616 el famoso capitán toledano don Francisco de Ribera, enviado por el duque de Osuna, virrey ya de Nápoles, a contener al Turco que amenazaba bajar con cien galeras sobre Sicilia, ganaba en la costa de Caramania el hábito de Santiago que el rey le dio por la bizarría con que venció con pocos galeones mayor número de naves turcas, matando en tres batallas mil y doscientos genízaros y más de dos mil de la demás gente, echando a pique la capitana enemiga, inutilizando o destruyendo las demás galeras y volviéndose triunfante a Nápoles. Y por último mientras el capitán napolitano Simón Costa, saliendo de Reggio a los mares de Levante, penetraba intrépidamente por los Dardanelos, y apresaba algunas naves mercantes a la vista de Constantinopla, el almirante vizcaíno Miguel de Vidazabal perseguía con la escuadra de Cantabria desde la bahía de Gibraltar los piratas turcos, limpiaba de corsarios aquellos mares, y hacía una importante presa en diez y ocho navíos de Turquía que regresaban de saquear las islas Canarias (1618).
Mas todas estas empresas, si bien honrosas para España por la valentía y arrojo con que se conducían en ellas nuestros marinos, sosteniendo todavía el buen nombre y los gloriosos recuerdos del poder marítimo español que las desgraciadas empresas de Felipe II habían dejado tan debilitado y enflaquecido, eran hazañas aisladas que se resentían de la falta de un plan general, y no surtían más efecto que quebrantar, no destruir, la piratería de los turcos y berberiscos, alejar o limpiar por períodos y a intervalos los corsarios que infestaban nuestras costas de España, Nápoles y Sicilia, y hacer algunas presas de valor, aunque costándonos muchas veces sacrificios sensibles de hombres, y gastos que el reino no estaba en disposición de soportar. No se cuidó de poner el pie de un modo permanente en la costa de África, ni menos de ganar territorio en el interior. Se conquistaba la Mámora, y se mandaba cegar su puerto para que no sirviera ni a nosotros ni a nuestros enemigos, y no alcanzamos de qué sirvió el poseer a Larache. Esta falta de plan de conquista en África, y este afán de ganar plazas litorales para después perderlas, y el descuido de dejarlas perder para tener la gloria de volverlas a ganar, era sistema, o mejor dicho, error político que venía ya de los primeros soberanos de la casa de Austria.
Lo que hizo oportunamente Felipe III fue reparar el puerto y fortificar los muros de Cádiz, destruidos por los ingleses en 1596, y dar principio al muelle y puerto de Gibraltar, obra en que dejó gastados más de trescientos mil ducados. Y por último, y lo que le honra aún más que todo esto, para proteger la costa meridional de la Península de las continuas invasiones y acometidas de piratas y corsarios, hizo levantar todo lo largo de la costa de trecho en trecho en una extensión de setenta y tres leguas, desde los límites del reino de Granada hasta tocar en los de Portugal, cuarenta y cuatro torres o pequeños castillos, colocados de tal manera y a tal distancia, que descubriéndose unos a otros pudieran avisarse y apellidar toda la tierra para acudir a su defensa y seguridad tan pronto como se avistaran naves enemigas o en corso, y servían también para proteger los navíos del reino. Aun se ven en la costa de Andalucía restos de este que hoy podríamos llamar sistema telegráfico y de defensa.
En los mares y regiones del Nuevo Mundo empleáronse también en este reinado las naves y las armas de Castilla y Portugal, ya en agregar a la dominación de España nuevos dominios, inmensamente acrecentados con la unión de ambas coronas, ya en conservar sus anteriores conquistas contra los esfuerzos de los naturales que se levantaban pugnando por recobrar su antigua independencia, ya en defenderlas de los piratas y corsarios que de continuo las infestaban y acometían, ganosos de recoger las riquezas que en su seno encerraban, y principalmente contra las flotas holandesas que disputaban a los portugueses el señorío de los mares y tierras de la India. En la América Septentrional, derrotando don Juan Oñate de un modo que se tuvo entonces por milagroso a cuatro mil indios, sometió el Nuevo Méjico a la obediencia del rey de España. En la Meridional fueron subyugados los araucanos, gente brava y feroz del reino de Chile, que en número de cinco mil habían antes sorprendido a los españoles, saqueado y quemado a Valdivia y otras ciudades de aquel imperio, y ensangrentado sus hachas en los cuellos de sus conquistadores. Los portugueses continuaban ganando nuevas posesiones en la India, ya sujetando a los indios bravos, ya arrojando a los holandeses de algunas tierras en que habían fundado establecimientos.
