Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro III ❦ Reinado de Felipe III
Capítulo IX
Estado económico de España
A la muerte de Felipe III
De 1618 a 1621
Cortes de 1618.– Nuevo servicio de millones.– Pobreza y despoblación de España.– Célebre consulta del Consejo de Castilla.– Expone las causas de las calamidades públicas y aconseja los medios para remediar los males del reino.– Quedan los remedios sin ejecución.– Nuevos abusos en la distribución de cargos.– Enfermedad del rey.– Remordimientos que le agitaban.– Arrepentimiento de su anterior conducta.– Intrigas en palacio en sus últimos momentos.– Muerte cristiana de Felipe III.– Juicio de este monarca.
Con la caída de unos privados y la elevación de otros no mejoró un ápice ni la política ni la administración de España, ni se remediaron los males, ni cesó la despoblación, ni lucieron más que antes las rentas. En las últimas cortes que celebró Felipe III pidió y le fue otorgado otro servicio de diez y ocho millones: tributo fatal, que comenzó en el reinado de Felipe II, aunque con cierta moderación, y al paso que fue creciendo en el de su hijo, fue disminuyendo la riqueza y la población de España hasta presentar un cuadro triste y desconsolador en los últimos años de Felipe III{1}. En este último servicio fue comprendido ya el clero, en virtud de breves pontificios que para ello se impetraron. Como correctivo al abuso que el monarca o sus ministros podían hacer de estos tributos, se le imponían condiciones, a veces estrechas, enderezadas a impedir que se invirtiera el dinero o se distrajera a otros usos y atenciones que las que exigían las necesidades de los pueblos, y que las cortes mismas señalaban. El rey aceptaba estas condiciones, única garantía que había quedado al pueblo, sin reparar en que fuesen muchas veces hasta depresivas de la dignidad real, y las aceptaba con tanto menos reparo, a trueque de recibir dinero para salir de apuros, cuanto menos ánimo llevaban sus ministros de cumplirlas.
Dolido no obstante el monarca de la pobreza, de la miseria, de la despoblación y del mal estar general que afligía sus reinos, y al parecer con el mejor deseo de remediarlo, ordenó al Consejo de Castilla por cédula de 6 de junio de 1618 le expusiera con lealtad las causas de que procedieran aquellos males y le consultara los medios más eficaces para corregirlos. Aquel ilustre cuerpo, correspondiendo a la confianza del rey, después de muy madura deliberación, presentó a S. M. por medio del venerable consejero don Diego del Corral y Arellano{2}, la célebre consulta de primero de febrero de 1619, comprensiva de siete capítulos, que eran en su dictamen las principales causas de los males que se experimentaban, y proponían otros tantos remedios.
1.ª La primera que señalaban era la carga insoportable de los tributos que oprimía los pueblos. Es notable la energía y la franqueza con que en este punto habló el Consejo al rey. «Atento (decía) que la despoblación y falta de gente es la mayor que se ha visto ni oído en estos reinos desde que los progenitores de V. M. comenzaron a reinar en ellos, porque totalmente se va acabando y arruinando esta corona, sin que en esto se pueda dudar, no proveyendo nuestro Señor del remedio que esperamos mediante la piedad y grandeza de V. M., y que la causa de ella nace de las demasiadas cargas y tributos impuestos sobre los vasallos de V. M., los cuales, viendo que no los pueden soportar, es fuerza que hayan de desamparar sus hijos y mujeres y sus casas, por no morir de hambre en ellas, y irse a la tierra donde esperan poderse sustentar, faltando con esto a las labores de las suyas, y al gobierno de la poca hacienda que tenían y les había quedado...» Y propone como necesario e indispensable remedio la moderación, reforma y alivio de los tributos, y le persuade con razones incontestables y con oportunos ejemplos sacados de la historia y dignos de admitirse en tales casos.
2.ª Era la segunda la prodigalidad con que había otorgado mercedes y donaciones desde que comenzó a reinar, en grave perjuicio del común de sus súbditos, y le proponía que las revocara como injustas y hechas en daño general de la república, como lo habían ejecutado con mucha gloria suya otros reyes sus predecesores, y de este modo entrarían grandes sumas en el erario, en alivio y descargo de los oprimidos y trabajados pueblos.
3.ª Que para fomentar la agricultura y poblar el reino se obligara a los grandes señores y títulos a salir de la corte e irse a vivir en sus estados respectivos, donde podrían labrando sus tierras dar trabajo, jornal y sustento a los pobres, haciendo producir sus haciendas, «Que aunque cada uno puede mudar domicilio y estar donde quisiere, cuando la necesidad aprieta y se ve que se va a perder todo, V. M. puede y debe mandar que cada uno asista en su natural.» Lo mismo proponía se hiciera con los eclesiásticos, que por los sagrados cánones deben residir en sus respectivas iglesias; que se limpiara la corte de tantos pretendientes importunos, que vivían en la vagancia y en malos entretenimientos, y se dieran los empleos solo al mérito, y no al favor, al parentesco o a la intriga.
4.ª Que se reprimiera el excesivo lujo, y se pusiera rigurosa tasa en los vestidos y en el menaje de las casas; que se obligara a todos a vestir y gastar paños y telas del reino, y que no hubiera tanta multitud de pajes, escuderos, gentiles hombres, criados y entretenidos. Pero alcanzando ya el Consejo que las leyes suntuarias eran siempre menos eficaces que el ejemplo del mismo soberano, exponíale la necesidad de comenzar la reforma por su misma casa; porque «viene a ser el gasto de raciones y salarios tan inmenso y excesivo, que monta el de las Casas Reales hoy más que el del rey nuestro Señor el año de 98 cuando falleció, dos tercias partes más; cosa muy digna de remedio, y de poner en consideración y aun en conciencia de V. M.; pues ahorrándose las dichas dos tercias partes (que sería muy fácil, queriendo usar de la moderación y templanza que pide el estado que queda representado de la real hacienda), podrían servir para otros gastos forzosos, y tanto menos tendría V. M. que pedir a sus vasallos, y ellos que contribuirle.» Y recordábanle la máxima de Santo Tomás que dice: «El tributo es debido a los reyes para la sustentación necesaria de sus personas, no para lo voluntario.» Y por último, que en las jornadas no hiciera gastos superfluos, y que podían bien excusarse.
5.ª Que siendo los labradores el nervio y sostenimiento del Estado, no se les pongan travas para la venta y despacho de sus frutos, ni se les causen vejaciones, antes se les concedan todos los privilegios posibles para animarlos y alentarlos.
6.ª Que no se den licencias para fundar nuevas religiones y monasterios, antes se ponga límite al número de religiosos de uno y otro sexo, puesto que sobre ser perjudicial a la población y recargar el peso de las contribuciones sobre los demás, muchos entraban en los conventos, no por vocación, sino por buscar la ociosidad y asegurar el sustento. El Consejo proponía sobre esto varias medidas. Materia era esta sobre que las cortes habían estado haciendo desde los anteriores reinados frecuentes y vivas reclamaciones. En éste era más de necesidad el remedio por la multitud de conventos que habían fundado el rey, la reina, el duque de Lerma, y a su imitación casi todos los grandes{3}. Así no nos maravilla leer en Gil González Dávila: «En este año que iba escribiendo esta historia tenían las órdenes de Santo Domingo y San Francisco en España treinta y dos mil religiosos, y los obispados de Calahorra y Pamplona veinte y cuatro mil clérigos: ¿pues que tendrán las demás religiones y los demás obispados?» Y que asombrado el mismo historiador exclame: «Sacerdote soy, pero confieso que somos más de los que son menester.{4}»
7.ª Que se suprimieran los cien receptores que se crearon en la corte el año de 1613, por los inconvenientes y perjuicios que causaban al Estado.
Tales fueron las medidas que el Consejo de Castilla propuso como las más convenientes y eficaces para mejorar la hacienda y remediar los males que afligían al reino. Si no eran las más sabias que se pudieran desear, eran por lo menos las que alcanzaban los conocimientos económicos de aquella época, y algunas de ellas a no dudar habrían remediado en gran parte la despoblación y la miseria pública{5}. Por lo menos no se dirá que el Consejo por su parte no anduvo explícito, fuerte y enérgico, y que no respondió con lealtad y con firmeza al encargo del monarca. Lo peor fue que el dictamen quedó escrito y los remedios sin ejecución, porque a poco de la consulta emprendió el rey su jornada a Portugal de que hemos dado cuenta en el anterior capítulo, y pareció no haberse vuelto a acordar de consejos tan sanos. En Portugal pudieron distraerle los brillantes y ostentosos festejos con que le halagaron los portugueses, bien que esto no le impidió pensar en hacer arzobispo de Toledo, por muerte de su tío don Bernardo de Sandoval y Rojas, a su hijo el infante don Fernando, de edad entonces de diez años, y en pedir para él el capelo de cardenal, que el pontífice Paulo V le otorgó (29 de julio, 1619) «por los maravillosos indicios, que daba de su virtud y costumbres,» a cuya fineza correspondió el rey obsequiando al que trajo el capelo (20 de enero, 1620) con tres mil ducados de pensión y diez mil de ayuda de costa. ¡Extraña manera de mirar estos piadosos pontífices y monarcas por el bien de la Iglesia, investir de tan alta dignidad y poner en la silla primada del reino católico a un niño de diez años! Caso en verdad no nuevo en la historia, mas no por eso más ajustado y conforme a la letra y al espíritu de los sagrados cánones.