Salvador Rivero de Sousa y Felipe Brito de Ricote, dos famosos portugueses, ponían bajo la obediencia del rey católico el reino del Pegú en la India Oriental (1605). El gobernador de Filipinas don Pedro Acuña allanaba a Ternate, quitando de allí la factoría holandesa, y restituía las islas Molucas al dominio de Portugal, y Ceilán era sometida por el valeroso don Gerónimo de Acebedo (1606). Extendíanse las conquistas en el Perú, y los indios de Arauco nuevamente rebelados probaban otra vez que no les cedían en denuedo y arrojo los españoles, y el bravo y forzudo Caupolicán caía atravesado por la lanza del esforzado y robusto capitán español Francisco de Navarrete (1608): guerra terrible, que el capitán Alonso de Ercilla, tan agudo de ingenio como fuerte de brazo, y tan diestro en manejar la pluma como la espada, nos dejó escrita en versos más vigorosos que aliñados. En la India Oriental don Juan de Silva, gobernador de Filipinas, derrotaba en reñido combate una escuadra holandesa, apresaba bajeles, cogía en ellos cincuenta cañones de bronce, y hacía ver a los mercaderes chinos que lo presenciaban cuál era mejor Dios, como ellos decían, si el de los holandeses o el de los españoles (1610). Otro tanto se podía decir de los portugueses, que continuaban en el Brasil dilatando su imperio con las conquistas de muchos pueblos salvajes, y defendiéndolos con valor contra los ingleses y holandeses (1612).
Mientras el adelantado de Nuevo Méjico don Juan de Oñate acababa la conquista de aquel país, el general de la armada de Filipinas don Juan Ronquillo daba buena cuenta de los galeones de Holanda que arribaban a aquellos mares (1616). Y en 1619 los dos hermanos gallegos García de Nadal, partiendo de Lisboa con dos carabelas en compañía del cosmógrafo Diego Ramírez, a buscar nuevo paso para el mar del Sur, a fin de evitar los peligros que en el estrecho de Magallanes corrían las naves que iban a Filipinas, descubrieron el estrecho que llamaron de San Vicente, y volvieron contentos a España a dar cuenta al rey, que a la sazón se hallaba en Lisboa{3}.
En efecto, hacía mucho tiempo que Felipe III deseaba visitar su reino de Portugal, y lo había ido difiriendo por mal consejo de sus ministros y privados; que no conocer a su monarca un reino recién conquistado y no de buena gana unido a Castilla, naturalmente había de producir menos adhesión y más desvío en aquellos nuevos súbditos, y dábaseles más tiempo y ocasión para pensar en recobrar su nunca olvidada independencia. En 1619 resolvió al fin el rey don Felipe hacer su jornada de Portugal, en la cual los historiadores contemporáneos no indican que llevara otro objeto político que hacer reconocer y jurar en las cortes portuguesas al príncipe don Felipe su hijo. Salió pues de Madrid (26 de abril), con el príncipe, infantas, y gran acompañamiento de grandes, títulos, consejeros y ministros, y dirigiéndose a Extremadura entró en Portugal por los mismos puntos por donde cerca de cuarenta años antes había entrado su padre a tomar posesión de aquel reino. Recibiéronle las ciudades del tránsito con arcos de triunfo, fiestas y demostraciones de regocijo, y dirigiéndole arengas en que ponderaban su alegría por verse favorecidos con la presencia de su soberano. En Almada, en Belén, en Lisboa, le agasajaron a su entrada, (mayo y junio, 1619), con tan lujosas fiestas, con tan ostentosos espectáculos que hubieran podido deslumbrar al soberano del mayor imperio del mundo. Nobles, hidalgos, prelados, títulos, magistrados, generales, clerecía y pueblos, todos compitieron en demostraciones de júbilo, de cortesía, de respeto a su monarca y a su real familia. ¿Serían desinteresadas tan exageradas demostraciones? En el discurso de felicitación que a la puerta de la capital le dirigió el consejero Ignacio Ferreira, después de decirle, en su hiperbólico estilo, que su gobierno en aquel reino oscurecía la grandeza de los griegos, persas y romanos, añadía que convendría mucho que hiciera la ciudad de Lisboa corte y cabeza de todos sus dominios y señoríos. «Consiste en vosa Magestade facer cabeza do suo imperio estta antiga e ilustre cidade, mas digna de ele que todas as do mundo, assistendo aqui con su Real Corte.{4}» El rey contestó afablemente al razonamiento del consejero agradeciendo tanta demostración de afecto, y prosiguió su camino, viendo en la ciudad tan maravillosas invenciones y aparatos, que manifestó a los portugueses estar sobrecogido de admiración, y que era el mayor y más dichoso y solemne día de cuantos había vivido.