A su regreso a Castilla no dio tampoco señales el rey don Felipe de querer poner en práctica los remedios que el Consejo le había consultado. Embargaban su atención en el exterior las guerras de Alemania y de Italia, los socorros a su primo el emperador Fernando, los triunfos de las armas españolas en Bohemia, y la ocupación y defensa de la Valtelina. En el interior más que las reformas de la hacienda le ocupaban las intrigas de su mismo palacio, la sustitución de unos a otros validos, la retirada del de Lerma, la prisión y proceso de don Rodrigo Calderón, y las quejas y acusaciones que venían de Nápoles contra el duque de Osuna; acusaciones en su mayor parte calumniosas, pero que fomentadas en la corte y no desestimadas por el rey, produjeron su separación del virreinato, y más adelante la prisión de aquel grande hombre, y por último su muerte antes de poder justificarse de las atroces calumnias que le imputaban, según en otro lugar veremos.
En este estado, el rey que nunca había acabado de convalecer de algunas reliquias de la enfermedad de Casarrubios, adoleció gravemente a últimos de febrero de 1621, de una fiebre ardiente, que continuándole con pocas interrupciones en todo el mes de marzo, le produjo tales pervigilios, tan profunda melancolía y tal convicción de la proximidad de su muerte, que fueron ineficaces los remedios de los médicos para animar su espíritu, como habían de serlo los de la medicina para aliviar su cuerpo. Trájose a palacio la imagen de Nuestra Señora de Atocha y el cuerpo de San Isidro Labrador. Expúsose el Santísimo Sacramento en todas las iglesias de Madrid. Recibió el augusto enfermo con ejemplar devoción los sacramentos de la Iglesia, e hizo a presencia de los presidentes de los consejos y de muchos grandes y señores un codicilo (que el testamento le había hecho ya en Casarrubios), en que dejaba por testamentarios a los duques de Lerma, de Uceda y otros, y mandó llamar a sus hijos para darles su bendición, y dirigirles palabras y consejos de moralidad y buen gobierno, propios de un príncipe cristiano y piadoso; hecho lo cual les despidió abrazándolos tiernamente, y pidiendo a Dios los hiciera felices en esta y en la otra vida. En aquellos instantes solemnes atormentaron a Felipe III graves desconfianzas y escrúpulos acerca de sus descuidos, de su indolencia, y de sus omisiones o errores en el gobierno del reino: «¡Buena cuenta daremos a Dios de nuestro gobierno!» le decía a cierto ministro. «¡Oh! ¡si al cielo pluguiera prolongar mi vida!, exclamó otra vez, ¡cuán diferente fuera mi conducta de la que hasta ahora he tenido!» Mas luego volvió a poner su confianza en Dios, animándole y fortaleciéndole en la fe sus confesores y predicadores{6}.
Entretanto y en aquel supremo trance agitábanse en torno al lecho mortuorio del monarca los cortesanos y palaciegos disputándose la herencia de la privanza; los unos, como el conde de Olivares, prevaliéndose de la que ya tenía con el príncipe heredero, y trabajando con el marqués de Malpica y el duque del Infantado; los otros, como el duque de Uceda y el confesor Aliaga, pugnando por asirse al resto del favor que conservaban con el monarca moribundo. En esta miserable guerra de ambiciones y de intrigas, noticioso el conde de Olivares de que el cardenal duque de Lerma venía a Madrid a cerrar los ojos a su soberano; arrancó al príncipe una carta en que haciendo anticipadamente oficios de rey le mandaba se volviese a Valladolid. Tanto se celaban todavía los favorecidos del hijo del que por tantos años había tenido el valimiento del padre, que temían le recobrara en medio de los paroxismos de la muerte. De esta manera, como dice un agudo escritor de aquel tiempo, Felipe III acabó de ser rey antes de empezar a reinar, y Felipe IV empezó a reinar antes de ser rey{7}.