Convocadas las cortes, fue jurado solemnemente en ellas el príncipe don Felipe como heredero y sucesor del reino después de la muerte de su padre (18 de julio, 1619.) Reunidos después los tres brazos, y hecha la proposición por el rey, mientras cada estado trataba los negocios convenientes al bien del reino que se habrían de someter a la soberana resolución, el monarca recorría y examinaba algunas plazas y fortalezas, visitaba muchos conventos, asistió en la ciudad de Évora a un auto de fe, volvió a Lisboa, habló a los inquisidores y consejeros encargándoles el cumplimiento de sus obligaciones; pero antes que los brazos del reino le propusieran lo que entre sí hubieran podido acordar, llamó a los consejos y les manifestó su necesidad y resolución de regresar pronto a Castilla para atender a las cosas de Alemania que por este tiempo se habían alterado y revuelto en los términos que en otro capítulo dejamos referido. Tomó pues el rey don Felipe desde Lisboa la vuelta de Castilla (29 de setiembre, 1619), dejando a los portugueses descontentos y ofendidos, ya por su precipitada marcha sin responder siquiera a los capítulos que las cortes le habían de presentar, cuando ellos sin duda se habían persuadido de que había de permanecer largo tiempo, ya por no haberles hecho las mercedes que esperaban remitiéndolas por consejo de alguno de sus ministros a su corte de Castilla{5}. De modo que el único viaje que hizo Felipe III a Portugal fue para dejar a los portugueses descontentos y quejosos.
Había hecho felizmente su viaje de regreso, pero en Casarrubios del Monte, a una jornada ya de Madrid, adoleció la noche de su llegada. Pidió que le llevaran el cuerpo de San Isidro Labrador, patrón de Madrid, a quien había tenido siempre especial devoción, y llevado que le fue por el arzobispo de Burgos, desde que el cuerpo del Santo entró en el aposento del rey empezó, dicen sus historiadores, a mejorar sensiblemente, en términos que a los pocos días pudo continuar su marcha a Madrid, donde entró el 4 de diciembre. Sin embargo, aquella mejoría fue harto pasajera, y los días de este monarca estaban ya contados y habían de ser muy breves, como vamos a ver luego.
{1} «Los vi, dice Gil González Dávila, antes que se llevasen al Escorial.»– Hist. de Felipe III, lib. II, c. 47.
{2} Véase nuestro capítulo IV de este libro.– González Dávila, Vida y Hechos, lib. II, cap. 49.
{3} Oviedo, Historia general de Indias.– Ercilla, Araucana.– Argensola, Conquista de las Molucas.– Dávila y Vivanco, en muchos capítulos de sus historias.
{4} Vivanco, Historia MS. de Felipe III, lib. VII.– Juan Bautista Lavanna, Entrada y recibimiento de Felipe III en Portugal.
{5} Gran contradicción se encuentra aquí entre los dos historiadores contemporáneos de Felipe III, Gil González Dávila y Bernabé de Vivanco. El primero dice, «que ni al entrar, ni en el estar, ni al salir de aquel reino les hizo merced alguna;» el segundo asegura; «que hizo muchas mercedes a todos aquellos vasallos, en honras, dignidades, títulos, preeminencias, gobiernos, alcaldías, hábitos, encomiendas, auxilios, rentas, ayudas de costa, de suerte que ninguno de todos cuantos lo merecían y le habían servido dejaron de lograr el premio de sus trabajos.»– Del cotejo que en vista de tan contrarios asertos hemos procurado con las historias portuguesas resulta, que no es exacto saliera del reino sin hacer merced alguna, como afirma Dávila, pero que es menos exacto que las diera con la liberalidad que indica el siempre apasionado Vivanco, el cual por otra parte no puede menos de confesar que los portugueses quedaron descontentos y lastimados.