Al fin, pidiendo y tomando en las manos el mismo Crucifijo que habían tenido en las suyas al morir su abuelo el emperador Carlos V y su padre Felipe II, dio su último suspiro, a las nueve de la mañana del 31 de marzo (1621), muriendo santamente aquel piadoso monarca, que más de una vez había dicho que no sabía cómo podía acostarse tranquilo el que hubiera cometido un pecado mortal. Contaba entonces cuarenta y tres años de edad, y había reinado veinte y dos y medio{8}. Príncipe piadoso, devoto y buen cristiano, de carácter templado e inofensivo, amigo del bien, pero enemigo del trabajo e indolente en demasía, circundado y dominado de privados y validos a quienes ciegamente fiaba el gobierno del reino, pródigo de mercedes y en su dispensación indiscreto{9}, lejos de ser el soberano que la España necesitaba para contener la decadencia que apuntaba ya en los últimos años de su padre, púsola más de manifiesto, y colocó la nación en la pendiente de su ruina. Dio el ejemplo fatal de las privanzas, y abrió la carrera funesta de los valimientos. La tregua con Holanda fue el principio de la emancipación, que no había de tardar en consumarse, de la república de las Provincias Unidas, por cuya posesión se había vertido tanta sangre española. Las guerras de Italia y de Alemania fueron de mucho crédito para nuestros soldados, y de ningún provecho a la nación. En los mares de Europa, de Asia, de África y de América se sostuvo el buen nombre de la antigua marina española, pero alternaron las pérdidas con los triunfos, y no se recobró la pujanza marítima de otro tiempo. Los planes eran todavía atrevidos, pero las fuerzas no correspondían a los planes.
La mala administración interior enflaqueció la monarquía como enflaquece el cuerpo una fiebre lenta y continua. Por más que estudiaran, por más habilidad que tuvieran los ministros de Felipe III para encubrir la miseria del pueblo con la pompa y brillantez de la corte, descubríase siempre la pobreza pública bajo los pliegues del engañoso manto de oropel. Felipe III, tan celoso católico como descuidado monarca, poblaba y enriquecía los conventos, y dejaba empobrecer y despoblar el reino. Expulsaba los moriscos, y mataba la industria y las artes: las comunidades religiosas se multiplicaban, y los labradores abrumados de tributos dejaban el arado y pedían limosna. Felipe III, que por sus virtudes privadas hubiera sido un particular apreciable, como rey fue funesto a su pueblo. Acaso ganó para sí la gloria eterna, pero las naciones necesitan reyes que sepan ser algo más que santos varones. Desde su tiempo fue visible la decadencia de España{10}.
{1} Citaremos en comprobación el siguiente dato estadístico de un testigo irrecusable en esta materia, en lo general panegirista de este rey y de este reinado, a saber, el maestro Gil González Dávila. Dice este autor, que del censo que el año 1600 se hizo en Salamanca resultó que había en aquel obispado, donde él era prebendado, 800.384 labradores, con 11.745 yuntas de bueyes, y que se dejaban de sembrar 14.000 fanegas de toda semilla. Y del que se hizo en 1619 por otra junta resultó no haber sino 14.135 labradores con 4.822 yuntas de bueyes, más de 80 lugares despoblados, y los demás con muy poca población.– Vida y Hechos de Felipe III, libro II, cap. 85.– Si el dato es exacto, no puede darse testimonio más triste de la rápida decadencia de la agricultura y de la despoblación de Castilla en este reinado.
{2} Uno de los tres jueces en la causa de don Rodrigo Calderón, y el mismo que se negó a firmar su sentencia de muerte.
{3} Vivanco se entusiasma enumerando los conventos erigidos o dotados por su protector el duque de Lerma, y cuenta en ellos el patronato de los dominicos de San Pablo de Valladolid, el de los franciscanos descalzos de San Diego, el monasterio de monjas Bernardas de Belén, las dominicas de Santa Catalina en Madrid, los Trinitarios recoletos, los Capuchinos y el colegio de Jesuitas, donde colocó haciéndole traer de Roma, el cuerpo de San Francisco de Borja, su abuelo, el convento de monjas dominicas de San Blas en Lerma, el de Carmelitas descalzas, el de Santo Domingo, el de Carmelitas descalzos de Santa Teresa, el de Bernardos, el de Franciscanas descalzas; en Ampudia la iglesia Colegiata, el convento de Franciscanos descalzos; en Cea, el de Dominicos; en Denia, el de Franciscanos de San Antonio; en Sabia el de monjas Agustinas, y el de Mínimos; en Valdemoro el de Franciscanos descalzos y el de Carmelitas calzados; con muchas dotaciones y regalos de ornamentos, vasos de oro y plata, tapicerías, reliquias, joyas, &c.
{4} Historia de Felipe III, libro II, cap. 85.
{5} Por tanto no podemos convenir con el moderno autor de la Historia de la decadencia de España, cuando dice refiriéndose a esta consulta del Consejo: «Pero en sus dictámenes no se halló cosa de provecho, sino fue la idea de reducir el número de los monasterios y dificultar las profesiones religiosas... Lo demás se redujo a arbitrios pueriles, y propios solamente de las erradas miras económicas de aquel tiempo.»– Cánovas del Castillo, Felipe III, lib. II.– No creemos que puedan reputarse arbitrios pueriles la reforma y alivio de impuestos, la revocación de mercedes, los medios encaminados a fomentar la agricultura y otros semejantes.
{6} Es pura invención y fábula lo que el embajador francés Bassompierre cuenta sobre la causa de la enfermedad y la muerte del rey, y que repite Weis en su «España desde el reinado de Felipe II hasta el advenimiento de los Borbones.» Dicen estos dos escritores extranjeros, que despachando el rey un día (primer viernes de cuaresma), le habían puesto un brasero tan fuerte que el calor le hacía caer a hilos el sudor de la cara. Que el marqués de Povar dijo al duque de Alba, gentil-hombre de cámara como él, que convendría retirar el brasero que tanto estaba sofocando al rey. «Mas como son, añaden, los palaciegos de España tan observadores de la etiqueta, respondió el de Alba que aquello correspondía al duque de Uceda, sumiller de Corps. Con esto y mientras se avisó al de Uceda, cuando este llegó encontró tan tostado al rey, que al día siguiente su temperamento cálido le ocasionó una fiebre, y ésta una erisipela que con varias alternativas degeneró en una escarlata que le quitó la vida (el 26 de febrero de 1621).»– Ningún documento ni ningún historiador español dice una sola palabra de la supuesta anécdota del brasero. Hasta en el día del fallecimiento yerra el autor de L'Espagne depues le regne de Philippe II, pues le pone en 26 de febrero, habiendo sido en 31 de marzo.
{7} Quevedo, Grandes Anales de Quince Días.– Vivanco, Hist. MS. de Felipe III, lib. VIII.
{8} Tuvo Felipe III siete hijos, a saber: la infanta doña Ana (1604), que casó después con el rey Luis XIII de Francia: el príncipe don Felipe (1605), que le sucedió en el trono: doña María (1606), que casó con Fernando III, rey de Bohemia y de Hungría: don Carlos (1607); don Fernando (1609), creado cardenal y arzobispo de Toledo en 1619: doña Margarita (1610), y don Alonso, llamado Caro (1612).
{9} De solo títulos dio en Castilla tres de duque, treinta y tres de conde y treinta de marqués: en Portugal dio uno de duque, dos de marqués y diez y seis de conde.– Gil González Dávila inserta la lista individual de todos en los capítulos 102 a 106 del libro II de su Historia.
{10} El historiador Vivanco hace de él el siguiente apasionado elogio: «Príncipe de raras e incomparables virtudes, esclarecido en fe, en religión, celo del culto divino, observador constante y firmísimo de los preceptos de Dios, espada contra el abuso mahometano, gentílico y herético, columna firmísima de la Iglesia, ornamento y descanso de sus coronas, ejemplo de los buenos reyes, padre de los suyos, de la paz pública de sus pueblos, amplificador generoso de la sucesión de su casa, en que nos dejó fundada la conservación y esperanza de mayores y muy dilatados imperios, grande, bueno, piadoso, casto, digno juntamente de todos los arbitrios políticos y prudenciales de que se constituye y compone un príncipe admirablemente perfecto. Sintió esta pérdida con general dolor y lágrimas toda la corte, dilatándole por todas las provincias y coronas: la lloraron todos sus vasallos, hasta los que habitan las más remotas y apartadas regiones de la tierra: los demás príncipes, repúblicas, potentados y reyes que se incluyeron en su término y circunferencia sintieron que habían perdido el original de donde copiaban las partes y virtudes que habían menester para hacerse gloriosos.» ¡Así se escribía la historia!